Como es sabido, el imperio
ateniense tuvo su origen en una iniciativa de los insulares que habían
colaborado, en la medida de sus respectivas fuerzas, en la victoria de la
guerra naval contra los persas (480
a . C.). Creación de la flota, impulsada
previsoramente por Temístocles, construcción tumultuosa de las «grandes
murallas» con el propósito de transformar Atenas en una fortaleza con una
magnífica salida al mar, y nacimiento de una liga inicialmente de tipo paritario
(«Atenas y sus aliados» con el tesoro federal emplazado en la isla de Delos)
son acciones concomitantes que señalan el inicio del siglo ateniense; la
victoria en Maratón, diez años antes, era sólo uno de los antecedentes
(susceptible, entonces, de otros desarrollos). Tal como el siglo XX
empieza en 1914, así el siglo V a. C. empieza con Salamina y el
nacimiento del imperio ateniense, destinado a durar poco más de setenta años,
hasta el colapso de 404 y la reducción de Atenas, ya privada de muralla y sin
flota, a mero satélite de Esparta.[50]
Pero el estado de cosas creado
por la derrota fue progresivamente desmantelado. Los ideólogos extremistas,
admiradores del modelo de Esparta, permanecieron poco tiempo en el gobierno,
consumidos y arrollados por la guerra civil. Con el creciente empeño
lacedemonio contra Persia se produjo el inevitable cambio de estrategia de la
gran monarquía asiática («directora» de la política griega, según una feliz
intuición de Demóstenes)[51] y el péndulo persa osciló hacia Atenas:
diez años después de 404, un estratego ateniense, Conón (que había tenido un
papel protagonista en la victoriosa batalla de las Arginusas en 406), al mando
de una flota persa, destruía la flota espartana cerca de Cnido, y con dinero
persa resurgían las grandes murallas de Atenas (394/393). De este modo,
los efectos de la derrota y de la capitulación quedaban anulados y se creaban
las premisas para el renacimiento, bajo otra forma y con diferentes condiciones
sancionadas en el pacto, de una nueva liga marítima con mando en Atenas. Se
conserva la lápida sobre la que se inscribió el decreto, presentado por un tal
Aristóteles del demo de Maratón, buen orador según Demetrio de Magnesia,[52]
que establecía las condiciones para la nueva liga.[53]
Entre la primera y la segunda
liga, entre las cuales transcurre exactamente un siglo (478-378 a . C.), hay
diferencias sustanciales en lo que respecta a cuestiones neurálgicas y puntos
significativos. La primera liga tenía un objetivo declarado inherente a la
razón misma por la que había surgido: continuar la guerra contra el invasor
persa y liberar a los griegos de Asia (objetivo del que Esparta, a pesar de
estar siempre a la cabeza de la liga panhelénica que había derrotado a los
persas, se había desentendido); la segunda liga —que es sucesiva a la «paz
general» o «paz del Rey» (386
a . C.)— establece que los griegos y el Gran Rey
deben estar en paz recíproca.[54] La primera liga comportaba una
contribución de todos los firmantes, que enseguida pasó de militar (naves) a financiero
(el tributo);[55] la segunda liga relanza explícitamente, en su acto
constitutivo, el principio del tributo.[56] La primera liga había
visto enseguida proliferar los gobiernos homólogos, es decir las democracias de
tipo ateniense, en las ciudades aliadas. (Critias daba una explicación lúcida
de este automatismo: «el demo ateniense sabe que, si en las ciudades aliadas
cobraban fuerza los ricos y “buenos”, el imperio del pueblo de Atenas duraría
bien poco».)[57] El documento fundacional de la segunda liga
sanciona explícitamente que cada uno de los miembros de la alianza tenga «el
tipo de régimen político que prefiera».[58] Por el contrario, cuando
en 431 se iba ya inevitablemente hacia el conflicto, que se extendería por
largo tiempo, el ultimátum transmitido por Esparta a Atenas, y rechazado por
Pericles, fue una orden formal de «dejar libres a los griegos»,[59]
es decir, de disolver la liga y desmantelar el imperio; y cuando en 404
vencieron, los lacedemonios anunciaron «el principio de la libertad para los
griegos».[60] La segunda liga nace en el seno de una firme exigencia
a los lacedemonios «de dejar libres y autónomos a los griegos».[61]
En medio sucedió el terrible decenio 404-394, de completo y directo predominio
lacedemonio en gran parte de las ciudades e islas que habían sido
aliadas-súbditas de Atenas, el desastroso conflicto contra el Gran Rey
conducido por Agesilao rey de Esparta y la «paz general» de 386 que dejaba a
Esparta vía libre en Grecia. Éste es, en fin, el sentido de la apelación,
ateniense esta vez, a la «libertad de los griegos».
