sábado, 23 de diciembre de 2017

Canfora Luciano.-El mundo de Atenas:Introducción 1 Cómo nace un mito.

El «mito» de Atenas se encierra en algunas frases del epitafio de Pericles parafraseado, y al menos en parte inventado, por Tucídides. Son sentencias con pretensiones de eternidad y que legítimamente han desafiado al tiempo, pero también son fórmulas no del todo comprendidas por los modernos, y acaso por eso han resultado aún más eficaces, y han sido blandidas con trasnochado engreimiento. Otras partes del epitafio, mientras tanto, son ignoradas, quizá porque molestan el cuadro que los modernos, recortando los pasajes exquisitos del original, quieren agigantar. Baste como ejemplo la exaltación de la violencia imperial ejercida por los atenienses en cualquier parte de la tierra.[1]
Memorable y afortunada entre todas, en cambio, es la serie de valoraciones en torno a la relación de Atenas, considerada en su conjunto, con el fenómeno del extraordinario florecimiento cultural: «En síntesis, afirmo que nuestra ciudad en su conjunto constituye la escuela de Grecia»;[2] «entre nosotros cada ciudadano puede desarrollar de manera autónoma su persona[3] en los más diversos campos con gracia y desenvoltura»;[4] «amamos la belleza pero no la ostentación; y la filosofía[5] sin inmoralidad».[6]
Algunas de estas expresiones han sido objeto de amplificaciones posteriores, ya en la Antigüedad, como es el caso del epigrama a la muerte de Eurípides atribuido a Tucídides, en el que Atenas se vuelve de «escuela de Grecia» en «Grecia de Grecia».[7] Otros han contribuido a crear un cliché perdurable. Por ejemplo: «Frente a los peligros, a los otros la ignorancia les da coraje, y el cálculo, indecisión»;[8] nosotros los atenienses afrontamos los peligros racionalmente, teniendo pleno conocimiento y conciencia; ellos viven para la disciplina y los ejercicios preventivos, nosotros no somos menos aunque vivamos de modo más relajado;[9] los lacedemonios no nos invaden nunca solos sino que vienen con todos sus aliados, mientras nosotros, cuando invadimos a los vecinos, vencemos[10] (!) aunque combatamos solos casi siempre.
Si ahora consideramos el célebre capítulo que describe el sistema político ateniense,[11] la contradicción entre la realidad y las palabras del orador se vuelve aún más evidente. Baste tener en cuenta que Tucídides, quien sin circunlocuciones melifluas o edulcorantes define el largo gobierno de Pericles como «democracia sólo de palabras, y en los hechos una forma de principado»,[12] precisamente en este epitafio hace hablar a Pericles de modo tal que suscita la impresión (en una lectura superficial) de que el estadista, en su faceta de orador oficial, está describiendo un sistema político democrático y a la vez tejiendo su elogio. Pero no le basta con eso: le hace elogiar el trabajo de los tribunales atenienses en los que «en las disputas privadas las leyes garantizan igual tratamiento a todo el mundo».[13] Por no hablar de la visión totalmente idealizada del funcionamiento de la asamblea popular como lugar en el que habla cualquiera que tenga algo útil que decir a la ciudad y se es apreciado exclusivamente en función del valor, en tanto que la pobreza no es un impedimento.[14]



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Tucídides era perfectamente consciente de que estaba imitando un discurso de ocasión —con todas las falsedades patrióticas inherentes a ese género de oratoria—, cosa que los intérpretes de su obra no deberían olvidar en ningún caso. Tucídides comparaba, intencionadamente, la Atenas imaginaria de la oratoria períclea «oficial» con la verdadera Atenas períclea; éste es asimismo un supuesto necesario para leer sin equivocaciones el célebre epitafio. Desde nuestro punto de vista, el primero en comprender plenamente el profundo carácter mistificador de este importante discurso fue Platón, quien en el Menéxeno parodió ferozmente este epitafio inventando el epitafio de Aspasia —la mujer amada por Percicles y perseguida por la mojigatería oscurantista ateniense—, elaborado, dice Sócrates en ese diálogo, «pegando las sobras» del epitafio de Pericles.[15] La pointe de la invención platónica, suscitada probablemente por la reciente aparición de la obra tucidídea, resulta tanto más punzante si se considera que el Pericles de Tucídides, en el epitafio, exalta la entrega del ateniense medio a la filosofía, mientras que Aspasia había sido blanco de una denuncia del comediógrafo Hermipo y Diopites presentaba y hacía aprobar un decreto, dirigido contra Anaxágoras, que «sometía a juicio con procedimiento de urgencia a quienes no creyeran en los dioses o enseñaran doctrinas sobre los fenómenos celestes»;[16] mientras Menón o Glicón arrastraban a Fidias a los tribunales y después a la cárcel. Anaxágoras, Fidias, Aspasia: es el círculo de Pericles, en cuyo centro está Aspasia. Por eso es cruel, o mejor dicho perfectamente conforme a la falsedad de los epitafios, hacer decir precisamente a Pericles que el ateniense ama la belleza y la filosofía; y particularmente eficaz imaginar —como sucede en el Menéxeno— una parodia de tal oratoria como obra de Aspasia.
