El 19 de enero de 1891 el Times de Londres anuncia el
descubrimiento de la Constitución de los
atenienses (Αθηναίων Πολιτεία) de Aristóteles. Se trataba de cuatro
fragmentos de rollo adquiridos, en representación del British Museum, por E. A.
T. W. Budge, durante la campaña de adquisiciones 1888/1889. Las primeras cinco
columnas de texto, escritas sobre el reverso del papiro, fueron advertidas
enseguida; el 30 de enero, es decir diez días después del anuncio oficial,
aparece la editio princeps del
fundamental tratado histórico-anticuario, al cuidado de Sir Frederic George Kenyon. En julio del mismo 1891 salía en Berlín
la edición, con amplio aparato crítico al cuidado de Ulrico von
Wilamowitz-Moellendorff y de Georg Kaibel. Al mismo tiempo aparecían numerosas
ediciones en otros países (la de Haussoullier en París, la de Ferrini en Milán,
etc.).
A partir de ese momento gran
parte de los libros sobre Atenas debieron ser profundamente actualizados cuando
no reescritos. Incluso el gran comentario de Johannes Classen a Tucídides, es
decir la obra más importante sobre historia de Atenas, fue rehecha —la
actualización se debió a Julius Steup— a la luz de los nuevos conocimientos. El
fruto más importante de esta época fue Aristóteles
und Athen de Wilamowitz (1893).
Por primera vez un libro
proveniente de la forja intelectual más fecunda de la Atenas clásica, la
escuela de Aristóteles, venía a llenar aquellas lagunas que Guicciardini
lamentaba como habituales y casi inevitables en nuestro conocimiento de la
Antigüedad, los datos de hecho:
Creo que todos los historiadores,
sin excepción, se han equivocado en este punto, ya que han dejado de escribir
muchas cosas que en sus tiempos eran ya conocidas, dándolas como conocidas por
todos; por eso en las historias de los romanos, de los griegos y de todos los
demás, se espera hoy la noticia en
muchos ámbitos; por ejemplo acerca de la autoridad y diversidad de los
magistrados, del orden del gobierno, de los modos de la milicia, de la grandeza
de las ciudades y de muchas cosas similares, que en tiempos de quien escribió
eran muy conocidas, y fueron omitidas por ellos.[93]
Con un poco de humor se podría
decir que, por lo que respecta a la Atenas clásica, el hallazgo del tratado
histórico-anticuario de Aristóteles ha ido al encuentro precisamente de esta
precisa constatación de Giucciardini.
Acerca del nacimiento y
desarrollo del imperio ateniense, teníamos una descripción sintética y sobria
en el primer libro de Tucídides, al principio de su excursus sobre el medio siglo que transcurre entre la victoria de
Salamina (480) y el estallido de la larga guerra contra Esparta y sus
aliados (431). Allí Tucídides explica, en pocas palabras, cómo se había
producido la deriva imperial de la alianza surgida en la estela de la victoria
ateniense contra Persia.[94] Pero la atención del historiador y
político se dirige sobre todo a la relación cada vez más desigual entre Atenas
y sus aliados, y no a la paralela y consecuente transformación de «pueblo de
Atenas» en clase privilegiada dentro de la realidad imperial, considerada en su
funcionamiento complejo y orgánico.
Tucídides da eso por
sobrentendido. Sí se refiere a ello, en cambio, en diversos puntos de su pamphlet dialogado, el autor del Sistema político ateniense. Su mirada se
centra en el parasitismo del «pueblo ateniense» respecto de los recursos de la
ciudad; los aliados, en cuanto víctimas, aparecen repetidamente, pero lo hacen
sobre todo a propósito de la maquinaria judicial ateniense.[95] No
falta una referencia al tributo pagado anualmente por los aliados,[96]
pero la ventaja clara y concreta que el «pueblo ateniense» extrae de ello queda
sobrentendida, como un dato obvio.
Esta extraordinaria y lúcida
visión de un mundo desigual, en el que el «botín» derivado de la explotación de
los aliados se reparte entre señores y pueblo, aparece como un largo parlamento,
un verdadero tratado de sociología de la Atenas imperial, que Bdelicleón
(«Despreciacleón») pronuncia en Las
avispas de Aristófanes (422
a . C.).[97] La cuestión había estado en
el centro de la comedia de Aristófanes titulada Los babilonios (426
a . C.), que había dado al autor un público dominado
por el temor hacia el poderoso Cleón, y cierto riesgo personal. Los aliados
eran presentados como esclavos del «pueblo ateniense». No conocemos los
detalles porque la comedia se perdió. En Las
avispas, el análisis aparece diversificado
según el distinto grado de ventaja que los grupos sociales extraen del imperio:
al «pueblo ateniense» van las migajas; los privilegios mayores van a los
«grandes»,[98] a los que ya son «ricos».
Bdelicleón. Considera, pues, que tú y todos
tus colegas podríais enriqueceros sin dificultad, si no os dejaseis arrastrar
por esos aduladores que están siempre alardeando de amor al pueblo. Tú, que
imperas sobre mil ciudades desde la Cerdeña al Ponto, sólo disfrutas del
miserable sueldo que te dan, y aun eso te lo pagan poco a poco, gota a gota,
como aceite que se exprime de un vellón de lana; en fin, lo preciso para que no
te mueras de hambre. Quieren que seas pobre, y te diré la razón: para que,
reconociéndoles por tus bienhechores, estés dispuesto, a la menor instigación,
a lanzarte como un perro furioso sobre cualquiera de sus enemigos. Como
quieran, nada les será más fácil que alimentar al pueblo. ¿No tenemos mil
ciudades tributarias? Pues impóngase a cada una la carga de mantener a veinte
hombres y veinte mil ciudadanos vivirán deliciosamente, comiendo carne de
liebre, llenos de toda clase de coronas, bebiendo la leche más pura, gozando,
en una palabra, de todas las ventajas a que les dan derecho nuestra patria y el
triunfo de Maratón. En vez de eso, como si fuerais jornaleros ocupados en
recoger la aceituna, vais corriendo detrás de quien os paga el salario.[99]
Es un pasaje capital desde muchos
puntos de vista. La mentalidad parasitaria del «pueblo ateniense», su férrea
convicción de tener derecho a vivir a costa del imperio, de los súbditos, se
manifiesta aquí con toda su brutalidad: «¿No tenemos mil ciudades tributarias?
