Ésta
es la exposición de las investigaciones de Heródoto de Halicarnaso, para que no
se desvanezcan con el tiempo los hechos de los hombres, y para que no queden
sin gloria grandes y maravillosas obras, así de los griegos como de los
bárbaros, y, sobre todo, la causa por la que se hicieron guerra.[1]
1. Entre los persas, dicen los doctos que los fenicios fueron los
autores de la discordia, porque, después de venir del mar Eritreo[2]
al nuestro, se establecieron en la misma región que hoy ocupan, y se dieron
desde luego a largas navegaciones. Afirman que, transportando mercancías
egipcias y sirias, llegaron, entre otros lugares a Argos (y en ese tiempo Argos
sobresalía en todo entre las ciudades de la región que ahora llamamos Grecia);[3]
una vez llegados hicieron muestra de su carga; al quinto o sexto día de su llegada, vendido ya
casi todo, concurrieron a la playa muchas mujeres, y entre ellas la hija del
rey. Dicen que su nombre era el mismo que le dan los griegos: Ío, hija de
Ínaco; que, mientras se hallaban las mujeres cerca de la popa de la nave,
comprando las mercancías que más deseaban, los fenicios, exhortándose unos a otros,
arremetieron contra ellas; la mayor parte escapó, pero Ío fue arrebatada con
otras; la llevaron a la nave y partieron, haciéndose a la vela para Egipto.
2. De este modo, y no como cuentan los griegos, dicen
los persas, Ío llegó a Egipto, y éste fue el principio de los agravios. Cuentan
que después, ciertos griegos (cuyo nombre no saben referir) aportaron a Tiro,
en Fenicia, y robaron a la hija del rey, Europa: sin duda serían cretenses. Así
quedaron a mano, pero después los griegos fueron los culpables del segundo
agravio; porque, llegaron por mar en una nave larga hasta Ea, en la Cólquide, y
el río Fasis, y allí, después de haber logrado los demás fines por los que
habían venido, robaron a Medea, la hija del rey.[4]
El rey de los colcos envió a Grecia un heraldo para pedir satisfacción del
rapto y reclamar a su hija. Los griegos contestaron que ni habían dado los
asiáticos satisfacción del rapto de Ío, ni por consiguiente la darían ellos.
3. Dicen que, en la segunda generación, enterado de
estos agravios Alejandro, hijo de Príamo, quiso tener mujer raptada de Grecia,
seguro de que no había de dar satisfacción, pues tampoco la habían dado
aquéllos. En efecto, cuando robó a Helena, los griegos acordaron enviar primero
embajadores para reclamar a Helena, y para pedir satisfacción del rapto; pero,
al declarar su embajada, les echaron en cara el rapto de Medea y el que, sin
haber dado satisfacción ni haber hecho devolución, reclamaban la mujer y
querían que se les satisficiese.
4. Dicen, pues, que hasta aquí no hubo más que raptos
mutuos; pero que en lo sucesivo, los griegos tuvieron gran culpa, por haber
empezado sus expediciones contra Asia primero que los persas contra Europa;
que, en su opinión, robar mujeres es a la verdad cosa de hombres injustos, pero
afanarse por vengar a las robadas es de necios, mientras no hacer ningún caso
de éstas es propio de sabios, porque bien claro está que, si ellas no lo quisiesen,
nunca las robarían. Los pueblos del Asia, añaden los persas, ninguna cuenta
hicieron de estas mujeres raptadas, pero los griegos, a causa de una mujer
lacedemonia, juntaron gran ejército, pasaron al Asia, y destruyeron el reino de
Príamo. Desde entonces, siempre tuvieron por enemigos a los griegos, pues los
persas miran como propias, al Asia y a las naciones bárbaras que la pueblan, y
consideran a Europa y a los griegos como cosa aparte.
5. Así pasaron las cosas, según cuentan los persas,
y encuentran que la toma de Troya fue el origen de su odio para con los
griegos. Pero, en cuanto a Ío, no están de acuerdo con ellos los fenicios,
porque dicen que no la llevaron a Egipto por vía de rapto, que se unió en Argos
con el patrón de la nave; y que cuando advirtió que estaba encinta, por
vergüenza que sentía de sus padres, partió voluntariamente con los fenicios
para no quedar en descubierto.
Así lo cuentan al menos los persas y los fenicios.
Yo no voy a decir si pasó de este o del otro modo. Pero, después de indicar quién
fue, que yo sepa, el primero en cometer injusticias contra los griegos, llevaré
adelante mi historia, reseñando del mismo modo los estados grandes y pequeños.
Pues muchos que antiguamente fueron grandes han venido después a ser pequeños,
y los que en mi tiempo eran grandes fueron antes pequeños. Persuadido, pues, de
que la prosperidad humana jamás permanece en un mismo punto, haré mención
igualmente de los unos y de los otros.
6. Creso era de linaje lidio e hijo de Aliates,
tirano de los pueblos que moran más acá del río Halis, el cual, corriendo desde
el Mediodía entre los sirios y los paflagonios, va a desembocar en el mar
llamado Euxino.[5] Este
Creso fue, que sepamos, el primero entre los bárbaros que sometió algunos
pueblos griegos, haciéndolos tributarios, y que se ganó la amistad de otros.
Sometió a los jonios, a los eolios y a los dorios del Asia, y se ganó la
amistad de los lacedemonios. Antes del reinado de Creso todos los griegos eran
libres, ya que la expedición de los cimerios[6]
que marchó contra la Jonia, anterior a Creso, no fue conquista de ciudades,
sino pillaje con ocasión de correrías.
7. El poder, que era de los Heraclidas, pasó a la
familia de Creso, llamada de los Mérmnadas, de este modo. Era tirano de Sardes
Candaules, a quien los griegos llaman Mirsilo, descendiente de Alceo, hijo de
Heracles. En efecto: Agrón, hijo de Nino, hijo de Belo, hijo de Alceo, fue el
primero de los Heraclidas que llegó a ser rey de Sardes; y Candaules, hijo de
Mirso, el último. Los que reinaban en ese país antes de Agrón eran
descendientes de Lido, hijo de Atis; por lo cual todo ese pueblo se llamó
lidio, llamándose antes meonio. De éstos recibieron el mando por un oráculo los
Heraclidas, descendientes de Heracles y de una esclava de Tardano. Reinaron
durante veintidós generaciones, por quinientos cinco años, sucediendo el hijo al
padre hasta Candaules, hijo de Mirso.
8. Este Candaules, pues, estaba enamorado de su pro-pia
esposa y, como enamorado, pensaba poseer con mucho la mujer más hermosa del
mundo. Pensando así —y como entre sus guardias Giges, hijo de Dáscilo, era muy
su privado—, Candaules, que confiaba a este Giges sus más serios negocios, le
solía alabar desmedidamente la belleza de su mujer. No mucho tiempo después,
Candaules (a quien había de sucederle una desgracia) dijo a Giges estas palabras:
«Giges, me parece que no te convences cuando hablo de la belleza de mi mujer,
porque los hombres dan menos crédito a los oídos que a los ojos. Así, pues, haz
por verla desnuda».
