ANTECEDENTE
Al contrario que sus
contemporáneos, así como de los historiadores y políticos del siglo siguiente,
Tucídides —ya lo hemos recordado— intuyó la sustancial unidad del conflicto
abierto en la primavera de 431
a . C. con el ultimátum espartano y cerrado con la
capitulación de Atenas, en abril de 404. Tal visión unitaria encuentra un
notorio paralelismo con la valoración de las dos guerras mundiales que tuvieron
lugar en la primera mitad del siglo XX como fases de un mismo conflicto.[506]
En ambos casos se trata de dos periodos bélicos prolongados, en cuyo intervalo
se producen conflictos menores y tensiones en otras áreas, de modo que la paz
misma que concluye el primero de los dos (la paz de Nicias en el primer caso,
la paz de Versalles en el segundo) es percibida como algo provisional.
Debe observarse, empero, que la
conciencia de tal unidad se forma, necesariamente, a posteriori. Es el desarrollo de los acontecimientos el que va
dando cada vez mayor fuerza a la idea de que el primer conflicto haya concluido
sólo en apariencia y se haya inevitablemente reabierto y continuado hasta que
uno de los grandes sujetos en lucha sucumbe definitivamente. Sigue firme, en
todo caso, el hecho de que la persuasión misma de que se ha llegado por fin a
un epílogo verdaderamente conclusivo es, con frecuencia, puesto en duda por el
desarrollo ulterior de los acontecimientos; como una prueba más del hecho de
que cualquier periodización histórica es provisional. No por casualidad
Teopompo ha continuado la obra de Tucídides haciéndola llegar hasta 394 a . C., es decir,
hasta el renacimiento de las murallas de Atenas abatidas en la capitulación de
404.
En el caso de la reflexión
histórico-política de Tucídides sobre la gran guerra de la que fue testigo,
vemos aflorar progresivamente en su obra el descubrimiento
de la unidad entera del conflicto. Por su parte, Lisias, Platón y Éforo
siguieron pensando en términos de tres guerras distintas: la arquidámica (431-421 a . C.), concluida
con una paz muy laboriosa como la llamada «de Nicias»; la siciliana (415-413 a . C.), y la
decélica (413-404 a . C.).
Estos intérpretes tenían muy presente que, en los acontecimientos atenienses,
la paz de Nicias había marcado un punto de inflexión y que, tal como Nicias
había temido, fue precisamente el ataque de Atenas contra Siracusa en 415 lo
que provocó la reapertura del conflicto entre Esparta y Atenas, principales
firmantes de la paz de Nicias. Dado que el ataque de Atenas contra Siracusa no
era un movimiento inevitable, se deduce que la reapertura del conflicto, que
resultó catastrófica para Atenas, era sólo una pero no la única de las
posibilidades. La misma gran discusión en asamblea popular entre Nicias, que
desaconseja la campaña siciliana, y Alcibíades, que la alienta a la cabeza de
una oleada de opiniones públicas inflamadas por la conquista presuntamente
fácil de Occidente, significa que dos caminos se abrían y que el giro belicista
no era una opción inevitable.[507]
Tucídides da visible relieve al
hecho de que dos caminos se abrían y se siguió el equivocado, con lo que
demuestra que no había madurado todavía la visión en cierto sentido
determinista de un conflicto unitario, destinado inevitablemente a reabrirse y
a concluirse con la anulación de una de las potencias en lucha. Tucídides fue
madurando progresivamente esta visión, a medida que pudo constatar que Esparta
y Corinto entraban en la guerra entre Atenas y Siracusa, y que volvían a abrir
el conflicto con Grecia al cuestionar la paz de Nicias. La visión unitaria, una
vez adquirida, produjo integraciones importantes en el primer libro de su obra,
como el rápido perfil del medio siglo que corre entre las guerras persas y el
estallido del conflicto con Esparta;[508] así como el memorable
comentario que pone al final del congreso de Esparta, donde declara que los
espartanos accedieron a las solicitudes de los corintios en pro de una
respuesta militar a la creciente hegemonía ateniense «no porque se hubieran
dejado persuadir por los corintios y por los otros aliados sino porque temían
el constante crecimiento de la potencia ateniense y veían que la mayor parte de
Grecia estaba sujeta a Atenas».[509] Descubrimiento de la unidad en
la totalidad del conflicto, intuición de la «causa más verdadera»[510]
(alarmas espartanas frente a la creciente potencia imperial ateniense),
necesidad de trazar un rápido perfil de la génesis y crecimiento del imperio
ateniense, son entonces fenómenos estrechamente vinculados entre sí y
constituyen la traza soterrada para devanar, al menos en las grandes líneas, la
estratigrafía de la composición del relato de Tucídides.
Pero los efectos de tal
descubrimiento, que reinterpretaba de forma original toda una fase histórica,
tuvo como consecuencia —en la mente del historiador— un proceso de devaluación
del relieve de algunas etapas del conflicto inicialmente considerado por él
mismo como de primera importancia. Por ejemplo, los incidentes (Córcira,
Potidea, el embargo contra Megara) que precedieron en algunos años el estallido
del conflicto, y que inicialmente le habían parecido a Tucídides causas a tal
punto relevantes como para requerir una exposición analítica que ocupa gran
parte del primer libro. Del mismo modo se explica el relato minuciosamente
analítico de la campaña siciliana, que antes debió concebirse como la narración
de otro conflicto, con su propio proemio etnográfico, y se convirtió más tarde
en un relato mucho más amplio, cuyos años de guerra quedan inmersos en la única
enumeración progresiva de los veintisiete años. Es de por sí evidente que esta
modificación sobre la marcha de la visión general del conflicto, en el juicio
de Tucídides, ha determinado descompensaciones narrativas, las cuales, por otra
parte, parecieron evidentes a un crítico puntilloso, aunque no profundo, como
Dionisio de Halicarnaso.[511]
* * *
Ahora bien, en el cuadro de esta
tardía visión unitaria del conflicto es evidente que la paz de Nicias termina
siendo presentada como poco más que una tregua. Pero no fue tal la percepción
de los contemporáneos y acaso hasta cierto momento del mismo Tucídides, como
queda claro en las propias palabras que le hace pronunciar a Nicias al
principio del libro VI, allí donde Nicias describe la recuperación
económica emprendida gracias a la paz tras diez años de invasiones espartanas
en el Ática. Esta devaluación del significado de la paz de Nicias comporta
dejar en la sombra, en el relato tucidídeo, el resultado más macroscópico de la
paz: el reconocimiento finalmente formalizado del imperio ateniense por parte
de Esparta y la aceptación de su consistencia «territorial».[512] Si
se considera que el nacimiento mismo de la alianza estrecha en torno a Atenas
había representado una rotura de la alianza panhelénica encabezada por Esparta,
surgida de la invasión de Jerjes (480 a . C.), se comprende la dimensión
histórica de la aceptación por parte espartana de la existencia oficial y
legítima del imperio ateniense. Esa aceptación queda testificada por el texto
de la paz de Nicias, que se ha conservado gracias al propio Tucídides.
Quien piense, entonces, como
Maquiavelo, que Atenas había «ganado la guerra», no está del todo desencaminado.
La frecuentación de los textos griegos por parte de Maquiavelo fue indirecta
pero siempre a la altura de su penetrante capacidad de leer políticamente el
pasado. En el libro tercero de los Discursos
sobre la primera década de Tito Livio Maquiavelo toca casi por casualidad
esta materia y apunta una vez más a una de sus drásticas formulaciones
geniales. Parte de un problema exquisitamente político: el mayor peso que las
élites adquieren en caso de guerra. En apoyo de esa tesis se refiere al caso de
Nicias frente a la campaña siciliana e inserta, cosa bastante inusual en él,
una amplia referencia al relato de Tucídides. Es allí donde deja caer, casi per incidens, una declaración que al
lector moderno le resulta poco menos que extravagante y que en cambio es
profundamente verdadera: que Atenas habría ganado la guerra. Obviamente se
refiere a la guerra de diez años, concluida con la paz de Nicias, cuya
envergadura política y diplomática le queda perfectamente clara:
Siempre ha ocurrido y sucederá
que las repúblicas hagan poco caso de los grandes hombres en tiempo de paz,
porque envidiándoles muchos ciudadanos la fama que han logrado adquirir, desean
ser sus iguales y aun superiores. De esto refiere un buen ejemplo el
historiador griego Tucídides, quien dice que, habiendo quedado victoriosa la
república ateniense en la guerra del Peloponeso, enfrenado el orgullo de los
espartanos y casi sometida toda Grecia, fue tan grande su ambición, que
determinó conquistar Sicilia.
Se discutió el asunto en Atenas.
Alcibíades y algunos otros ciudadanos aconsejaban la empresa, porque más que el
bien público atendían a su propia gloria, esperando ser los encargados de
ejecutarla; pero Nicias, que era el primero entre los ciudadanos más
distinguidos, se oponía a ella, y el argumento más fuerte que hacía en sus
arengas al pueblo para persuadirle de su opinión, consistía en que, al
aconsejar que no se hiciera esta guerra, aconsejaba contra su propio interés,
porque bien sabía que en tiempos de paz eran infinitos los ciudadanos deseosos
de figurar en primer término; pero también que, en la guerra, ninguno le sería
superior ni siquiera igual (cap. 16; trad. de Luis Navarro).
XII. ESCÁNDALOS Y TRAMAS
OSCURAS (415 a .
C.)
«CON UNA ANTOLOGÍA DE DOCUMENTOS»
1. Los hechos
Al despertar, los atenienses
encontraron mutilados los hermes de piedra, es decir, las columnas con base
cuadrangular con la cabeza y el falo de Hermes, distribuidos por toda la
ciudad. Era la primavera avanzada de 415 y la gran armada destinada a someter Siracusa
y conquistar Sicilia estaba a punto de partir.
Quizá una bravuconada o quizá
alguien quería emprender una provocación política de amplias proporciones. Se
había sabido, además, que en una casa particular se habían imitado los
misterios eleusinos. «Dieron mucha importancia a este asunto», dice Tucídides,
«pues daba la impresión de estar en conexión con una conjura con vistas a una
revolución y al derrocamiento de la democracia.»[513] Empezaron las
delaciones y los arrestos. Comenzó a sonar el nombre de Alcibíades, a quien
alguien, al parecer, quería atacar. Se montó de este modo, y alcanzó enormes
proporciones, el mayor «escándalo de la república» que jamás estalló en Atenas.