2
¿Cómo se explica la convergencia,
una vez más, a un siglo de distancia y a pesar de la ferocidad de la guerra
peloponesia y la dureza creciente del primer imperio, de tantas comunidades (c. 75) nuevamente hacia Atenas como eje
de una alianza panhelénica? El ideólogo de tal proceso fue Isócrates, buen
amigo de Timoteo, el hijo de Conón, es decir, de quien, con dinero persa, había
«llevado», como escribe Plutarco, «a Atenas al mar».[62] El «manifiesto»
de esta operación fue el Panegírico,
en el que Isócrates trabajó durante más de diez años y que daría a conocer en
380. En ese escrito, sin duda influyente entre las élites y no sólo las
atenienses, el uso político de la historia alcanza uno de sus vértices: Atenas
ha derrotado a los invasores persas, y esto ha legitimado su imperio; el
imperio fue violento dentro de los límites de la estricta necesidad;[63]
Esparta en su decenio de dominio incontestado lo hizo mucho peor; ahora se
trata de proyectar de nuevo una guerra por la libertad de los griegos contra
Persia y, por tanto, naturaliter es
que a Atenas le toca ser punto de referencia. La legitimación es por tanto una
vez más la victoria sobre los persas conseguida un siglo antes. Esta actitud,
que sin embargo no existe en la letra
del decreto de Aristóteles, está en el origen de una interpretación del nuevo
pacto de alianza que tiene su eje en Atenas como reconocimiento de un primado
adquirido por la victoria con la que cien años antes Atenas había «salvado la
libertad de los griegos».[64] Esto no se dice en el decreto de
Aristóteles; alguien ha extirpado, de ese decreto, precisamente las líneas en
las que se reconocía y aceptaba la «paz del Rey», es decir, el acuerdo que
sancionaba la renuncia por parte de las potencias griegas a perseguir los
objetivos por los cuales había nacido la primera liga.
3
La justificación del imperio en
razón de la victoria sobre los persas he tenido una larga historia. Cuando
Isócrates la retoma es ya pura ideología: el ataque a Oriente está fuera del
alcance de Atenas (y de cualquier otra potencia griega). La segunda liga
naufragará después de treinta años de una guerra extenuante entre Atenas y sus
aliados (la «guerra social»: 357-355); algunos años más tarde, guiada por
Demóstenes, Atenas buscará la ayuda persa contra Macedonia y al fin será
precisamente Macedonia la que desencadene el ataque decisivo a Oriente, que
producirá en pocos años la disolución del imperio persa (344-331 a . C.). El mito de
Atenas como liberadora de los griegos debido
a su victoria sobre los persas funcionaba aún cuando Demóstenes —en
340/339— intentaba jugar, con desenvoltura realpolítica, la carta persa,
chocando en la asamblea, todavía en la vigilia de Queronea, contra el arraigado
mito de «enemigo tradicional de los griegos» y por tanto «perpetuo adversario
histórico de Atenas».[65]
Pero ese mito, que había sido el
aglutinante político-propagandístico del imperio, en la segunda liga era ya
sólo un fantasma.
En torno a ese mito se desarrolló
una batalla historiográfica de tipo revisionista (como se dice ahora) que es
instructivo recorrer sumariamente. Los protagonistas son Heródoto y Tucídides.
Heródoto, nacido en Halicarnaso, y por tanto súbdito del Gran Rey, emigrado muy
joven, eligió Atenas; allí difundió, en lecturas públicas, parte de su obra,[66]
participó en la fundación de la colonia panhelénica de Turios impulsada por
Pericles y tomó ciudadanía en ella. No se sabe hasta qué año ni dónde vivió.
