sábado, 23 de diciembre de 2017

Peter Funke ATENAS CLÁSICA:Peter Funke ATENAS CLÁSICA:6 LA INFRUCTUOSA LUCHA POR LA LIBERTAD: A LA SOMBRA DE MACEDONIA


El desenlace de la guerra de los aliados provocó un cambio de opinión política en Atenas. Las consignas de los que todavía defendían la antigua hegemonía ya no hallaban eco. Los éxitos en política exterior y todos los beneficios del auge económico de los años setenta se habían dilapidado en el transcurso de los años de guerra. Ya en el 374 a. C, los atenienses habían instaurado el culto a Eiréne, la diosa de la paz, y, poco más tarde, la estatua de Eiréne creada por el escultor Cefisodoto, padre de Praxíteles, que sostenía en su brazo a Plutos (la personificación de la riqueza), fue instalada en el Ágora. Pero las esperanzas depositadas en una paz y bienestar duraderos no se habían cumplido. Por eso, bajo la dirección del político Eubulo, Atenas, a partir del 354 a. C, cambió su rumbo político, centrándolo en la consolidación y estabilización de las condiciones económicas y sociales internas y, en política exterior, buscando una línea más bien defensiva, orientada a conservar sus posesiones. El núcleo de esta política fue una reorganización radical de las finanzas estatales. La caja que al principio solo servía para administrar los fondos destinados a la asistencia a los festivales de teatro (theoriká), fue unida a la caja de guerra (stratiotikón) para formar una caja central (theorikón), a la que afluían todos los excedentes del Estado y que acabó convirtiéndose en el más importante instrumento de dirección y control de la política financiera y económica de Atenas.
La dirección de esta caja fue encomendada a un grupo de funcionarios (hoi epí to theorikón), elegido por la Asamblea Popular cada cuatro años. A causa de sus amplias competencias y posibilidades de influencia, este cargo electivo evolucionó hasta convertirse en un cuerpo de dirección política que ofrecía a los políticos destacados la posibilidad de afianzar su posición en las instituciones, aunque con el control permanente del conjunto de la ciudadanía. De ese modo, Eubulo logró desarrollar, entre el 354-353 y el 339-338 a. C, una política que condujo a Atenas a una nueva etapa de prosperidad, testimoniada también por numerosos proyectos de construcción públicos. La reactivación de la economía aumentó las rentas públicas de 130 a 400 talentos.
Eubulo fortaleció también la infraestructura militar de Atenas y —al igual que haría después su «sucesor» Licurgo— forzó la ampliación de la flota, de forma que Atenas, con sus casi 400 trirremes, acabó disponiendo del mayor contingente de barcos de su historia, convirtiéndose de nuevo en la potencia naval griega más potente del momento. Pero supo también ser consecuente, y practicó una política exterior comedida, atenta a no volver a incurrir en los errores del pasado y que se limitó a asegurar y consolidar el poder que le quedaba a Atenas. De hecho, los atenienses evitaron cualquier nuevo compromiso militar en el sureste del Egeo. El año 351 a. C, y a pesar de la incitación de Demóstenes, mantuvieron sin vacilar la política de no intervenir en los conflictos internos de Rodas; y se aceptó sin protestar el ingreso de los estados insulares de Quíos, Cos y Rodas, antes aliados de Atenas, en un protectorado dominado por Mausolo y sus sucesores.
Frente  a Macedonia, los atenienses adoptaron una actitud más bien expectante. En el 352 a. C., tropas atenienses participaron en el rechazo de un primer ataque macedonio contra Grecia central, y al mismo tiempo —aunque con escaso éxito— intentaron oponerse a las primeras invasiones de Filipo en Tracia y en el Helesponto. También el agresivo proceder de Filipo contra la Liga de ciudades calcídicas en el 349-338 a. C. provocó solo, pese a las insistentes proclamas de Demóstenes, una reacción muy vacilante, de forma que los atenienses no lograron impedir la conquista y total destrucción de la ciudad de Olinto, por entonces aliada suya. Cuando más tarde, en el 346 a. C, se firmó la paz con Filipo por mediación del ateniense Filócrates, Atenas tuvo que contentarse con un reconocimiento del statu quo y renunciar a viejas reivindicaciones territoriales en la costa tracia. Tampoco se opusieron a la conquista macedonia de la Fócida, que procuró a Filipo voz y voto en el Consejo de dirección internacional de la Anfictionía de Delfos y consolidó a Macedonia como potencia hegemónica en la Grecia central.