Imposible no detenerse a pensar que también la explicación orgullosa y arrogante que Pericles da en este discurso acerca de por qué los atenienses ganan las guerras sin necesidad de imponerse esa dura disciplina marcial y totalizadora que es característica de Esparta causa un efecto de sorpresa en el lector, que sabe desde el primer momento que la guerra de la que se habla, deseada por el propio Pericles, acabó en derrota (y, contra toda su previsión, precisamente en el mar).
En resumen, la Atenas del mito —un mito fecundo pero no por eso menos mítico— es la que queda grabada en el epitafio perícleo-tucidídeo.

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Lo cierto es que los caminos de la historia y los del mito están estrechamente entrelazados. El destino historiográfico es el ejemplo más demostrativo. Si se consideran en perspectiva las vicisitudes de su recepción se puede observar que enseguida fue objeto de discusiones y de rechazos. Isócrates (436-338 a. C.), Platón (428-347 a. C.), Lisias (¿445/444?—¿370?) aparecen como protagonistas de este episodio. Isócrates en el Panegírico, Lisias en el Epitafio y Platón en el Menéxeno, más o menos contemporáneos si se tiene en cuenta el dato de que Isócrates escribió el Panegírico entre 392 y 380, constituyen la primera e iluminadora reacción a la difusión de la obra «completa» de Tucídides acontecida en aquel periodo de tiempo. Isócrates defiende el imperio y responde a Tucídides (y a su «editor» Jenofonte) por haberlo puesto radicalmente en discusión, y precisamente por eso entiende al pie de la letra todo aquello que en elogio de Atenas y de su imperio se lee en el epitafio perícleo (retocándolo y parafraseándolo en varios pasajes.)[17] Platón, crítico de toda la tradición democrática ateniense fundada en el pacto entre señores y pueblo, que él toma por fuente de corrupción y de mala política, no sólo no duda en incluir a Pericles entre los gobernantes que han causado la ruina de la ciudad (Gorgias, 515), sino que en el Menéxeno parafrasea crudamente algunos puntos cardinales del epitafio para aplastarlos bajo un manto de sarcasmo. Un ejemplo definitivo es el modo en que el célebre pensamiento perícleo-tucidídeo sobre la democracia ateniense[18] se transfigura grotescamente en las palabras de la Aspasia platónica:[19] «Hay quien la llama democracia y quien de otra manera, como a cada uno le place, pero en realidad es una aristocracia con el apoyo de la mayoría.»[20] Las palabras de Aspasia que vienen a continuación de las que acabamos de citar son extraordinariamente alusivas (dirigidas con claridad al Pericles princeps de Tucídides, II, 65, 9): «¡Porque reyes[21] siempre hemos tenido!». Sin embargo, para que al lector le quede claro que todo el epitafio de Aspasia es paródico, Platón no duda en hacerle decir que la campaña de Sicilia, llevada a cabo «por la libertad de los leontinos» (!), encadenó una serie de éxitos aunque terminó mal (242e), que en Helesponto (Cícico) «hemos apresado en un solo día a toda la flota enemiga» (243a), y que la guerra civil del 404/403 ha terminado «de manera magníficamente equilibrada» (243e), a pesar de que Platón conocía perfectamente la masacre a traición de oligarcas cometida por la democracia restaurada en 401, en la emboscada de Eleusis.