Pues impóngase a cada una la carga de mantener a veinte hombres y veinte mil
ciudadanos vivirán deliciosamente, comiendo carne de liebre, etc.». Es muy
significativa también la concepción según la cual el ciudadano singular
ateniense es «amo» de las ciudades-aliadas-súbditas: «Tú, que imperas (ἄρχων)
sobre mil ciudades, etc.»; así como la visión del salario, garantizado como un
derecho, como efecto directo —también reducido al mínimo vital de la voracidad
de los ricos—: «el miserable sueldo que te dan». Persuasión profundamente
arraigada de un derecho adquirido, que es el homólogo de la persuasión no menos
arraigada de un emblemático representante de la clase de los señores,
Alcibíades, acerca del natural derecho al mando. Las primeras palabras que
pronuncia, en la Historia de
Tucídides, son: «Ciertamente, atenienses, me corresponde a mí más que a otros
tener el mando […] y además creo que lo merezco.»[100] Y continúa:
«En efecto, los griegos se han formado una idea de nuestra ciudad superior a su
potencia real gracias a la magnificencia de la delegación que yo envié a
Olimpia […]. Por otra parte, todo el brillo de que hago gala en la ciudad con
mis coregias o con cualquier otro servicio, etc.». Al hacerle decir esto,
Tucídides describe el sistema político ateniense mejor que cualquiera de las teorías
generales sobre la «democracia». A lo largo de su intervención, Alcibíades
lanza un ataque frontal a las pretensiones de «igualdad» con un argumento
brutal: «aquel a quien le van mal las cosas no halla a nadie con quien dividir
a partes iguales su infortunio»;[101] por tanto la división igualitaria es un concepto
errado desde su raíz. Precisamente a esto se refiere Bdelicleón cuando intenta
abrir los ojos de su padre, entregado seguidor del poderoso del momento
(Cleón): «te lo pagan [el salario] poco a poco, gota a gota, como aceite que se
exprime de un vellón de lana». Y explica: «Quieren que seas pobre, y te diré la
razón: para que, reconociéndoles por tus bienhechores, estés dispuesto, a la
menor instigación, a lanzarte como un perro furioso sobre cualquiera de sus
enemigos». Es la lúcida descripción de un mecanismo, de la circularidad
señores/pueblo que se verá en la obra cuando Alcibíades empuje al «pueblo» ya
predispuesto a la campaña colonial-imperial contra Siracusa.[102]
En el parlamento de Bdelicleón
destaca una cifra: «veinte mil ciudadanos vivirán deliciosamente, comiendo
carne de liebre». Es la misma cifra que se ha podido leer, tras el hallazgo de
la Constitución de los atenienses de
Aristóteles, en referencia precisamente al uso del «tributo» aliado como
alimento del «Estado social» ateniense: «Como había sugerido Arístides, dieron
a la mayoría de los ciudadanos (τοῖς πολλοῖς) un fácil acceso al sustento
(εὐπορίαν τροφῆς). Sucedía en efecto que de los tributos y de las tasas
derivadas de los aliados fueron alimentadas más de veinte mil personas (πλείους
ἢ δισμυρίους ἄνδρας τρέφεσθαι).»[103]
Aristóteles prosigue aportando
los detalles que justifican y articulan esa cifra (20 000): de los 6000
jueces a los 1600 arqueros, de los 1200 jinetes a los 500 buleutas, de los 500
guardianes de los arsenales a los 50 guardianes de la Acrópolis, etc. Este
memorable cuadro del «Estado social» ateniense ha sido relacionado con la
prensa antiateniense;[104] del habitual Estesímbroto de Tasos —que
fue el autor emblemático de la crítica aliada del sistema ateniense— al libro
décimo de las Filípicas de Teopompo.
No se puede pasar por alto la coincidencia sustancial con el genial parlamento
de Bdelicleón. El nexo entre explotación del imperio y bienestar mínimo y generalizado
del «pueblo ateniense» (es decir, su naturaleza de colectivo privilegiado de
aquello que aparece también en la tradición antigua y moderna como el sujeto
colectivo de la «democracia») queda definitivamente confirmado. «Una camarilla
que se reparte el botín», según la cruda definición que Max Weber dio de la
democracia antigua.[105]
Antes de que fueran descubiertos
los papiros de la Constitución de los
atenienses de Aristóteles, Alexis de Tocqueville había formulado la
definición más opuesta a la retórica y más sustancialmente verídica, así como
levemente irónica, del «sistema» ateniense. Partía para ello simplemente del
dato demográfico: «Todos los ciudadanos participaban de los asuntos públicos,
pero no eran más que 20 000 ciudadanos sobre más de 350 000
habitantes: todos los demás eran esclavos y desarrollaban la mayor parte de los
trabajos y de las funciones que en nuestro tiempo corresponden al pueblo y a
las clases medias». Este cuadro se basa, probablemente, en otro género de fuentes
de información más que en el parlamento de Bdelicleón. En la base está la
noticia de Ateneo[106] sobre el censo ateniense realizado en los
tiempos de Demetrio de Falero (316-306 a . C.) conocida quizá a través de Hume
o, mejor, de las lecciones de Volney en la École Normale.[107]
Tocqueville hace esta deducción:
«Atenas, por lo tanto, con su suffrage
universel,[108] no era, en el fondo (après tout), más que una república aristocrática en la que todos
los nobles[109] tenían igual derecho al gobierno.»[110]
Esta original y fundamentada
presentación de los datos implica un importante punto de encuentro con una
parte de la historiografía de inspiración marxista que se desarrolló sobre todo
en la segunda mitad del siglo XX, particularmente atenta a poner de relieve,
contra la idealización acrítica de la antigüedad, la naturaleza esclavista de
aquellas sociedades. Era una visión que ayudaba a poner en una perspectiva más
ajustada el análisis de las dinámicas sociales y políticas de la «sociedad de
los libres», evitando cortocircuitos, por ejemplo entre «pueblo de Atenas», plebs urbana de la Roma republicana y
clase obrera europea de los siglos XIX y XX.[111]
Esta actitud crítica no fue vista
favorablemente sino en todo caso con afectada suficiencia por parte de los estudiosos
de la Antigüedad occidental, sacudida de su serenidad habitual por los efectos
de la guerra fría, sublevada por el escolasticismo de los «colegas soviéticos»
(para decirlo con unas célebres palabras de Arnaldo Momigliano). La necesidad
de contrastar esa historiografía impulsó entonces a mejorar el nivel crítico
(los meritorios estudios de Moses Finley y de tantos otros sobre muchas
articulaciones y sobre diferentes estatutos de la condición esclavista en el
mundo grecorromano), pero trajo además mucha palabrería sobre la intrínseca humanitas que habría civilizado incluso
la relación amoesclavo. Sklaverei und
Humanität es el título de un libro famoso del exracista Joseph Vogt, que
pretendía ser la respuesta alemana-federal a la historiografía alemana-soviética;
hoy, con justicia, ha caído en el olvido.
No nos aventuraremos a una
reconstrucción analítica de esta apasionante página de la historia de la
historiografía. Daremos, en todo caso, un perfil esquemático de las corrientes
y de las opciones interpretativas más fecundas. Esta historia puede comenzar
con los efectos historiográficos de las apropiaciones girondino-jacobinas (¡no
sólo jacobinas!) de la Antigüedad clásica, y más específicamente con la
inclinación jacobina por la ciudad antigua como sede emblemática del pouvoir social (además, obviamente, del
aspecto ético: modelo de virtud, de elocuencia, etc.). La reacción a tal
recuperación —que nacía, entre otras cosas, de la falta de otros modelos
fuertes, útiles para dar un remoto fundamento histórico a la práctica y a la
mentalidad revolucionaria— fue benéfica en el plano historiográfico; impulsó la
dirección de una lectura no mitologizante y falsa de aquel mundo. Se comprende
esto en las lecciones de Volney, que ya hemos evocado, y por otra parte en la
historiografía británica tory, cuyo
libro más importante, en este ámbito, es la History
of Greece de William Mitford (1784-1810). Para Mitford, la democracia
ateniense se basaba en el despotismo de la clase pobre, que volvía insegura
incluso la propiedad privada y ponía en peligro el bienestar y la serenidad
individual. Sintomático de los efectos desorientadores derivados de la
recuperación jacobina, pero también de la carga polémica de los antagonistas,
es el paralelo que Mitford instituía entre el Comité de Salud pública jacobino
y el gobierno de los Treinta (Critias y compañía, líderes de la segunda
oligarquía) en la Atenas de 404/403.[112]
La reacción más importante a la History of Greece de Mitford surgió de
una operación no menos marcada por su tiempo, como fue la History of Greece de George Grote [1846-1856, pero el impulso
para emprender el importante trabajo (12 volúmenes) se remontaba a la década de
1820]. Grote provenía de una familia de banqueros y su trabajo de historiador
—precioso para nosotros, todavía hoy— se juzgaría, con los mezquinos parámetros
académicos en boga en nuestros tiempos, como obra de un buen «diletante».[113]
Su mundo intelectual era el del ala liberal más avanzada (whigs): fue diputado en la Cámara Baja desde 1832 hasta 1841 (nació
en 1794); pero no menos importante es su cercanía al pensamiento utilitarista
de Jeremy Bentham (y de los «reformadores sociales») y fue muy cercano a los
dos Mill, padre e hijo, James y John Stuart. Memorables son sus batallas para
hacer efectivamente significativo —si no propiamente democrático— el sufragio
electoral. Batallas perdidas si se considera lo tardío de la fecha (1872) en
que el mecanismo del voto se volvió efectivamente secreto en Gran Bretaña
(Grote murió en 1871). Toda la reconstrucción de Grote, basada en un gran
conocimiento de las fuentes antiguas, se sostiene sobre una orientación
política favorable a la democracia: la Atenas de Pericles, pero también la de
Cleón, son los hechos históricos a los que da mayor relevancia.
