El «mito» de Atenas se encierra
en algunas frases del epitafio de Pericles parafraseado, y al menos en parte
inventado, por Tucídides. Son sentencias con pretensiones de eternidad y que
legítimamente han desafiado al tiempo, pero también son fórmulas no del todo
comprendidas por los modernos, y acaso por eso han resultado aún más eficaces,
y han sido blandidas con trasnochado engreimiento. Otras partes del epitafio,
mientras tanto, son ignoradas, quizá porque molestan el cuadro que los
modernos, recortando los pasajes exquisitos del original, quieren agigantar.
Baste como ejemplo la exaltación de la violencia imperial ejercida por los
atenienses en cualquier parte de la tierra.[1]
Memorable y afortunada entre
todas, en cambio, es la serie de valoraciones en torno a la relación de Atenas,
considerada en su conjunto, con el fenómeno del extraordinario florecimiento
cultural: «En síntesis, afirmo que nuestra ciudad en su conjunto constituye la escuela de Grecia»;[2]
«entre nosotros cada ciudadano puede desarrollar de manera autónoma su persona[3]
en los más diversos campos con gracia y desenvoltura»;[4] «amamos la
belleza pero no la ostentación; y la filosofía[5] sin inmoralidad».[6]
Algunas de estas expresiones han
sido objeto de amplificaciones posteriores, ya en la Antigüedad, como es el
caso del epigrama a la muerte de Eurípides atribuido a Tucídides, en el que
Atenas se vuelve de «escuela de Grecia» en «Grecia de Grecia».[7]
Otros han contribuido a crear un cliché perdurable. Por ejemplo: «Frente a los
peligros, a los otros la ignorancia les da coraje, y el cálculo, indecisión»;[8]
nosotros los atenienses afrontamos los peligros racionalmente, teniendo pleno
conocimiento y conciencia; ellos viven para la disciplina y los ejercicios
preventivos, nosotros no somos menos aunque vivamos de modo más relajado;[9]
los lacedemonios no nos invaden nunca solos sino que vienen con todos sus
aliados, mientras nosotros, cuando invadimos a los vecinos, vencemos[10] (!) aunque
combatamos solos casi siempre.
Si ahora consideramos el célebre
capítulo que describe el sistema político ateniense,[11] la
contradicción entre la realidad y las palabras del orador se vuelve aún más
evidente. Baste tener en cuenta que Tucídides, quien sin circunlocuciones
melifluas o edulcorantes define el largo gobierno de Pericles como «democracia
sólo de palabras, y en los hechos una forma de principado»,[12]
precisamente en este epitafio hace hablar a Pericles de modo tal que suscita la
impresión (en una lectura superficial) de que el estadista, en su faceta de
orador oficial, está describiendo un sistema político democrático y a la vez
tejiendo su elogio. Pero no le basta con eso: le hace elogiar el trabajo de los
tribunales atenienses en los que «en las disputas privadas las leyes garantizan
igual tratamiento a todo el mundo».[13] Por no hablar de la visión
totalmente idealizada del funcionamiento de la asamblea popular como lugar en
el que habla cualquiera que tenga algo útil que decir a la ciudad y se es
apreciado exclusivamente en función del valor, en tanto que la pobreza no es un
impedimento.[14]
2
Tucídides era perfectamente
consciente de que estaba imitando un discurso de ocasión —con todas las falsedades
patrióticas inherentes a ese género de oratoria—, cosa que los intérpretes de
su obra no deberían olvidar en ningún caso. Tucídides comparaba,
intencionadamente, la Atenas imaginaria de la oratoria períclea «oficial» con
la verdadera Atenas períclea; éste es asimismo un supuesto necesario para leer
sin equivocaciones el célebre epitafio. Desde nuestro punto de vista, el
primero en comprender plenamente el profundo carácter mistificador de este
importante discurso fue Platón, quien en el Menéxeno
parodió ferozmente este epitafio inventando el epitafio de Aspasia —la mujer
amada por Percicles y perseguida por la mojigatería oscurantista ateniense—,
elaborado, dice Sócrates en ese diálogo, «pegando las sobras» del epitafio de
Pericles.[15] La pointe de
la invención platónica, suscitada probablemente por la reciente aparición de la
obra tucidídea, resulta tanto más punzante si se considera que el Pericles de
Tucídides, en el epitafio, exalta la entrega del ateniense medio a la
filosofía, mientras que Aspasia había sido blanco de una denuncia del
comediógrafo Hermipo y Diopites presentaba y hacía aprobar un decreto, dirigido
contra Anaxágoras, que «sometía a juicio con procedimiento de urgencia a
quienes no creyeran en los dioses o enseñaran doctrinas sobre los fenómenos
celestes»;[16] mientras Menón o Glicón arrastraban a Fidias a los
tribunales y después a la cárcel. Anaxágoras, Fidias, Aspasia: es el círculo de
Pericles, en cuyo centro está Aspasia. Por eso es cruel, o mejor dicho
perfectamente conforme a la falsedad de los epitafios, hacer decir precisamente
a Pericles que el ateniense ama la belleza y la filosofía; y particularmente
eficaz imaginar —como sucede en el Menéxeno—
una parodia de tal oratoria como obra de Aspasia.
