sábado, 23 de diciembre de 2017

Canfora Luciano.-El mundo de Atenas: XI. EFECTOS IMPREVISTOS DEL «MAL DE SICILIA»

(415 a. C.): LO QUE «VIO» TUCÍDIDES


Hubo tal furor por zarpar que Tucídides, con palabras que nunca usa en otras partes de su obra, define como «eros» o «deseo desmedido»:[474] «los atenienses quisieron emprender una nueva expedición naval contra Sicilia […], a fin de someterla si podían. La mayor parte de ellos ignoraba la extensión de la isla y el número de sus habitantes, griegos y bárbaros, así como que acometían una guerra de importancia escasamente inferior a la de la guerra contra Esparta y sus aliados».[475] Aquí, en orgullosa polémica contra las decisiones impulsivas de sus conciudadanos, traza como un experto geógrafo y etnógrafo un perfil de Sicilia y de su población. Después de lo cual comenta: «Todos estos pueblos griegos y bárbaros habitaban Sicilia, y contra esta isla tan importante los atenienses se disponían a emprender una expedición. Estaban ansiosos —ésta era la verdadera razón— de dominar Sicilia; pero al mismo tiempo querían —era un bello pretexto— prestar ayuda a sus hermanos de raza y a los aliados que se les habían unido.»[476] Pero no faltaba quien concibiera proyectos aún más ambiciosos. Un jovencísimo Alcibíades, asomado ya a la política y adiestrado en un poco feliz debut diplomático y militar en los años precedentes, más allá de Sicilia pensaba sobre todo en Cartago: en efecto, la conquista de Sicilia era para él «la premisa para la conquista de los cartagineses».[477]
En la asamblea popular el debate fue intenso. Alcibíades, a pesar de ser mirado con suspicacia —no faltaba quien reconociera, en su libre vida privada y en los gastos que se permitía como criador de caballos, la vocación de tirano—, se impuso: supo erigirse en intérprete elocuente y tranquilizador de ese «mal de Sicilia» que había ya contagiado a todos. (Plutarco dirá, parafraseando a Tucídides, que Alcibíades era quien «había incendiado aquel eros».)[478] Tucídides analiza por categorías el público de la asamblea popular que se había decidido a favor de la expedición, y para cada grupo individualiza una razón psicológica específica que lo impulsaba a la aventura: «Y de todos se apoderó por igual el ansia de hacerse a la mar: los más viejos porque pensaban que conquistarían el país contra el que zarpaban o que un poder militar tan grande no podía sufrir ningún fracaso; los más jóvenes en edad de servir, por el afán de ver y conocer aquella tierra lejana y en la esperanza de regresar sanos y salvos.»[479] Es decir, que mientras los viejos contemplaban la posibilidad del fracaso, los jóvenes le parecían a Tucídides, en el análisis de la crucial asamblea, al mismo tiempo agitados y optimistas, pero en todo caso proyectados sobre objetivos distintos de los estrictamente militares: lo verdaderamente atractivo para ellos era el conocimiento de tierras lejanas. Tucídides distingue, a continuación, dentro de la asamblea, un tercer grupo, que define como «la gran masa de los soldados», para los cuales la ventaja de la expedición consistía en la posibilidad de incrementar los ingresos de Atenas, de donde se habría derivado, para ellos, asalariados e indigentes enrolados como marineros, «un salario eterno».
A pesar del entusiasmo, observa Tucídides, la asamblea no fue del todo libre en sus decisiones: el deseo desmedido de la mayoría paralizaba el eventual desacuerdo de algunos. Si alguien no estaba de acuerdo se quedaba mudo, y si votaba en contra temía convertirse en el «enemigo de la ciudad» (y aquí Tucídides parodia una socorrida fórmula de la jerga democrática).[480] Por otra parte, como observa inmediatamente después, el mismo Nicias —el antagonista de Alcibíades en la escena ciudadana— se vio constreñido a decir lo opuesto de lo que pensaba. Contrario a la aventura, había tenido una actitud cercana al obstruccionismo en las dos asambleas, esforzándose por sacar a la luz los riesgos; interpelado por la intervención de alguien que lo llamó al orden, diciéndole que «no recurriera a pretextos sino que dijera abiertamente, delante de todos, qué fuerzas debían adjudicarle los atenienses»; al final, «contrariado», obligado a pronunciarse, pidió «no menos de cien tirremes y cincuenta mil hombres».[481] La asamblea lo aprobó de inmediato y dio a los tres comandantes designados —Alcibíades, Nicias y Lámaco— plenos poderes.
