sábado, 23 de diciembre de 2017

Canfora Luciano.-El mundo de Atenas:XVI. ANATOMÍA DE UN GOLPE DE ESTADO: 411

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El clima político había cambiado en Atenas desde que se tuvo conciencia de la derrota en Sicilia. Una primera señal fueron las propuestas de «buena administración» sobre las que Tucídides pone un velo de ironía.[553] Se da por sentado que para los enemigos de la democracia, para aquellos que desde siempre la habían rechazado como el peor de los regímenes, esa derrota era la prueba de cuán ruinoso podía llegar a ser un régimen en el que «el primero que aparece puede tomar la palabra» y la ciudad puede ser llevada a la ruina por las aventuradas decisiones de un solo día. Después de todo, la democracia se demostraba como un sistema desesperante: «El pueblo siempre puede cargar la responsabilidad de las decisiones sobre quien ha presentado la propuesta o la ha sometido a votación, y los otros escabullirse diciendo: ¡yo no estaba presente!»[554] Es la misma irresponsabilidad política denunciada por Tucídides cuando recuerda la indignación de la gente contra los políticos que habían apoyado la expedición siciliana: «¡Como si no la hubieran votado ellos mismos!»[555]
Parecía llegado el momento de la rendición de cuentas. El desastre era demasiado grande, la emoción y el miedo demasiado fuertes; la ocasión, en suma, demasiado favorable para que los círculos oligárquicos, la oposición oculta, los viejos resentidos y los jóvenes «dorados» de la antidemocracia no pasaran a la acción. La nómina de los diez «ancianos tutores» de la política ciudadana —otra disposición tomada bajo la impresión de la derrota— no era más que una primera señal del nuevo clima que se venía madurando. Un clima en el que lentamente las partes se invirtieron. Si en el predominio popular y asambleario son los señores, los «enemigos del pueblo», quienes por lo general callan, ahora comienza a verificarse lo contrario. Ahora los oligarcas proclaman frente a la asamblea un programa, que era la negación del principio básico de la democracia períclea del salario mínimo para todos: sostenían que sólo quien sirviera en armas podía obtener un salario y que no más de cincuenta mil ciudadanos debían tener acceso a la política. En tiempos normales nadie hubiera osado ni tan siquiera proferir estas hipótesis sin caer bajo la acusación peligrosa de «enemigo del pueblo». La asamblea y el Consejo seguían reuniéndose, pero no decidían sino lo que establecían los conjurados, «y los que hablaban en la asamblea eran ahora sólo ellos y ejercían la censura preventiva sobre cualquier intervención de los demás».[556] La crisis política de Atenas, en aquellos meses cruciales de la primavera de 411, radica enteramente en este cambio: los oligarcas han tomado el poder sirviéndose ni más ni menos que de los instrumentos propios del régimen democrático.
La asamblea popular ateniense ha decretado su propio fin, en un clima de reapropiación de la palabra por parte de los oligarcas y de espontáneo silencio del pueblo y de sus jefes supervivientes (VIII, 67). Vehículo de tal subversión de los roles no fue sólo la consternación y la parálisis de la voluntad como consecuencia de la derrota, sino también, y no menos, el terror desencadenado por la jeunesse dorée.
Tucídides dio una descripción de este clima y un análisis psicológico que ocupan un importante espacio en la economía de su relato. Fue ésta, de hecho, la consecuencia ideal del escándalo de los hermes y de los misterios violados: la necesidad de tiranía que entonces algunos sentían y otros temían encontraba por fin su resolución en la primavera siguiente a la catástrofe siciliana. Las personas involucradas fueron en buena medida las mismas. Androcles, que entonces había sido inflexible acusador de Alcibíades, ahora será una de las primeras víctimas de la juventud oligárquica (VIII, 65, 2). El mismo Alcibíades es rozado peligrosamente por la trama, aunque haya sabido mantenerse aparte; tras haber estado al borde de la adhesión (volviéndose incluso el potencial garante y su estandarte), con uno de sus característicos giros inesperados, o si se quiere intuiciones iluminadas, se sube al caballo de la democracia y se pone en posición de protector de la flota estacionada en Samos, vindicador de la democracia y enfrentado con la madre patria dominada por los oligarcas (VIII, 86, 4).