Imposible no detenerse a pensar
que también la explicación orgullosa y arrogante que Pericles da en este
discurso acerca de por qué los atenienses ganan las guerras sin necesidad de
imponerse esa dura disciplina marcial y totalizadora que es característica de
Esparta causa un efecto de sorpresa en el lector, que sabe desde el primer
momento que la guerra de la que se habla, deseada por el propio Pericles, acabó
en derrota (y, contra toda su previsión, precisamente en el mar).
En resumen, la Atenas del mito
—un mito fecundo pero no por eso menos mítico— es la que queda grabada en el
epitafio perícleo-tucidídeo.
3
Lo cierto es que los caminos de
la historia y los del mito están estrechamente entrelazados. El destino
historiográfico es el ejemplo más demostrativo. Si se consideran en perspectiva
las vicisitudes de su recepción se puede observar que enseguida fue objeto de
discusiones y de rechazos. Isócrates (436-338 a . C.),
Platón (428-347 a . C.),
Lisias (¿445/444?—¿370?) aparecen como protagonistas de este episodio.
Isócrates en el Panegírico, Lisias en
el Epitafio y Platón en el Menéxeno, más o menos contemporáneos si
se tiene en cuenta el dato de que Isócrates escribió el Panegírico entre 392 y 380, constituyen la primera e iluminadora
reacción a la difusión de la obra «completa» de Tucídides acontecida en aquel
periodo de tiempo. Isócrates defiende el imperio y responde a Tucídides (y a su
«editor» Jenofonte) por haberlo puesto radicalmente en discusión, y
precisamente por eso entiende al pie de
la letra todo aquello que en elogio de Atenas y de su imperio se lee en el
epitafio perícleo (retocándolo y parafraseándolo en varios pasajes.)[17]
Platón, crítico de toda la tradición democrática ateniense fundada en el pacto
entre señores y pueblo, que él toma por fuente de corrupción y de mala
política, no sólo no duda en incluir a Pericles entre los gobernantes que han
causado la ruina de la ciudad (Gorgias,
515), sino que en el Menéxeno
parafrasea crudamente algunos puntos cardinales del epitafio para aplastarlos
bajo un manto de sarcasmo. Un ejemplo definitivo es el modo en que el célebre
pensamiento perícleo-tucidídeo sobre la democracia ateniense[18] se
transfigura grotescamente en las palabras de la Aspasia platónica:[19]
«Hay quien la llama democracia y quien de otra manera, como a cada uno le
place, pero en realidad es una aristocracia con el apoyo de la mayoría.»[20]
Las palabras de Aspasia que vienen a continuación de las que acabamos de citar
son extraordinariamente alusivas (dirigidas con claridad al Pericles princeps de Tucídides, II, 65, 9):
«¡Porque reyes[21] siempre hemos tenido!». Sin embargo, para que al
lector le quede claro que todo el epitafio de Aspasia es paródico, Platón no
duda en hacerle decir que la campaña de Sicilia, llevada a cabo «por la
libertad de los leontinos» (!), encadenó una serie de éxitos aunque terminó mal
(242e), que en Helesponto (Cícico) «hemos apresado en un solo día a toda la
flota enemiga» (243a), y que la guerra civil del 404/403 ha terminado «de