Arrastrando a la asamblea a la decisión de embarcarse en la empresa siciliana, Alcibíades había en verdad conseguido también un segundo éxito: el de agrietar, por fin, la autoridad política de Nicias, el artífice de la ventajosa paz de 421, quien no sólo era reacio a toda aventura militar que rompiese el equilibrio alcanzado sino, además de vigilante escrupuloso del mandato perícleo de no poner en peligro la seguridad de Atenas en empresas imperiales, aspiraba abiertamente a afirmarse como el verdadero heredero y continuador de Pericles. Se oponía a él, casi desde el momento mismo en el que había vuelto la paz, el protegido de Pericles.
Es notable el modo en que Tucídides parece incoherente frente a la figura de Alcibíades, o más probablemente cómo va poco a poco modificando su propio juicio sobre el último «gran ateniense» del siglo V: el último, y casi figura bifronte con una cara vuelta al siglo V (en el plano siciliano-cartaginés se inspiraba en proyectos ambiciosos, y ruinosos, como aquel, en su tiempo, de Pericles en Egipto), y la otra cara al IV, si se piensa en su humillante relación con el sátrapa Tisafernes (que anticipa ya la dependencia, en el siglo siguiente, de las directivas y del dinero persa de un Conón y, más tarde, de un Demóstenes). Pero para Tucídides, que nos ha dejado una página de análisis psicológico sobre las relaciones entre Alcibíades y Tisafernes en la que no deja de manifestar sus propias dudas de haber comprendido de verdad la mentalidad de un sátrapa (VIII, 46, 5), Alcibíades es quien hubiera podido, a pesar de la enormidad del desastre siciliano, salvar a Atenas de la derrota, sólo con que sus conciudadanos no hubieran preferido dar crédito a sus enemigos personales y alejarlo en dos ocasiones: «a pesar de haber tomado las disposiciones más acertadas respecto de la guerra», escribe Tucídides, presentándolo pero pensando en lo que había sucedido en los últimos años del conflicto, «en la vida privada todos estaban disgustados por su forma de comportarse, y confiaron los asuntos a otros, que en poco tiempo llevaron la ciudad a la ruina».[482] Se comprende que aquí escribe un Tucídides que ya ha madurado su juicio definitivo y que ha asistido además a la caída de Atenas.
En otros pasajes, en cambio —los compuestos más o menos cuando la expedición estaba gestándose o ya en marcha, o cuando su conclusión catastrófica había hecho creer que Atenas, privada de la flor y nata de sus hombres y de todas las naves, ya no se levantaría, y en cualquier momento espartanos y siracusanos desembarcarían en El Pireo—, bajo la viva impresión de los acontecimientos, Tucídides parece inclinarse por el diagnóstico de Nicias, es decir, que el ataque contra Siracusa era una grave imprudencia, que alejaba a Atenas de la sabia conducta períclea («no correr riesgos por agrandar el imperio»), y que sobre todo habría puesto enseguida la ciudad entre dos fuegos, con Esparta aprovechándose, tarde o temprano, del compromiso militar ateniense en tierras lejanas: lo que en efecto sucedió. Estas dos valoraciones que Tucídides hace de la parte de responsabilidad que la campaña siciliana tuvo en la ruina de Atenas continúan, curiosamente, en otra parte, en una larga digresión que parte de la noticia de la muerte de Pericles, y que parecería escrita en tiempos distintos, a medias bajo la impresión de la derrota siciliana y a medias después del final de la guerra.[483]