Es decir, que los organizadores del golpe «actuaron por sí solos». Su experimento terminará con otra catástrofe militar: la deserción de Eubea, la preciosa isla frente al Ática, cuya caída en manos espartanas después de cuatro meses de régimen oligárquico[557] pareció a todos mucho más grave que la propia catástrofe siciliana. Tal deserción signó el final del nuevo régimen, ya desgarrado por las feroces luchas personales entre los jefes (VIII, 89, 3). Para Tucídides, la reflexión sobre estos hechos, efímeros en sí mismos, se parece a concebir y componer un manual de fenomenología política, cuyos temas son: cómo el pueblo pierde el poder; cómo el terror blanco llega a paralizar la voluntad popular y vuelve inoperante a la «mayoría», forzada a decretar la propia decapitación política; cómo los oligarcas son incapaces de mantener el poder cuando lo han conquistado, porque enseguida explota entre ellos la rivalidad y el impulso al dominio de uno solo; cómo la política exterior determina, en última instancia, la interior, donde la pérdida de Eubea lleva al rápido fin de la oligarquía, del mismo modo en que la derrota en Sicilia había hundido la ya debilitada democracia.
Pero Tucídides no nos da sólo esta suerte de compendio de teoría política, nos da también el más agudo examen de la psicología de masas frente al golpe de Estado que la historiografía antigua nos haya legado. Lo que más llama su atención es el silencio del demo: la forma en que la más locuaz y ruidosa de las democracias pierde repentinamente la palabra. Silencio que comporta otra consecuencia relevante para el político estudioso de los cambios constitucionales: la permanencia de las instituciones características de la democracia pero, a la vez, su completo vaciamiento: «Así y todo, el pueblo se seguía reuniendo, y también se reunía el consejo designado por sorteo, pero no se tomaba ningún acuerdo que no contara con el beneplácito de los conjurados, sino que los oradores eran de los suyos y los discursos que se pronunciaban eran examinados previamente por ellos. No se manifestaba, además, ninguna oposición entre los otros ciudadanos debido al miedo que les causaba el número de los conjurados» (VIII, 66, 1-2). Pero, como conocía la conjura «desde dentro», sabía que los atenienses se engañaban acerca de la entidad de la conjura: «Imaginándola mucho más amplia de lo que era en realidad, estaban ya como vencidos en su ánimo» (66, 3). Por otra parte, agrega, no era fácil tener una idea exacta de la efectiva amplitud de la conjura en una ciudad tan grande, en la que sin duda no todos se conocían.
Los atenienses «veían», evidentemente, los efectos de la conjura. Si por ejemplo alguien levantaba una voz de desacuerdo en las mudas asambleas dominadas por los conjurados, enseguida «era encontrado muerto de alguna manera apropiada» (66, 2): es el caso de Androcles, uno de los jefes democráticos más notorios, asesinado, revela Tucídides, «por algunos jóvenes», sin que se abriera ninguna investigación «a pesar de saberse hacia dónde dirigir las sospechas». El pueblo «no se movía y era presa de un terror tal que quien no sufría violencia, aun sin decir palabra, se consideraba afortunado» (66, 2). Tucídides captó un punto crucial de la psicología de la derrota: el repliegue sobre objetivos elementales y obvios (el no sufrir violencia visto ya como «una fortuna», no importa si pagada con silencio). Silencio que no se limita sólo al momento propiamente político y elocuente (la asamblea):
Por esta misma razón, si uno estaba indignado, no tenía la posibilidad de manifestar su pesar a otro con vistas a organizar una reacción; pues se habría encontrado con que aquel a quien iba a hablar o era un desconocido, o un conocido que no le inspiraba confianza. En efecto, todos los del pueblo se trataban con recelo, como si el interlocutor hubiera participado en los acontecimientos. Y el hecho es que entre los demócratas había algunos de quienes nunca se hubiera creído que se pasaran a la oligarquía; y fueron éstos los que causaron la mayor desconfianza en la masa y los que más contribuyeron a la seguridad de los oligarcas, al proporcionarles el apoyo de la desconfianza interna del pueblo (66, 4-5).
Esta desconfianza es, a juicio de Tucídides, el mayor éxito de la conjura oligárquica. Por eso insiste sobre esa modificación psicológica de la gente, e indaga los matices para confrontar lo que la gente «ve» (y deduce) con lo que él mismo sabe y ve en el interior del orbe de los conjurados.[558] Es precisamente el análisis psicológico de los comportamientos y de las razones de la gente lo que le permite explicar la renuncia a la palabra, así como, más ampliamente, la relativa facilidad con la que los conjurados cumplieron «la difícil empresa de arrancar la libertad al pueblo de Atenas, cien años después de haber echado a los tiranos» (68, 4).

