Dos pensadores fueron condenados
a muerte por los tribunales atenienses: Antifón y Sócrates. Ambos eran ya
septuagenarios cuando bebieron la cicuta. El primero fue acusado de haber
traicionado a la ciudad conspirando con el enemigo; el segundo, de corromper a
los jóvenes y de no creer en los dioses de la ciudad. El primero se había
abstenido largamente de participar en la política activa y había decidido
comprometerse sólo cuando creyó llegado el momento y se le ofrecía la posibilidad
de instaurar un orden completamente distinto al «democrático». El segundo nunca
hizo política, pero se encontró en cierto momento de su vida, dados los
mecanismos atribuidos casualmente por los órganos representativos de la ciudad,
en la «presidencia de la república» (el colegio de los pritanos): precisamente
el día en el que la asamblea, en el papel de tribunal, decidía condenar a
muerte a los generales vencedores en las Arginusas, fue el único en oponerse al
procedimiento ilegal, y poco faltó para que lo arrojaran físicamente de su
escaño.[173] Pero el hecho es que la mayor parte de su
extraordinaria fuerza crítica se dedicó a la política como problema.
Ambos habrían podido huir para
salvarse, y sin embargo se quedaron en Atenas, afrontando el juicio y la
muerte. Ambos, aunque de manera muy distinta, habían desafiado a la democracia
ateniense y aceptaron las consecuencias extremas de tal desafío.
Antifón fue arrestado y procesado
enseguida (411/410), apenas caído su liderazgo. Sócrates fue procesado en 399,
se podría decir que repentinamente: varios años después de que el experimento
oligárquico puesto en marcha por algunos de sus amigos hubiera fracasado y
quedara dividido en dos etapas (403 y 401).
En torno a ambos hombres existen,
por así decir, dos constelaciones. Para Antifonte, y para la acción política
que llevó a cabo, se mencionan varios nombres: Tucídides ante todo, pero
también Terámenes y Sófocles (y en cierto sentido también Aristófanes, limitado
a la acción pública que decidió desarrollar en defensa de quien se había
«comprometido» con el gobierno oligárquico de 411). Tucídides dejó, en el seno
de su obra, una huella profunda de su vínculo con Antifón.[174]
Terámenes fue el más celoso colaborador de la empresa puesta en marcha por Antifón
y también su (metafórico) verdugo y acusador. Sófocles se encontró, junto con
el padre de Terámenes y otros, en el colegio de los ancianos («próbulos», como
fueron llamados) que puso en marcha el proceso de deslegitimación de la
democracia que iba a desembocar rápidamente en el triunfo (efímero) de la trama
liderada por Antifón.
Sócrates tuvo a su alrededor a
muchos seguidores; como él mismo dice en la Apología,
también a jóvenes muy ricos.[175] Alcibíades, Jenofonte, Critias,
Cármides y, en la generación más joven, Platón; pero también Lisias, Fedro
(gravemente involucrado en el proceso de los Hermocópidas)[176] y
muchos más.
Además, hay relaciones, de las
que tenemos algún indicio, que vinculan ambas constelaciones y las dilatan.
Critias nos lleva a Eurípides[177] (de quien se decía maliciosamente
que incluso Sócrates mismo era un oculto inspirador). Jenofonte, que estuvo en
la caballería, que no gozaba de muy buena fama, bajo el gobierno de Critias,
nos lleva a Tucídides, es decir, a una pieza importante de la otra
«constelación». Jenofonte decide poner en forma de «comentarios» muchos de los
diálogos que Sócrates había impulsado y dirigido[178] (Arriano de
Nicomedia, en los tiempos de Adriano, hizo una operación parecida respecto a
Epicteto, poniéndose explícitamente bajo la égida del modelo jenofónteo), y fue
también[179] el heredero del legado tucidídeo, que publicó volviendo
accesible, y enseguida objeto de fuertes polémicas, la más importante e
influyente obra de historia política anterior a Polibio. A su vez los caminos
de Eurípides y de Tucídides se cruzan en el autoexilio macedonio: para ambos la
Atenas que había vuelto al antiguo régimen se volvió irrespirable.
Pero es sin duda Jenofonte el
nexo evidente entre ambos círculos. Fue él quien adoptó la táctica de exculpar
a Sócrates afrontando (como veremos más abajo) las acusaciones políticas
implícitas que estaban en la base del proceso, y por eso escogió el camino poco
convincente de separar —también en el plano biográfico— la imagen de Sócrates de
la de Alcibíades y Critias. En cambio Platón, en el seno de su corpus, que tiene siempre a Sócrates
como protagonista,[180] vuelve a ponerlo, sin tapujos, en su
verdadero milieu: Critias,
Alcibíades, Cármides, Clitofonte, Menón, etc.
