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C.): LO QUE «VIO» TUCÍDIDES
Hubo tal furor por zarpar que
Tucídides, con palabras que nunca usa en otras partes de su obra, define como
«eros» o «deseo desmedido»:[474] «los atenienses quisieron emprender
una nueva expedición naval contra Sicilia […], a fin de someterla si podían. La
mayor parte de ellos ignoraba la extensión de la isla y el número de sus
habitantes, griegos y bárbaros, así como que acometían una guerra de
importancia escasamente inferior a la de la guerra contra Esparta y sus
aliados».[475] Aquí, en orgullosa polémica contra las decisiones
impulsivas de sus conciudadanos, traza como un experto geógrafo y etnógrafo un
perfil de Sicilia y de su población. Después de lo cual comenta: «Todos estos
pueblos griegos y bárbaros habitaban Sicilia, y contra esta isla tan importante
los atenienses se disponían a emprender una expedición. Estaban ansiosos —ésta
era la verdadera razón— de dominar Sicilia; pero al mismo tiempo querían —era
un bello pretexto— prestar ayuda a sus hermanos de raza y a los aliados que se
les habían unido.»[476] Pero no faltaba quien concibiera proyectos
aún más ambiciosos. Un jovencísimo Alcibíades, asomado ya a la política y
adiestrado en un poco feliz debut diplomático y militar en los años precedentes,
más allá de Sicilia pensaba sobre todo en Cartago: en efecto, la conquista de
Sicilia era para él «la premisa para la conquista de los cartagineses».[477]
En la asamblea popular el debate
fue intenso. Alcibíades, a pesar de ser mirado con suspicacia —no faltaba quien
reconociera, en su libre vida privada y en los gastos que se permitía como
criador de caballos, la vocación de tirano—, se impuso: supo erigirse en
intérprete elocuente y tranquilizador de ese «mal de Sicilia» que había ya
contagiado a todos. (Plutarco dirá, parafraseando a Tucídides, que Alcibíades
era quien «había incendiado aquel eros».)[478] Tucídides analiza por
categorías el público de la asamblea popular que se había decidido a favor de
la expedición, y para cada grupo individualiza una razón psicológica específica
que lo impulsaba a la aventura: «Y de todos se apoderó por igual el ansia de
hacerse a la mar: los más viejos porque pensaban que conquistarían el país
contra el que zarpaban o que un poder militar tan grande no podía sufrir ningún
fracaso; los más jóvenes en edad de servir, por el afán de ver y conocer
aquella tierra lejana y en la esperanza de regresar sanos y salvos.»[479]
Es decir, que mientras los viejos contemplaban la posibilidad del fracaso, los
jóvenes le parecían a Tucídides, en el análisis de la crucial asamblea, al
mismo tiempo agitados y optimistas, pero en todo caso proyectados sobre
objetivos distintos de los estrictamente militares: lo verdaderamente atractivo
para ellos era el conocimiento de tierras lejanas. Tucídides distingue, a
continuación, dentro de la asamblea, un tercer grupo, que define como «la gran
masa de los soldados», para los cuales la ventaja de la expedición consistía en
la posibilidad de incrementar los ingresos de Atenas, de donde se habría
derivado, para ellos, asalariados e indigentes enrolados como marineros, «un
salario eterno».
A pesar del entusiasmo, observa
Tucídides, la asamblea no fue del todo libre en sus decisiones: el deseo
desmedido de la mayoría paralizaba el eventual desacuerdo de algunos. Si
alguien no estaba de acuerdo se quedaba mudo, y si votaba en contra temía
convertirse en el «enemigo de la ciudad» (y aquí Tucídides parodia una
socorrida fórmula de la jerga democrática).[480] Por otra parte,
como observa inmediatamente después, el mismo Nicias —el antagonista de
Alcibíades en la escena ciudadana— se vio constreñido a decir lo opuesto de lo
que pensaba. Contrario a la aventura, había tenido una actitud cercana al
obstruccionismo en las dos asambleas, esforzándose por sacar a la luz los
riesgos; interpelado por la intervención de alguien que lo llamó al orden,
diciéndole que «no recurriera a pretextos sino que dijera abiertamente, delante
de todos, qué fuerzas debían adjudicarle los atenienses»; al final, «contrariado»,
obligado a pronunciarse, pidió «no menos de cien tirremes y cincuenta mil
hombres».[481] La asamblea lo aprobó de inmediato y dio a los tres
comandantes designados —Alcibíades, Nicias y Lámaco— plenos poderes.