Conoció, y comentó, el creciente malhumor contra Atenas, agudizado en la
vigilia de 431. Todo hace pensar que asistió por lo menos al principio del
conflicto. Su opinión, historiográfica y política a la vez, consiste en
insertar una página de polémica muy actual contra esas reticencias justo allí
donde emprende la narración de la tremenda y destructiva invasión persa de 480:
«aquí», escribe, «me veo obligado a manifestar una opinión que será odiosa a la mayoría de la gente».[67]
Declaración muy comprometida, que hace evidente, de modo simple y directo, la
vastedad del odio ateniense a la difundida voluntad, por parte de una gran
mayoría, de no seguir escuchando que Salamina legitima el imperio. «No
obstante», prosigue, «como me parece verdadera, no la callaré». Dice sin más
demora la palabra odiosa «a la mayoría de la gente»: si los atenienses se
hubieran rendido a Jerjes nadie más habría osado enfrentarse al Gran Rey. Pero
el razonamiento no se detiene allí, sino que es desarrollado mediante una
cuidadosa casuística y culmina con la hipótesis de que incluso los
lacedemonios, abandonados por sus aliados, «habrían muerto noblemente […] o
viendo antes que los demás griegos favorecían a Jerjes, habrían pactado con
él». En conclusión: «Así pues, quien diga que los atenienses fueron los
salvadores de Grecia no faltará a la verdad, pues la balanza se habría
inclinado a cualquiera de los lados que ellos se hubieran vuelto. Habiendo
decidido mantener libre a Grecia, ellos fueron quienes despertaron a todo el
resto de Grecia que no favoreció a los persas y quienes, con ayuda de los
dioses, rechazaron al Gran Rey». «Los oráculos espantables y terroríficos que
venían de Delfos no los persuadieron y osaron aguardar al invasor de su país».
Más que para la memoria futura,
esta página parece escrita para ser disfrutada de inmediato. Es la respuesta a
una polémica actual, viva. No debe descuidarse el hecho más evidente: la
introducción, al principio del relato referido a la epopeya de medio siglo
antes, de una página que tiene como objetivo declarado el de replicar la hostilidad
que hoy, en el momento en el que
Heródoto se apresta a narrar esa epopeya, inevitable y casi «universalmente»
(πρὸς τῶν πλεόνων ἀνθρώπων), sorprende a quien intente evocar aquellos hechos.
El ataque es preparado, pocas
líneas antes, por un cuadro crudamente realista de las reacciones de las
diversas ciudades griegas a la invasión:[68] hubo quien creyó
salvarse haciendo inmediatamente acto de sumisión, dando «al persa tierra y
agua»; otros, que no pretendían hacerlo, eran presa del terror «pues no había
en Grecia naves en número suficiente para resistir al invasor», y de éstos «no
querían emprender la guerra y favorecían al medo de buen grado (μηδιζόντων δὲ
προθύμως); la campaña del Rey nominalmente se dirigía contra Atenas, pero se
lanzaba en realidad contra toda Grecia». Aquí hay una acusación que envuelve a
muchos que ahora son intolerantes respecto de Atenas y de su dominio; y hay
también una valoración militar: 1) hacía falta una flota adecuada (y sólo
Atenas sabría ponerla en juego); 2) la derrota de Atenas, objetivo declarado,
habría comportado la sumisión de todos los demás griegos.
De las palabras de Heródoto
deducimos indirectamente otro dato: que la consigna espartana («Atenas deja que
los griegos sean autónomos»),[69] que circulaba en el momento en que
el historiador ateniense de adopción escribía esa página, tenía un gran éxito,
puesto que —como él mismo reconoce sin eufemismos— recordar que «Atenas había
decidido que sobreviviese la libertad de los griegos» suscitaba odio por parte
de casi todos los griegos. No hay quien no vea que «fue Atenas quien quiso que
Grecia quedara libre» suena como una réplica directa a la consigna «Atenas,
deja que los griegos sean autónomos». Tampoco puede pasar inadvertido el tono
asertivo y apasionadamente polémico que invade toda la página, alejada del
habitual tono equilibradamente objetivo que es usual en Heródoto. Ni dejará de
verse que el sacrificio, poco más que simbólico, de los espartanos en las
Termópilas queda fuera del balance de conjunto contenido en esta página.
Heródoto sabe además —y no lo
esconde al referirse a la primera invasión persa, contenida por los atenienses
en Maratón— que en esa ocasión corrieron voces inquietantes acerca del
comportamiento de los Alcmeónidas, es decir, de la familia de Pericles,
sospechosos de complicidad con el enemigo.[70] Antes incluso
Heródoto rindió cuenta del paso cumplido por el mismo Clístenes, después de la
expulsión de Iságoras (apoyado por los espartanos) de la Acrópolis y de su
definitiva afirmación (508/507 a. C.): presentarse en Persia «para
suscribir una alianza que contenía las condiciones usuales para quien
pretendiese establecer relaciones con Persia: tierra y agua debían ser
concedidos al Gran Rey».[71] Esparta fue una ayuda importante para
echar a Hipias (510 a . C.),
sucesor de su padre Pisístrato, de la «tiranía»; e Hipias se refugió en Persia,
y fue visto por los griegos como un instigador de la invasión persa. En la
lucha de las facciones atenienses, los espartanos se alinearon con Iságoras
contra Clístenes; el demo se levantó contra Iságoras y los espartanos, y
Clístenes se apoyó en Persia. En Maratón, los Alcmeónidas lanzaron señales de
entendimiento a los persas. Heródoto intenta exculparlos de esa acusación
infame, y su argumentación apologética desemboca en el gran nombre de Pericles.
