Escribe Aristóteles que el punto
de inflexión en el sistema político ateniense del siglo precedente está
representado, tras la muerte de Pericles, por el ascenso a la dirección del
Estado de hombres como Cleón y Cleofonte.[319] Aristóteles hace
«visible» esta inflexión cuando registra el cambio de tono, de estilo, debido
al surgimiento de nuevos jefes populares: el deterioro, de hecho, se verifica
—desde su punto de vista— en el aspecto democrático. Hasta Pericles, incluso
los jefes populares son «honorables» (eudokimountes):
después emerge un Cleón, es decir, aquel que, más que nadie, ha contribuido a
corromper al demo, aquel que «fue el primero que en la tribuna dio gritos e
insultó, y se ciñó para hablar, mientras que los demás habían hablado con
decoro». En esta representación desdeñosa y caricaturesca —que por otra parte,
en la tradición sobre Cleón, se convertiría en un estereotipo— Aristóteles
focaliza emblemáticamente el signo externo de la inflexión referida. A la
política de los señores le sucedía la política de la gente del pueblo. Así,
cuando, poco después, nombra a Cleofonte, el jefe del pueblo de los últimos
años de las guerra peloponésica, lo llama desdeñosamente «el fabricante de
liras».[320]
A esta periodización corresponde
la distinción teórica, desarrollada en la Política,[321]
entre «buena» y «mala» democracia, de la que la primera es tal cuando asegura
«igualdad» a todos, y no la prevalencia de los «pobres» sobre los «ricos»;
mientras que la segunda consiste en la incontrolada hegemonía del demo, como
había sucedido, en efecto, a partir de Cleón.
Una valoración del todo análoga
de la «inflexión» representada en el periodo post-Pericles viene dada, en el
siglo precedente, por un protagonista como Tucídides, que vivió ese cambio y
explicó la centralidad en uno de los capítulos más elaborados y quizá más
tardíos de su obra (II, 65). Para Tucídides, la principal diferencia entre
Pericles y sus sucesores consiste esencialmente en la distinta relación con las
masas: Pericles las «conducía más que dejarse conducir», mientras que aquellos
que vinieron después prefirieron el camino de secundar los «placeres» del
pueblo, confiándoles por completo la cosa pública.
Este tipo de evolución demagógica
de la política ateniense, imputada personalmente a Cleón, es descrita en estos
términos, obviamente con tintes burlescos, por Aristófanes al principio de Los caballeros (del año 424). Aquí
Demos, el viejo patrón, es el prototipo del viejo ateniense áspero, irritable,
un poco duro de oído, pero en el fondo simple e influenciable: su nuevo
esclavo, el terrible Paflagonio —es decir, Cleón—, astuto y pícaro, lo adula,
lo engaña, lo apoya en todo, incluso se adelanta a sus deseos, le recauda el
trióbolo, un buen baño después del trabajo de heliasta y así sucesivamente.[322]
En el intento de definir el nuevo
estado de cosas producido tras la desaparición de Pericles, Tucídides recurre a
una fórmula («confiar el Estado a los caprichos del demo»), que, con
variaciones y estilizaciones,[323] representará, para los políticos
y para los teóricos del siglo siguiente, el máximo valor negativo, el «sumun»
de que aquello que todo buen político debe prevenir y —cuando se produce—
contrarrestar.[324] Es la paideia
demosténica, tal como en la isocrática. Es justo lo contrario de aquella que, a
finales del siglo V, en pleno predominio del demo, aparece como la
principal reivindicación «popular»: que «el demo haga lo que quiera».
«El pueblo», se lee en el
opúsculo Sobre el sistema político
ateniense, «inventa diez mil pretextos para no hacer aquello que no
quiere.»[325] Tras una introducción predominantemente teórica contra
los fundamentos de la democracia, tal opúsculo toma en consideración algunos
aspectos notables: en primer lugar, la excesiva licencia de los esclavos; la
vejación de los aliados, sobre todo en el plano jurídico; la función central
que representa para el imperio un constante adiestramiento militar, defensivo
por tierra, ofensivo y prácticamente imbatible por mar. Además se toman en
consideración aspectos particulares de la política democrática, desde el
comercio a la mezcla lingüística, y desde la insidiosa política externa a la
censura en el teatro cómico; aquí se propone una primera conclusión: peor que
el demo son esos aristócratas que aceptan su sistema; después de lo cual el
desarrollo parece concluir, de forma circular, con la vuelta a la fórmula
inicial (la democracia es deplorable, pero en Atenas funciona con toda
coherencia respecto de sus presupuestos). Siguen ulteriores consideraciones:
acerca de la lentitud de la máquina burocrática ateniense en relación con la
multiplicidad de las funciones del Consejo y de la infinita serie de ceremonias
religiosas, festividades, etc.; sobre la inevitable corrupción del sistema
judicial, y sobre la imposibilidad de aportar modificaciones para mejorar el
sistema democrático sin desnaturalizarlo. Después de esta nueva etapa
conclusiva se afronta el tema de las relaciones internacionales: para el demo
es inevitable apoyar las fuerzas afines también en las otras ciudades; en
cuanto a los oligarcas entre los cuales se desarrolla este debate, surge la
cuestión acerca de si para «derrocar la democracia en Atenas» (que parece ser
el tema concreto de discusión, tan obvio que queda sobrentendido) es oportuno,
además de suficiente, recurrir a aquellos que han sido privados de sus derechos
(los atimoi); la conclusión, con la
que se cierra el debate, es que tales fuerzas son completamente insuficientes.
La característica de este
escritor político puede escapársenos o ser malinterpretada si no se atiende a
la distinción necesaria entre su personalidad y la de los personajes que «pone
en escena». Se trata por tanto de precisar la orientación del autor más allá de
los personajes que dan vida al diálogo. De entre éstos resultan bien
reconocibles un detractor del demo rigurosamente «tradicionalista» y uno
«inteligente». Estos dos caracteres destacan durante todo el diálogo: incluso
cerca del final (III, 10), el segundo explica al primero las preferencias del
demo en política internacional. Pero se enfrentan de modo claro y, por así
decir, acerca de los fundamentos desde los primeros párrafos del opúsculo.
El oligarca «inteligente» abre la
discusión y conduce el debate, y es legítimo identificar con las suyas las
posiciones del autor. Empieza por aclarar que no pretende en absoluto hacer una
apología del sistema democrático, y confiesa enseguida su propia, por otra
parte evidente, hostilidad hacia la democracia. Lo que le interesa es
desarrollar su tesis original, que se encierra en la fórmula: «Desde el momento
en que así lo han decidido, quieren demostrar que defienden bien su sistema
político». Por ello se detiene ampliamente, en su primera intervención, en
explicar que el demo «comprende bien» aquello que atañe a su propio interés
(hasta el punto de que deja a los expertos los cargos técnicamente
comprometidos, como los militares). Todo su discurso tiende a reconducir a este
género de explicaciones aquello que, en el comportamiento del demo, suscita estupor
generalizado. Esta insistencia sobre la gnome
del demo es el hilo conductor de todas las intervenciones de este
interlocutor-protagonista, quien se coloca por tanto en los antípodas de la
arcaica visión teognídea del pueblo bestial y agnomon.[326] A su interlocutor, el protagonista concede
obviamente —dado que también él participa de los mismos valores— que «en toda
la faz de la tierra el elemento mejor se opone a la democracia» (I, 5), que los
«mejores» tienen el mínimo de desenfreno e iniquidad, que el demo tiene el
máximo de ignorancia, desorden y perversidad. Él concede, como se ha observado
con acierto, «el plano ético a sus interlocutores, no a sí mismo».[327]
Sus análisis no versan tanto acerca de la obvia condena de los defectos de la
democracia como sobre la coherencia del detestado sistema y de su
funcionamiento.