La «paz de Filócrates» no había logrado realmente calmar un ápice la situación, y Filipo, despreciando los acuerdos adoptados, prosiguió su ofensiva política hegemónica. Consiguió asegurarse el apoyo de partidarios promacedonios —como, por ejemplo, los atenienses Isócrates y Esquines— que lo consideraban un garante de la estabilización del mundo estatal griego, originando en las ciudades enfremamientos y agitaciones intestinos. Pero, en vista de la desenfrenada expansión macedonia, que amenazaba con perturbar el entramado de poder en todo el Mediterráneo oriental y acabar con las bases de la paz del Rey, a fines de los años cuarenta, los enemigos de Macedonia acabaron imponiéndose, y no solo en Atenas.
Demóstenes había abogado incansablemente por la creación de un frente antimacedonio en Grecia. Por fin, en el 341-340 a. C., consiguió reunir junto con su aliado Hipérides una alianza contra Filipo, en la que ingresaron, además de muchos estados griegos de la metrópoli, Bizancio y Abidos, y que recibió también el apoyo de Quíos, Cos y Rodas y, en consecuencia, el de Mausolo.
En el 340 a. C, con el asedio de Bizancio y el apresamiento de una flota de grano ateniense, Filipo provocó finalmente la declaración de guerra de Atenas. La política de Demóstenes consiguió un primer triunfo parcial con la victoriosa defensa de Bizancio, pero un año después —el 2 de agosto del 338 a. C.— fue derrotada en la batalla de Queronea, en Beocia. Los atenienses y sus aliados —sobre todo los tebanos, que poco antes se habían unido a la Liga helena antimacedonia— fracasaron definitivamente en su intento de impedir que prosiguiese la penetración de los macedonios en Grecia.
Tras la catastrófica derrota de Queronea, los atenienses se dispusieron, en un principio, a oponer resistencia, y pusieron a su ciudad en estado de alerta. Pero la confrontación militar no se produjo, pues Filipo, sabiendo de la situación insostenible de Atenas, le ofreció un tratado de amistad y de alianza muy favorable. Aunque los atenienses tenían que renunciar a sus posesiones exteriores en el Quersoneso tracio y disolver su Liga naval, conservaban sus islas colonias de Lemnos, Imbros, Skyros y Samos, así como la autoridad sobre Delos; además, se les volvía a adjudicar el territorio de Oropos. Atenas ingresó también en la «Liga de Corinto», en la que el 337 a. C. formaron una confederación casi todos los estados de la metrópoli griega y del Egeo bajo la égida del rey macedonio. Macedonia no pertenecía a la Liga, sino que solo estaba vinculada a ella a través de la persona del rey, al que correspondía el papel dirigente como «hegemon» electo. Con la creación de esa Liga, que se vinculaba a las formas tradicionales de la koiné eiréne reafirmada una y otra vez desde la paz del Rey, Filipo quería dar a su dominio sobre Grecia una justificación institucional y, al mismo tiempo, procurarse una base para su proyectada «campaña de venganza» contra Persia, cuya realización acordó la Liga de Corinto inmediatamente después de su constitución, atendiendo a los deseos de Filipo.
La campaña de Persia no había pasado de los primeros preparativos cuando, en el verano del 336 a. C., Filipo fue víctima de un atentado y le sucedió su hijo Alejandro. De repente se puso de manifiesto la fragilidad de la Liga de Corinto, que a los ojos de la mayoría de los griegos no era más que un instrumento de dominación de los reyes macedonios. La oposición contra Alejandro se generalizó, sobre todo después de que cundiera el rumor de que el nuevo rey había caído en una campaña en Iliria. Demóstenes, a propuesta del cual el Consejo de Atenas había acordado ya un sacrificio en acción de gracias por el asesinato de Filipo, llegó a presentar un supuesto testigo ocular de la muerte de Alejandro en el campo de batalla para caldear el ambiente. Atenas, y sobre todo Tebas, se pusieron a la cabeza del movimiento antimacedonio, que se sustentaba en la convicción de que Macedonia no se encontraba en situación de volver a atacar a Grecia. Cuando la muerte de Alejandro se reveló falsa y el rey se plantó de improviso ante Tebas al frente de su ejército, ni una mano se movió en Atenas para apoyar a los tebanos decididos a resistir. Tebas fue destruida y la población superviviente esclavizada. Tras este castigo, en el 335 a. C. se desvaneció cualquier asomo de resistencia, y todas las polis se apresuraron a garantizar a Alejandro su lealtad.