Giges, dando una gran voz, respondió: «Señor, ¿qué
discurso tan poco cuerdo dices?, ¿me mandas que ponga los ojos en mi señora? Al
despojarse una mujer de su vestido, con él se despoja de su recato. Hace tiempo
han hallado los hombres las normas cabales que debemos aprender y entre ellas
se encuentra ésta: mirar cada cual lo suyo. Yo estoy convencido de que ella es
la más hermosa de todas las mujeres, y te pido que no me pidas cosa fuera de
ley».
9. Con tales términos se resistía Giges, temeroso
de que de ese caso le sobreviniera algún mal, pero Candaules le replicó así:
«Ten buen ánimo, Giges, y no me temas a mí pensando que te digo esas palabras
para probarte, ni a mi mujer, pensando que pueda nacerte de ella daño alguno,
porque, por empezar, yo lo dispondré todo de manera que ni aún advierta que tú
la has visto. Yo te llevaré a la alcoba en que dormimos, y te colocaré detrás
de la puerta. En seguida de entrar yo, vendrá a acostarse mi mujer. Junto a la
entrada hay un sillón, y en éste pondrá una por una sus ropas, a medida que se
las quita, y te dará lugar para que la mires muy despacio. Luego que ella venga
del sillón a la cama y quedes tú a su espalda, preocúpate entonces de que no te
vea cruzar la puerta».
10. Viendo, pues, Giges que no podía escapar, se
mostró dispuesto. Cuando Candaules juzgó que era hora de acostarse, llevó a
Giges a la alcoba, y bien pronto compareció la reina. Después de entrar,
mientras iba dejando sus vestidos, Giges la contemplaba; cuando quedó a su
espalda, por dirigirse a la cama, Giges dejó su escondite y salió, pero ella le
vio salir. Al advertir lo ejecutado por su marido, ni dio voces, avergonzada,
ni demostró haber advertido nada, con intención de vengarse de Candaules:
porque entre los lidios, y entre casi todos los bárbaros, es grande infamia,
aun para el varón, dejarse ver desnudo.
11. Entre tanto, sin demostrar nada, se estuvo
quieta; pero así que rayó el día, previno a los criados que sabía más leales a
su persona, e hizo llamar a Giges. Este, sin pensar que supiese nada de lo
sucedido, acudió al llamado porque también antes solía acudir cuando le llamaba
la reina. Luego que llegó, ella le habló de esta manera: «Giges, de los dos
caminos que hay te doy a escoger cuál quieres seguir: o matas a Candaules y me
posees a mí y al reino de los lidios, o tienes que morir al momento, para que
en adelante no obedezcas en todo a Candaules, ni mires lo que no debes. Así,
pues, o ha de perecer quien tal ordenó o tú, que me miraste desnuda y obraste
contra las normas».
Por un instante quedó maravillado Giges ante sus palabras
y luego le suplicó que no le obligase por la fuerza a hacer semejante elección.
Pero no pudo disuadirla, y vio que en verdad tenía ante sí la necesidad de dar
la muerte a su señor o de recibirla él mismo de otras manos. Eligió quedar con
vida, y la interrogó en estos términos: «Puesto que me obligas a matar a mi
señor contra mi voluntad, también quiero escuchar de qué modo le acometeremos».
Ella respondió: «El ataque partirá del mismo lugar en que aquél me mostró
desnuda; y le acometerás mientras duerma».
12. Concertada así la asechanza, cuando llegó la noche,
Giges, que ni podía librarse ni tenía escape, obligado a matar a Candaules, o a
morir, siguió a la reina a su aposento; ella le dio una daga y lo ocultó detrás
de la misma puerta. Luego, cuando Candaules reposaba, salió de allí Giges, le
mató y se apoderó de su mujer y del reino juntamente. De Giges hizo mención
Arquíloco de Paro, que vivió hacia la misma época, en un trímetro yámbico.
13. Giges se apoderó del reino,[7]
y quedó confirmado en él por el oráculo de Delfos. Porque como los lidios
llevaron muy a mal la desgracia de Candaules, y tomaron las armas, convinieron
los partidarios de Giges y el resto de los lidios que si el oráculo le
declaraba rey de los lidios, reinase enhorabuena, pero si no, que restituyese
el mando a los Heraclidas. Pero el oráculo le declaró y así fue rey Giges. La
Pitia declaró, no obstante, que a los Heraclidas les llegaría su venganza en
tiempos del quinto descendiente de Giges. De este vaticinio ni los lidios ni
sus reyes hicieron caso alguno, hasta que se cumplió.
14. De tal manera tuvieron los Mérmnadas el poder y
se lo quitaron a los Heraclidas. El nuevo soberano envió a Delfos no pocas
ofrendas, pues en cuanto a ofrendas de plata, hay muchísimas suyas en Delfos;
aparte la plata, ofrendó inmensa cantidad de oro y entre otras, lo que merece
particular memoria, consagró seis crateras de oro; están colocadas en el tesoro
de los corintios y tienen treinta talentos[8]
de peso. (A decir verdad, no es este tesoro de la comunidad, sino de Cípselo,
el hijo de Eeción.)
De todos los bárbaros, este Giges, fue, que
sepamos, el primero que consagró ofrendas a Delfos después de Midas, hijo de
Gordias, rey de Frigia. Pues Midas había consagrado el trono real en el que se
sentaba para administrar justicia, pieza digna de verse. Está dicho trono en el
mismo lugar en que las crateras de Giges. Este oro y plata que ofrendó el rey
de Lidia, lo llaman los de Delfos gígadas por el nombre del donante.
15. Luego que asumió el mando, también él lanzó su
ejército contra Mileto y contra Esmirna y tomó la plaza de Colofón. Pero como
en los treinta y ocho años de su reinado ninguna otra hazaña hizo, contentos
con lo recordado le dejaremos, y mencionaremos a Ardis, hijo de Ardis, que
reinó después. Éste tomó a Priene e invadió a Mileto. Mientras reinaba en
Sardes, los cimerios, arrojados de su comarca por los escitas nómadas, pasaron
al Asia y tomaron a Sardes, si bien no la ciudadela.
16. Después de reinar Ardis cuarenta y nueve años,
recibió el mando su hijo Sadiates y reinó doce años; Aliates sucedió a
Sadiates. Éste hizo la guerra a Ciaxares, descendiente de Deyoces, y a los
medos; arrojó del Asia a los cimerios, tomó a Esmirna, colonia fundada por
Colofón, e invadió a Clazómena. De esta expedición no salió como quería, sino
con gran descalabro. Durante su reinado llevó a cabo estas otras empresas, muy
dignas de referirse.
