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¿Por qué Atenágoras consideraba
inverosímil un ataque ateniense contra Siracusa? Sus motivaciones (o, mejor
dicho, las que le presta Tucídides) están expresadas únicamente en términos de
utilidad militar: «no es verosímil (εἰκός) que ellos dejen a sus espaldas a los
peloponesios y, sin haber concluido de forma segura la guerra allí, vengan aquí
por voluntad propia para emprender una guerra no menos importante» (VI, 36, 4:
palabras que casi coinciden con las de Nicias, que intenta desaconsejar la
expedición en VI, 10, 1). Atenágoras, jefe democrático, está en ese
momento en el poder; pero no se le ocurre argumentar en términos de inclinación
política. Se cuida mucho de decir: ¿por qué el Estado-guía de la democracia,
Atenas, debería atacar a la potencia democrática occidental (Siracusa)?
Toda la historia reciente y menos
reciente de las relaciones de Atenas con Occidente (ya Pericles había
proyectado un ataque a Occidente) está caracterizada por la pura política de
potencia. Todavía pocos años antes del ataque a gran escala de 415, Atenas
había buscado, con la misión de Féax (422/421), crear una coalición de
pequeñas potencias contra Siracusa, independientemente de los regímenes
políticos. Los mismos siracusanos no se habían andado con sutilezas en su
disputa con Leontino, dividida por importantes conflictos civiles. Después de
que los atenienses se hubieran retirado de Sicilia como consecuencia de los
acuerdos de 426, los leontinos —según cuenta Tucídides— habían inscrito a
muchos nuevos ciudadanos y el demo proyectaba una redistribución de la tierra.
Los ricos reaccionaron pidiendo ayuda a Siracusa, que intervino en su favor,
dispersando a la parte popular. Pero a continuación los ricos de Leontino, o al
menos una parte de ellos, rompieron con los siracusanos. Volvió a encenderse un
conflicto en Leontino y los atenienses intentaron entonces volver a inmiscuirse
en las cuestiones sicilianas con la misión de Féax en contra de Siracusa, que
sin embargo fracasó (V, 4).
Es casi superfluo recordar,
entonces, que, una vez derrotada la gran armada (con la ayuda decisiva de los
corintios y de los espartanos), los siracusanos exacerbaron en sentido
democrático su sistema. Es el momento de la hegemonía política de Diocles
(Diodoro, XIII, 34-35) y de sus reformas, que impusieron el sorteo para todas
las magistraturas y potenciaron el papel de la asamblea popular contra el de
los estrategos. Aristóteles, en el libro V de la Política, describe lo acontecido con sintética eficacia: «En
Siracusa, el demo, habiendo sido el principal artífice de la victoria contra
los atenienses, transformó el régimen político de la politeia en demokratia»
(1304a 25-29). En términos de politología aristotélica la definición es
plenamente comprensible: en lugar de la democracia equilibrada por contrapesos
constitucionales, Diocles favoreció el predominio incontrolado del demo (demokratia). Ésa fue la consecuencia de
la victoria contra los atenienses. En esa página Aristóteles aduce otros
ejemplos: su tesis general, en la que se encuadra el caso de Siracusa, es que
la clase (o el grupo de poder enrocado en la magistratura) que lleva una ciudad
a una importante victoria militar acrecienta su propio poder como consecuencia
de tal victoria. Así, ejemplifica, el Areópago acrecentó su poder por el papel
decisivo desarrollado durante las guerras persas, y así «la masa de los
marinos, que tenía el mérito de la victoria de Salamina y por tanto de la
hegemonía marítima de Atenas, potenció la demokratia».
El caso de Siracusa se explica análogamente: el hecho de que dos «demos» (siracusano
y ateniense) se hubieran encontrado, en ese caso, y combatido mortalmente no
suscita en él ningún estupor.
El cuadro resultante queda
entonces bien articulado y la Realpolitik
demuestra su fuerza predominante respecto a la ideología y a los teoremas
fundados en la ideología. Es un cuadro más convincente y realista que el
esquemáticamente ideológico que encontramos en la última parte del diálogo Sobre el sistema político ateniense, que
gira en torno a la «ley general» que el autor cree haber descubierto, basado en
el automatismo de las alianzas: «Siempre que el demo ateniense decidió
inclinarse por los buenos,
interviniendo en conflictos externos, le ha ido mal» (III, 11).
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Pero en la reseña que Aristóteles
desarrolla en esa página del libro V de la Política figura un caso, evocado de modo muy sumario, que revela
otra faceta de la cuestión. «En Argos», escribe, «los señores (gnòrimoi), habiendo asumido mayor peso
después de la batalla de Mantinea contra los espartanos, intentaron derrocar la
democracia». La batalla a la que se refiere es la de 418, en la que la
coalición creada por Alcibíades, que giraba sobre la alianza entre Atenas y
Argos (única potencia «democrática» del Peloponeso), fue derrotada por los
hoplitas espartanos en un memorable choque terrestre. Los «señores» de Argos
(los llamados «mil») adquirieron el predominio de la ciudad porque los
espartanos, su punto de referencia, habían vencido, y así pudieron —con
admirable automatismo— derrocar el poder popular y gobernar durante algunos
meses. El ejemplo se adapta, en definitiva, a la tesis general que Aristóteles
expone, aunque sea como contraprueba negativa: el demo —con sus decisiones— ha
llevado a Argos a la derrota, y por eso perdió el poder interno.
El episodio tiene importancia,
además, por el aspecto relativo al automatismo de las alianzas: los señores,
apenas la ciudad cae derrotada, someten al demo gracias a la victoria espartana contra la propia ciudad. En el caso
de los «señores», este automatismo ha funcionado sin sobresaltos ni
incertidumbres.
Como consecuencia de su política
como potencia (que es su principal objetivo), Atenas puede verse enfrentada
incluso con ciudades que no son regidas por oligarquías. Esparta, desde que se
desencadenó el conflicto con Atenas por la hegemonía, nunca apoyó un régimen
popular. La ayuda a Siracusa se dio en nombre del común origen «dórico», pero,
obviamente, tiene su razón de ser en la política de potencia. Se puede
arriesgar, por tanto, un diagnóstico de carácter general: en el mundo griego,
en la era de los conflictos por la hegemonía, son los oligarcas los verdaderos
«internacionalistas».
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