Arrastrando a la asamblea a la
decisión de embarcarse en la empresa siciliana, Alcibíades había en verdad
conseguido también un segundo éxito: el de agrietar, por fin, la autoridad
política de Nicias, el artífice de la ventajosa paz de 421, quien no sólo era
reacio a toda aventura militar que rompiese el equilibrio alcanzado sino,
además de vigilante escrupuloso del mandato perícleo de no poner en peligro la
seguridad de Atenas en empresas imperiales, aspiraba abiertamente a afirmarse
como el verdadero heredero y continuador de Pericles. Se oponía a él, casi
desde el momento mismo en el que había vuelto la paz, el protegido de Pericles.
Es notable el modo en que
Tucídides parece incoherente frente a la figura de Alcibíades, o más
probablemente cómo va poco a poco modificando su propio juicio sobre el último
«gran ateniense» del siglo V: el último, y casi figura bifronte con una
cara vuelta al siglo V (en el plano siciliano-cartaginés se inspiraba en
proyectos ambiciosos, y ruinosos, como aquel, en su tiempo, de Pericles en
Egipto), y la otra cara al IV, si se piensa en su humillante relación con el
sátrapa Tisafernes (que anticipa ya la dependencia, en el siglo siguiente, de
las directivas y del dinero persa de un Conón y, más tarde, de un Demóstenes).
Pero para Tucídides, que nos ha dejado una página de análisis psicológico sobre
las relaciones entre Alcibíades y Tisafernes en la que no deja de manifestar
sus propias dudas de haber comprendido de verdad la mentalidad de un sátrapa
(VIII, 46, 5), Alcibíades es quien hubiera podido, a pesar de la enormidad del
desastre siciliano, salvar a Atenas de la derrota, sólo con que sus
conciudadanos no hubieran preferido dar crédito a sus enemigos personales y
alejarlo en dos ocasiones: «a pesar de haber tomado las disposiciones más
acertadas respecto de la guerra», escribe Tucídides, presentándolo pero
pensando en lo que había sucedido en los últimos años del conflicto, «en la
vida privada todos estaban disgustados por su forma de comportarse, y confiaron
los asuntos a otros, que en poco tiempo llevaron la ciudad a la ruina».[482]
Se comprende que aquí escribe un Tucídides que ya ha madurado su juicio
definitivo y que ha asistido además a la caída de Atenas.
En otros pasajes, en cambio —los
compuestos más o menos cuando la expedición estaba gestándose o ya en marcha, o
cuando su conclusión catastrófica había hecho creer que Atenas, privada de la
flor y nata de sus hombres y de todas las naves, ya no se levantaría, y en
cualquier momento espartanos y siracusanos desembarcarían en El Pireo—, bajo la
viva impresión de los acontecimientos, Tucídides parece inclinarse por el
diagnóstico de Nicias, es decir, que el ataque contra Siracusa era una grave
imprudencia, que alejaba a Atenas de la sabia conducta períclea («no correr
riesgos por agrandar el imperio»), y que sobre todo habría puesto enseguida la
ciudad entre dos fuegos, con Esparta aprovechándose, tarde o temprano, del
compromiso militar ateniense en tierras lejanas: lo que en efecto sucedió.