La victoria contra esa primera invasión la había obtenido el clan
político-familiar (Milcíades, padre de Cimón) adversaria de los Alcmeónidas.
Pero un jovencísimo Pericles pagará el coro para Esquilo, para la tetralogía
que comprende Los persas. Desde
finales del siglo VI a. C., entonces, Persia es la «gran directora»,
en palabras de Demóstenes, y alterna invasiones con cambios repentinos de
alianzas, y es respondida, por parte griega, con igual desenvoltura: Esparta
derrotará a Atenas con ayuda de los persas en la larga «guerra del Peloponeso».
Sin embargo, entrelazado en esta
andadura real de los hechos político-militares, coexiste y vive el mito: el
mito de la victoria sobre los persas, debido esencialmente a Atenas. El imperio
se basa en el presupuesto, el prestigio y la fuerza militar derivada de aquella
victoria. Y es dirigido con puño de hierro por Pericles durante su largo
gobierno «principesco», en el supuesto realpolítico de que «el imperio es una
tiranía»,[72] mientras aumenta la oposición más radical contra el
imperio y el propio Pericles manda a sus emisarios a Esparta, en la vigilia de
la gran guerra (432/431 a. C.), a declarar el derecho al imperio con estas
palabras:
… al enterarnos de que un
considerable clamor se había levantado contra nosotros […]. Queremos dejar
claro, a propósito de toda la cuestión suscitada respecto de nosotros, que no
tenemos nuestras posesiones indebidamente, y que nuestra ciudad es digna de
consideración. ¿Para qué hablar de hechos muy antiguos, atestiguados por los
relatos a los que se presta oído más que por la vista del auditorio? En cambio,
de las guerras persas y de hechos que vosotros mismos conocéis, aunque pueda
resultar un tanto enojoso que los aduzcamos siempre como argumento, es preciso
que hablemos. Pues lo cierto es que, en el curso de aquellas acciones, se
corrió un riesgo para prestar un servicio, y si vosotros participasteis de los
efectos de ese servicio, nosotros no debemos ser privados de toda posibilidad
de hablar de ello, si nos resulta útil. Nuestro discurso no será tanto un
discurso de justificación como de testimonio y de aclaración, para que os deis
cuenta de contra qué ciudad tendrá lugar la contienda si no deliberáis bien.
Afirmamos, ciertamente, que en Maratón nosotros solos afrontamos el peligro
ante los bárbaros, y que cuando más tarde volvieron, al no poder defendernos
por tierra, nos embarcamos con todo el pueblo en las naves y participamos en la
batalla de Salamina; esto fue, precisamente, lo que impidió que aquéllos
atacaran por mar y saquearan, ciudad tras ciudad, el Peloponeso,[73]
pues no hubiera sido posible una ayuda mutua contra tantas naves. Y la mayor
prueba de esto la dieron los mismos bárbaros: al ser vencidos por mar,
consideraron que sus fuerzas ya no eran iguales y se retiraron a toda prisa con
el grueso de su ejército.[74]
Mitología política y realpolítica
se entretejen. En el centro están siempre los Alcmeónidas, no casualmente
implicados por los espartanos, en el frenético lanzamiento de exigencias cada
vez más inaceptables intercambiadas entre ambas potencias cuando ya se había
decidido que habría guerra. La exigencia fue expulsar de Atenas a los
descendientes de la familia (los Alcmeónidas) que dos siglos antes habían
masacrado al atleta golpista Cilón (636 o 632 a . C.); es decir,
¡echar de Atenas al alcmeónida Pericles! Nunca un uso político de la historia
fue más intensa y abiertamente instrumental. Sin embargo, el mito no era mera
creación ideológica. Existía el verdadero sentimiento, incluso por parte de los
adversarios más tenaces, de que Atenas era la ciudad que había salvado la
libertad de los griegos de la invasión. Cuando Tebas, Corinto y varias otras,
en abril de 404, sucedida ya la capitulación de Atenas, exijan su destrucción,
es decir, aplicarle el mismo tratamiento que Atenas había infligido a quienes
se rebelaban contra su imperio, serán los espartanos quienes lo veten con un
argumento memorable: «No se puede hacer esclava a una ciudad griega que ha
hecho grandes cosas en el momento en que Grecia corría el máximo peligro.»[75]
Hay argumentos para pensar que
Esparta había adoptado esta posición para no consentir que los más poderosos de
sus aliados (Tebas y Corinto) cobraran suficiente fuerza como para anular a
Atenas —como ellas mismas se proponían. ¿Pero quién podrá separar el interés
