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Entre las guerras del siglo V
a. C., la llamada guerra del Peloponeso fue la única que no se resolvió
con una o dos batallas («con dos batallas navales y dos terrestres» se había
resuelto la mayor de las guerras precedentes, la guerra contra Jerjes, como
notaba Tucídides en el último capítulo de su largo prólogo). Pero esto se haría
evidente más tarde. O, mejor dicho, se fue haciendo cada vez más evidente a
medida que la guerra asumía un aspecto nuevo desde el punto de vista militar:
el de un estado de beligerancia que
podía durar años, a pesar de los choques que, en otro contexto, hubieran
resultado inmediatamente resolutivos. Ni la captura, en Esfacteria, de muchos
espartanos en un solo choque, ni la derrota ateniense en Delion, bastaron para
poner fin al conflicto. Conflicto que se desarrollaba, en los años de la guerra
decenal, y después, de nuevo, durante la llamada «guerra decelaica» (413-404 a . C.), como una
sucesión de choques marginales y de dimensiones relativas, que desembocan en
cierto momento en eventos militares de mayor calado para moderarse a
continuación en un conflicto más limitado, y así sucesivamente. Parece como si
los beligerantes se estudiaran, lanzándose a choques modestos, con vistas al
momento en que imponer al adversario la batalla definitiva en las condiciones
menos favorables para él. De aquí la evolución del conflicto, más similar en
esto a las guerras modernas que a las arcaicas, en las que los griegos se
habían ejercitado hasta ese momento (con la excepción, claro está, del largo, y
remoto, sitio de Troya).
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La razón por la que después de
Esfacteria los espartanos, y después de Delion los atenienses, no cerraron la
partida sino que la continuaron fue probablemente la conciencia del carácter
destructivo del conflicto en curso. Esta vez se combate hasta la «victoria
total», porque cada una de ambas partes (después de la victoria en Sicilia y
sobre todo en Esparta) se propone no ya simplemente humillar a la potencia
adversaria sino reducirla a la impotencia, derribarla. Se perfila por primera
vez, en las relaciones entre los Estados griegos, la noción y la finalidad
política de la guerra total. Ya que no se combate sólo a la potencia adversaria
sino también el sistema político-social antagónico: como bien lo vio Tucídides
(III, 82-84), guerra de clase y guerra externa se entrecruzan. Después de
Esfacteria, Esparta se encaminó (o más bien sondeó) en dirección a una posible
paz, pero sin la voluntad de llegar en verdad a ninguna clase de acuerdo. Una
conducta que encontró su contraste y sustento en la decisión ateniense de poner
condiciones de paz tan mezquinas como para inducir a Esparta a retomar las
hostilidades. A la paz se llegará en 421, con la simultánea desaparición de
Brásidas y Cleón; pero, a pesar del gesto inicial de buena voluntad ateniense
de restituir a los prisioneros de Esfacteria, las reservas mentales en
ambientes influyentes de ambas ciudades fueron suficiente para reiniciar un
proceso de recíproca provocación creciente. En este peculiar carácter de guerra
total, la guerra del Peloponeso fue, durante largo tiempo, un caso único: no se
convirtió en el modelo de los sucesivos conflictos, que en el siglo IV
presentan una trayectoria tradicional (Coronea, 394; Leuctra, 371;
Mantinea, 362). Acaso la causa de ello debe buscarse en un hecho
sorprendente, que se manifestó enseguida: que la guerra total que, en 404, parecía
haber aniquilado la potencia naval ateniense no resultó en absoluto resolutiva.
Diez años más tarde, Atenas volvía al mar y tenía murallas nuevas. En poco
tiempo el resultado de un conflicto que había durado veintisiete años había
quedado anulado. La razón geopolítica había prevalecido una vez más.
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Tucídides dedica a la campaña de
Esfacteria una de las más meticulosas y admirables descripciones de operaciones
militares de toda su sabia obra de historiador militar. Esto se lo reconoce
incluso un crítico por lo general severo con él, Dionisio de Halicarnaso.
