sábado, 23 de diciembre de 2017

Canfora Luciano.-El mundo de Atenas: Introducción 2 LUCHA EN TORNO A UN MITO

Como es sabido, el imperio ateniense tuvo su origen en una iniciativa de los insulares que habían colaborado, en la medida de sus respectivas fuerzas, en la victoria de la guerra naval contra los persas (480 a. C.). Creación de la flota, impulsada previsoramente por Temístocles, construcción tumultuosa de las «grandes murallas» con el propósito de transformar Atenas en una fortaleza con una magnífica salida al mar, y nacimiento de una liga inicialmente de tipo paritario («Atenas y sus aliados» con el tesoro federal emplazado en la isla de Delos) son acciones concomitantes que señalan el inicio del siglo ateniense; la victoria en Maratón, diez años antes, era sólo uno de los antecedentes (susceptible, entonces, de otros desarrollos). Tal como el siglo XX empieza en 1914, así el siglo V a. C. empieza con Salamina y el nacimiento del imperio ateniense, destinado a durar poco más de setenta años, hasta el colapso de 404 y la reducción de Atenas, ya privada de muralla y sin flota, a mero satélite de Esparta.[50]
Pero el estado de cosas creado por la derrota fue progresivamente desmantelado. Los ideólogos extremistas, admiradores del modelo de Esparta, permanecieron poco tiempo en el gobierno, consumidos y arrollados por la guerra civil. Con el creciente empeño lacedemonio contra Persia se produjo el inevitable cambio de estrategia de la gran monarquía asiática («directora» de la política griega, según una feliz intuición de Demóstenes)[51] y el péndulo persa osciló hacia Atenas: diez años después de 404, un estratego ateniense, Conón (que había tenido un papel protagonista en la victoriosa batalla de las Arginusas en 406), al mando de una flota persa, destruía la flota espartana cerca de Cnido, y con dinero persa resurgían las grandes murallas de Atenas (394/393). De este modo, los efectos de la derrota y de la capitulación quedaban anulados y se creaban las premisas para el renacimiento, bajo otra forma y con diferentes condiciones sancionadas en el pacto, de una nueva liga marítima con mando en Atenas. Se conserva la lápida sobre la que se inscribió el decreto, presentado por un tal Aristóteles del demo de Maratón, buen orador según Demetrio de Magnesia,[52] que establecía las condiciones para la nueva liga.[53]
Entre la primera y la segunda liga, entre las cuales transcurre exactamente un siglo (478-378 a. C.), hay diferencias sustanciales en lo que respecta a cuestiones neurálgicas y puntos significativos. La primera liga tenía un objetivo declarado inherente a la razón misma por la que había surgido: continuar la guerra contra el invasor persa y liberar a los griegos de Asia (objetivo del que Esparta, a pesar de estar siempre a la cabeza de la liga panhelénica que había derrotado a los persas, se había desentendido); la segunda liga —que es sucesiva a la «paz general» o «paz del Rey» (386 a. C.)— establece que los griegos y el Gran Rey deben estar en paz recíproca.[54] La primera liga comportaba una contribución de todos los firmantes, que enseguida pasó de militar (naves) a financiero (el tributo);[55] la segunda liga relanza explícitamente, en su acto constitutivo, el principio del tributo.[56] La primera liga había visto enseguida proliferar los gobiernos homólogos, es decir las democracias de tipo ateniense, en las ciudades aliadas. (Critias daba una explicación lúcida de este automatismo: «el demo ateniense sabe que, si en las ciudades aliadas cobraban fuerza los ricos y “buenos”, el imperio del pueblo de Atenas duraría bien poco».)[57] El documento fundacional de la segunda liga sanciona explícitamente que cada uno de los miembros de la alianza tenga «el tipo de régimen político que prefiera».[58] Por el contrario, cuando en 431 se iba ya inevitablemente hacia el conflicto, que se extendería por largo tiempo, el ultimátum transmitido por Esparta a Atenas, y rechazado por Pericles, fue una orden formal de «dejar libres a los griegos»,[59] es decir, de disolver la liga y desmantelar el imperio; y cuando en 404 vencieron, los lacedemonios anunciaron «el principio de la libertad para los griegos».[60] La segunda liga nace en el seno de una firme exigencia a los lacedemonios «de dejar libres y autónomos a los griegos».[61] En medio sucedió el terrible decenio 404-394, de completo y directo predominio lacedemonio en gran parte de las ciudades e islas que habían sido aliadas-súbditas de Atenas, el desastroso conflicto contra el Gran Rey conducido por Agesilao rey de Esparta y la «paz general» de 386 que dejaba a Esparta vía libre en Grecia. Éste es, en fin, el sentido de la apelación, ateniense esta vez, a la «libertad de los griegos».