El otro interlocutor, en cambio,
pone objeciones desde el principio: ¿por qué permitir que cualquiera hable en
la asamblea, si el demo está desprovisto de las cualidades básicas (I, 6)? ¿Qué
puede entender el demo —que es amathes—[328]
de lo que es bueno, aunque sólo sea para sí mismo (I, 7)? Estas preguntas se
mueven en un plano completamente distinto respecto del análisis estrechamente
político de quienes han hablado en primer lugar; quien ha abierto el debate ha
expresado claramente su voluntad de prescindir del juicio sobre la democracia,
y de querer en cambio describir, poniéndose en el punto de vista democrático,
la coherencia y funcionalidad del sistema.
Las características opuestas de
estos dos interlocutores fueron trazadas por Hartvig Frisch (que sin embargo
duda en hablar abiertamente de diálogo) en las páginas en las que reconduce el
horizonte mental del autor del opúsculo al relativismo de Protágoras:[329]
las dos «almas» —tal como se expresa— de este autor serían la «idealista y
ética» (que basa sus certezas en valores absolutos) y la «realista y
materialista» (que recurre con frecuencia a conceptos como «útil», «necesidad»,
«fuerza»). En este opúsculo, escribe Henry Patrick, «quasi duae personae
colloquuntur».[330] La discusión se vuelve más intensa cuando se
toca el tema de la eunomia y del
gobierno de la ciudad. Se podría observar —dice el antagonistaque un miembro
del demo no está en condiciones de comprender ni siquiera lo útil para sí
mismo, y en cambio —dice el protagonista— «ellos» comprenden que precisamente
la amathía y la poneria de aquellos son funcionales a su predominio. Retoma así, de
forma polémica, las palabras del interlocutor, y le explica que ésos no son valores
y desvalores absolutos, que precisamente la amathía
del pueblo favorece el sistema democrático mucho más que la sophia y la areté de los «buenos». Naturalmente, añade, de un sistema como éste
no nace el mejor gobierno, pero éste es, en compensación, el mejor sistema para
defender la democracia. El teognídeo replica con rigor: «Lo que el pueblo
quiere no es ser esclavo en una ciudad dirigida por el buen gobierno, sino ser
libre y gobernar; ¡nada le importa el mal gobierno!». A lo que responde el otro:
«Pero precisamente de eso que tú consideras mal gobierno el pueblo extrae su
fuerza y su libertad. Dado que, si es el buen gobierno (eunomia) que tú[331] buscas, entonces verás […] que los
buenos harán pagar a los malos, y serán los buenos quienes decidan la política
de la ciudad, y no consentirán que los locos se sienten en el Consejo o tomen
la palabra en la asamblea. Así, rápidamente, con estas sabias disposiciones, el
pueblo se vería reducido a esclavitud». Aquí el protagonista delinea una escena
completamente distinta de la vigente en Atenas, una escena que comporta —como
se dice explícitamente— la exclusión del demo de la asamblea, y su
«sometimiento» literal.
Queda claro, por tanto, que el
protagonista no es en absoluto un «moderado» (connotación que en ocasiones se
ha querido extender a todo el opúsculo), ni le es en absoluto extraño el mundo
de los valores y de las axiologías de su interlocutor. En todo caso él las
relativiza, y por eso puede tranquilamente adoptar γιγνώσκειν, γνώμη, εὖ,
δίκαιον, etc., a propósito de las decisiones del demo.[332] En eso
radica la complejidad del personaje: no se puede clasificar entre los
extremistas obtusos, pero eso no lo convierte, en absoluto, en un moderado. El
panorama que traza como consecuencia de una eventual restauración de la eunomia es cualquier cosa menos dulce o
conciliador. En todo caso, se trataría de un extremista con suficiente agilidad
intelectual (una mentalidad que parecería influida, en este punto, por la
sofística) para comprender la relatividad de los valores por los que se bate,
sin la ceguera de su rígido y mentalmente inmóvil interlocutor.
Parecería incluso querer
presentarse como propietario de naves, como empresario muy práctico en este
sector, como alguien que sabe bien dónde y cómo procurarse hilo, tela, cera y
madera para la construcción de «sus» naves (II, 11-12). Es innegable que habla
en primera persona y de sus propios negocios. Dice, en efecto: «Precisamente de
estos materiales están hechas mis naves», y poco después: «Así, sin mover un
dedo, tengo todo esto de tierra firme, por mérito del mar». ¿Se trata,
entonces, de uno de los dos interlocutores identificables al principio? ¿Puede
ser la misma persona que, en I, 19-20, hablaba de los atenienses que, «con
sus siervos», han conquistado un tal conocimiento del mar «como si se hubieran
ejercitado en él toda la vida»? ¿La misma persona que, al comienzo, identifica
la base social de la democracia con «aquellos que manejan las naves», y que,
más en general, ve en la orientación de los atenienses hacia el mar, en el
conocimiento del mar que han adquirido, en su incomparable talasocracia, el
principal presupuesto de la democracia? Cierto, es difícil sustraerse a la
impresión de que quien habla en II, 11-12 se sienta en cierto modo parte
de este sistema talasocrático. Se deberá pensar, quizá, que el crítico
«inteligente» protagonista del diálogo (que, por lo general, habla en primera
persona o se dirige con el «tú» al otro interlocutor) sea también un patrón (o
constructor) de naves, alguien cuya riqueza tiene esta base.[333]
Aclaramos aquí, a la luz de
cuanto llevamos dicho hasta ahora, que su capacidad de comprender las razones
del adversario, así como la lógica intrínseca del sistema de poder democrático,
lo lleva a la más drástica de las conclusiones: que el sistema democrático no
puede atacarse parcialmente, que si se quiere una buena politeia hay que derrocarlo por completo (III, 8-9). Por tanto, en
este sentido el proyecto de «alcanzar el buen gobierno» —que en I, 9
atribuye a su interlocutor— es también el suyo. También él «persigue la eunomia», sólo que, con mayor sentido
político, se da cuenta de la dificultad operativa de un proyecto semejante. Así
lo demuestra cuando, en la parte final, disuade al interlocutor de la ilusión
de poner el poder en manos de los atimoi,
es decir, cuando se opone al proyecto, emergente en la hetería a la que este
escrito estaba destinada, de intentar el derrocamiento de la democracia
confiando en las personas a las que el demo ha golpeado privándolas de sus
derechos en distintos sentidos.