Se instauró en ese punto tal
clima de sospechas que, según un testimonio sin duda interesado, como el de
Andócides, la gente ya ni siquiera frecuentaba el ágora: «Huían», dice, «del
ágora, bajo el temor de ser arrestados.»[514] Alcibíades pidió en
vano ser enjuiciado rápidamente; en cambio se prefirió dejarlo partir, para
después llamarlo y procesarlo en una posición de debilidad. Los arrestos
golpeaban con brutalidad, sobre todo a las grandes familias y a los clanes
aristocráticos. Entre otros, fue arrestado Andócides, junto a buena parte de su
familia, bajo la denuncia de un tal Dioclides. Si es difícil establecer en qué
medida Andócides estuvo implicado personalmente en la mutilación de los hermes,
de sus muy calculadas palabras resulta claro que el clan del que formaba parte
(la «hetería» de Eufiletos) estaba inmerso en la primera línea de los
acontecimientos. Ello significa que, de los numerosos arrestos que se
realizaron, algunos (y no pocos) dieron en el clavo.
La delación de Andócides sirvió
para desbloquear la situación. Aunque aún permanece abierta la cuestión acerca
de cuál fue exactamente el contenido de esa delación. Pero lo cierto es que,
una vez arrestados y castigados los denunciados, el gran miedo cesó. Como
premio, Andócides obtuvo la impunidad. Sin embargo, inmediatamente después un
decreto, que parecía hecho a propósito para él, presentado por un tal
Isotímedes, sancionó la prohibición de la vida pública «para los reos confesos
de impiedad». Andócides, sintiéndose señalado, prefirió autoexiliarse.
Desde ese momento y hasta la
amnistía general de 403 llevó una vida errante, siempre a la espera de obtener
el permiso para regresar. Pero la amnistía no fue resolutiva. Dejó no poco
espacio a las venganzas y al arreglo de antiguas cuentas pendientes.
En 399, mientras se celebraban en Eleusis los «Grandes misterios» y Andócides
mismo, con otros iniciados, se encontraba allí, una acusación en su contra fue
entregada al arconte rey. Los acusadores eran un tal Cefisio, además de Meleto
(que podría ser el mismo que ese año acusó a Sócrates) y Epícares. Se amparaban
en el decreto de Isotímides y exigían que Andócides siguiera bajo interdicción
por sacrílego.
Esta vez, al contrario que en
415, se llegó a juicio. Con dieciséis años de retraso, cada una de las partes
reconstruyó por fin, a su modo, el acontecimiento del escándalo. De este
proceso se conserva un documento importante: el discurso compuesto por
Andócides en su defensa propia, titulado tradicionalmente «Sobre los
misterios», porque en la primera parte trata precisamente de los
acontecimientos de los misterios profanados, mientras que una parte mucho más
amplia, aunque también menos persuasiva, se refiere precisamente a la
mutilación de los hermes. Se ha conservado asimismo uno de los discursos de
acusación. Está en la recopilación editada bajo el nombre de Lisias: el IV,
«Contra Andócides».
Pero el discurso «Sobre los
misterios» no es la única reconstrucción de los hechos que aportó Andócides.
Hay otra, más sumaria, en un discurso pronunciado por él entre 411 y 407,
cuando intentó, sin éxito, volver a Atenas, aprovechando la crisis abierta por
el golpe de Estado de 411. Es el discurso «Sobre el propio regreso», que, por
una ironía de la historia de la tradición, se encuentra junto al discurso
«Sobre los misterios» en la minúscula recopilación (debida sin duda a manos
distintas a las del autor) de las alocuciones de Andócides.
Los tres nombres en torno a los
cuales gira la interpretación de los acontecimientos son el de Andócides,
encarcelado por sospechoso pero absuelto en compensación de su delación; el de
Alcibíades, golosa presa para sus adversarios, y el de Tucídides, que será el
historiador de esos candentes acontecimientos contemporáneos y a quien animaba
el propósito de afirmar, en el cuadro noble de una obra de historia, una tesis
precisa sobre la inconsistencia de las acusaciones dirigidas contra Alcibíades.
Su tono es de todo menos desinteresado; sarcástico con frecuencia, como cuando
describe la noche en vela pasada por los atenienses, inquietos, en espera de un
ataque espartano por sorpresa, del que —según insistentes «revelaciones»—
Alcibíades era oculto promotor, pero que nunca se produjo. Sin embargo, si son
verdaderas las palabras que Andócides hace pronunciar a Dioclides («me dijeron:
Si conseguimos obtener lo que queremos seréis de los nuestros»), tenía que haber
un proyecto subversivo detrás de esa desmitificadora puesta en escena.
2. Los documentos
A) EL RELATO DE DIOCLIDES
Tenía en Laurio un esclavo y había de tratarse su parte de beneficio [apophorà]; aun habiéndome equivocado respecto de la hora, me puse en viaje apenas me levanté, muy temprano; había luna llena; y, cuando estaba junto al pórtico de Dioniso, llegué a ver a numerosos individuos que bajaban desde el Odeón hacia la orquesta; al sentir temor de ellos, yéndome hasta allí al amparo de las sombras, estaba sentado entre la columna y la estela sobre la que descansa el estratego de bronce; y veía que los individuos en cuestión eran por su número más de trescientos, y que estaban en círculo, puestos de pie, en grupos de a quince hombres, y algunos en grupos de a veinte; y, en fin, al contemplar sus rostros a la luz de la luna reconocí a la mayor parte.
Al volver a la ciudad me encontré
con que ya se habían escogido los responsables de la investigación y de que
hubiera sido proclamada una recompensa de cien minas por la delación. Al ver a
Eufemo, el hijo de Calias, hermano de Teocles, estaba sentado en el taller de
un broncista, como lo llevara acto seguido hasta el Hefesteo, se ponía a
relatarle exactamente cuanto os acabo de decir, de qué manera lo había visto a
él y a los otros aquella noche, y agregó: «Si queremos hacernos amigos, yo no
prefiero el dinero de la ciudad al vuestro». Eufemio me contestó: «Has hecho
bien en decirlo», y me invitó a ir a casa de Leógoras, el padre de Andocides, y
al despedirme me dijo: «Allí encontrarás a Andócides y a los otros a quienes
debes ver». Al día siguiente me dirigí a casa de Leógoras, llamé a la puerta y
dio la casualidad de que en ese momento salía el dueño de casa y me dijo:
«¿Eres tú a quien están esperando? ¡Desde luego que no hay que rechazar a
semejantes amigos!», tras lo cual se fue. Los otros me ofrecieron dos talentos
de plata en vez de las cien minas ofrecidas por el erario público. Me
prometieron. «Si conseguimos obtener lo que queremos, serás de los nuestros».
Respondí que pensaría en ello, y ellos me dieron cita en casa de Calias, hijo
de Telocles, para que él también estuviera presente en el momento del acuerdo.
Fui a casa de Calias, me puse de
acuerdo con ellos y nos intercambiamos una solemne promesa en la Acrópolis;
ellos me prometieron el dinero para el mes siguiente, pero nunca llegué a
recibir nada. Por esa razón los denuncié (Andócides, «Sobre los misterios»,
38-42).[515]
Dioclides
denunció a cuarenta y dos personas a la Boulé; los primeros dos nombres de su
lista eran Mantiteo y Apsefiones, buleutas ambos. Apenas Dioclides hubo
terminado su denuncia, se levantó Pisandro y propuso abrogar el decreto de
Escamandrio, que prohibía infligir la tortura a los ciudadanos atenienses. Los
presentes se lanzaron a apoyar ruidosamente la posición de Pisandro. Mantiteo y
Apsefiones se refugiaron en el altar como suplicantes, imploraron que no se los
sometiese a torturas y se les permitiera aportar garantías y sólo en ese caso
someterse a juicio. Les fue concedido. Pero, apenas nombraron a sus garantes,
saltaron sobre dos robustos caballos y huyeron hacia el enemigo, sin cuidarse
del hecho de que —según la ley— recaerían sobre sus garantes las penas
correspondientes a quienes los habían nombrado.
Terminada la sesión, el Consejo ordenó que se precediese con gran secreto
al arresto de los cuarenta y dos denunciados por Dioclides (entre los cuales
estaba Andócides). Los arrestados fueron encadenados. Dioclides fue coronado y
llevado triunfalmente hasta el pritaneo, como benefactor de la patria. Ésta es
la lista aportada por el mismo Andócides: Leogoras, Cármides, Táureas, Niseo,
Calias, Eufemo, Frínico, Éucrates, Critias (Andócides, «Sobre los misterios»,
43-47). Era la flor y nata de la élite, en tanto que Pisandro, que entonces se
comporta con encarnizamiento, figurará, menos de cuatro años más tarde, junto a
ellos en el golpe de mano oligárquico.
B) EL RELATO DE DIOCLIDES
SEGÚN ANDÓCIDES
[Es la reconstrucción de los hechos de 415, aportada por Andócides en 399]
[36] (Después de la primera denuncia de los Hermocópidas presentada por
Teucro)[516] Pisandro y Caricles, que se contaban entre los
miembros de la comisión investigadora, y que por aquel entonces pasaban por ser
en extremo favorables a los intereses del pueblo, sostenían que las acciones
acontecidas no habían de ser cosa de unos pocos ciudadanos, sino que tenían
como objetivo la disolución del régimen, y que convendría indagar todavía y no
cejar en esa labor. En la ciudad era tal el estado de ánimo que, tan pronto
como el heraldo volvía a indicar al Consejo que accediera al interior de su
sede y retiraba la señal, a la vez que con esta misma señal entraba el Consejo
a su sede, huían algunos en el ágora embargados por el temor de que cada uno de
ellos fuera apresado.
[37] Soliviantado, pues, por los
males de la ciudad, presenta Dioclides una acusación de crímenes flagrantes a
la Boulé, pues afirmaba conocer a los que mutilaron las efigies de los hermes,
y que eran éstos cerca de trescientos. Decía que los había visto y que se había
encontrado por azar en las inmediaciones del suceso. Por tanto, jueces, a todo
ello os pido que mientras prestáis atención dirijáis de nuevo vuestros
recuerdos, si es que digo la verdad, y que os lo deis mutuamente a entender,
porque ante vosotros se produjeron los discursos, y por ello os tengo por
testigos de los hechos.