A pesar de que los atenienses habían llegado muy lejos con su conducta, lograron también ahora salir bien librados. En las negociaciones se consiguió incluso hacer desistir a Alejandro de su ultimátum de entregar a los destacados enemigos de Macedonia, entre ellos Demóstenes y Licurgo. Alejandro necesitaba tener las manos libres para acometer la campaña contra Persia, para lo cual necesitaba a la flota ateniense. Razón suficiente para mostrarse indulgente con Atenas y benévolo con las demás polis de la Liga de Corinto. Pero la desconfianza mutua no había desaparecido. Por ello, Alejandro limitó de manera consciente la participación de tropas regulares griegas en el ejército movilizado para la campaña persa: de los 32.000 soldados de infantería y los 5.500 jinetes, los estados de la Liga de Corinto únicamente aportaban 7.000 hoplitas y 600 jinetes; en la flota tuvieron forzosamente una participación mayor, pues los macedonios no disponían aún de una marina digna de ese nombre. Para cubrirse las espaldas durante la campaña y prevenir posibles rebeliones, en el 334 a. C, Alejandro dejó atrás en «Europa» a su partidario Antípater como gobernador (strategós).
Para los atenienses estaba claro que, en aquellas circunstancias, no cabía seguir pensando en ofrecer resistencia abierta a Macedonia. Pero ello no fue óbice para que las relaciones con el soberano macedonio siguieran siendo muy tensas, sobre todo cuando la conducta de Alejandro con las ciudades griegas de Asia Menor demostró con claridad meridiana que la muy invocada libertad de las polis no era tal. Pero si se quería provocar a largo plazo un cambio de la situación, de momento había que seguir una política pragmática y posibilista, sin perder de vista el objetivo final. Y fue precisamente esta línea política la que siguieron de forma consecuente los atenienses hasta el 324 a. C. bajo la competente dirección de Licurgo. En el 336 a. C, Licurgo había sido elegido para ocupar durante cuatro años el cargo recién creado de «director de las finanzas del Estado» (ho epí tê dioikései) y aprovechó este cargo a lo largo de los doce años siguientes —primero como titular del mismo, después a través de delegados suyos— para ejercer una decisiva influencia en los destinos de Atenas («era de Licurgo»). Enlazando con la política financiera de su predecesor Eubulo, incluso logró aumentar los ingresos anuales del Estado a 1.200 talentos.
Con un amplio programa de restauración, Licurgo creó las condiciones materiales necesarias para sacar a su polis natal de la profunda crisis en la que había caído tras la derrota de Queronea. Era uno de los más importantes oradores de Atenas, y encareció a sus conciudadanos que reflexionasen sobre los tiempos de esplendor de Atenas. El recuerdo de los méritos de los antepasados debía servir para una renovación espiritual que luego se acompañó de un programa de obras de grandes dimensiones, ya desarrollado en parte bajo Eubulo. Atenas y todo el Ática fueron tan ricamente dotadas de construcciones útiles y suntuosas como no sucedía desde la época de Pericles. Y este «rearme» moral se vio acompañado del militar. Las instalaciones portuarias y defensivas fueron renovadas y ampliadas, y el número de barcos de guerra alcanzó unas dimensiones desconocidas hasta entonces. Se reorganizó por completo la formación militar (ephebie) de los jóvenes atenienses, ampliándola a un servicio militar de dos años que los efebos, tras prestar juramento de fidelidad a la polis y a su ordenamiento estatal, realizaban primero en los cuarteles del Pireo, para después, durante el segundo año, dedicarse a servicios de vigilancia y patrulla en las fortalezas fronterizas áticas. Pero a pesar de que los atenienses disponían de un potencial defensivo extraordinariamente grande y de una poderosa fuerza de combate, a finales de los años treinta y comienzos de los veinte evitaron cualquier conflicto abierto con Macedonia. Incluso cuando Agis, el rey de Esparta, llamó en el 331 a. C. a la guerra contra Macedonia, y en Atenas se alzaron muchas voces en su apoyo, los atenienses —también por consejo de Demóstenes— se mantuvieron al margen, librándose así de la completa derrota que Antípater, ese mismo año, infligió al frente antimacedonio en Megalópolis.