Estas dos valoraciones que Tucídides hace de la parte de responsabilidad que la
campaña siciliana tuvo en la ruina de Atenas continúan, curiosamente, en otra
parte, en una larga digresión que parte de la noticia de la muerte de Pericles,
y que parecería escrita en tiempos distintos, a medias bajo la impresión de la
derrota siciliana y a medias después del final de la guerra.[483]
El cuerpo de expedición ateniense
zarpó del Pireo en un clima de fiesta popular. Tucídides se detiene largamente
en el estado de ánimo de los que partían y de los que los despedían. La
psicología de masa de los atenienses es uno de los objetos que escruta con
mayor insistencia y espíritu analítico. Los atenienses, en cuanto protagonistas
de las decisiones políticas, cargados por tanto del enorme poder que les era
concedido por el sistema democrático, están entre los sujetos colectivos que
Tucídides tiene principalmente a la vista. Los observa mientras, afectados por
el «mal de Sicilia», deciden a la ligera la ruinosa expedición; los observa en
el momento en que —en la despedida— su entusiasmo se resquebraja. «Las gentes
del país acompañaban [hasta el puerto del Pireo] cada cual a los suyos, unos a
sus amigos, otros a sus parientes, otros a sus hijos; iban con esperanza pero
sin dejar de lamentarse, pues pensaban en la tierras que conquistarían, pero,
considerando cuán lejos de su patria los llevaría la travesía que emprendían,
se preguntaban si volverían a ver a aquellos de quienes se despedían.»[484]
Es un momento contradictorio que a Tucídides no se le pasa por alto: «En aquel
momento, cuando ya estaban a punto de separarse unos de otros para afrontar el
peligro, los temores les acometían más de cerca que cuando habían votado por
hacerse a la mar. No obstante, ante el presente despliegue de fuerza, dada la
importancia de todos los efectivos que tenían a la vista, recobraban la
confianza.»[485] Hay como una insistencia intencionada en la «vista»
en esta parte de la crónica de Tucídides: el
historiador observa a los otros que miran, y se da cuenta de que la visión
los anima, tal como los inquietaba la visión de los familiares a punto de
partir. Se parte del sobrentendido de que la vista es el menos engañoso de los
sentidos: los atenienses habían delirado con Sicilia en sucesivas asambleas,
pero nada sabían acerca de ella, tal como Tucídides declara abiertamente
(«ignoraban incluso las dimensiones de la isla»); la visión los despierta de la
fantasía, a la vez que la misma visión del enorme aparato bélico los
tranquiliza.
Los extranjeros, y todos aquellos
que habían descendido al Pireo no impulsados por un directo interés familiar,
habían ido —observa— como a un «espectáculo», a la vez extraordinario y
quimérico. La espléndida «visión» de esta flota causaba impacto —así es como
Tucídides concluye la escena de la partida—, más que la grandeza misma de la
empresa a la que estaba destinada.[486] Se demora en los últimos
instantes que precedieron a la partida, en los pensamientos de cada uno, en los
gestos como la libación colectiva sobre las naves y la plegaria, repetida desde
tierra como un eco de la que los miembros de la flota pronunciaban, todos a la
vez, en los barcos (y no barco por barco como era lo habitual). La atenta
observación de estos detalles tiene un particular significado si se relaciona
con la desesperada constatación, no mucho después, de la catástrofe: «cada uno
particularmente como la ciudad en su conjunto habían perdido muchos hoplitas y
jinetes, y una juventud como no había otra igual a su disposición, y por otro
lado, al no ver en los arsenales naves suficientes, ni dinero en el tesoro
público, ni tripulaciones para las naves, habían perdido la esperanza de
salvarse en aquellas circunstancias».[487] Eso que, tras la
catástrofe, los atenienses buscan con la mirada y no encuentran es exactamente
aquello a cuya vista su abatimiento momentáneo se había aplacado en el momento
de la partida. La interpelación entre los dos pasajes es evidente, entre otras
cosas por el recurso, también aquí insistente, al elemento visual, esta vez en
forma negativa («al no ver en los arsenales naves suficientes, ni dinero en el
tesoro público, ni tripulaciones para las naves»).[488]
Predomina una vez más la
psicología colectiva: «Cuando la noticia llegó a Atenas, la gente no le quiso
dar crédito durante mucho tiempo, ni siquiera en presencia de los propios
soldados que habían escapado del escenario mismo de los hechos y que daban
informaciones precisas; no podían creer que la destrucción hubiera sido tan
completa y desmesurada. Pero cuando abrieron los ojos a la realidad, se
encolerizaron contra los oradores que habían apoyado el envío de la expedición
como si no hubieran sido ellos mismos quienes la habían votado; y también se
irritaron con los intérpretes de oráculos y los adivinos, y con todos aquellos