[38] Dijo Dioclides, en efecto,
que tenía en las minas de Laurio un esclavo y que había de traerse su apophorà; que, aun habiéndose engañado
con respecto a la hora, se ponía en viaje no bien se levantó, muy de mañana;
que había luna llena; y que, cuando estaba junto al pórtico de Dioniso, llegaba
a ver a numerosos individuos que bajaban desde el Odeón hacia la orquesta; que,
al sentir temor de ellos, yéndose hasta allí al amparo de las sombras, estaba
sentado entre la columna y la estela sobre la que descansa el estratego de
bronce; y que veía que los individuos en cuestión eran por su número más de
trescientos, y que estaban en círculo, puestos de pie, en grupos de a quince
hombres, y algunos en grupos de a veinte; y, en fin, que al contemplar sus
rostros a la luz de la luna reconocía a la mayor parte.
[39] Por tanto, ciudadanos, ya
por de pronto se fabricaba esta añagaza el más temible de los artificios, creo
yo, de modo que de él dependiera así afirmar que cualquiera de los atenienses
que él quisiera, fuese quien fuese, figuraba entre estos hombres, como decir
que no figuraba quien él no quisiera. Así pues, tras contemplar todo esto fui a
Laurio, y que al día siguiente oí que habían sido mutilados los hermes; y, en
efecto, enseguida me apercibí de que la acción era obra de estos hombres.
[40] Al volver a la ciudad, se
sorprendió de que ya hubieran sido escogidos los responsables de la
investigación y de que hubiera sido proclamada una recompensa de cien minas por
la delación. Y al ver que Eufemo, el hijo de Calias, hermano de Telocles,
estaba sentado en el taller de un broncista, como lo llevara acto seguido hasta
el templo de Hefesto, se ponía a relatarle exactamente cuanto os acabo de
decir,[517] de qué manera nos había visto aquella noche: que a buen
seguro no iba a aceptar los emolumentos de la ciudad antes que los procedentes
de nosotros,[518] de modo que nos tendría por amigos, que Eufemo, de
hecho, le dijo que había hecho bien en decírselo, e incluso lo invitó a ir a
casa de Leógoras,[519] «para que te encuentres allí, junto conmigo,
con Andócides y con otros con quienes es preciso hacerlo».
[41] Contó que había ido al día
siguiente y que llamó a la puerta, y que se encontró con mi padre, que
casualmente salía en ese momento, y le dijo: «¿A ti, entonces, están
esperándote éstos? Desde luego, no hay que rechazar a amigos como éstos».
Después de lo cual mi padre salió. Con que de esta manera llevaba a la
perdición a mi padre, al descubrirlo como cómplice. Sostenía entonces que
nosotros habíamos decidido ofrecerle dos talentos de plata en lugar de cien
minas del erario público, y que, caso que obtuviéramos cuanto queríamos, él
sería de los nuestros, y que de todo ello daría él garantías y a la vez las
recibiría.
[42] Agregó que él había
contestado que lo iba a pensar, y que nosotros lo habíamos invitado a dirigirse
a Calias, hijo de Telocles, para que él también estuviera presente durante el
acuerdo. De este modo, causaba a su vez la perdición de este último, cuñado
mío. Afirmaba haberse llegado a la casa de Calias, que le dio en la Acrópolis
palabra fidedigna, puesto que estaba de acuerdo con nosotros, y que, por más
que entre todos fijamos que se le daría el dinero en el mes entrante, le
mentimos por completo porque no se lo dábamos; por consiguiente, comparecía al
objeto de denunciar lo acontecido.
[43] Tal fue, ciudadanos, la
acusación montada por Dioclides. Unida a ella presentó los nombres de los ciudadanos
que decía conocer, en número de cuarenta y dos, y como primeros acusados a
Mantiteo y Apsefión, que eran buleutas y se encontraban sentados dentro, y
asimismo, a continuación, a los demás. Dijo entonces Pisandro, poniéndose en
pie, que convenía abolir el decreto de la época de Escamandrio[520]
y hacer subir a la rueda a los acusados para que no se hiciera de noche antes
de que hubieran averiguado los nombres de absolutamente todos los demás
individuos. La Boulé gritó que Pisandro tenía toda la razón.
[44] Al oírlo, Mantiteo y
Apsefión se sentaron en el altar, pues suplicaban que no llegaran a ser
sometidos a tortura, sino que fueran juzgados luego de haber nombrado
responsables de su fianza. Después que a duras penas lo hubieron conseguido,
subidos en sus monturas tan pronto como nombraron a sus fiadores, pusieron
tierra por medio dirigiéndose por propia iniciativa junto a nuestros enemigos,
siendo que abandonaron tras de sí a sus garantes, a quienes era menester verse
sujetos a los mismos cargos por los que lo eran aquellos en cuyo favor salieron
fiadores.
[45] El Consejo, entonces,
después de retirarse en secreto nos hizo aprehender y encadenar con cepos.
Luego, cuando hubieron convocado a los estrategos, les instaron a proclamar que
cuantos de entre los atenienses vivían en la ciudad fueran hacia el ágora no
sin haber tomado sus armas, hacia el Teseo cuantos vivían en los muros largos,
y hacia el ágora de Hipodamo cuantos vivían en El Pireo, y que a toque de
trompeta se diera a los jinetes, antes aún de la noche, la señal de acudir al
Anaceo; que el Consejo se dirigiera a la Acrópolis, y pasara allí la noche, y
los pritanos en la rotonda. Los beocios, por su parte, una vez hubieron tenido
conocimiento de estos asuntos habían salido en campaña hasta el linde de ambos
territorios. Por el contrario, a Dioclides, responsable de estos males, después
de coronarlo lo conducían sobre un carro al Pritaneo, en la idea de que era el
salvador de la ciudad, y tenía allí dispuesta una cena (como si fuera un benefactor
de la patria).
[46] Por consiguiente,
ciudadanos, por de pronto recordad esos hechos cuantos de entre vosotros
estuvisteis presentes, y explicádselo a los demás; y hazme el favor de citar a
continuación a los pritanos que por entonces ejercían como tales, a Filócrates
y a los otros. [Aquí continuaban los testimonios].
[47] Ahora voy a dar también
lectura a los nombres de los ciudadanos a quienes acusó Dioclides, para que
veáis a cuántos de mis parientes él intentaba arrastrar a la ruina: en primer
lugar, a mi padre; luego, a mi cuñado, puesto que al uno lo señalaba como
cómplice, y en casa del otro decía haber tenido lugar el encuentro. He aquí el
nombre de los otros, leedlos:
Cármides,[521] hijo de
Aristóteles. Se trata de mi primo: su padre y mi madre son hermanos.
Táureas, primo de mi padre.
Niseo, hijo de Táureas.
Calias, hijo de Alcmeón, primo de
mi padre.
Eufemo, hermano de Calias, hijo
de Telocles.
Frínico, conocido como «el
bailarín», primo.
Éucrates, hermano de Nicias[522]
y cuñado de Calias.
Critias, primo también de mi
padre; las madres son hermanas[523] (Andócides, «Sobre los
misterios», 36-47).
C) EL DELATOR DE LA LUNA NUEVA (¿Dioclides?)
Preguntado uno de ellos cómo
había conocido a los mutiladores de los hermes, respondió que a la claridad de
la luna, con la más manifiesta falsedad, porque el hecho había sido el día
primero o de la luna nueva. Esto a las gentes de razón las dejó aturdidas, pero
nada influyó para ablandar el ánimo de la plebe, que continuó con el mismo
acaloramiento que al principio, conduciendo y encerrando en la cárcel a
cualquiera que era denunciado (Plutarco, «Vida de Alcibíades», 20, 8). Plutarco parece atestiguar que alguien buscó
responder a Dioclides, pero sin conseguirlo.
D) EL PRIMER RELATO DE ANDÓCIDES [fechable entre 411 y 407]
Ciudadanos, me parece que muy
rectamente se ha dicho, ya por parte de quien en primer lugar lo hizo, que
todos los mortales nacen con vistas a pasarlo bien y mal a la vez, mas grande
infortunio es, sin duda alguna, el errar de medio a medio, por lo que los más
afortunados son quienes cometen los más insignificantes yerros, y los más
sensatos los que con mayor presteza se arrepientan. Además, no se ha
determinado que tal ocurra a unos sí y a otros no, sino que para todos los
mortales estriba en una común fatalidad tanto incurrir en algún grave error
como vivir en la desdicha. En razón de ello, atenienses, si os resolvierais
sobre mí conforme a la medida humana seríais los jueces de más benigno
criterio, pues cuanto me ha ocurrido no es más digno de envidia que de
lamentación.
Llegué por tanto a tal extremo de
infortunio —si hay que aludir tanto a mi juventud y a mi propia ignorancia como
a la influencia de los que me persuadieron a llegar a tal malandanza de mi buen
juicio— que me ha supuesto la obligación de escoger una de entre dos de las más
inmensas desgracias: o bien no denunciar a los que todo eso han hecho, aunque
hubiese querido, no por temer por mí solo, por si hubiera sido menester sufrir
cualquier padecimiento, sino porque, junto conmigo, habría dado muerte a mi
padre, que en nada está cometiendo injusticia —exactamente lo que le habría
sido forzoso padecer si yo no hubiera querido obrar así—; o bien, de denunciar
lo sucedido, no sólo no estar muerto, una vez exonerado yo mismo de todo cargo,
sino además no convertirme en el asesino de mi propio padre. Antes, al menos,
de eso, ¿qué no habría osado hacer un hombre?
Yo, daos cuenta de ello, de entre
las presentes circunstancias preferí las segundas, que habían de reportar, en
lo que a mí respecta, motivos de pesar durante un larguísimo espacio de tiempo;
a vosotros, una prontísima disipación de la desgracia entonces presente.
Acordaos de en qué grave peligro e indefensión os visteis, y de que os habíais
inspirado mutuo temor con un sobrecogimiento tal que ni siquiera salíais ya de
casa en dirección al ágora, puesto que cada uno de vosotros se imaginaba que
iba a ser arrestado. Ahora bien, si en todo el asunto mi culpa quedó
circunscripta a una pequeña parte, al contrario el mérito de haber puesto fin a
tal situación me pertenece sólo a mí […].
Entonces yo, del todo consciente
de mis desventuras, de las que en aquel tiempo nada me fue ahorrado, unas veces
por mi propia insensatez, otras por la fatalidad de las circunstancias, entonces
yo comprendí que era más llevadero atender tales empresas y dejar transcurrir
mis días allí donde menos llegara a estar a merced de vuestras miradas. Y partí
(Andócides, «Sobre el regreso», 5-10).