Los liberales radicales (en el
umbral, en cierto modo, de la «reapropiación jacobina») reivindican Atenas, y
su modelo, en cuanto democrática. Los
conservadores al estilo de Mitford la rechazan por la misma razón.
En posición más reservada están
los liberales antijacobinos, como el último Benjamin Constant, el del
excesivamente valorado discurso De la
libertad de los antiguos comparada con la de los modernos (1819). Su
presupuesto, como queda claro ya en el título y en todo el aparato comparativo,
es que la antigua idea de libertad, cualquiera que fuera la forma que asumiera,
fue limitativa de los derechos individuales (en el centro de los cuales
Constant pone, en posición preeminente, el derecho a disfrutar de la riqueza),[114]
si no totalmente liberticida. Es célebre la página final sobre el choque que
plantea entre «gobierno» y «riqueza», que culmina en la complaciente profecía:
«vencerá la riqueza».[115] Pero Atenas le crea algunos problemas (es
mucho más fácil «disparar» sobre la Espartacuartel del abate Mably). Por una
parte, Constant es muy consciente de la crítica a lo Volney: «Sin los esclavos,
veinte mil atenienses no hubieran podido deliberar todos los días en la plaza
pública.»[116]
Al mismo tiempo, Constant tiene
bien presente la consideración de Montesquieu (Esprit des Lois, libro II, cap. 6) de Atenas como «república
comercial», que por tanto no educa en el ocio, como Esparta, sino en el
trabajo. Por consiguiente, Atenas representa una excepción respecto del esquema
que Constant está planteando, porque allí circula riqueza, y por eso —escribe—
«entre todos los Estados antiguos, Atenas es el que resulta más semejante a los
modernos». Pero Atenas es además la ciudad que condena a muerte a Sócrates, que
encuentra culpables «a los generales de las Arginusas e impone a Pericles la
rendición de cuentas [!]», y es por añadidura la ciudad donde rige el
ostracismo. Aquí Constant evoca con horror: «Recuerdo que en 1802 se insinuó,
en una ley sobre los tribunales especiales, un artículo que introducía en
Francia el ostracismo griego; ¡y Dios sabe cuántos elocuentes oradores, para
que se aceptara este artículo, que sin embargo fue rechazado, nos hablaron de
la libertad de Atenas!»[117] Es la ciudad en que se practica la
censura; y la víctima es nada menos que Sócrates. «Défions-nous, Messieurs, de
cette admiration pour certaines réminiscences antiques!»[118] En
definitiva, la polaridad que pretende instituir entre una libertad opresiva (es decir, la democracia antigua) y la libertad libre de los modernos
(auspiciada por él y que, ingenuamente, creyó ver realizada en la Francia de
Luis XVIII) se descompone cuando se trata de Atenas. Allí su teorema se
desbarata, porque Atenas es las dos cosas a la vez, como se deduce, por otra
parte, del epitafio perícleo-tucidídeo, si se sabe leerlo.
Sería interesante, aunque no es
el tema que nos ocupa, seguir sistemáticamente los destinos historiográficos de
estas lecturas opuestas.[119] La paradoja es que la opción pro o
contra Atenas haya seguido manifestándose como contraposición político-ideal
entre «derecha» e «izquierda». La crítica conservadora ha seguido insistiendo
sobre la peligrosidad de la democracia ateniense, rozando incluso aspectos
concretos como el funcionamiento parasitario de la soberanía popular ateniense,
pero sin perder nunca de vista el radicalismo político moderno como proyección
actual de ese modelo y verificación viviente de su negatividad (Eduard Meyer en
la Geschichte des Altertums [18841—19072];
Beloch, Attische Politik seit Perikles
[1884] y, más tarde, en la Griechische
Geschichte [19162]; Wilamowitz en Staat und Gesellschaft der Griechen [19232] pero también
en su apasionada adhesión a la visión y la crítica platónica de la política).[120]
La crítica progresista al estilo de Grote o Glotz [1929-1938][121]
ha provocado, por su parte, el mismo cortocircuito pero con opuesto espíritu.
Incluso un Max Pohlenz formuló, reseñando el Platón de Wilamowitz, la imputación al gran libro de haber
subvaluado el «liberalismo perícleo»;[122] una grieta en el
victorioso y consolidado equívoco sobre el epitafio.
En el clima de Weimar, la
divergencia se acentúa y se tiñe de colores aún más modernos. Hans Bogner,
escritor de derechas, que se adherirá al nazismo, publica en 1930 un libro
sobre Atenas, La democracia realizada
(Die verwirklichte Demokratie), en el que las referencias a Wilamowitz (con
el fin de ennoblecer su operación) son frecuentes, y cuyo sentido es en
definitiva —y al amparo del ejemplo ateniense— que la democracia conduce, en su
realización concreta, a la «dictadura del proletariado». En el polo opuesto, Democracia y lucha de clases en la
Antigüedad (Demokratie und Klassenkampf im Altertum, 1921) de Arthur
Rosenberg, exponente notorio del socialismo de izquierdas que más tarde
confluiría en el partido comunista, traza un perfil de la democracia ateniense
en términos de victoria del «partido del proletariado» y la consecuente
instauración de un Estado social muy avanzado. Es suya la observación según la
cual el «proletariado» ateniense, una vez en el poder, opta por la línea de
«exprimir» (la imagen a la que recurre es la de la «vaca») a los ricos a través
de las «liturgias» (financiación a cargo de los privados de iniciativas de
relevancia y utilidad pública) en lugar de confiscarles los bienes («los medios
de producción»). Se puede pensar también que, en Rosenberg, esta relectura en
términos positivos de los elementos que llevaban a los historiadores de
inspiración conservadora a hablar —a propósito de Atenas— de antiguo
jacobinismo (Mitford) o de antigua «troisième République» (por ejemplo Meyer o
también Drerup, Aus einer alten
Advokatenrepublik. Demosthenes und seine Zeit, Schöningh,
Paderborn, 1916) o de antiguo para-bolchevismo (Bogner), nace asimismo de
una reacción intencionada contra sus propias raíces de discípulo de Meyer y,
más tarde, profesor independiente en la órbita de la Universidad de Berlín.
En esta reacción, que es también
un ajuste de cuentas con el propio pasado, Rosenberg realiza esfuerzos notables
para cuadrar la visión positivamente progresista de la democracia ateniense con
la realidad, que sin duda no le era en absoluto ajena, de la explotación
imperial como fundamento del bienestar, y por tanto también de los
«experimentos sociales» de la ciudad. No resulta superfluo dar aquí una idea de
este intento de reconstrucción, del cual no es difícil captar los puntos
débiles, que siempre va acompañado de solidez y capacidad divulgativa.[123]
Pero también se consideraba no
propietarios a los niveles más bajos de la burguesía: artesanos pobres que se
ganaban la vida sin aprendices, o bien campesinos paupérrimos cuya finca era
apenas suficiente para sostener a la propia familia. En una comedia de la época
sale como personaje popular un vendedor ambulante de salchichas. Quien conoce
las condiciones del Sur en la actualidad sabe que incluso hoy abundan los
buhoneros y vendedores ambulantes de este tipo. En la antigua Atenas, por
descontado, esta gente era considerada no propietaria, aunque no se viese
forzada a vender su propia fuerza de trabajo a cambio de remuneración. Ya antes
hemos destacado que la división entre no propietarios y propietarios se basaba
en el criterio de la posibilidad mayor o menor que el ciudadano tenía de
procurarse el equipo para el servicio en el ejército. Con el término
«proletario» en lo que se refiere a Roma, y su equivalente tetes, en lo que hace a Atenas, los antiguos no comprendían
exclusivamente a los jornaleros, sino a los no propietarios.