que a la sazón, con alguna profecía, les habían hecho concebir la esperanza de
conquistar Sicilia.»[489] Se imaginaban ya a la flota siracusana
desembarcando en El Pireo, al tiempo que temían que sus enemigos en Grecia,
como dotados de pronto de doble fuerza, los persiguieran por tierra y por mar
y, con ellos, los atenienses desertores. Pero la noción de la catástrofe
suscita también un estremecimiento, una desesperada recuperación psicológica:
«No obstante, en la medida en que permitiera la situación, la decisión era que
no debían ceder, sino equipar una flota, procurándose madera y dinero donde
pudieran, asegurarse el control de los aliados, y sobre todo de Eubea, aplicar
algunas medidas de prudencia en la administración del Estado a fin de moderar
los gastos públicos, y elegir una comisión de ancianos encargada de preparar las
decisiones a tomar respecto a la situación de acuerdo con lo que fuera
oportuno.»[490] Este fervor de iniciativas y de buenos propósitos
suscita una ulterior consideración acerca del estado de ánimo de los atenienses
en ese momento, que se dilata en consideraciones generales acerca de la
psicología de la masa: «Ante el terror del momento, como suele hacer el pueblo,
estaban dispuestos a actuar con absoluta disciplina.»[491]
Cuando la ciudad se había volcado
en El Pireo para despedir a la gran armada, ese momento de fiesta y de color
había obrado como un remedio a la angustia en la que desde hacía algún tiempo
había caído Atenas a causa del misterioso atentado contra los hermes y las
consecuentes y trabajosas investigaciones (VI, 27-29).
Sabiamente Tucídides cruza el
relato del escándalo con el de la festiva e inquieta partida. Desde su punto de
vista, la gente se había tomado la cosa «un tanto demasiado en serio»,[492]
no sólo porque había visto un siniestro presagio en la partida sino también
porque había imaginado enseguida una trama oligárquica. Se agudiza en esta
ocasión la crónica angustia del golpe de Estado, típica del ateniense medio y
que tanto sarcasmo suscita en los políticos desencantados. Un sentimiento
obstinado y preconcebido, irritante por su alarmismo. Un alarmismo que, en la
mayoría de las ocasiones, se revela inmotivado, pero que en esta ocasión, a
pesar de que Tucídides se esfuerza por sacar a la luz el carácter obtuso del
demócrata medio afectado por la manía del complot («se pusieron a exagerar la
importancia del conjunto e hicieron correr la voz de que tanto la parodia de
los misterios como la mutilación de los hermes apuntaban al derrocamiento de la
democracia»)[493] tenía fundamento, y era acaso indicio del olfato
político de la gente, si es verdad que pocos años más tarde los vástagos de las
mejores familias, quienes despreciaban a la canaille,
el Putsch, lo intentarían de verdad.
Entonces el propio Alcibíades, ahora más sospechoso que cualquier otro de ser
el secreto promotor de la trama, habría dudado hasta el último momento si
adherirse al Putsch —acaso quemándose
definitivamente— o bien presentarse después, precisamente él, el fanático de
los caballos a la manera de los «tiranos», como el defensor de la democracia.
Pero todo esto sucedería más
tarde, cuando quedó claro que la flota enviada a combatir contra Siracusa había
sido destruida, y de los hombres y de los jefes de las naves no había quedado
nada. En ese momento los sospechosos se dirigieron inmediatamente a Alcibíades
y a sus amigos: «Hubo entonces unas denuncias presentadas por algunos metecos y
servidores, no respecto a los hermes, sino sobre otras mutilaciones de estatuas
efectuadas anteriormente por jóvenes en un momento de juerga y borrachera;
también denunciaron que en algunas casas se celebraban parodias sacrílegas de
los misterios. Y de estos hechos acusaban, entre otros, a Alcibíades.»[494]
En un clima tan envenenado, la única línea que Alcibíades podía seguir era la
de pretender que se lo procesara enseguida, para exculparse. Provocaba, casi, a
los adversarios, diciendo que no podían confiar un ejército como el que estaba
por zarpar hacia Siracusa si él era sospechoso de delitos tan graves. Pero esto
era precisamente lo que sus adversarios no querían: con las tropas ya a punto
de partir y todos favorables al brillante y joven comandante que los llevaba a
la aventura, el juicio hubiera sido un triunfo. Por eso hicieron de manera que
partiera dejando a sus espaldas una ambigua incertidumbre. La conclusión fue
«que se hiciera a la mar y que no retrasara la salida de la flota, y que a su
regreso sería juzgado en un plazo determinado». «Su intención», observa
Tucídides, «era que una citación le obligara a volver a Atenas para someterse a
juicio por una acusación más grave, que pensaban preparar más fácilmente en su
ausencia.»[495]
En un escándalo tan oscuro, pero
al que seguramente Alcibíades no era del todo extraño, Tucídides toma partido.
