sábado, 23 de diciembre de 2017

Canfora Luciano.-El mundo de Atenas:Introducción (5) LA DEMOCRACIA ATENIENSE Y LOS SOCRÁTICOS

Dos pensadores fueron condenados a muerte por los tribunales atenienses: Antifón y Sócrates. Ambos eran ya septuagenarios cuando bebieron la cicuta. El primero fue acusado de haber traicionado a la ciudad conspirando con el enemigo; el segundo, de corromper a los jóvenes y de no creer en los dioses de la ciudad. El primero se había abstenido largamente de participar en la política activa y había decidido comprometerse sólo cuando creyó llegado el momento y se le ofrecía la posibilidad de instaurar un orden completamente distinto al «democrático». El segundo nunca hizo política, pero se encontró en cierto momento de su vida, dados los mecanismos atribuidos casualmente por los órganos representativos de la ciudad, en la «presidencia de la república» (el colegio de los pritanos): precisamente el día en el que la asamblea, en el papel de tribunal, decidía condenar a muerte a los generales vencedores en las Arginusas, fue el único en oponerse al procedimiento ilegal, y poco faltó para que lo arrojaran físicamente de su escaño.[173] Pero el hecho es que la mayor parte de su extraordinaria fuerza crítica se dedicó a la política como problema.
Ambos habrían podido huir para salvarse, y sin embargo se quedaron en Atenas, afrontando el juicio y la muerte. Ambos, aunque de manera muy distinta, habían desafiado a la democracia ateniense y aceptaron las consecuencias extremas de tal desafío.
Antifón fue arrestado y procesado enseguida (411/410), apenas caído su liderazgo. Sócrates fue procesado en 399, se podría decir que repentinamente: varios años después de que el experimento oligárquico puesto en marcha por algunos de sus amigos hubiera fracasado y quedara dividido en dos etapas (403 y 401).
En torno a ambos hombres existen, por así decir, dos constelaciones. Para Antifonte, y para la acción política que llevó a cabo, se mencionan varios nombres: Tucídides ante todo, pero también Terámenes y Sófocles (y en cierto sentido también Aristófanes, limitado a la acción pública que decidió desarrollar en defensa de quien se había «comprometido» con el gobierno oligárquico de 411). Tucídides dejó, en el seno de su obra, una huella profunda de su vínculo con Antifón.[174] Terámenes fue el más celoso colaborador de la empresa puesta en marcha por Antifón y también su (metafórico) verdugo y acusador. Sófocles se encontró, junto con el padre de Terámenes y otros, en el colegio de los ancianos («próbulos», como fueron llamados) que puso en marcha el proceso de deslegitimación de la democracia que iba a desembocar rápidamente en el triunfo (efímero) de la trama liderada por Antifón.
Sócrates tuvo a su alrededor a muchos seguidores; como él mismo dice en la Apología, también a jóvenes muy ricos.[175] Alcibíades, Jenofonte, Critias, Cármides y, en la generación más joven, Platón; pero también Lisias, Fedro (gravemente involucrado en el proceso de los Hermocópidas)[176] y muchos más.
Además, hay relaciones, de las que tenemos algún indicio, que vinculan ambas constelaciones y las dilatan. Critias nos lleva a Eurípides[177] (de quien se decía maliciosamente que incluso Sócrates mismo era un oculto inspirador). Jenofonte, que estuvo en la caballería, que no gozaba de muy buena fama, bajo el gobierno de Critias, nos lleva a Tucídides, es decir, a una pieza importante de la otra «constelación». Jenofonte decide poner en forma de «comentarios» muchos de los diálogos que Sócrates había impulsado y dirigido[178] (Arriano de Nicomedia, en los tiempos de Adriano, hizo una operación parecida respecto a Epicteto, poniéndose explícitamente bajo la égida del modelo jenofónteo), y fue también[179] el heredero del legado tucidídeo, que publicó volviendo accesible, y enseguida objeto de fuertes polémicas, la más importante e influyente obra de historia política anterior a Polibio. A su vez los caminos de Eurípides y de Tucídides se cruzan en el autoexilio macedonio: para ambos la Atenas que había vuelto al antiguo régimen se volvió irrespirable.