Jenofonte, al obrar de tal modo,
afronta también un problema personal, ya que Critias resulta embarazoso, como
«camarada», no sólo para Sócrates, sino también para él mismo. De ahí su opción
de «socratizar» a Terámenes en el Diario
de la guerra civil [181] que agrega al final del legado
tucidídeo[182] del que se encarga; animado en esta decisión por la
presencia, en la parte final del relato elaborado por Tucídides, de un amplio
diario tucidídeo de la primera oligarquía.[183] «Socratizar» a
Terámenes —vinculándolo con la aventura de León de Salamina—[184]
era la única vía para apartarse de una experiencia —el gobierno de Critias— con
la que la ciudad no iba a reconciliarse nunca.
Así, Jenofonte contribuyó a
salvar la obra de Tucídides, «esterilizó» el retrato político de Sócrates
separándolo de Critias y «socratizó» a Terámenes para borrar su propio
compromiso con Critias. Le debemos también, sin embargo, la salvación del
afilado diálogo de Critias Sobre el
sistema político ateniense;[185] y es mérito no menos relevante
que su labor con el legado tucidídeo (legado que —leía Diógenes Laercio en sus
fuentes— «hubiera podido robar»).[186]
Después de que Sócrates hubiera
desaparecido (399 a . C.),
pero cuando aún no se habían apagado los ecos de su juicio, Polícrates, orador
adversario del ambiente de los socráticos, escribió un pamphlet en el que dejaba claro las verdaderas razones de la
condena. En sustancia, la acusación era directamente política: Sócrates había
«criado» a los dos políticos responsables de la ruina de Atenas, es decir a
Alcibíades y a Critias (quien era además tío de Platón). En la Atenas de la
«restauración democrática» esos dos nombres bastaban por sí mismos para
indicar, emblemáticamente, la mala política. A Alcibíades se le podía
reprochar, aunque sea con alguna simplificación, la derrota en la larga guerra
contra Esparta, además del intento de ponerse en posición «tiránica» respecto
del normal funcionamiento de la ciudad democrática (intento confirmado por su
estilo de vida «tiránico», es decir, excesivo); a Critias se debía la feroz
guerra civil que había devastado el Ática después de la derrota militar (abril
de 404/septiembre de 403 a . C.).
Se comprende entonces la
envergadura del ataque de Polícrates: el mal maestro —era éste el sentido de su
pamphlet— debía pagar por haber
causado, en última instancia, con sus enseñanzas, la ruina de Atenas. Esta
tesis no ha tenido éxito en la tradición moderna, pero en Atenas —excepto en los círculos de los socráticos y en su
descendencia intelectual se convirtió en
la opinión dominante. Baste recordar al menos dos episodios, ambos muy
sintomáticos. En 346, es decir, más de cincuenta años después de la muerte
de Sócrates, en un juicio político muy importante que vio enfrentarse a dos
líderes de gran peso —Demóstenes y Esquines—, éste, hablando contra Timarco frente a un numeroso
público (como era normal en el caso de importantes juicios políticos) y
persuadido de decir algo agradable y apreciado por el público, afirma, con el
propósito de rememorar a los atenienses la sabiduría de sus veredictos
procesales: «Acordaos, atenienses, que habéis condenado a muerte al sofista
Sócrates, quien había educado a Critias el tirano» (§ 173). Esta ocurrencia de
Esquines vale más que cualquier demostración indirecta: significa que un orador
de éxito daba por supuesto que ése era el juicio que el «ateniense medio»
conservaba de aquel acontecimiento sucedido medio siglo antes. El otro
episodio, no menos significativo, es algunas décadas posterior. Se trata del
decreto que un tal Sófocles propuso, y Demócares (sobrino de Demóstenes y su
heredero político) apoyó, para la clausura de las escuelas filosóficas de
Atenas. La idea prevaleciente era que en el ambiente «aislado» de tales
escuelas respecto de la ciudad (una vez más se trataba de la herencia socrática)
se conspiraba contra la democracia.