El cuerpo de expedición ateniense zarpó del Pireo en un clima de fiesta popular. Tucídides se detiene largamente en el estado de ánimo de los que partían y de los que los despedían. La psicología de masa de los atenienses es uno de los objetos que escruta con mayor insistencia y espíritu analítico. Los atenienses, en cuanto protagonistas de las decisiones políticas, cargados por tanto del enorme poder que les era concedido por el sistema democrático, están entre los sujetos colectivos que Tucídides tiene principalmente a la vista. Los observa mientras, afectados por el «mal de Sicilia», deciden a la ligera la ruinosa expedición; los observa en el momento en que —en la despedida— su entusiasmo se resquebraja. «Las gentes del país acompañaban [hasta el puerto del Pireo] cada cual a los suyos, unos a sus amigos, otros a sus parientes, otros a sus hijos; iban con esperanza pero sin dejar de lamentarse, pues pensaban en la tierras que conquistarían, pero, considerando cuán lejos de su patria los llevaría la travesía que emprendían, se preguntaban si volverían a ver a aquellos de quienes se despedían.»[484] Es un momento contradictorio que a Tucídides no se le pasa por alto: «En aquel momento, cuando ya estaban a punto de separarse unos de otros para afrontar el peligro, los temores les acometían más de cerca que cuando habían votado por hacerse a la mar. No obstante, ante el presente despliegue de fuerza, dada la importancia de todos los efectivos que tenían a la vista, recobraban la confianza.»[485] Hay como una insistencia intencionada en la «vista» en esta parte de la crónica de Tucídides: el historiador observa a los otros que miran, y se da cuenta de que la visión los anima, tal como los inquietaba la visión de los familiares a punto de partir. Se parte del sobrentendido de que la vista es el menos engañoso de los sentidos: los atenienses habían delirado con Sicilia en sucesivas asambleas, pero nada sabían acerca de ella, tal como Tucídides declara abiertamente («ignoraban incluso las dimensiones de la isla»); la visión los despierta de la fantasía, a la vez que la misma visión del enorme aparato bélico los tranquiliza.
Los extranjeros, y todos aquellos que habían descendido al Pireo no impulsados por un directo interés familiar, habían ido —observa— como a un «espectáculo», a la vez extraordinario y quimérico. La espléndida «visión» de esta flota causaba impacto —así es como Tucídides concluye la escena de la partida—, más que la grandeza misma de la empresa a la que estaba destinada.[486] Se demora en los últimos instantes que precedieron a la partida, en los pensamientos de cada uno, en los gestos como la libación colectiva sobre las naves y la plegaria, repetida desde tierra como un eco de la que los miembros de la flota pronunciaban, todos a la vez, en los barcos (y no barco por barco como era lo habitual). La atenta observación de estos detalles tiene un particular significado si se relaciona con la desesperada constatación, no mucho después, de la catástrofe: «cada uno particularmente como la ciudad en su conjunto habían perdido muchos hoplitas y jinetes, y una juventud como no había otra igual a su disposición, y por otro lado, al no ver en los arsenales naves suficientes, ni dinero en el tesoro público, ni tripulaciones para las naves, habían perdido la esperanza de salvarse en aquellas circunstancias».[487] Eso que, tras la catástrofe, los atenienses buscan con la mirada y no encuentran es exactamente aquello a cuya vista su abatimiento momentáneo se había aplacado en el momento de la partida. La interpelación entre los dos pasajes es evidente, entre otras cosas por el recurso, también aquí insistente, al elemento visual, esta vez en forma negativa («al no ver en los arsenales naves suficientes, ni dinero en el tesoro público, ni tripulaciones para las naves»).[488]