E) LOS HECHOS SEGÚN LA
ACUSACIÓN DE 399 a .
C.
Considerad entonces la vida de
Andócides desde el momento en que cometió impiedad y veréis si hay otro como
él. Andócides, después del crimen, fue llevado ante el tribunal, y se condenó,
por así decir, con sus propias manos a la prisión: era la pena que había propuesto
para sí en el caso de que no entregara a su esclavo; y de hecho sabía bien que
no habría podido entregarlo a la justicia, desde el momento en que precisamente
él lo había hecho asesinar para evitar que se convirtiera en su acusador. […]
Después de lo cual permaneció alrededor de un año en prisión, y fue durante ese
cautiverio que denunció a sus parientes y amigos, obteniendo a cambio la
impunidad. ¿Qué clase de alma pensáis que tendría éste, si llegó a denunciar a
sus seres queridos a cambio de una salvación incierta?
De todos modos, cuando hubo
mandado a la muerte a las personas que decía preferir sobre cualquier otras,
resultó —o pareció— delator verídico, y fue liberado. Pero vosotros enseguida
deliberasteis con un decreto su exclusión de la política y de los lugares
sagrados, de modo que, incluso en el caso de que sufriera agravios de sus
enemigos, no pudiese obtener reparación (Pseudo-Lisias, «Contra Andócides»,
21-24). La no entrega del esclavo
significaba una autoinculpación. Por eso Andócides no hace referencia a ella.
F) EL SEGUNDO RELATO DE ANDÓCIDES [399 a. C.]
[48] Después de que estuvimos
todos recluidos en una misma prisión, y era de noche y la cárcel había quedado
cerrada, y que acudían del uno la madre, del otro la hermana, de aquél, mujer e
hijos, y era el clamor y el lamento de los que lloraban y se afligían por las
presentes desdichas, me dice Cármides, que es primo mío y de mi misma edad y
que además se ha criado desde niño en mi casa:
[49] «¡Andócides!, ya estás
viendo la magnitud de los presentes males; yo, en cambio, en todo el tiempo
transcurrido no tuve necesidad alguna de dirigirme a ti ni de apesadumbrarte;
pero ahora me veo forzado a ello por culpa de nuestra desgracia actual. Pues
aquellos con quienes tenías relación y con quienes convivías —aparte de
nosotros, tus parientes—, a raíz de estos cargos por cuya causa estamos
nosotros en completa perdición han muerto unos, otros han huido exiliándose,
puesto que en su fuero interno reconocen que cometían injusticia.
[50] »Si algo has oído sobre este
asunto que nos ha sobrevenido, dilo, y primero ponte a ti mismo a salvo, y
luego a tu padre, a quien es natural que quieras por encima de todos, y después
a tu cuñado, que tiene por esposa a tu hermana, justo la única que tienes, y
después a cuantos otros son tus parientes y allegados, y aun a mí, que nunca
hasta ahora en toda mi vida te he molestado en nada, sino que bien resuelto
estoy a hacer cuanto sea menester en relación a ti y a tus compromisos».
[51] Mientras Cármides hablaba de
este modo y todos los demás iban a mi encuentro y cada cual acudía con
súplicas, reflexioné para conmigo mismo: «Ay de mí, que he caído en la más
terrible de todas las desgracias, ¿acaso voy a ver con indiferencia cómo contra
toda justicia se hace perecer a mis propios parientes, y cómo son ajusticiados
y confiscados sus bienes, y además de todo esto son inscritos en estelas, como
si fueran autores de una oprobiosa ofensa a los dioses, quienes no son
responsables de nada de cuanto ha ocurrido? ¿Y, aún más, cómo son injustamente
llevados a total perdición trescientos atenienses, y cómo esta ciudad se
instala en medio de los mayores quebrantos, y cómo se alberga mutuamente la
sospecha? ¿O diré a los atenienses cuanto
oí al propio autor del delito, a Eufitelo?».
[52] Sobre todo ello, ciudadanos,
todavía medité en la presente situación, pues para mis adentros iba tomando en
cuenta a quienes habían cometido el delito hasta sus últimas consecuencias —ya
que habían llevado a efecto la situación—, en el sentido de que, de entre
ellos, unos acabaron sus días tiempo atrás al haber sido delatados por Teucro,
y otros hubieron de irse camino del exilio porque fue votada su condena a
muerte; pero quedaban aún cuatro de los fautores, Panecio, Queredemo, Diácrito
y Lisístrato, que no fueron objeto de denuncia por parte de Teucro.
[53] Era lógico tener la
impresión de que éstos, antes que otros, sin la menor excepción, eran parte de
los ciudadanos que denunció Dioclides, puesto que eran amigos de quienes ya
habían perecido. En todo caso, ya no había esperanza alguna de salvación segura
para ellos, pero para mis parientes la ruina era manifiesta, a menos que
alguien dijera a los atenienses lo ocurrido. En consecuencia, a mí me parecía
que era razón de más peso privar conforme a justicia de su patria a cuatro
hombres, que hoy por hoy están vivos, han vuelto además entre nosotros, e
incluso poseen sus propiedades, que ver con indiferencia cómo aquéllos morían
injustamente.
[54] Así pues, si a alguno de
vosotros o de los otros ciudadanos se le había ocurrido, en principio,
semejante consideración de mi persona, en la idea, por tanto, de que yo hice
una denuncia contra mis propios compañeros de facción para salvarme —infundios
que urdían en torno a mí mis enemigos personales, dispuestos como estaban a
calumniarse—, examinadlo a partir de los sucesos mismos.
[55] Bien pensado, la situación
es la siguiente: he de dar razón de cuanto he hecho, cuando presentes están los
mismos que cometieron el delito y que por haberlo realizado se exiliaron, y
ellos saben mejor que nadie si miento o digo la verdad, y aun a ellos les
cumple desmentirme prueba en mano durante mi parlamento, pues yo les doy
permiso; pero es menester que vosotros conozcáis la verdad de lo ocurrido.
[56] Pues éste es para mí,
ciudadanos, el punto capital de este juicio: no daros la impresión, por haberme
salvado, de ser un hombre ruin; y, por ende, que todos los demás, del primero
al último, sepan que ninguno de los sucesos acontecidos ha sido llevado por mi
parte a efecto por mor de maldad ni cobardía alguna, sino a raíz de las
vicisitudes sobrevenidas principalmente a la ciudad, pero también, además, a
nosotros; pues dije lo que oí a Eufileto
para salvaguarda no sólo de mis parientes y amigos, sino también de la ciudad entera,
en virtud de mi valor, según confiero yo, y no de mi bajeza. En fin, si así
están las cosas, digno soy de sentirme a salvo y de haceros ver que no soy un
miserable.
[57] Veamos, pues, ciudadanos, ya
que sobre los temas en litigio hay que reflexionar en todo momento como cumple
a personas, exactamente igual que si uno mismo estuviera inmerso en la
desgracia, ¿qué habría hecho cada uno de vosotros? Ciertamente, si hubiera sido
posible escoger una de dos, o morir con dignidad o salvarse de un modo honroso,
cualquiera podría decir que lo sucedido era una vileza; a decir verdad, eso
habrían preferido muchos, dado que preferirían vivir a morir con dignidad.
[58] Por el contrario, cuando la
situación era lo más contraria que podía ser a estas que decía, la vergüenza
mayor para mí consistía no ya en morir guardando silencio sin haber cometido
acto de impiedad alguno, sino, más aún, en contemplar indolente cómo sucumbían
de muerte segura tanto mi padre como mi cuñado como cuantos eran mis parientes
y deudos, a quienes ningún otro hacía perecer sino yo, salvo que dijera que
fueron otros los autores del delito. Puesto que al mentir Dioclides los llevó a
prisión, su salvación no era ninguna otra sino que los atenienses averiguaran
todo cuanto se hizo; por consiguiente, de no haberos dicho lo que oí me habría
convertido en su asesino. Y aun habría llevado a muerte cierta a trescientos
atenienses, al tiempo que la ciudad se encontraba sumida en las mayores
desgracias.
[59] Es verdad que hubo por mi
causa cuatro ciudadanos exiliados, precisamente los que cometieron delito. Pero
todos los demás fueron exiliados o condenados a muerte por la denuncia de
Teucro y no, sin duda, por mi culpa.
[60] Considerando todo esto,
ciudadanos, decidí que el mal menor era decir
la verdad lo antes posible, refutando así las mentiras de Dioclides,
castigando a quien injustamente provocaba nuestra ruina, engañaba a la ciudad
y, sin embargo, aparecía como el benefactor público y era gratificado con
dinero. Por eso declaré al Consejo que conocía a los responsables y revelé lo
que había sucedido (Andócides, «Sobre los misterios», 48-61). Se destaca la insistencia en el nombre de
Eufileto, que era el jefe de la hetería de Andócides.
G) DE CÓMO ANDÓCIDES DENUNCIÓ A EUFILETO (Y SE CREÓ UNA COARTADA)
Eufileto, estando nosotros
bebiendo, nos sugirió su plan. Yo me opuse y por tanto no sucedió aquella vez
gracias a mí. Pero más tarde, en Cinosarges, caí montando un potrillo que
tenía, de suerte que me rompí la clavícula y me abrí la cabeza, y hube de ser
llevado de vuelta a casa en una camilla.
Al enterarse Eufileto de cómo
estaba, dice a los demás que estoy persuadido a actuar de su lado en todo
aquello y que con él he convenido en disponerme a tomar parte en la acción y en
mutilar el hermes que está junto al santuario de Forbanteo. Decía eso porque
los engañaba completamente. Por ello, pues, el hermes que veis todos, que se
halla al lado de mi casa paterna, el que erigió la tribu Egeide, es el único de
los hermes que hay en Atenas que no fue mutilado, porque había de hacerlo yo,
según les dijo Eufileto.
Los otros, por su parte, se
enfurecieron contra mí, porque por un lado estaba al corriente de la empresa y
por el otro no había hecho nada. Al día siguiente se presentaron en mi casa y
dijeron:
«Andócides, nosotros hemos hecho
lo que hemos hecho. Tú escoge: si te quedas tranquilo y callado nos tendrás
como amigos exactamente igual que antes; pero si no lo hicieras, seremos para
ti más acérrimos como enemigos personales tuyos que cualesquiera otros como
amigos por nuestra causa».
