Con la paz del Rey se había instalado en
Atenas una visión más serena de las posibilidades de acción en política
exterior. Los sueños de restablecer la antigua hegemonía por el momento habían
concluido; ahora los atenienses intentaban organizarse de nuevo, ateniéndose a
las condiciones marco de la paz del Rey. Pero esto no significó en modo alguno
una paralización de la política exterior. Con el estricto mantenimiento de los
compromisos aceptados en la paz del Rey, Atenas adoptó en política exterior un
rumbo posibilista, pero intentando sondear los límites de lo factible. El
arquitecto de esta nueva política fue Calístrato, del «demos» ático de
Aphidnai. Él supo comprometer a los atenienses con una política que rechazaba
en principio las exageradas veleidades de gran potencia, pero que aspiraba con
buen tino a conseguir una posición dirigente en el concierto de las potencias.
Mientras que los espartanos, remitiéndose a la cláusula de autonomía de la paz
del Rey, lo apostaron todo a destruir cualquier concentración de poder
antiespartano y a extender su propio ámbito de influencia a toda Grecia hasta
Macedonia y la Calcídica con una deliberada atomización del mundo de la polis,
los atenienses se esforzaron sobre todo por consolidar sus relaciones
exteriores con los estados del Egeo oriental. Debido a su dependencia de las
grandes rutas del comercio de cereales hacia el territorio del mar Negro y de
Egipto, pasando por el Dodecaneso, Atenas estaba obligada a mantener su
influencia en esta región hasta donde fuera posible, incluso después del
387-386 a. C.
Ciertamente la reanudación de las
relaciones directas con las antiguas polis aliadas de la costa de Asia Menor
era impensable, pero la autonomía que garantizaba a todos los demás estados la
paz del Rey abría la posibilidad de seguir cultivando al menos los viejos
vínculos entre Atenas y los estados insulares situados frente a la costa.
Después de concertar una alianza con el reino tracio de los odrisios en el
386-385 a. C., renovando de esa manera los tratados concertados por Trasíbulo
cuatro años antes, en el verano del 384 a. C. volvió a establecerse la alianza
entre Atenas y Quíos, aunque ahora con expresa referencia a las regulaciones de
la «paz del Rey» y la garantía de libertad y autonomía como base del tratado.
A comienzos de los años setenta, los
atenienses lograron extender todavía más su red de relaciones exteriores.
Partiendo de la paz del Rey, se concertaron acuerdos con Tenedos, Mitilene,
Methymna, Rodas y Bizancio. Este recurso constante a la paz del Rey constituía
no solo una garantía frente a la omnipresente política intervencionista
espartana, sino que sirvió también para tranquilizar a Persia, que debía de
seguir con recelo el nuevo auge de la influencia ateniense justo delante de la
costa de Asia Menor.
Las indisimuladas aspiraciones
hegemónicas de Esparta en los años ochenta y principios de los setenta
propiciaron un mayor acercamiento con Atenas, incluso con la Tebas beocia. Las
cláusulas de la paz del Rey le habían servido a Esparta para hacer pedazos al
estado federal beocio, llevar al poder en las distintas ciudades a sus
partidarios, e incluso estacionar una guarnición en Tebas el 382 a. C. Al igual
que Tebas había apoyado a los atenienses en el 404-403 a. C., Atenas alentó a los
tebanos en el 379-378 a. C. a oponerse al régimen proespartano en su patria,
que fue derrocado mediante un golpe de mano. A pesar de los esfuerzos y la
intervención de los espartanos, en los años siguientes Tebas logró resucitar la
liga beocia bajo su égida, concebida únicamente para mantener su hegemonía y
sentar las bases de su rápido, pero muy breve, incremento de poder durante los
años sesenta. Atenas y Tebas, que concertaron una alianza en el 378 a. C,
formaron al principio una coalición común contra Esparta, que por entonces ya
había tomado un rumbo de abierta confrontación con Atenas. Así lo puso de
manifiesto el ataque relámpago contra el Pireo efectuado el año 378 a. C. por
un contingente espartano al mando de Sphodrias, a pesar de resultar un completo
fracaso.
Esparta endureció su actitud cuando, ese
mismo año, Atenas se dispuso a englobar los tratados bilaterales concertados
hasta entonces para convertirlos en un amplio sistema de alianzas unitario con
una poderosa estructura organizativa. El órgano decisorio principal era un
consejo federal (synhédrion) en el que cada estado miembro tenía un
voto, pero en el que la propia Atenas carecía de representación; era la
Asamblea Popular ática la que deliberaba sobre los acuerdos del consejo
federal. Es decir, que synhédrion y ekklesía votaban por
separado, aunque sus acuerdos eran mutuamente dependientes. Este procedimiento
garantizaba a los aliados cierta independencia, pero dejaba a Atenas una clara
posición de preeminencia.
