sábado, 23 de diciembre de 2017

Canfora Luciano.-El mundo de Atenas:Introducción 3 UN MITO ENTRE LOS MODERNOS

El 19 de enero de 1891 el Times de Londres anuncia el descubrimiento de la Constitución de los atenienses (Αθηναίων Πολιτεία) de Aristóteles. Se trataba de cuatro fragmentos de rollo adquiridos, en representación del British Museum, por E. A. T. W. Budge, durante la campaña de adquisiciones 1888/1889. Las primeras cinco columnas de texto, escritas sobre el reverso del papiro, fueron advertidas enseguida; el 30 de enero, es decir diez días después del anuncio oficial, aparece la editio princeps del fundamental tratado histórico-anticuario, al cuidado de Sir Frederic George Kenyon. En julio del mismo 1891 salía en Berlín la edición, con amplio aparato crítico al cuidado de Ulrico von Wilamowitz-Moellendorff y de Georg Kaibel. Al mismo tiempo aparecían numerosas ediciones en otros países (la de Haussoullier en París, la de Ferrini en Milán, etc.).
A partir de ese momento gran parte de los libros sobre Atenas debieron ser profundamente actualizados cuando no reescritos. Incluso el gran comentario de Johannes Classen a Tucídides, es decir la obra más importante sobre historia de Atenas, fue rehecha —la actualización se debió a Julius Steup— a la luz de los nuevos conocimientos. El fruto más importante de esta época fue Aristóteles und Athen de Wilamowitz (1893).
Por primera vez un libro proveniente de la forja intelectual más fecunda de la Atenas clásica, la escuela de Aristóteles, venía a llenar aquellas lagunas que Guicciardini lamentaba como habituales y casi inevitables en nuestro conocimiento de la Antigüedad, los datos de hecho:
Creo que todos los historiadores, sin excepción, se han equivocado en este punto, ya que han dejado de escribir muchas cosas que en sus tiempos eran ya conocidas, dándolas como conocidas por todos; por eso en las historias de los romanos, de los griegos y de todos los demás, se espera hoy la noticia en muchos ámbitos; por ejemplo acerca de la autoridad y diversidad de los magistrados, del orden del gobierno, de los modos de la milicia, de la grandeza de las ciudades y de muchas cosas similares, que en tiempos de quien escribió eran muy conocidas, y fueron omitidas por ellos.[93]
Con un poco de humor se podría decir que, por lo que respecta a la Atenas clásica, el hallazgo del tratado histórico-anticuario de Aristóteles ha ido al encuentro precisamente de esta precisa constatación de Giucciardini.
Acerca del nacimiento y desarrollo del imperio ateniense, teníamos una descripción sintética y sobria en el primer libro de Tucídides, al principio de su excursus sobre el medio siglo que transcurre entre la victoria de Salamina (480) y el estallido de la larga guerra contra Esparta y sus aliados (431). Allí Tucídides explica, en pocas palabras, cómo se había producido la deriva imperial de la alianza surgida en la estela de la victoria ateniense contra Persia.[94] Pero la atención del historiador y político se dirige sobre todo a la relación cada vez más desigual entre Atenas y sus aliados, y no a la paralela y consecuente transformación de «pueblo de Atenas» en clase privilegiada dentro de la realidad imperial, considerada en su funcionamiento complejo y orgánico.
Tucídides da eso por sobrentendido. Sí se refiere a ello, en cambio, en diversos puntos de su pamphlet dialogado, el autor del Sistema político ateniense. Su mirada se centra en el parasitismo del «pueblo ateniense» respecto de los recursos de la ciudad; los aliados, en cuanto víctimas, aparecen repetidamente, pero lo hacen sobre todo a propósito de la maquinaria judicial ateniense.[95] No falta una referencia al tributo pagado anualmente por los aliados,[96] pero la ventaja clara y concreta que el «pueblo ateniense» extrae de ello queda sobrentendida, como un dato obvio.
Esta extraordinaria y lúcida visión de un mundo desigual, en el que el «botín» derivado de la explotación de los aliados se reparte entre señores y pueblo, aparece como un largo parlamento, un verdadero tratado de sociología de la Atenas imperial, que Bdelicleón («Despreciacleón») pronuncia en Las avispas de Aristófanes (422 a. C.).[97] La cuestión había estado en el centro de la comedia de Aristófanes titulada Los babilonios (426 a. C.), que había dado al autor un público dominado por el temor hacia el poderoso Cleón, y cierto riesgo personal. Los aliados eran presentados como esclavos del «pueblo ateniense». No conocemos los detalles porque la comedia se perdió. En Las avispas, el análisis aparece diversificado según el distinto grado de ventaja que los grupos sociales extraen del imperio: al «pueblo ateniense» van las migajas; los privilegios mayores van a los «grandes»,[98] a los que ya son «ricos».
Bdelicleón. Considera, pues, que tú y todos tus colegas podríais enriqueceros sin dificultad, si no os dejaseis arrastrar por esos aduladores que están siempre alardeando de amor al pueblo. Tú, que imperas sobre mil ciudades desde la Cerdeña al Ponto, sólo disfrutas del miserable sueldo que te dan, y aun eso te lo pagan poco a poco, gota a gota, como aceite que se exprime de un vellón de lana; en fin, lo preciso para que no te mueras de hambre. Quieren que seas pobre, y te diré la razón: para que, reconociéndoles por tus bienhechores, estés dispuesto, a la menor instigación, a lanzarte como un perro furioso sobre cualquiera de sus enemigos. Como quieran, nada les será más fácil que alimentar al pueblo. ¿No tenemos mil ciudades tributarias? Pues impóngase a cada una la carga de mantener a veinte hombres y veinte mil ciudadanos vivirán deliciosamente, comiendo carne de liebre, llenos de toda clase de coronas, bebiendo la leche más pura, gozando, en una palabra, de todas las ventajas a que les dan derecho nuestra patria y el triunfo de Maratón. En vez de eso, como si fuerais jornaleros ocupados en recoger la aceituna, vais corriendo detrás de quien os paga el salario.[99]
Es un pasaje capital desde muchos puntos de vista. La mentalidad parasitaria del «pueblo ateniense», su férrea convicción de tener derecho a vivir a costa del imperio, de los súbditos, se manifiesta aquí con toda su brutalidad: «¿No tenemos mil ciudades tributarias? Pues impóngase a cada una la carga de mantener a veinte hombres y veinte mil ciudadanos vivirán deliciosamente, comiendo carne de liebre, etc.». Es muy significativa también la concepción según la cual el ciudadano singular ateniense es «amo» de las ciudades-aliadas-súbditas: «Tú, que imperas (ἄρχων) sobre mil ciudades, etc.»; así como la visión del salario, garantizado como un derecho, como efecto directo —también reducido al mínimo vital de la voracidad de los ricos—: «el miserable sueldo que te dan». Persuasión profundamente arraigada de un derecho adquirido, que es el homólogo de la persuasión no menos arraigada de un emblemático representante de la clase de los señores, Alcibíades, acerca del natural derecho al mando. Las primeras palabras que pronuncia, en la Historia de Tucídides, son: «Ciertamente, atenienses, me corresponde a mí más que a otros tener el mando […] y además creo que lo merezco.»[100] Y continúa: «En efecto, los griegos se han formado una idea de nuestra ciudad superior a su potencia real gracias a la magnificencia de la delegación que yo envié a Olimpia […]. Por otra parte, todo el brillo de que hago gala en la ciudad con mis coregias o con cualquier otro servicio, etc.». Al hacerle decir esto, Tucídides describe el sistema político ateniense mejor que cualquiera de las teorías generales sobre la «democracia». A lo largo de su intervención, Alcibíades lanza un ataque frontal a las pretensiones de «igualdad» con un argumento brutal: «aquel a quien le van mal las cosas no halla a nadie con quien dividir a partes iguales su infortunio»;[101] por tanto la división igualitaria es un concepto errado desde su raíz. Precisamente a esto se refiere Bdelicleón cuando intenta abrir los ojos de su padre, entregado seguidor del poderoso del momento (Cleón): «te lo pagan [el salario] poco a poco, gota a gota, como aceite que se exprime de un vellón de lana». Y explica: «Quieren que seas pobre, y te diré la razón: para que, reconociéndoles por tus bienhechores, estés dispuesto, a la menor instigación, a lanzarte como un perro furioso sobre cualquiera de sus enemigos». Es la lúcida descripción de un mecanismo, de la circularidad señores/pueblo que se verá en la obra cuando Alcibíades empuje al «pueblo» ya predispuesto a la campaña colonial-imperial contra Siracusa.[102]