político de la palabra política y de la mitología histórico política? En ningún
caso uno solo de esos factores funciona en estado puro y aislado de los demás.[76]
4
Tucídides combatió ese mito o,
mejor dicho, consideró parte de su búsqueda de «verdad»[77] el
desvelar el sentido de ese mito, su fuerza como instrumento imperial y su
progresivo debilitamiento. Lo cual hace hábilmente, sin utilizar nunca la
primera persona sino hablando a través de los mismos atenienses. Éstos hablan
al congreso de Esparta, en la vigilia misma del conflicto, en el modo en que
acabamos de mostrar; pero en otras dos ocasiones muy significativas los oímos
hablar de ese mito, y hacen la desconcertante declaración de que ellos son los
primeros en no creérselo. Esto sucede en dos ocasiones en las cuales los
atenienses son presentados como promotores de guerras «injustas»: en el
coloquio a puerta cerrada con los representantes de Melos, en la vigilia del
ataque contra la isla rebelde (V, 89), y en el choque dialéctico entre
Hermócrates de Siracusa y el embajador ateniense Eufemo, poco antes de comenzar
el asedio ateniense de Siracusa (VI, 83).
Las palabras que Tucídides hace
pronunciar a los representantes atenienses en Melo son particularmente
desmitificadoras: «No recurriremos a una extensa y poco convincente retahíla de
argumentos (λόγων μῆκος ἄπιστον)», un largo discurso no creíble, engañoso,
«sosteniendo que nuestro imperio es justo porque vencimos a los persas en su
momento». Eufemo es menos cruel pero no menos elocuente: «No queremos construir
bellas frases (καλλιεπούμεθα) diciendo que ejercemos el imperio con toda razón
porque nosotros solos derrotamos a los bárbaros». «Bellas frases» es menos
tajante que «extensa y poco convincente retahíla de argumentos». Pero hay una
circunstancia distinta que explica la diferencia de tono: Melos había sido una
de las promotoras de la liga delio-ática en 478; Sicilia, Siracusa en
particular, había sido apenas rozada por la guerra entre griegos y persas al
principio del siglo.
Tucídides, que nació cuando el
mito ya se apagaba, puede ser fríamente «revisionista». Pero la fuerza de ese
mito se percibe aún en el reproche que, en los tiempos de Augusto, Dionisio de
Halicarnaso pronuncia a propósito de ese diálogo entre los melios y los
atenienses:
Tucídides —dice el historiador y
retórico— hace hablar a esos embajadores «de manera indigna acerca de la ciudad
de Atenas».[78]
5
¿Hasta cuándo fue Atenas, y hasta
qué momento fue considerada, una «gran potencia»? La caída del segundo imperio
fue compensada, desde el punto de vista de las relaciones de fuerza en la
península, por el recíproco desgaste de las potencias antaño aliadas y ahora
rivales, Tebas y Esparta, entre los años 371 (Leuctra) y 362 a . C. (Mantinea). En
ese mundo griego «cada vez más desordenado», del que Jenofonte se despide en
las últimas frases de las Helénicas,[79]
Atenas es todavía la mayor potencia naval. En este supuesto material se basa la
política demosténica de contraposición con Macedonia, es decir, con la
monarquía militar gobernada por una dinastía que, a partir de Arquelao, había
mirado hacia Grecia: hacia Atenas como faro de la modernización y hacia Tebas
como modelo para un aparato militar esencialmente terrestre, como era, hasta
entonces, el macedonio.
Para Filipo, Atenas es aún la
gran antagonista. Demóstenes no deja de repetirlo: habrá vencido cuando nos
haya derrotado, habrá paz cuando nos haya subyugado también a nosotros. Después
de la victoria de Queronea sobre la coalición panhelénica creada por Demóstenes
(agosto de 338 a . C.),
Filipo, «ebrio», improvisará una escena histérica de komos,[80] análoga al ballet improvisado por Hitler ante la noticia de la caída de
Francia e inmortalizado por camarógrafos alemanes en una película que ha dado
la vuelta al mundo. La escena de Filipo poniéndose a bailar descompuesto, pisándose
los pies al ritmo de la música y recitando grotescamente el decreto de
Demóstenes que había determinado la declaración de guerra, significa muchas
cosas: que la campaña de Queronea no había sido un paseo; pero también que
Filipo tenía suficientes espías en Atenas para disponer, en una guerra ya
desencadenada, de copias de documentos oficiales del país enemigo; que
Demóstenes como personaje era para él, más allá del enemigo, un antagonista percibido como de igual peso y relevo.