Así, justo cien años después de la
creación de la primera Liga naval ática, surgió la denominada «Segunda liga
naval ática». El «documento» de esta Liga naval —un plebiscito de febrero-marzo
del 377 a. C. con el que Atenas invitaba a todos los helenos y bárbaros,
siempre que no fueran súbditos del Gran Rey, a ingresar en esa Liga— volvía a
corroborar la voluntad
de los atenienses de aceptar sin limitaciones las reglas esenciales de la
convivencia política establecidas en la paz del Rey, garantizar la salvaguardia
de la libertad y autonomía de todos los estados y no tocar las posesiones del
Gran Rey en Asia Menor. A todos los estados deseosos de ingresar se les aseguró
la libertad de tributos, de ocupación y supervisores extranjeros. A los
atenienses se les prohibió cualquier adquisición de tierras en el territorio de
los aliados. Este precepto llevaba la impronta inconfundible de Calístrato y
suponía una clara adhesión al rechazo de los principios hegemónicos de la
primera Liga naval. La idea era una hábil jugada en el juego de intrigas de las
potencias rivales y apuntaba expresamente contra Esparta, que se había
desvinculado con sus ansias de hegemonía y cuyo papel como defensora (prostátes)
de la paz del Rey pensaba asumir ahora Atenas.
La nueva Liga naval cosechó un éxito
extraordinario. A los pocos años, el número de sus miembros había ascendido
hasta cerca de 70. Todos los intentos de Esparta de oponerse militarmente a
esta evolución resultaron inútiles. Pero tampoco dieron fruto los esfuerzos de
todos los implicados de crear un amplio orden de paz y seguridad (koiné
eiréne) para todo el Mediterráneo oriental a lo largo de tres conferencias
internacionales celebradas en el 375 y 371 a. C. mediante una renovación de la
paz del Rey. El intento de conciliar los intereses entre los diferentes estados
fracasó una y otra vez por las ambiciones de poder de cada uno de ellos.
A finales de los años setenta, fueron
los esfuerzos hegemónicos de Tebas los que provocaron una nueva definición de
la constelación de poder en Grecia, enterrando cualquier esperanza de
estabilizar la situación. Con la destacada victoria en la Leuctra beocia sobre
los espartanos el año 371 a. C., Tebas se convirtió en la nueva potencia
hegemónica. En muy
poco tiempo, y gracias a la habilidad militar y diplomática de sus ambiciosos
políticos Pelópidas y Epaminondas, los tebanos lograron instalar en la Grecia
central un sistema de alianzas muy estructurado. A comienzos de los años
sesenta, Tebas extendió su zona de influencia hasta el Peloponeso y, tras la
construcción de una flota propia, llegó incluso a poner los pies temporalmente
en el Egeo oriental.
De este modo Tebas se convirtió en una
amenaza para Atenas y Esparta por igual, lo que favoreció la voluntad de
alcanzar un acuerdo pacífico entre estas dos potencias. Ya antes de la batalla
de Leuctra, el político ateniense Calístrato se había esforzado por conseguir
un acercamiento a Esparta. En el 369 a. C. se concertó una alianza formal entre
atenienses, espartanos y sus respectivos aliados, que recordaba en cierto sentido
la alianza entre atenienses y espartanos del 421 a. C. Fue un intento de
resucitar la política de las viejas potencias ante la aparición de nuevos
protagonistas. Pero no se veía por ningún sitio una verdadera voluntad
constructiva, de modo que los años sesenta estuvieron marcados por las
rivalidades y por coaliciones continuamente cambiantes de potencias en lucha
por la hegemonía. El desenlace de la batalla de Mantinea, en la que
participaron casi todas las polis destacadas y que constituyó un punto de
cristalización de las luchas por el poder en Grecia, se convirtió en el 362 a.
C. en un símbolo de la aporía de la situación política: todos reclamaron para
sí la victoria, y ambos bandos enemigos erigieron un trofeo.
En los años sesenta, la situación de Atenas
había empeorado considerablemente. Cada día perdía más influencia en Grecia, y
en el 366 a. C. incluso tuvo que aceptar la pérdida de todo el territorio de
Oropos, que Tebas se anexionó. La rivalidad con Tebas repercutía también en la
liga naval ateniense y en el poder de Atenas en el Egeo. En el 367 a. C. los tebanos,
durante unas negociaciones celebradas en la corte persa, consiguieron atraer a
su bando a Artajerjes II e imponer su exigencia de desmovilización de la flota
ateniense. Era obvio que los atenienses rechazarían ofendidos dicha exigencia.
Decepcionados por el giro persa, los enviados atenienses anunciaron que se
buscarían un amigo distinto al Gran Rey. Y lo encontraron rápidamente en la
persona del persa Ariobarzanes, sublevado por entonces contra Artajerjes II y
que inauguró la serie de sublevaciones de sátrapas que durante la década
siguiente perturbaron el ámbito de poder del soberano persa en Asia Menor y
trastornaron las fronteras trazadas por la paz del Rey.