17. Combatió contra los milesios en guerra heredada
de su padre. Atacó y sitió a Mileto del siguiente modo: cuando en los campos la
cosecha estaba en sazón, entonces lanzaba su ejército al son de zampoñas,
harpas y flautas de tono agudo y grave. Cuando llegaba a Mileto ni derribaba
los caseríos ni los quemaba ni arrancaba las puertas, sino que dejaba todo en
su lugar, y, en cuanto devastaba los árboles y la cosecha de los campos se retiraba.
Pues los milesios dominaban el mar, de modo que no era preciso que el ejército
les sitiase; y no derribaba el lidio las casas, para que los milesios,
conservando donde guarecerse, sembrasen y cultivasen los campos, y gracias al
trabajo de ellos pudiese él talar sus frutos cuando les invadía.
18. De esta manera guerreó once años, durante los
cuales los milesios sufrieron dos grandes desastres combatiendo en Limenio
lugar de sus tierras y en la llanura del Meandro. Durante seis años de los
once, Sadiates, hijo de Ardis, era todavía rey de Lidia, y era quien entonces
invadía con sus tropas el territorio milesio, pues éste era quien había
comenzado la guerra. En los cinco años que siguieron a esos seis, combatió
Aliates, quien, como he indicado antes, heredó de su padre la guerra y se aplicó
a ella con ahínco. Ninguno de los jonios ayudó a los milesios en esta guerra
sino sólo los de Quío; éstos les socorrieron devolviéndoles el mismo servicio,
pues, en efecto, los milesios habían socorrido antes a los de Quío en la guerra
contra los eritreos.
19. A los doce años, mientras ardía la mies
encendida por el enemigo, llegó a suceder esto: en cuanto se incendió, la mies,
arrebatada por el viento, prendió el templo de Atenea por sobrenombre Asesia, y
el templo prendido se quemó. Por de pronto nada se dijo de este suceso; pero
luego que las tropas volvieron a Sardes, cayó enfermo Aliates. Como la
enfermedad se alargaba, despachó diputados a Delfos, ora que alguno se lo
aconsejase, ora que él mismo decidiese consultar al dios acerca de su enfermedad.
Llegaron los embajadores a Delfos, y les declaró la Pitia que no obtendrían
respuesta antes de restaurar el templo de Atenea que habían quemado en Aseso,
en la comarca de Mileto.
20. Yo sé que sucedió así por habérselo oído a los
de Delfos. A esto añaden los milesios que Periandro, hijo de Cípselo, amigo
íntimo de Trasibulo, que a la sazón era señor de Mileto, tuvo noticia de la
respuesta dada a Aliates, y por medio de un mensajero, la reveló a Trasibulo
para que, prevenido, tomase alguna medida oportuna.
21. Cuando Aliates recibió el mensaje, despachó en
seguida un heraldo a Mileto, deseando hacer treguas con Trasibulo y los milesios
por todo el tiempo durante el cual se construyese el templo. El enviado se dirigió
a Mileto, pero Trasibulo, que estaba enterado de antemano de toda la historia y
sabía lo que quería hacer Aliates, discurrió lo siguiente: juntó en la plaza
cuanto trigo había en la ciudad, así el suyo como el de los particulares, y ordenó
a los milesios que cuando él les diese la señal todos ellos bebiesen y se
agasajasen unos a otros con festines.
22. Esto hacía y ordenaba Trasibulo con la mira de
que el heraldo de Sardes, viendo por una parte los montones esparcidos de
trigo, y por otra el pueblo entregado a regocijos, diese cuenta de todo a
Aliates. Así sucedió efectivamente, pues cuando el heraldo vio aquello y comunicó
a Trasibulo los mandatos del lidio, volvió a Sardes. Y según lo que yo he oído,
por ningún otro motivo se concluyó la paz, ya que esperando Aliates que hubiese
en Mileto la mayor carestía, y que los habitantes estuviesen reducidos a la
última miseria, oyó a la vuelta de su mensajero todo lo contrario de lo que
suponía. Después de esto concertaron la paz, con pacto de que las dos naciones
fuesen amigas y aliadas. Aliates edificó dos templos en Aseso a Atenea en lugar
de uno y curó de su enfermedad. Así le fue a Aliates en la guerra contra Trasibulo
y los milesios.
23. Periandro, el que reveló a Trasibulo la
respuesta del oráculo, era hijo de Cípselo y tirano de Corinto. Dicen los
corintios, y concuerdan con ellos los lesbios, que acaeció en sus tiempos la
mayor maravilla: la de Arión, natural de Metimna cuando fue llevado a Ténaro
sobre un delfín. Este Arión era un citaredo, sin segundo entre todos los de su
tiempo, y el primer poeta, que sepamos, que compuso el ditirambo, le dio su
nombre y lo hizo ejecutar en Corinto.
24. Cuentan que Arión pasaba lo más de su vida en
la corte de Periandro, que tuvo deseo de hacer un viaje a Italia y a Sicilia; y
después de ganar grandes riquezas quiso volverse a Corinto. Partió de Tarento
y, como de nadie se fiaba tanto como de los corintios, fletó un barco corintio.
Pero los marineros, en alta mar, tramaron echarle al agua y apoderarse de sus
riquezas. Arión, que lo entendió, les suplicó que le salvasen la vida, y él les
dejaría sus bienes. Pero no les persuadió con tales ruegos, y los marineros le
ordenaron que se matara con sus propias manos y así lograría sepultura en
tierra o que se arrojara inmediatamente al mar. Acorralado Arión en tal
apremio, les pidió, ya que así resolvían, le permitieran ataviarse con todas
sus galas y cantar sobre la cubierta de la nave, y les prometió matarse luego
de cantar. Y ellos, encantados con la idea de escuchar al mejor músico de su
tiempo dejaron todos la popa y se vinieron a oírle en medio del barco. Arión,
revestido de todas sus galas y con la cítara en la mano, de pie en la cubierta,
cantó el nomo ortio, y
habiéndolo concluido, se arrojó al mar tal como se hallaba, con todas sus
galas. Los marineros navegaron a Corinto, y entre tanto un delfín (según
cuentan) recogió al cantor y lo trajo a Ténaro. Arión desembarcó y se fue a
Corinto vestido con el mismo atavío, y refirió todo lo sucedido. Periandro, sin
darle crédito, le hizo custodiar, sin dejarle en libertad y aguardó celosamente
a los marineros. Cuando llegaron, los mandó llamar y les preguntó si podían
darle alguna noticia de Arión. Ellos respondieron que se hallaba bueno en
Tarento. Al decir esto, se les apareció Arión con el mismo traje con que se
había lanzado al mar; aturdidos ellos, no pudieron negar ya el hecho y quedaron
convictos de su crimen. Esto es lo que cuentan corintios
y lesbios; y en Tarento hay una ofrenda de Arión, en bronce, no grande, que representa
un hombre cabalgando sobre un delfín.