Predomina una vez más la psicología colectiva: «Cuando la noticia llegó a Atenas, la gente no le quiso dar crédito durante mucho tiempo, ni siquiera en presencia de los propios soldados que habían escapado del escenario mismo de los hechos y que daban informaciones precisas; no podían creer que la destrucción hubiera sido tan completa y desmesurada. Pero cuando abrieron los ojos a la realidad, se encolerizaron contra los oradores que habían apoyado el envío de la expedición como si no hubieran sido ellos mismos quienes la habían votado; y también se irritaron con los intérpretes de oráculos y los adivinos, y con todos aquellos que a la sazón, con alguna profecía, les habían hecho concebir la esperanza de conquistar Sicilia.»[489] Se imaginaban ya a la flota siracusana desembarcando en El Pireo, al tiempo que temían que sus enemigos en Grecia, como dotados de pronto de doble fuerza, los persiguieran por tierra y por mar y, con ellos, los atenienses desertores. Pero la noción de la catástrofe suscita también un estremecimiento, una desesperada recuperación psicológica: «No obstante, en la medida en que permitiera la situación, la decisión era que no debían ceder, sino equipar una flota, procurándose madera y dinero donde pudieran, asegurarse el control de los aliados, y sobre todo de Eubea, aplicar algunas medidas de prudencia en la administración del Estado a fin de moderar los gastos públicos, y elegir una comisión de ancianos encargada de preparar las decisiones a tomar respecto a la situación de acuerdo con lo que fuera oportuno.»[490] Este fervor de iniciativas y de buenos propósitos suscita una ulterior consideración acerca del estado de ánimo de los atenienses en ese momento, que se dilata en consideraciones generales acerca de la psicología de la masa: «Ante el terror del momento, como suele hacer el pueblo, estaban dispuestos a actuar con absoluta disciplina.»[491]
Cuando la ciudad se había volcado en El Pireo para despedir a la gran armada, ese momento de fiesta y de color había obrado como un remedio a la angustia en la que desde hacía algún tiempo había caído Atenas a causa del misterioso atentado contra los hermes y las consecuentes y trabajosas investigaciones (VI, 27-29).
Sabiamente Tucídides cruza el relato del escándalo con el de la festiva e inquieta partida. Desde su punto de vista, la gente se había tomado la cosa «un tanto demasiado en serio»,[492] no sólo porque había visto un siniestro presagio en la partida sino también porque había imaginado enseguida una trama oligárquica. Se agudiza en esta ocasión la crónica angustia del golpe de Estado, típica del ateniense medio y que tanto sarcasmo suscita en los políticos desencantados. Un sentimiento obstinado y preconcebido, irritante por su alarmismo. Un alarmismo que, en la mayoría de las ocasiones, se revela inmotivado, pero que en esta ocasión, a pesar de que Tucídides se esfuerza por sacar a la luz el carácter obtuso del demócrata medio afectado por la manía del complot («se pusieron a exagerar la importancia del conjunto e hicieron correr la voz de que tanto la parodia de los misterios como la mutilación de los hermes apuntaban al derrocamiento de la democracia»)[493] tenía fundamento, y era acaso indicio del olfato político de la gente, si es verdad que pocos años más tarde los vástagos de las mejores familias, quienes despreciaban a la canaille, el Putsch, lo intentarían de verdad. Entonces el propio Alcibíades, ahora más sospechoso que cualquier otro de ser el secreto promotor de la trama, habría dudado hasta el último momento si adherirse al Putsch —acaso quemándose definitivamente— o bien presentarse después, precisamente él, el fanático de los caballos a la manera de los «tiranos», como el defensor de la democracia.