En el parlamento de Bdelicleón destaca una cifra: «veinte mil ciudadanos vivirán deliciosamente, comiendo carne de liebre». Es la misma cifra que se ha podido leer, tras el hallazgo de la Constitución de los atenienses de Aristóteles, en referencia precisamente al uso del «tributo» aliado como alimento del «Estado social» ateniense: «Como había sugerido Arístides, dieron a la mayoría de los ciudadanos (τοῖς πολλοῖς) un fácil acceso al sustento (εὐπορίαν τροφῆς). Sucedía en efecto que de los tributos y de las tasas derivadas de los aliados fueron alimentadas más de veinte mil personas (πλείους ἢ δισμυρίους ἄνδρας τρέφεσθαι).»[103]
Aristóteles prosigue aportando los detalles que justifican y articulan esa cifra (20 000): de los 6000 jueces a los 1600 arqueros, de los 1200 jinetes a los 500 buleutas, de los 500 guardianes de los arsenales a los 50 guardianes de la Acrópolis, etc. Este memorable cuadro del «Estado social» ateniense ha sido relacionado con la prensa antiateniense;[104] del habitual Estesímbroto de Tasos —que fue el autor emblemático de la crítica aliada del sistema ateniense— al libro décimo de las Filípicas de Teopompo. No se puede pasar por alto la coincidencia sustancial con el genial parlamento de Bdelicleón. El nexo entre explotación del imperio y bienestar mínimo y generalizado del «pueblo ateniense» (es decir, su naturaleza de colectivo privilegiado de aquello que aparece también en la tradición antigua y moderna como el sujeto colectivo de la «democracia») queda definitivamente confirmado. «Una camarilla que se reparte el botín», según la cruda definición que Max Weber dio de la democracia antigua.[105]
Antes de que fueran descubiertos los papiros de la Constitución de los atenienses de Aristóteles, Alexis de Tocqueville había formulado la definición más opuesta a la retórica y más sustancialmente verídica, así como levemente irónica, del «sistema» ateniense. Partía para ello simplemente del dato demográfico: «Todos los ciudadanos participaban de los asuntos públicos, pero no eran más que 20 000 ciudadanos sobre más de 350 000 habitantes: todos los demás eran esclavos y desarrollaban la mayor parte de los trabajos y de las funciones que en nuestro tiempo corresponden al pueblo y a las clases medias». Este cuadro se basa, probablemente, en otro género de fuentes de información más que en el parlamento de Bdelicleón. En la base está la noticia de Ateneo[106] sobre el censo ateniense realizado en los tiempos de Demetrio de Falero (316-306 a. C.) conocida quizá a través de Hume o, mejor, de las lecciones de Volney en la École Normale.[107]
Tocqueville hace esta deducción: «Atenas, por lo tanto, con su suffrage universel,[108] no era, en el fondo (après tout), más que una república aristocrática en la que todos los nobles[109] tenían igual derecho al gobierno.»[110]
Esta original y fundamentada presentación de los datos implica un importante punto de encuentro con una parte de la historiografía de inspiración marxista que se desarrolló sobre todo en la segunda mitad del siglo XX, particularmente atenta a poner de relieve, contra la idealización acrítica de la antigüedad, la naturaleza esclavista de aquellas sociedades. Era una visión que ayudaba a poner en una perspectiva más ajustada el análisis de las dinámicas sociales y políticas de la «sociedad de los libres», evitando cortocircuitos, por ejemplo entre «pueblo de Atenas», plebs urbana de la Roma republicana y clase obrera europea de los siglos XIX y XX.[111]
Esta actitud crítica no fue vista favorablemente sino en todo caso con afectada suficiencia por parte de los estudiosos de la Antigüedad occidental, sacudida de su serenidad habitual por los efectos de la guerra fría, sublevada por el escolasticismo de los «colegas soviéticos» (para decirlo con unas célebres palabras de Arnaldo Momigliano). La necesidad de contrastar esa historiografía impulsó entonces a mejorar el nivel crítico (los meritorios estudios de Moses Finley y de tantos otros sobre muchas articulaciones y sobre diferentes estatutos de la condición esclavista en el mundo grecorromano), pero trajo además mucha palabrería sobre la intrínseca humanitas que habría civilizado incluso la relación amoesclavo. Sklaverei und Humanität es el título de un libro famoso del exracista Joseph Vogt, que pretendía ser la respuesta alemana-federal a la historiografía alemana-soviética; hoy, con justicia, ha caído en el olvido.
No nos aventuraremos a una reconstrucción analítica de esta apasionante página de la historia de la historiografía. Daremos, en todo caso, un perfil esquemático de las corrientes y de las opciones interpretativas más fecundas. Esta historia puede comenzar con los efectos historiográficos de las apropiaciones girondino-jacobinas (¡no sólo jacobinas!) de la Antigüedad clásica, y más específicamente con la inclinación jacobina por la ciudad antigua como sede emblemática del pouvoir social (además, obviamente, del aspecto ético: modelo de virtud, de elocuencia, etc.). La reacción a tal recuperación —que nacía, entre otras cosas, de la falta de otros modelos fuertes, útiles para dar un remoto fundamento histórico a la práctica y a la mentalidad revolucionaria— fue benéfica en el plano historiográfico; impulsó la dirección de una lectura no mitologizante y falsa de aquel mundo. Se comprende esto en las lecciones de Volney, que ya hemos evocado, y por otra parte en la historiografía británica tory, cuyo libro más importante, en este ámbito, es la History of Greece de William Mitford (1784-1810). Para Mitford, la democracia ateniense se basaba en el despotismo de la clase pobre, que volvía insegura incluso la propiedad privada y ponía en peligro el bienestar y la serenidad individual. Sintomático de los efectos desorientadores derivados de la recuperación jacobina, pero también de la carga polémica de los antagonistas, es el paralelo que Mitford instituía entre el Comité de Salud pública jacobino y el gobierno de los Treinta (Critias y compañía, líderes de la segunda oligarquía) en la Atenas de 404/403.[112]
La reacción más importante a la History of Greece de Mitford surgió de una operación no menos marcada por su tiempo, como fue la History of Greece de George Grote [1846-1856, pero el impulso para emprender el importante trabajo (12 volúmenes) se remontaba a la década de 1820]. Grote provenía de una familia de banqueros y su trabajo de historiador —precioso para nosotros, todavía hoy— se juzgaría, con los mezquinos parámetros académicos en boga en nuestros tiempos, como obra de un buen «diletante».[113] Su mundo intelectual era el del ala liberal más avanzada (whigs): fue diputado en la Cámara Baja desde 1832 hasta 1841 (nació en 1794); pero no menos importante es su cercanía al pensamiento utilitarista de Jeremy Bentham (y de los «reformadores sociales») y fue muy cercano a los dos Mill, padre e hijo, James y John Stuart. Memorables son sus batallas para hacer efectivamente significativo —si no propiamente democrático— el sufragio electoral. Batallas perdidas si se considera lo tardío de la fecha (1872) en que el mecanismo del voto se volvió efectivamente secreto en Gran Bretaña (Grote murió en 1871). Toda la reconstrucción de Grote, basada en un gran conocimiento de las fuentes antiguas, se sostiene sobre una orientación política favorable a la democracia: la Atenas de Pericles, pero también la de Cleón, son los hechos históricos a los que da mayor relevancia.