El epíteto que usualmente se le
aplica a este autor es el de «viejo oligarca»: una definición acuñada por
Gilbert Murray.[334] Pero no ha dejado de advertirse que, en cambio,
estamos probablemente frente a un joven político recién convertido a la
oligarquía radical.[335]
«Viejo oligarca» tiende a
significar, sobre todo en el uso corriente, cuán superada está la posición
política que expresa este escritor, cuán viejas son sus aspiraciones y su
idiosincrasia. «Aspera arque incompta Catonis cuiusdam Atheniensis oratio»
definía este opúsculo el excelente Marchant, editor oxoniense, en 1920. La
definición implica también una valoración de la calidad de este político y de
sus puntos de vista;[336] valoración evidentemente reductiva, a la
que han contribuido, entre otras cosas, el estilo arduo, arcaico, a veces
oscuro (otro síntoma —se ha pensado— de «decrepitud»), además de la
confrontación —alternativamente explícita e implícita— con Tucídides, vista por
lo general, y por más de un motivo, como el límite natural de la comparación
más que como el punto de referencia obligado.[337]
Por otra parte, una
característica tal descuida por completo, por ejemplo, el interés nada
superficial de este autor por el comercio de su ciudad y por el arte que
constituye su elemento principal, la náutica. Es éste acaso el único texto
conservado que describe, con autoridad y ostentación de experiencia directa, la
relación existente entre el vasto flujo comercial cuyo centro es Atenas y la
producción de naves (II, 11-12); la única fuente que relaciona el dominio
político-militar de Atenas sobre la liga con la inevitable y total dependencia
comercial de los aliados respecto de Atenas (II, 3). Queda claro que, en su
concepción, el comercio es la actividad primaria de toda ciudad: ya no rige el
cliché del viejo aristocrático propietario de tierras, es decir, ostentador de
un «antiguo» tipo de riqueza: baste pensar en II, 11 («precisamente de
estos materiales están hechas mis naves»).[338] Ni tampoco bastan
las observaciones sobre el eclecticismo lingüístico de los atenienses, o sobre
su disposición a asimilar usos y costumbres de los otros griegos y bárbaros
(II, 8), para reconocer —como se ha querido hacer— el desprecio del oligarca
hacia tales fenómenos de «corrupción». Por otra parte, no se comprende cómo
pueden los oligarcas ser presentados como los «tutores» de una pureza ática de
la lengua y de las costumbres, cuando en cambio ha sido, por largo tiempo,
característico de la aristocracia ateniense contraer matrimonio con personas de
estirpe no griega, «nórdica», e incluso vivir fuera del Ática. Son
emblemáticos, en este aspecto, Milcíades, Cimón y el mismo Tucídides, quien
encuentra la manera de vanagloriarse, en determinado punto de su obra, de las
buenas relaciones con los «primores» de la tierra firme tracia.[339]
En realidad, la imagen del «Cato
quidam Atheniensis» es equívoca, no sólo porque eclipsa la lucidez y actualidad
del análisis, sino porque oculta un dato esencial para la comprensión de este
opúsculo, es decir —como ya se ha señalado—, el hecho de que está recorrido por
dos líneas distintas de lectura de la realidad ateniense, las cuales chocan de
principio a fin, y de las cuales sobre todo la primera —«teognídea»— puede ser
etiquetada como crudamente «catoniana». A lo sumo, si existe una característica
notable, del todo original, de este escrito, y que constituye en cierto sentido
su particularidad, ella radica precisamente en el esfuerzo constante de
replicar a la mera negación de la democracia, poniéndose en su punto de vista y
constatando una y otra vez que la forma política de Atenas es coherente y
efectiva, aunque resulte antitética al noble y querido ideal de la eunomia. Esta dialéctica se resuelve y
se expresa en una auténtica alternancia dialógica. El conocimiento insuficiente
de una característica tal —intuida por Cobet desde 1858, retomada por
Forrest (1975), y a la que se nos ha acercado en numerosas ocasiones en el
curso de más de un siglo de análisis detallados y recurrentes— ha hecho que, en
la interpretación abarcadora, por no decir sumaria, del opúsculo, prevalezca la
impresión de encontrarse frente a un viejo «laudator temporis acti».
Pueden parecer viejas las
inclinaciones culturales del «viejo oligarca». De la nueva Atenas le disgustan
los monumentos, los nuevos y grandes edificios de función pública, los
gimnasios y baños,[340] de los que «disfruta mucho más la masa que
los pocos y los ricos» (II, 10). Le gusta en cambio la política de prestigio de
un Cimón,[341] que hace «bella y grande» la ciudad con su mecenazgo,
que encarna a aquellos ricos —muy admirados por el autor— que están en
condiciones de adquirir con su propio dinero víctimas y recintos sacros, y de
poseer privadamente gimnasios y baños (II, 9-10). Le desagrada la política
urbanística de Pericles,[342] que hace todo eso con dinero del
Estado: ve un interés privado en estos servicios que el demo construye «para
sí».[343] Le indigna precisamente el empleo de dinero público para
obras de uso colectivo, que quiere decir, para él, a beneficio del demo. El
espíritu de la política urbanística períclea radica, para él, en su aspecto
asistencial, que es un modo de asegurar un salario a aquellos a quienes el
autor llama «la canalla». «Cimón, en efecto», escribe Aristóteles, «en posesión
de una hacienda principesca, en primer lugar desempeñaba los cargos públicos
con gran esplendidez, y además mantenía a muchos de los de su demo […]; incluso
todas sus fincas estaban abiertas, de manera que el que quería podía disfrutar
de su cosecha. Como Pericles era inferior en la hacienda para tales favores,
siguió el consejo de Damónides de Oie […] de que, como en la fortuna personal
salía vencido, diese a la muchedumbre lo que era de ella.»[344]
Otra acusación que el autor
dirige al demo es la de haber «liquidado a quienes cultivan la gimnástica y la
música» (I, 13). Oportunamente se ha comparado con este pasaje la muy conocida
definición aristofánea de la educación a la antigua de los kaloi kagathoi: «crecidos en medio de los gimnasios, la danza y la
música» (Las ranas, 729). No se trata
de una lamentación genérica que, en cuanto tal, podría parecer poco clara (y de
hecho ha dado bastante trabajo a los críticos); es probablemente una referencia
puntual, aunque alusiva, a la liquidación política de Tucídides de Melesia,
condenado al ostracismo en 443 y obligado a permanecer fuera de Atenas por más
de un decenio. Este tenaz adversario de Pericles era hijo del maestro de lucha
más relevante de su tiempo, y sus hijos también destacaban en este arte. La
gimnástica era el «símbolo heráldico» de esta gran familia.[345] El
golpe infligido a una familia tan representativa del modo de practicar la vieja
paideia es, por tanto, advertido por
el autor como una señal de la destrucción de un grupo social. Por otra parte,
Melesias, hijo del adversario de Pericles, estuvo entre los protagonistas del
golpe de Estado de 411.
La vieja educación aristocrática
es aquí enfatizada nostálgicamente respecto de la reciente oleada sofística.