[22] Tampoco renuncia Platón a ridiculizar la fórmula que tanto conmueve a los modernos («Atenas escuela de Grecia») haciéndola banalizar por Aspasia del modo siguiente: «en Maratón y en Salamina hemos enseñado a todos los griegos (παιδευθῆναι τοὺς ἄλλους Ἕλληνας) cómo se combate por tierra y cómo se combate por mar».[23]
Pero no debe olvidarse que el verdadero antiepitafio —contemporáneo del monumento perícleo-tucidídeo— es el opúsculo dialógico de Critias Sobre el sistema político ateniense, en el que cada uno de los puntos principales que Pericles toca en su discurso de Estado son invertidos y presentados bajo la cruda luz del abuso cotidiano sobre la que, según el autor, se sostiene el sistema político-social ateniense.[24] No se limita a mostrar que la democracia sería en realidad violencia de clase, mal gobierno, reino de la corrupción y del abuso de los tribunales, reino del derroche y del parasitismo, sino que remacha con firmeza que las formas de arte elevado (gimnástica y música en su visión ostentosamente ancien régime) han sido pisoteadas por la democracia con la eliminación misma de los hombres que encarnan tales artes.[25]
Agréguese a esto un dato que se suele ignorar. Hubo mucha literatura y muchos panfletos antiatenienses, pero se perdieron. Plutarco (que escribía en los tiempos de Nerva y Trajano) aún la leía y la utilizaba en las Vidas de los atenienses del siglo V. Había, en ese tipo de producción, acusaciones y datos (con seguridad sesgadas o sesgadamente enunciadas) de todo género, incluida la noticia, que Idomeneo de Lámpsaco daba por cierta, de que a Efialtes lo habría hecho matar el propio Pericles, su aliado político.[26] Muchos de estos materiales debieron confluir en el décimo libro «Sobre demagogos atenienses», de las Filípicas de Teopompo.[27] Pero el mito de Atenas, gracias sobre todo a la mediación de las selecciones de las bibliotecarias de Alejandría y a la fuerza de la cultura romana —que neutralizó la peligrosa política de Atenas y, en cambio, enfatizó su papel cultural universal y emblemático—, por fin se impuso. No se comprendería de otro modo el esfuerzo ingente de las escuelas de retórica de todo el imperio, en las cuales se volvía continuamente a contar en forma de exercitationes la gran historia de Atenas, ni la gigantesca réplica de Elio Arístides (II d. C.) a Platón en el precioso aunque pedantesco discurso «En defensa de los cuatro», es decir, de los cuatro grandes de la política ateniense del gran siglo, a quienes Platón acusa en el Gorgias. Ni se explicaría tampoco la operación misma de Plutarco, en las Vidas paralelas, que pone a Atenas y a Roma (¡es decir, de un lado Atenas y del otro los amos del mundo!) al mismo nivel. Sin embargo, Plutarco conocía bien toda esa literatura demoledora y la utilizaba cuando era preciso. El mito, para él, estaba definitivamente consolidado.