Plutarco relata el momento posterior a la borrachera: «cuando volvió a estar
sobrio, y comprendió plenamente la enormidad de la batalla que se había
desarrollado, tuvo un escalofrío[81] pensando en la habilidad
(δεινότητα) y la fuerza (δύναμιν) de Demóstenes, y considerando que había sido
obligado (ἀναγκασθείς) por él a ponerlo todo en juego —la hegemonía y su propia
vida— en una fracción de un único día». Incluso un enemigo interno de Demóstenes
y fiel «quinta columna» de Filipo en Atenas —es decir, Esquines—, durante el
juicio contra Ctesifonte, que fue de hecho un proceso contra la política
antimacedonia llevada a cabo por Demóstenes y finalmente derrotada, declaró que
Filipo «no era en absoluto un necio y no ignoraba que había arriesgado su
entera fortuna en una pequeña fracción de
jornada».[82]
Atenas seguía siendo, a los ojos
de un realpolítico sin parangón como Filipo, a todos los efectos una «gran
potencia».[83] Precisamente en el terreno de la táctica militar,
Filipo trazó las necesarias consecuencias de tal constatación. De ahí la
percepción del riesgo extremo de verse obligado a una gran batalla campal.[84]
De donde surge toda su táctica «oblicua», ejecutada durante años, a partir de
la conclusión de la tercera «guerra sacra» y de la paz de
Filócrates (346), de progresivo acercamiento a Atenas sin llegar nunca al
choque directo, sin soltar jamás una mordaza que iba progresivamente a
apretarse en torno a la ciudad enemiga, única potencia temible de la península.
Una táctica perfecta para adormecer la opinión pública ateniense y preciosa
para dotar de argumentos a quienes lo apoyaban en el interior de la potencia
adversaria. Por eso Demóstenes insiste incesantemente en la táctica inédita
adoptada por Filipo, en el truco de la «guerra no declarada»,[85] en
el nuevo modo de hacer la guerra, fundado esencialmente en la «quinta columna»,
en el programático rechazo del choque directo, y en el uso hábil de tropas
ligeras para acciones rápidas y siempre colaterales respecto del verdadero
objetivo: una guerra de hecho permanente, nunca declarada y nunca cuerpo a
cuerpo, en los antípodas de las invasiones estacionales espartanas del siglo
anterior.[86] La genialidad táctica de Demóstenes consistió en
comprender el cambio y en poner en juego una suerte de estrategia períclea
adaptada al nuevo siglo: nada de choque campal en el que jugárselo todo, sino
conducir —de lejos— la guerra «corriendo» directamente al territorio enemigo.[87]
Igual que Pericles en su primer discurso,[88] Demóstenes enumera los
recursos, los puntos fuertes de los atenienses y los puntos débiles del
adversario.[89] Sólo después de haber tejido una gran alianza, una
temible (al menos sobre el papel) coalición panhelénica, decidió lanzarse a la
batalla. Y perdió.
Pero Filipo no invadió el Ática,
como se había temido al conocerse la derrota; buscó el acuerdo. Dio cuerpo a
una «paz común» con el tratado de Corinto (336). Era consciente de haber
vencido pero no estaba seguro de haber reducido definitivamente a Atenas. No
debe por tanto sorprendernos el hecho de que, algunos decenios más tarde,
cuando el fin del imperio persa a manos de Alejandro había cambiado la faz del
mundo, sin embargo, a la noticia de la muerte de Alejandro, Atenas estuviera en
condiciones de movilizar nuevamente una coalición panhelénica que durante
algunos meses (323-322, la denominada «guerra lamiaca») puso en peligro el
predominio macedonio de Europa. Con el final de la guerra lamiaca, más que con
Queronea, termina la historia de Atenas como gran potencia.
6
El tema de la «grandeza» y del
«ejemplo» de los antepasados es obviamente un ingrediente fundamental en la
oratoria política ateniense, a pesar de que no era fácil encontrar tantas
victorias para evocar, con excepción de aquellas sobre los persas y aquellas
míticas de Teseo contra las amazonas. Era un tema de epitafio, y es obviamente
un tema que fortalece de por sí la oratoria ficticia o, mejor dicho, la
propaganda histórico-política de Isócrates. En los discursos de Demóstenes a la
asamblea este tema toma cuerpo de otra forma: se convierte en una confrontación
comparativa entre las diversas «hegemonías» sucesivas en la península a lo
largo del siglo V, un panorama historiográfico en escorzo, apuntado como
un arma en la batalla en curso. Es un ejemplo perfecto del uso político de la
historia de Atenas:
Voy a deciros acto seguido por
qué me inspira la situación tan serios temores, para que, si son acertados mis
razonamientos, os hagáis cargo de ellos y os preocupéis algo al menos de
vosotros mismos, ya que, según se ve, los demás no os importan; pero si mis
palabras os parecen las de un estúpido o un charlatán, no me tengáis en lo
sucesivo por persona normal ni volváis ahora ni nunca a hacerme caso.