Pero esto no debe llamarnos a engaño. ¿Quién no percibe, en la tendencia
relativizadora del interlocutor principal, un procedimiento típico de la nueva
cultura sofística? El autor emplea, como sabemos, εὖ e δίκαιον en referencia al
demo, así como para Trasímaco, en el primer libro de la República platónica, resulta justo «aquello que favorece a alguien».
Además, el propio Aristófanes, flatteur
de los mojigatos admiradores de la educación antigua, ¿hasta qué punto no está
también embebido, más que ser un divertido fustigador, de la nueva?
Otra característica de este
autor, por lo general acogida con unanimidad, es que se trata de un exiliado,
de un émigré, como se suele decir al
pensar en los nobles expulsados o huidos durante la Revolución Francesa. Por
otra parte, su tono adverso a los bien nacidos que se resignan a obrar en una
ciudad dominada por el demo es tan áspero, el conocimiento de los problemas de
los atimoi es tan profundo, la
costumbre de hablar de los atenienses en tercera persona es tan insistente, que
parece obvio ver bajo esta luz al autor como un exiliado que habla con pleno
conocimiento y con la debida dureza de la ciudad que lo ha expulsado por sus
ideas políticas.[346]
La imagen de un exiliado
desilusionado y lúcido, capaz, a pesar de la obvia e inocultable hostilidad, de
considerar objetivamente virtudes y defectos del sistema político que lo ha
excluido, parece particularmente apropiada para dar un rostro a este escritor.
Un rostro del todo conveniente con el clima y los mecanismos políticos de la
Grecia de las ciudades. Los expulsados —escribe Burckhardt— son figuras muy
conocidas y familiares ya en los mitos,
pero las palabras que los
trágicos ponen en sus bocas son extraídas de las pavorosas experiencias del
siglo V. En Sófocles, tanto Edipo como Polinices, en Colono, se permiten
lanzar maldiciones contra su patria, como probablemente el poeta había
escuchado él mismo […]. La polis había empezado ya a desprender el propio
cuerpo de los miembros vivientes, y hacia la mitad del siglo V la Grecia
central bullía de desplazados; en Queronea (447 a . C.) un partido
entero, muy numeroso, de fugitivos […] aportó su ayuda para derrotar a los
atenienses. Lo que sostenía a los expulsados era la esperanza, vana con
frecuencia; pero su vida carecía de alegría, y Teognis, que los compadecía,
amonesta a su Cirno por no hacer amistad con alguno de los expulsados.[347]
Por su propia condición de tales,
los expulsados se volvían también, inevitablemente, «políticos profesionales»:
la conmoción política se resolvía para ellos en inmediata ventaja personal. Si
era cierto —como sostendrá Demóstenes en el siglo siguiente— que la decisión de
hacer vida política se toma de una vez para siempre, y que quien emprende esa
vida no se desprende de ella nunca más,[348] esto es verdad con
mayor motivo para los expulsados, cuya única razón de ser consiste en vencer a
quien lo ha echado, para lo cual debe tejer, con frecuencia en vano, una trama
política para toda la vida. El exiliado es, en la Grecia de las ciudades, un
hombre de una dimensión única, con un solo objetivo, que teje y vuelve a tejer
la tela de sus vínculos, de sus conexiones, que guarda los contactos personales
con quien ha permanecido en la ciudad, que es cien veces derrotado y otras cien
veces lo vuelve a intentar. Rara vez el exiliado regresa victorioso a la
ciudad, pero en tal caso su primera labor será la de provocar nuevos exilios,
nuevos perseguidos, nuevos atimoi, en
un ciclo incesante, que se corresponde con la forma misma de la lucha política.
Ésta es, desde sus albores, la lucha de exiliados que intentan regresar. Son
los Alcmeónidas derrotados en Leipsydrion, que «cantaban tras la derrota en los
cantos conviviales:
Ay, Leipsydrion, traidor de los
amigos,
a qué hombres perdiste,
nobles y recios en la lucha».[349]
Imagen característica —aunque la
tradición democrática se haya apropiado del episodio—[350] de una
hetería de eupátridas que tienta toda las vías de regreso posibles, y que en
los lúgubres días de la derrota repite, fuera de la ciudad, el ritual ático del
banquete, y encuentra una forma de solidaridad colectiva en el rito de los cantos
conviviales; que practica obstinadamente, también en el exilio, los ritos
característicos de los eupátridas: el diálogo, el canto convivial, el «deporte
de la nobleza».[351]
Ésta es sin duda la dimensión
cultural, éste es el horizonte del que surge un texto como la Athenaion Politeia. Es lo que ayuda a
comprender por qué el autor es esencialmente un «animal político»,
unidimensional, que todo lo reconduce a la «política». Creo que raramente en la
literatura antigua la capacidad de verlo todo desde una óptica política
—característica de los fanáticos y de los doctrinarios, pero también de quien
se siente portador de una verdad explosiva y totalizadora— ha tenido una
expresión tan completa: del eclecticismo lingüístico a la variedad y riqueza de
los alimentos, a la decadencia del deporte y el urbanismo demagógico, todo el
texto anónimo lleva al detestado predominio del demo, a la circunstancia de que
«es el demo», dice, «quien empuja las naves», y tiene más poder que los buenos.
La total inmersión en su presente
estricto, en la lucha concreta, hace, entre otras cosas, que el autor no haga
alusión alguna a un tiempo pasado en el que las cosas iban mejor. Como el
oligarca del homónimo carácter de Teofrasto, que remonta los males de Atenas
hasta el Teseo culpable de haber promovido el sinecismo «que dio mayor poder al
demo»,[352] este oligarca no recuerda, ni añora, un «pasado
positivo», no parece volverse atrás hacia una memoria consoladora, precisamente
porque está proyectado únicamente hacia la acción, hacia una partida que se
está jugando aquí y ahora. Incluso de una iniciativa patrocinada por Cimón, la
intervención ateniense en la tercera guerra mesenia —una de las raras
referencias al pasado en todo el opúsculo—, habla con desapego (III, 11). Si
—raramente— muestra algún resquicio, éstos son «prospectivos», apuntan al
futuro, como cuando traza el crudo cuadro de una Atenas regida por la eunomia (I, 9). Pero la eunomia está, precisamente, en el
futuro, todavía por conquistar, incierta aún.
Ante la inminencia de la lucha,
este «animal político» no se parece a los numerosos intelectuales atenienses
bien aclimatados a su «dulce» ciudad,[353] soñadores de gabinete de
la eunomia, es decir del «orden»
espartano. Aristófanes es hasta cierto punto un ejemplo de ellos, cáustico en
la representación de la politeia
democrática-radical de su ciudad, pero impensable fuera de ella, y muy serio
cuando apoya, tras las Arginusas, la vuelta de Alcibíades para salvarse de la
derrota.[354] Para nuestro autor, este tipo de personalidades
estarían entre aquellos bien nacidos que son mirados con suspicacia porque se
han avenido a vivir en una ciudad dominada por el demo (II, 19).
No parece un hecho aislado.