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La fuerza de ese mito está en la duplicidad de los planos sobre los que es posible y justo leer el epitafio perícleo. Es evidente, en efecto, que desvinculado de la situación concreta (el epitafio como discurso falso por excelencia) y de la experiencia concreta de los protagonistas (Pericles princeps en primer lugar), esa imagen de Atenas sigue teniendo fundamento, y por eso pudo ser erigida y finalmente se impuso. Pero la paradoja reside en que esa grandeza que traza el Pericles tucidídeo —y que regía ya entonces— era esencialmente obra de las clases altas y dominantes a las que el «pueblo de Atenas», en cuanto les resultaba posible, derrocaba y perseguía. El «verdadero» Pericles lo sabía muy bien y lo había vivido y padecido en primera persona. La grandeza de esa clase consistía en el hecho de haber aceptado el desafío de la democracia, es decir, la convivencia conflictiva con el control obsesivamente atento y con frecuencia oscurantista por parte del «poder popular»; es decir, de haberlo aceptado a pesar de detestarlo, como queda claro en las palabras de Alcibíades, exiliado en Esparta desde hacía breve tiempo, cuando define la democracia como «una locura universalmente reconocida como tal».[28]
La fuga de Anaxágoras, perseguido por la acusación de ateísmo, o el llanto en público, humillación extrema, de Pericles frente a un jurado de millares de atenienses (en el encomiable esfuerzo por salvar a Aspasia)[29] no bastaron para desplazar esa extraordinaria élite dispuesta a aceptar la democracia para así poder gobernarla. Una élite «descreída» que eligió ponerse a la cabeza de una masa popular «mojigata» pero dispuesta a tener peso político a través del mecanismo delicado e imprevisible de la «asamblea». Los dos sujetos enfrentados se modificaron recíprocamente a lo largo del conflicto. El estilo de vida del «ateniense medio»[30] se deja ver de manera veraz en la comedia de Aristófanes, que, por el hecho mismo de haber adoptado esa forma y haber obtenido un éxito nada efímero, demuestra de por sí que ese pueblo mojigato era a la vez capaz de reírse de sí mismo y de su propia caricatura. El estilo de vida de la élite dominante es puesto en escena por Platón en la ambientación de los diálogos en los que proliferan, entre otros personajes, los políticos empeñados contra la democracia (Clitofonte, Cármides, Critias, Menón, etc.); diálogos no siempre tan ajetreados como El banquete pero animados por esa curiosidad intelectual libre de condicionamientos, esa pasión por la duda, por el divertimento de la inteligencia y la libertad de costumbres que se advierte por doquier en los diálogos, con excepción de las Leyes. No se trata, por tanto, necesariamente de la vida «inmoral» de Alcibíades[31] o de la turbia voluntad de profanación de lo «sagrado» que advertimos tras los escándalos de 415 a. C., sino de la escena del Fedro, la escena del Protágoras, la plácida escena en que se desarrolla el que es acaso el diálogo más importante de todos, la República. The People of Aristophanes frente a The People of Plato.
La causticidad con la que Aristófanes, en Las nubes, representa ese mundo elitista, con Sócrates en el centro, frente a su público, en el que prevalecía ciertamente el tipo de «ateniense medio», demuestra —como, por otra parte, el Sócrates platónico declara abiertamente en la Apología— que el «ateniense medio» detestaba y miraba con sospecha ese mundo, del que por lo general provenían las personas que se ponían (por turnos y ganándose el consenso) al frente de la ciudad. Aristófanes está en un equilibrio inestable entre estos dos importantes asuntos sociales: es el oficio que ha elegido el que lo ha llevado a esa situación; si no hubiera sido así, su trabajo artístico habría fracasado. Por eso es tan complicado definir cuál es «el partido» de Aristófanes.