Que Filipo, de modesto y débil
que era en un principio, se ha engrandecido y hecho poderoso; que los helenos
están divididos y desconfían unos de otros; que, si bien es sorprendente que
haya llegado a donde está, habiendo sido quien fue, no lo sería tanto que ahora,
dueño de tantos países, extendiera su poder sobre los restantes, y todos los
razonamientos semejantes a estos que podría exponer, los dejaré a un lado; pero
veo que todo el mundo, comenzando por vosotros, le tolera lo que ha sido eterna
causa de las guerras entre los helenos. ¿Qué es ello? Su libertad para hacer lo
que quiera, expoliar y saquear de este modo a todos los griegos uno por uno, y
atacar a las ciudades para reducirlas a la servidumbre. Sin embargo, vosotros
ejercisteis la hegemonía helénica durante setenta y tres años, y durante
veintinueve los espartanos.[90] También los tebanos tuvieron algún
poder en estos últimos tiempos a partir de la batalla de Leuctra; pero, no
obstante, ni a vosotros ni a los tebanos ni a los lacedemonios os fue jamás,
¡oh atenienses!, permitido por los helenos obrar como quisierais ni mucho
menos; al contrario, cuando les pareció que vosotros, o mejor dicho, los
atenienses de entonces, no se comportaban moderadamente con respecto a alguno
de ellos, todos, incluso los que nada podían reprocharse, se creyeron obligados
a luchar contra ellos en defensa de los ofendidos; y de nuevo, cuando los
espartanos, dueños del poder y sucesores de vuestra primacía, intentaron abusar
y violaron largamente el equilibrio, todos les declararon la guerra, hasta los
que nada tenían contra ellos. Pero ¿por qué hablar de los demás? Nosotros
mismos y los espartanos, que en un principio no teníamos motivo alguno para
quejarnos los unos de los otros, nos creíamos, sin embargo, en el deber de hacernos
la guerra a causa de las tropelías que veíamos cometer contra otros. Pues bien,
todas las faltas en que incurrieron los troyanos durante aquellos treinta años
y nuestros mayores en los setenta, eran menores, ¡oh atenienses!, que las
injurias inferidas por Filipo a los helenos en los trece años mal contados que
lleva en primera línea; o, por mejor decir, no eran nada en comparación con
ellas.[91]
La verdad histórica cede el paso
a la necesidad, inmediata, urgente, de dibujar con claridad el retrato del enemigo. En este punto, la lucha salvaje
por la hegemonía, que se extiende durante más de un siglo, se convierte en una
carrera de caballos en la que las potencias chocan «aunque al principio no
había agravios recíprocos de los que dolerse», sólo por el deber de «reparar
agravios infligidos a los otros». En esta carrera Atenas tomó la delantera,
porque su hegemonía fue la más larga, en tanto que la tebana se difumina casi
en la nada;[92] y porque Esparta, como ya argumentaba Isócrates en
el Panegírico, cometió más
injusticias en su breve hegemonía que Atenas en sus más de setenta años.
El lector corre el riesgo de
creernos. En esta página parece que la historia conocida comenzase con la
hegemonía ateniense, con el imperio, y no hubiera habido en cambio una muy
larga fase precedente en la cual la potencia reguladora fue Esparta. Pero
Esparta no había sabido, o querido, exportar su «mito».
