El conflicto domina la vida
ateniense en todos y cada uno de sus aspectos. El teatro pone en escena el
conflicto en su misma naturaleza, génesis, finalidad y estructura. El tribunal
—que, mucho más que la asamblea, es el lugar en el que se ejerce minuciosa y
directamente la democracia— es y no puede no ser sino conflicto: las Las avispas de Aristófanes muerden como sátira en la medida en que se refieren a
una realidad primaria de la vida
ciudadana. La asamblea es la sede oficial del choque, áspero y continuo, en el
contexto de la democracia. Del conflicto entre los valores opuestos de la aristocracia
por un lado y del demo por el otro se pone en movimiento un pensamiento ético.
En la polis, espacio restringido, la
posesión de la plena ciudadanía es el bien más codiciado: cuando el conflicto
degenera en guerra civil, la primera medida es la limitación de la ciudadanía.
La guerra como forma normal de solución de los conflictos unifica en una
actitud coherente el conjunto de este modo de ser.
«Ares, traficante de cadáveres,
en medio del campo de batalla ha levantado sus balanzas», canta el coro del Agamenón de Esquilo, «[…] devuelve a sus
deudos, pasado por la llama, un polvo pesado de tristes llantos en vez de
hombres, que en urnas va llenando cómodamente.»[136] Según Platón,
en las Leyes, los espartanos lo saben
desde siempre: son criados según el axioma de «a lo largo de sus vidas existe
una guerra interminable e incesante de todas las ciudades contra todas las
ciudades».[137]
La muerte política domina la
experiencia ateniense desde un principio. Es un carácter cuyas remotas raíces
percibimos en la civilización griega arcaica. El hecho de que la Ilíada, es decir, el agrio relato de una
guerra de represalia, con sus infinitas y minuciosas descripciones de la
muerte, y la Odisea, cuyo punto
culminante es una masacre por venganza, fueran desde muy pronto los textos
fundacionales y formativos es la señal de una visión oscura y conflictiva de la
convivencia que marca de modo perdurable aquella sociedad. La centralidad de la
guerra es, por otra parte, inherente a tales sociedades, en cuanto instrumento
primario para la captura de oro y esclavos, es decir, de formas primarias y
fundamentales de riqueza y de producción (la esclavitud). La retórica de la
guerra, el deber de la guerra, la práctica de la guerra como instrumento de
selección y verificación del valor y definición de las jerarquías inviste tanto
la poesía como el arte figurativo. Tirteo, Calino, Arquíloco mismo hablan de la
guerra como del evidente habitat del
hombre, es decir, en la visión arcaica, el principal factor y actor de la historia.
La educación parte del presupuesto que «es bello (καλόν) morir combatiendo en
primera fila». Dar la muerte y recibirla parece aquí la forma privilegiada de
comunicación. Al regreso de la larga guerra en torno a Troya los guerreros
griegos se ven envueltos en una serie de «rendiciones de cuentas» de carácter
político-pasional, que se traducen, por ejemplo en el caso de Agamenón, en una
serie de homicidios en cadena, y en el caso de Odiseo en una auténtica matanza.
Por otra parte, en la ciudad de
Atenas, cuya historia conocemos con mayor continuidad, la educación cívica
colectiva se efectuaba en el rito solemne y particularmente impiadoso de la
exposición de los féretros (λάρνακας) de los muertos en la guerra (cada año los
había), a la vista de las cuales el político más relevante hablaba a la ciudad,
evocaba las guerras remotas y las recientes, elogiaba a quien había muerto por
la ciudad y señalaba que tal salida de la vida era la mejor posible para el
buen ciudadano. El rito se desarrolla en el lugar en el que poco después
comenzarán las representaciones de tragedias, que acrecientan aún más el
sentido general de familiaridad con la muerte, a través de la enésima
representación (con variantes) de los momentos más sanguinarios del ciclo
tebano y el troyano.