En el 366 a. C. los atenienses enviaron
en apoyo de Ariobarzanes a su estratega Timoteo, un hijo de Conón, que en los
años setenta había tenido una participación decisiva en la creación de la nueva
Liga naval. Naturalmente, la gran expedición de la flota ateniense al Egeo no
perseguía metas altruistas, sino que alimentaba la esperanza de fortalecer su
propia posición de poder. No obstante, Timoteo recibió la orden estricta de
atenerse a lo establecido en la paz del Rey. Los persas, por el contrario,
habían vulnerado poco antes por primera vez la paz del Rey, cuando el
vicesátrapa Tigranes acantonó una guarnición en Samos, traspasando con ello las
fronteras territoriales fijadas en dicho tratado de paz. Este proceder ofreció
a Timoteo el pretexto para sitiar y tomar Samos. Tras la conquista de la isla,
los atenienses decidieron no anexionar a su Liga naval esta importante
avanzadilla en el Egeo, sino transformarla en una colonia ática. Expulsaron a
los habitantes y asentaron en la isla a dos mil colonos atenienses, a los que
en las décadas posteriores siguieron varios miles más. Poco después se aplicó
el mismo modelo a Potidea, a Sesto y al Quersoneso tracio. De este modo los atenienses
se construían un ámbito de poder paralelo al de la Liga naval, que les permitía
tener intervención directa sobre esta.
Desde el punto de vista formal, este
proceder no constituía una ruptura de los acuerdos de la Liga naval, ya que la
declaración de renuncia de Atenas a la creación de colonias solo se refería a
los territorios aliados. No obstante, esta política debía por fuerza influir en
la conducta de los aliados, tanto más que Atenas inició una política exterior
más ruda, llegando a cobrar contribuciones y a estacionar tropas de ocupación
en el territorio aliado. Aunque estas medidas se pudieran atribuir en cada caso
a razones condicionadas por la situación, para los aliados el nuevo rumbo
político exterior de Atenas resultaba ofensivo y debió de despertar malos
recuerdos de los tiempos de la hegemonía ática en la primera Liga naval. Atenas
caía cada vez más en el modelo de la política tradicional de la alianza naval
del siglo V; en aquellos años, Calístrato no perdió su influencia por
casualidad —al igual que otros de sus compañeros de lucha— y finalmente acabó
exiliándose para librarse de la inminente condena a muerte. Dentro de este
contexto, no es de extrañar que entre los aliados del Egeo se extendiera una
animosidad contra Atenas y un deseo de independencia, que recibieron un impulso
adicional con la confrontación cada vez más aguda entre persas y atenienses en
la zona del Egeo.
El peligro que esto suponía para los
atenienses se tornó evidente cuando la recién construida flota tebana al mando
de Epaminondas apareció en el Egeo en el 364 a. C. y no solo puso en aprietos a
las posiciones atenienses en la Propóntide (mar de Mármara), sino que avanzó
hasta aguas de Rodas y operó incluso en la costa continental de Caria. Además
de Bizancio, ahora también Quíos y Rodas abandonaron a Atenas. Pero como tras
la batalla de Mantinea, en la que Epaminondas encontró la muerte, la hegemonía tebana
se desmoronó rápidamente, los tebanos tampoco pudieron aprovechar después del
362 a. C. sus «éxitos de ultramar». Bizancio, Quíos y Rodas ya no volvieron,
sin embargo, al sistema de alianzas ateniense, sino que, en medio de los
desórdenes de las sublevaciones sátrapas, prefirieron unirse al príncipe de
Caria, Mausolo de Halicarnaso, que cosechó, como frutos maduros, los éxitos de
Epaminondas. Por su parte, Mausolo, aprovechando el momento favorable, amplió
su zona de influencia más allá de Caria, creando con Bizancio, Quíos, Rodas y
Cos un nuevo sistema de alianzas que sería el pilar fundamental durante los
posteriores enfrentamientos con Atenas.
Con Mausolo les surgió a los atenienses
un peligroso rival, que, en competencia con Atenas, llegó a convertirse en
portavoz del mundo griego en el Egeo oriental. Atenas no estaba dispuesta a
contemplar cruzada de brazos los esfuerzos de este por extender su propio
ámbito de poder más allá de Caria, hasta las islas de la costa egea. Así que
los atenienses, con el ataque a Quíos emprendido el 356 a. C, iniciaron la
«guerra de los aliados», que tuvo un final desastroso un año después: el
entramado de relaciones político-exteriores en el Egeo, laboriosamente trazado
en el pasado, se rompió. Finalmente, Atenas tuvo que conceder a Quíos, Rodas y
Bizancio la independencia de la Liga naval, perdiendo con ello a unos aliados
importantes. Solo la colonia de Samos pudo ser defendida con éxito y, desde
entonces, constituyó una avanzadilla aislada en el sudeste del Egeo. En este
momento, la influencia de los atenienses ya solo se extendía hasta las Cicladas
y a zonas del norte del Egeo, que sin embargo muy pronto le serían disputadas
por Filipo II, el nuevo rey de Macedonia, que mientras tanto —temido, odiado y
también deseado por muchos— se había propuesto conseguir la hegemonía sobre el
mundo estatal griego.
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