25. Aliates el lidio, el que había hecho
guerra contra los milesios, murió luego después de cincuenta y siete años de
reinado. Por haber salido de su enfermedad, consagró en Delfos (siendo en esto
el segundo de su familia) un gran
vaso de plata con su vasera de hierro soldado, ofrenda la más digna de verse de
cuantas hay en Delfos, y obra de Glauco de Quío, el único que entre todos los
hombres inventó la soldadura del hierro.
26. A la muerte de Aliates heredó el trono Creso,
hijo de Aliates, que tenía treinta y cinco años de edad, quien, de todos los
griegos, acometió primero a los efesios. Entonces fue cuando los efesios,
sitiados por él, consagraron su ciudad a Ártemis, atando desde su templo una
cuerda hasta la muralla; la distancia entre la ciudad vieja, que a la sazón
estaba sitiada, y el templo es de siete estadios.[9]
Éstos fueron los primeros a quienes ataco Creso, y luego sucesivamente, y uno
por uno, a los jonios y a los eolios, acusándoles de diferentes cargos, e
inventándolos graves contra aquellos a quienes podía culpar gravemente, pero
acusando a otros con frívolos pretextos.
27. Conquistados ya los griegos del Asia y
obligados a pagarle tributo, proyectó entonces construir una escuadra y atacar
a los isleños. Tenía todos los materiales a punto para la construcción, cuando
llegó a Sardes Biante de Priene, según dicen algunos, o según otros, Pítaco de Mitilene.
Creso le preguntó si en Grecia había algo nuevo, y cuentan que con la siguiente
respuesta detuvo la construcción: «Rey, los isleños reclutan diez mil jinetes
resueltos a emprender una expedición contra Sardes y contra ti». Creyendo Creso
que decía la verdad, exclamó: «¡Ojalá los dioses inspirasen a los isleños la
idea de atacar a caballo a los hijos de los lidios!» Aquél respondió: «Rey, me
parece que deseas ansiosamente sorprender en tierra firme a los jinetes
isleños, como es razón. Pues, ¿qué otra cosa piensas que desean los isleños,
oyendo que vas a construir esas naves contra ellos, sino atrapar a los lidios
en alta mar y vengar en ti a los griegos del continente, a quienes has
esclavizado?» Dicen que la conclusión agradó mucho a Creso y juzgando que su
huésped hablaba muy al caso, obedeció y suspendió la fábrica de sus naves; y que de este modo concluyó
con los jonios que moran las islas un tratado de amistad.
28. Andando el tiempo, casi todos los pueblos que
moran más acá del río Halis, estaban sometidos; pues a excepción de los
cilicios y de los licios, a todos los demás había sometido Creso y los tenía
bajo su mando; esto es: los lidios, frigios, misios, mariandinos, cálibes, paflagonios,
tracios, tinios y bitinios, carios, jonios, dorios, eolios y panfilios.
29. Cuando quedaron sometidos esos pueblos y Creso
agregaba nuevos dominios a los lidios, Sardes se hallaba en la mayor opulencia.
Todos los sabios de Grecia que vivían en aquel tiempo acudían a ella, cada cual
por sus motivos, y entre ellos el ateniense Solón; el cual después de haber
compuesto leyes por orden de sus ciudadanos, se ausentó por diez años,
haciéndose a la vela so pretexto de contemplar el mundo, pero en realidad, por
no tener que abrogar ninguna ley de las que dejaba establecidas, ya que los
atenienses no podían hacerlo por sí mismos, porque se habían obligado con los
más solemnes juramentos a observar durante diez años las que les había dado Solón.
30. Por estos motivos y por el deseo de contemplar
el mundo, partió Solón de su patria y fue a visitar al rey Amasis en Egipto, y
al rey Creso en Sardes. Creso le hospedó en su palacio, y al tercer o cuarto
día de su llegada, de orden del rey, los servidores condujeron a Solón por las
cámaras del tesoro y le mostraron todas las riquezas y grandezas que allí se
encontraban. Luego que las hubo visto y observado todas por el tiempo que
quiso, Creso le interrogó así: «Huésped de Atenas: como es grande la fama que
de ti me ha llegado, a causa de tu sabiduría y de tu peregrinaje —ya que como
filósofo has recorrido muchas tierras para contemplar el mundo—, por eso se ha
apoderado de mí el deseo de interrogarte si has visto ya al hombre más feliz de
todos». Esto preguntaba esperando ser él el más feliz de los hombres. Solón,
sin la menor lisonja, y diciendo la verdad, le respondió: «Sí, rey: Telo de
Atenas». Maravillado por la respuesta, el rey preguntó vivamente: «¿Y por qué
motivo juzgas que sea Telo el más feliz?» Y aquél replicó: «Porque en una
ciudad afortunada tuvo hijos hermosos y buenos, vio nacer hijos de todos sus
hijos, y quedar todos en vida; y porque siendo afortunado, según juzgamos
nosotros, le cupo el fin más glorioso: en la batalla de Eleusis, que dieron los
atenienses contra los fronterizos, ayudando a los suyos y poniendo en fuga a
los enemigos, murió de hermosísima muerte, y los atenienses le dieron pública
sepultura en el mismo sitio en que había caído, y le hicieron grandes honras».
31. Como Solón ponderó mucho la felicidad de Telo,
Creso, excitado le preguntó a quién consideraba segundo después de aquél, no
dudando que al menos se llevaría el segundo puesto. Pero Solón le respondió: «A
Cléobis y Bitón. Eran éstos argivos, poseían hacienda suficiente y tal vigor
físico que ambos a la par habían triunfado en los juegos. También se refiere de
ellos esta historia: como en una fiesta que los argivos hacían a Hera había absoluta
necesidad de que su madre fuera llevada al templo en un carro tirado por
bueyes, y éstos no hubiesen llegado del campo a la hora precisa, los dos
mancebos, al verse excluidos por la falta de tiempo, se uncieron al yugo y
arrastraron el carro, el carro en que su madre venía, y lo llevaron cuarenta y
cinco estadios hasta llegar al templo. Después que la concurrencia les vio
cumplir tal hazaña, tuvieron el mejor fin y mostró en ellos Dios que es mejor
para el hombre morir que vivir. Porque como los argivos, rodeando a los dos
jóvenes, celebrasen su vigor, y las argivas felicitasen a la madre por los
hijos que había tenido, ella muy gozosa por la hazaña y por el aplauso, de pie
ante la estatua pidió para sus hijos Cléobis y Bitón, en premio de haberla
honrado tanto, que la diosa les diese lo mejor que puede alcanzar el hombre.