Una consideración aparte
merecería la conducta durante la guerra. Una distinción de fondo se refiere al
modo de tratar al enemigo no griego (contra el cual todo está permitido) y al
enemigo griego. Pero en un determinado momento esta distinción se desdibuja. En este ámbito Atenas, que es además la
sede de una producción cultural y artística que tiene escaso parangón a lo
largo de la historia humana, ha dejado huellas siniestras de su brutalidad:
tanto en el control con puño de hierro de la capacidad de su imperio (que duró
cerca de setenta años) como en la adopción de métodos bárbaros incluso en la
guerra entre los propios griegos. En el curso de la guerra de casi treinta años
contra Esparta esto se verifica de la manera más palmaria. Como se ha dicho al
principio, en el epitafio, Pericles, el gran estadista que representa aún hoy
en el imaginario historiográfico medio el esplendor de las artes y el
predominio cultural de Atenas, agita a los suyos recordándoles que la ciudad
«ha dejado por todas partes monumentos eternos en recuerdo de males y bienes».[138]
Resulta una mojigatería el esfuerzo, que sin embargo ha sido profuso, de
edulcorar esta brutal proclama. El mismo Pericles, diez años antes, había
comandado, a la cabeza de todo el colegio de los estrategos, entre los cuales
se hallaba el «apacible» Sófocles, la represión contra la isla de Samo,
culpable de haber derrocado el gobierno democrático filoateniense y desertado
del imperio. En aquella ocasión se había mostrado en su máxima resonancia un
mecanismo punitivo feroz y humillante: el de marcar a fuego a los prisioneros.
A los prisioneros samos se les marcó en la frente un anzuelo ateniense. Hacia
el final del conflicto, cuando Atenas se encontró frente a una flota
peloponésica bien pertrechada (financiada por el rey de Persia), los generales
atenienses no dudaron en practicar la amputación de la mano derecha a los
marinos de las naves enemigas; quienes, con frecuencia, se ponían al servicio
de Esparta sencillamente porque el oro persa había permitido a Lisandro, el
creador de la potencia marítima espartana, ofrecer un sueldo más elevado.
Es cierto que tampoco los
adversarios tenían la mano ligera. Los siracusanos, derrotada la gran armada
ateniense, condenaron a morir en las canteras a centenares de presos atenienses
(413 a . C.).
Lisandro, tras la victoria decisiva contra Atenas en Egospótamos (405 a . C.), hizo arrojar
al agua a centenares de prisioneros atenienses. Así se explica, también, la
caída demográfica del mundo griego en el paso del siglo V al IV. Para
comprender la envergadura del coste humano de todo esto conviene recordar que
la guerra es, en el mundo antiguo, la norma de las relaciones internacionales;
lo anómalo es la paz, por eso en los tratados de paz se indica la duración
prevista. Son paces «a plazo», y casi siempre el plazo caduca mucho antes de lo
previsto. La paz es, por tanto, como mucho, una larga tregua; de hecho, la
palabra que designa la paz es la misma que significa «tregua»: σπονδαί.
Así, es fácil comprender que
decenas y decenas de conflictos difusos, que desembocan periódicamente en
grandes «guerras generales», determinaran una caída demográfica imparable, a la
que contribuyó mucho la gestión miope del derecho de ciudadanía, como bien dijo
el emperador Claudio en el eficaz pasaje histórico que le dedica Tácito.[139]
Si Esparta es un caso semejante,
en cuanto Estado aparentemente racial, en el que la comunidad «pura» dominante
está en guerra permanente con las etnias-clases sociales sometidas, Atenas
—incluso en la gran apertura debida al comercio, en buena medida practicado por
no-atenienses residentes (los llamados metecos)—
es igualmente hostil a la extensión indiscriminada de la ciudadanía. Ello se
debía a que la ciudadanía comportaba privilegios políticos y económicos que el
«pueblo», sujeto principal de la democracia, no pretendía compartir. En esa división entre señores y pueblo —a pesar de estar
en conflicto en todo lo demás— están plenamente de acuerdo, beneficiarios como
son ambos (aunque fuera en diversa medida) de las ventajas prácticas de la
riqueza proveniente del imperio.
El conflicto es inherente a toda
comunidad, excepto donde hay una estructura militarizada como en Esparta (e
incluso allí el conflicto latente al final explotó, no sólo en las cíclicas
rebeliones de los ilotas sino también en el interior mismo de la comunidad
privilegiada de los espartanos). En las ciudades en las que las facciones, que
sustancialmente coinciden con grupos sociales, chocan entre sí, la praxis
habitual es la anulación cuando no la eliminación del adversario.