Hay un escritor antiguo que nos
informa exhaustivamente sobre las actividades de la Atenas de su tiempo. Nos
referimos a Plutarco y a su «Vida de Pericles». Por Plutarco sabemos que una
parte considerable del pueblo obtenía su remuneración de las grandes
construcciones levantadas en tiempos de Pericles (445-432). Se trataba de
albañiles, escultores, canteros, fundidores, tintoreros, orfebres, talladores
de marfil, pintores, decoradores, grabadores; además de todos aquellos que se
encargaban de la búsqueda de los materiales de construcción, es decir,
mercaderes, marineros y contramaestres, para la vía marítima, y después
cocheros, carreteros, postillones, cordeleros, tejedores de lino, curtidores,
constructores de carreteras. Cada una de esas actividades, a su vez, al igual
que el capitán de un ejército, ponía en acción masas de jornaleros y obreros
manuales para su propio servicio, por lo cual, personas de toda edad y de
cualquier oficio tomaban parte en el trabajo, compartiendo el bienestar que se
conseguía. Y, como si lo tuviésemos ante los ojos, podemos imaginarnos las
«masas de jornaleros y obreros manuales atenienses» despertar paulatinamente
también a la política empujados por todo lo que bullía a su alrededor. El grado
de instrucción de los trabajadores era relativamente elevado. Ya hacia 500 a . C. casi todos los
atenienses, incluidos los pobres, sabían leer y escribir. Es verdad que no
existían escuelas estatales, pero las escuelas privadas eran muy baratas y por
poco dinero todo el mundo mandaba a sus propios hijos a un maestro para que les
enseñara a escribir. La participación en las asambleas populares, en las que,
con absoluta publicidad, se discutían los asuntos políticos que estaban a la
orden del día, contribuía a instruir también a los pobres, y cuando los
maestros artesanos, miembros del Consejo o de las comisiones, relataban en casa
o en la barbería sus actividades o sus impresiones, los trabajadores se ponían
a escuchar y se formaban su propia idea. También el desarrollo de la escuadra
contribuyó considerablemente al crecimiento de la autoconciencia proletaria.
Durante el periodo de la aristocracia tan sólo los caballeros llevaban armas y
también la república burguesa se había pronunciado por un ejército basado en
los propietarios. Pero año tras años se advirtió, cada vez más, que la fuerza
de Atenas se basaba en la marina y no en el ejército de tierra. Sin el apoyo de
la escuadra, el imperio se habría hundido de inmediato y junto con él su
capacidad de traer el bienestar. Los treinta mil remeros necesarios para
movilizar la escuadra no podían ser todos suministrados por el proletariado
ateniense. No existían tantos proletarios. Por tanto, para cada salida en
misión de la escuadra era necesario contratar una gran cantidad de remeros no
atenienses. De todas formas el núcleo central de las tripulaciones estaba
formado por los miles de ciudadanos pobres, y en particular por aquellos que ya
en tiempo de paz faenaban en la mar: marineros y contramaestres, etc. Todos
ellos podrían considerarse los auténticos fundadores y el sostén del imperio
ateniense, desde el momento que, en tiempo de paz, eran ellos mismos quienes
creaban el bienestar de los ricos mediante el trabajo de sus manos y, durante
la guerra, lo defendían. Y así fue desarrollándose, en estas masas, la
aspiración a gobernar directamente el Estado que les debía su existencia.
Durante los años sesenta del
siglo V toda la población de Atenas se aglutinó alrededor de un partido
unitario con el fin de apoderarse del poder político. Al frente está Efialtes,
un hombre sobre cuya personalidad sabemos desgraciadamente bastante poco, pero
que ciertamente debe ser considerado una de las mayores inteligencias políticas
de la Antigüedad. Bastaba, en el fondo, con una sola disposición para derrocar
el orden existente y sustituir con el poder del proletariado el de la
burguesía. Se debía eliminar el principio según el cual la actividad
desarrollada por el Consejo y los tribunales se consideraba meramente
honorífica. En cuanto a un miembro del Consejo o a un juez popular le fuese
asignada una paga diaria que le permitiese vivir, habrían caído las barreras
que hasta entonces habían mantenido a los proletarios alejados de una
participación activa en la vida pública. Sólo así se había salvaguardado,
verdaderamente, el principio de la elección por sorteo, introducido por la
república burguesa. Pues, en todas las circunscripciones del Estado, los
ciudadanos pobres eran más numerosos que los ricos, y la mera aplicación del
sorteo habría impuesto necesariamente en el Consejo y en los tribunales una
mayoría de pobres. Una vez alcanzado este objetivo, todo lo demás habría caído
por su propio peso.
Llegados a este punto, debemos
aclarar de inmediato los contenidos reales de las aspiraciones políticas del
proletariado ateniense; no es concebible, en este caso, una voluntad de
realizar el socialismo. La exigencia de un sistema socialista sólo puede
aparecer en presencia de la gran empresa industrializada, por completo
inexistente en Atenas. Allí, muchos centenares de pequeñas empresas que
empleaban de uno a veinte obreros no podían ser puestas en manos de la
colectividad, ya que no se habría podido crear ninguna organización que
estuviese capacitada para dirigir estas pequeñas empresas después de su
adquisición por parte del Estado. ¿Y qué habría sido de los muchos maestros
artesanos a los que tal medida habría convertido en parados? La idea de la
socialización de las empresas y de las industrias habría sido irrealizable, por
lo tanto, en Atenas, y nunca fue aventurada por ningún estadista ateniense.
Sólo las minas eran desde tiempos inmemoriales propiedad del Estado, que la
arrendaba a empresarios. Por tanto, la conquista del poder político no podía
tener como consecuencia directa la socialización, sino que aspiraba a mejorar
indirectamente la situación económica de los trabajadores. Qué caminos recorrió
el proletariado ateniense para alcanzar este fin es algo que trataremos más
adelante. Por lo que respecta, en fin, a la economía agrícola, la gran
propiedad no estaba muy extendida dentro del Estado ateniense; predominaba sin
duda la pequeña y mediana propiedad agrícola; por tanto, en las particulares
condiciones de Atenas, ni una socialización ni una división del latifundio
habrían producido cambios sustanciales. Se daban en cambio condiciones que,
precisamente en la Antigüedad, suscitaron con frecuencia poderosas aspiraciones
a revolucionar las relaciones de propiedad en los campos.
Si no aspiraban al socialismo,
los proletarios atenienses pensaban aún menos en la abolición de la esclavitud.
Ya antes hemos destacado que no existía más que de manera muy irrelevante un
sentimiento de solidaridad entre los griegos libres y los esclavos importados
de países bárbaros. De todos modos, el proletariado ateniense, apenas hubo
asumido el poder, se preocupó de garantizar por ley a los esclavos un trato más
humano, y esta medida queda para gloria perenne de los ciudadanos pobres de
Atenas. La total abolición de la esclavitud habría sido de escasa utilidad
práctica para los ciudadanos pobres. Por lo que respecta a Atenas no tenemos
noticia de que existiese paro entre los libres y, como explicaremos más
adelante, los salarios de los trabajadores libres cualificados fueron
suficientemente elevados durante el periodo de la dictadura del proletariado;
por tanto, no se puede suponer que con una eventual abolición de la esclavitud
hubiesen aumentado.[124]
Las interpretaciones menos
modernizadoras de Volney y Tocqueville no tuvieron demasiada fortuna,
precisamente por ser poco útiles cuando el choque entre las interpretaciones
del pasado se convirtió, debido a la fuerza sugestiva de la experiencia
viviente, en parte no secundaria de un conflicto actual, a la vez cultural y
político.