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¿Cómo se explica la convergencia, una vez más, a un siglo de distancia y a pesar de la ferocidad de la guerra peloponesia y la dureza creciente del primer imperio, de tantas comunidades (c. 75) nuevamente hacia Atenas como eje de una alianza panhelénica? El ideólogo de tal proceso fue Isócrates, buen amigo de Timoteo, el hijo de Conón, es decir, de quien, con dinero persa, había «llevado», como escribe Plutarco, «a Atenas al mar».[62] El «manifiesto» de esta operación fue el Panegírico, en el que Isócrates trabajó durante más de diez años y que daría a conocer en 380. En ese escrito, sin duda influyente entre las élites y no sólo las atenienses, el uso político de la historia alcanza uno de sus vértices: Atenas ha derrotado a los invasores persas, y esto ha legitimado su imperio; el imperio fue violento dentro de los límites de la estricta necesidad;[63] Esparta en su decenio de dominio incontestado lo hizo mucho peor; ahora se trata de proyectar de nuevo una guerra por la libertad de los griegos contra Persia y, por tanto, naturaliter es que a Atenas le toca ser punto de referencia. La legitimación es por tanto una vez más la victoria sobre los persas conseguida un siglo antes. Esta actitud, que sin embargo no existe en la letra del decreto de Aristóteles, está en el origen de una interpretación del nuevo pacto de alianza que tiene su eje en Atenas como reconocimiento de un primado adquirido por la victoria con la que cien años antes Atenas había «salvado la libertad de los griegos».[64] Esto no se dice en el decreto de Aristóteles; alguien ha extirpado, de ese decreto, precisamente las líneas en las que se reconocía y aceptaba la «paz del Rey», es decir, el acuerdo que sancionaba la renuncia por parte de las potencias griegas a perseguir los objetivos por los cuales había nacido la primera liga.



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La justificación del imperio en razón de la victoria sobre los persas he tenido una larga historia. Cuando Isócrates la retoma es ya pura ideología: el ataque a Oriente está fuera del alcance de Atenas (y de cualquier otra potencia griega). La segunda liga naufragará después de treinta años de una guerra extenuante entre Atenas y sus aliados (la «guerra social»: 357-355); algunos años más tarde, guiada por Demóstenes, Atenas buscará la ayuda persa contra Macedonia y al fin será precisamente Macedonia la que desencadene el ataque decisivo a Oriente, que producirá en pocos años la disolución del imperio persa (344-331 a. C.). El mito de Atenas como liberadora de los griegos debido a su victoria sobre los persas funcionaba aún cuando Demóstenes —en 340/339— intentaba jugar, con desenvoltura realpolítica, la carta persa, chocando en la asamblea, todavía en la vigilia de Queronea, contra el arraigado mito de «enemigo tradicional de los griegos» y por tanto «perpetuo adversario histórico de Atenas».[65]
Pero ese mito, que había sido el aglutinante político-propagandístico del imperio, en la segunda liga era ya sólo un fantasma.
En torno a ese mito se desarrolló una batalla historiográfica de tipo revisionista (como se dice ahora) que es instructivo recorrer sumariamente. Los protagonistas son Heródoto y Tucídides. Heródoto, nacido en Halicarnaso, y por tanto súbdito del Gran Rey, emigrado muy joven, eligió Atenas; allí difundió, en lecturas públicas, parte de su obra,[66] participó en la fundación de la colonia panhelénica de Turios impulsada por Pericles y tomó ciudadanía en ella. No se sabe hasta qué año ni dónde vivió. Conoció, y comentó, el creciente malhumor contra Atenas, agudizado en la vigilia de 431. Todo hace pensar que asistió por lo menos al principio del conflicto. Su opinión, historiográfica y política a la vez, consiste en insertar una página de polémica muy actual contra esas reticencias justo allí donde emprende la narración de la tremenda y destructiva invasión persa de 480: «aquí», escribe, «me veo obligado a manifestar una opinión que será odiosa a la mayoría de la gente».[67] Declaración muy comprometida, que hace evidente, de modo simple y directo, la vastedad del odio ateniense a la difundida voluntad, por parte de una gran mayoría, de no seguir escuchando que Salamina legitima el imperio. «No obstante», prosigue, «como me parece verdadera, no la callaré». Dice sin más demora la palabra odiosa «a la mayoría de la gente»: si los atenienses se hubieran rendido a Jerjes nadie más habría osado enfrentarse al Gran Rey. Pero el razonamiento no se detiene allí, sino que es desarrollado mediante una cuidadosa casuística y culmina con la hipótesis de que incluso los lacedemonios, abandonados por sus aliados, «habrían muerto noblemente […] o viendo antes que los demás griegos favorecían a Jerjes, habrían pactado con él». En conclusión: «Así pues, quien diga que los atenienses fueron los salvadores de Grecia no faltará a la verdad, pues la balanza se habría inclinado a cualquiera de los lados que ellos se hubieran vuelto. Habiendo decidido mantener libre a Grecia, ellos fueron quienes despertaron a todo el resto de Grecia que no favoreció a los persas y quienes, con ayuda de los dioses, rechazaron al Gran Rey». «Los oráculos espantables y terroríficos que venían de Delfos no los persuadieron y osaron aguardar al invasor de su país».