El «renacimiento» del mito
positivo de Sócrates (fuera de la descendencia filosófica) se debe al
«humanismo» ciceroniano, mucho más que a los ejercicios apologéticos florecidos
no sin motivo en la cultura retórica de la Antigüedad tardía, como en la Apología de Sócrates de Libanio. Se debe
a Cicerón la apreciación del filósofo que habría devuelto la especulación
filosófica «del cielo a la tierra» (por haber centrado su reflexión,
precisamente, en la ética y en la política). Está claro que, en la mentalidad
política romana, la licentia, la nimia libertas, características de la
democracia ateniense, aparecían como el blanco preciso de la crítica socrática,
y Sócrates aparecía, por tanto, como la víctima de ese régimen de abusos.
De Cicerón al ciceroniano Erasmo
(o sancte Socrates ora pro nobis!) el
mito pasa al pensamiento moderno. Voltaire, en el Tratado sobre la tolerancia, dedica un capítulo casi «heroico» al
inquietante juicio contra el filósofo: Voltaire intenta conciliar la devoción
por Sócrates con su visión favorable de Atenas y de la «tolerancia» de los
atenienses; su hallazgo consiste en que, si casi 300 jurados, aunque salieran
derrotados por estar en minoría, votaron a favor de la absolución de Sócrates,
entonces había en Atenas nada menos que «casi 300 filósofos». Escamotage pseudológico cuyo presupuesto
es, justamente, la ya firme ubicación de Sócrates como héroe positivo en el
firmamento de los «grandes» griegos y romanos. Medio siglo después, Benjamin
Constant, que también tendería a colocar a Atenas en una luz menos negativa
entre las repúblicas antiguas de las que recomienda despedirse de una vez para
siempre, indica en todo caso el juicio y la condena de Sócrates como el indicio
más claro del inaceptable carácter opresivo de esas repúblicas (1819). Habría
que esperar, para ver aflorar una posición «a la Esquines», el libro de un
culto radical estadounidense,
I. F. Stone, El juicio de
Sócrates (1988). Más allá de cierto extremismo de neófito, el libro de
Stone percibe el problema, aunque no lo argumenta en profundidad. Se le escapa
quizá que no se trató de un caso individual, aunque sea particularmente
espinoso. A pesar del retrato platónico, de hecho, nosotros nos vemos hoy
impulsados a pensar que el papel de Sócrates fue políticamente central en aquellos años, aunque se tratara de una
politicidad negativa. El hecho mismo de que en torno a él orbitaran algunas de
las figuras políticas más relevantes, que Aristófanes sintiese la necesidad de
atacarlo frontal y repetidamente (Nubes
primeras, Nubes segundas), que otros importantes cómicos lo atacaran
acusándolo de ser también el ghost-writer
de Eurípides, otro personaje mal visto (Calias, fr. 15 Kassel-Austin), y que
Platón escogiese ponerlo en el centro de una sociedad política en permanente
discusión, representándolo como la conciencia política de la ciudad, son todos
elementos que denotan su centralidad,
de la que no se puede prescindir cuando se argumenta acerca del acontecimiento
de su muerte.
¿En qué consiste, en efecto, la
constante, mayéutica, discusión socrática puesta en escena por Platón, si no en
la continua crítica de los fundamentos del sistema político vigente en Atenas
y, más generalmente, de los fundamentos de la política (y no sólo democrática)?
La cuestión retorna de diálogo en diálogo y gira en torno a los temas cruciales
de la competencia y el mejoramiento de los ciudadanos. La cuestión preliminar
que aflora en diversas ocasiones es cuál es el
objeto específico de la política y qué institutio
es necesaria para su cumplimiento; y si se trata de competencias que pueden adquirirse, como sucede con las
competencias necesarias para realizar otros oficios. El mejoramiento de los
ciudadanos, a su vez, comporta la cuestión del conocimiento del bien por parte de quien aspira a gobernar y lucha
por conquistar ese papel. Sorprende, en ese caso, la falta de escrúpulos con
que el Sócrates platónico juzga severamente incluso las figuras más eminentes
de la política ateniense del «gran siglo». Temístocles y Pericles in primis. Sorprende —y fue objeto de
réplica por parte de los rétores tardíos, como Elio Arístides— la valoración de
Pericles como gran corruptor, como aquel que ha dejado a los ciudadanos «peores
de como los había recibido» cuando subió al poder (Gorgias, 515e). Nada excluye que Platón haga decir, en tales casos,
a Sócrates juicios efectivamente pronunciados por él o, al menos, que eran
habituales en su entorno.