También otro opúsculo —en forma de discurso a los lariseos de Tesalia, contra
Arquelao de Macedonia y a favor de Esparta—, legado junto con los escritos de
Herodes Ático, pero que quizá se remonta a los últimos meses de la guerra
peloponésica,[355] invoca análogo rigor. Reclama la opción
filoespartana con un tono que quiere dar a entender que las decisiones
políticas, una vez hechas, comprometen de verdad, no pueden ser mero verbiage. A quien duda en apoyar a
Esparta responde que no se puede acusar a Esparta de «instalar oligarquías por
doquier» ya que, precisamente, se trata «de aquella oligarquía que hemos
deseado siempre y que siempre hemos augurado, y que, después de poco tiempo de
disfrutarla, nos ha sido arrebatada» (Peri
politeias, 30). Este autor sabe lo que quiere, sabe resolver la distancia
entre hechos y palabras. Tenemos aquí, por tanto, otra denuncia de esa
duplicidad de actitudes: entre quien «sueña» con Esparta adaptándose, sin
embargo, a realidades muy distintas, y quien persigue de verdad la eunomia. El llamado «viejo oligarca» y
el autor del Peri politeias se asemejan
mucho.
El primero es un doctrinario.
Pero su ilusión doctrinaria no consiste tanto en no darse cuenta del consagrado
predominio democrático: en esto también es mucho más visionario que otros
eupátridas con los que no simpatiza, dóciles y dispuestos a cohabitar con el
demo. Mucho más que aquéllos, él es consciente de la distorsión que representa
la democracia radical (y por tanto de su fragilidad), y espera confiado su
caída, aun cuando no sepa si ésta sucederá por obra de enemigos externos, de
una afortunada traición o de un golpe de Estado. Su ilusión consiste, en primer
lugar, en la idea de que el imperio sólo puede sobrevivir mediante un cambio de
«signo». Por eso estigmatiza el sistemático apoyo del demo ateniense a los
«peores» de la ciudad (in primis
aliados), apremiados por las luchas civiles (III, 10); por eso se afana en
denunciar los atropellos de que son víctimas los aliados a manos del demo
—obligados a ir a Atenas para celebrar sus juicios, emplazados a sufrir las
interminables esperas de la maquinaria estatal ateniense (I, 16 y III, 1-2). En
definitiva —concluye—, los aliados se han convertido en «esclavos» del demo
ateniense (I, 18).
No sorprenderá, entonces, que el
problema de la lucha política, que para este autor es esencialmente guerra civil,
se ponga, para él, en una perspectiva de alianzas «supranacionales». De este
modo, cuando analiza el comportamiento de Atenas hacia los aliados, en
particular el vejatorio sistema judicial (I, 14-16), percibe enseguida la
disposición de clase que se produce en este terreno: el demo humilla y despoja
a los «buenos» de las ciudades aliadas, mientras los «buenos» de Atenas «buscan
salvarse de todas las maneras, sabiendo que es bueno para ellos proteger en
toda circunstancia a los mejores de la ciudad». Cuando, en la parte final, es
abordado el problema del sostenimiento que inexorablemente los atenienses
aseguran a los «peores» en cualquier ciudad dividida por luchas civiles, la
respuesta es que una posición en favor de los «mejores» sería contra natura, en
cuanto llevaría al demo a inclinarse en favor de los propios enemigos y a
sufrir —como ha sucedido en ocasiones— decepciones tremendas. Aquí son
adoptados los ejemplos de aquellas raras veces en las que Atenas ha querido
sostener la causa de los buenos y no ha sufrido más que decepciones: en Beocia,
en Mileto, en la tercera mesenia.
En su visión simplificada, todas
las democracias se parecen, aunque, como es obvio, Atenas es el epicentro: «en
todo el mundo la democracia se opone al elemento mejor». Por tanto, no exige
una especial demostración el hecho de que éstas se sostengan recíprocamente, ya
que el demo «escoge a los peores en las ciudades divididas por luchas civiles».
Así, es asimismo obvio que al alineamiento democrático se oponga otro
internacional de las oligarquías, de los «buenos». El problema del
derrocamiento de la democracia (concretamente planteado poco después: III, 12)
comporta precisamente tener en cuenta este género de conexiones.
Esta sensibilidad tan aguda para
el aspecto «internacional» de la lucha política es inducida —e incluso
agudizada— por la guerra. En su habitual búsqueda de una fenomenología de la
política, Tucídides se apoya, como es sabido, en un caso particular, el de las
luchas civiles en Córcira (la actual Corfú), para deducir algunas «leyes»
generales sobre la convergencia entre guerra civil y guerra externa: «todo el
mundo griego», escribe, «fue sacudido por conflictos entre los jefes del demo
que buscaban abrir las puertas a los atenienses y los oligarcas que buscaban abrir
las puertas a los espartanos». En tiempos de paz —prosigue— el fenómeno no
podía producirse de forma tan aguda y exasperada, porque no había un pretexto
tan fácil para recurrir a las ayudas externas; «pero al estar en guerra y
existir una alianza a disposición de ambas partes, tanto para quebranto de los
contrarios como, a la vez, para beneficio propio, fácilmente se conseguía el
envío de tropas en auxilio de aquellos que querían efectuar un cambio
político».[356] El caso de Córcira representó un comienzo y «se
imprimió por eso mayoritariamente en la conciencia de los hombres». La
intuición de fondo es que la guerra civil representa la continuación de la
guerra externa, y en la guerra externa encuentra las condiciones ideales para
desarrollarse.
El autor del opúsculo vive esta
condición en primera persona, y prevé como vía de salida para los oligarcas
atenienses precisamente la práctica de abrir las puertas a los espartanos y de
«dejarlos entrar» (II, 15). Por eso, en la parte final del opúsculo, a partir
del tema de las conexiones internacionales de la lucha civil, deriva la
reflexión sobre cómo «atacar la democracia en Atenas», además de la discusión
—que se concluye negativamente— sobre el grado de confianza que se puede tener
en una acción conducida por los atimoi.
Éste es el nexo entre III, 12-13 y lo que precede, sobre lo que tanto se
han interrogado los modernos, cultivando en vano las hipótesis sobre lagunas y
otras soluciones.[357] Naturalmente, en un debate entre personas que
tienen tantos presupuestos en común, que por tantos motivos callan acerca de
muchas cosas y de otras apenas hacen algún apunte, no hace falta proceder por
sucesivas (y operativas) deducciones, con explícitos tránsitos lógicos. La
convicción de que sólo a través de la conexión Estado-guía de la alineación
opuesta se puede vencer está tan arraigada (Platón, en la República, toma como norma el hecho de que la forma del Estado
cambia cuando uno de los dos adversarios ha recibido ayuda del extranjero),[358]
que Tucídides no esconde su admirado estupor frente al éxito de los
Cuatrocientos, capaces, sólo con sus fuerzas, de «quitar la libertad al demo
ateniense» cien años más tarde del fin de los pisistrátidas.[359]
Eduard Meyer intuyó que este
escrito se refería en concreto a la acción contra el Estado ateniense; Mayer
rechazaba la imagen de este opúsculo como «estudio teorético»: es evidente
—notaba— que aquí aparece en primer plano el objetivo «de una acción política
concreta».[360] En efecto, la conclusión sacada en III, 8-9
—según la cual la democracia puede derrocarse pero no cambiarse, porque no es
modificable ni mejorable— comporta precisamente la concepción, como desenlace
operativo de tanto debate, «del ataque armado contra la democracia ateniense»
(III, 12).