Más que para la memoria futura, esta página parece escrita para ser disfrutada de inmediato. Es la respuesta a una polémica actual, viva. No debe descuidarse el hecho más evidente: la introducción, al principio del relato referido a la epopeya de medio siglo antes, de una página que tiene como objetivo declarado el de replicar la hostilidad que hoy, en el momento en el que Heródoto se apresta a narrar esa epopeya, inevitable y casi «universalmente» (πρὸς τῶν πλεόνων ἀνθρώπων), sorprende a quien intente evocar aquellos hechos.
El ataque es preparado, pocas líneas antes, por un cuadro crudamente realista de las reacciones de las diversas ciudades griegas a la invasión:[68] hubo quien creyó salvarse haciendo inmediatamente acto de sumisión, dando «al persa tierra y agua»; otros, que no pretendían hacerlo, eran presa del terror «pues no había en Grecia naves en número suficiente para resistir al invasor», y de éstos «no querían emprender la guerra y favorecían al medo de buen grado (μηδιζόντων δὲ προθύμως); la campaña del Rey nominalmente se dirigía contra Atenas, pero se lanzaba en realidad contra toda Grecia». Aquí hay una acusación que envuelve a muchos que ahora son intolerantes respecto de Atenas y de su dominio; y hay también una valoración militar: 1) hacía falta una flota adecuada (y sólo Atenas sabría ponerla en juego); 2) la derrota de Atenas, objetivo declarado, habría comportado la sumisión de todos los demás griegos.
De las palabras de Heródoto deducimos indirectamente otro dato: que la consigna espartana («Atenas deja que los griegos sean autónomos»),[69] que circulaba en el momento en que el historiador ateniense de adopción escribía esa página, tenía un gran éxito, puesto que —como él mismo reconoce sin eufemismos— recordar que «Atenas había decidido que sobreviviese la libertad de los griegos» suscitaba odio por parte de casi todos los griegos. No hay quien no vea que «fue Atenas quien quiso que Grecia quedara libre» suena como una réplica directa a la consigna «Atenas, deja que los griegos sean autónomos». Tampoco puede pasar inadvertido el tono asertivo y apasionadamente polémico que invade toda la página, alejada del habitual tono equilibradamente objetivo que es usual en Heródoto. Ni dejará de verse que el sacrificio, poco más que simbólico, de los espartanos en las Termópilas queda fuera del balance de conjunto contenido en esta página.
Heródoto sabe además —y no lo esconde al referirse a la primera invasión persa, contenida por los atenienses en Maratón— que en esa ocasión corrieron voces inquietantes acerca del comportamiento de los Alcmeónidas, es decir, de la familia de Pericles, sospechosos de complicidad con el enemigo.[70] Antes incluso Heródoto rindió cuenta del paso cumplido por el mismo Clístenes, después de la expulsión de Iságoras (apoyado por los espartanos) de la Acrópolis y de su definitiva afirmación (508/507 a. C.): presentarse en Persia «para suscribir una alianza que contenía las condiciones usuales para quien pretendiese establecer relaciones con Persia: tierra y agua debían ser concedidos al Gran Rey».[71] Esparta fue una ayuda importante para echar a Hipias (510 a. C.), sucesor de su padre Pisístrato, de la «tiranía»; e Hipias se refugió en Persia, y fue visto por los griegos como un instigador de la invasión persa. En la lucha de las facciones atenienses, los espartanos se alinearon con Iságoras contra Clístenes; el demo se levantó contra Iságoras y los espartanos, y Clístenes se apoyó en Persia. En Maratón, los Alcmeónidas lanzaron señales de entendimiento a los persas. Heródoto intenta exculparlos de esa acusación infame, y su argumentación apologética desemboca en el gran nombre de Pericles. La victoria contra esa primera invasión la había obtenido el clan político-familiar (Milcíades, padre de Cimón) adversaria de los Alcmeónidas. Pero un jovencísimo Pericles pagará el coro para Esquilo, para la tetralogía que comprende Los persas. Desde finales del siglo VI a. C., entonces, Persia es la «gran directora», en palabras de Demóstenes, y alterna invasiones con cambios repentinos de alianzas, y es respondida, por parte griega, con igual desenvoltura: Esparta derrotará a Atenas con ayuda de los persas en la larga «guerra del Peloponeso».