Los liberales radicales (en el umbral, en cierto modo, de la «reapropiación jacobina») reivindican Atenas, y su modelo, en cuanto democrática. Los conservadores al estilo de Mitford la rechazan por la misma razón.
En posición más reservada están los liberales antijacobinos, como el último Benjamin Constant, el del excesivamente valorado discurso De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos (1819). Su presupuesto, como queda claro ya en el título y en todo el aparato comparativo, es que la antigua idea de libertad, cualquiera que fuera la forma que asumiera, fue limitativa de los derechos individuales (en el centro de los cuales Constant pone, en posición preeminente, el derecho a disfrutar de la riqueza),[114] si no totalmente liberticida. Es célebre la página final sobre el choque que plantea entre «gobierno» y «riqueza», que culmina en la complaciente profecía: «vencerá la riqueza».[115] Pero Atenas le crea algunos problemas (es mucho más fácil «disparar» sobre la Espartacuartel del abate Mably). Por una parte, Constant es muy consciente de la crítica a lo Volney: «Sin los esclavos, veinte mil atenienses no hubieran podido deliberar todos los días en la plaza pública.»[116]
Al mismo tiempo, Constant tiene bien presente la consideración de Montesquieu (Esprit des Lois, libro II, cap. 6) de Atenas como «república comercial», que por tanto no educa en el ocio, como Esparta, sino en el trabajo. Por consiguiente, Atenas representa una excepción respecto del esquema que Constant está planteando, porque allí circula riqueza, y por eso —escribe— «entre todos los Estados antiguos, Atenas es el que resulta más semejante a los modernos». Pero Atenas es además la ciudad que condena a muerte a Sócrates, que encuentra culpables «a los generales de las Arginusas e impone a Pericles la rendición de cuentas [!]», y es por añadidura la ciudad donde rige el ostracismo. Aquí Constant evoca con horror: «Recuerdo que en 1802 se insinuó, en una ley sobre los tribunales especiales, un artículo que introducía en Francia el ostracismo griego; ¡y Dios sabe cuántos elocuentes oradores, para que se aceptara este artículo, que sin embargo fue rechazado, nos hablaron de la libertad de Atenas!»[117] Es la ciudad en que se practica la censura; y la víctima es nada menos que Sócrates. «Défions-nous, Messieurs, de cette admiration pour certaines réminiscences antiques!»[118] En definitiva, la polaridad que pretende instituir entre una libertad opresiva (es decir, la democracia antigua) y la libertad libre de los modernos (auspiciada por él y que, ingenuamente, creyó ver realizada en la Francia de Luis XVIII) se descompone cuando se trata de Atenas. Allí su teorema se desbarata, porque Atenas es las dos cosas a la vez, como se deduce, por otra parte, del epitafio perícleo-tucidídeo, si se sabe leerlo.
Sería interesante, aunque no es el tema que nos ocupa, seguir sistemáticamente los destinos historiográficos de estas lecturas opuestas.[119] La paradoja es que la opción pro o contra Atenas haya seguido manifestándose como contraposición político-ideal entre «derecha» e «izquierda». La crítica conservadora ha seguido insistiendo sobre la peligrosidad de la democracia ateniense, rozando incluso aspectos concretos como el funcionamiento parasitario de la soberanía popular ateniense, pero sin perder nunca de vista el radicalismo político moderno como proyección actual de ese modelo y verificación viviente de su negatividad (Eduard Meyer en la Geschichte des Altertums [18841—19072]; Beloch, Attische Politik seit Perikles [1884] y, más tarde, en la Griechische Geschichte [19162]; Wilamowitz en Staat und Gesellschaft der Griechen [19232] pero también en su apasionada adhesión a la visión y la crítica platónica de la política).[120] La crítica progresista al estilo de Grote o Glotz [1929-1938][121] ha provocado, por su parte, el mismo cortocircuito pero con opuesto espíritu. Incluso un Max Pohlenz formuló, reseñando el Platón de Wilamowitz, la imputación al gran libro de haber subvaluado el «liberalismo perícleo»;[122] una grieta en el victorioso y consolidado equívoco sobre el epitafio.
En el clima de Weimar, la divergencia se acentúa y se tiñe de colores aún más modernos. Hans Bogner, escritor de derechas, que se adherirá al nazismo, publica en 1930 un libro sobre Atenas, La democracia realizada (Die verwirklichte Demokratie), en el que las referencias a Wilamowitz (con el fin de ennoblecer su operación) son frecuentes, y cuyo sentido es en definitiva —y al amparo del ejemplo ateniense— que la democracia conduce, en su realización concreta, a la «dictadura del proletariado». En el polo opuesto, Democracia y lucha de clases en la Antigüedad (Demokratie und Klassenkampf im Altertum, 1921) de Arthur Rosenberg, exponente notorio del socialismo de izquierdas que más tarde confluiría en el partido comunista, traza un perfil de la democracia ateniense en términos de victoria del «partido del proletariado» y la consecuente instauración de un Estado social muy avanzado. Es suya la observación según la cual el «proletariado» ateniense, una vez en el poder, opta por la línea de «exprimir» (la imagen a la que recurre es la de la «vaca») a los ricos a través de las «liturgias» (financiación a cargo de los privados de iniciativas de relevancia y utilidad pública) en lugar de confiscarles los bienes («los medios de producción»). Se puede pensar también que, en Rosenberg, esta relectura en términos positivos de los elementos que llevaban a los historiadores de inspiración conservadora a hablar —a propósito de Atenas— de antiguo jacobinismo (Mitford) o de antigua «troisième République» (por ejemplo Meyer o también Drerup, Aus einer alten Advokatenrepublik. Demosthenes und seine Zeit, Schöningh, Paderborn, 1916) o de antiguo para-bolchevismo (Bogner), nace asimismo de una reacción intencionada contra sus propias raíces de discípulo de Meyer y, más tarde, profesor independiente en la órbita de la Universidad de Berlín.
En esta reacción, que es también un ajuste de cuentas con el propio pasado, Rosenberg realiza esfuerzos notables para cuadrar la visión positivamente progresista de la democracia ateniense con la realidad, que sin duda no le era en absoluto ajena, de la explotación imperial como fundamento del bienestar, y por tanto también de los «experimentos sociales» de la ciudad. No resulta superfluo dar aquí una idea de este intento de reconstrucción, del cual no es difícil captar los puntos débiles, que siempre va acompañado de solidez y capacidad divulgativa.[123]
Pero también se consideraba no propietarios a los niveles más bajos de la burguesía: artesanos pobres que se ganaban la vida sin aprendices, o bien campesinos paupérrimos cuya finca era apenas suficiente para sostener a la propia familia. En una comedia de la época sale como personaje popular un vendedor ambulante de salchichas. Quien conoce las condiciones del Sur en la actualidad sabe que incluso hoy abundan los buhoneros y vendedores ambulantes de este tipo. En la antigua Atenas, por descontado, esta gente era considerada no propietaria, aunque no se viese forzada a vender su propia fuerza de trabajo a cambio de remuneración. Ya antes hemos destacado que la división entre no propietarios y propietarios se basaba en el criterio de la posibilidad mayor o menor que el ciudadano tenía de procurarse el equipo para el servicio en el ejército. Con el término «proletario» en lo que se refiere a Roma, y su equivalente tetes, en lo que hace a Atenas, los antiguos no comprendían exclusivamente a los jornaleros, sino a los no propietarios.