 2

La reflexión sobre la caída de la voluntad de resistir por parte de la mayoría y la penetrante ilustración de los síntomas que denotan tal caída tratan, en la economía del relato tucidídeo, de explicar la increíble facilidad con que habían vencido los conjurados.
Éste es el motivo por el que Tucídides parece seguir casi como un cronista, día tras día, asamblea tras asamblea, el desarrollo de los acontecimientos. La forma de crónica del relato se acentúa precisamente allí donde la psicología de masas adquiere protagonismo, en el momento de la capitulación como en el del renacimiento. Así, sabemos los progresos que hace la conjura día tras día, las concesiones que día a día los conjurados arrancan a las asambleas que ellos mismos convocan repetidamente, a sabiendas de que pueden contar con la parálisis de los posibles adversarios (67, 1-68, 1). Así, cuando desde la escena exterior a la ciudad (Samos, Jonia) el relato tucidídeo regresa a los acontecimientos de Atenas, se vuelve a hacer preciso y casi cotidiano, hasta los momentos de crónica dramática como el del atentado mortal tendido a Frínico apenas regresado de una misión secreta en Esparta (92, 2).
Vemos a Frínico salir de la sede del Consejo, dar unos pocos pasos hacia el ágora; allí alguien lo apuñala; Frínico muere en el acto, el asesino desaparece entre la multitud; es arrestado un cómplice que, sometido a tortura, no pronuncia ningún nombre, dice sólo que en casa del jefe de las guardias y también en otras casas «tenían lugar continuas reuniones secretas».[559] La jornada siguiente fue convulsa y llena de peripecias, transcurrida entre las alarmas sobre un improviso desembarco espartano y el riesgo permanente de choques en la ciudad entre facciones enemigas. Los soldados estacionados en El Pireo sospechaban que algunos oligarcas preparan un desembarco espartano por sorpresa, porque no se explicaban la razón de un extraño muro que se había construido precisamente sobre el promontorio de Eetionea, una franja de tierra al nordeste del Pireo (92, 4). Los rumores de un desembarco espartano iban en aumento, así lo creía (o hacía como que lo creía) incluso Terámenes, que era sin embargo uno de los jefes de la oligarquía. «No era ya posible quedarse quieto», concluyeron, y, como para lanzar una advertencia, detuvieron a Alexicles, un estratego muy ligado a las sociedades secretas oligárquicas. Informados de inmediato, los oligarcas se volvieron, amenazadores, contra Terámenes. Éste se muestra más indignado que ellos y se precipita hacia El Pireo; pero los oligarcas no lo dejan solo y lo hacen seguir de cerca por Aristarco «junto con algunos jóvenes tomados de la caballería» (92, 4-6). «La confusión», observa Tucídides, «era grande y terrorífica» (92, 7). Aquí su crónica no sólo refiere los acontecimientos, sino incluso las erróneas convicciones de algunos y los equívocos, si bien pasajeros, surgidos entre la gente:
Los que se habían quedado en la ciudad estaban convencidos de que El Pireo ya había sido ocupado y que el estratego prisionero habría sido asesinado; en El Pireo pensaban, en cambio, que vendrían de la ciudad en masa para castigarlos (92, 7).
Tucídides refiere incluso detalles superfluos: por ejemplo, hace saber que «estaba presente» e interviene también Tucídides de Farsalo, próxeno de Atenas en su ciudad (92, 8). Refiere incluso las palabras que éste grita para dividir a los contendientes dispuestos al choque físico. En este clima de caos, Terámenes, el virtuoso de la ambigüedad, se exhibe en una de sus características más congeniales: reprende a los soldados por haber arrestado al estratego, pero al mismo tiempo avala, después de un dramático diálogo con la masa, que Tucídides refiere textualmente, la exigencia de abatir el misterioso muro. A ello se ponen de inmediato manos a la obra, y todos aquellos que pretenden manifestar oposición al nuevo régimen se unen a la empresa. Es la sanción pública de la derrota de los oligarcas.