Sin embargo, entrelazado en esta andadura real de los hechos político-militares, coexiste y vive el mito: el mito de la victoria sobre los persas, debido esencialmente a Atenas. El imperio se basa en el presupuesto, el prestigio y la fuerza militar derivada de aquella victoria. Y es dirigido con puño de hierro por Pericles durante su largo gobierno «principesco», en el supuesto realpolítico de que «el imperio es una tiranía»,[72] mientras aumenta la oposición más radical contra el imperio y el propio Pericles manda a sus emisarios a Esparta, en la vigilia de la gran guerra (432/431 a. C.), a declarar el derecho al imperio con estas palabras:
… al enterarnos de que un considerable clamor se había levantado contra nosotros […]. Queremos dejar claro, a propósito de toda la cuestión suscitada respecto de nosotros, que no tenemos nuestras posesiones indebidamente, y que nuestra ciudad es digna de consideración. ¿Para qué hablar de hechos muy antiguos, atestiguados por los relatos a los que se presta oído más que por la vista del auditorio? En cambio, de las guerras persas y de hechos que vosotros mismos conocéis, aunque pueda resultar un tanto enojoso que los aduzcamos siempre como argumento, es preciso que hablemos. Pues lo cierto es que, en el curso de aquellas acciones, se corrió un riesgo para prestar un servicio, y si vosotros participasteis de los efectos de ese servicio, nosotros no debemos ser privados de toda posibilidad de hablar de ello, si nos resulta útil. Nuestro discurso no será tanto un discurso de justificación como de testimonio y de aclaración, para que os deis cuenta de contra qué ciudad tendrá lugar la contienda si no deliberáis bien. Afirmamos, ciertamente, que en Maratón nosotros solos afrontamos el peligro ante los bárbaros, y que cuando más tarde volvieron, al no poder defendernos por tierra, nos embarcamos con todo el pueblo en las naves y participamos en la batalla de Salamina; esto fue, precisamente, lo que impidió que aquéllos atacaran por mar y saquearan, ciudad tras ciudad, el Peloponeso,[73] pues no hubiera sido posible una ayuda mutua contra tantas naves. Y la mayor prueba de esto la dieron los mismos bárbaros: al ser vencidos por mar, consideraron que sus fuerzas ya no eran iguales y se retiraron a toda prisa con el grueso de su ejército.[74]
Mitología política y realpolítica se entretejen. En el centro están siempre los Alcmeónidas, no casualmente implicados por los espartanos, en el frenético lanzamiento de exigencias cada vez más inaceptables intercambiadas entre ambas potencias cuando ya se había decidido que habría guerra. La exigencia fue expulsar de Atenas a los descendientes de la familia (los Alcmeónidas) que dos siglos antes habían masacrado al atleta golpista Cilón (636 o 632 a. C.); es decir, ¡echar de Atenas al alcmeónida Pericles! Nunca un uso político de la historia fue más intensa y abiertamente instrumental. Sin embargo, el mito no era mera creación ideológica. Existía el verdadero sentimiento, incluso por parte de los adversarios más tenaces, de que Atenas era la ciudad que había salvado la libertad de los griegos de la invasión. Cuando Tebas, Corinto y varias otras, en abril de 404, sucedida ya la capitulación de Atenas, exijan su destrucción, es decir, aplicarle el mismo tratamiento que Atenas había infligido a quienes se rebelaban contra su imperio, serán los espartanos quienes lo veten con un argumento memorable: «No se puede hacer esclava a una ciudad griega que ha hecho grandes cosas en el momento en que Grecia corría el máximo peligro.»[75]