El blanco de los cómicos —se lee en el pamphlet dialógico de Critias— no son casi nunca las personas «que están con el pueblo o pertenecen a la masa popular», sino por lo general «personas ricas, o nobles, o poderosas»,[32] es decir, gente de nivel social alto, comprometida con la política. Después, sin embargo, agrega que son blanco también «algunos pobres o algunos demócratas»[33] cuando intentan «adjudicarse demasiadas obligaciones o ponerse por encima del demo»;[34] cuando son éstos los atacados —dice— el pueblo está contento. Todo este desarrollo es valioso no sólo porque demuestra que el teatro cómico es en verdad el termómetro político de la ciudad, sino porque arroja luz sobre las articulaciones en el interior de la clase dirigente. Ésta se compone también de personas que se inclinan abiertamente por la parte popular, secundando sus aspiraciones y pulsiones, evitando, por tanto, la actitud hábilmente paidéutica (como Pericles o Nicias); se trata, en definitiva, de personajes como Cleón, por mencionar un gran nombre, además de gran objetivo de Aristófanes. Las palabras del opúsculo parecen «recortadas» sobre el caso Cleón, sobre el feroz martilleo de Aristófanes contra él. Se podrían recordar asimismo los ataques a Cleofonte en las comedias de la década de 410, hasta Las ranas. Con la advertencia de que también en el caso de Cleofonte (llamado «fabricante de instrumentos musicales» λυροποιός) el cliché de la extracción popular[35] es tomado con cautela, dado que sabemos que su padre era un Κλειππίδης (Cleipides), quizá estratego en 428,[36] y cuyo relieve, en todo caso, está confirmado por el intento de iniciarle un proceso de ostracismo.[37]
En efecto, sería un error considerar a la élite que acepta dirigir la democracia afrontando sus desafíos un bloque unitario. Existen —en su interior— divisiones de clanes y de familias, hay rivalidades y maniobras de todo género. Es emblemático el episodio del ostracismo de Hipérbolo (quizá en 418 a. C.),[38] líder popular cuya liquidación política se realizó gracias a una repentina, e instrumental, alianza entre los clanes opuestos de Nicias y de Alcibíades, que se disputaban en diversos campos la herencia de Pericles después de la entrada en escena de Cleón (421). Episodios de este tipo demuestran cuán vulnerable y voluble era la «mayoría popular» en la asamblea, y cuán manipulable era la «masa popular» por parte de los líderes «bien nacidos» y de sus agentes políticos.[39]



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El «milagro» que esa extraordinaria élite supo cumplir, gobernando bajo la presión no precisamente agradable de la «masa popular», es el de haber hecho funcionar la comunidad política más relevante del orbe de las ciudades griegas y, a la vez, haberse modificado al menos en parte, en el corazón del conflicto, a sí misma y a su antagonista. Esto se comprende bien estudiando la oratoria ática, donde se puede observar cómo la palabra de los «señores» —los únicos cuya palabra conocemos—[40] se impregna de valores políticos que están en la base de la mentalidad combativa y reivindicativa de la «masa popular»: ante todo τὸ ἴσον, lo que es igual y, por tanto, justo. Lo hemos visto —al principio— recorriendo los motivos cardinales del epitafio perícleo. Del cual se capta el sentido sólo parcialmente si nos limitamos a constatar hasta qué punto es limítrofe del discurso demagógico.[41]
El Pericles de Tucídides describe con extraordinaria eficacia el «estilo de vida» ateniense (aunque hace reverberar sobre el demo las características que son, por el contrario, exclusivas de la élite),[42] y es también sumamente eficaz en la descripción —antitética— de la caída del modelo Esparta.[43] No está simplemente redimensionando, o demoliendo, la imagen del enemigo; al romper en pedazos ese modelo, el Pericles tucidídeo liquida como impracticable el modelo idolatrado por la parte de las clases altas no dispuesta a aceptar (como Pericles y sus antepasados Alcmeónidas) el desafío de la democracia; modelo que, con furor ideológico, intentaba trasplantar e instaurar en Atenas. (Cosa que, aprovechando la circunstancia beneficiosa, para ellos, de la derrota de 404, intentaron efectivamente,[44] fracasando). Tucídides es, en este sentido, como Zeus que mira desde lo alto a la vez a ambas formaciones;[45] es capaz de ver y de destacar al mismo tiempo (para quien tenga ojos para apreciarlo) el carácter deformador y por desgracia sustancialmente verdadero de la exaltación de Atenas proferida en el epitafio. Pero el juego —inherente al objetivo y a la estructura del género epitafio— consiste precisamente en hacer decir, a quien habla, que esa grandeza de obras y de realización «es obra vuestra». Ahí está el juego sutil de lo verdadero y lo falso que convergen y en cierto sentido coinciden. Por eso, análogamente, el imperio es, para Tucídides, al mismo tiempo necesario, innegociable, pero intrínsecamente culpable y prepotente y por tanto, se podría decir, destinado a sucumbir (aunque sobre este punto el último Tucídides[46] no está de acuerdo y parece casi optar por el carácter no inevitable de la derrota).