La senda que Tocqueville había
indicado con mano ligera y de modo incidental fue reemprendida por Max Weber. A
lo largo de toda su obra, la ciudad antigua retorna como problema. Esa
reflexión sobre la ciudad antigua no puede separarse de su polémica con Meyer y
con la perdurable presencia de cierto clasicismo arcaico. Con Weber la
democracia ateniense vuelve a ser el vértice de una pirámide fundada sobre la
explotación de recursos que la entera comunidad «democrática» se reparte:
«Tomada en su conjunto», observa en la Historia
de la economía, «la democracia ciudadana de la Antigüedad es una cofradía
política. Los impuestos, los pagos de las ciudades confederadas eran
sencillamente divididos entre los ciudadanos […]. La ciudad pagaba con los
ingresos de su actividad política los espectáculos teatrales, las asignaciones
de grano y las retribuciones por los servicios judiciales y por la participación
en la asamblea popular.»[125]
En Wirtschaft und Gesellschaft, su obra más significativa, también
póstuma, este lúcido diagnóstico alcanza mayor amplitud. Nos referimos a un
extenso pasaje en el que el lector podrá captar también un motivo que en un
contexto bien distinto (una «conferencia de guerra» de la primavera de 1918)
Wilamowitz había desarrollado con mirada extendida al conjunto de las
sociedades antiguas: el de la génesis militar de la ciudadanía, es decir del
ciudadano-soldado como fundamento de la polis
y de modo más general de la comunidad arcaica:[126]
Resumiendo, podemos decir que la
antigua polis constituyó, tras la
creación de la disciplina de los hoplitas, una corporación de guerreros.
Cualquier ciudad que quisiera seguir una política activa de expansión en el
continente debía seguir, en mayor o menor medida, el ejemplo de los espartanos,
es decir, formar ejércitos de hoplitas adiestrados escogidos entre los
ciudadanos. Incluso Argos y Tebas crearon en la época de su expansión
contingentes de guerreros especializados —en Tebas, ligados a los vínculos de
confraternidad personal—. Las ciudades que no poseyeran tropas de este tipo,
como Atenas y la mayor parte de las demás, quedaban constreñidas, sobre el
terreno, a la posición defensiva. Después de la caída de los linajes [γένη],
los hoplitas ciudadanos constituyeron la clase decisiva entre los ciudadanos de
pleno derecho. Este estrato no encuentra ninguna analogía ni en la Edad Media
ni en otras épocas. También las ciudades griegas distintas de Esparta tenían,
en medida más o menos importante, el carácter de un campamento militar
permanente. Por eso, a principios de la polis
de los hoplitas, las ciudades habían desarrollado un creciente aislamiento
respecto del exterior, en antítesis con la amplia libertad de movimientos de la
época de Hesíodo; con frecuencia había limitaciones al carácter enajenable de
los lotes de guerra. Pero esta institución desapareció por largo tiempo en la
mayor parte de las ciudades, y se volvió completamente superflua cuando
asumieron importancia predominante los mercenarios reclutados o bien, en las
ciudades portuarias, el servicio en la flota. Pero también entonces el servicio
militar fue, en última instancia, decisivo para el dominio político de la
ciudad, y ésta conservó el carácter de una corporación militar. Hacia el
exterior, fue precisamente la democracia radical de Atenas quien apoyaba esa
política expansionista que, abrazando Egipto y Sicilia, era extraordinaria en
relación con el limitado número de sus habitantes. Hacia el interior la polis, en cuanto grupo militar, era
absolutamente soberana. La ciudadanía disponía a su albedrío del individuo
singular en todos los aspectos. La mala administración doméstica, especialmente
el despilfarro del lote de tierra heredado (los bona paterna avitaque de la fórmula de interdicción romana), el
adulterio, la mala educación de los hijos, el maltrato de los padres, la
impiedad, la presunción —es decir, en general, todo comportamiento que ponía en
peligro la disciplina y el orden militar y ciudadano, y que podía excitar la
cólera de los dioses contra la polis—
eran duramente castigados, a pesar de la famosa afirmación de Pericles en la
oración fúnebre de Tucídides, según la cual en Atenas cada cual podía vivir
como quería.[127]
El más weberiano de los
historiadores del siglo XX que trabajaron sobre la Grecia antigua fue sin
duda Moses Finley. Le debemos mucho, en casi todos los campos que se refieren a
la realidad económica y social del mundo griego: de la propiedad territorial en
el Ática a las variadas y diversificadas formas de esclavitud en el llamado
helenismo periférico, a la comprensión plena de la distinción entre
esclavitud-mercancía (la vigente en la «moderna» sociedad ática) y la
esclavitud de tipo hilota («feudal»), a la identificación de los diversos
estatus «a medias entre libertad y esclavitud». Sin la enseñanza de Weber, la
obra de Finley sería inconcebible. Por eso sorprende que se aparte de Weber
precisamente en la lectura de la política
ateniense. El mito positivo de esa «democracia» obra también en Finley en
muchos de sus escritos de su última etapa, dedicados al aspecto político de la
Atenas clásica: ante todo en Democracy,
Ancient and Modern, donde encontramos una serena relectura de los momentos
más embarazosos de esa historia:
Lo que sucede en Atenas a finales
del siglo V no se repite en ninguna otra parte porque sólo Atenas ofrecía
la necesaria combinación de elementos: soberanía popular, un grupo amplio y
activo de pensadores vigorosamente originales y las experiencias únicas
provocadas por la guerra. Se trata precisamente de las condiciones que
atrajeron hacia Atenas a las mejores mentes de Grecia, y que durante un tiempo
la pusieron en una situación particularmente precaria. Atenas pagó un precio
terrible: la mayor democracia griega se volvió famosa ante todo por haber
condenado a muerte a Sócrates y por haber criado a Platón, el más fuerte y
radical moralista antidemocrático que el mundo haya conocido.[128]
Es imposible no oír en estas
palabras, así como en general en la revalorización finleyana del modelo de
Atenas, el eco de la «caza de brujas» de la América macartista, de la que el
propio Finley fue víctima.
El mito de Atenas es en verdad
inagotable. No sería superfluo el intento de indicar aquí los libros y las orientaciones de pensamiento que lo han alimentado, en contraste
quizá con otros «mitos»: es el del espartano-dórico, por ejemplo, que ha sido
declinado ya sea en la variante austero-igualitaria (por el abate Mably y por
una parte del jacobinismo culto)[129] ya sea en la variante «racial»
(de los Dorier de Karl Otfried Müller
al Píndaro de Wilamowitz).[130]
Pero no se puede olvidar otro mito de
Atenas, asimismo embarazoso: el de los teóricos sudistas americanos durante
la guerra de Secesión, el «modelo ateniense de Charleston»[131] que
ha tenido un inesperado Nachleben en
Sudáfrica (Haarhoff: ¡el mito de la «Grecia capta» y la defensa «blanda» del
apartheid!).
Una última consideración debería
referirse a dos personajes que han encarnado, a su vez mitificados y
abusivamente explotados por la historiografía, el mito de Atenas: Pericles y
Demóstenes. En síntesis muy resumida, se podría observar una diferencia: el
mito de Pericles se ha alimentado de la búsqueda de una ascendencia remota de
formas políticas definibles como «democráticas». En cambio, el mito de
Demóstenes ha tenido (desde los tiempos en los que Fichte incitaba a Alemania,
o mejor dicho a Prusia, a la guerra de liberación del opresor Bonaparte y
Jacobs traducía, con alusiones al presente, Olínticas
y Filípicas) una estrecha relación
con el nacionalismo en el sentido de reivindicación de la nación frente a la
opresión extranjera. Ello ha dado vida a la perdurable visión de un Demóstenes
campeón de la «libertad» y ha engendrado a su vez una transformación indebida
del «héroe» Demóstenes incluso en un campeón de la democracia ateniense en
cuanto régimen de libertad. Esta distorsión choca, como es evidente, con su
concreta acción política, con sus expresiones de áspera intolerancia hacia
otras líneas políticas distintas de la suya y con su manifiesta inclinación a
dar rienda suelta a un autócrata como Filipo. Libertad es para él independencia
de toda hegemonía externa.