Hecha esta súplica, después del sacrificio y del banquete, los dos jóvenes se
fueron a dormir en el santuario mismo, y nunca más despertaron. Éste fue su
fin. Los argivos hicieron hacer sus retratos y los dedicaron en Delfos,
considerándolos varones esclarecidos».
32. A éstos daba Solón el segundo premio entre los
felices; y Creso exclamó irritado: «Huésped de Atenas, ¿tan en poco tienes mi
prosperidad que ni siquiera me equiparas con hombres del vulgo?» Y Solón
replicó: «Creso, a mí que sé que la divinidad toda es envidiosa y turbulenta,
me interrogas acerca de las fortunas humanas. Al cabo de largo tiempo, muchas
cosas es dado ver que uno no quisiera, y muchas también le es dado sufrir. Yo fijo
en setenta años el término de la vida humana. Estos años dan veinticuatro mil
doscientos días, sin contar ningún mes intercalar. Pero si queremos añadir un
mes cada dos años, para que las estaciones vengan a su debido tiempo,
resultarán treinta y cinco meses intercalares, y por ellos mil y cincuenta días
más. Pues en todos estos días de que constan los setenta años, que son
veintiséis mil doscientos y cincuenta, no hay uno solo que traiga sucesos
enteramente idénticos a los otros. Así, pues, Creso, el hombre es todo azar.
Bien veo que tienes grandes riquezas y reinas sobre muchos pueblos, pero no
puedo responder todavía a lo que me preguntas antes de saber que has acabado
felizmente tu existencia. El hombre muy rico no es más feliz que el que vive al
día, si la fortuna no le acompaña hasta acabar la vida en toda su prosperidad.
Muchos hombres opulentos son desdichados, y muchos que tienen hacienda moderada
son dichosos. El que es muy rico pero infeliz, en dos cosas aventaja solamente
al que es feliz, pero no rico, mientras éste aventaja a aquél en muchas. Es más
capaz de satisfacer sus deseos y de hacer frente a una gran calamidad. Pero el
otro le aventaja en muchas cosas: si no es tan capaz frente al deseo y a la
calamidad, su fortuna se los aparta; no tiene achaques ni enfermedades, está
libre de males, es dichoso en sus hijos, es hermoso. Si además termina bien su
vida, he aquí el hombre que buscas, el que merece llamarse feliz; pero antes de
que llegue a su fin, suspende el juicio y no le llames feliz sino afortunado.
»Es imposible que siendo mortal reúna nadie todos
estos bienes; porque así como ningún país produce cuanto necesita, antes abunda
en unas cosas y carece de otras, y se tiene por mejor aquel que en más abunda,
del mismo modo no hay hombre alguno que de todo lo bueno se halle provisto (que
unas cosas tiene y otras le faltan); y cualquiera que constantemente hubiese
reunido la mayor parte de aquellos bienes, si después acaba agradablemente la
vida, éste, rey, es para mí quien merece con justicia el nombre de dichoso. En
toda cosa hay que examinar el fin y acabamiento, pues a muchos a quienes Dios
había hecho entrever la felicidad, los destruyó de raíz».
33. Estas palabras no agradaron nada a Creso, y sin
hacer ningún caso de Solón, le despidió, teniéndole por un ignorante que
desdeñaba los bienes presentes y le invitaba a mirar el fin de todas las cosas.
34. Después de la partida de Solón, gran castigo divino
cayó sobre Creso, a lo que parece por haberse creído el más dichoso de los
hombres. Muy luego, mientras dormía, tuvo un sueño que le reveló de verdad las
desgracias que habían de sucederle por su hijo. Tenía Creso dos hijos, uno de
ellos defectuoso, pues era sordomudo; el otro era en todo el más sobresaliente
de los jóvenes de su edad; su nombre era Atis. El sueño indicó a Creso que este
Atis perecería traspasado por una punta de hierro. Cuando Creso despertó,
meditó a solas y lleno de horror casó a su hijo y, aunque acostumbraba mandar
las tropas lidias, no le enviaba ya a ninguna parte con tal cargo; hizo retirar
además los dardos, las lanzas y todas las armas semejantes que sirven para la
guerra, de las habitaciones de los hombres y amontonarlas en los almacenes, no
fuese que algún arma colgada pudiese caer sobre su hijo.
35. Mientras Creso tenía entre manos las bodas de
su hijo, llegó a Sardes un hombre envuelto en desgracia, y de manos no puras;
era frigio de nación y de linaje real. Pasó a la casa de Creso y le pidió que
le purificase, según los ritos del país, y Creso le purificó. La purificación
es semejante entre los lidios y entre los griegos. Concluida la ceremonia,
Creso le preguntó en estos términos quién era y de dónde venía: «¿Quién eres?
¿De qué parte de Frigia vienes a mi hogar? ¿Y qué hombre o mujer mataste?» Y
aquél respondió: «Rey, soy hijo de Midas, hijo de Gordias: me llamo Adrasto;
maté sin querer a mi propio hermano: arrojado por mi padre y privado de todo,
aquí vengo». Creso le respondió: «Eres hijo de amigos y estás entre amigos; si
te quedas con nosotros, nada te faltará. Cuanto más resignadamente sobrelleves
esta desgracia, más ganarás».
36. Así, pues, Adrasto moraba en casa de Creso. Ha-cia
el mismo tiempo apareció un jabalí enorme en el monte Olimpo de Misia; que,
lanzándose desde el monte devastaba los campos de los misios; muchas veces los
misios habían salido contra él pero en lugar de causarle daño, lo sufrían. Por
último, los mensajeros de los misios comparecieron ante Creso y le dijeron así:
«Rey, un jabalí enorme se nos apareció en la comarca, el cual devasta nuestros
campos. Aunque deseamos cogerlo, no podemos. Ahora, pues, te rogamos que envíes
con nosotros a tu hijo, algunos mozos escogidos y perros para que lo
ahuyentemos del país». Así le pedían, y Creso, acordándose de su sueño les dijo
estas palabras: «No penséis más en mi hijo: no le enviaré con vosotros porque
está recién casado y otros cuidados le ocupan ahora; os daré, empero, mozos
escogidos y todos mis cazadores con sus perros, encargándoles hagan con
vosotros los mayores esfuerzos para ahuyentar de vuestro país la fiera».
37. Así respondió. Los misios quedaron satisfechos
con esta respuesta, cuando llegó el hijo de Creso que había oído lo que pedían.
Y como Creso se negaba a enviar con ellos a su hijo le dijo el joven: «Padre,
antes lo más hermoso y lo más noble para mí era concurrir a guerras y cacerías
para ganar fama, pero ahora me tienes apartado de ambos ejercicios, sin haber
visto en mí flojedad ni cobardía. ¿Con qué cara me mostraré ahora al ir y
volver de la plaza pública? ¿Qué pensarán de mí los ciudadanos? ¿Qué pensará de
mí la mujer con quien acabo de casarme? ¿Con qué hombre creerá que vive? Permíteme,
pues, ir a la caza, o persuádeme con razones que lo que haces es más
conveniente para mí».