Pero todo esto sucedería más tarde, cuando quedó claro que la flota enviada a combatir contra Siracusa había sido destruida, y de los hombres y de los jefes de las naves no había quedado nada. En ese momento los sospechosos se dirigieron inmediatamente a Alcibíades y a sus amigos: «Hubo entonces unas denuncias presentadas por algunos metecos y servidores, no respecto a los hermes, sino sobre otras mutilaciones de estatuas efectuadas anteriormente por jóvenes en un momento de juerga y borrachera; también denunciaron que en algunas casas se celebraban parodias sacrílegas de los misterios. Y de estos hechos acusaban, entre otros, a Alcibíades.»[494] En un clima tan envenenado, la única línea que Alcibíades podía seguir era la de pretender que se lo procesara enseguida, para exculparse. Provocaba, casi, a los adversarios, diciendo que no podían confiar un ejército como el que estaba por zarpar hacia Siracusa si él era sospechoso de delitos tan graves. Pero esto era precisamente lo que sus adversarios no querían: con las tropas ya a punto de partir y todos favorables al brillante y joven comandante que los llevaba a la aventura, el juicio hubiera sido un triunfo. Por eso hicieron de manera que partiera dejando a sus espaldas una ambigua incertidumbre. La conclusión fue «que se hiciera a la mar y que no retrasara la salida de la flota, y que a su regreso sería juzgado en un plazo determinado». «Su intención», observa Tucídides, «era que una citación le obligara a volver a Atenas para someterse a juicio por una acusación más grave, que pensaban preparar más fácilmente en su ausencia.»[495]
En un escándalo tan oscuro, pero al que seguramente Alcibíades no era del todo extraño, Tucídides toma partido. Su relato intenta descalificar a los acusadores de Alcibíades, cuando no denuncia directamente la mala fe. Toda la andadura de la investigación le parece viciada del crédito dado a denuncias indiscriminadas, cuyo único resultado fue que «dando crédito a hombres de escasa honestidad se arrestó a ciudadanos absolutamente honrados».[496] Una manera de hablar, para Tucídides, insólitamente esquemática, que nos recuerda el crudo clasismo del «viejo oligarca» y muestra cómo aquí se acentúa la parcialidad tucidídea. Alcibíades es para él la víctima de sus propios enemigos personales, favorecidos por el resentimiento popular.
De todos modos, la investigación sobre la mutilación de los hermes se cerró porque Andócides, uno de los vástagos más notorios de las grandes familias atenienses, se denunció a sí mismo y a otros de la sacrílega fechoría. A continuación se produjeron algunas condenas capitales. Algunos huyeron. Fue un resultado sobre cuyo fundamento Tucídides levanta dudas pero del que no niega que, al menos, sirvió para aflojar la tensión. Lo que no se podía prever es que, aclarada en cierto modo la primera investigación, «el pueblo de Atenas» se volviera con sospecha aún mayor hacia Alcibíades, cuyo nombre se había relacionado con el asunto de la profanación de los misterios. Había entonces —apunta Tucídides—, en Atenas, una agudización de las sospechas contra Alcibíades ausente, hasta el punto de que cualquier cosa que sucediese le era adjudicada: desde los movimientos de tropas espartanas cerca del istmo a una fantasmagórica conjura antidemocrática en la aliada Argos. La psicosis colectiva llegó a tal punto que, en espera de un imaginario ataque enemigo por sorpresa, del que Alcibíades debía ser el secreto promotor, «pasaron una noche de vigilia en armas en el templo de Teseo, dentro de las murallas»:[497] anotación sarcástica, que tiende a ridiculizar la emotividad colectiva del «pueblo de Atenas».
La condena de Alcibíades estaba ya decidida incluso antes del juicio: «Por todas partes, pues, la sospecha rodeaba a Alcibíades. Querían matarlo llevándolo frente a un tribunal.»[498]