Hay argumentos para pensar que Esparta había adoptado esta posición para no consentir que los más poderosos de sus aliados (Tebas y Corinto) cobraran suficiente fuerza como para anular a Atenas —como ellas mismas se proponían. ¿Pero quién podrá separar el interés político de la palabra política y de la mitología histórico política? En ningún caso uno solo de esos factores funciona en estado puro y aislado de los demás.[76]



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Tucídides combatió ese mito o, mejor dicho, consideró parte de su búsqueda de «verdad»[77] el desvelar el sentido de ese mito, su fuerza como instrumento imperial y su progresivo debilitamiento. Lo cual hace hábilmente, sin utilizar nunca la primera persona sino hablando a través de los mismos atenienses. Éstos hablan al congreso de Esparta, en la vigilia misma del conflicto, en el modo en que acabamos de mostrar; pero en otras dos ocasiones muy significativas los oímos hablar de ese mito, y hacen la desconcertante declaración de que ellos son los primeros en no creérselo. Esto sucede en dos ocasiones en las cuales los atenienses son presentados como promotores de guerras «injustas»: en el coloquio a puerta cerrada con los representantes de Melos, en la vigilia del ataque contra la isla rebelde (V, 89), y en el choque dialéctico entre Hermócrates de Siracusa y el embajador ateniense Eufemo, poco antes de comenzar el asedio ateniense de Siracusa (VI, 83).
Las palabras que Tucídides hace pronunciar a los representantes atenienses en Melo son particularmente desmitificadoras: «No recurriremos a una extensa y poco convincente retahíla de argumentos (λόγων μῆκος ἄπιστον)», un largo discurso no creíble, engañoso, «sosteniendo que nuestro imperio es justo porque vencimos a los persas en su momento». Eufemo es menos cruel pero no menos elocuente: «No queremos construir bellas frases (καλλιεπούμεθα) diciendo que ejercemos el imperio con toda razón porque nosotros solos derrotamos a los bárbaros». «Bellas frases» es menos tajante que «extensa y poco convincente retahíla de argumentos». Pero hay una circunstancia distinta que explica la diferencia de tono: Melos había sido una de las promotoras de la liga delio-ática en 478; Sicilia, Siracusa en particular, había sido apenas rozada por la guerra entre griegos y persas al principio del siglo.
Tucídides, que nació cuando el mito ya se apagaba, puede ser fríamente «revisionista». Pero la fuerza de ese mito se percibe aún en el reproche que, en los tiempos de Augusto, Dionisio de Halicarnaso pronuncia a propósito de ese diálogo entre los melios y los atenienses:
Tucídides —dice el historiador y retórico— hace hablar a esos embajadores «de manera indigna acerca de la ciudad de Atenas».[78]

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¿Hasta cuándo fue Atenas, y hasta qué momento fue considerada, una «gran potencia»? La caída del segundo imperio fue compensada, desde el punto de vista de las relaciones de fuerza en la península, por el recíproco desgaste de las potencias antaño aliadas y ahora rivales, Tebas y Esparta, entre los años 371 (Leuctra) y 362 a. C. (Mantinea). En ese mundo griego «cada vez más desordenado», del que Jenofonte se despide en las últimas frases de las Helénicas,[79] Atenas es todavía la mayor potencia naval. En este supuesto material se basa la política demosténica de contraposición con Macedonia, es decir, con la monarquía militar gobernada por una dinastía que, a partir de Arquelao, había mirado hacia Grecia: hacia Atenas como faro de la modernización y hacia Tebas como modelo para un aparato militar esencialmente terrestre, como era, hasta entonces, el macedonio.