Sólo en una fase muy juvenil de
su carrera de Berufspolitiker —para
usar un término estimado por el Wilamowitz de Staat un Gesellschaft der Griechen—, Demóstenes blande, también él,
la retórica tradicional sobre Atenas como jefe de filas de la democracia:
«todas las democracias se vuelven hacia nosotros, etc.». («Por la libertad de
los rodios»). Pero en la «Tercera filípica», en el pasaje sobre la hegemonía,
el predominio ateniense está en el mismo nivel del espartano: la libertad es,
por tanto, para él la autonomía respecto de potencias externas con un surplus de aspiración hegemónica.
Acerca del equívoco entre las dos
libertades —aquella que rige en el interior y la que respecta al predominio de
una potencia exterior— ha crecido y prosperado un mito dentro del mito: el de
Demóstenes. Pero legítimamente y con interpretación sustancialmente veraz
Clemenceau (en su Démosthène, 1926)
identificó su propio papel de líder de la reconquista militar antialemana con
Demóstenes.
Demóstenes fue uno de los
primeros en pagar las consecuencias del «descubrimiento», fundamentalmente
prusiano, del helenismo. No fue sin embargo un proceso del todo lineal. Por
ejemplo, pocos años antes de Droysen, la oratoria demosténica se había situado
como alimento (oratorio) del renacimiento, en el sentido antifrancés, de la
«nación alemana» (Fichte, Jacobs). En ese momento, en tal perspectiva, Napoleón
correspondía a Filipo de Macedonia mientras Prusia en lucha contra él y
epicentro de un renacimiento nacional de toda
(o casi) Alemania se correspondía con Atenas de Demóstenes. El hecho de que un
siglo más tarde (1914/1915) Wilamowitz exaltase precisamente las Freiheitskriege de los tiempos de Fichte
y de Jacobs para llamar a los alemanes a la lucha contra la Entente es sólo uno
de los innumerables aspectos de la inagotable «ironía de la historia». Por otra
parte, sería una nueva generación de historiadores prusianos
(K. J. Beloch, sobre todo) quienes tacharan el libro de Droysen de
«sensiblería».
La contraposición
Demóstenes/soberanos macedonios tenía una matriz remota. Estaba presente ya en
la obra historiográfica de Teopompo de Quíos, el gran historiador de Filipo,
quien le había atribuido a éste el rango y el papel de «hombre más grande que
Europa haya producido», allí donde enfocaba a Demóstenes bajo una luz muy
negativa, en ese décimo libro de las Historias
filípicas, que gozó asimismo de gran difusión autónoma bajo el título de
«De los demagogos de Atenas».
Vitalidad de un mito de cariz
eminentemente ideológico: la polaridad Demóstenes/soberanos macedonios se
volvió aún más viva en la época nazi. Baste considerar las reacciones al Demosthenes de Werner
Jaeger (1938). No hay que olvidar que el título exacto de la obra está en
inglés (The Origin and Growth of His
Policy): ello explica por qué el libro avanza extensamente hacia
Queronea (338 a . C.),
y sólo de pasada se considera la última fase, es decir, los quince años que
transcurren hasta la muerte de
Alejandro y del mismo Demóstenes.
Apenas publicado en California
(1938) y en Berlín (1939), el Demosthenes
fue objeto de dos importantes reseñas, respectivamente a la edición
estadounidense y a la alemana: de Kurt von Fritz (American Historial Review, 44, 1939) y de Helmut Berve (Göttingische Gelehrte Anzeigen, 202,
noviembre de 1940). Esencial y políticamente conforme con el pensamiento de
Jaeger la primera; muy dura, por momentos sarcástica, pero muy analítica, la
segunda.
La tesis central de Jaeger va a
contracorriente —escribía Von Fritz, desde hacía ya tiempo exiliado de la
Alemania nazi—: está persuadido de la sustancial justicia de la política
demosténica («si los atenienses no hubieran seguido sus consejos el éxito
habría sido seguro»). Pero la revalorización de la concreción política de
Demóstenes, con frecuencia presentado como un soñador o a lo sumo como un
vendido a Persia, se apartaba mucho del diagnóstico dominante (Droysen,
Beloch). «Beloch», escribe von Fritz, «representante insigne de la visión
positivista de la historia, en la introducción a la Griechische Geschichte ataca con vehemencia la opinión según la
cual es el “gran hombre” quien hace la historia. Según él, los cambios
históricos son producto de tendencias subconscientes de las masas anónimas. Por
tanto, un hombre que se contraponía a la tendencia general de su tiempo
(tendencia que —en el caso de la época de Demóstenes— condujo de la
ciudad-Estado griega a la monarquía helenística) le parecía una figura
insuficiente, precisamente en el terreno de la inteligencia política». A lo que
agregaba: en la Alemania de hoy los historiadores piensan de nuevo que es el
gran hombre («the hero, the leader») quien hace la historia, «y el juicio a
quien se opone al hombre del destino (en el caso de Demóstenes, Filipo de
Macedonia) se ha ido volviendo cada vez más áspero» (p. 583). Sin embargo
—ironizaba—, el héroe, si no encontrara oposición, no podría «display his
heroism».
La extensa intervención de Berve,
encaminada más que nunca a la progresión de su propia carrera académica bajo el
Tercer Reich, es un auténtico acto de acusación. Desprecia el libro tildándolo
de «una serie de conferencias», y ridiculiza la pretensión de Jaeger de ponerse
en la estela de los intérpretes de Demóstenes que fueron asimismo «hombres de
acción». El ataque se dirige ante todo a demoler la imagen «demasiado positiva»
de la Atenas del siglo IV; admitir la presencia de fuerzas morales en la
Atenas del siglo IV significa —para Berve— colocar «las aspiraciones
políticas» de Demóstenes bajo una luz errónea. Jaeger es abiertamente acusado
de aceptar la equivocada visión demosténica de los macedonios como no griegos (pp.
466-467). Naturalmente, Filipo está en el centro de la demostración, y Berve
asegura que el origen griego de la «estirpe» de Filipo estaba irrefutablemente
anclada “in seinem Griechentum”. Jaeger está “ligado” (“befangen”) “a la óptica
demosténica”, a pesar de la “dura crítica” a la que Droysen y Beloch habían
sometido la obra de ese político (p. 468). Los nombres de Droysen y Beloch
reaparecen en diversas ocasiones y el principal reproche hacia Jaeger es
precisamente el de haberse apartado de la ya consolidada tratadística sobre la
política demosténica, desarrollada por la “deutsche Geschichtswissenschaft” (p.