De esta duplicidad de planos descienden los dos tiempos de la historia de Atenas: de un lado el tiempo histórico y contingente, que es el de una experiencia política que —tal como era en su contingente historicidadse ha autodestruido,[47] y del otro lado el tiempo prolongado, que es el de la persistencia a lo largo de milenios de las conquistas de esa edad frenética. Se nos podría impulsar más lejos, observando que si Atenas funcionó de ese modo fue tanto porque una élite abierta aceptó la democracia, es decir, el conflicto y el riesgo constante del abuso, entonces eso significa que, a su vez, también ese mecanismo político, en cuya definición tanto se afanaron e inquietaron los intérpretes (de Cicerón[48] a George Grote o a Eduard Meyer), llevaba dentro de sí dos tiempos históricos: el ut nunc del que el opúsculo de Critias es sólo en parte una caricatura y, de otro lado, el valor inestimable del conflicto como detonante de energía intelectual y de creatividad duradera,[49] que es quizá el verdadero legado de Atenas y el alimento legítimo de su mito.

[1] Tucídides, II, 41, 4 (πανταχοῦ δὲ μνημεῖα κακῶν τε κἀγαθῶν ἀίδια). Friedrich Nietzsche comprendió plenamente el significado de estas palabras, en el undécimo «fragmento» de La genealogía de la moral, primera parte [1887]. Niezstche tradujo correctamente, al contrario que tantos filólogos antes y después de él, las palabras μνημεῖα κακῶν τε κἀγαθῶν ἀίδια por «unvergängliche Denkmale […] im Guten und Schlimen» («monumentos imperecederos en bien y en mal») y reconoció en esas palabras del Pericles de Tucídides «voluptuosidades del triunfo y de la crueldad». <<
[2] Tucídides, II, 41, 1: τῆς Ἑλλάδος παίδευσιν. <<
[3] Dice τὸ σῶμα: la referencia es también física. <<
[4] εὐτραπέλως: que se refiere al ingenio, la agilidad física, la volubilidad. Las palabras están escogidas con mucho cuidado. Veremos por qué. <<
[5] Dice literalmente: φιλοσοφοῦμεν. También esto debe haber contribuido a la curiosa ocurrencia de Voltaire en el Tratado sobre la tolerancia, donde los muchos jueces populares que votaron, sin conseguir salvarlo, a favor de Sócrates son todos tout court definidos como «filósofos». <<
[6] Dice: μαλακία. Tucídides, II, 40, 1. <<
[7] Anthologia Graeca, VII, 45. <<
[8] Tucídides, II, 40, 3: ἀμαθία/λογισμός. <<
[9] Tucídides, II, 39, 1: ἀνειμένως διαιτώμενοι οὐδὲν ἧσσον ἐπὶ τοὺς ἰσοπαλεῖς κινδύνους χωροῦμεν. <<
[10] Tucídides, II, 39, 2: κρατοῦμεν. Es una afirmación pretenciosa si se tienen en cuenta las frecuentes derrotas atenienses en los choques en tierra. <<
[11] Tucídides, II, 37. <<
[12] Tucídides, II, 65, 9: λόγῳ μὲν δημοκρατία, ἔργῳ δ᾿ὑπὸ τοῦ πρώτου ἀνδρὸς ἀρχή. <<
[13] Tucídides, II, 37, 1. <<
[14] Ibídem: οὐδ᾿αὖ κατὰ πενίαν […] κεκώλυται. <<
[15] Platón, Menéxeno, 236b. <<
[16] Acerca de todo esto, cfr. Plutarco, «Vida de Pericles», 32. Sobre la discusión surgida a partir de esta muy bien articulada información de Plutarco, confirmada en Ateneo, XIII, 589e, escolio a Aristófanes, Los caballeros, 969, Pseudo-Luciano, Amores, 30, véase el comentario de Philip. A. Stadter a Plutarco, Pericles (University of North Carolina Press, Chapel Hill, 1989, p. 297). <<
[17] Para el Panegírico, 13, 39-40, 42, 47, 50, 52, 105, véase, en este orden, Tucídides, II, 35; 37; 38, 2; 40; 41, 1; 39, 1; 37. Se podrían agregar alusiones a la «arqueología» y al diálogo melio-ateniense. <<