«Al día siguiente» los jefes de la oligarquía volvieron a reunirse en la misma sede de la que había salido Frínico, el día anterior junto a quien iba a atentar contra él, «pero eran presa de una profunda turbación» (93, 1). Continuas asambleas de soldados se sucedían en El Pireo y ponían condiciones a las que debían plegarse los oligarcas, haciendo promesas y firmando pactos. La concesión más importante fue la de convocar, pocos días más tarde, una asamblea popular (lo cual no sucedía desde que había cambiado el régimen), en el teatro de Dioniso. Argumento único en discusión: «la pacificación» (93, 3). Concesión muy significativa, pues oficializaba el renacimiento de una oposición antioligárquica. El día previsto se reunieron en el teatro de Dioniso. La asamblea acababa de comenzar cuando se difundió la noticia de que una flota espartana, al mando de Agesándridas, había sido avistada en el estrecho de Salamina (94, 1): todos temieron que fuese el ataque por sorpresa anunciado por Terámenes, y la reacción fue una movilización general. Tucídides se muestra dudoso acerca del verdadero motivo de la aparición de Agesándridas y se limita a formular conjeturas: no excluye que el comandante espartano actuara efectivamente de acuerdo con alguien de Atenas, pero —observa— se puede también suponer que estuviese en la zona debido al conflicto abierto en Atenas, esperando a intervenir en el momento preciso (94, 7).
El día iniciado con el intento de asamblea para la «pacificación» terminaría con la más ruinosa de las derrotas. Tucídides parece seguir de cerca los desplazamientos impulsivos de los atenienses: del teatro rápidamente levantado en armas al Pireo; del Pireo, sobre las primeras naves disponibles, a Eretria, cuando comprenden que el verdadero objetivo de la flota espartana era Eubea (94, 3). En Eretria los atenienses caen en una trampa. De acuerdo con los espartanos, los eretrios cierran el mercado, de modo que, para comer, los atenienses son obligados a desplazarse a las afueras de la ciudad: cuando los espartanos —a una señal de los eretrios— atacaron, muchos soldados se encontraban lejos de las naves. La batalla es una catástrofe, y Eubea entera, con excepción de Óreo (en el extremo norte de la isla) deserta. Así termina la crónica de aquella terrible jornada.
Ante la noticia de la pérdida de Eubea —anota Tucídides— se difunde en Atenas un terror sin precedentes. Ni siquiera en los tiempos de la derrota siciliana, ni en ninguna otra ocasión, habían experimentado un pánico semejante (96, 1). Pánico más que justificado, observa, teniendo en cuenta la completa ausencia de naves y de hombres (la flota de Samos se había negado a reconocer la autoridad del gobierno oligárquico), a la completa falta de defensas en El Pireo, y para colmo privados de Eubea, más vital, para ellos, que el Ática misma. El temor inmediato y más tormentoso era que los espartanos supieran que podían desembarcar impunemente en El Pireo; algunos, incluso, «estaban convencidos de que prácticamente ya habían llegado» (96, 1-3).

El régimen oligárquico no sobrevivió a esta débâcle. Apenas llegadas las noticias de Eubea tuvo lugar una primera asamblea en la que los jefes de la oligarquía, los llamados «Cuatrocientos», fueron depuestos y todo el poder pasó a manos de los «Cinco Mil» (cuya lista, por otra parte, sólo entonces quedó definida); en los días posteriores se realizaron una serie de asambleas que llevaron a las elecciones de nomotetas y a otras decisiones relativas a la constitución (97, 2).

[553] Tucídides, VIII, 1, 4: «debido a la situación de pánico, estaban dispuestos a asumir la disciplina: así es como actúa el pueblo». <<
[554] [Jenofonte], Sobre el sistema político ateniense, 2, 17. <<
[555] VIII, 1, 1. <<
[556] VIII, 66, 1. <<
[557] Aristóteles, Constitución de los atenienses, 33, 1. <<
[558] Para la atención que pone Tucídides sobre aquello que ve y que los otros ven, cfr. su descripción de la partida de la flota del Pireo en 415, más arriba, cap. XI. <<
[559] Cfr., más abajo, cap. XXI. <<

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