Hay un escritor antiguo que nos informa exhaustivamente sobre las actividades de la Atenas de su tiempo. Nos referimos a Plutarco y a su «Vida de Pericles». Por Plutarco sabemos que una parte considerable del pueblo obtenía su remuneración de las grandes construcciones levantadas en tiempos de Pericles (445-432). Se trataba de albañiles, escultores, canteros, fundidores, tintoreros, orfebres, talladores de marfil, pintores, decoradores, grabadores; además de todos aquellos que se encargaban de la búsqueda de los materiales de construcción, es decir, mercaderes, marineros y contramaestres, para la vía marítima, y después cocheros, carreteros, postillones, cordeleros, tejedores de lino, curtidores, constructores de carreteras. Cada una de esas actividades, a su vez, al igual que el capitán de un ejército, ponía en acción masas de jornaleros y obreros manuales para su propio servicio, por lo cual, personas de toda edad y de cualquier oficio tomaban parte en el trabajo, compartiendo el bienestar que se conseguía. Y, como si lo tuviésemos ante los ojos, podemos imaginarnos las «masas de jornaleros y obreros manuales atenienses» despertar paulatinamente también a la política empujados por todo lo que bullía a su alrededor. El grado de instrucción de los trabajadores era relativamente elevado. Ya hacia 500 a. C. casi todos los atenienses, incluidos los pobres, sabían leer y escribir. Es verdad que no existían escuelas estatales, pero las escuelas privadas eran muy baratas y por poco dinero todo el mundo mandaba a sus propios hijos a un maestro para que les enseñara a escribir. La participación en las asambleas populares, en las que, con absoluta publicidad, se discutían los asuntos políticos que estaban a la orden del día, contribuía a instruir también a los pobres, y cuando los maestros artesanos, miembros del Consejo o de las comisiones, relataban en casa o en la barbería sus actividades o sus impresiones, los trabajadores se ponían a escuchar y se formaban su propia idea. También el desarrollo de la escuadra contribuyó considerablemente al crecimiento de la autoconciencia proletaria. Durante el periodo de la aristocracia tan sólo los caballeros llevaban armas y también la república burguesa se había pronunciado por un ejército basado en los propietarios. Pero año tras años se advirtió, cada vez más, que la fuerza de Atenas se basaba en la marina y no en el ejército de tierra. Sin el apoyo de la escuadra, el imperio se habría hundido de inmediato y junto con él su capacidad de traer el bienestar. Los treinta mil remeros necesarios para movilizar la escuadra no podían ser todos suministrados por el proletariado ateniense. No existían tantos proletarios. Por tanto, para cada salida en misión de la escuadra era necesario contratar una gran cantidad de remeros no atenienses. De todas formas el núcleo central de las tripulaciones estaba formado por los miles de ciudadanos pobres, y en particular por aquellos que ya en tiempo de paz faenaban en la mar: marineros y contramaestres, etc. Todos ellos podrían considerarse los auténticos fundadores y el sostén del imperio ateniense, desde el momento que, en tiempo de paz, eran ellos mismos quienes creaban el bienestar de los ricos mediante el trabajo de sus manos y, durante la guerra, lo defendían. Y así fue desarrollándose, en estas masas, la aspiración a gobernar directamente el Estado que les debía su existencia.
Durante los años sesenta del siglo V toda la población de Atenas se aglutinó alrededor de un partido unitario con el fin de apoderarse del poder político. Al frente está Efialtes, un hombre sobre cuya personalidad sabemos desgraciadamente bastante poco, pero que ciertamente debe ser considerado una de las mayores inteligencias políticas de la Antigüedad. Bastaba, en el fondo, con una sola disposición para derrocar el orden existente y sustituir con el poder del proletariado el de la burguesía. Se debía eliminar el principio según el cual la actividad desarrollada por el Consejo y los tribunales se consideraba meramente honorífica. En cuanto a un miembro del Consejo o a un juez popular le fuese asignada una paga diaria que le permitiese vivir, habrían caído las barreras que hasta entonces habían mantenido a los proletarios alejados de una participación activa en la vida pública. Sólo así se había salvaguardado, verdaderamente, el principio de la elección por sorteo, introducido por la república burguesa. Pues, en todas las circunscripciones del Estado, los ciudadanos pobres eran más numerosos que los ricos, y la mera aplicación del sorteo habría impuesto necesariamente en el Consejo y en los tribunales una mayoría de pobres. Una vez alcanzado este objetivo, todo lo demás habría caído por su propio peso.
Llegados a este punto, debemos aclarar de inmediato los contenidos reales de las aspiraciones políticas del proletariado ateniense; no es concebible, en este caso, una voluntad de realizar el socialismo. La exigencia de un sistema socialista sólo puede aparecer en presencia de la gran empresa industrializada, por completo inexistente en Atenas. Allí, muchos centenares de pequeñas empresas que empleaban de uno a veinte obreros no podían ser puestas en manos de la colectividad, ya que no se habría podido crear ninguna organización que estuviese capacitada para dirigir estas pequeñas empresas después de su adquisición por parte del Estado. ¿Y qué habría sido de los muchos maestros artesanos a los que tal medida habría convertido en parados? La idea de la socialización de las empresas y de las industrias habría sido irrealizable, por lo tanto, en Atenas, y nunca fue aventurada por ningún estadista ateniense. Sólo las minas eran desde tiempos inmemoriales propiedad del Estado, que la arrendaba a empresarios. Por tanto, la conquista del poder político no podía tener como consecuencia directa la socialización, sino que aspiraba a mejorar indirectamente la situación económica de los trabajadores. Qué caminos recorrió el proletariado ateniense para alcanzar este fin es algo que trataremos más adelante. Por lo que respecta, en fin, a la economía agrícola, la gran propiedad no estaba muy extendida dentro del Estado ateniense; predominaba sin duda la pequeña y mediana propiedad agrícola; por tanto, en las particulares condiciones de Atenas, ni una socialización ni una división del latifundio habrían producido cambios sustanciales. Se daban en cambio condiciones que, precisamente en la Antigüedad, suscitaron con frecuencia poderosas aspiraciones a revolucionar las relaciones de propiedad en los campos.
Si no aspiraban al socialismo, los proletarios atenienses pensaban aún menos en la abolición de la esclavitud. Ya antes hemos destacado que no existía más que de manera muy irrelevante un sentimiento de solidaridad entre los griegos libres y los esclavos importados de países bárbaros. De todos modos, el proletariado ateniense, apenas hubo asumido el poder, se preocupó de garantizar por ley a los esclavos un trato más humano, y esta medida queda para gloria perenne de los ciudadanos pobres de Atenas. La total abolición de la esclavitud habría sido de escasa utilidad práctica para los ciudadanos pobres. Por lo que respecta a Atenas no tenemos noticia de que existiese paro entre los libres y, como explicaremos más adelante, los salarios de los trabajadores libres cualificados fueron suficientemente elevados durante el periodo de la dictadura del proletariado; por tanto, no se puede suponer que con una eventual abolición de la esclavitud hubiesen aumentado.[124]
Las interpretaciones menos modernizadoras de Volney y Tocqueville no tuvieron demasiada fortuna, precisamente por ser poco útiles cuando el choque entre las interpretaciones del pasado se convirtió, debido a la fuerza sugestiva de la experiencia viviente, en parte no secundaria de un conflicto actual, a la vez cultural y político.