En los lugares reservados donde
los oligarcas se reúnen y se adiestran para la lucha (en un contexto semejante
surge y se desarrolla el diálogo en prosa Sobre
el sistema político ateniense)[140] se utilizaba este juramento:
«Yo seré enemigo constante del demo; le haré todo el mal que pueda»
(Aristóteles, Política, V, 1310a 9).
A la inversa, después del breve triunfo oligárquico en Atenas (411), es
decir en el «Estado guía» de la galaxia democrática, la recuperada democracia
obliga a todos los ciudadanos a un juramento pronunciado en el sugestivo marco
de las Grandes Dionisias de 409, entre la ceremonia por los muertos y el inicio
de las representaciones teatrales: «Mataré con la palabra, con la acción y con
el voto y por mi propia mano, si me fuera posible, a quien derroque la
democracia en Atenas, y a quien detente un cargo después del derrocamiento de
la democracia, y también a quien trate de convertirse en tirano o a quien
colabore en la instauración de la tiranía. A quien matare a éstos yo lo
consideraré puro frente a los dioses.»[141]
El juramento de los buleutas, que
conocemos gracias al discurso demosténico «Contra Timócrates», deja entender
sin sombra de dudas que entre los derechos de los buleutas se incluía el de apresar sin demasiadas formalidades a
quien fuera descubierto conspirando en «traición a la ciudad» o «subversión de
la democracia».[142]
Aristóteles, que observa y
estudia desde el exterior y como científico de la política el mundo de las
ciudades griegas, resume el conflicto de esta forma: las democracias son
derrocadas por la desesperada defensa de los propietarios, dado que los
demagogos, en el deber de adular al pueblo bajo, amenazan continuamente las
propiedades inmobiliarias con la exigencia de repartición de las tierras y los
capitales, imponiendo las liturgias;
además de eso, persiguen a los ricos con la actividad que tiene como eje a los
tribunales (sicofantas y denuncias) para sustraerles su patrimonio (Política, V, 1304b 20-1305a 7).
Los oligarcas mostraban, por lo
general, un destacado espíritu «internacionalista». Bajo la égida de Esparta se
ayudaban, unos a otros, en la lucha contra el demo.[143]
Aquí aparece, en toda su
complejidad, el fenómeno de las tiranías atenienses, de su éxito, de su
derrocamiento y del «nacimiento de la democracia» (acontecimiento que, en la
autorrepresentación ideológica de Atenas, tiene en verdad muchos
«nacimientos»).
La tiranía ateniense fue
derrocada gracias a la intervención espartana, solicitada con habilidad y con
fuerza por la poderosa familia de los Alcmeónidas, que sin embargo, durante un
tiempo, había colaborado con la tiranía: Clístenes, protagonista de la acción
que llevará a la expulsión de los hijos de Pisístrato, había sido arconte bajo
Pisístrato, antes de convertirse en su opositor y terminar en el exilio. Por
otra parte, la base social de la facción de Pisístrato es, según las fuentes de
las que disponemos, una base «popular». La famosa formulación de Heródoto según
la cual Clístenes «tomó al demo en su hetería» significa, en sustancia, que el
clan familiar cuyo jefe era Clístenes se apropió de esa misma base social. Para
entender mejor estos fenómenos conviene recordar que los «tiranos» emergen, por
lo general apareciendo como mediadores,
en situaciones de una conflictividad insalvable entre clanes
familiares-gentilicios en disputa.
Una disputa entre grupos
aristocráticos desemboca en la «tiranía», tanto en Atenas como en Lesbos y en
otros lugares. Sin embargo, uno de los clanes en lucha consiguió desplazar a la
tiranía tras haberla apoyado inicialmente y haberla convertido luego, hábil y
eficazmente, en blanco; finalmente la derrocó, con el apoyo de la gran potencia
impulsora de la eunomía (εὐνομία), Esparta, ἀτυράννευτος por excelencia. El
punto más delicado en este proceso es, por tanto, el intento de comprender el
sentido de la acción histórica llevada a cabo por Clístenes. ¿Se trató
solamente de una extraordinaria habilidad política? ¿O había en Clístenes y en
los suyos mucho más que eso? ¿Existía la intuición de que el pacto entre
señores y pueblo, experimentado por Pisístrato, podía gestionarse de otra
manera, no paternalista ni como asunto familiar —como lo hizo Pisístrato— sino
de modo abierto y libremente competitivo y conflictivo, en el que consiste el
núcleo de la democracia ateniense? Esta segunda explicación es la más probable,
y en todo caso la evolución sucesiva ha ido, en efecto, en esa dirección.