Palabras éstas en las que se da
por descontado que el objetivo al que se apunta es la acción violenta —lo que
ilumina todo el opúsculo en su andadura ideológica, además del hecho de que se
encuentren allí diversas líneas de acción o hipótesis políticas. La dicotomía
no está entre emigrados y colaboracionistas.[361] Está, como
sabemos, ante todo en el análisis, entre quien ataca frontalmente a la
democracia sin exponer las razones y quien, aunque sin apoyarla en absoluto, se
esfuerza por entenderla; y sobre todo en las conclusiones: entre quien apunta a
una acción de fuerza y quien, con una visión más clara de las relaciones de
poder, muestra la escasez de los recursos disponibles, aclarando que no se
puede confiar en todos los atimoi.
Naturalmente, la cuestión más
delicada, y para la cual no es fácil arriesgar una respuesta, es si este
diálogo es el acta, por así decir, de una reunión de hetería o bien una
discusión ficticia, un desarrollo teóricopolítico en forma de diálogo. Es
verdad que sorprende el hecho de que no se dé ni siquiera un nombre, a pesar de
las muchas referencias concretas a la política del momento. Quizá no hay que
excluir tampoco la posibilidad de que coexistan, en este texto singular, ambos
aspectos. Tal vez lo confirma el hecho mismo de que el debate prosiga incluso
después de lo que parece una conclusión.[362]
Hay, por tanto, una progresión en
el análisis. La conclusión de III, 8-9 (la democracia es modificable)
aparece conceptualmente sucesiva respecto a la conclusión de III, 1 (el
demo es inicuo, pero desde su punto de vista aquello que hace está bien hecho,
porque es coherente con la defensa de la democracia). La efectiva discusión
sobre los atimoi brota de la
constatación de la imposibilidad de intentar reformas. Existe, por tanto, no
sin tránsitos bruscos, una progresión conceptual en las tres conclusiones: a)
la democracia es inaceptable, aunque coherente y bien defendida; b) no es
reformable; c) para derrocarla no basta con los atimoi. Conclusiones que se alcanzan mediante una progresión de
tipo dialógico, que es acaso la más adecuada al objetivo. Lo que no se puede
pasar por alto es que el debate y la conclusión de la primera parte tienen un
sesgo predominantemente teórico, mientras que el debate final (donde las
intervenciones del segundo interlocutor se vuelven más escuetas y
comprometedoras) y las conclusiones finales tienen un sesgo predominantemente
práctico.
La aversión hacia el demo está,
para este autor, en el orden natural de las cosas y, a lo sumo, produce frías
consideraciones, como aquella sobre la «racionalidad», desde el punto de vista
del demos, de una determinada política. El blanco a condenar sin remisión es en
cambio el de los bien nacidos que «han elegido oikein en una ciudad dominada por el demo» (II, 20). Mucho depende,
evidentemente, de la interpretación de la palabra okein. El término podría tener aquí el sentido pleno de «actuar,
ejercer la actividad política», y por tanto la frase significará «adaptarse a
hacer vida política en una ciudad regida por el demo».[363] Critias
recordaba puntillosamente, en uno de sus escritos, cómo habían sabido
acrecentar sus riquezas privadas un Temístocles o un Cleón.[364]
Surge entonces el problema de
quién es tomado como punto de atención. Hay un nombre que se ha mencionado en
diversas ocasiones, y quizá acertadamente, dado el gran relieve del personaje:
Alcibíades.[365] La dulce Atenas había sido el teatro más
conveniente para la vida desordenada y fascinante del bello eupátrida, fanático
de los caballos y de las fiestas, no ajeno a las burlas orgiásticas. Por otra
parte, aquello que Alcibíades dice a Esparta, después de haber escogido la vía
del autoexilio, parece justamente una respuesta puntual a la insinuante
acusación que leemos en este opúsculo:
Si alguien tenía mala opinión de
mí debido a mi mayor inclinación por el demo, que no piense tampoco encontrar
en ello un motivo de justa indignación. Porque nosotros siempre hemos sido
contrarios a los tiranos (y toda política que se opone al poder absoluto recibe
el calificativo de demo), y ésta es la razón por la que ha permanecido ligado a
nosotros el liderazgo del pueblo. Además, de tener nuestra ciudad un régimen
democrático, era necesario que en la mayoría de los casos nos adaptáramos a las
condiciones existentes. No obstante, en medio del desenfreno reinante tratamos
de tener un comportamiento político lo más moderado posible. Han sido otros
quienes, tanto en el pasado como ahora, han conducido a la masa a actitudes más
viles; y éstos son precisamente los que me han desterrado. Nosotros, en cambio,
hemos sido líderes del Estado en su totalidad, considerando que era deber de
justicia contribuir al mantenimiento del sistema de gobierno con el que la
ciudad alcanzaba el mayor grado de poderío y libertad y que constituía el
legado de nuestros antepasados. Lo que era la hegemonía del demo (demokratia) lo sabíamos perfectamente
las gentes sensatas, y yo mismo podría vituperarla más que nadie por cuanto me
ha causado los perjuicios más grandes. Pero nada nuevo podría decirse sobre lo
que es una locura reconocida; y cambiarla (μεθιστάναι αὐτήν) no nos parecería
seguro cuando vosotros estabais a nuestras puertas como enemigos.[366]
Y así, gracias a esta apología de
Alcibíades, estamos una vez más frente a una auténtica bifurcación. Alcibíades
expresa su propia repugnancia por la demokratia,
por esta «locura reconocida», con tanta dureza como el «viejo oligarca», pero
—al contrario que él (o que un Frínico o un Antifonte)— está convencido de que
precisamente la guerra y la inminente amenaza militar del enemigo han vuelto
imposible cualquier intento de subvertir esta «dictadura del demo». Mientras
los oligarcas promotores del golpe de Estado de 411 contarán abiertamente con
la ayuda espartana, mientras el autor de este opúsculo proyecta como única
hipótesis seria de salvación el clásico remedio de «abrir las puertas» y dejar
entrar a los enemigos, para Alcibíades el problema político (el cambio de
régimen) debe postergarse hasta el momento en que haya cesado la amenaza de la
guerra; mientras tanto se debe estar en línea con «la comunidad en su
conjunto». En esto Alcibíades es verdaderamente perícleo, porque la distinción
de fondo para él, como buen alcmeónida, está entre el orden tradicional (demo
opuesto a tiranía) que ha hecho grande y libérrima a Atenas, y la demokratia, es decir, el predominio
incontrolado del demo. El primero debe ser defendido, porque es un valor
perdurable; el segundo es transitorio y modificable mientras haya guerra.