La senda que Tocqueville había indicado con mano ligera y de modo incidental fue reemprendida por Max Weber. A lo largo de toda su obra, la ciudad antigua retorna como problema. Esa reflexión sobre la ciudad antigua no puede separarse de su polémica con Meyer y con la perdurable presencia de cierto clasicismo arcaico. Con Weber la democracia ateniense vuelve a ser el vértice de una pirámide fundada sobre la explotación de recursos que la entera comunidad «democrática» se reparte: «Tomada en su conjunto», observa en la Historia de la economía, «la democracia ciudadana de la Antigüedad es una cofradía política. Los impuestos, los pagos de las ciudades confederadas eran sencillamente divididos entre los ciudadanos […]. La ciudad pagaba con los ingresos de su actividad política los espectáculos teatrales, las asignaciones de grano y las retribuciones por los servicios judiciales y por la participación en la asamblea popular.»[125]
En Wirtschaft und Gesellschaft, su obra más significativa, también póstuma, este lúcido diagnóstico alcanza mayor amplitud. Nos referimos a un extenso pasaje en el que el lector podrá captar también un motivo que en un contexto bien distinto (una «conferencia de guerra» de la primavera de 1918) Wilamowitz había desarrollado con mirada extendida al conjunto de las sociedades antiguas: el de la génesis militar de la ciudadanía, es decir del ciudadano-soldado como fundamento de la polis y de modo más general de la comunidad arcaica:[126]
Resumiendo, podemos decir que la antigua polis constituyó, tras la creación de la disciplina de los hoplitas, una corporación de guerreros. Cualquier ciudad que quisiera seguir una política activa de expansión en el continente debía seguir, en mayor o menor medida, el ejemplo de los espartanos, es decir, formar ejércitos de hoplitas adiestrados escogidos entre los ciudadanos. Incluso Argos y Tebas crearon en la época de su expansión contingentes de guerreros especializados —en Tebas, ligados a los vínculos de confraternidad personal—. Las ciudades que no poseyeran tropas de este tipo, como Atenas y la mayor parte de las demás, quedaban constreñidas, sobre el terreno, a la posición defensiva. Después de la caída de los linajes [γένη], los hoplitas ciudadanos constituyeron la clase decisiva entre los ciudadanos de pleno derecho. Este estrato no encuentra ninguna analogía ni en la Edad Media ni en otras épocas. También las ciudades griegas distintas de Esparta tenían, en medida más o menos importante, el carácter de un campamento militar permanente. Por eso, a principios de la polis de los hoplitas, las ciudades habían desarrollado un creciente aislamiento respecto del exterior, en antítesis con la amplia libertad de movimientos de la época de Hesíodo; con frecuencia había limitaciones al carácter enajenable de los lotes de guerra. Pero esta institución desapareció por largo tiempo en la mayor parte de las ciudades, y se volvió completamente superflua cuando asumieron importancia predominante los mercenarios reclutados o bien, en las ciudades portuarias, el servicio en la flota. Pero también entonces el servicio militar fue, en última instancia, decisivo para el dominio político de la ciudad, y ésta conservó el carácter de una corporación militar. Hacia el exterior, fue precisamente la democracia radical de Atenas quien apoyaba esa política expansionista que, abrazando Egipto y Sicilia, era extraordinaria en relación con el limitado número de sus habitantes. Hacia el interior la polis, en cuanto grupo militar, era absolutamente soberana. La ciudadanía disponía a su albedrío del individuo singular en todos los aspectos. La mala administración doméstica, especialmente el despilfarro del lote de tierra heredado (los bona paterna avitaque de la fórmula de interdicción romana), el adulterio, la mala educación de los hijos, el maltrato de los padres, la impiedad, la presunción —es decir, en general, todo comportamiento que ponía en peligro la disciplina y el orden militar y ciudadano, y que podía excitar la cólera de los dioses contra la polis— eran duramente castigados, a pesar de la famosa afirmación de Pericles en la oración fúnebre de Tucídides, según la cual en Atenas cada cual podía vivir como quería.[127]
El más weberiano de los historiadores del siglo XX que trabajaron sobre la Grecia antigua fue sin duda Moses Finley. Le debemos mucho, en casi todos los campos que se refieren a la realidad económica y social del mundo griego: de la propiedad territorial en el Ática a las variadas y diversificadas formas de esclavitud en el llamado helenismo periférico, a la comprensión plena de la distinción entre esclavitud-mercancía (la vigente en la «moderna» sociedad ática) y la esclavitud de tipo hilota («feudal»), a la identificación de los diversos estatus «a medias entre libertad y esclavitud». Sin la enseñanza de Weber, la obra de Finley sería inconcebible. Por eso sorprende que se aparte de Weber precisamente en la lectura de la política ateniense. El mito positivo de esa «democracia» obra también en Finley en muchos de sus escritos de su última etapa, dedicados al aspecto político de la Atenas clásica: ante todo en Democracy, Ancient and Modern, donde encontramos una serena relectura de los momentos más embarazosos de esa historia:
Lo que sucede en Atenas a finales del siglo V no se repite en ninguna otra parte porque sólo Atenas ofrecía la necesaria combinación de elementos: soberanía popular, un grupo amplio y activo de pensadores vigorosamente originales y las experiencias únicas provocadas por la guerra. Se trata precisamente de las condiciones que atrajeron hacia Atenas a las mejores mentes de Grecia, y que durante un tiempo la pusieron en una situación particularmente precaria. Atenas pagó un precio terrible: la mayor democracia griega se volvió famosa ante todo por haber condenado a muerte a Sócrates y por haber criado a Platón, el más fuerte y radical moralista antidemocrático que el mundo haya conocido.[128]
Es imposible no oír en estas palabras, así como en general en la revalorización finleyana del modelo de Atenas, el eco de la «caza de brujas» de la América macartista, de la que el propio Finley fue víctima.
El mito de Atenas es en verdad inagotable. No sería superfluo el intento de indicar aquí los libros y las orientaciones de pensamiento que lo han alimentado, en contraste quizá con otros «mitos»: es el del espartano-dórico, por ejemplo, que ha sido declinado ya sea en la variante austero-igualitaria (por el abate Mably y por una parte del jacobinismo culto)[129] ya sea en la variante «racial» (de los Dorier de Karl Otfried Müller al Píndaro de Wilamowitz).[130] Pero no se puede olvidar otro mito de Atenas, asimismo embarazoso: el de los teóricos sudistas americanos durante la guerra de Secesión, el «modelo ateniense de Charleston»[131] que ha tenido un inesperado Nachleben en Sudáfrica (Haarhoff: ¡el mito de la «Grecia capta» y la defensa «blanda» del apartheid!).
Una última consideración debería referirse a dos personajes que han encarnado, a su vez mitificados y abusivamente explotados por la historiografía, el mito de Atenas: Pericles y Demóstenes. En síntesis muy resumida, se podría observar una diferencia: el mito de Pericles se ha alimentado de la búsqueda de una ascendencia remota de formas políticas definibles como «democráticas». En cambio, el mito de Demóstenes ha tenido (desde los tiempos en los que Fichte incitaba a Alemania, o mejor dicho a Prusia, a la guerra de liberación del opresor Bonaparte y Jacobs traducía, con alusiones al presente, Olínticas y Filípicas) una estrecha relación con el nacionalismo en el sentido de reivindicación de la nación frente a la opresión extranjera. Ello ha dado vida a la perdurable visión de un Demóstenes campeón de la «libertad» y ha engendrado a su vez una transformación indebida del «héroe» Demóstenes incluso en un campeón de la democracia ateniense en cuanto régimen de libertad. Esta distorsión choca, como es evidente, con su concreta acción política, con sus expresiones de áspera intolerancia hacia otras líneas políticas distintas de la suya y con su manifiesta inclinación a dar rienda suelta a un autócrata como Filipo. Libertad es para él independencia de toda hegemonía externa.