Dionisio presta una especial atención al célebre episodio de esa singular
batalla que fue a la vez naval y terrestre, en particular a la activa y osada
participación de Brásidas («Segunda carta a Ameo», 4, 2).[552]
Brásidas, que cae combatiendo en
Pilos, anticipa, aunque con poca fortuna, el inverosímil vuelco estratégico que
verá, al final, al espartano Lisandro derrotando a Atenas por mar. Para vencer,
en efecto, Esparta se reconvirtió en potencia marítima y ganó en el terreno en
el que Atenas se consideraba imbatible (véase el primer discurso de Pericles en
Tucídides). Eso sucedió gracias a hombres como Brásidas, quien fue además el
primero en llevar un ejército espartano a combatir por un largo periodo de tiempo
lejos de sus bases de partida; o como Lisandro. Hombres mirados con recelo por
su carácter emprendedor, que recordaba quizá a algunos el inquietante episodio
del «regente» Pausanias, y, en el caso de Lisandro, considerados además
«impuros» como espartanos. Ellos han revolucionado el modo de hacer la guerra
que hasta entonces había sido característico de la ciudad: una consecuencia,
también ésta —y quizá la más importante— de la decisión de librar una guerra
«total».
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La definición de «guerra total»
intenta responder al interrogante: por qué en toda la historia milenaria de los
griegos sólo la «guerra peloponésica» se extendió tanto tiempo. No nos
referimos solamente a la original concepción tucidídea de un único conflicto de
veintisiete años de duración, sino también a los dos conflictos «parciales»,
ambos extendidos durante cerca de diez años, la guerra llamada «decenal»
(431-421) y la guerra llamada «decélica» (413-404). Tucídides, cuyo relato es
sabiamente selectivo, detrás de la apariencia de una totalidad cerrada y casi
intocable (pero aparente), nos guía en la comprensión de una trayectoria bélica
en la que el «estado de guerra» perdura con independencia de la frecuencia con
la que acontecen los choques terrestres y navales, e independientemente de su
grado de destrucción. No es que se combata de modo ininterrumpido, sino que los
dos principales contendientes buscan constantemente dónde y cuándo golpear.
Cada uno de ellos apunta a infligir golpes con las armas en las que se
considera más fuerte, y en el terreno que le parece más favorable. De ahí la
discontinuidad del choque directo, a pesar de la continuidad del estatus de
guerra y de la amplitud creciente del teatro de operaciones. Es sintomático, y
ayuda a comprender el fenómeno, el hecho de que, ya en el caso de la guerra
decenal, Atenas intentó en varias ocasiones intervenir en Sicilia (en 426 y en
422), mucho antes de la intervención a gran escala de 415, que transformará
definitivamente, y hasta el momento de la capitulación de Atenas, la guerra del
Peloponeso en guerra mediterránea, de
Siracusa al Bósforo o a las islas del Egeo más cercanas a Asia.
Desde el primer momento, Pericles
parece haber comprendido (si no es que Tucídides refleja en él su propia visión
de las cosas) que iba a tratarse de una larga guerra de desgaste y de
aniquilación. Por eso Tucídides dedica tanto espacio en su discurso a la
economía, a la enumeración que hace Pericles de los recursos con que puede
contar Atenas (II, 13): desde el constante flujo anual de los tributos aliados
a los cuarenta talentos de oro puro que revisten la estatua de Atenea Parthenos
ubicada en el Partenón. Ese crucial balance es el indicio más claro del tipo de
guerra que preveía Pericles.