Les dije que, desde mi punto de
vista, Eufileto era culpable por lo que había hecho, y que no era yo un peligro
(por el hecho de estar al corriente de los sucesos), pero que en todo caso lo
peligroso era el delito en sí mismo, por la razón misma de haber sido cometido.
La verdad de lo que digo queda
probada por el hecho de que yo mismo ofrecí a mi esclavo para que lo
interrogaran y se estableciera claramente que, en el momento del delito, yo
estaba enfermo y no me levanté de la cama […] y los pritanos sometieron a
tortura a las esclavas de la casa de la que habían salido los malhechores
(Andócides, «Sobre los misterios», 61-64). Pero
por el acusador [Lisias, VI, 22]
sabemos que Andócides hizo matar a su esclavo antes de que fuera sometido a
tortura.
H) EL RELATO DE TUCÍDIDES
Mientras los atenienses estaban
ocupados en los preparativos de la expedición [a Sicilia] los hermes de mármol
que había en la ciudad (se trata de unos bloques tallados de forma rectangular
que, conforme a la costumbre local, se encuentran en gran número en las
entradas de las casas particulares y en los santuarios) sufrieron en su mayoría
una mutilación en el curso de una sola noche. Nadie sabía quiénes eran los
autores, pero éstos fueron buscados mediante el ofrecimiento de grandes
recompensas. También se decretó que si alguien tenía conocimiento de cualquier
otro acto de impiedad, quienquiera que fuese, lo mismo ciudadano que extranjero
o esclavo, podía denunciarlo sin ningún temor. Dieron mucha importancia a este
asunto, pues parecía que se trataba de un presagio para la expedición y al
mismo tiempo daba la impresión de estar en conexión con una conjura con vistas
a una revolución y al derrocamiento de la democracia. Hubo entonces denuncias
presentadas por algunos metecos y servidores, no respecto a los hermes, sino
sobre otras mutilaciones de estatuas efectuadas anteriormente por jóvenes en un
momento de juerga y borrachera; también denunciaron que en algunas casas se
celebraban sacrílegas parodias de los misterios. Y de estos hechos acusaban,
entre otros, a Alcibíades. Y los que estaban más disgustados con Alcibíades por
considerar que era un obstáculo para que ellos mismos pudieran estar bien
instalados a la cabeza del pueblo prestaron oído a aquellas denuncias, y en la
idea de que, si conseguían desterrarlo, ellos serían los primeros, se pusieron
a exagerar la importancia del asunto e hicieron correr la voz de que tanto la
parodia de los misterios como la mutilación de los hermes apuntaban al derrocamiento
de la democracia y de que no había ninguna de esas fechorías en que no
estuviera la mano de aquél; y como prueba aducían otros ejemplos del
antidemocrático desprecio de la ley que caracterizaba su conducta.
En ese momento Alcibíades trató
de defenderse y se mostró dispuesto a someterse a juicio antes de zarpar (ya
estaban listos los preparativos de la expedición) a fin de que se dilucidara si
era responsable de alguna de aquellas acciones; si era culpable de alguna de
ellas, sufriría el castigo, pero si salía absuelto, tomaría el mando. Rogaba
encarecidamente que no dieran oídos a calumnias sobre su persona mientras él
estuviera ausente, sino que lo condenaran a muerte si había cometido delito, y
les decía que con semejante acusación sería más prudente no enviarlo al frente
de un ejército tan grande antes de haber pronunciado un veredicto. Pero sus
enemigos, temerosos de que el ejército se pusiera de su lado si ya se procedía
al juicio y de que el pueblo se ablandara y lo tratara con deferencia porque gracias
a él se habían unido a la expedición los argivos y algunos manteneos, trataban
de disuadir a la gente y de impedir por todos los medios el triunfo de la
propuesta de Alcibíades; incitaron a hablar a otros oradores y éstos dijeron
que se hiciera a la mar ahora y que no retrasara la salida de la flota, y que a
su regreso sería juzgado en un plazo determinado. Su intención era que una
citación le obligara a volver a Atenas para someterse a juicio por una
acusación más grave, que pensaban preparar más fácilmente en su ausencia. Se
decidió pues que Alcibíades se hiciera a la mar […].
Ya se encontraban en la cárcel
muchos y muy importantes ciudadanos y no se vería el final, sino que cada día
se entregaban a la crueldad y detenían a más gente. Entonces uno de los presos,
precisamente el que parecía el principal responsable, fue persuadido por uno de
sus compañeros de prisión a efectuar denuncias, fueran verdaderas o falsas; en
los dos sentidos se hacen conjeturas y nadie, ni entonces ni más tarde, ha
podido dar informaciones precisas respecto a los autores del hecho. Aquel
hombre lo convenció diciendo que, incluso en el caso de que no hubiera hecho
nada, debía salvarse a sí mismo ganándose la impunidad y librar a la ciudad de
aquel ambiente de sospecha; su salvación sería más segura si confesaba con
garantía de impunidad que si se negaba e iba a juicio.
Así ése se inculpó a sí mismo y
denunció a los demás por el asunto de los hermes. El pueblo ateniense,
satisfecho de haber obtenido —así lo creía— la verdad, y que antes consideraba
indignante el hecho de no saber quiénes maquinaban contra la mayoría, liberó de
inmediato al delator y con él a todos los otros a los que no habría acusado; y
a los acusados, tras haberlos procesado, a unos, que habían sido detenidos, los
ejecutaron, y a los que habían logrado escapar los condenaron a muerte,
prometiendo una recompensa a quien los matara. En todo aquello no quedó claro
si los que sufrieron aquella suerte fueron castigados injustamente, pero la
ciudad en su conjunto encontró un alivio manifiesto en aquel momento
(Tucídides, VI, 27-29 y 60).
I) EL RELATO DE PLUTARCO
Uno de los presos y encarcelados
por aquella causa fue el orador Andócides, a quien Helánico, escritor
contemporáneo, da como los descendientes de Ulises. Era reputado Andócides por
desafecto al pueblo y apasionado de la oligarquía y, en cuanto a la mutilación
de los hermes, era sospechoso de haber participado porque la gran herma,
erigida como ofrenda votiva por la tribu Egeide en las cercanías de su casa,
fue casi la única que permaneció en pie de entre las más importantes; ésa es
llamada, todavía hoy, «hermes de Andócides», y todos le atribuyen este nombre,
aunque la inscripción sea otra. Ocurrió asimismo que entre los muchos que por
aquel delito se hallaban en la cárcel, trabó amistad y confidencias Andócides
con Timeo, que no lo igualaba en fama pero lo aventajaba en sagacidad y osadía.
Persuadió éste a Andócides de que se delatase a sí mismo y a algunos otros en
corto número; porque al que confesase se le había ofrecido la impunidad, y si
para todos era incierto el éxito del juicio, para los que tenían fama de
poderosos era especialmente temible. ¿No era entonces preferible mentir y
salvarse a morir ignominiosamente bajo la misma acusación? ¿Y, aun atendiendo
al bien común, no valía más perder a unos pocos de dudosa inocencia para salvar
al mayor número y a los hombres de bien de la ira del pueblo? Con estos
consejos y exhortaciones convenció Timeo por fin a Andócides, y, denunciándose
a sí mismo y a otros, consiguió para sí la inmunidad conforme al decreto; pero
todos aquellos a los que acusó, con excepción de los que consiguieron escapar,
fueron ejecutados. Para hacer creíble la acusación, Andócides agregó a la lista
algunos esclavos de su propia casa (Plutarco, «Vida de Alcibíades», 21).[524]
Atención: Timeo, no Cármides.
3. Sobre el relato de Eufileto a los heterios
Si se aísla el relato de Eufileto
del contexto expositivo de Andócides y de los juicios expresados por éste, y si
además se considera que, al presentar a Eufileto y sus palabras, Andócides es
necesariamente parcial, obtenemos aproximadamente la siguiente reconstrucción
de los hechos (vistos y reconstruidos en la perspectiva de Eufileto): Eufileto
propuso el atentado durante un simposio de la hetería de la que formaban parte
tanto él como Andócides (y buena parte de los personajes enumerados en el
«documento» de Teucro). Encontró oposición inicial de Andócides, pero después,
en el momento en el que éste se hallaba ausente, pudo tranquilizar a sus
compañeros de hetería asegurándoles que Andócides era ya partidario del
proyecto. Andócides sostiene que Eufileto habría dicho: Andócides se ha dejado
convencer para colaborar y ha prometido mutilar él mismo un hermes, el del
templo de Forbante.
Debe notarse que, en rigor, la
única variante entre el relato de Andócides y el de Eufileto está en la
interpretación de los efectos de la caída del caballo: para Andócides es el
acontecimiento que lo pone fuera de juego y permite a Eufileto mentir en su
contra, inventando una adhesión suya al proyecto; para Eufileto es la coartada
que permitió a Andócides no participar en la mutilación, como sin embargo había
prometido. Es imposible dirimir esta divergencia: ya a Tucídides le parecía
imposible establecer si Andócides se había acusado de hechos realmente
cometidos o no.
Eufileto debe, sin embargo,
presentar a Andócides, ante los heterios, como cómplice del delito para poder
después mostrarlo como traidor en el caso de que se hubiera abstenido de
mutilar él mismo los hermes. En cuanto a Andócides, su relato debe encontrar
necesariamente un punto de sutura con el relato de Eufileto. Andócides no puede
negar el haber sido en cierto modo cómplice de la empresa de los hermocópidas;
en efecto, conocía sus nombres (por eso pudo delatarlos, «con buenas
intenciones») y lo hizo obligado por la necesidad; basta esto para avalar la
opinión de Eufileto, quien sostenía que Andócides era en efecto cómplice de la
empresa; para proclamarse inocente, aunque sin desmentir estos datos
incontestables, Andócides debe no sólo quitarse de en medio, mediante la
providencial caída del caballo, sino además explicar su silencio culpable en
base a una presunta extorsión por parte de Eufileto.