Para Filipo, Atenas es aún la gran antagonista. Demóstenes no deja de repetirlo: habrá vencido cuando nos haya derrotado, habrá paz cuando nos haya subyugado también a nosotros. Después de la victoria de Queronea sobre la coalición panhelénica creada por Demóstenes (agosto de 338 a. C.), Filipo, «ebrio», improvisará una escena histérica de komos,[80] análoga al ballet improvisado por Hitler ante la noticia de la caída de Francia e inmortalizado por camarógrafos alemanes en una película que ha dado la vuelta al mundo. La escena de Filipo poniéndose a bailar descompuesto, pisándose los pies al ritmo de la música y recitando grotescamente el decreto de Demóstenes que había determinado la declaración de guerra, significa muchas cosas: que la campaña de Queronea no había sido un paseo; pero también que Filipo tenía suficientes espías en Atenas para disponer, en una guerra ya desencadenada, de copias de documentos oficiales del país enemigo; que Demóstenes como personaje era para él, más allá del enemigo, un antagonista percibido como de igual peso y relevo. Plutarco relata el momento posterior a la borrachera: «cuando volvió a estar sobrio, y comprendió plenamente la enormidad de la batalla que se había desarrollado, tuvo un escalofrío[81] pensando en la habilidad (δεινότητα) y la fuerza (δύναμιν) de Demóstenes, y considerando que había sido obligado (ἀναγκασθείς) por él a ponerlo todo en juego —la hegemonía y su propia vida— en una fracción de un único día». Incluso un enemigo interno de Demóstenes y fiel «quinta columna» de Filipo en Atenas —es decir, Esquines—, durante el juicio contra Ctesifonte, que fue de hecho un proceso contra la política antimacedonia llevada a cabo por Demóstenes y finalmente derrotada, declaró que Filipo «no era en absoluto un necio y no ignoraba que había arriesgado su entera fortuna en una pequeña fracción de jornada».[82]
Atenas seguía siendo, a los ojos de un realpolítico sin parangón como Filipo, a todos los efectos una «gran potencia».[83] Precisamente en el terreno de la táctica militar, Filipo trazó las necesarias consecuencias de tal constatación. De ahí la percepción del riesgo extremo de verse obligado a una gran batalla campal.[84] De donde surge toda su táctica «oblicua», ejecutada durante años, a partir de la conclusión de la tercera «guerra sacra» y de la paz de Filócrates (346), de progresivo acercamiento a Atenas sin llegar nunca al choque directo, sin soltar jamás una mordaza que iba progresivamente a apretarse en torno a la ciudad enemiga, única potencia temible de la península. Una táctica perfecta para adormecer la opinión pública ateniense y preciosa para dotar de argumentos a quienes lo apoyaban en el interior de la potencia adversaria. Por eso Demóstenes insiste incesantemente en la táctica inédita adoptada por Filipo, en el truco de la «guerra no declarada»,[85] en el nuevo modo de hacer la guerra, fundado esencialmente en la «quinta columna», en el programático rechazo del choque directo, y en el uso hábil de tropas ligeras para acciones rápidas y siempre colaterales respecto del verdadero objetivo: una guerra de hecho permanente, nunca declarada y nunca cuerpo a cuerpo, en los antípodas de las invasiones estacionales espartanas del siglo anterior.[86] La genialidad táctica de Demóstenes consistió en comprender el cambio y en poner en juego una suerte de estrategia períclea adaptada al nuevo siglo: nada de choque campal en el que jugárselo todo, sino conducir —de lejos— la guerra «corriendo» directamente al territorio enemigo.[87] Igual que Pericles en su primer discurso,[88] Demóstenes enumera los recursos, los puntos fuertes de los atenienses y los puntos débiles del adversario.[89] Sólo después de haber tejido una gran alianza, una temible (al menos sobre el papel) coalición panhelénica, decidió lanzarse a la batalla. Y perdió.
Pero Filipo no invadió el Ática, como se había temido al conocerse la derrota; buscó el acuerdo. Dio cuerpo a una «paz común» con el tratado de Corinto (336). Era consciente de haber vencido pero no estaba seguro de haber reducido definitivamente a Atenas. No debe por tanto sorprendernos el hecho de que, algunos decenios más tarde, cuando el fin del imperio persa a manos de Alejandro había cambiado la faz del mundo, sin embargo, a la noticia de la muerte de Alejandro, Atenas estuviera en condiciones de movilizar nuevamente una coalición panhelénica que durante algunos meses (323-322, la denominada «guerra lamiaca») puso en peligro el predominio macedonio de Europa. Con el final de la guerra lamiaca, más que con Queronea, termina la historia de Atenas como gran potencia.



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El tema de la «grandeza» y del «ejemplo» de los antepasados es obviamente un ingrediente fundamental en la oratoria política ateniense, a pesar de que no era fácil encontrar tantas victorias para evocar, con excepción de aquellas sobre los persas y aquellas míticas de Teseo contra las amazonas. Era un tema de epitafio, y es obviamente un tema que fortalece de por sí la oratoria ficticia o, mejor dicho, la propaganda histórico-política de Isócrates. En los discursos de Demóstenes a la asamblea este tema toma cuerpo de otra forma: se convierte en una confrontación comparativa entre las diversas «hegemonías» sucesivas en la península a lo largo del siglo V, un panorama historiográfico en escorzo, apuntado como un arma en la batalla en curso. Es un ejemplo perfecto del uso político de la historia de Atenas:
Voy a deciros acto seguido por qué me inspira la situación tan serios temores, para que, si son acertados mis razonamientos, os hagáis cargo de ellos y os preocupéis algo al menos de vosotros mismos, ya que, según se ve, los demás no os importan; pero si mis palabras os parecen las de un estúpido o un charlatán, no me tengáis en lo sucesivo por persona normal ni volváis ahora ni nunca a hacerme caso.