El giro impuesto por Clístenes
hizo posible y, en cierto sentido, legitimó lo que a primera vista puede
aparecer como una operación ideológica: es decir, la autolegitimación de la
democracia como antítesis radical de la tiranía, y la reconducción a la órbita
de la «tiranía» de toda organización política hostil a la democracia. Es
coherente con tal ideología la asunción del atentado (514 a . C.) contra
Hiparco, hijo menor de Pisístrato, como acto fundacional de la democracia en el
Ática.
El recorrido por la historia
ateniense como un conflicto que, con frecuencia, corre el peligro de deslizarse
hacia la guerra civil, debe iniciarse con una mirada abarcadora. Es decir, que
abarque desde el conflicto social exasperado que Solón, en el 594/593
a. C., neutralizó con la σεισάχθεια y la devaluación de la moneda (que
cortaba de raíz la importancia de la deuda) a la toma del poder por parte de
Pisístrato (561/560), la ambigua posición de los Alcmeónidas —Clístenes
fue arconte bajo el gobierno de Pisístrato—, el asesinato de
Hiparco (514), la intervención espartana (510), la invención contextual de
la democracia y del ostracismo (508/507), el intento de ataque sorpresa de Iságoras
apoyado por los espartanos contra Clístenes y la revuelta popular que llevó a
Clístenes al poder.
El mecanismo puesto en marcha por
Clístenes fue denominado, mucho después, «democracia». Tal palabra, habiendo
tenido una evolución en su significado concreto y en su uso,[144]
puede incurrir en anacronismo. Puede ser útil recordar que, cuando en 411 a . C. fue, durante
un breve periodo, instaurada de nuevo una Boulé de 400 miembros en sustitución
de la clisténica, de 500, un exponente de la oligarquía cercano al poder,
Clitofonte, gran orador y amigo de la familia de Lisias, además de protagonista
de los diálogos platónicos,[145] propuso que se emprendiera una
atenta revisión de las leyes clisténicas, con una precisa advertencia: «ese
ordenamiento instaurado por Clístenes no era democrático sino, en todo caso,
similar al de Solón».[146] Sería más justo e históricamente fundado
considerar la innovación clisténica sobre todo como una gran modificación del
cuerpo cívico: se trataba de mezclar las diez tribus locales enclavando en
ellas demos (es decir, «comunes») de diversas regiones del Ática,[147]
y vincular a las diez tribus así mezcladas la representación en el Consejo (la
Boulé de los Quinientos), en proporción de 50 buleutas por cada tribu; eso
significó la verdadera ruptura con el orden tribal-gentilicio precedente. La
reforma fue esencialmente «territorial» y en verdad unificó el Ática.
Pero no debemos perder de vista
los elementos de continuidad. El hecho de que Clístenes fuera arconte bajo el
gobierno de Pisístrato es muy significativo; y es conocida la controversia
surgida cuando apareció la segunda edición del tomo I.2 de la Historia griega de Karl Julius
Beloch (1913) en torno a la posibilidad de que al menos una parte de las
reformas clisténicas hubieran sido llevadas a cabo ya por Pisístrato.[148]
No debe tampoco olvidarse el
sintético diagnóstico de Aristóteles sobre la génesis del poder de Pisístrato,
allí donde afirma que el ostracismo[149] fue inventado «por la
sospecha que generaban las personalidades económica y socialmente poderosas (οἱ
ἐν ταῖς δυνάμεσι), en cuanto Pisístrato, siendo
jefe popular (δημαγωγός) y revistiendo el cargo de estratego (στρατηγὸς
ὤν), se había convertido en un tirano».[150]
Hay aquí una visión concreta de la continuidad entre liderazgo popular y
tiranía.[151]
Esa «modificación» clisténica
impulsaba con fuerza una mayor participación del cuerpo cívico en la política.