Pero es sin duda Jenofonte el nexo evidente entre ambos círculos. Fue él quien adoptó la táctica de exculpar a Sócrates afrontando (como veremos más abajo) las acusaciones políticas implícitas que estaban en la base del proceso, y por eso escogió el camino poco convincente de separar —también en el plano biográfico— la imagen de Sócrates de la de Alcibíades y Critias. En cambio Platón, en el seno de su corpus, que tiene siempre a Sócrates como protagonista,[180] vuelve a ponerlo, sin tapujos, en su verdadero milieu: Critias, Alcibíades, Cármides, Clitofonte, Menón, etc.
Jenofonte, al obrar de tal modo, afronta también un problema personal, ya que Critias resulta embarazoso, como «camarada», no sólo para Sócrates, sino también para él mismo. De ahí su opción de «socratizar» a Terámenes en el Diario de la guerra civil [181] que agrega al final del legado tucidídeo[182] del que se encarga; animado en esta decisión por la presencia, en la parte final del relato elaborado por Tucídides, de un amplio diario tucidídeo de la primera oligarquía.[183] «Socratizar» a Terámenes —vinculándolo con la aventura de León de Salamina—[184] era la única vía para apartarse de una experiencia —el gobierno de Critias— con la que la ciudad no iba a reconciliarse nunca.
Así, Jenofonte contribuyó a salvar la obra de Tucídides, «esterilizó» el retrato político de Sócrates separándolo de Critias y «socratizó» a Terámenes para borrar su propio compromiso con Critias. Le debemos también, sin embargo, la salvación del afilado diálogo de Critias Sobre el sistema político ateniense;[185] y es mérito no menos relevante que su labor con el legado tucidídeo (legado que —leía Diógenes Laercio en sus fuentes— «hubiera podido robar»).[186]
Después de que Sócrates hubiera desaparecido (399 a. C.), pero cuando aún no se habían apagado los ecos de su juicio, Polícrates, orador adversario del ambiente de los socráticos, escribió un pamphlet en el que dejaba claro las verdaderas razones de la condena. En sustancia, la acusación era directamente política: Sócrates había «criado» a los dos políticos responsables de la ruina de Atenas, es decir a Alcibíades y a Critias (quien era además tío de Platón). En la Atenas de la «restauración democrática» esos dos nombres bastaban por sí mismos para indicar, emblemáticamente, la mala política. A Alcibíades se le podía reprochar, aunque sea con alguna simplificación, la derrota en la larga guerra contra Esparta, además del intento de ponerse en posición «tiránica» respecto del normal funcionamiento de la ciudad democrática (intento confirmado por su estilo de vida «tiránico», es decir, excesivo); a Critias se debía la feroz guerra civil que había devastado el Ática después de la derrota militar (abril de 404/septiembre de 403 a. C.).
Se comprende entonces la envergadura del ataque de Polícrates: el mal maestro —era éste el sentido de su pamphlet— debía pagar por haber causado, en última instancia, con sus enseñanzas, la ruina de Atenas. Esta tesis no ha tenido éxito en la tradición moderna, pero en Atenas —excepto en los círculos de los socráticos y en su descendencia intelectual se convirtió en la opinión dominante. Baste recordar al menos dos episodios, ambos muy sintomáticos. En 346, es decir, más de cincuenta años después de la muerte de Sócrates, en un juicio político muy importante que vio enfrentarse a dos líderes de gran peso —Demóstenes y Esquines—, éste, hablando contra Timarco frente a un numeroso público (como era normal en el caso de importantes juicios políticos) y persuadido de decir algo agradable y apreciado por el público, afirma, con el propósito de rememorar a los atenienses la sabiduría de sus veredictos procesales: «Acordaos, atenienses, que habéis condenado a muerte al sofista Sócrates, quien había educado a Critias el tirano» (§ 173). Esta ocurrencia de Esquines vale más que cualquier demostración indirecta: significa que un orador de éxito daba por supuesto que ése era el juicio que el «ateniense medio» conservaba de aquel acontecimiento sucedido medio siglo antes. El otro episodio, no menos significativo, es algunas décadas posterior. Se trata del decreto que un tal Sófocles propuso, y Demócares (sobrino de Demóstenes y su heredero político) apoyó, para la clausura de las escuelas filosóficas de Atenas. La idea prevaleciente era que en el ambiente «aislado» de tales escuelas respecto de la ciudad (una vez más se trataba de la herencia socrática) se conspiraba contra la democracia.