Por eso prosigue: «Oído lo cual»,
es decir oído precisamente el relato de Eufileto, quien aseguraba que Andócides
se había comprometido a mutilar él mismo un hermes, «los otros se enfurecieron
conmigo, porque por un lado estaba al corriente de la empresa y por el otro no
había hecho nada», es decir no había cometido ningún delito. De lo que se
deduce que Eufileto habló con los heterios cuando ya las mutilaciones estaban
hechas y se había constatado que el hermes «destinado» a Andócides estaba
intacto —aunque también este dato será «controvertido»: los heterios piensan
que de este modo Andócides se la había jugado, dejando huella de su propia
inocencia; Andócides sostendrá, a lo largo del discurso, que se trató de una
trampa con la intención de dejarlo mal parado, haciéndolo aparecer como un
traidor. «Al día siguiente se presentaron en mi casa y dijeron: “Andócides,
nosotros hemos hecho lo que hemos hecho. Tú escoge: si te quedas tranquilo y
callado nos tendrás como amigos exactamente igual que antes; pero si no lo
hicieras, seremos para ti más acérrimos como tus enemigos personales que
cualesquiera otros como amigos por nuestra causa». Aquí surge para Andócides
una nueva dificultad expositiva: explicar por qué ha aceptado el chantaje
sabiendo lo perjudicial que podía ser para la ciudad”. Recurre entonces a la
argumentación parafilosófica de la «peligrosidad» de la culpa en cuanto tal.
Está arrinconado pero se sustrae con habilidad: «Les dije que, desde mi punto
de vista, Eufileto era culpable por lo que había hecho, y que no era yo un
peligro (por el hecho de estar al corriente de los sucesos), sino que en todo
caso lo peligroso era el delito en sí mismo, por la razón misma de haber sido
cometido».
4. Sobre la confesión de Andócides
¿Por qué Andócides se vio
obligado a hablar?
Según Andócides, fue su primo
Cármides quien lo impulsó a la delación, con un discurso patético-familiar.
Según Tucídides, fue «uno de sus compañeros de prisión», y con argumentos
exclusivamente prácticos («su salvación sería más segura si confesaba con
garantía de impunidad que si se negaba e iba a juicio»). Según Plutarco, ese
compañero de prisión se llamaba Timeo; los argumentos que Plutarco le atribuye
son los mismos referidos por Tucídides. El hecho de que el primo Cármides sea
sólo el fruto del patetismo de Andócides (que en su apología no deja de repetir
la prioridad del clan familiar por encima de cualquier otro vínculo) parece
deducirse de Plutarco, quien conoce una descripción precisa del mencionado
Timeo: «no lo igualaba en fama pero lo aventajaba en sagacidad y osadía».
Plutarco sabe además, por sus fuentes, que no fue durante la primera noche en
la prisión sino al cabo de cierto tiempo cuando el sabio Timeo había
establecido una relación de confianza con Andócides y lo había inducido a la
confesión. Según el acusador (Pseudo-Lisias), fue después de un año en prisión
cuando Andócides se decidió a la delación [VI, 23].
El Timeo del relato de Plutarco
(que es evidentemente la misma persona del relato de Tucídides) no invoca la
salvación de los parientes como elemento decisivo para inducir a Andócides a la
autoinculpación. En palabras del acusador, los parientes están incluso entre
las víctimas de la «acusación» de Andócides. Insistir tanto sobre la salvación
del clan familiar es por tanto parte de la estrategia defensiva de Andócides.
Por eso tiene necesidad de hacer intervenir al primo como interlocutor
decisivo.
El primo Cármides —tal es la
reconstrucción de Andócides— lo habría incitado a hablar, y la delación se
había referido sólo a cuatro cómplices del delito, que hasta ese momento habían
huido de las investigaciones (en realidad Andócides hacía una cosa bien
distinta: avalaba la veracidad de la denuncia de Teucro a cargo de la hetería
entera de Eufileto): nada en cambio —sostiene Andócides en 399— había revelado
a su propia cuenta, al contrario: afirma continuamente ser del todo extraño a
los acontecimientos. (La coartada es la caída del caballo). Este punto le
importaba mucho, porque la acusación lanzada contra él en 399 tenía la
intención de apartarlo de la vida pública en cuanto sacrílego. Por eso
Andócides debe proclamarse inocente.
Para defenderse, escoge el hábil
argumento de poner en el centro de la cuestión la legitimidad o no, en el plano
ético, de delatar a los compañeros de hetería. De sus palabras parece desprenderse
que su sufrimiento íntimo se debe sobre todo a la denuncia de los compañeros,
desde el momento en que su ajenidad a los hechos es notoria, y era conocida
también por Eufileto. En cambio, es precisamente la ajenidad a los hechos lo
que hubiera tenido que demostrar.
Pero su argumento corre el riesgo
de desmoronarse como un castillo de naipes si se recurre al relato del único
contemporáneo, Tucídides; quien declara: a) que Andócides se acusó sabiendo que
contaba con garantía de inmunidad; b) que no se había podido establecer «ni en
el momento ni después» si lo que Andócides había dicho era verdadero. (Para
Plutarco es sin duda falso).
Pero si no era verdad lo que dijo
al inculparse en 415, ¿será verdad lo que en 399 dice haber dicho en 415? Si es
verdad lo que dice en 399 (que no participó en el delito), ¿por qué admite
haber obtenido, sin embargo, la impunidad? ¿Por un delito que dice no haber
cometido?
Si en el discurso «Sobre el
regreso» reconoce su propia «locura juvenil» como causa de su participación en
el «error» y se hace cargo de «una pequeña parte» de la culpa, este modo de
hablar alude a una corresponsabilidad bastante más seria de la descrita en el
discurso «Sobre los misterios».
Si el decreto de Isotímides lo
indujo a «sustraerse a las miradas» de los atenienses y a irse —como evoca en
el discurso «Sobre el regreso»—, nos preguntamos cómo puede proclamar en el
discurso «Sobre los misterios» que el decreto de Isotímides «no le atañe en
absoluto» (§ 71), para después explayarse en una larga demostración de la
eficacia caducada de ese decreto. Si el decreto no lo afectaba, ¿por qué saca
de él la consecuencia de haber tenido que dejar Atenas? ¿Por qué, durante el
juicio, se afana en demostrar que ese decreto carece ya de valor, que ha
perdido vigencia en las varias, sucesivas, disposiciones de amnistía? Si el
decreto no le atañe, tal demostración es innecesaria.
Si, por tanto, en 415 Andócides
se había declarado culpable, al menos en lo que respecta a su persona Dioclides
tenía razón. Pero si Dioclides denunció, entre otros, a Andócides, eso
significa que creía haberlo visto en el inquietante grupo que vagaba por la
ciudad la noche del atentado. Lo que terminaría por quitarle valor también a la
coartada de la caída del caballo.
Por otra parte, Andócides no
somete a discusión un punto esencial de la declaración de Dioclides: que
hubiese luna llena (o, en todo caso, una luna tal que permitiera reconocer las
caras) la noche del atentando. ¡Y, en fin, deja entender que los cuatro nombres
pronunciados por él están también entre los aportados por Dioclides!
¿A cuántas personas denunció?
Andócides se obstina en repetir
que sólo ha dicho cuatro nombres, los nombres de otros cuatro miembros de la
hetería de Eufileto no incluidos en la denuncia de Teucro. Es un sofisma. Con
su declaración, que implicaba a todos los otros denunciados, Andócides no sólo
agregaba otros nombres sino que avalaba la veracidad de la denuncia de Teucro
por lo que respectaba a todos los demás denunciados. Dado que, de éstos,
algunos eran fugitivos y por tanto estaban vivos, sus palabras comprometían
decisivamente la suerte de estos imputados.
¿Qué pasó, finalmente, con el
esclavo de Andócides?
Parece un problema irresoluble.
No sólo porque la acusación sostiene que Andócides lo había hecho matar para
que no hablara, mientras Andócides sostiene haberlo «ofrecido», es decir,
puesto a disposición de los jueces; pero además, justo en el punto en que
Andócides quizá decía algo a favor de la versión de los hechos propuesta por la
acusación, el texto de su discurso nos ha llegado con una laguna.
Estrechamente vinculada a esta
cuestión hay otra: la de la duración del encarcelamiento de Andócides. Esto
tiene interés para resolver todo lo acontecido en la noche del arresto; la
acusación habla, exagerando, de un año de detención, y precisa que Andócides
debió sufrir el encarcelamiento precisamente por no haber querido poner a su
esclavo a disposición de los investigadores.
¿Para quién trabajaba Andócides?
Según él mismo, uno de los
efectos inmediatos de sus revelaciones fue el arresto de Dioclides. Éste habría
declarado que había mentido (cosa rara si se considera que Andócides, al
acusarse a sí mismo, confirmaba al menos en un punto la veracidad de la
acusación de Dioclides) y había revelado que había hecho suya la denuncia
acerca de la instigación de Alcibíades de Fegunte (sobrino del gran Alcibíades)
y de un tal Amianto de Egina. Los cuales —precisa Andócides—, presas del miedo,
huyeron inmediatamente de Atenas, mientras Dioclides era sometido a un tribunal
y condenado a muerte («Sobre los misterios», 65-66).
Si el clan de Alcibíades quiso
perjudicar, a través de Dioclides, a la hetería de Eufileto, se puede observar
que —en todo caso— la declaración hecha por Andócides, a pesar de ser ruinosa
para Eufileto y los suyos, empeoraba incluso la situación de Alcibíades: hay
que creer, como en efecto pretende Andócides, que desacreditaba las
revelaciones de Dioclides. Quien, de todos modos, fue condenado a muerte «por
haber engañado al pueblo».
5. El juicio de Tucídides
En el relato de Tucídides queda
claro que la decisión de convocar a Alcibíades (que ya ha partido a Sicilia)
para procesarlo y condenarlo fue tomada sólo después de la declaración de
Andócides (VI, 61, 1-4). Es sintomático que Tucídides, quien consideraba a
Alcibíades víctima de un complot, muestre —a la vez— desconfianza respecto a
todas las declaraciones de Andócides. No sólo muestra enseguida sus dudas
acerca de que las declaraciones aportadas por Andócides en 415 puedan ser
falsas («lo indujo a hacer revelaciones, no importa si verdaderas o falsas»),
sino que muestra no creer ni siquiera en la versión de los hechos aportada en
el proceso de 399. «Nadie estuvo en condiciones de decir la verdad, ni en ese
momento ni más tarde»; estas últimas
palabras parecen referirse a la reapertura del «caso» en 399.[525]
La sospecha largamente difundida
—según escribe Tucídides— fue que se estuviera frente a una conjura
oligárquica. Dado que el ánimo popular estaba atizado por esta sospecha, muchos
personajes respetables habían acabado en prisión y no se veía el final de la
ola de arrestos; más bien al contrario: parecía recrudecerse día a día con
nuevas detenciones. En ese punto uno de los arrestados (de esta manera anónima
Tucídides se refiere a Andócides), que parecía comprometido al máximo en los
acontecimientos, fue persuadido por un compañero de prisión para que delatara,
de forma verídica o no.