En tal sentido constituía un factor potencialmente «democrático», aun cuando la
efectiva y asidua participación de una gran mayoría de quienes tenían derecho a
los trabajos de la asamblea popular sea una cuestión bastante polémica. Los
distintos procedimientos adoptados en el curso del tiempo, dirigidos a
contrarrestar el absentismo, hacen pensar en un proceso en absoluto lineal.[152]
La creciente participación y la
perdurable conflictividad entre clanes familiares y políticos es muy visible en
la Atenas clisténica. La conflictividad, a la que la «tiranía» había puesto un
freno paternalista,[153] derivaba ahora, con notable frecuencia y de
forma violenta, en un enfrentamiento abierto.
El ostracismo fue el instrumento
que se puso en funcionamiento desde muy pronto: un voto secreto indicaba qué
personalidad emergente debía alejarse de la ciudad por un plazo de diez años.
El objetivo era neutralizar el peligro representado por potenciales «figuras
tiránicas»; es decir, encaminar el conflicto de forma aceptable incluso para
quien era víctima de tal práctica, muy distinta del exilio. Era, en la
práctica, la eliminación temporal de la escena, por vía «democrática», de un
adversario político.[154] Demos algún ejemplo de las tensiones
familiares que sirven de fondo a la deliberación de los mecanismos legales de
este género. En 493 Milcíades, futuro vencedor en Maratón contra la
invasión persa y padre de Simón (rival, más tarde, del alcmeónida Pericles) fue
acusado por los Alcmeónidas de haber ejercido la «tiranía» en Tracia.[155]
En 489, es decir inmediatamente después de Maratón, fue incriminado por
Jantipo, padre de Pericles, «por haber engañado a los atenienses en el asedio
de Paro, y condenado a una gran multa».[156] (Los Alcmeónidas, en el
momento de la batalla de Maratón, habían errado el movimiento: de un modo que
ni siquiera el perícleo Heródoto consigue enmascarar, habían «medizado».)[157]
Pero Jantipo, que de este modo barría del campo a un antagonista imponente, fue
a su vez alejado: no con la imposición de una multa desproporcionada sino
mediante el ostracismo (485-484).[158]
Al referirse al ostracismo de
Jantipo, Aristóteles dice que aquél fue el primer caso de ostracismo que recaía
sobre una persona no ligada a la familia de los Pisistrátidas. En efecto, la
primera noticia cierta de ostracismo se refiere a un Hiparco (pariente de
Hipias, hijo de Pisístrato).[159] Pero después de Jantipo serían
sucesivamente condenados al ostracismo Arístides (482), su rival y más
tarde impulsor de la naciente figura de Cimón, hijo de Milcíades; Temístocles (c. 470); Cimón (461);[160]
Tucídides hijo de Melesias (443);[161] estos dos últimos fueron
los principales antagonistas de Pericles y fueron ambos liquidados pro tempore gracias a este instrumento
mortal. El último caso seguro de aplicación fue el de Hipérbolo (la fecha
oscila entre 417 y 415). De Hipérbolo sabemos también cómo murió: condenado al
ostracismo, se hallaba en Samos, en 411, donde un grupo de oligarcas aliados de
Pisandro y los demás organizadores de la conjura oligárquica de Atenas lo
mataron «para demostrar su lealtad a la causa».[162] Tucídides, que
relata el acontecimiento hasta en los mínimos detalles, se explaya además en un
juicio despreciativo sobre la víctima de este asesinato perpetrado a sangre
fría. Dice simplemente: «A Hipérbolo, un ateniense que era una mala persona y
que había sido condenado al ostracismo no por temor a su poder y prestigio sino
por su vileza y por constituir una deshonra para la ciudad, le dieron muerte…».
No parece un juicio moderado, y además Tucídides no ignoraba las condiciones en
las que se había condenado al ostracismo a Hipérbolo. El modo en que se expresa
tiene, por otra parte, el efecto de atenuar el desconcierto suscitado por la
obra ejecutada por esos asesinos y por su absurda motivación.
La eliminación del adversario
político (que va desde la violencia física al ostracismo, el exilio o el
asesinato, en una especie de gradatio:
la escena política ateniense ofrece ejemplos de todos esos géneros) aparecía
como una praxis no desconcertante sino, más bien, como el dramático devenir de
la lucha política. Sorprende, en años muy posteriores, una tremenda
intervención demosténica que se remonta al año 341, ya próxima la rendición de
cuentas con Macedonia y cuando la obsesión de Demóstenes era la «quinta
columna» del soberano macedonio en el interior de la ciudad: «la lucha es a vida
o muerte: eso es lo que hay que entender. ¡A quienes se han vendido a Filipo
hay que odiarlos y matarlos!».[163] La eliminación física del
adversario como salida del conflicto era una posibilidad a tener siempre en
cuenta, no una situación extraña —al menos potencialmente— a la praxis del
cotidiano choque político.