manera magníficamente equilibrada» (243e), a pesar de que Platón conocía
perfectamente la masacre a traición de oligarcas cometida por la democracia
restaurada en 401, en la emboscada de Eleusis.[22] Tampoco renuncia
Platón a ridiculizar la fórmula que tanto conmueve a los modernos («Atenas
escuela de Grecia») haciéndola banalizar por Aspasia del modo siguiente: «en Maratón
y en Salamina hemos enseñado a todos los griegos (παιδευθῆναι τοὺς ἄλλους
Ἕλληνας) cómo se combate por tierra y cómo se combate por mar».[23]
Pero no debe olvidarse que el
verdadero antiepitafio —contemporáneo del monumento perícleo-tucidídeo— es el opúsculo
dialógico de Critias Sobre el sistema
político ateniense, en el que cada uno de los puntos principales que
Pericles toca en su discurso de Estado son invertidos y presentados bajo la
cruda luz del abuso cotidiano sobre la que, según el autor, se sostiene el
sistema político-social ateniense.[24] No se limita a mostrar que la
democracia sería en realidad violencia de clase, mal gobierno, reino de la
corrupción y del abuso de los tribunales, reino del derroche y del parasitismo,
sino que remacha con firmeza que las formas de arte elevado (gimnástica y
música en su visión ostentosamente ancien
régime) han sido pisoteadas por la democracia con la eliminación misma de
los hombres que encarnan tales artes.[25]
Agréguese a esto un dato que se
suele ignorar. Hubo mucha literatura y muchos panfletos antiatenienses, pero se
perdieron. Plutarco (que escribía en los tiempos de Nerva y Trajano) aún la
leía y la utilizaba en las Vidas de
los atenienses del siglo V. Había, en ese tipo de producción, acusaciones
y datos (con seguridad sesgadas o sesgadamente enunciadas) de todo género,
incluida la noticia, que Idomeneo de Lámpsaco daba por cierta, de que a
Efialtes lo habría hecho matar el propio Pericles, su aliado político.[26]
Muchos de estos materiales debieron confluir en el décimo libro «Sobre
demagogos atenienses», de las Filípicas
de Teopompo.[27] Pero el mito de Atenas, gracias sobre todo a la
mediación de las selecciones de las bibliotecarias de Alejandría y a la fuerza
de la cultura romana —que neutralizó la peligrosa política de Atenas y, en
cambio, enfatizó su papel cultural universal y emblemático—, por fin se impuso.
No se comprendería de otro modo el esfuerzo ingente de las escuelas de retórica
de todo el imperio, en las cuales se volvía continuamente a contar en forma de exercitationes la gran historia de
Atenas, ni la gigantesca réplica de Elio Arístides (II d. C.) a Platón en
el precioso aunque pedantesco discurso «En defensa de los cuatro», es decir, de
los cuatro grandes de la política ateniense del gran siglo, a quienes Platón
acusa en el Gorgias. Ni se explicaría
tampoco la operación misma de Plutarco, en las Vidas paralelas, que pone a Atenas y a Roma (¡es decir, de un lado
Atenas y del otro los amos del mundo!) al mismo nivel. Sin embargo, Plutarco
conocía bien toda esa literatura demoledora y la utilizaba cuando era preciso.
El mito, para él, estaba definitivamente consolidado.