Sólo en una fase muy juvenil de su carrera de Berufspolitiker —para usar un término estimado por el Wilamowitz de Staat un Gesellschaft der Griechen—, Demóstenes blande, también él, la retórica tradicional sobre Atenas como jefe de filas de la democracia: «todas las democracias se vuelven hacia nosotros, etc.». («Por la libertad de los rodios»). Pero en la «Tercera filípica», en el pasaje sobre la hegemonía, el predominio ateniense está en el mismo nivel del espartano: la libertad es, por tanto, para él la autonomía respecto de potencias externas con un surplus de aspiración hegemónica.
Acerca del equívoco entre las dos libertades —aquella que rige en el interior y la que respecta al predominio de una potencia exterior— ha crecido y prosperado un mito dentro del mito: el de Demóstenes. Pero legítimamente y con interpretación sustancialmente veraz Clemenceau (en su Démosthène, 1926) identificó su propio papel de líder de la reconquista militar antialemana con Demóstenes.
Demóstenes fue uno de los primeros en pagar las consecuencias del «descubrimiento», fundamentalmente prusiano, del helenismo. No fue sin embargo un proceso del todo lineal. Por ejemplo, pocos años antes de Droysen, la oratoria demosténica se había situado como alimento (oratorio) del renacimiento, en el sentido antifrancés, de la «nación alemana» (Fichte, Jacobs). En ese momento, en tal perspectiva, Napoleón correspondía a Filipo de Macedonia mientras Prusia en lucha contra él y epicentro de un renacimiento nacional de toda (o casi) Alemania se correspondía con Atenas de Demóstenes. El hecho de que un siglo más tarde (1914/1915) Wilamowitz exaltase precisamente las Freiheitskriege de los tiempos de Fichte y de Jacobs para llamar a los alemanes a la lucha contra la Entente es sólo uno de los innumerables aspectos de la inagotable «ironía de la historia». Por otra parte, sería una nueva generación de historiadores prusianos (K. J. Beloch, sobre todo) quienes tacharan el libro de Droysen de «sensiblería».
La contraposición Demóstenes/soberanos macedonios tenía una matriz remota. Estaba presente ya en la obra historiográfica de Teopompo de Quíos, el gran historiador de Filipo, quien le había atribuido a éste el rango y el papel de «hombre más grande que Europa haya producido», allí donde enfocaba a Demóstenes bajo una luz muy negativa, en ese décimo libro de las Historias filípicas, que gozó asimismo de gran difusión autónoma bajo el título de «De los demagogos de Atenas».
Vitalidad de un mito de cariz eminentemente ideológico: la polaridad Demóstenes/soberanos macedonios se volvió aún más viva en la época nazi. Baste considerar las reacciones al Demosthenes de Werner Jaeger (1938). No hay que olvidar que el título exacto de la obra está en inglés (The Origin and Growth of His Policy): ello explica por qué el libro avanza extensamente hacia Queronea (338 a. C.), y sólo de pasada se considera la última fase, es decir, los quince años que transcurren hasta la muerte de Alejandro y del mismo Demóstenes.
Apenas publicado en California (1938) y en Berlín (1939), el Demosthenes fue objeto de dos importantes reseñas, respectivamente a la edición estadounidense y a la alemana: de Kurt von Fritz (American Historial Review, 44, 1939) y de Helmut Berve (Göttingische Gelehrte Anzeigen, 202, noviembre de 1940). Esencial y políticamente conforme con el pensamiento de Jaeger la primera; muy dura, por momentos sarcástica, pero muy analítica, la segunda.
La tesis central de Jaeger va a contracorriente —escribía Von Fritz, desde hacía ya tiempo exiliado de la Alemania nazi—: está persuadido de la sustancial justicia de la política demosténica («si los atenienses no hubieran seguido sus consejos el éxito habría sido seguro»). Pero la revalorización de la concreción política de Demóstenes, con frecuencia presentado como un soñador o a lo sumo como un vendido a Persia, se apartaba mucho del diagnóstico dominante (Droysen, Beloch). «Beloch», escribe von Fritz, «representante insigne de la visión positivista de la historia, en la introducción a la Griechische Geschichte ataca con vehemencia la opinión según la cual es el “gran hombre” quien hace la historia. Según él, los cambios históricos son producto de tendencias subconscientes de las masas anónimas. Por tanto, un hombre que se contraponía a la tendencia general de su tiempo (tendencia que —en el caso de la época de Demóstenes— condujo de la ciudad-Estado griega a la monarquía helenística) le parecía una figura insuficiente, precisamente en el terreno de la inteligencia política». A lo que agregaba: en la Alemania de hoy los historiadores piensan de nuevo que es el gran hombre («the hero, the leader») quien hace la historia, «y el juicio a quien se opone al hombre del destino (en el caso de Demóstenes, Filipo de Macedonia) se ha ido volviendo cada vez más áspero» (p. 583). Sin embargo —ironizaba—, el héroe, si no encontrara oposición, no podría «display his heroism».
La extensa intervención de Berve, encaminada más que nunca a la progresión de su propia carrera académica bajo el Tercer Reich, es un auténtico acto de acusación. Desprecia el libro tildándolo de «una serie de conferencias», y ridiculiza la pretensión de Jaeger de ponerse en la estela de los intérpretes de Demóstenes que fueron asimismo «hombres de acción». El ataque se dirige ante todo a demoler la imagen «demasiado positiva» de la Atenas del siglo IV; admitir la presencia de fuerzas morales en la Atenas del siglo IV significa —para Berve— colocar «las aspiraciones políticas» de Demóstenes bajo una luz errónea. Jaeger es abiertamente acusado de aceptar la equivocada visión demosténica de los macedonios como no griegos (pp. 466-467). Naturalmente, Filipo está en el centro de la demostración, y Berve asegura que el origen griego de la «estirpe» de Filipo estaba irrefutablemente anclada “in seinem Griechentum”. Jaeger está “ligado” (“befangen”) “a la óptica demosténica”, a pesar de la “dura crítica” a la que Droysen y Beloch habían sometido la obra de ese político (p. 468). Los nombres de Droysen y Beloch reaparecen en diversas ocasiones y el principal reproche hacia Jaeger es precisamente el de haberse apartado de la ya consolidada tratadística sobre la política demosténica, desarrollada por la “deutsche Geschichtswissenschaft” (p. 471). No menos duro es Fritz Taeger sobre Gnomon de 1941, cuya reseña se cierra un tanto abruptamente con la pregunta —formulada a su vez por Droysen— acerca de si en verdad Demóstenes, incluso en su siempre exaltada “Tercera filípica”, puede ser definido como “patriota”, y no más bien como partidario de la política persa. No es superfluo recordar que en el mismo año del Demosthenes de Jaeger había salido en Múnich el Filipo de F. R. Wüst, en armonía con la valoración prusiana del soberano.