En el corazón del primer discurso
apologético frente al tribunal, Sócrates se explaya en la justificación de por
qué decidió no hacer política: «Ahora bien, quizá parezca insólito el que yo
ande por aquí y allá y me mezcle en muchas cosas dando consejos en privado,
mientras en público no me atrevo a hacer frente a la multitud de ustedes, dando
consejos a la ciudad. […] Y no se enojen conmigo por decir la verdad. Porque no
existe hombre que sobreviva si se opone sinceramente sea a ustedes, sea a
cualquier otra muchedumbre, y trata de impedir que llegue a haber en la ciudad
mucha injusticia e ilegalidad, sino que, para quien ha de combatir realmente
por lo justo, es necesario, si quiere sobrevivir un breve tiempo, actuar
privadamente, pero renunciando a hacer vida política. […] ¿Acaso piensan
ustedes que habría salvado la vida
tantos años si hubiera actuado políticamente y, obrando de un modo digno de una
persona honesta, hubiera defendido la justicia, y, de ser necesario, la hubiera
puesto por encima de todo? Lejos de ello, señores atenienses, ¡nadie habría
logrado tal cosa! En cuanto a mí, si alguna vez me he visto obligado a actuar
en la vida pública, ustedes podrán comprobar fácilmente que tal ha sido mi
principio, igual que en la vida privada.»[164] Como prueba de esta
reiterada afirmación, Sócrates evoca en el mismo contexto la escena violenta de
la que fue objeto en la única ocasión en que hizo política: «Escuchen, pues, lo que sucedió, para que sepan que
no sólo no hay nadie ante quien retrocediera contra lo justo por temor a la muerte, sino que no
retrocedería aun cuando tuviera que morir. Les hablaré con los lugares comunes
propios de los pleiteadores, pero con verdad. En ningún momento, señores
atenienses, desempeñé ningún otro cargo en la ciudad que el de consejero. Y
sucedió que nuestra tribu, la de los Antioquidas, ejercía la pritanía cuando
ustedes resolvieron juzgar en bloque a los diez estrategos que no recogieron a
los muertos para las exequias tras el combate naval;[165] en bloque,
es decir, de modo ilegal, como en tiempos posteriores todos ustedes lo
reconocieron. En esa ocasión yo, único entre los pritanos, me opuse a hacer
nada contra las leyes, y emití un voto contrario. Y cuando los oradores estaban
dispuestos a denunciarme para hacerme arrestar, y ustedes daban órdenes y
gritos, estimé que era necesario correr los riesgos del lado de la ley y de la
justicia, antes que alinearme con ustedes en cosas injustas, por temor a la prisión o a la muerte. Y
todo esto sucedía cuando la ciudad estaba aún en democracia.»[166]
No debe olvidarse que el proceso contra Sócrates fue, en realidad, un proceso
eminentemente político, por mucho que sea convencionalmente transfigurado en la
consabida lectura que se da de él: baste considerar que el acusador decisivo y
principal en la inducción del juicio hacia la condena fue Anito, un político de
primera línea, destacado exponente de la democracia restaurada. El propio
Sócrates, en el segundo discurso frente al tribunal, hace notar que fue
decisivo, en su contra, el hecho de que Anito asumiese en primera persona el
papel de acusador.[167]
Las muertes políticas que
recorren la historia ateniense están quizá dentro de la media de las sociedades
políticas en las que no predomina el secreto: desde Efialtes (462-461 a . C.) a
Androcles (411), Frínico (411) y Cleofonte (404). Muertos sobre
los que cayó el misterio y sobre quienes circularon diversas versiones:
«misterios de la república», aunque resueltos, que forman parte de la historia
de toda res publica. Están además los
muertos «de Estado»: Antifonte (410), los generales de las
Arginusas (406), el asesinato de Alcibíades «por encargo» (404), la
masacre de Eleusis (401) y, en fin, Sócrates (399). Con la condena de
Sócrates, la «bestia» —para usar una conocida metáfora— se sosiega.