4
La fuerza de ese mito está en la
duplicidad de los planos sobre los que es posible y justo leer el epitafio
perícleo. Es evidente, en efecto, que desvinculado de la situación concreta (el
epitafio como discurso falso por excelencia) y de la experiencia concreta de
los protagonistas (Pericles princeps
en primer lugar), esa imagen de Atenas sigue teniendo fundamento, y por eso
pudo ser erigida y finalmente se impuso. Pero la paradoja reside en que esa
grandeza que traza el Pericles tucidídeo —y que regía ya entonces— era
esencialmente obra de las clases altas y dominantes a las que el «pueblo de
Atenas», en cuanto les resultaba posible, derrocaba y perseguía. El «verdadero»
Pericles lo sabía muy bien y lo había vivido y padecido en primera persona. La
grandeza de esa clase consistía en el hecho de haber aceptado el desafío de la democracia, es decir, la convivencia
conflictiva con el control obsesivamente atento y con frecuencia oscurantista
por parte del «poder popular»; es decir, de haberlo aceptado a pesar de
detestarlo, como queda claro en las palabras de Alcibíades, exiliado en Esparta
desde hacía breve tiempo, cuando define la democracia como «una locura
universalmente reconocida como tal».[28]
La fuga de Anaxágoras, perseguido
por la acusación de ateísmo, o el llanto en público, humillación extrema, de
Pericles frente a un jurado de millares de atenienses (en el encomiable
esfuerzo por salvar a Aspasia)[29] no bastaron para desplazar esa
extraordinaria élite dispuesta a aceptar
la democracia para así poder gobernarla. Una élite «descreída» que eligió
ponerse a la cabeza de una masa popular «mojigata» pero dispuesta a tener peso
político a través del mecanismo delicado e imprevisible de la «asamblea». Los
dos sujetos enfrentados se modificaron recíprocamente a lo largo del conflicto.
El estilo de vida del «ateniense medio»[30] se deja ver de manera
veraz en la comedia de Aristófanes, que, por el hecho mismo de haber adoptado
esa forma y haber obtenido un éxito nada efímero, demuestra de por sí que ese
pueblo mojigato era a la vez capaz de reírse de sí mismo y de su propia
caricatura. El estilo de vida de la élite dominante es puesto en escena por
Platón en la ambientación de los diálogos en los que proliferan, entre otros
personajes, los políticos empeñados contra la democracia (Clitofonte, Cármides,
Critias, Menón, etc.); diálogos no siempre tan ajetreados como El banquete pero animados por esa
curiosidad intelectual libre de condicionamientos, esa pasión por la duda, por
el divertimento de la inteligencia y la libertad de costumbres que se advierte
por doquier en los diálogos, con excepción de las Leyes. No se trata, por tanto, necesariamente de la vida «inmoral»
de Alcibíades[31] o de la turbia voluntad de profanación de lo
«sagrado» que advertimos tras los escándalos de 415 a . C., sino de la
escena del Fedro, la escena del Protágoras, la plácida escena en que se
desarrolla el que es acaso el diálogo más importante de todos, la República. The People of Aristophanes frente
a The People of Plato.
La causticidad con la que
Aristófanes, en Las nubes, representa
ese mundo elitista, con Sócrates en el centro, frente a su público, en el que
prevalecía ciertamente el tipo de «ateniense medio», demuestra —como, por otra
parte, el Sócrates platónico declara abiertamente en la Apología— que el «ateniense medio» detestaba y miraba con sospecha
ese mundo, del que por lo general provenían las personas que se ponían (por
turnos y ganándose el consenso) al frente de la ciudad. Aristófanes está en un
equilibrio inestable entre estos dos importantes asuntos sociales: es el oficio
que ha elegido el que lo ha llevado a esa situación; si no hubiera sido así, su
trabajo artístico habría fracasado. Por eso es tan complicado definir cuál es
«el partido» de Aristófanes.