[50] Helénicas, II, 2, 20-23. <<
[51] «Cuarta filípica», 51. <<
[52] Cfr. Diógenes Laercio, V, 35. <<
[53] Syll.3 147 = IG, II2 43 = M. N. Tod, A Selection of Greek Historical Inscriptions, II, Clarendon Press, Oxford, 1948, 19683, n.º 123. <<
[54] Syll.3 147, líneas 12-14 (según la razonable reconstrucción de Silvio Accame). Es notable que estas líneas que contienen la aceptación de la paz del Rey hayan sido, más tarde, deliberadamente erosionadas. <<
[55] Tucídides, I, 99, 3, que precisa: «de ello fueron en un principio responsables los propios aliados», quienes prefirieron absolverse de las obligaciones de la alianza pagando el tributo. <<
[56] Línea 23: μήτε φόρον φέροντι. <<
[57] [Jenofonte], Athenaion Politea, I, 14. <<
[58] Línea 21: πολιτείαν ἣν ἂν βούληται. <<
[59] Tucídides, I, 139, 3; cfr. II, 8, 4, y II, 12. Cfr., más abajo, cap. XXIX. <<
[60] Helénicas, II, 2, 23. <<
[61] Líneas 9-10: ὅπως ἂν Λακεδαιμόνιοι ἐῶσι τοὺς Ἕλληνας ἐλευθέρους καὶ αὐτονόμους κτλ. <<
[62] Plutarco, La gloria de los atenienses, I. <<
[63] Panegírico, 100-101. <<
[64] Heródoto, VII, 139. <<
[65] «Cuarta filípica», 31-34. <<
[66] Esto se deduce de lo que se dice acerca de las reacciones del público (probablemente ateniense) frente a su relato del intento democrático del persa Otanes (III, 80 y VI, 43). Él dice: «algunos griegos no me creyeron». <<
[67] Heródoto, VII, 139: ἐπίφθονον πρὸς τῶν πλεόνων ἀνθρώπων [trad. esp. de María Rosa Lida, Los nueve libros de la Historia, Lumen, Barcelona, 1986, vol. II, p. 251]. <<
[68] Heródoto, VII, 138. <<
[69] Tucídides, I, 139, 3. <<
[70] Heródoto, VI, 115 y 121-124. <<
[71] Heródoto, V, 73. Cfr. G. Camassa, Atene, la costruzione della democrazia, l’Erma di Bretschneider, Roma, 2007, p. 83; G. Nenci (ed.), Erodoto, Le Storie, Libro V. La rivolta della Ionia, Mondadori («Fondazione L. Valla»), Milán, 1994, pp. 267-268. <<
[72] Tucídides, II, 63, 2. <<
[73] Estas palabras son idénticas a las de Heródoto, VII, 139; es el eslogan oficial ateniense para justificar el imperio. <<
[74] Tucídides, I, 73 [trad. esp. de Juan José Torres Esbarranch, Gredos, Madrid, 2000, pp. 134-136]. <<
[75] Helénicas, II, 2, 20. <<
[76] Casi no hay necesidad de evocar Stalingrado: la Rusia soviética salvó entonces, con un enorme sacrificio, a Europa de la conquista hitleriana. Sobre esa base creó el imperio, colapsado después de cerca de medio siglo y defendido y justificado siempre en nombre de Stalingrado. Es interesante en este sentido el relato del encuentro y del diálogo entre Helmut Schmidt y Leonid Bréznev (en presencia de Willy Brandt) en Bonn, en mayo de 1973, en H. Schmidt, Menschen und Mäche [1987] [trad. esp.: Hombres y poder, Actualidad y Libros, Barcelona, 1898]. <<
[77] Ésta es la palabra bajo cuyo signo pone toda su obra (I, 20, 3). <<
[78] «Sobre Tucídides», 38 (= I, p. 390, 16-17 Usener-Radermacher). <<
[79] Helénicas, VII, 5, 27: ἀκρισία δὲ καὶ ταραχὴ ἔτι πλείων μετὰ τὴν μάχην ἐγένετο ἢ πρόσθεν ἐν τῇ ῾Ελλάδι. <<
[80] Plutarco, «Vida de Demóstenes», 20, 3. <<
[81] Sería interesante descubrir la fuente que aporta este detalle… <<
[82] Esquines, Contra Ctesifonte, 148: ἐν ἡμέρας μικρῷ μέρει. <<
[83] Incluso después del final de la segunda liga marítima y la «guerra social». <<
[84] Ἀναγκασθείς, dice Plutarco. <<
[85] «Tercera filípica», 10 y passim. <<
[86] «Tercera filípica», 48-52: uno de los textos más importantes sobre la historia del arte militar. <<
[87] Ibídem, 51. <<
[88] Tucídides, I, 141-142. <<
[89] «Tercera filípica», 52. <<
[90] Para la hegemonía espartana los veintinueve años parecen calculados desde la victoria espartana en Egospótamos (verano de 405) hasta la victoria de Cabrias en Naxos (376). Henri Weil ha observado que, para un ateniense, esta victoria marcaba una era, incluso más que la victoria tebana en Leuctra (371). <<
[91] «Tercera filípica», 20-25. <<
[92] ἴσχυσαν δέ τι τουτουσὶ τοὺς τελευταίους χρόνους. <<
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