Su relato intenta descalificar a los acusadores de Alcibíades, cuando no
denuncia directamente la mala fe. Toda la andadura de la investigación le
parece viciada del crédito dado a denuncias indiscriminadas, cuyo único
resultado fue que «dando crédito a hombres de escasa honestidad se arrestó a
ciudadanos absolutamente honrados».[496] Una manera de hablar, para
Tucídides, insólitamente esquemática, que nos recuerda el crudo clasismo del
«viejo oligarca» y muestra cómo aquí se acentúa la parcialidad tucidídea.
Alcibíades es para él la víctima de sus propios enemigos personales,
favorecidos por el resentimiento popular.
De todos modos, la investigación
sobre la mutilación de los hermes se cerró porque Andócides, uno de los
vástagos más notorios de las grandes familias atenienses, se denunció a sí
mismo y a otros de la sacrílega fechoría. A continuación se produjeron algunas
condenas capitales. Algunos huyeron. Fue un resultado sobre cuyo fundamento
Tucídides levanta dudas pero del que no niega que, al menos, sirvió para
aflojar la tensión. Lo que no se podía prever es que, aclarada en cierto modo la
primera investigación, «el pueblo de Atenas» se volviera con sospecha aún mayor
hacia Alcibíades, cuyo nombre se había relacionado con el asunto de la
profanación de los misterios. Había entonces —apunta Tucídides—, en Atenas, una
agudización de las sospechas contra Alcibíades ausente, hasta el punto de que
cualquier cosa que sucediese le era adjudicada: desde los movimientos de tropas
espartanas cerca del istmo a una fantasmagórica conjura antidemocrática en la
aliada Argos. La psicosis colectiva llegó a tal punto que, en espera de un
imaginario ataque enemigo por sorpresa, del que Alcibíades debía ser el secreto
promotor, «pasaron una noche de vigilia en armas en el templo de Teseo, dentro
de las murallas»:[497] anotación sarcástica, que tiende a ridiculizar
la emotividad colectiva del «pueblo de Atenas».
La condena de Alcibíades estaba
ya decidida incluso antes del juicio: «Por todas partes, pues, la sospecha
rodeaba a Alcibíades. Querían matarlo llevándolo frente a un tribunal.»[498]
Tucídides conoce los entresijos,
los estados de ánimo, las tramas; sin demasiada cautela deja entrever su
verdad: la inocencia de Alcibíades. Descalifica por completo el proceso que
había conducido a las sumarias condenas de los presuntos mutiladores de los
hermes. Denuncia la manera preconcebida con la que se había implicado a
Alcibíades. Se expresa como quien ha sido testigo de todos los acontecimientos,
unos acontecimientos por demás intricados y acerca de los cuales ninguno de los
protagonistas tenía interés en decir todo lo que sabía; y a pesar de todo ello
tiene una verdad que afirmar. Se permite incluso, donde lo considera necesario,
un tono alusivo y unos singulares silencios. No se rebaja, por ejemplo, a
mencionar el nombre de un personaje abyecto como Andócides; dice simplemente
que, cuando se estaba en el colmo del terror y los arrestos de «gente honrada»
se multiplicaban día tras día, «uno de los arrestados que parecía implicado
hasta el fondo en el asunto», precisamente el orador Andócides, «fue persuadido
por un compañero de prisión para que hiciera denuncias, ya fueran verdaderas o
falsas».[499] Todo se basará en esta confesión. Para descalificarla,
a Tucídides le basta con insistir acerca de las razones y sobre los
razonamientos desarrollados en el secreto de la prisión, que llevaron a tales
confesiones; en sustancia, que era mejor para él incluso acusarse falsamente