El blanco de los cómicos —se lee
en el pamphlet dialógico de Critias—
no son casi nunca las personas «que están con el pueblo o pertenecen a la masa
popular», sino por lo general «personas ricas, o nobles, o poderosas»,[32]
es decir, gente de nivel social alto, comprometida con la política. Después,
sin embargo, agrega que son blanco también «algunos pobres o algunos
demócratas»[33] cuando intentan «adjudicarse demasiadas obligaciones
o ponerse por encima del demo»;[34] cuando son éstos los atacados
—dice— el pueblo está contento. Todo este desarrollo es valioso no sólo porque
demuestra que el teatro cómico es en verdad el termómetro político de la
ciudad, sino porque arroja luz sobre las articulaciones en el interior de la
clase dirigente. Ésta se compone también de personas que se inclinan
abiertamente por la parte popular, secundando sus aspiraciones y pulsiones,
evitando, por tanto, la actitud hábilmente paidéutica (como Pericles o Nicias);
se trata, en definitiva, de personajes como Cleón, por mencionar un gran
nombre, además de gran objetivo de Aristófanes. Las palabras del opúsculo
parecen «recortadas» sobre el caso Cleón, sobre el feroz martilleo de
Aristófanes contra él. Se podrían recordar asimismo los ataques a Cleofonte en
las comedias de la década de 410, hasta Las
ranas. Con la advertencia de que también en el caso de Cleofonte (llamado
«fabricante de instrumentos musicales» λυροποιός) el cliché de la extracción
popular[35] es tomado con cautela, dado que sabemos que su padre era
un Κλειππίδης (Cleipides), quizá estratego en 428,[36] y cuyo
relieve, en todo caso, está confirmado por el intento de iniciarle un proceso
de ostracismo.[37]
En efecto, sería un error
considerar a la élite que acepta dirigir la democracia afrontando sus desafíos
un bloque unitario. Existen —en su interior— divisiones de clanes y de
familias, hay rivalidades y maniobras de todo género. Es emblemático el
episodio del ostracismo de Hipérbolo (quizá en 418 a . C.),[38]
líder popular cuya liquidación política se realizó gracias a una repentina, e
instrumental, alianza entre los clanes opuestos de Nicias y de Alcibíades, que
se disputaban en diversos campos la herencia de Pericles después de la entrada
en escena de Cleón (421). Episodios de este tipo demuestran cuán
vulnerable y voluble era la «mayoría popular» en la asamblea, y cuán
manipulable era la «masa popular» por parte de los líderes «bien nacidos» y de
sus agentes políticos.[39]
5
El «milagro» que esa
extraordinaria élite supo cumplir, gobernando bajo la presión no precisamente
agradable de la «masa popular», es el de haber hecho funcionar la comunidad
política más relevante del orbe de las ciudades griegas y, a la vez, haberse
modificado al menos en parte, en el corazón del conflicto, a sí misma y a su
antagonista. Esto se comprende bien estudiando la oratoria ática, donde se
puede observar cómo la palabra de los «señores» —los únicos cuya palabra
conocemos—[40] se impregna de valores políticos que están en la base
de la mentalidad combativa y reivindicativa de la «masa popular»: ante todo τὸ
ἴσον, lo que es igual y, por tanto, justo. Lo hemos visto —al principio—
recorriendo los motivos cardinales del epitafio perícleo. Del cual se capta el
sentido sólo parcialmente si nos limitamos a constatar hasta qué punto es
limítrofe del discurso demagógico.[41]
El Pericles de Tucídides describe
con extraordinaria eficacia el «estilo de vida» ateniense (aunque hace
reverberar sobre el demo las características que son, por el contrario,
exclusivas de la élite),[42] y es también sumamente eficaz en la descripción
—antitética— de la caída del modelo
Esparta.[43] No está simplemente redimensionando, o demoliendo,
la imagen del enemigo; al romper en pedazos ese modelo, el Pericles tucidídeo
liquida como impracticable el modelo
idolatrado por la parte de las clases altas no dispuesta a aceptar (como
Pericles y sus antepasados Alcmeónidas) el
desafío de la democracia; modelo que, con furor ideológico, intentaba
trasplantar e instaurar en Atenas. (Cosa que, aprovechando la circunstancia
beneficiosa, para ellos, de la derrota de 404, intentaron efectivamente,[44]
fracasando). Tucídides es, en este sentido, como Zeus que mira desde lo alto a
la vez a ambas formaciones;[45] es capaz de ver y de destacar al
mismo tiempo (para quien tenga ojos para apreciarlo) el carácter deformador y
por desgracia sustancialmente verdadero de la exaltación de Atenas proferida en
el epitafio. Pero el juego —inherente al objetivo y a la estructura del género
epitafio— consiste precisamente en hacer decir, a quien habla, que esa grandeza
de obras y de realización «es obra vuestra». Ahí está el juego sutil de lo
verdadero y lo falso que convergen y en cierto sentido coinciden. Por eso,
análogamente, el imperio es, para Tucídides, al mismo tiempo necesario,
innegociable, pero intrínsecamente culpable y prepotente y por tanto, se podría
decir, destinado a sucumbir (aunque sobre este punto el último Tucídides[46]
no está de acuerdo y parece casi optar por el carácter no inevitable de la
derrota).