Que Filipo, de modesto y débil que era en un principio, se ha engrandecido y hecho poderoso; que los helenos están divididos y desconfían unos de otros; que, si bien es sorprendente que haya llegado a donde está, habiendo sido quien fue, no lo sería tanto que ahora, dueño de tantos países, extendiera su poder sobre los restantes, y todos los razonamientos semejantes a estos que podría exponer, los dejaré a un lado; pero veo que todo el mundo, comenzando por vosotros, le tolera lo que ha sido eterna causa de las guerras entre los helenos. ¿Qué es ello? Su libertad para hacer lo que quiera, expoliar y saquear de este modo a todos los griegos uno por uno, y atacar a las ciudades para reducirlas a la servidumbre. Sin embargo, vosotros ejercisteis la hegemonía helénica durante setenta y tres años, y durante veintinueve los espartanos.[90] También los tebanos tuvieron algún poder en estos últimos tiempos a partir de la batalla de Leuctra; pero, no obstante, ni a vosotros ni a los tebanos ni a los lacedemonios os fue jamás, ¡oh atenienses!, permitido por los helenos obrar como quisierais ni mucho menos; al contrario, cuando les pareció que vosotros, o mejor dicho, los atenienses de entonces, no se comportaban moderadamente con respecto a alguno de ellos, todos, incluso los que nada podían reprocharse, se creyeron obligados a luchar contra ellos en defensa de los ofendidos; y de nuevo, cuando los espartanos, dueños del poder y sucesores de vuestra primacía, intentaron abusar y violaron largamente el equilibrio, todos les declararon la guerra, hasta los que nada tenían contra ellos. Pero ¿por qué hablar de los demás? Nosotros mismos y los espartanos, que en un principio no teníamos motivo alguno para quejarnos los unos de los otros, nos creíamos, sin embargo, en el deber de hacernos la guerra a causa de las tropelías que veíamos cometer contra otros. Pues bien, todas las faltas en que incurrieron los troyanos durante aquellos treinta años y nuestros mayores en los setenta, eran menores, ¡oh atenienses!, que las injurias inferidas por Filipo a los helenos en los trece años mal contados que lleva en primera línea; o, por mejor decir, no eran nada en comparación con ellas.[91]
La verdad histórica cede el paso a la necesidad, inmediata, urgente, de dibujar con claridad el retrato del enemigo. En este punto, la lucha salvaje por la hegemonía, que se extiende durante más de un siglo, se convierte en una carrera de caballos en la que las potencias chocan «aunque al principio no había agravios recíprocos de los que dolerse», sólo por el deber de «reparar agravios infligidos a los otros». En esta carrera Atenas tomó la delantera, porque su hegemonía fue la más larga, en tanto que la tebana se difumina casi en la nada;[92] y porque Esparta, como ya argumentaba Isócrates en el Panegírico, cometió más injusticias en su breve hegemonía que Atenas en sus más de setenta años.

El lector corre el riesgo de creernos. En esta página parece que la historia conocida comenzase con la hegemonía ateniense, con el imperio, y no hubiera habido en cambio una muy larga fase precedente en la cual la potencia reguladora fue Esparta. Pero Esparta no había sabido, o querido, exportar su «mito».