pero al menos, alimentando al pueblo con un puñado de nombres ilustres,
restituir la serenidad a todos los demás. Tucídides no deja de insistir en el
inverosímil procedimiento mediante el cual el pueblo se agarra alegremente a
una verdad: «El pueblo ateniense quedó contento de haber obtenido —así lo
creía— la verdad.»[500]
Según Tucídides, la verdad
permaneció ignota. Acerca de este punto es perentorio y detallado: distingue
entre lo que «en el momento» se consiguió comprender y saber, cuando el
acontecimiento se estaba desarrollando, y lo que se pudo saber más tarde. (No
sorprende este «más tarde». El acontecimiento, sobre todo entre las personas, no
terminó allí. Los protagonistas del choque político fueron durante mucho tiempo
los mismos: Androcles, demagogo, que será asesinado por la jeunesse dorée en la vigilia del golpe de Estado de 411, y uno de
los que más se habían manifestado contra Alcibíades en el momento del
escándalo). Las conclusiones que saca Tucídides de su propia experiencia es que
«nadie, ni entonces ni más tarde, ha podido dar informaciones precisas respecto
a los autores del hecho».[501] El mismo silencio acerca del nombre
de Andócides, así como acerca del nombre de quien indujo a Andócides a la
confesión, forma parte de estas conclusiones. Esta reticencia es un trato de
parcialidad o quizá de prudencia. Es, en todo caso, un silencio deliberado, que
nos parece tanto más singular si se piensa que Tucídides da, en cambio, un
informe minucioso del diálogo entre los dos innominados. No se trata de
cualquier meteco o esclavo sino de aristócratas de cuyos casos Atenas se
seguiría ocupando durante años.
En cuanto al clima dominante
durante los meses de la investigación, el rasgo que Tucídides subraya con
insistencia y casi repetitivamente es la sospecha. La frase «todo lo tomaban
con sospecha» es repetida varias veces en un breve contexto y es la primera
notación a la que Tucídides recurre cuando retoma el hilo del relato después de
la digresión sobre los tiranicidios. Nuevamente, más que las acciones de los
individuos se dedica a estudiar el comportamiento de ese sujeto colectivo de la
historia que es «el pueblo de Atenas». La sospecha, el entusiasmo crédulo
frente a las primeras confesiones de culpabilidad, la obstinación en querer
ligar los escándalos a supuestas tramas oligárquicas, incluso a acontecimientos
militares externos, hasta la bravuconada de la noche en armas en espera de un
enemigo imaginario, son las cuñas de esta psicología tucidídea de la masa. Una
psicología confusa, en la que se mezclan olfato político y mitomanía. «El
pueblo sabía por tradición que la tiranía de Pisístrato y de sus hijos había
terminado por resultar insoportable y que, además, no había sido derribada por
ellos y por Harmodio sino por obra de los espartanos, y por ello vivía siempre
en el temor y lo miraba todo con suspicacia.»[502]
Como prueba de hasta qué punto la
pesadilla de los tiranos, «el olor de Hipias», era inminente, Tucídides inserta
en el relato una docta reconstrucción de cómo fue en verdad el desastroso
atentado de Harmodio y Aristogitón [VI, 54-59]. Quizá el excursus no es pertinente en ese lugar y mucho menos es necesario
el relato, y quizá se liga mal con el contexto, pero le sirve a Tucídides para
un fin esencial: focalizar la pesadilla de los atenienses en medio del
escándalo. Por eso, después de haber relatado el antiguo suceso del que había
sido víctima Hiparco, quien había llenado el Ática de hermes (acaso esta