Perícleo es, asimismo, Alcibíades en su conciencia de haberse encontrado con
frecuencia contra el demo y sus inspiradores, así como Pericles fue también
momentáneamente derrotado cuando el demo se puso abiertamente en su contra. Con
la fórmula «estábamos al frente de la comunidad en su conjunto (τοῦ
ξύμπαντος)», Tucídides deja claro el hilo que liga a Pericles con Alcibíades
como ideólogos de un fuerte liderazgo que se pretende, super partes, como guía de «la comunidad en su conjunto» (de la
ξύμπασα πόλις, como se expresa Tucídides en el balance póstumo sobre Pericles).
[319] Athenaion Politeia, 28, 3. <<
[320] Epíteto despreciativo habitual a propósito de Cleofonte: cfr. Esquines, II, 76. <<
[321] Política, IV, 1291b 30-1292a 7. <<
[322] Los caballeros, 40-52. <<
[323] Χαρίζεσθαι τῷ δήμῳ, «complacer al pueblo», es la fórmula correspondiente en el siglo IV. <<
[324] Acerca de la continuidad de «Einwände gegen die Demokratie in der Literatur des 5./4. Jarhunderts» véase el ensayo de Max Treu, que se titula precisamente así, en Studii Clasice, 12, 1970, pp. 17-31. Puede resultar interesante señalar que una observación de la Athenaion Politeia (II, 17; el demo acusa a los políticos cuando las cosas van mal, en las otras ocasiones se adjudica todo el mérito) resuena en más de una ocasión en Demóstenes. <<
[325] Athenaion Politeia, II, 17. <<
[326] El interlocutor principal es quien como norma enfatiza la gnomo del demo: cfr. ante todo I, 11 y III, 10 (gnomo), y I, 3; I, 7; I, 13; I, 14; II, 9; II, 16; II, 19; III, 10 (gignosko), así como II, 14. <<
[327] G. Serra, La forza e il valore, Roma, 1979, p. 25. <<
[328] La crítica del demo como no apto para poseer la plenitud de derechos políticos (y por tanto el gobierno de la ciudad) a causa de su impericia-ignorancia-estupidez (agnomosyne) es un topos cuya historia sería demasiado extensa de trazar. Es un texto capital, generalmente, el texto herodóteo (III, 81, donde Megabizo se pregunta: «¿cómo podría comprender, el demo, que no ha sido instruido y no tiene noción de lo bello?», cfr., Athenaion Politeia, I, 5 y I, 7: «¿cómo puede un tipo como ése comprender aquello que es bueno para sí o para el pueblo?»). Desde este punto de vista, el demo está, en la crítica oligárquica, por debajo del tirano: «él, al menos», prosigue Megabizo, «actúa sabiendo lo que hace, pero el pueblo no está ni siquiera en condiciones de comprender». La contradicción entre el demo y lo «bello», establecida por Megabizo, queda enfatizada en Athenaion Politeia, I, 13. Pero la tradición sobre la agnomosyne del demo se remonta muy atrás (cfr. incluso Solón, además del parlamento del heraldo tebano en Eurípides, Los suplicantes, 417-418). El interlocutor rígidamente tradicionalista, o si se quiere «teognídeo», considera las cualidades intelectuales connaturales a determinadas condiciones sociales. El desprecio por la amatha es típicamente aristocrático, se diría heraclíteo; piénsese en el F 1, sobre los hombres axynetoi, y en el F 95. También en Demócrito (F 185 Diels-Kranz) existe la oposición πεπαιδευμένοι-ἀμαθεῖς (pero en este pasaje la amathía se refiere a los ricos). <<
[329] The Constitution of the Athenians, Copenhague, 1942, pp. 108-113. <<
[330] H. N. Patrick, De Critiae operibus pedestre oratione conscriptos, Glasgow, 1896, p. 48. <<
[331] ¿Quién, ante esta interpelación directa, negaría que nos encontramos frente a un diálogo? Con estas palabras —observa Kalinka (Die Pseudoxenophontische Athenaion Politeaia, Teubner, Leipzig-Berlín, 1913, p. 118)— está claro que no es evocada por una persona cualquiera, sino por el representante de una concesión bien precisa de la eunomia. Prosigue observando que la idea que «el interpelado» (der Angeredete: es decir aquel a quien se dirige esta interpelación directa) tiene de la eunomia queda expresada en I, 9; si, por tanto, la Athenaion Politeaia era una «réplica», se puede conjeturar que la Angeredete habría expresado precisamente una concepción tal y habría hecho referencia al ideal eunómico-espartano, tan arraigado en la nobleza ateniense. <<
[332] Sobre esta relativización de los conceptos político-morales, cfr. Frisch, The Constitution, op. cit., pp. 110-114 (también sobre la eventual relación con Protágoras) y M. Treu, RE, 1966, s.v. Xenophon, col. 1968,65-1969,20. <<
[333] La hipótesis de que el autor del opúsculo sea, él mismo, un armador de naves, y por tanto un beneficiario de la talasocracia ateniense, está presente, por ejemplo, en Wilhelm Nestle (Hermes, 78, 1943, p. 241). <<
[334] A History of Ancient Greek Literature, Londres, 1898, p. 167. La expresión ha hecho fortuna sobre todo a partir del ensayo de Gomme, así titulado. <<
[335] R. Sealey, «The Origins of “Demokratia”, California Studies in Classical Antiquity, 6, 1973, p. 262. <<
[336] Wilamowitz, Aristoteles und Athen, Berlín, 1893, I, p. 171, creía deducir la efectiva «vejez» del escritor del hecho de que su «memoria histórica» se remonta a los años cincuenta (III, 11). Pero se trata de un argumento opinable. <<
[337] Sin embargo, no ha faltado quien, de vez en cuando —a partir de Wilhelm Roscher (Thukydides, Gotinga, 1842, p. 252), para terminar con Wilhelm Nestle (Hermes, 78, 1943, p. 232)—, ha tratado de atribuir a Tucídides este escrito como «obra juvenil», quizá por la comprensible inclinación a agrupar lo máximo posible las obras adjudicadas a los nombres conocidos, aunque también por cierta consonancia de los puntos de vista. <<
[338] Con mayor razón deberían renunciar a la imagen del «viejo propietario de tierras» aquellos que ven en este opúsculo una única intervención enunciada por el autor en primera persona. <<
[339] Tucídides, IV, 105, 1. <<
[340] Entre los cuidados que Paflagonio-Cleón ofrece al Demo hay hasta un baño después de una jornada pasada en el tribunal (Caballeros, 50). <<
[341] Plutarco, «Cimón», 13, 6-7. <<
[342] Plutarco, «Pericles», 12-13. Sobre la política de los trabajos públicos en Atenas —de los que se ha hablado en el capítulo anterior—, véase, en general, G. Bodei Giglioni, Lavori pubblici e ocupazione nell’antichità classica, Bolonia, 1974, pp. 39-40. También Tucídides nota, en un pasaje famoso, que es tal la diferencia entre edificios públicos y estructura urbana en Atenas que, aunque Atenas fuera destruida y reducida a necrópolis, de los edificios públicos que sobrevivieran se deduciría una ciudad mucho más grande respecto de la que realmente existió: todo lo contrario del caso de Esparta (I, 10, 2). <<