La situación cambió radicalmente en el 324 a. C, cuando Alejandro promulgó un edicto por el que obligaba a todos los estados griegos a readmitir a todos sus conciudadanos que vivían en el exilio. Este decreto de desterrados afectaba particularmente a Atenas, pues Alejandro había exigido también expresamente la liquidación de la colonia ateniense de Samos y la repatriación de los exiliados samios. Desde la conquista de la isla y la creación de la colonia en el 365 a. C, miles de atenienses se habían establecido allí. El inminente regreso de esta masa humana ponía a los atenienses ante problemas sociales y económicos de difícil solución. Por eso confiaron en hacer cambiar de actitud a Alejandro mediante negociaciones. Para granjearse sus simpatías, la Asamblea Popular ateniense —al igual que otros muchos estados de entonces— acordó aceptar la demanda de apoteosis de Alejandro y adorarlo como a un dios. Paralelamente, los atenienses intentaban distanciarse, aunque con cautela, de las actividades de Harpalos, el tesorero de Alejandro, que había huido de Babilonia a Atenas el año 324 a. C. con un ejército de mercenarios y un rico tesoro en plata, para librarse de rendir cuentas ante Alejandro. Considerado al principio por muchos como un atractivo refuerzo de la potencia bélica ateniense, Harpalos fue convirtiéndose cada vez más en una carga en las negociaciones con Alejandro. Pero, tras su detención, la exigencia de su entrega se evitó posibilitándole la fuga en circunstancias poco claras.
Como Alejandro se mostraba inflexible en la cuestión de Samos, y Atenas no estaba dispuesta a plegarse a su exigencia de desalojar la isla, la escalada del conflicto parecía inevitable. Por esa razón, los atenienses adoptaron todos los preparativos posibles y realizaron cuantiosas levas de mercenarios. En el verano del 323 a. C. estaban preparados para la guerra, cuando se conoció la sorprendente noticia de la muerte de Alejandro. Ahora ya no se trataba solo de defender Samos: los atenienses proclamaron la libertad común de todos los helenos (koiné ton hellénon eleuthería) y llamaron a la guerra contra la potencia de ocupación macedonia. Bajo el liderazgo de Atenas se constituyó una nueva Liga helena dirigida contra Macedonia, en la que participaron casi todos los estados de Grecia central y también zonas del Peloponeso. El hecho de que Esparta y Beocia no participasen en esta Liga por miedo a que Atenas recuperase demasiado poder, no era más que una nueva muestra del viejo mal de la incapacidad del mundo de las polis griegas para alcanzar un compromiso de intereses duradero.
En otoño del 323 a. C. comenzó la «guerra helénica», que al principio tuvo un curso exitoso con el cerco de Antípater en Lamia, una ciudad de Grecia central (de ahí que se llamase también «guerra de Lamia»). Pero los aliados helenos habían subvalorado la firme resolución de los diádocos (los sucesores de Alejandro) de defender la herencia del macedonio. En la primavera del 322 a. C, Antípater logró romper el cerco de la ciudad sitiada. Los momentos decisivos sucedieron después, en verano, y en el mar. En dos batallas, Abidos en el Helesponto, y ante la isla ciclada de Amorgos, la flota ateniense fue completamente aniquilada. Y en agosto del 322 a. C. la victoria terrestre total de los macedonios en Cranon (Tesalia) selló el fin de la guerra.
Atenas se vio obligada a firmar una capitulación incondicional. Samos se perdió y Oropos fue declarado libre. Con la pérdida de toda su flota, Atenas sacrificaba para siempre su prestigio como potencia naval. En la fortificación portuaria de la colina de Muniquia en el Pireo se instaló una guarnición de tropas de ocupación, Atenas se subordinó al control directo de Macedonia y perdió su libertad. La guarnición aseguraba la subsistencia del nuevo régimen, a cuyo frente estaban ahora los filomacedonios Foción y Démades, mientras que sus oponentes políticos, entre ellos Demóstenes e Hipérides, fueron condenados a muerte. Antípater había exigido un cambio del régimen político: la participación de los ciudadanos en el gobierno pasó a depender de su patrimonio. Por mucho que las instituciones siguiesen llevando su antiguo nombre, esto no podía ocultar el hecho de que la democracia había sido liquidada.
No obstante, las idea de libertad y democracia (eleuthería y autonomía) siguieron vivas entre los atenienses, y en el transformado mundo de la época helenística se iba a convertir de nuevo en una fuerza directriz fundamental de su actividad política.

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