[50] Helénicas, II, 2, 20-23. <<
[51] «Cuarta filípica», 51. <<
[52] Cfr. Diógenes Laercio, V, 35. <<
[53] Syll.3 147 = IG, II2 43 = M. N. Tod, A Selection of Greek Historical Inscriptions, II, Clarendon Press, Oxford, 1948, 19683, n.º 123. <<
[54] Syll.3 147, líneas 12-14 (según la razonable reconstrucción de Silvio Accame). Es notable que estas líneas que contienen la aceptación de la paz del Rey hayan sido, más tarde, deliberadamente erosionadas. <<
[55] Tucídides, I, 99, 3, que precisa: «de ello fueron en un principio responsables los propios aliados», quienes prefirieron absolverse de las obligaciones de la alianza pagando el tributo. <<
[56] Línea 23: μήτε φόρον φέροντι. <<
[57] [Jenofonte], Athenaion Politea, I, 14. <<
[58] Línea 21: πολιτείαν ἣν ἂν βούληται. <<
[59] Tucídides, I, 139, 3; cfr. II, 8, 4, y II, 12. Cfr., más abajo, cap. XXIX. <<
[60] Helénicas, II, 2, 23. <<
[61] Líneas 9-10: ὅπως ἂν Λακεδαιμόνιοι ἐῶσι τοὺς Ἕλληνας ἐλευθέρους καὶ αὐτονόμους κτλ. <<
[62] Plutarco, La gloria de los atenienses, I. <<
[63] Panegírico, 100-101. <<
[64] Heródoto, VII, 139. <<
[65] «Cuarta filípica», 31-34. <<
[66] Esto se deduce de lo que se dice acerca de las reacciones del público (probablemente ateniense) frente a su relato del intento democrático del persa Otanes (III, 80 y VI, 43). Él dice: «algunos griegos no me creyeron». <<
[67] Heródoto, VII, 139: ἐπίφθονον πρὸς τῶν πλεόνων ἀνθρώπων [trad. esp. de María Rosa Lida, Los nueve libros de la Historia, Lumen, Barcelona, 1986, vol. II, p. 251]. <<
[68] Heródoto, VII, 138. <<
[69] Tucídides, I, 139, 3. <<
[70] Heródoto, VI, 115 y 121-124. <<
[71] Heródoto, V, 73. Cfr. G. Camassa, Atene, la costruzione della democrazia, l’Erma di Bretschneider, Roma, 2007, p. 83; G. Nenci (ed.), Erodoto, Le Storie, Libro V. La rivolta della Ionia, Mondadori («Fondazione L. Valla»), Milán, 1994, pp. 267-268. <<
[72] Tucídides, II, 63, 2. <<
[73] Estas palabras son idénticas a las de Heródoto, VII, 139; es el eslogan oficial ateniense para justificar el imperio. <<
[74] Tucídides, I, 73 [trad. esp. de Juan José Torres Esbarranch, Gredos, Madrid, 2000, pp. 134-136]. <<
[75] Helénicas, II, 2, 20. <<
[76] Casi no hay necesidad de evocar Stalingrado: la Rusia soviética salvó entonces, con un enorme sacrificio, a Europa de la conquista hitleriana. Sobre esa base creó el imperio, colapsado después de cerca de medio siglo y defendido y justificado siempre en nombre de Stalingrado. Es interesante en este sentido el relato del encuentro y del diálogo entre Helmut Schmidt y Leonid Bréznev (en presencia de Willy Brandt) en Bonn, en mayo de 1973, en H. Schmidt, Menschen und Mäche [1987] [trad. esp.: Hombres y poder, Actualidad y Libros, Barcelona, 1898]. <<
[77] Ésta es la palabra bajo cuyo signo pone toda su obra (I, 20, 3). <<
[78] «Sobre Tucídides», 38 (= I, p. 390, 16-17 Usener-Radermacher). <<
[79] Helénicas, VII, 5, 27: ἀκρισία δὲ καὶ ταραχὴ ἔτι πλείων μετὰ τὴν μάχην ἐγένετο ἢ πρόσθεν ἐν τῇ ῾Ελλάδι. <<
[80] Plutarco, «Vida de Demóstenes», 20, 3. <<
[81] Sería interesante descubrir la fuente que aporta este detalle… <<
[82] Esquines, Contra Ctesifonte, 148: ἐν ἡμέρας μικρῷ μέρει. <<
[83] Incluso después del final de la segunda liga marítima y la «guerra social». <<
[84] Ἀναγκασθείς, dice Plutarco. <<
[85] «Tercera filípica», 10 y passim. <<
[86] «Tercera filípica», 48-52: uno de los textos más importantes sobre la historia del arte militar. <<
[87] Ibídem, 51. <<
[88] Tucídides, I, 141-142. <<
[89] «Tercera filípica», 52. <<
[90] Para la hegemonía espartana los veintinueve años parecen calculados desde la victoria espartana en Egospótamos (verano de 405) hasta la victoria de Cabrias en Naxos (376). Henri Weil ha observado que, para un ateniense, esta victoria marcaba una era, incluso más que la victoria tebana en Leuctra (371). <<
[91] «Tercera filípica», 20-25. <<
[92] ἴσχυσαν δέ τι τουτουσὶ τοὺς τελευταίους χρόνους. <<

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