La réplica de Jenofonte, al
principio de los Memorables, a la
acusación de Polícrates en lo que respecta a Sócrates como mal maestro de
Alcibíades y Critias es débil y banalmente defensiva. Intenta demostrar que
ambos habrían emprendido la vía de la política cuando ya no frecuentaban a
Sócrates y sobre todo, por lo que respecta a Critias, pone el acento en el
contraste, que por otra parte pudo llegar a ser mortal, entre Sócrates y
Critias cuando éste tomó el poder en 404. De todos modos, nada de esto afecta a
la verdad sustancial de la acusación dirigida a Sócrates de haber «adiestrado» en
su círculo a estos exponentes, si no artífices, de la disolución de la Atenas
democrática. He aquí por qué semejante «apología» resulta ineficaz, en especial
si se considera que quien la escribe es alguien que había combatido al servicio
de los Treinta, y además en el cuerpo selecto y peligrosamente sectario de la
caballería. Precisamente su adhesión activa al gobierno de los Treinta (más
activa que la de Platón, como se desprende de la Séptima carta; y más activa, obviamente, que la de Sócrates,
limitada a su opción de «permanecer en la ciudad») hizo que Jenofonte
prefiriera, en 401 (tras el trauma de la masacre de Eleusis), desaparecer de la
escena y enrolarse con Ciro el joven. ¡Resulta así una verdad poco importante
su apología de Sócrates, encaminada a «limpiarlo» de la mala política de
Critias!
No es casualidad que entre los
escritos conservados de Jenofonte figure también —como sabemos— el duro y
sarcástico pamphlet antidemocrático Sobre el sistema político ateniense.
Esto significa simplemente que Jenofonte tenía entre sus «papeles» el escrito
programático de aquel que, durante la dictadura de los Treinta, había sido su
jefe.
Si la mirada de los socráticos
hacia la ciudad es crítica, son diferentes los resultados: la posición de
Critias es políticamente prudente y, si es necesario, sin prejuicios (como
cuando, al servicio de Terámenes, se había comprometido en el retorno de
Alcibíades); la elección de Sócrates fue dejar que se consumara hasta sus
últimas consecuencias el «escándalo» de la condena a muerte (negándose a huir);
la de Platón, será intentar en otra parte los experimentos de filosófico «buen
gobierno» (con efectos desastrosos). La mirada, en cambio, de la ciudad hacia
los filósofos es sumaria y hostilmente equívoca: para Aristófanes, en Las nubes, Sócrates es un monstruoso
cruce entre un banal sofista que hace juegos de palabras y un divulgador del
ateísmo de Anaxágoras. No sorprende la simplificación. Llama la atención en
todo caso que una materia de este tipo pareciese, a un autor experimentado y
sensato como Aristófanes, adecuada para captar el interés de un público tan
amplio como el que acudía al teatro.
[173] Platón, Apología, 32b. <<
[174] Tucídides, VIII, 68; cfr., más abajo, toda la parte IV, en especial el cap. XVII. <<
[175] Platón, Apología de Sócrates, 33b. <<
[176] Cfr., más abajo, cap. XII. <<
[177] Cfr., más abajo, cap. II, para la colaboración dramatúrgica entre ambos. <<
[178] Son los llamados Memorables, a los que Diógenes Laercio se refiere con agudeza (Vida de los filósofos, II, 48). <<
[179] El modo en que esto sucedió se nos escapa. <<
[180] Con la excepción de las Leyes, lo que debería hacernos pensar que precisamente por eso en los otros diálogos hay mucho de Sócrates (tal como pensaba, por ejemplo, Aristóteles). <<
[181] Helénicas, II, 3, 10-II, 4, 43. <<
[182] Helénicas, I, 1, 1-II, 3, 9. <<
[183] Tucídides, VIII, 47-98. <<
[184] Sobre esto, cfr., más abajo, cap. XXVIII. <<
[185] Si ese opúsculo se ha salvado junto con las obras de Jenofonte es evidente que había entrado en su «Nachlass» (los papeles dejados por él cuando murió). Tomar conciencia de estos fenómenos significa orientarse en la historia de los textos. Max Treu [s.v. Ps.-Xenophon, RE, IX.A, 1996, col. 1980, II. 16-20] tiene en cuenta este tipo de fenómenos y no obstante escribe: «La hipótesis de que esta anónima Athen. Respublica haya sido encontrada en el legado póstumo (Nachlass) de Jenofonte puede parecer creíble desde el punto de vista de la historia de la tradición; pero no se pueden aducir argumentos que sostengan esta hipótesis». Impagable. <<
[186] Diógenes Laercio, II, 57. <<
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