relación no es extraña a la decisión de Tucídides de poner aquí este excursus), continúa buscando la «razón
con la cabeza» del demo: «El pueblo de Atenas tenía en la mente estos hechos y
recordaba todo lo que había oído decir sobre ellos; por ello se mostraba
entonces duro y suspicaz respecto de quienes habían sido acusados por el asunto
de los misterios, y creía que todo aquello había sido hecho con vistas a una
conjura oligárquica conducente a la tiranía.»[503] Palabras en
jerga, estas últimas, y por tanto dichas ex
ore Atheniensium, como queda claro entre otras cosas por el acercamiento de
oligarquía y tiranía, que no está del todo justificada pero es propia del
lenguaje democrático.[504]
El resultado del episodio,
ruinoso según Tucídides, fue que los atenienses, poco después del inicio de la
campaña de Sicilia, hicieron volver a Alcibíades. Mandaron a Siracusa la nave Salaminia con el objetivo de traer a
Alcibíades de vuelta a Atenas, para un juicio-farsa, cuyo resultado estaba ya
decidido de antemano: «querían matarlo». Tucídides se muestra en condiciones de
referir (e insiste mucho en ello) las instrucciones reservadas impartidas a
quienes estaban encargados de traer a Alcibíades a Atenas sin que surgiese en
él la sospecha de una trampa: «Se dio orden de exhortarle a seguir para
defenderse, pero de no prenderle; cuidaban de no alterar las cosas en Sicilia,
tanto entre sus propios soldados como entre los enemigos y los argivios, de
quienes pensaban que se habían unido a la expedición gracias a la influencia de
aquél.»[505] Pero Alcibíades iba a fugarse en Turios, burlando a sus
amables carceleros.
[474] Tucídides, VI, 24, 3. <<
[475] Tucídides, VI, 1, 1. <<
[476] Tucídides, VI, 6, 1. <<
[477] Tucídides, VI, 15, 2; cfr. 90, 1 (Alcibíades a Esparta: «era nuestro propósito asediar también el imperio cartaginés»). M. Treu expresa algunas dudas, no del todo convincentes, acerca de tales proyectos, «Athen und Karthago», Historia, 3.1, 1954, pp. 42-49. <<
[478] Alcibíades, 17, 2. <<
[479] Tucídides, VI, 24, 3. <<
[480] Tucídides, VI, 24, 4: κακόνουϛ τῇ πόλει. <<
[481] Tucídides, VI, 25, 1-2. <<
[482] Tucídides, VI, 15, 3-4. <<
[483] Tucídides, II, 65, 11 («la expedición a Sicilia no fue, en sí misma, un error») se concilia mal con II, 65, 7 (donde se elogia la estrategia períclea: «no tratar de ampliar el imperio mediante la guerra»). <<
[484] Tucídides, VI, 30, 1-2. <<
[485] Tucídides, VI, 31, 1. <<
[486] Tucídides, VI, 31, 6: ὄψεως λαμπρότητι. Sería difícil sostener que Tucídides cuenta todo eso de oídas más que por haberlo visto con sus propios ojos. <<
[487] Tucídides, VIII, 1, 2. <<
[488] Ibídem: ἅμα μὲν γὰρ στερόμενοι καὶ ἰδίᾳ ἕκαστος καὶ ἡ πόλις […] ἡλικίας οἵαν οὐχ ἑτέραν ἑώρων ὑπάρχουσαν […] ἅμα δὲ ναῦς οὐχ ὁρῶντες… <<
[489] Tucídides VIII, 1, 1. <<
[490] Tucídides, VIII, 1, 3. <<
[491] Tucídides, VIII, 1, 4. <<
[492] Tucídides, VI, 27, 3. <<
[493] Tucídides, VI, 28, 2. <<
[494] Tucídides, VI, 28, 1. <<
[495] Tucídides, VI, 29, 3. <<
[496] Tucídides, VI, 53, 2. <<
[497] Tucídides, VI, 61, 2. <<
[498] Tucídides, VI, 61, 4. <<
[499] Tucídides, VI, 60, 2. Sobre este punto, véanse los detalles más abajo, cap. XII. <<
[500] Tucídides, VI, 60, 4. <<
[501] Tucídides, VI, 60, 2. <<
[502] Tucídides, VI, 53, 3. <<
[503] Tucídides, VI, 60, 1. <<
[504] Aristófanes, Lisístrata, 618-619. Cfr., más abajo, cap. XXIV. <<
[505] Tucídides, VI, 61, 5. <<
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