38. Creso respondió en estos términos: «Hijo, no hago
esto por haber visto en ti cobardía, ni otra cosa que pudiera desagradarme.
Pero una visión me anunció en sueños que tendrías corta vida, pues perecerías
traspasado por una punta de hierro. A causa de esa visión aceleré tus bodas, y
no te envío a las expediciones que emprendo por ver si logro, mientras viva,
hurtarte a la muerte. Tú eres mi único hijo, pues al otro, con el oído
estropeado, me hago de cuenta que no lo tengo».
39. El joven repuso así: «En verdad, padre, es perdonable
la custodia en que me has tenido después de semejante sueño pero hay algo que
no comprendes, y en que se te oculta el sentido del sueño; justo es que yo te
lo explique. Dices que el sueño te anunció que yo había de morir por una punta
de hierro. Pero, ¿qué manos tiene un jabalí?, ¿qué punta de hierro como la que
tú temes? Si hubiera dicho el sueño que yo había de morir por los colmillos del
jabalí o algo semejante, había de hacerse lo que haces. Pero habló de una punta
de hierro. Ya que no tenemos que combatir contra hombres, déjame marchar».
40. Responde Creso: «Hijo, al explicar mi sueño,
has vencido, en cierto modo, mi parecer. Y como vencido por ti, mudo de parecer
y te permito ir a la caza».
41. Dichas esas palabras envió por Adrasto, el
frigio, y cuando llegó le dijo: «Cuando estabas herido por un ingrato
infortunio que no te reprocho, yo te purifiqué y te acogí en mi casa, acudiendo
a todas tus necesidades. Ahora, ya que debes retribuirme con bondades las bondades
que te hice primero, te pido que seas custodio de mi hijo en la cacería que
emprende, no sea que en el camino salgan ladrones criminales a atacaros. A ti,
además, te conviene ir a una expedición en que brillarás por tus hazañas: así
lo acostumbraron tus mayores y tienes también la fuerza necesaria».
42. Responde Adrasto: «Rey, en otras circunstancias
yo no entraría en esta partida, pues desdice de la desgracia en que me veo
andar con los jóvenes afortunados, ni tampoco tengo voluntad, y por muchos
otros motivos me hubiera abstenido. Ahora, pues tú te empeñas y es preciso
mostrarte agradecimiento ya que debo retribuirte con bondades, estoy pronto a
ejecutar tu orden, y confía en que tu hijo, que me mandas custodiar volverá
sano y salvo, por lo que a su custodio toca».
43. Después de responder así a Creso, partieron acompañados
de mozos escogidos y de perros. Llegados al monte Olimpo, buscaron la fiera;
cuando la hallaron, lanzaron venablos contra ella. Entonces fue cuando ese
mismo huésped purificado por Creso de su homicidio, y llamado Adrasto
[«inevitable»], al lanzar su venablo contra el jabalí, no le acierta y da en el
hijo de Creso que, traspasado con aquella punta, cumplió la predicción del
sueño. Alguien corrió a anunciar a Creso lo acaecido, y llegado a Sardes, le
dio cuenta del combate y de la fatalidad de su hijo.
44. Creso, trastornado por la muerte de su hijo,
más se afligía porque hubiese sido el matador aquel a quien él mismo había
purificado de homicidio. En el arrebato de su dolor invocaba a Zeus purificador
tomándole como testigo del mal que había recibido de su huésped; invocaba a
Zeus que preside el hogar y la amistad, llamando con estos nombres al mismo
dios: con el uno porque había acogido en su casa a un huésped, sin saber que estaba
alimentando al asesino de su hijo; y con el otro porque en aquel a quien había
enviado como custodio de su hijo había encontrado su mayor enemigo.
45. Se presentaron luego los lidios trayendo el cadáver;
detrás seguía el matador, el cual, de pie ante el cadáver, se entregó a Creso
y, con las manos tendidas, le pidió que le sacrificara sobre el cuerpo de su
hijo, renovando la memoria de su primera desventura, y diciendo que no podía
vivir después de haber causado la desgracia de su mismo purificador. Al oír
esto Creso, a pesar de hallarse en tal infortunio doméstico, se compadeció de
Adrasto y le dijo: «Huésped, tengo de tu parte toda la satisfacción posible,
pues tú mismo te condenas a muerte. Pero no eres tú el culpable de esta
desgracia, salvo en cuanto fuiste su involuntario ejecutor, sino alguno de los
dioses que hace tiempo me pronosticó lo que había de suceder». Creso dio
sepultura a su hijo con
las honras debidas. Adrasto, hijo de Midas, hijo de Gordias, ese que fue
homicida de su propio hermano y homicida del hijo de su purificador, cuando vio
quieto y solitario el lugar del sepulcro, teniéndose a sí mismo por el más
desdichado de los hombres, se degolló sobre la tumba.
46. Creso, privado de su hijo, permaneció dos años
entregado a su gran dolor; luego la destrucción del imperio de Astiages, hijo
de Ciaxares, por Ciro, hijo de Cambises, y la prosperidad creciente de los
persas, suspendió su duelo y le indujo a cavilar si de algún modo podría abatir
a los persas antes que aumentase su poderío. Con esta idea, puso a prueba la
verdad de los oráculos, tanto de Grecia como de la Libia, y despachó diferentes
comisionados a Delfos, a Abas, en la Fócide y a Dodona; también despachó
comisionados a los oráculos de Anfiarao y de Trofonio, y al de los Bránquidas
en el territorio de Mileto. Éstos fueron los oráculos griegos que Creso envió a
interrogar y mandó otros consultantes al templo de Ammón en la Libia. Los
enviaba para poner a prueba lo que sabían los
oráculos, y caso de hallar que sabían la verdad, para preguntarles con una
nueva embajada si emprendería la guerra contra los persas.
47. Al despachar a los lidios para la prueba
de los oráculos, les encargó que contasen el tiempo desde el día que partiesen
de Sardes y que a los cien días preguntasen a los oráculos qué estaba haciendo Creso, hijo de Aliates, rey de
Lidia; que anotaran cuanto profetizase cada oráculo y se lo trajesen. Nadie
refiere lo que los demás oráculos profetizaron; pero en Delfos, en seguida que
los lidios entraron en el templo para consultar al dios e hicieron la pregunta
que se les había mandado, respondió la Pitia en verso hexámetro:
Sé el número de la arena y la medida del mar,
al sordomudo comprendo, y oigo la voz del que
calla.
Olor me vino a las mientes de acorazada tortuga
que con carnes de cordero se cuece en olla de
bronce;
bronce tiene por debajo y toda la cubre bronce.