Tucídides conoce los entresijos, los estados de ánimo, las tramas; sin demasiada cautela deja entrever su verdad: la inocencia de Alcibíades. Descalifica por completo el proceso que había conducido a las sumarias condenas de los presuntos mutiladores de los hermes. Denuncia la manera preconcebida con la que se había implicado a Alcibíades. Se expresa como quien ha sido testigo de todos los acontecimientos, unos acontecimientos por demás intricados y acerca de los cuales ninguno de los protagonistas tenía interés en decir todo lo que sabía; y a pesar de todo ello tiene una verdad que afirmar. Se permite incluso, donde lo considera necesario, un tono alusivo y unos singulares silencios. No se rebaja, por ejemplo, a mencionar el nombre de un personaje abyecto como Andócides; dice simplemente que, cuando se estaba en el colmo del terror y los arrestos de «gente honrada» se multiplicaban día tras día, «uno de los arrestados que parecía implicado hasta el fondo en el asunto», precisamente el orador Andócides, «fue persuadido por un compañero de prisión para que hiciera denuncias, ya fueran verdaderas o falsas».[499] Todo se basará en esta confesión. Para descalificarla, a Tucídides le basta con insistir acerca de las razones y sobre los razonamientos desarrollados en el secreto de la prisión, que llevaron a tales confesiones; en sustancia, que era mejor para él incluso acusarse falsamente pero al menos, alimentando al pueblo con un puñado de nombres ilustres, restituir la serenidad a todos los demás. Tucídides no deja de insistir en el inverosímil procedimiento mediante el cual el pueblo se agarra alegremente a una verdad: «El pueblo ateniense quedó contento de haber obtenido —así lo creía— la verdad.»[500]
Según Tucídides, la verdad permaneció ignota. Acerca de este punto es perentorio y detallado: distingue entre lo que «en el momento» se consiguió comprender y saber, cuando el acontecimiento se estaba desarrollando, y lo que se pudo saber más tarde. (No sorprende este «más tarde». El acontecimiento, sobre todo entre las personas, no terminó allí. Los protagonistas del choque político fueron durante mucho tiempo los mismos: Androcles, demagogo, que será asesinado por la jeunesse dorée en la vigilia del golpe de Estado de 411, y uno de los que más se habían manifestado contra Alcibíades en el momento del escándalo). Las conclusiones que saca Tucídides de su propia experiencia es que «nadie, ni entonces ni más tarde, ha podido dar informaciones precisas respecto a los autores del hecho».[501] El mismo silencio acerca del nombre de Andócides, así como acerca del nombre de quien indujo a Andócides a la confesión, forma parte de estas conclusiones. Esta reticencia es un trato de parcialidad o quizá de prudencia. Es, en todo caso, un silencio deliberado, que nos parece tanto más singular si se piensa que Tucídides da, en cambio, un informe minucioso del diálogo entre los dos innominados. No se trata de cualquier meteco o esclavo sino de aristócratas de cuyos casos Atenas se seguiría ocupando durante años.
En cuanto al clima dominante durante los meses de la investigación, el rasgo que Tucídides subraya con insistencia y casi repetitivamente es la sospecha. La frase «todo lo tomaban con sospecha» es repetida varias veces en un breve contexto y es la primera notación a la que Tucídides recurre cuando retoma el hilo del relato después de la digresión sobre los tiranicidios. Nuevamente, más que las acciones de los individuos se dedica a estudiar el comportamiento de ese sujeto colectivo de la historia que es «el pueblo de Atenas». La sospecha, el entusiasmo crédulo frente a las primeras confesiones de culpabilidad, la obstinación en querer ligar los escándalos a supuestas tramas oligárquicas, incluso a acontecimientos militares externos, hasta la bravuconada de la noche en armas en espera de un enemigo imaginario, son las cuñas de esta psicología tucidídea de la masa. Una psicología confusa, en la que se mezclan olfato político y mitomanía. «El pueblo sabía por tradición que la tiranía de Pisístrato y de sus hijos había terminado por resultar insoportable y que, además, no había sido derribada por ellos y por Harmodio sino por obra de los espartanos, y por ello vivía siempre en el temor y lo miraba todo con suspicacia.»[502]