Pero del conflicto nace también
el derecho, que a su vez es hijo de las demandas capitales a la «justicia» (τὸ
ἴσον). El conflicto, en efecto, surge inevitablemente de la aspiración a la
inmediata coparticipación, a la división en partes iguales. De la noción
de igual/justo descienden también
cuestiones éticas, y también la cuestión, aún más tormentosa porque es
indisoluble, del sufrimiento del justo y la indiferencia inexplicable de lo divino.
En Atenas todo esto desemboca en la forma de comunicación de masas más
influyente: el teatro. El teatro de Dioniso, donde, en un contexto político y
ritual muy sugestivo, se representaban las tragedias en presencia de toda la
ciudad, es el corazón de la comunidad. Lo que las personas piensan se forma en
el teatro, en la constante fruición de la dramaturgia, directamente regulada
por el poder público; mucho más que en la misma asamblea popular. Aquí la
palabra política asume casi siempre la forma de la mediación sospechosa,
orientada al resultado inmediato, a arrancar el consenso contingente. Es de los
más aculturados. No tiende necesariamente a la búsqueda de la verdad. Los políticos que conocen la
importancia del teatro no sólo lo tienen bajo vigilancia, sino que a veces se
comprometen ellos mismos como coregos. Temístocles, arconte en 493/492,
adjudica el coro al autor de tragedias Frínico, que pone en escena La toma de Mileto (triste epopeya de la
revuelta jónica contra los persas); en 476 vuelve a hacer corego de Frínico,
que pone en escena Las fenicias (el
drama basado en la victoria ateniense en Salamina); en 472 Pericles, que apenas
tenía veinticinco años, es corego de Esquilo, que pone en escena Los persas. No todas las implicaciones
de este gesto nos resultan claras: más allá del obvio sentido «litúrgico» al
servicio de la ciudad, obligatoria para un político en ascenso,[168]
tiene un significado especial (un Alcmeónida, con su pasado sospechoso, que
contribuye a la celebración de las victorias sobre los persas), y es asimismo
una toma de posición en favor de Temístocles (que al año siguiente sería
condenado al ostracismo). Todo esto «funciona» alrededor del teatro.
La tragedia es ante todo
educación, catarsis, tal como lo entendió y lo teorizó Aristóteles. En el
centro de la tragedia ática del siglo V están las dos categorías, la de la
culpa y la de la responsabilidad: categorías eminentemente jurídicas, que fundan el
derecho y dan al mismo tiempo una disciplina a la violencia latente, al conflicto
que la culpa (verdadera o presunta) desencadena; y tienen además una
implicación ético-religiosa, cuyo escándalo es el inexplicable sufrimiento del
justo, que suscita la duda.[169]
¿Qué otra cosa, sino una ya larga
experiencia del conflicto, podría haber llevado a Esquilo a hacer decir al coro
de Agamenón: «Horrible cosa es el
rencor de los ciudadanos airados, y cara se paga la maldición pública»?[170]
Para salir del conflicto hay que codificar la ley, y de ese modo se detiene el desarrollo de la guerra en curso.
La ley, sin embargo, no es
suficiente: hay esferas en las que rige la «ley no escrita». Lo cual abre el
camino en sentido inverso, no ya de la ética a la ley, sino de la ley a la
ética, en la hipótesis —a la que, por distintos motivos, se atienen tanto
Antígona[171] como Pericles—[172] que suscita un «derecho
natural». El pensamiento ético-jurídico de la Atenas que pasa del gobierno
paternalista de los «tiranos» a la conflictiva «democracia» es un pensamiento
que nace ya maduro.