El «renacimiento» del mito positivo de Sócrates (fuera de la descendencia filosófica) se debe al «humanismo» ciceroniano, mucho más que a los ejercicios apologéticos florecidos no sin motivo en la cultura retórica de la Antigüedad tardía, como en la Apología de Sócrates de Libanio. Se debe a Cicerón la apreciación del filósofo que habría devuelto la especulación filosófica «del cielo a la tierra» (por haber centrado su reflexión, precisamente, en la ética y en la política). Está claro que, en la mentalidad política romana, la licentia, la nimia libertas, características de la democracia ateniense, aparecían como el blanco preciso de la crítica socrática, y Sócrates aparecía, por tanto, como la víctima de ese régimen de abusos.
De Cicerón al ciceroniano Erasmo (o sancte Socrates ora pro nobis!) el mito pasa al pensamiento moderno. Voltaire, en el Tratado sobre la tolerancia, dedica un capítulo casi «heroico» al inquietante juicio contra el filósofo: Voltaire intenta conciliar la devoción por Sócrates con su visión favorable de Atenas y de la «tolerancia» de los atenienses; su hallazgo consiste en que, si casi 300 jurados, aunque salieran derrotados por estar en minoría, votaron a favor de la absolución de Sócrates, entonces había en Atenas nada menos que «casi 300 filósofos». Escamotage pseudológico cuyo presupuesto es, justamente, la ya firme ubicación de Sócrates como héroe positivo en el firmamento de los «grandes» griegos y romanos. Medio siglo después, Benjamin Constant, que también tendería a colocar a Atenas en una luz menos negativa entre las repúblicas antiguas de las que recomienda despedirse de una vez para siempre, indica en todo caso el juicio y la condena de Sócrates como el indicio más claro del inaceptable carácter opresivo de esas repúblicas (1819). Habría que esperar, para ver aflorar una posición «a la Esquines», el libro de un culto radical estadounidense, I. F. Stone, El juicio de Sócrates (1988). Más allá de cierto extremismo de neófito, el libro de Stone percibe el problema, aunque no lo argumenta en profundidad. Se le escapa quizá que no se trató de un caso individual, aunque sea particularmente espinoso. A pesar del retrato platónico, de hecho, nosotros nos vemos hoy impulsados a pensar que el papel de Sócrates fue políticamente central en aquellos años, aunque se tratara de una politicidad negativa. El hecho mismo de que en torno a él orbitaran algunas de las figuras políticas más relevantes, que Aristófanes sintiese la necesidad de atacarlo frontal y repetidamente (Nubes primeras, Nubes segundas), que otros importantes cómicos lo atacaran acusándolo de ser también el ghost-writer de Eurípides, otro personaje mal visto (Calias, fr. 15 Kassel-Austin), y que Platón escogiese ponerlo en el centro de una sociedad política en permanente discusión, representándolo como la conciencia política de la ciudad, son todos elementos que denotan su centralidad, de la que no se puede prescindir cuando se argumenta acerca del acontecimiento de su muerte.
¿En qué consiste, en efecto, la constante, mayéutica, discusión socrática puesta en escena por Platón, si no en la continua crítica de los fundamentos del sistema político vigente en Atenas y, más generalmente, de los fundamentos de la política (y no sólo democrática)? La cuestión retorna de diálogo en diálogo y gira en torno a los temas cruciales de la competencia y el mejoramiento de los ciudadanos. La cuestión preliminar que aflora en diversas ocasiones es cuál es el objeto específico de la política y qué institutio es necesaria para su cumplimiento; y si se trata de competencias que pueden adquirirse, como sucede con las competencias necesarias para realizar otros oficios. El mejoramiento de los ciudadanos, a su vez, comporta la cuestión del conocimiento del bien por parte de quien aspira a gobernar y lucha por conquistar ese papel. Sorprende, en ese caso, la falta de escrúpulos con que el Sócrates platónico juzga severamente incluso las figuras más eminentes de la política ateniense del «gran siglo». Temístocles y Pericles in primis. Sorprende —y fue objeto de réplica por parte de los rétores tardíos, como Elio Arístides— la valoración de Pericles como gran corruptor, como aquel que ha dejado a los ciudadanos «peores de como los había recibido» cuando subió al poder (Gorgias, 515e). Nada excluye que Platón haga decir, en tales casos, a Sócrates juicios efectivamente pronunciados por él o, al menos, que eran habituales en su entorno.