De esta duplicidad de planos
descienden los dos tiempos de la historia
de Atenas: de un lado el tiempo histórico y contingente, que es el de una
experiencia política que —tal como era en su contingente historicidadse ha
autodestruido,[47] y del otro lado el tiempo prolongado, que es el
de la persistencia a lo largo de milenios de las conquistas de esa edad
frenética. Se nos podría impulsar más lejos, observando que si Atenas funcionó
de ese modo fue tanto porque una élite abierta aceptó la democracia, es decir,
el conflicto y el riesgo constante del abuso, entonces eso significa que, a su
vez, también ese mecanismo político,
en cuya definición tanto se afanaron e inquietaron los intérpretes (de Cicerón[48]
a George Grote o a Eduard Meyer), llevaba
dentro de sí dos tiempos históricos: el ut
nunc del que el opúsculo de Critias es sólo
en parte una caricatura y, de otro lado, el valor inestimable del conflicto
como detonante de energía intelectual y de creatividad duradera,[49]
que es quizá el verdadero legado de Atenas y el alimento legítimo de su mito.
[1] Tucídides, II, 41, 4 (πανταχοῦ δὲ μνημεῖα κακῶν τε κἀγαθῶν ἀίδια).
Friedrich Nietzsche comprendió plenamente el significado de estas palabras, en
el undécimo «fragmento» de La genealogía
de la moral, primera parte [1887]. Niezstche tradujo correctamente, al
contrario que tantos filólogos antes y después de él, las palabras μνημεῖα
κακῶν τε κἀγαθῶν ἀίδια por «unvergängliche Denkmale […] im Guten und Schlimen» («monumentos imperecederos en bien y en
mal») y reconoció en esas palabras del Pericles de Tucídides «voluptuosidades
del triunfo y de la crueldad». <<
[2] Tucídides, II, 41, 1: τῆς Ἑλλάδος παίδευσιν. <<
[3] Dice τὸ σῶμα: la referencia es también física. <<
[4] εὐτραπέλως: que se refiere al ingenio, la agilidad física, la volubilidad. Las palabras están
escogidas con mucho cuidado. Veremos por qué. <<
[5] Dice literalmente: φιλοσοφοῦμεν. También esto debe haber contribuido a la
curiosa ocurrencia de Voltaire en el Tratado
sobre la tolerancia, donde los muchos jueces populares que votaron, sin
conseguir salvarlo, a favor de Sócrates son todos tout court definidos como «filósofos». <<
[6] Dice: μαλακία. Tucídides, II, 40, 1. <<
[7] Anthologia Graeca, VII, 45.
<<
[8] Tucídides, II, 40, 3: ἀμαθία/λογισμός. <<
[9] Tucídides, II, 39, 1: ἀνειμένως διαιτώμενοι οὐδὲν ἧσσον ἐπὶ τοὺς ἰσοπαλεῖς
κινδύνους χωροῦμεν. <<
[10] Tucídides, II, 39, 2: κρατοῦμεν. Es una afirmación pretenciosa si se
tienen en cuenta las frecuentes derrotas atenienses en los choques en tierra.
<<
[11] Tucídides, II, 37. <<
[12] Tucídides, II, 65, 9: λόγῳ μὲν δημοκρατία, ἔργῳ δ᾿ὑπὸ τοῦ πρώτου ἀνδρὸς
ἀρχή. <<
[13] Tucídides, II, 37, 1. <<
[14] Ibídem: οὐδ᾿αὖ κατὰ πενίαν […] κεκώλυται. <<
[15] Platón, Menéxeno, 236b. <<
[16] Acerca de todo esto, cfr. Plutarco, «Vida de Pericles», 32. Sobre la
discusión surgida a partir de esta muy bien articulada información de Plutarco,
confirmada en Ateneo, XIII, 589e, escolio a Aristófanes, Los caballeros, 969, Pseudo-Luciano, Amores, 30, véase el comentario de Philip. A. Stadter a Plutarco, Pericles (University of North Carolina Press, Chapel
Hill, 1989, p. 297). <<
[17] Para el Panegírico, 13, 39-40,
42, 47, 50, 52, 105, véase, en este orden, Tucídides, II, 35; 37; 38, 2; 40;
41, 1; 39, 1; 37. Se podrían agregar alusiones a la «arqueología» y al diálogo
melio-ateniense. <<
[18] Tucídides, II, 37, 1: «Es llamada demokratia
debido a que no depende de unos pocos sino de la mayoría, etc.». <<
[19] Platón, Menéxeno, 238c-d.