La discusión sobre Demóstenes y Filipo, convertida casi en una metáfora de los conflictos actuales, se había desarrollado asimismo en Italia. El Demostene de Piero Treves (1933) y el Filippo il Macedone (1934) de Arnaldo Momigliano dan buena cuenta de esta polaridad. Precisamente del ambiente del fascismo cultural italiano surgió el ataque más duro contra Jaeger: la larga y áspera reseña escrita por Gennaro Perrotta para la revista del ministro de Educación Nacional Giuseppe Bottai, Primato.[132] Allí se lo acusa de “clasicismo”, de haber consagrado a Demóstenes un “culto heroico”, y se define el libro de Jaeger como una prueba de la funesta inmortalidad del clasicismo»; Piero Treves es escarnecido como autor de «un incoherente librito sobre Demóstenes y la libertad de los griegos», vilipendiado el concepto de libertad como autonomía, exaltada la «necesidad y racionalidad de la historia», que está en la base del triunfo de Filipo contra la «libertad mezquinamente municipal de Atenas». Todo ello en nombre de Droysen, de Beloch y de la verdadera política «que no abusa de la retórica». El tono es intensa y nítidamente político: Treves, como judío, había tenido que exiliarse en Inglaterra por las leyes raciales de 1938, y la guerra hitleriana estaba haciendo estragos en la «libertad como autonomía». No carece de significado el hecho de que, en la traducción italiana del Demostene de Jaeger (Einaudi, 1942), el autor y colaborador de Calogero haya quedado en el anonimato.
Es preciso preguntarse acerca de la génesis de esta polaridad. En concomitancia con el «descubrimiento», o invención, droyseniano del helenismo (precisamente en el volumen de 1833, centrado en la figura de Alejandro), había tenido lugar la subversión del tradicional predominio de Demóstenes sobre su adversario histórico. Tradicional predominio basado en la noción de «libertad» como independencia de un poder extranjero. En el momento en que Filipo tomaba ventaja historiográfica, el primado de la libertad cedía el paso a la «nación» y, más tarde, con el hijo de Filipo, al imperio-cosmópolis regido por los dos pueblos «guías» (griegos e iranios). Era éste un nuevo modo de leer esos acontecimientos epocales, y era susceptible de degeneraciones e incluso de acercarse peligrosamente a las simpatías «arias». Se puede decir, de todos modos, que, si bien había precedentes, fue Droysen quien llevó a cabo este giro; y es innegable que tal giro repercute en el clima posterior a la «Freiheitskriege», con todo lo que de ello se deriva en términos de centralidad prusiana. (El último Droysen se consagró al estudio de la historia prusiana). Un giro drástico, entonces, aunque bastante tardío. Surge por tanto la pregunta: ¿por qué, a pesar de que los vencedores fueron los macedonios y a pesar precisamente de que gracias a ellos y a sus instituciones culturales (Alejandría, etc.) la cultura griega se salvaron en los siglos que precedieron a la hegemonía romana, al fin fue la imagen de Demóstenes la que prevaleció, así como la de la Atenas clásica? Haría falta, milenios más tarde, un Droysen para invertir esa perspectiva y lanzar la visión del helenismo como una época positiva, como larga fase positiva de la Weltgeschichte. (En el nunca realizado proyecto droyseniano, el helenismo era considerado en su desarrollo histórico al menos hasta el islam).
«No es Demóstenes quien debe ser conocido [en la escuela] por sus discursos efímeros y sus argumentos de papel contra Alejandro Magno, sino Alejandro, el fundador de esa civilización de la que han derivado el cristianismo y la organización estatal augusta». Este famoso pensamiento de Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff se lee en su intervención en la Schulkonferenz berlinesa (6-8 de junio de 1900), convocada por Guillermo II para impulsar una reforma educativa radical.[133] A pesar de su apariencia iconoclasta («¡no podemos renunciar a Demóstenes!», replicaron los profesores de secundaria), esa intervención respondía a un cliché: el de la exaltación del helenismo y de su verdadero fundador, Alejandro. Hay, en efecto, elementos que resaltan en las palabras que hemos recordado. Por ejemplo: ¿por qué Wilamowitz, intelectualmente alejado del cristianismo,[134] exalta a Alejandro porque habría «preparado» el cristianismo? Evidentemente es un homenaje a Droysen. Aún más: ¿cómo puede afirmar que «la organización» del imperio de Alejandro constituyó un modelo para el de Augusto? Wilamowitz hace suya una exaltación radical de Alejandro como factor espiritual y político destinado a un gran futuro —creador del helenismo—, y menosprecia a Demóstenes (¡«discursos efímeros y argumentos de papel»!), como símbolo de todo cuanto el helenismo borró: en primer lugar, la vieja y mezquina mentalidad del estrecho horizonte «ciudadano».
La restauración de la superioridad de la Atenas clásica se debió esencialmente a los romanos. Fueron los romanos quienes para dominar en verdad el Mediterráneo debieron derrotar no sólo a Aníbal sino sobre todo a la férrea y bien armada monarquía macedonia; fueron ellos quienes «degradaron» al «enemigo», y quienes exaltaron —en una mezcla de idealización literaria y esterilización política— a Atenas, su mito y su centralidad. Degradaron a los macedonios en favor de su propio papel imperial e inventaron, podría decirse, el «clasicismo», del que Atenas era el focus: es decir, lo contrario del helenismo. El hecho de que Atenas pudiera volverse a la vez un modelo políticamente peligroso, como cuando el cesaricida Marco Bruto enrolaba «republicanos» (uno de los cuales sería el pobre Horacio) entre la juventud estudiosa que frecuentaba las escuelas de la ciudad-museo, no constituía un verdadero peligro. En los tiempos de Sila ya se había visto lo que los romanos eran capaces de hacer en Atenas si ésta se mostraba militarmente molesta, como sucedió en el último estremecimiento de autonomía política, cuando Atenas se alineó con Mitrídates. El mito literario-museístico de Atenas, cuna del clasicismo, estaba vivo y florecía aún en los tiempos de Adriano. La inclinación de César, y la de Antonio, en favor de la última monarquía helenística, la de Cleopatra, no hacían mella en la elección fundamental. Si Cicerón traducía la Corona demosténica, en las escuelas de retórica se elaboraban declamationes que exorcizaban a Alejandro por no haber querido superar los límites del mundo.[135]
La cultura griega nos ha llegado —como es sabido— a través de los romanos, a través de su filtro. Esto ayuda a comprender por qué, en la literatura que ha sobrevivido, a la masiva exaltación de la Atenas clásica no se le opone ninguna corriente contraria que alabe quizá el helenismo, o bien el papel histórico de los macedonios en la mezcla oriental-occidental con todas las consecuencias de sobra conocidas. Conocemos la alternativa historiográfica impostada por Trogo (Historiae philippecae) a través del autor de su epítome; leemos el elogio de Filipo elaborado por Teopompo (FGrHist 115 F 27) a través de la áspera crítica de Polibio (VIII, 9 [11], 1-4). Éste, en efecto, como buen ideólogo del papel imperial e histórico de Roma, desmonta, despedaza y escarnece como contradictorio el memorable juicio de Filipo de Macedonia, en el que Teopompo trataba de aunar, aunque fueran antitéticos, la alta valoración histórico-política y el duro juicio moral sobre Filipo, «el hombre más grande que Europa haya dado». Hasta Droysen, fue Polibio quien prevaleció.