La réplica de Jenofonte, al principio de los Memorables, a la acusación de Polícrates en lo que respecta a Sócrates como mal maestro de Alcibíades y Critias es débil y banalmente defensiva. Intenta demostrar que ambos habrían emprendido la vía de la política cuando ya no frecuentaban a Sócrates y sobre todo, por lo que respecta a Critias, pone el acento en el contraste, que por otra parte pudo llegar a ser mortal, entre Sócrates y Critias cuando éste tomó el poder en 404. De todos modos, nada de esto afecta a la verdad sustancial de la acusación dirigida a Sócrates de haber «adiestrado» en su círculo a estos exponentes, si no artífices, de la disolución de la Atenas democrática. He aquí por qué semejante «apología» resulta ineficaz, en especial si se considera que quien la escribe es alguien que había combatido al servicio de los Treinta, y además en el cuerpo selecto y peligrosamente sectario de la caballería. Precisamente su adhesión activa al gobierno de los Treinta (más activa que la de Platón, como se desprende de la Séptima carta; y más activa, obviamente, que la de Sócrates, limitada a su opción de «permanecer en la ciudad») hizo que Jenofonte prefiriera, en 401 (tras el trauma de la masacre de Eleusis), desaparecer de la escena y enrolarse con Ciro el joven. ¡Resulta así una verdad poco importante su apología de Sócrates, encaminada a «limpiarlo» de la mala política de Critias!
No es casualidad que entre los escritos conservados de Jenofonte figure también —como sabemos— el duro y sarcástico pamphlet antidemocrático Sobre el sistema político ateniense. Esto significa simplemente que Jenofonte tenía entre sus «papeles» el escrito programático de aquel que, durante la dictadura de los Treinta, había sido su jefe.

Si la mirada de los socráticos hacia la ciudad es crítica, son diferentes los resultados: la posición de Critias es políticamente prudente y, si es necesario, sin prejuicios (como cuando, al servicio de Terámenes, se había comprometido en el retorno de Alcibíades); la elección de Sócrates fue dejar que se consumara hasta sus últimas consecuencias el «escándalo» de la condena a muerte (negándose a huir); la de Platón, será intentar en otra parte los experimentos de filosófico «buen gobierno» (con efectos desastrosos). La mirada, en cambio, de la ciudad hacia los filósofos es sumaria y hostilmente equívoca: para Aristófanes, en Las nubes, Sócrates es un monstruoso cruce entre un banal sofista que hace juegos de palabras y un divulgador del ateísmo de Anaxágoras. No sorprende la simplificación. Llama la atención en todo caso que una materia de este tipo pareciese, a un autor experimentado y sensato como Aristófanes, adecuada para captar el interés de un público tan amplio como el que acudía al teatro.

[173] Platón, Apología, 32b. <<
[174] Tucídides, VIII, 68; cfr., más abajo, toda la parte IV, en especial el cap. XVII. <<
[175] Platón, Apología de Sócrates, 33b. <<
[176] Cfr., más abajo, cap. XII. <<
[177] Cfr., más abajo, cap. II, para la colaboración dramatúrgica entre ambos. <<
[178] Son los llamados Memorables, a los que Diógenes Laercio se refiere con agudeza (Vida de los filósofos, II, 48). <<
[179] El modo en que esto sucedió se nos escapa. <<
[180] Con la excepción de las Leyes, lo que debería hacernos pensar que precisamente por eso en los otros diálogos hay mucho de Sócrates (tal como pensaba, por ejemplo, Aristóteles). <<
[181] Helénicas, II, 3, 10-II, 4, 43. <<
[182] Helénicas, I, 1, 1-II, 3, 9. <<
[183] Tucídides, VIII, 47-98. <<
[184] Sobre esto, cfr., más abajo, cap. XXVIII. <<
[185] Si ese opúsculo se ha salvado junto con las obras de Jenofonte es evidente que había entrado en su «Nachlass» (los papeles dejados por él cuando murió). Tomar conciencia de estos fenómenos significa orientarse en la historia de los textos. Max Treu [s.v. Ps.-Xenophon, RE, IX.A, 1996, col. 1980, II. 16-20] tiene en cuenta este tipo de fenómenos y no obstante escribe: «La hipótesis de que esta anónima Athen. Respublica haya sido encontrada en el legado póstumo (Nachlass) de Jenofonte puede parecer creíble desde el punto de vista de la historia de la tradición; pero no se pueden aducir argumentos que sostengan esta hipótesis». Impagable. <<
[186] Diógenes Laercio, II, 57. <<

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