[18] Tucídides, II, 37, 1: «Es llamada demokratia debido a que no depende de unos pocos sino de la mayoría, etc.». <<
[19] Platón, Menéxeno, 238c-d. <<
[20] De ahí la idea de Plutarco («Vida de Pericles», 9) de hacer una lectura de esas palabras, y más generalmente del juicio de Tucídides sobre Pericles, a través del filtro platónico: «Tucídides define como aristocrático el gobierno de Pericles». <<
[21] Dice: βασιλῆς (238d). <<
[22] Jenofonte: Helénicas, II, 4, 43; cfr. Aristóteles, Athenaion Politeia, 40, 4, y Justino (Trogo), V, 10, 8-11. <<
[23] Platón, Menéxeno, 241c. <<
[24] Desde mi punto de vista, acertaban quienes (Carel Gabriel Cobet, Novae Lectiones, Brill, Leiden, 1858, pp. 738-740) creyeron reconocer un diálogo en el pamphlet contra la democracia titulado Sobre el sistema político ateniense, conservado entre las obras de Jenofonte pero que no se puede atribuir a su autoría. Es un escrito de primera importancia dentro de la literatura antigua: breve, penetrante, verídico en muchos pasajes aunque siempre parcial. Si, como creo también yo, los interlocutores son dos, se puede constatar fácilmente que el primero sería un crítico-problemático, mientras que el segundo desarrolla el papel «instrumental» del portador de certezas. Para la atribución a Critias, propuesta con sólidos argumentos por August Boeckh, véase E. Degani, Atene e Roma, 29, 1984, pp. 186-187. Es decisivo el testimonio de Filóstrato, Vida de los sofistas, I, 16, donde se dice que Critias, hablando del ordenamiento ateniense, «lo atacaba ferozmente fingiendo defenderlo». (En efecto, una serie de ingenuos intérpretes, del émigré conde de La Luzerne [Londres, 1793] a Max Treu [s.v. Ps-Xenophon, RE, IX.A, 1967, col. 1960, ll. 50-60], cayeron en la trampa). Cfr., más arriba, Primera parte, cap. IV. <<
[25] [Jenofonte], Atheneaion Politeia, I, 13 (donde καταλέλυκεν puede no significar sólo la eliminación de la política). <<
[26] Plutarco, «Vida de Pericles», 10, 7. <<
[27] FGrHist 115 F 85-100 (y 325-327?). <<
[28] Tucídides, VI, 89, 6. <<
[29] Plutarco, «Vida de Pericles», 32, 5. <<
[30] «Durchschnitts-Athener» es una expresión de Friedrich Nietzsche. <<
[31] Acerca de su erotismo desenfrenado y retorcido, cfr. Lisias, fr. 30 Gernet, además de Ateneo XIII, 574d. <<
[32] [Jenofonte], Athenaion Politeia, II, 18. <<
[33] Esto es lo que significa τῶν δημοτικῶν: cfr. LSJ, s.v., II, 2, donde los ejemplos extraídos de la literatura política son cuantiosos. <<
[34] πλέον ἔχειν τοῦ δήμου: acusación terrible, en régimen de abierto predominio popular, como intentaba ser Atenas. <<
[35] Más tarde pasará a la tradición atidográfica conocida por Aristóteles (Athenaion Politeia, 28, 3). <<
[36] Cfr. R. Meiggs y D. Lewis, A Selection of Greek Historical Inscriptions, Claredon Press, Oxford, 1969, 19882, p. 41; D. Kagan, The Fall of the Athenian Empire, Cornell University Press, Ithaca-Londres, 1987, pp. 249-250. <<
[37] G. Daux, «Chronique des fouilles et découvertes archéologiques en Grèce en 1966», Bulletin de Correspondance Hellénique, 91, 2, 1967, p. 625; E. Vanderpool, «Kleophon», Hesperia, 21, 1952, pp. 114-115 e ídem, Ostracism at Athens, The University of Cincinnati, Cincinnati, 1970, pp. 27-28. <<
[38] Otras fechas posibles son entre 418 y 415. <<
[39] «Rétrores menores» los llamaba Hipérides. <<