48. Pronunciado que hubo la Pitia este oráculo, los
lidios lo pusieron por escrito y se volvieron a Sardes. Cuando también estuvieron
presentes los otros enviados, trayendo sus oráculos, Creso abrió cada uno de
los escritos, y los examinó. Ninguno de ellos aprobó. Pero así que oyó el de Delfos,
lo acogió y recibió con veneración, y juzgó que el de Delfos era el único
oráculo, pues había descubierto lo que él había hecho. En efecto: luego de
despachar sus enviados a los oráculos, observó el día fijado, y discurrió lo
siguiente: imaginando una ocupación difícil de adivinar, partió en varios
pedazos una tortuga y un cordero, y se puso a cocerlos en un caldero de bronce,
tapándolo con una cobertera de bronce.
49. Tal fue la respuesta que dio Delfos a Creso. La
que dio el oráculo de Anfiarao a los lidios que le consultaron después de
ejecutar las ceremonias usadas en aquel templo, no puedo decir cuál fuera, pues
tampoco se cuenta nada de ella, sino que juzgó que también Anfiarao poseía un
oráculo verídico.
50. Después de esto procuró Creso conciliarse al
dios de Delfos, a fuerza de grandes sacrificios, pues por una parte sacrificó
tres mil reses de todos los ganados que se ofrecen en sacrificio, y por otra
levantó una gran pira de lechos dorados y plateados, de copas de oro, de
vestidos y túnicas de púrpura, y le pegó fuego, en la esperanza de ganarse aun
más al dios con tales ofrendas; y ordenó también a todos los lidios que cada
uno sacrificase cuanto le fuera posible. Hecho esto, mandó fundir una inmensa
cantidad de oro, y labrar con ella medios ladrillos, de los cuales el lado más
largo tenía seis palmos, el más corto tres, y la altura uno, en número de
ciento diecisiete. Entre ellos había cuatro de oro acrisolado, que pesaba cada
uno dos talentos y medio; los demás ladrillos eran de oro blanco y pesaban dos
talentos. También mandó hacer la estatua de un león de oro acrisolado y de diez
talentos de peso. Este león, cuando se quemó el templo de Delfos, cayó de los
medios ladrillos sobre los cuales estaba levantado y ahora se halla en el
tesoro de los corintios, y pesa seis talentos y medio, pues se fundieron tres y
medio.
51. Cuando Creso concluyó estos dones, los envió a Delfos
juntamente con estos otros: dos tazas de gran tamaño, una de oro y otra de
plata; la de oro estaba a mano derecha, al entrar en el templo, y la de plata a
la izquierda, aunque también ellas después del incendio del templo mudaron de
lugar, y la de oro, que pesa ocho talentos y medio y doce minas más, se guarda
en el tesoro de los clazomenios; la de plata en el ángulo del vestíbulo; tiene
seiscientas ánforas de capacidad, pues en ella mezclan los de Delfos el vino en
la fiesta de las Teofanías. Dicen los de Delfos que es obra de Teodoro de Samo
y yo lo creo, pues no me parece obra vulgar. Envió asimismo cuatro tinajas de
plata, que están en el tesoro de los de Corinto; y consagró también dos
aguamaniles, uno de oro y otro de plata. En el de oro hay una inscripción que
dice que es una ofrenda de los lacedemonios, pero lo dice sin razón, porque
también esto es de Creso, y puso la inscripción un hombre de Delfos (cuyo
nombre conozco, aunque no lo manifestaré), queriendo halagar a los lacedemonios.
El niño por cuya mano sale el agua, sí que es un don de los lacedemonios, no por
cierto ninguno de los dos aguamaniles. Muchas otras dádivas envió Creso sin
inscripción, entre ellas ciertos globos de plata fundida, y una estatua de oro
de una mujer, alta de tres codos,[10]
que los delfios dicen ser la panadera de Creso. Consagró ade-más los collares y
los cinturones de su mujer.
52. Todo esto envió a Delfos, y a Anfiarao, informado
Creso de su valor y de su desastrado fin, le ofreció un escudo todo de oro, y
juntamente una lanza de oro macizo, con el asta del mismo metal. Entrambas ofrendas
se conservaban todavía en mis tiempos en Tebas, en el templo de Apolo Ismenio.
53. A los lidios que habían de llevar a los templos
estos dones, encargó Creso que preguntasen a los oráculos si emprendería la
guerra contra los persas, y si se haría de algún ejército aliado. Cuando
llegaron a destino, los lidios depositaron las ofrendas e interrogaron a los
oráculos de tal modo: «Creso, rey de los lidios y de otros pueblos, seguro de
que éstos son los dos únicos oráculos del mundo, os ofrece estas dádivas y os
pregunta ahora si emprenderá la guerra contra los persas, y si se hará de algún
ejército aliado». Así preguntaron ellos, y ambos oráculos convinieron en una
misma respuesta, prediciendo a Creso que si emprendía la guerra contra los
persas destruiría un gran imperio; y aconsejándole averiguase cuáles eran más
poderosos entre los griegos, y se aliase con ellos.
54. Cuando trajeron la respuesta y Creso se enteró
de ella, se regocijó sobremanera con los oráculos. Enteramente confiado en
destruir el imperio de Ciro, envió nuevos diputados a Delfos, y averiguado el
número de sus moradores, regaló a cada uno dos stateres [monedas] de
oro.[11]
A cambio de esto, los delfios dieron a Creso y a los lidios prerrogativa en las
consultas, exención de impuestos, asiento de honor en los espectáculos y
derecho perpetuo de ciudadanía a cualquier lidio que lo quisiera.
55. Luego de obsequiar a Delfos, por tercera vez consultó
Creso al oráculo, pues persuadido de su veracidad, no se hartaba de él.
Preguntaba en su consulta si sería duradero su reinado, y la Pitia le profetizó
de este modo:
Cuando un mulo sea rey de los medos, huye entonces,
lidio de pies delicados, junto al Hermo pedregoso:
no te quedes, ni te corras de mostrar tu cobardía.
56.
Cuando estos versos llegaron a oídos de Creso, se regocijó más con ellos que
con todo, confiado en que nunca reinaría entre los medos un mulo en lugar de un
hombre y que, por lo tanto, ni él ni sus descendientes cesarían jamás en el
poder. Después cuidó de averiguar quiénes fuesen los más poderosos de los
griegos, a fin de hacérselos amigos, y averiguándolo halló que sobresalían los
lacedemonios y los atenienses: aquéllos en la raza dórica y éstos en la jónica.
Éstas eran las naciones más distinguidas; antiguamente habían sido la una,
nación pelásgica y la otra helénica; la una jamás salió de su tierra, y la otra
fue muy errante. En tiempos del rey Deucalión, moraba en la Ftiótide, y en
tiempos de Doro, hijo de Helen, en la región que está al pie del Osa y Olimpo,
llamada Histieótide. Arrojada por los cadmeos de la Histieótide, estableció su
morada en Pindo, con el nombre de Macedno. Desde allí pasó, otra vez, a la
Driópide, y viniendo de la Driópide al Peloponeso, se llamó el pueblo dorio.