 [93] Francesco Giucciardini, Ricordi, 143. <<
[94] Tucídides, I, 98-99. <<
[95] [Jenofonte], Athenaion Politeia, I, 14-16. <<
[96] [Jenofonte], Athenaion Politeia, II, 1; III, 2; III, 5. <<
[97] Aristófanes, Las avispas, 698-712. <<
[98] «Gordo» (παχύς) es exactamente el término adoptado por Aristófanes para indicar a los ricos: La paz, 639; Los caballeros, 1139; Las avispas, 287. <<
[99] Aristófanes, Las avispas. <<
[100] Tucídides, VI, 16, 1: Καὶ προσήκει μοι μᾶλλον ἑτέρων, ὦ ᾿Αθηναῖοι, ἄρχειν […], καὶ ἄξιος ἅμα νομίζω εἶναι. <<
[101] Tucídides, VI, 16, 4. <<
[102] De la que, burlonamente, dirá Aspasia en el antiepitafio del Menéxeno que había sido una cruzada por la «libertad» (Platón, Menéxeno, 242e-243a). <<
[103] Aristóteles, Athenaion Politeia, 24, 3. <<
[104] Hay amplia información sobre este punto en el comentario de Rhodes (Oxford, 1981), p. 301. <<
[105] Véase más abajo § 5. <<
[106] Deipnosofistas, VI, 272b-d: «21 000 ciudadanos, 10 000 metecos, 400 000 esclavos [fuente Ctesicles: FGrHist 245 F 1].» <<
[107] David Hume había manifestado su escepticismo acerca de la cifra de esclavos (Of the Popoulousness of Ancient Nations), y fue seguido en ello por Letronne en su Mémoire sur la population de l’Attique (1822) y por muchos otros, hasta Beloch, Die Bevölkerung der griechisch-römischen Welt (1886, pp. 89-90); pero no por August Boeckh en la Economía pública de los atenienses (18171), con el desacuerdo de Moses Finley (Ancient Slavery and Modern Ideology, 1980, p. 79). Las cifras de Ateneo, confirmadas inequívocamente por el fr. 29 Jensen de Hipérides relativo a la propuesta de liberación de ciento cincuenta mil esclavos después de Queronea, fueron adoptadas y utilizadas con inteligencia por Constantin François Volney en su Leçons d’Histoire (1795) en la École Normal de París (véase la ed. Garnier, 1980, p. 141). <<
[108] Graciosa definición en términos decimonónicos de la práctica asamblearia. <<
[109] Es obvio que nobles aplicado a los hombres del pueblo de Aristófanes es irónico, en especial viniendo del conde de Tocqueville. <<
[110] De la démocratie en Amérique, II, 1840, parte I, cap. 15. <<
[111] El propio Marx había manifestado, en alguna ocasión, su rechazo y sarcasmo respecto de los cortocircuitos antiguo-presente habituales en la retórica jacobina. <<
[112] History of Greece, V, cap. 21. <<
[113] Tal vez porque con frecuencia los académicos estudian sin prestar atención más que a la titulografía. <<
[114] Es una notable coincidencia con la crítica de Mitford a la democracia ateniense. <<
[115] «On échappe au pouvoir en le trompant; pour obtenir les faveurs de la richesse, il faut la servir; celle-ci doit l’emporter» (de Oeuvres politiques de Benjamin Constant, ed. de C. Louandre, París, 1874, p. 281). <<
[116] Ibídem, p. 266. Acerca de este punto, Madame de Staël era más jovial: «Aristophane», escribe en el capítulo «De la Comédie», en el tomo II de De l’Allemagne, «vivait sous un gouvernement tellement républicain, que l’on y communiquait tout au peuple, et que les affaires publiques passaient facilement de la place publique au théatre» (ed. Flammarion, II, p. 32). Cicerón —también él incómodo frente al modelo de Atenas— deplora duramente la libertad de palabra de la comedia ática: «¡Plauto», dice, «no se hubiera permitido nada por el estilo con los Escipiones!» (De Republica, IV, 11). <<
[117] Ed. cit., p. 275. En cambio en Grote (III, pp. 128-130) el tono, cuando se trata del ostracismo, es tenue. <<
[118] Ibídem, p. 278. Una admonición que, junto con otras motivaciones más profundas, recoge Max Weber en la polémica con Eduard Meyer; cfr. M. Weber, Il metodo delle scienze storico-sociale, Einaudi, Turín, 1958, pp. 198-199 [trad. esp.: La acción social: ensayos metodológicos, Edicions 62, Barcelona, 1984]. <<
[119] Para una orientación general de los perfiles de algunas personalidades eminentes, se puede ver: C. Ampolo, Storie greche. La formaciones della moderna storiografia suglo anticho Greci, Einaudi, Turín, 1997. <<
[120] No sólo en el Platón (1919) sino también en el más popular Der griechische und der platonische Staatsgedanke (1919). <<
[121] Histoire grecque, en el ámbito de Histoire générale, PUF, París. Sobre Glotz y su «simpatía por la democracia ateniense en la línea de Duruy y Grote, tanto como para caracterizarla con los ideales de la Revolución Francesa», cfr. Ampolo, Storie greche, op. cit., p. 104. <<
[122] «Göttingische Gelehrte Anzeigen», 183, 1921, p. 18 [= Kleine Schriften, I, Olms, Hildesheim, 1965, p. 576]. <<
[123] El opúsculo estaba pensado para las universidades populares; de allí el tono y el estilo. <<
[124] A. Rosenberg, Demokratie und Klassenkampft in Altertum, Velhagen & Klansing, Bielefeld, 1921 [trad. esp.: Democracia y lucha de clases en la antigüedad, prólogo, traducción y notas de Joaquín Miras Albarrán, Barcelona, El Viejo Topo, 2006, pp. 80-84]. <<
[125] M. Weber, Historia económica: lineamientos de una historia universal de la economía y de la sociedad. La expresión que usa Weber es «Bürgerzunft» (p. 284 del original). Análogo concepto desarrolla Weber en la quinta parte de Economía y sociedad, donde describe el funcionamiento de esta corporación de ciudadanos que es la democracia antigua, atendiendo a fuentes de primera importancia como el Pseudo-Jenofonte, Sobre el sistema político ateniense, I, 16, a propósito de los procesos de los aliados que se deben celebrar en Atenas, o bien Tucídides, I, 99, a propósito de la sustitución del impuesto a la participación paritaria de los aliados en la flota federal (Max Weber Gesamtausgabe, parte I, vol. 22.5, J. C. B. Mohr, Tubinga, 1999, p. 290). <<
[126] U. von Wilamowitz-Moellendorff, Volk und Heer in den Staaten des Altertums, en Reden und Vorträge, II, Weidmann, Berlín, 19264, pp. 56-73. <<
[127] Max Weber, Wirtschaft und Gesellschaft [1922]. <<
[128] The Ancient Greeks, 1963. <<
[129] Véase además el prefacio de G. F. Gianotti a Le tavole di Licurgo (Sellerio, Palermo, 1985). <<
[130] Para no mencionar la formulación extrema de tal modo de ver Esparta: «el más luminoso ejemplo de Estado de base racial de la historia humana», según una definición hitleriana registrada en el volumen Hitler’s Table Talk, 1941-1942, Londres, 19732, p. 116. <<
[131] Ideologie del classicismo, Einaudi, Turín, 1980, pp. 26-30. Sobre John Caldwell Calhoun, véase asimismo M. Salvadori, Potere e libertà nel mondo moderno. John C. Calhoun: un genio imbarazzante, Laterza, Roma-Bari, 1996. Sobre Haarhoff, que es citado aquí a continuación, cfr. Ideologie del classicismo, p. 267. <<
[132] A. III, 22, 15 de noviembre de 1942. <<
[133] Verhandlungen über Fragen des höheren Unterrichts, Halle, 1901, p. 90. <<
[134] Lo afirma en la autobiografía latina editada hace unos años por W. M. Calder, «Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff: An Unpublished Latin Autobiography», en Antike und Abendland, 27, 1981, pp. 34-51 [= ídem, Studies in the Modern History of Classical Scholarship, Jovene, Nápoles, 1984, pp. 147-164]. Por otra parte, en el Griechisches Lesebuch (1902) Wilamowitz dedica amplio espacio al Nuevo Testamento. <<
[135] Séneca, Suasoriae, I; cfr. también Controversiae, VII, 7, 19. <<
[136] Esquilo, Agamenón, 438-442 [trad. esp. de Vicente López Soto, La Orestiada, Juventud, Barcelona 1980, pp. 37-38]. <<


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