[137] Leyes, I, 625e [trad. esp. de J. M. Ramos Bolaños, Akal, Madrid 1988, p. 56]. <<
[138] Tucídides, II, 41, 4. Cfr., más arriba, cap. I, n.º 1. <<
[139] Tácito, Anales, XI, 24. <<
[140] Del Pseudo-Jenofonte. <<
[141] Debemos este precioso documento a Andócides, «Sobre los misterios», 96-98. <<
[142] Demóstenes, XXIV, 144. Sobre esto cfr. G. Busolt y H. Swoboda, Griechische Staatskunde, II, Beck, Múnich, 1926, pp. 848-849. <<
[143] Cfr., más abajo, cap. XIV, «Internacionalismo antiguo». <<
[144] Cfr., más abajo, el cap. V (y parte del IV). <<
[145] No sólo del Clitofonte, que toma de él su nombre, sino también de la República. <<
[146] Aristóteles, Athenaion Politeia, 29, 3. Esta consideración que leemos en el valioso opúsculo aristotélico, y que le es claramente atribuido a Clitofonte, ha inquietado a los grandes intérpretes de la historia antigua; de Wilamowitz (Aristóteles und Athen, I, Berlín, 1983, p. 102 y n.º 8) a Jacoby (Atthis, Oxford, 1949, p. 384, n.º 30) y WadeGery y Andrewes. Muy sensatamente, P. J. Rhodes ha insistido (A Commentary on the Aristoteliam Athenaion Politeia, Oxford, 1981, p. 377) en que el texto de Aristóteles es inequívoco: Clitofonte presentó esa enmienda y la justificó de ese modo. Sobre los vínculos familiares y profesionales de Clitofonte, véase D. Nails, The People of Plato, Hackett, Indianápolis, 2002, pp. 102-103. <<
[147] Sobre lo cual J. G. Droysen habló con justicia de «Communalverfassung». <<
[148] K. J. Beloch, Griechische Geschichte, I.22, Estrasburgo 1913, pp. 329-333. Contra: L. Pareti, «Pelasgica», Rivista di filologia e di istruzione classica, 46, 1918, pp. 160-161. <<
[149] Acerca de lo cual véase más abajo. <<
[150] Athenaion Politeia, 22, 3. <<
[151] Acerca de la importancia de este pasaje como diagnóstico sobre la génesis de la tiranía, atrajo mi atención un genial helenista francés: Bertrand Hemmerdinger. Rhodes (p. 271) dice acertadamente que aquí δημαγωγός equivale a προστάτης τοῦ δήμου. <<
[152] Cfr., más abajo, Primera parte, cap. II. <<
[153] Tucídides, VI, 54, 6. <<
[154] A pesar de que la tradición atribuye a Clístenes la institución del ostracismo, contemporáneamente a la puesta en práctica de las reformas, muchos piensan en cambio que el ostracismo fue instaurado poco antes de la primera aplicación que conocemos de este procedimiento (487 a. C.). <<
[155] Heródoto, VI, 104. <<
[156] Heródoto, VI, 132-137; cfr. Cornelio Nepote, Milcíades, 7-8. <<
[157] Este neologismo fue creado en aquella circunstancia política para señalar a quienes, de una manera u otra, se habían alineado con los persas. Cuando Jantipo presentó esta acusación estaba casado ya con la alcmeónida Agarista, sobrina de Clístenes (c. 500; en 495 nació Pericles). [Medizar deriva del término medos, al igual que la denominación «guerras médicas». (N. del T.)] <<
[158] Aristóteles, Athenaion Politeia, 22, 6. <<
[159] Aristóteles, Athenaion Politeia, 22, 4. Se trata seguramente del Hiparco apodado «el bello», que figura en vasijas áticas del siglo VI. Cfr. J. D. Beazley, Attic Blackfigure Vase Painters, Clarendon Press, Oxford, 1956, p. 667. <<
[160] Plutarco, «Cimón», 17, 3. <<
[161] Plutarco, «Pericles», 14 y 16; cfr. también Aristófanes, Las avispas, 947 y escolio. <<
[162] Tucídides, VIII, 73, 3. <<
[163] Sobre el Quersoneso, 61: μισεῖν καὶ ἀποτυμπανίσαι. <<
[164] Platón, Apología de Sócrates, 31c-32a; 32e-33a. <<
[165] Se refiere al episodio de las Arginusas; cfr., más abajo, cap. XXVII. <<
[166] Platón, Apología de Sócrates, 32a-c. <<
[167] Ibídem, 36a: «Está claro que si Anito no se hubiera encargado de acusarme, junto con Licón, Meleto [el tercer acusador] hubiera sido multado con mil dracmas por no alcanzar ni la quinta parte de los votos». <<
[168] Alcibíades, en cambio, se desahogaba en las carreras en Olimpia (y presumía de ello en sus discursos a la asamblea: cfr. Tucídides, VI, 16, 2). <<
[169] Esquilo, Agamenón, 369. <<
[170] Agamenón, 456-455. <<
[171] Sófocles, Antígona, 454-455. <<
[172] Tucídides, II, 37. <<
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