<<
[20] De ahí la idea de Plutarco («Vida de Pericles», 9) de hacer una lectura de
esas palabras, y más generalmente del juicio de Tucídides sobre Pericles, a
través del filtro platónico: «Tucídides define como aristocrático el gobierno
de Pericles». <<
[21] Dice: βασιλῆς (238d). <<
[22] Jenofonte: Helénicas, II, 4, 43;
cfr. Aristóteles, Athenaion Politeia,
40, 4, y Justino (Trogo), V, 10, 8-11. <<
[23] Platón, Menéxeno, 241c. <<
[24] Desde mi punto de vista, acertaban quienes (Carel Gabriel Cobet, Novae Lectiones, Brill,
Leiden, 1858, pp. 738-740) creyeron reconocer un diálogo en el pamphlet contra la democracia titulado Sobre el sistema político ateniense,
conservado entre las obras de Jenofonte pero que no se puede atribuir a su
autoría. Es un escrito de primera importancia dentro de la literatura antigua:
breve, penetrante, verídico en muchos pasajes aunque siempre parcial. Si, como
creo también yo, los interlocutores son dos, se puede constatar fácilmente que
el primero sería un crítico-problemático, mientras que el segundo desarrolla el
papel «instrumental» del portador de certezas. Para la atribución a Critias,
propuesta con sólidos argumentos por August Boeckh, véase E. Degani, Atene e Roma, 29, 1984, pp. 186-187. Es
decisivo el testimonio de Filóstrato, Vida
de los sofistas, I, 16, donde se dice que Critias, hablando del
ordenamiento ateniense, «lo atacaba ferozmente fingiendo defenderlo». (En
efecto, una serie de ingenuos intérpretes, del émigré conde de La Luzerne [Londres, 1793] a Max Treu [s.v. Ps-Xenophon, RE, IX.A, 1967, col.
1960, ll. 50-60], cayeron en la trampa). Cfr., más arriba, Primera parte, cap. IV. <<
[25] [Jenofonte], Atheneaion Politeia,
I, 13 (donde καταλέλυκεν puede no significar sólo la eliminación de la
política). <<
[26] Plutarco, «Vida de Pericles», 10, 7. <<
[27] FGrHist 115 F 85-100 (y 325-327?).
<<
[28] Tucídides, VI, 89, 6. <<
[29] Plutarco, «Vida de Pericles», 32, 5. <<
[30] «Durchschnitts-Athener» es una expresión de Friedrich Nietzsche. <<
[31] Acerca de su erotismo desenfrenado y retorcido, cfr. Lisias, fr. 30
Gernet, además de Ateneo XIII, 574d. <<
[32] [Jenofonte], Athenaion Politeia,
II, 18. <<
[33] Esto es lo que significa τῶν δημοτικῶν: cfr. LSJ, s.v., II, 2, donde los ejemplos extraídos de la literatura
política son cuantiosos. <<
[34] πλέον ἔχειν τοῦ δήμου: acusación terrible, en régimen de abierto
predominio popular, como intentaba ser Atenas. <<
[35] Más tarde pasará a la tradición atidográfica conocida por Aristóteles (Athenaion Politeia, 28, 3). <<
[36] Cfr. R. Meiggs y D. Lewis, A Selection of Greek Historical Inscriptions, Claredon Press,
Oxford, 1969, 19882, p. 41; D. Kagan, The Fall of the Athenian Empire, Cornell University Press,
Ithaca-Londres, 1987, pp. 249-250. <<
[37] G. Daux, «Chronique des fouilles et découvertes
archéologiques en Grèce en 1966», Bulletin
de Correspondance Hellénique, 91, 2, 1967, p. 625; E. Vanderpool,
«Kleophon», Hesperia, 21, 1952, pp.