Como prueba de hasta qué punto la pesadilla de los tiranos, «el olor de Hipias», era inminente, Tucídides inserta en el relato una docta reconstrucción de cómo fue en verdad el desastroso atentado de Harmodio y Aristogitón [VI, 54-59]. Quizá el excursus no es pertinente en ese lugar y mucho menos es necesario el relato, y quizá se liga mal con el contexto, pero le sirve a Tucídides para un fin esencial: focalizar la pesadilla de los atenienses en medio del escándalo. Por eso, después de haber relatado el antiguo suceso del que había sido víctima Hiparco, quien había llenado el Ática de hermes (acaso esta relación no es extraña a la decisión de Tucídides de poner aquí este excursus), continúa buscando la «razón con la cabeza» del demo: «El pueblo de Atenas tenía en la mente estos hechos y recordaba todo lo que había oído decir sobre ellos; por ello se mostraba entonces duro y suspicaz respecto de quienes habían sido acusados por el asunto de los misterios, y creía que todo aquello había sido hecho con vistas a una conjura oligárquica conducente a la tiranía.»[503] Palabras en jerga, estas últimas, y por tanto dichas ex ore Atheniensium, como queda claro entre otras cosas por el acercamiento de oligarquía y tiranía, que no está del todo justificada pero es propia del lenguaje democrático.[504]

El resultado del episodio, ruinoso según Tucídides, fue que los atenienses, poco después del inicio de la campaña de Sicilia, hicieron volver a Alcibíades. Mandaron a Siracusa la nave Salaminia con el objetivo de traer a Alcibíades de vuelta a Atenas, para un juicio-farsa, cuyo resultado estaba ya decidido de antemano: «querían matarlo». Tucídides se muestra en condiciones de referir (e insiste mucho en ello) las instrucciones reservadas impartidas a quienes estaban encargados de traer a Alcibíades a Atenas sin que surgiese en él la sospecha de una trampa: «Se dio orden de exhortarle a seguir para defenderse, pero de no prenderle; cuidaban de no alterar las cosas en Sicilia, tanto entre sus propios soldados como entre los enemigos y los argivios, de quienes pensaban que se habían unido a la expedición gracias a la influencia de aquél.»[505] Pero Alcibíades iba a fugarse en Turios, burlando a sus amables carceleros.

[474] Tucídides, VI, 24, 3. <<

[475] Tucídides, VI, 1, 1. <<
[476] Tucídides, VI, 6, 1. <<
[477] Tucídides, VI, 15, 2; cfr. 90, 1 (Alcibíades a Esparta: «era nuestro propósito asediar también el imperio cartaginés»). M. Treu expresa algunas dudas, no del todo convincentes, acerca de tales proyectos, «Athen und Karthago», Historia, 3.1, 1954, pp. 42-49. <<
[478] Alcibíades, 17, 2. <<
[479] Tucídides, VI, 24, 3. <<
[480] Tucídides, VI, 24, 4: κακόνουϛ τῇ πόλει. <<
[481] Tucídides, VI, 25, 1-2. <<
[482] Tucídides, VI, 15, 3-4. <<
[483] Tucídides, II, 65, 11 («la expedición a Sicilia no fue, en sí misma, un error») se concilia mal con II, 65, 7 (donde se elogia la estrategia períclea: «no tratar de ampliar el imperio mediante la guerra»). <<
[484] Tucídides, VI, 30, 1-2. <<
[485] Tucídides, VI, 31, 1. <<
[486] Tucídides, VI, 31, 6: ὄψεως λαμπρότητι. Sería difícil sostener que Tucídides cuenta todo eso de oídas más que por haberlo visto con sus propios ojos. <<
[487] Tucídides, VIII, 1, 2. <<
[488] Ibídem: ἅμα μὲν γὰρ στερόμενοι καὶ ἰδίᾳ ἕκαστος καὶ ἡ πόλις […] ἡλικίας οἵαν οὐχ ἑτέραν ἑώρων ὑπάρχουσαν […] ἅμα δὲ ναῦς οὐχ ὁρῶντες… <<
[489] Tucídides VIII, 1, 1. <<
[490] Tucídides, VIII, 1, 3. <<
[491] Tucídides, VIII, 1, 4. <<
[492] Tucídides, VI, 27, 3. <<
[493] Tucídides, VI, 28, 2. <<
[494] Tucídides, VI, 28, 1. <<
[495] Tucídides, VI, 29, 3. <<
[496] Tucídides, VI, 53, 2. <<
[497] Tucídides, VI, 61, 2. <<
[498] Tucídides, VI, 61, 4. <<
[499] Tucídides, VI, 60, 2. Sobre este punto, véanse los detalles más abajo, cap. XII. <<
[500] Tucídides, VI, 60, 4. <<
[501] Tucídides, VI, 60, 2. <<
[502] Tucídides, VI, 53, 3. <<
[503] Tucídides, VI, 60, 1. <<
[504] Aristófanes, Lisístrata, 618-619. Cfr., más abajo, cap. XXIV. <<
[505] Tucídides, VI, 61, 5. <<

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