[40] A través de las obras de los historiadores y del corpus demosténico. <<
[41] De allí el desacuerdo diametral entre Platón y Tucídides acerca del juicio sobre Pericles. <<
[42] Φιλοσοφοῦμεν! <<
[43] Tucídides, II, 39: debe tenerse en cuenta todo el capítulo, construido por entero sobre esta polaridad. <<
[44] Resulta emblemático que en 404 las heterías oligarquías no nombraron 10 próbulos (como se había hecho en 411) sino 5 éforos (Lisias, XII, 43-44), con lo que proclamaban su voluntad de adoptar directamente el modelo de Esparta. <<
[45] Es una célebre imagen del ultratucidídeo Luciano de Samosata (Cómo debe escribirse la historia, 49). <<
[46] II, 65 (la última página suya según una atractiva, aunque indemostrable, suposición de Maas). <<
[47] Como dice Filóstrato al principio de la «Vida de Critias»: «de todos modos, se hubiera destruido por sí mismo» (Vida de los sofistas, I, 16). <<
[48] Nimia libertas dice Cicerón en De Republica, I, 68. Véase sobre este punto C. Wirszubski, Libertas. Il concetto politico di libertà a Roma tra Repubblica e Impero, traducción al cuidado de Giosuè Musca, Laterza, Bari, 1957, p. 70, n.º 2. Para Cicerón, el modelo político de la Atenas clásica es, en efecto, negativo, mientras el mito viviente para él es el de «Atenea omnium doctrinarum inventrices» (De oratore, I, 13). <<
[49] Lo cual impulsó a Voltaire, en una ocasión, a sostener la hipótesis de que precisamente la perenne guerra civil del mundo griego habría potenciado su fuerza intelectual: «Como si la guerra civil, el más horrendo de los flagelos, alimentase un nuevo ardor y nuevas energías al espíritu humano, es en esta época cuando en Grecia florecen todas las artes» («Pyrrhonisme de l’histoire», en L’évangile du jour, IV, 1769 = Oeuvres complètes de Voltaire, ed. Moland, XXVII, pp. 235-299. Aquí se trata del capítulo VIII, titulado «Sobre Tucídides». Voltaire piensa sin duda también en la Francia del siglo XVI). Una pregunta suscitada por la perfección alcanzada en Atenas por el arte del discurso es si en verdad esta finura estilística, argumentativa y retórica tenía como destinatario «el populacho de la Pnyx», como lo expresó una vez con deliberada dureza Wilamowitz (Die Griechische Literatur des Altertums, Teubner, Leipzig, 19052, p. 75). Este gran y acaso insuperado conocedor del carácter griego descreía, inducido tal vez por su íntima desconfianza en la democracia de cualquier época, de que un pueblo —como el ateniense— continuamente expuesto a los efectos y a las seducciones de la palabra disfrutada colectivamente —del teatro, la asamblea, el tribunal y la logografía— se convirtiera al mismo tiempo en un interlocutor sensible a tanta pericia (que sin embargo sólo se desplegaba en la medida en que tenía un destinatario). ¿No dirá acaso Aristófanes a su público «sois σοφώτατοι»? ¿No hace decir a Eurípides, en Las ranas, «a esos [y señala al publico] yo les he enseñado a hablar» (v. 954)? Además de eso, nunca hubiera descuidado el efecto recitación (recordemos la oratoria «tonante» de Pericles, puesta de relieve por Plutarco sobre la base de fuentes de época, y es sólo un ejemplo). He aquí un punto de vista que ayuda a comprender qué entendemos por fecundidad del conflicto: casi una heterogénesis de los fines. <<

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