114-115 e ídem, Ostracism at Athens,
The University of Cincinnati, Cincinnati, 1970, pp. 27-28. <<
[38] Otras fechas posibles son entre 418 y 415. <<
[39] «Rétrores menores» los llamaba Hipérides. <<
[40] A través de las obras de los historiadores y del corpus demosténico. <<
[41] De allí el desacuerdo diametral entre Platón y Tucídides acerca del juicio
sobre Pericles. <<
[42] Φιλοσοφοῦμεν! <<
[43] Tucídides, II, 39: debe tenerse en cuenta todo el capítulo, construido por
entero sobre esta polaridad. <<
[44] Resulta emblemático que en 404 las heterías oligarquías no nombraron 10
próbulos (como se había hecho en 411) sino 5 éforos (Lisias, XII, 43-44), con
lo que proclamaban su voluntad de adoptar directamente el modelo de Esparta.
<<
[45] Es una célebre imagen del ultratucidídeo Luciano de Samosata (Cómo debe escribirse la historia, 49).
<<
[46] II, 65 (la última página suya según una atractiva, aunque indemostrable,
suposición de Maas). <<
[47] Como dice Filóstrato al principio de la «Vida de Critias»: «de todos
modos, se hubiera destruido por sí mismo» (Vida
de los sofistas, I, 16). <<
[48] Nimia libertas dice Cicerón en De Republica, I, 68. Véase sobre este
punto C. Wirszubski, Libertas.
Il concetto politico di libertà a Roma tra Repubblica e Impero, traducción
al cuidado de Giosuè Musca, Laterza, Bari, 1957, p. 70, n.º 2. Para
Cicerón, el modelo político de la Atenas clásica es, en efecto, negativo,
mientras el mito viviente para él es el de «Atenea omnium doctrinarum
inventrices» (De oratore, I, 13).
<<
[49] Lo cual impulsó a Voltaire, en una ocasión, a sostener la hipótesis de que
precisamente la perenne guerra civil del mundo griego habría potenciado su
fuerza intelectual: «Como si la guerra civil, el más horrendo de los flagelos,
alimentase un nuevo ardor y nuevas energías al espíritu humano, es en esta
época cuando en Grecia florecen todas las artes» («Pyrrhonisme de l’histoire»,
en L’évangile du jour, IV, 1769 = Oeuvres complètes de Voltaire, ed.
Moland, XXVII, pp. 235-299. Aquí se trata del capítulo VIII, titulado
«Sobre Tucídides». Voltaire piensa sin duda también en la Francia del
siglo XVI). Una pregunta suscitada por la perfección alcanzada en Atenas
por el arte del discurso es si en verdad esta finura estilística, argumentativa
y retórica tenía como destinatario «el populacho de la Pnyx», como lo expresó
una vez con deliberada dureza Wilamowitz (Die
Griechische Literatur des Altertums, Teubner, Leipzig, 19052,
p. 75). Este gran y acaso insuperado conocedor del carácter griego descreía,
inducido tal vez por su íntima desconfianza en la democracia de cualquier
época, de que un pueblo —como el ateniense— continuamente expuesto a los
efectos y a las seducciones de la palabra disfrutada colectivamente —del
teatro, la asamblea, el tribunal y la logografía— se convirtiera al mismo
tiempo en un interlocutor sensible a tanta pericia (que sin embargo sólo se
desplegaba en la medida en que tenía un destinatario). ¿No dirá acaso Aristófanes
a su público «sois σοφώτατοι»? ¿No hace decir a Eurípides, en Las ranas, «a esos [y señala al publico]
yo les he enseñado a hablar» (v. 954)? Además de eso, nunca hubiera descuidado
el efecto recitación (recordemos la
oratoria «tonante» de Pericles, puesta de relieve por Plutarco sobre la base de
fuentes de época, y es sólo un ejemplo). He aquí un punto de vista que ayuda a
comprender qué entendemos por fecundidad del conflicto: casi una heterogénesis
de los fines. <<
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