Un brillante y discutido
historiador militar estadounidense, Victor Davis Hanson, eligió un título muy
ilustrativo para su libro sobre la guerra del Peloponeso: A War Like no Other (2005), Una
guerra como ninguna; pero los elementos con los que trató de dar cuerpo a
la intuición contenida en el título son en parte decepcionantes. La guerra
«como ninguna» le parece tal porque se asemeja más «al pantano de Vietnam, en
el que fueron a dar franceses y estadounidenses; al caos sin fin de Oriente
Medio o a las crisis balcánicas de los años noventa que a las batallas convencionales
de la Segunda Guerra Mundial, caracterizadas por enemigos, batallas, frentes y
resultados bien definidos». No es exactamente así: también el segundo conflicto
mundial ha visto involucrarse progresivamente nuevos beligerantes en el área
abarcada por la guerra, y la coexistencia y complementariedad de un prolongado
estatus bélico y de batallas mastodónticas y decisivas, precedidas y seguidas
por ataques terroristas, trampas, intentos de «tantear» al enemigo antes de
decidir dónde golpearlo. Por haber encerrado en sí todo esto, aunque sea a
pequeña escala, la guerra denominada reductivamente «del Peloponeso» es una
guerra «moderna» (del mismo modo que lo fue la de Aníbal).
El otro motivo aducido por Hanson
para argumentar la diversidad es el
carácter de «guerra civil» de ese largo conflicto: guerra civil porque fue
entre griegos, entre «pueblos de lengua helena». Como sabemos (lo hemos
recordado en la «Introducción»), esta visión de la guerra peloponésica como una
inmensa guerra civil intragriega estaba ya en Voltaire, en el octavo capítulo
de su ensayo sobre el «pirronismo». Este elemento, que fue percibido por los
mismos protagonistas —quienes se afearon entre ellos, en un determinado
momento, el hacer a los griegos lo que se debía reservar exclusivamente para
los bárbaros, es decir, los no griegos—, está sin duda presente en la
conciencia de los contemporáneos, más aún si se tiene en cuenta que las
«alianzas» establecidas entre las facciones opuestas habían surgido con la
motivación fundamental de continuar la guerra contra «el bárbaro» (no de
alinearse contra otros griegos).
Ello no basta, sin embargo, para
afirmar que esos veintisiete años de guerra fueron distintos de cualesquiera
otros: duras guerras intragriegas, o si se quiere «civiles», son las que se
combatieron en la primera mitad del siglo IV, al menos hasta
Mantinea (362 a . C.).
El concepto de guerra civil debe tomarse en un sentido
distinto respecto del que Hanson toma de la experiencia de la guerra de
Secesión norteamericana. La del Peloponeso fue guerra civil, como se ha dicho
(más arriba, § 2), porque estaban en juego al mismo tiempo la hegemonía y los modelos políticos: por la simple y
macroscópica razón de que la hegemonía que Atenas había ido adquiriendo era inherente a su sistema político (la
democracia imperial) y se basaba en exportaciones/importaciones de ese modelo
en las ciudades aliadas/súbditas. Por eso Lisandro, en el momento de la
victoria definitiva, pretende también, y contextualmente, el cambio de régimen
en la ciudad finalmente derrotada, aunque tal cambio no figurase formalmente
entre las cláusulas de la capitulación.
El hecho de que, poco después de
la victoria, las cosas tomaran enseguida otro aspecto, no quita nada de la
lúcida intuición del vencedor.
¿Cómo no recordar, en este punto,
que también la Segunda Guerra Mundial, a pesar de que casi cada decisión de los
contendientes en lucha fue dictada por el cálculo realpolítico más que por las
opciones ideológicas y de principio, fue en todo caso una gigantesca guerra civil? He aquí por qué la
analogía más eficaz, para comprender el interminable conflicto 431-404, es el
conflicto que abarcó la primera mitad del siglo XX. Y por qué, también, la
única definición apropiada para denominarlo es la de «guerra total».
552] La aristeia de Brásidas volverá, con valor ejemplar, en Plutarco (Apoftegmi di re e generali, 207 F) y en Luciano (Cómo se debe escribir la historia, 49). En particular el episodio narrado por Plutarco, que reconviene a Brásidas por su audaz comportamiento en Esfacteria, es curioso porque muestra que la aristeia de Brásidas podía además ser tomada como «prueba» en un proceso entre notables griegos (uno de los cuales era descendiente lejano de Brásidas) todavía en la época de Augusto. <<
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