[343] Por eso creo que en II, 10 no está modificado el texto ὁ δὲ δῆμος αὐτὸς αὑτῷ οἰκοδομεῖται ἰδίᾳ παλαίστρας. <<
[344] Athenaion Politeia, 27, 3-5 [trad. esp. de Manuela García Valdés, Gredos, Madrid, 1984, pp. 120-121]. <<
[345] H. T. Wade-Gery, «Thucydides the son of Melesias», Journal of Hellenic Studies, 52, 1932, pp. 209-210. <<
[346] Apenas parece necesario recordar que precisamente por eso uno de los candidatos a la paternidad de este escrito ha sido Tucídides de Mesia, condenado al ostracismo en 443; o bien, en el extremo opuesto, el mismo Jenofonte, que con este escrito se dirigiría —según Émile Belot (La République d’Athènes, lettre sur le gouvernement des Athéniens adressée en 378 avant J. C. par Xénophon aux roi de Sparte Argésilas, París, 1880)— a su Agesilao. <<
[347] Griechische Kulturgeschichte (curso de lecciones dictado entre 1872 y 1885). <<
[348] Demóstenes, XIII, 35: «no podrían retirarse aunque así lo quisieran». <<
[349] Aristóteles, Athenaion Politeia, 19, 3. <<
[350] Los viejos atenienses que se dan valor en el coro de Lisístrata se definen «¡nosotros que fuimos a Leipsidrio cuando éramos todavía nosotros mismos!» (vv. 664-665). <<
[351] R. Hirzel, Der Dialog, I, Leipzig, 1895, p. 29. <<
[352] Los caracteres, XXVI, 6. Aquí el oligarca-tipo ataca un tema fijo de los epitafios. <<
[353] Es el adjetivo con el que Platón define la democracia (República, VIII, 588c). <<
[354] Las ranas, 1431-1432. <<
[355] No es el caso de afrontar aquí la disputa sobre la época de composición de este escrito. Si bien vuelve a surgir cada tanto la tendencia a restituir este escrito al siglo II d. C. (cfr. la ed. de U. Albini, Florencia, 1968, y la Geschichte de A. Lesky, BernaMúnich, 19713, p. 934, n.º 1), la opinión de quien lo atribuye al final del siglo V parece sensata, así como una fecha en torno a 404 (Drerup; en favor de esta fecha «alta» se han decantado, entre otros, Beloch y Eduard Meyer). H. T. Wade-Gery (The Classical Quaterly, 39, 1945, pp. 19-33) propone, con argumentos notables, que el autor podría ser Critias, cuyos escritos fueron puestos en circulación por Herodes (cfr. Filóstrato, Vida de los sofistas, II, 1, 14 = VS, 88 A 21). Por lo tanto es lícito pensar que el discurso a los fariseos se haya conservado precisamente porque fue tomado como un discurso de Herodes, entre cuyas alocuciones se conservó. <<
[356] Tucídides, III, 82, 1. <<
[357] Cfr. Frisch, The Constitution, op. cit., p. 375: «The transition is imposible to explain». Schneider y K. I. Gelzer habían pensado en una laguna. En cambio, en la vía de esta explicación en términos «políticos» del pasaje que va de III, 11 a III, 12 estaba Hermann Fränkel, «Note on the closing sections os Pseudo-Xenophon», American Journal of Philology, 68, 1947, p. 311 (señalaba que la ayuda ateniense a las ciudades aliadas producía atimoi, y que por eso en III, 12 se pasa a hablar de atimoi). Cfr. también E. Schütrumpf, en Philologus, 117, 1973, p. 153, n.º 5, y W. Lapini, Commento all’Athenaion Politeia dello Pseudo-Senofonte, Università degli studi di Firenze, Florencia, 1997, p. 288: «suponer una laguna no resuelve nada». <<
[358] VIII, 559e. <<
[359] Tucídides, VIII, 68, 4. <<
[360] Forschungen zur alten Geschichte, II, Halle, 1899, p. 402. Era ya la tesis —un opúsculo «proyectado» hacia la acción— de H. Müller-Strübing (Philologus, supl. IV, 1884, pp. 69-70), retomada después también por H. Bogner, Die verwirklichte Demokratie, Hamburgo, 1930, p. 109, y por M. Kupferschmid, Zur Erklärung der pseudoxenophontischen Athenaion Politeia, tesis de doctorado, Hamburgo, 1932. Max Treu (RE, s.v. Xenophon, col. 1964, 60-1965, 2) apunta a la «situación concreta» a que este escrito debe referirse. Según Wilamowitz, en cambio, el anónimo atribuye a la «stürmische Jugend» oligárquica la «resignación» (Aristoteles und Athen, I, p. 171, n.º 72). <<
[361] Aquellos que son atacados en II, 20. <<
[362] III, 1, donde se retoma por entero la sangría inicial. Allí, evidentemente, se concluye la apodexis preanunciada en la apertura. Es legítimo pensar que después de esa «conclusión» haya cambiado algo, que lo que viene después pueda ser algo distinto. ¿Los desarrollos ulteriores —sobre todo los más cerradamente dialógicos— reflejarían ante todo una discusión verdadera? Esta sugerencia debe ser formulada con cautela. En la tradición manuscrita, como también en el diálogo melio-ateniense en el Palat. Gr. 252 de Heidelberg, la división dialógica se ha perdido. En todo caso, el hiato representado por la conclusión de III, 1 es inequívoco, y esto debería aconsejar una reconsideración del conjunto, tanto más cuanto que nunca se han aportado explicaciones satisfactorias del hecho de que, después de la conclusión anular de III, 1, el discurso se vuelve a abrir y afronta con renovado tesón nuevos argumentos. La hipótesis de un diálogo «abierto», en el que en verdad —especialmente en la parte final (III, 12-13)— chocan líneas políticas diversas, parece prevalecer sobre todo si se tiene en cuenta el final. <<
[363] Éste es el valor de oikein por ejemplo en el epitafio de Pericles (Tucídides, II, 37, 1; se llama democracia διὰ τὸ […] ἐς πλείονας οἰκεῖν) y en Tucídides, VIII, 67, 1 καθ᾿ὅτι ἄριστα ἡ πόλις οἰκήσεται). Así lo entiende el mejor comentario moderno (Kalinka: Teubner, 1913, p. 253). <<
[364] VS, 88, B 45. <<
[365] La historia de la identificación de este personaje es como mínimo singular. La hipótesis de que fuera Pericles (propuesta por Wachsmuth en 1884) afloró casi al mismo tiempo que la que lo identifica en cambio con su adversario Tucídides de Melesia (Moriz Schmidt). No ha faltado quien pensara en Cleón, que era un caballero ateniense (H. Diller, rec. a Gelzer en Gnomon 15, 1939). Sobre la muy valiosa introducción de Alcibíades —un «predestinado» por nacimiento a la gran política— ya en 428, cfr. V. di Benedetto, Eurípides: teatro e società, Turín, 1971, p. 183. <<
[366] Tucídides, VI, 89, 4-6. <<
[367] Tucídides, VI, 89. <<
No hay comentarios:
Publicar un comentario