471). No menos duro es Fritz Taeger sobre Gnomon
de 1941, cuya reseña se cierra un tanto abruptamente con la pregunta —formulada
a su vez por Droysen— acerca de si en verdad Demóstenes, incluso en su siempre
exaltada “Tercera filípica”, puede ser definido como “patriota”, y no más bien
como partidario de la política persa. No es superfluo recordar que en el mismo
año del Demosthenes de Jaeger había
salido en Múnich el Filipo de
F. R. Wüst, en armonía con la valoración prusiana del soberano.
La discusión sobre Demóstenes y
Filipo, convertida casi en una metáfora de los conflictos actuales, se había
desarrollado asimismo en Italia. El Demostene
de Piero Treves (1933) y el Filippo
il Macedone (1934) de Arnaldo Momigliano dan buena cuenta de esta
polaridad. Precisamente del ambiente del fascismo cultural italiano surgió el
ataque más duro contra Jaeger: la larga y áspera reseña escrita por Gennaro
Perrotta para la revista del ministro de Educación Nacional Giuseppe Bottai, Primato.[132] Allí se lo
acusa de “clasicismo”, de haber consagrado a Demóstenes un “culto heroico”, y
se define el libro de Jaeger como una prueba de la funesta inmortalidad del
clasicismo»; Piero Treves es escarnecido como autor de «un incoherente librito
sobre Demóstenes y la libertad de los
griegos», vilipendiado el concepto de libertad como autonomía, exaltada la
«necesidad y racionalidad de la historia», que está en la base del triunfo de
Filipo contra la «libertad mezquinamente municipal de Atenas». Todo ello en
nombre de Droysen, de Beloch y de la verdadera política «que no abusa de la
retórica». El tono es intensa y nítidamente político: Treves, como judío, había
tenido que exiliarse en Inglaterra por las leyes raciales de 1938, y la guerra
hitleriana estaba haciendo estragos en la «libertad como autonomía». No carece
de significado el hecho de que, en la traducción italiana del Demostene de Jaeger
(Einaudi, 1942), el autor y colaborador de Calogero haya quedado en el
anonimato.
Es preciso preguntarse acerca de
la génesis de esta polaridad. En concomitancia con el «descubrimiento», o
invención, droyseniano del helenismo (precisamente en el volumen de 1833,
centrado en la figura de Alejandro), había tenido lugar la subversión del
tradicional predominio de Demóstenes sobre su adversario histórico. Tradicional
predominio basado en la noción de «libertad» como independencia de un poder
extranjero. En el momento en que Filipo tomaba ventaja historiográfica, el
primado de la libertad cedía el paso a la «nación» y, más tarde, con el hijo de
Filipo, al imperio-cosmópolis regido por los dos pueblos «guías» (griegos e
iranios). Era éste un nuevo modo de leer esos acontecimientos epocales, y era
susceptible de degeneraciones e incluso de acercarse peligrosamente a las
simpatías «arias». Se puede decir, de todos modos, que, si bien había
precedentes, fue Droysen quien llevó a cabo este giro; y es innegable que tal
giro repercute en el clima posterior a la «Freiheitskriege», con todo lo que de
ello se deriva en términos de centralidad prusiana. (El último Droysen se
consagró al estudio de la historia prusiana). Un giro drástico, entonces,
aunque bastante tardío. Surge por tanto la pregunta: ¿por qué, a pesar de que
los vencedores fueron los macedonios y a pesar precisamente de que gracias a
ellos y a sus instituciones culturales (Alejandría, etc.) la cultura griega se
salvaron en los siglos que precedieron a la hegemonía romana, al fin fue la imagen
de Demóstenes la que prevaleció, así como la de la Atenas clásica? Haría falta,
milenios más tarde, un Droysen para invertir esa perspectiva y lanzar la visión
del helenismo como una época positiva, como larga fase positiva de la Weltgeschichte. (En el nunca realizado
proyecto droyseniano, el helenismo era considerado en su desarrollo histórico
al menos hasta el islam).
«No es Demóstenes quien debe ser
conocido [en la escuela] por sus discursos efímeros y sus argumentos de papel
contra Alejandro Magno, sino Alejandro, el fundador de esa civilización de la
que han derivado el cristianismo y la organización estatal augusta». Este
famoso pensamiento de Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff se lee en su
intervención en la Schulkonferenz
berlinesa (6-8 de junio de 1900), convocada por Guillermo II para impulsar
una reforma educativa radical.[133] A pesar de su apariencia iconoclasta («¡no podemos renunciar a
Demóstenes!», replicaron los profesores de secundaria), esa intervención
respondía a un cliché: el de la exaltación del helenismo y de su verdadero
fundador, Alejandro. Hay, en efecto, elementos que resaltan en las palabras que
hemos recordado. Por ejemplo: ¿por qué Wilamowitz, intelectualmente alejado del
cristianismo,[134] exalta a Alejandro porque habría «preparado» el
cristianismo? Evidentemente es un homenaje a Droysen. Aún más: ¿cómo puede
afirmar que «la organización» del imperio de Alejandro constituyó un modelo
para el de Augusto? Wilamowitz hace suya una exaltación radical de Alejandro
como factor espiritual y político destinado a un gran futuro —creador del
helenismo—, y menosprecia a Demóstenes (¡«discursos efímeros y argumentos de
papel»!), como símbolo de todo cuanto el helenismo borró: en primer lugar, la
vieja y mezquina mentalidad del estrecho horizonte «ciudadano».
La restauración de la
superioridad de la Atenas clásica se debió esencialmente a los romanos. Fueron
los romanos quienes para dominar en verdad el Mediterráneo debieron derrotar no
sólo a Aníbal sino sobre todo a la férrea y bien armada monarquía macedonia;
fueron ellos quienes «degradaron» al «enemigo», y quienes exaltaron —en una
mezcla de idealización literaria y esterilización política— a Atenas, su mito y
su centralidad. Degradaron a los macedonios en favor de su propio papel
imperial e inventaron, podría decirse, el «clasicismo», del que Atenas era el focus: es decir, lo contrario del
helenismo. El hecho de que Atenas pudiera volverse a la vez un modelo
políticamente peligroso, como cuando el cesaricida Marco Bruto enrolaba
«republicanos» (uno de los cuales sería el pobre Horacio) entre la juventud
estudiosa que frecuentaba las escuelas de la ciudad-museo, no constituía un
verdadero peligro. En los tiempos de Sila ya se había visto lo que los romanos
eran capaces de hacer en Atenas si ésta se mostraba militarmente molesta, como
sucedió en el último estremecimiento de autonomía política, cuando Atenas se
alineó con Mitrídates. El mito literario-museístico de Atenas, cuna del
clasicismo, estaba vivo y florecía aún en los tiempos de Adriano. La
inclinación de César, y la de Antonio, en favor de la última monarquía
helenística, la de Cleopatra, no hacían mella en la elección fundamental. Si
Cicerón traducía la Corona
demosténica, en las escuelas de retórica se elaboraban declamationes que exorcizaban a Alejandro por no haber querido
superar los límites del mundo.[135]
La cultura griega nos ha llegado
—como es sabido— a través de los romanos, a través de su filtro. Esto ayuda a
comprender por qué, en la literatura que ha sobrevivido, a la masiva exaltación
de la Atenas clásica no se le opone ninguna corriente contraria que alabe quizá
el helenismo, o bien el papel histórico de los macedonios en la mezcla
oriental-occidental con todas las consecuencias de sobra conocidas. Conocemos la
alternativa historiográfica impostada por Trogo (Historiae philippecae) a través del autor de su epítome; leemos el
elogio de Filipo elaborado por Teopompo (FGrHist
115 F
27) a través de la áspera crítica de Polibio (VIII, 9 [11], 1-4). Éste, en
efecto, como buen ideólogo del papel imperial e histórico de Roma, desmonta,
despedaza y escarnece como contradictorio el memorable juicio de Filipo de
Macedonia, en el que Teopompo trataba de aunar, aunque fueran antitéticos, la
alta valoración histórico-política y el duro juicio moral sobre Filipo, «el
hombre más grande que Europa haya dado». Hasta Droysen, fue Polibio quien
prevaleció.