«Lo convenció diciendo que»,
prosigue Tucídides, «incluso en el caso de que no hubiera hecho nada, debía salvarse
a sí mismo ganándose la impunidad y librar a la ciudad de aquel ambiente de
sospechas; su salvación sería más segura si confesaba con garantía de impunidad
que si se negaba a juicio.»[526] Como se ha observado, el discurso
del persuasor es aquí muy distinto del atribuido por Andócides a su primo
Cármides. «Él, entonces», prosigue Tucídides, «se denunció a sí mismo y a los
demás por el asunto de los hermes». Para Tucídides no cabe duda de que
Andócides se acusó a sí mismo (por otra parte la confesión se había hecho
frente a la Boulé); la duda es, en todo caso, si dijo la verdad. Por otra
parte, el hecho de que incluso la figura del primo sea inventada se deduce de
otra fuente: una vez más, de Plutarco, quien replica punto por punto el relato
de Tucídides del diálogo en la cárcel, pero precisa —tiene que saberlo por otra
fuente— que el persuasor se llamaba Timeo, y era «hombre de gran sagacidad y
osadía».[527] En vano los modernos tienden a conciliar las dos
noticias. Eduard Meyer dice, por ejemplo, que Andócides fue persuadido a
confesar por un compañero de cárcel «que el propio Andócides llama Cármides y
Plutarco llama Timeo».[528] Formulación inapropiada desde el momento
en que la divergencia no está sólo en el nombre sino también en las
características de ambos personajes. Blass, por su parte, concilia de otro modo
los datos observando que en verdad Andócides se refiere a varios otros
detenidos que «le imploraban y le dirigían súplicas», y por tanto Timeo podía
ser uno de éstos;[529] pero descuida el dato principal: que Timeo,
en el relato de Plutarco, desarrolla exactamente la misma función que Cármides
en el de Andócides, aunque es caracterizado de modo completamente distinto, lo
cual desalienta todo intento de igualar ambas noticias.
Tucídides declara haber tratado
desde el primer momento de obtener la «verdad» sobre los acontecimientos. Él
fue testigo de lo que enseguida se pensó y se pudo decir (su lenguaje parece
irreconciliable con la idea de un Tucídides exiliado que narra hechos lejanos).
Pero entre los dos pasajes antes citados figura una frase que merece atención.
Después de haber recordado que uno de los que estaban en la misma celda había
inducido a «uno de sus compañeros» (es decir, Andócides) a hacer revelaciones
«verdaderas o falsas», Tucídides comenta: «en los dos sentidos se hacen
conjeturas, y nadie, ni entonces ni más
tarde, ha podido dar informaciones precisas respecto de los autores del
hecho». Son palabras muy sopesadas que denotan el esfuerzo cognoscitivo
desplegado en el momento, y también en los años siguientes, por parte de
Tucídides.
Tucídides prefiere decir: «fue
persuadido a efectuar denuncias, fueran verdaderas o falsas». En las palabras
que deberían ser las del persuasor anónimo interfiere inextricablemente la duda
de Tucídides, la duda acerca de la veracidad de las revelaciones hechas a su
vez por Andócides. Una duda que, en rigor, puede comportar que la confesión
«verídica» sea la que dieciséis años más tarde Andócides quiso hacer creer,
mintiendo, que había dado en aquel momento. En ese caso tendremos de su parte
una «verdad» retardada, pero falsamente colocada en el lugar de aquello que
efectivamente había dicho (y que era falso). Pero todo ello se vuelve
completamente oscuro si se considera que en un discurso de algunos años antes,
«Sobre el regreso» (fechable en los años 410-405), Andócides hablaba, aunque
fuera genéricamente, de la propia «locura juvenil», y se adjudicaba «una parte
de la culpa».
Quizá Tucídides colocó
deliberadamente en posición tan ambigua las palabras «fueran verdaderas o
falsas» como para sugerir (y así lo entendió Plutarco: «mejor salvarse
mintiendo») que el persuasor impulsó a Andócides a hablar en cualquier caso, no
necesariamente de forma verídica. Lo recalca el siguiente «aunque no hubiera
cometido los hechos». Deja entonces abierta la posibilidad de que esa confesión
estuviera en verdad viciada desde el origen, pero agrega, a propósito de
Andócides: «el cual parecía muy implicado (αἰτιώτατος) en los acontecimientos».
El sarcasmo que Tucídides vierte
sobre el alarmismo ateniense-democrático frente a los escándalos de 415, que lo
lleva incluso a insertar un entero excursus
sobre el «verdadero» motivo del tiranicidio de 514, es en realidad un vibrante
y polémico alegato contra la interpretación política de los atentados;
interpretación que, sin embargo, era sustancialmente
justa. Ese excursus forma parte
de una estrategia argumentativa que tiene como objetivo demoler una
interpretación política de los acontecimientos. Los dos puntos que le importan
a Tucídides son: 1) No queda probado que Alcibíades estuviese implicado en el
asunto; 2) por eso la interpretación política según la cual detrás de los
atentados había una «trama oligárquica tiránica» es ridícula (desde el momento
en que el imputado contumaz Alcibíades era a la vez el principal sospechoso de
aspiraciones tiránicas). No olvidemos que, en cambio, pocas semanas después de
tomar la decisión de huir, Alcibíades pronunciará en Esparta esas palabras
terribles sobre la democracia como locura, y que su primo y homónimo estaba
involucrado.
Poner en escena, en la misma circunstancia, a Atenágoras
siracusano que —como veremos en el capítulo siguiente—, mientras los atenienses
están en camino, denuncia como operación
oligárquica el rumor de que los atenienses están en camino responde a la
misma estrategia; vuelve a descalificar —ya sea en Atenas o en Siracusa— el
alarmismo democrático, los diagnósticos políticos de los jefes democráticos, su
capacidad de evaluar los hechos políticos, y a mostrar las consecuentes
prácticas, aberrantes y graves, que la democracia en el poder puede producir.
La clave para la comprensión del
delito de los hermes la aporta el propio Tucídides en otra parte de su obra,
allí donde observa que en las sociedades secretas —las heterías existentes allí
donde, en el orbe griego, había regímenes dominados por el pueblo— los heterios
se comprometían recíprocamente por un pacto de fidelidad a la causa,
responsabilizándose todos del posible delito.[530] El demo ateniense
lo sabía muy bien y por eso entendió enseguida que detrás de ese espectacular
acontecimiento, que no tenía que haber sido cometido por muchos hombres ligados
entre sí, con acciones simultáneas ejecutadas en una única noche, y por tanto
por conjurados, era una amenaza
política. Esta constatación no sólo confirma el carácter intencionadamente
reticente y apologético del relato de Tucídides, sino que demuestra además que
se trataba en efecto de una conjura; y que fue probablemente la ola de juicios
y la «caída» de los conjurados más débiles, como Andócides, lo que truncó la
operación. ¿Cómo no pensar que Alcibíades estaba en el origen del asunto? Todos
los pasos posteriores que dio —desde la fuga a Esparta a su activa contribución
a la guerra espartana contra Atenas y su inicial proximidad a los golpistas de
411— lo confirman largamente. No es casualidad que las heterías dispuestas a
entrar en acción en 411 empezaran por eliminar a Androcles, que cuatro años
antes había sido el gran acusador de Alcibíades.
6. Epimetron: documentos desaparecidos (referentes a Andócides)
No debe descuidarse el hecho de
que nuestro conocimiento del acontecimiento grave y nunca aclarado de la
mutilación de los hermes está inevitablemente influido, y por tanto
contaminado, por la masa de informaciones tendenciosas que Andócides disemina
en el discurso «Sobre los misterios». En primer lugar, habría que librarse de
la falsa impresión de que Andócides frecuentara por entretenimiento la hetería
de la que Eufileto era uno de los jefes. Por el contrario, el clima de la hetería
de Eufileto a la que estaba afiliado Andócides con muchos de sus allegados se
nos ilustra mejor gracias a una cita que aporta Plutarco («Temístocles», 32, 3)
de un discurso «A los heterios» en el que el propio Andócides «excitaba a los
heterios contra el demo», inventando una versión inverosímil del hurto y
dispersión de los huesos de Temístocles (sepultado en Magnesia, en Asia) por
parte de los demócratas atenienses. Además, otro pasaje oratorio de Andócides,
de tono particularmente exacerbado contra los efectos de la guerra y de la
estrategia períclea (conservado en el escolio a Los acarnienses, 478), parece dirigido una vez más a la hetería y
no a la asamblea frente a la que Andócides disertaba. Encenderse a costa del
«maldito demo» (moderada expresión que reaparecía en la lápida sobre la tumba
de Critias)[531] era por tanto la actividad y la forma predominantes
de comunicación en esas reuniones, en constante entrenamiento para la sedición.
Sabríamos más de todo esto si dispusiéramos de los discursos de Andócides que
Plutarco todavía podía leer (I d. C.), pero con los que ya no contaba el
erudito compilador, un poco caótico, que ha compuesto las Vidas de los diez oradores, incluido en el gran receptáculo de las Moralia de Plutarco (835A).
Sin duda hubiera sido muy
interesante para nosotros tener una idea más concreta de los «discursos a la
hetería» (en general y de Andócides en particular): ese fragmento aislado
agudiza el deseo y nos deja desengañados. Tendríamos que preguntarnos también
cómo es posible que intervenciones como ésa tuvieran una redacción escrita, y
por quién y cómo fueron conservadas, en qué clase de recopilaciones circularon
cuando llegaron a manos de los comentaristas alejandrinos de Aristófanes (de
las que descienden las colecciones de escolios que se han conservado) y, más
tarde, a las de Plutarco, entre Nerva y Trajano. También los escritos de
Critias, cuya damnatio fue aún más
drástica de la que eliminó a Andócides, después de una vida subterránea,
vuelven a emerger en los tiempos de Herodes Ático (medio siglo más joven que
Plutarco). El problema radica en comprender, cuando es posible, a qué ambientes
se debe la conservación, quién ha tutelado una determinada herencia literaria,
y por qué. En el caso de Andócides, el interrogante parece destinado a quedar
sin respuesta; sin embargo, el fenómeno mismo de la conservación de tales
materiales nos confirma al menos lo que se intuye también por otras vías: es
decir, la gran capacidad de conservación de los documentos escritos por el orbe
ateniense.
Andócides —aunque habla mucho de
sí mismo— gusta de elucubrar no sólo acerca de las propias responsabilidades,
sino también sobre las propias vicisitudes. Hay, sin embargo, con toda
probabilidad, huellas de un documento que le atañe, en relación con el episodio
de los hermes mutilados, conservado gracias a su incorporación en la ya recordada vida de Andócides del
Pseudo-Plutarco (834C-D). Nos ayuda a identificarla el capítulo que Focio,
en la Biblioteca, dedica a Andócides
(cap. 261), ya que Focio presenta la misma noticia biográfica pero privada de
esas diez líneas (véase 488a 25-27).
La hipótesis que se puede
formular (descartando las fantasías modernas de interpolaciones en varios
estratos) es que, igual que para la vida de Antifonte (833E-834B)
—inmediatamente precedente—, también para la de Andócides se haya utilizado (a
través de Cecilio de Cálate: 833E) material documental proveniente de la Recopilación de decretos áticos de
Crátero.[532]
Es útil señalar un detalle que no
parece haber recibido la debida atención. En esta densa información sobre
Andócides, que tiene probablemente el origen que acabamos de señalar, figura
una noticia: que Andócides había participado en «una mutilación precedente de otras estatuas en el marco de una juerga nocturna» (διὰ τὸ πρότερον
ἀκόλαστον ὄντα νύκτωρ κωμάσαντα θρῶσαί τι τῶν ἀγαλμάτων τοῦ θεοῦ) y había sido
por eso mismo objeto de una «denuncia» (καὶ εἰσαγγελθέντα) [843C]. Esta noticia
encuentra una indirecta pero clara confirmación en una frase del relato de Tucídides
que hasta el reciente comentario de Simon Hornblower (Oxford, 2008, p.
377) había pasado inadvertida (VI, 28, 1): algunos metecos y sus esclavos,
interrogados sobre la cuestión de los hermes mutilados, «habían denunciado que no sabían nada de los hermes pero que, con anterioridad (πρότερον), se habían
producido mutilaciones de otras estatuas
(ἄλλων ἀγαλμάτων) por obra de jóvenes juerguistas acicateados por el vino (ὑπὸ
νεωτέρων μετὰ παιδιᾶς καὶ οἴνου)».[533] Ambos pasajes, el de
Tucídides y el que confluye más tarde en el Pseudo-Plutarco, coinciden casi al
pie de la letra. Este detalle está por completo ausente de la oratoria
apologética de Andócides, pero es probablemente un elemento que completa de
manera significativa el retrato del gran orador.
* * *
Una cuestión terminológica, por
último, ha podido introducir un elemento de confusión. Fue señalado de pasada
por un notable estudioso de la religión griega, Fritz Graf, en el ensayo «Der
Mysterienprozess», incluido en el volumen colectivo Grosse Prozesse im antiken Athen (Beck, 2000), editado por
Leonhard Burckhardt y Jürgen Ungern-Sternberg. Graf sostenía, de forma
injustificada, que «Tucídides y Plutarco llaman a los hermes ἀγάλματα» y
reenviaba a VI, 28, 1, y a la «Vida de Alcibíades», 19, 1 (p. 123 y n.º 47). No
se da cuenta, quizá, del hecho de que en ambos contextos (VI, 27, etc. y «Vida
de Alcibíades», 18, 6 y passim),
cuando se habla de los hermes mutilados por Andócides y compañía, se dice
siempre «hermes» (Ἑρμαῖ), y que sólo en referencia a otro atentado acontecido anteriormente se habla de «otras
estatuas» (ἄλλα ἀγάλματα). Es bien sabido que ἄγαλμα, además de «estatua»,
puede indicar el donativo para los dioses (desde un trípode a un toro preparado
para el sacrificio): es decir, el equivalente de ἀνάθημα, objeto dedicado a la
divinidad, ex voto. No se puede
descuidar, empero, el hecho de que el valor principal de ἄγαλμα es estatua (en honor a una divinidad, por
cuanto representa a esa divinidad) mientras que εἰκών es la estatua que
representa a un ser humano. Por tanto, es inútil tratar de demostrar que los
hermes fueran ex votos.
Puede ser útil, en cambio,
observar, para descartar hipótesis superfluas, que la única utilización del
término ἄγαλμα en Tucídides se da en II, 13, 5 y se refiere a la
gigantesca estatua de Atenas Parthenos
ubicada en el Partenón y cubierta de oro puro de un precio equivalente a
cuarenta talentos. No está de más una mirada también a Jenofonte, por ejemplo
al pasaje del Hipárquico (3, 2) sobre
los ἱερά y los ἀγάλματα que están en el ágora de Atenas.
Parece débil, entonces, la
propuesta de Graf de que en este pasaje de Tucídides (VI, 28, 1) se está
hablando de ex votos. Es precisamente
el contexto lo que desaconseja seguir esa vía: «Dijeron no saber nada de los hermes pero revelaron que otros ἀγάλματα habían sido mutilados con
anterioridad por jóvenes juerguistas, etc.». Aquí hay una clara oposición entre
los hermes por un lado y por otro «las otras estatuas» agredidas con anterioridad. Dado que no parece que
haya sido un «pre-escándalo» de los hermes, queda claro que estas ἀγάλματα eran
otra cosa. En cada caso el dato que debe ser puesto de relieve es la referencia
cronológica «con anterioridad», es decir, la referencia a un incidente similar
(aunque con otro objeto) que había sucedido con
anterioridad.[534] Éste es el único dato que encontramos en
Tucídides, VI, 28, 1, y en el «Andócides» del Pseudo-Plutarco (843C ), quienes hablan
evidentemente del mismo episodio. Por el Pseudo-Plutarco —o, mejor dicho, por
sus fuentes documentales— llegamos a saber que en el episodio anterior
(πρότερον) también estuvo implicado Andócides.
[507] Tucídides, VI, 8-26. <<
[508] Tucídides, I, 89-118. <<
[509] Tucídides, I, 88. <<
[510] Tucídides, I, 23, 6. <<
[511] En una de sus páginas más autodestructivas se esfuerza en «reordenar» el primer libro de Tucídides en un orden expositivo más preciso (Sobre Tucídides, 10-12). <<
[512] Baste pensar que los representantes atenienses firman en nombre de «Atenas y los aliados» (Tucídides, V, 18-19). <<
[513] Tucídides, VI, 27, 3. <<
[514] «Sobre los misterios», 36. El discurso «Sobre los misterios», escrito para un juicio que se celebró dieciséis años después de los hechos, se refiere largamente a ese acontecimiento. Su tono es tan apologético que suscita sospechas casi a cada paso. <<
[515] Se ha tomado como referencia la siguiente edición en español: Antifonte, Andócides: Discursos y fragmentos, introducción, traducción y notas de Jordi Redondo Sánchez, Madrid, Biblioteca Clásica Gredos, 1991, pp. 207-209. (N. del T.). <<
[516] Teucro, por los hermes, denunció a: Euctemon, Galucipo, Eurímaco, Polieucto, Platón, Antidoro, Caripo, Teodoro, Alcístenes, Menéstrato, Eurixímaco, Eufileto, Eurimedonte, Ferecles, Meleto, Timantes, Arquídano, Telenico (Andócides, «Sobre los misterios», 35). <<
[517] Empiezan las noticias dadas o reveladas por casualidad; aquí comenzamos a comprender que entre las personas vistas en la noche de luna llena estaba también Andócides. <<
[518] Calias era cuñado de Andócides. <<
[519] Padre de Andócides. <<
[520] El decreto que sancionaba la prohibición de torturar a los ciudadanos atenienses. Las aclamaciones que acogieron la propuesta denotan la gravedad de la situación: la tortura era infligida sólo a los esclavos. El nombre de Escamandrio no figura entre los arcontes de 480-415: Traill (Persons, XV, 2006, n.º 823460) conjetura 510/509. <<
[521] No es el Cármides hijo de Glaucón, que fue uno de los jefes de los Treinta. <<
[522] Es el líder político muerto en Sicilia. <<
[523] Es el futuro jefe de los Treinta (404-403 a. C.), hijo de Calescro, que tomó parte en el «golpe» de 411. <<
[524] Se ha tomado como referencia la traducción de Antonio Ranz Romanillos: Plutarco, Vidas paralelas, vol. II, Buenos Aires, Losada, 1939, p. 95. (N. del T.). <<
[525] Esta hipótesis presupone que la fecha de la muerte de Tucídides es posterior a 398. Véase, más abajo, cap. XVIII. <<
[526] VI, 60, 3. <<
[527] «Vida de Alcibíades», 21. <<
[528] E. Meyer, Geschichte des Alterthums, IV, Cotta, Stuttgart, 1901, p. 506 n.º; IV.24, ed. de E. Stier, Cotta, Stuttgart, 1956, p. 215, n.º 1. <<
[529] Die Attische Beredsamkeit, I2, Leipzig, 1887, p. 285, n.º 3. <<
[530] Tucídides III, 82, 6. Lo ha señalado, con su habitual inteligencia para los asuntos atenienses, Henri Weil, «Les hermocopides et le peuple d’Athènes», en Études sur l’antiquité grecque, Hachette, París, 1900 p. 287. Acerca del carácter político de toda la provocación, es excelente D. Macdowell, Andokides. On the mysteries, Clarendon Press, Oxford, 1962, p. 192: «The fact that the mutilation was planned in advance [Myst. 61] shows that it was not just the aftermath of a drunken party». <<
[531] Escolio a Esquines, I, 39. <<
[532] Crátero citaba, en su comentario del decreto sobre Andócides, un detalle que también encontraba en el erudito Cratipo (la matriz corintia del atentado y la cuidadosa elección de los ejecutores). Crátero comentaba los decretos (Plutarco, «Arístides», 26, 2), y probablemente lo que terminó en el «Andócides» del Pseudo-Plutarco es una parte del comentario que Crátero dedicaba al decreto de absolución de Andócides a cambio de la delación. <<
[533] Plutarco, «Alcibíades», 19, 1, copia casi al pie de la letra este pasaje y por tanto no puede ser utilizado como fuente independiente. <<
[534] «Earlier mutilation of statues» (sin más profundizaciones): Gomme, Andrewes, Dover, Historical Commentary on Thucydides, IV, Oxford, 1970, p. 272. <<
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