[94] Tucídides, I, 98-99. <<
[95] [Jenofonte], Athenaion Politeia, I, 14-16. <<
[96] [Jenofonte], Athenaion Politeia, II, 1; III, 2; III, 5. <<
[97] Aristófanes, Las avispas, 698-712. <<
[98] «Gordo» (παχύς) es exactamente el término adoptado por Aristófanes para indicar a los ricos: La paz, 639; Los caballeros, 1139; Las avispas, 287. <<
[99] Aristófanes, Las avispas. <<
[100] Tucídides, VI, 16, 1: Καὶ προσήκει μοι μᾶλλον ἑτέρων, ὦ ᾿Αθηναῖοι, ἄρχειν […], καὶ ἄξιος ἅμα νομίζω εἶναι. <<
[101] Tucídides, VI, 16, 4. <<
[102] De la que, burlonamente, dirá Aspasia en el antiepitafio del Menéxeno que había sido una cruzada por la «libertad» (Platón, Menéxeno, 242e-243a). <<
[103] Aristóteles, Athenaion Politeia, 24, 3. <<
[104] Hay amplia información sobre este punto en el comentario de Rhodes (Oxford, 1981), p. 301. <<
[105] Véase más abajo § 5. <<
[106] Deipnosofistas, VI, 272b-d: «21 000 ciudadanos, 10 000 metecos, 400 000 esclavos [fuente Ctesicles: FGrHist 245 F 1].» <<
[107] David Hume había manifestado su escepticismo acerca de la cifra de esclavos (Of the Popoulousness of Ancient Nations), y fue seguido en ello por Letronne en su Mémoire sur la population de l’Attique (1822) y por muchos otros, hasta Beloch, Die Bevölkerung der griechisch-römischen Welt (1886, pp. 89-90); pero no por August Boeckh en la Economía pública de los atenienses (18171), con el desacuerdo de Moses Finley (Ancient Slavery and Modern Ideology, 1980, p. 79). Las cifras de Ateneo, confirmadas inequívocamente por el fr. 29 Jensen de Hipérides relativo a la propuesta de liberación de ciento cincuenta mil esclavos después de Queronea, fueron adoptadas y utilizadas con inteligencia por Constantin François Volney en su Leçons d’Histoire (1795) en la École Normal de París (véase la ed. Garnier, 1980, p. 141). <<
[108] Graciosa definición en términos decimonónicos de la práctica asamblearia. <<
[109] Es obvio que nobles aplicado a los hombres del pueblo de Aristófanes es irónico, en especial viniendo del conde de Tocqueville. <<
[110] De la démocratie en Amérique, II, 1840, parte I, cap. 15. <<
[111] El propio Marx había manifestado, en alguna ocasión, su rechazo y sarcasmo respecto de los cortocircuitos antiguo-presente habituales en la retórica jacobina. <<
[112] History of Greece, V, cap. 21. <<
[113] Tal vez porque con frecuencia los académicos estudian sin prestar atención más que a la titulografía. <<
[114] Es una notable coincidencia con la crítica de Mitford a la democracia ateniense. <<
[115] «On échappe au pouvoir en le trompant; pour obtenir les faveurs de la richesse, il faut la servir; celle-ci doit l’emporter» (de Oeuvres politiques de Benjamin Constant, ed. de C. Louandre, París, 1874, p. 281). <<
[116] Ibídem, p. 266. Acerca de este punto, Madame de Staël era más jovial: «Aristophane», escribe en el capítulo «De la Comédie», en el tomo II de De l’Allemagne, «vivait sous un gouvernement tellement républicain, que l’on y communiquait tout au peuple, et que les affaires publiques passaient facilement de la place publique au théatre» (ed. Flammarion, II, p. 32). Cicerón —también él incómodo frente al modelo de Atenas— deplora duramente la libertad de palabra de la comedia ática: «¡Plauto», dice, «no se hubiera permitido nada por el estilo con los Escipiones!» (De Republica, IV, 11). <<
[117] Ed. cit., p. 275. En cambio en Grote (III, pp. 128-130) el tono, cuando se trata del ostracismo, es tenue. <<
[118] Ibídem, p. 278. Una admonición que, junto con otras motivaciones más profundas, recoge Max Weber en la polémica con Eduard Meyer; cfr. M. Weber, Il metodo delle scienze storico-sociale, Einaudi, Turín, 1958, pp. 198-199 [trad. esp.: La acción social: ensayos metodológicos, Edicions 62, Barcelona, 1984]. <<
[119] Para una orientación general de los perfiles de algunas personalidades eminentes, se puede ver: C. Ampolo, Storie greche. La formaciones della moderna storiografia suglo anticho Greci, Einaudi, Turín, 1997. <<
[120] No sólo en el Platón (1919) sino también en el más popular Der griechische und der platonische Staatsgedanke (1919). <<
[121] Histoire grecque, en el ámbito de Histoire générale, PUF, París. Sobre Glotz y su «simpatía por la democracia ateniense en la línea de Duruy y Grote, tanto como para caracterizarla con los ideales de la Revolución Francesa», cfr. Ampolo, Storie greche, op. cit., p. 104. <<
[122] «Göttingische Gelehrte Anzeigen», 183, 1921, p. 18 [= Kleine Schriften, I, Olms, Hildesheim, 1965, p. 576]. <<
[123] El opúsculo estaba pensado para las universidades populares; de allí el tono y el estilo. <<
[124] A. Rosenberg, Demokratie und Klassenkampft in Altertum, Velhagen & Klansing, Bielefeld, 1921 [trad. esp.: Democracia y lucha de clases en la antigüedad, prólogo, traducción y notas de Joaquín Miras Albarrán, Barcelona, El Viejo Topo, 2006, pp. 80-84]. <<
[125] M. Weber, Historia económica: lineamientos de una historia universal de la economía y de la sociedad. La expresión que usa Weber es «Bürgerzunft» (p. 284 del original). Análogo concepto desarrolla Weber en la quinta parte de Economía y sociedad, donde describe el funcionamiento de esta corporación de ciudadanos que es la democracia antigua, atendiendo a fuentes de primera importancia como el Pseudo-Jenofonte, Sobre el sistema político ateniense, I, 16, a propósito de los procesos de los aliados que se deben celebrar en Atenas, o bien Tucídides, I, 99, a propósito de la sustitución del impuesto a la participación paritaria de los aliados en la flota federal (Max Weber Gesamtausgabe, parte I, vol. 22.5, J. C. B. Mohr, Tubinga, 1999, p. 290). <<
[126] U. von Wilamowitz-Moellendorff, Volk und Heer in den Staaten des Altertums, en Reden und Vorträge, II, Weidmann, Berlín, 19264, pp. 56-73. <<
[127] Max Weber, Wirtschaft und Gesellschaft [1922]. <<
[128] The Ancient Greeks, 1963. <<
[129] Véase además el prefacio de G. F. Gianotti a Le tavole di Licurgo (Sellerio, Palermo, 1985). <<
[130] Para no mencionar la formulación extrema de tal modo de ver Esparta: «el más luminoso ejemplo de Estado de base racial de la historia humana», según una definición hitleriana registrada en el volumen Hitler’s Table Talk, 1941-1942, Londres, 19732, p. 116. <<
[131] Ideologie del classicismo, Einaudi, Turín, 1980, pp. 26-30. Sobre John Caldwell Calhoun, véase asimismo M. Salvadori, Potere e libertà nel mondo moderno. John C. Calhoun: un genio imbarazzante, Laterza, Roma-Bari, 1996. Sobre Haarhoff, que es citado aquí a continuación, cfr. Ideologie del classicismo, p. 267. <<
[132] A. III, 22, 15 de noviembre de 1942. <<
[133] Verhandlungen über Fragen des höheren Unterrichts, Halle, 1901, p. 90. <<
[134] Lo afirma en la autobiografía latina editada hace unos años por W. M. Calder, «Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff: An Unpublished Latin Autobiography», en Antike und Abendland, 27, 1981, pp. 34-51 [= ídem, Studies in the Modern History of Classical Scholarship, Jovene, Nápoles, 1984, pp. 147-164]. Por otra parte, en el Griechisches Lesebuch (1902) Wilamowitz dedica amplio espacio al Nuevo Testamento. <<
[135] Séneca, Suasoriae, I; cfr. también Controversiae, VII, 7, 19. <<
[136] Esquilo, Agamenón, 438-442 [trad. esp. de Vicente López Soto, La Orestiada, Juventud, Barcelona 1980, pp. 37-38]. <<
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