57. Qué lengua hablaban los pelasgos,[12]
no puedo decirlo exactamente. Si he de hablar por conjetura de los pelasgos que
todavía existen y habitan la ciudad de Crestón, situada más allá de los
tirrenos (los cuales en lo antiguo fueron vecinos de los ahora llamados
dorienses, y moraban entonces en la región que al presente se llama la
Tesaliótide); de los pelasgos, que en el Helesponto fundaron a Placia y a la
Escilaca (los cuales fueron antes vecinos de los atenienses y de todas las
ciudades pequeñas que eran pelásgicas, y mudaron de nombre); si he de hablar
por estas conjeturas, los pelasgos hablaban una lengua bárbara. Si pues todos
los pelasgos hacían así, el pueblo ático, siendo pelasgo, a la vez que se
incorporaba a los griegos, debió de aprender su lengua. Lo cierto es que ni los
de Crestón tienen lengua semejante a la de ninguno de sus actuales vecinos, ni
tampoco los de Placia, pero entre sí hablan una misma lengua, lo que demuestra
que conservan el mismo tipo de lengua que habían traído cuando pasaron a estas
regiones.
58. Por el contrario, la nación helénica emplea siempre
desde que nació el mismo idioma, según me parece. Débil al separarse de la
pelásgica, empezó a crecer de pequeños principios hasta formar una muchedumbre
de pueblos, mayormente cuando se unieron muchos pelasgos y otros pueblos bárbaros;
pues antes, a mi parecer, mientras fue bárbaro, el pueblo pelásgico no aumentó
considerablemente.
59. De esas naciones, oía decir Creso que el Ática
se hallaba dividida, y oprimida por Pisístrato, hijo de Hipócrates, que a la
sazón era tirano de los atenienses. A su padre Hipócrates, que asistía como
particular a los juegos Olímpicos, le sucedió un gran prodigio: había
sacrificado las víctimas cuando los calderos de agua y de carne se pusieron a
hervir sin fuego hasta rebosar. El lacedemonio Quilón, que casualmente se
hallaba allí y presenció aquel portento, previno dos cosas a Hipócrates: la
primera, que no tomase mujer que pudiese darle hijos; y la segunda, que si la
tenía, la repudiase, y si tenía un hijo, lo desconociese. Cuentan que no quiso
obedecer Hipócrates a estos consejos de Quilón y que le nació después
Pisístrato, el cual, viendo que los atenienses de la costa dirigidos por Megacles,
hijo de Alcmeón, estaban en discordia con los atenienses del llano, dirigidos
por Licurgo, hijo de Aristoclaides, con la mira puesta en la tiranía, formó un
tercer partido: reunió partidarios so pretexto de proteger a los montañeses, y
urdió esta trama. Se hirió a sí mismo y a sus mulos, y condujo su carroza hacia
la plaza como quien huía de sus enemigos, que le habían querido matar al ir al
campo, y pidió al pueblo que le concediese una guardia personal, ya que él
antes se había distinguido como general contra los megarenses, tomando a Nisea
y ejecutando otras empresas. Engañado el pueblo de Atenas, le permitió escoger
entre los ciudadanos trescientos hombres, que fueron no los lanceros sino los
maceros de Pisístrato, pues lo escoltaban armados de mazas de madera. Éstos se
sublevaron junto con Pisístrato y ocuparon la Acrópolis; y desde entonces
Pisístrato se hizo dueño de los atenienses; pero sin alterar las magistraturas
existentes ni mudar las leyes, antes gobernó la ciudad según la antigua
constitución, ordenándola bien y cumplidamente.
60. Poco tiempo después hicieron causa común los
partidarios de Megacles y los de Licurgo y le echaron de Atenas. Así fue como
Pisístrato se adueñó por primera vez de Atenas y no teniendo todavía bien
arraigada su tiranía la perdió. Los que habían echado a Pisístrato volvieron de
nuevo a estar en discordia consigo mismos. Megacles, tratado injuriosamente por
su facción, propuso a Pisístrato por medio de un heraldo, si quería tomar a su
hija por mujer y tener en dote la tiranía. Admitida la proposición y otorgadas
las condiciones, discurrieron para la vuelta de Pisístrato el artificio, en mi
opinión, más extremadamente necio (ya que los griegos eran tenidos de muy
antiguo por más astutos que los bárbaros y más alejados de toda necedad), si en
verdad discurrieron entonces tal artificio entre los atenienses, reputados por
los más sabios de los griegos.
En el demo de Peania había una mujer llamada Fía,
de cuatro codos menos tres dedos de estatura, y hermosa además. Revistieron a
esta mujer de una armadura completa, la hicieron subir a una carroza, le
enseñaron qué actitud debía guardar para aparecer más majestuosa, y la llevaron
a la ciudad. Había despachado antes heraldos que al llegar a la ciudad
pregonaban lo que se les había encargado, y decían: «¡Oh atenienses!, recibid
de buena voluntad a Pisístrato, a quien la misma Atenea restituye a su propia
Acrópolis, honrándole más que a ningún hombre». Esto iban gritando por todas
partes; muy en breve se extendió por los demos la fama de que Atenea restituía
a Pisístrato; y los de la ciudad, convencidos de que aquella mujer era la diosa
misma, le dirigían sus votos y recibieron a Pisístrato.
61. Recobrada la tiranía del modo que acabamos de
decir y de acuerdo con lo pactado con Megacles tomó Pisístrato por mujer a la
hija de Megacles. Pero como tenía hijos crecidos y como los Alcmeónidas eran
considerados como malditos, no queriendo que naciesen hijos de su nueva esposa,
se unía con ella en forma no debida. Ella al principio tuvo la cosa oculta,
pero después, ya fuese interrogada o no, la descubrió a su madre, y ésta a su
marido. Éste llevó muy a mal que Pisístrato le deshonrara y en su cólera depuso
inmediatamente el resentimiento que había tenido a los de su facción.
Pisístrato, instruido de lo que pasaba, abandonó el país y se fue a Eretria,
donde celebró consejo con sus hijos; Hipias impuso su dictamen —recobrar la
tiranía—, y reunieron donativos de las ciudades que les tenían más obligación.
Muchas ofrecieron grandes riquezas y los tebanos sobresalieron por su
liberalidad. Luego, para decirlo en pocas palabras, pasó un tiempo y quedó todo
preparado para el regreso. En efecto: habían venido del Peloponeso mercenarios
argivos, y cierto Lígdamis, natural de Naxo, que se les había reunido
voluntariamente, ponía mucho empeño trayendo hombres y dinero.
62. Partieron de Eretria y volvieron al Ática a los
once años. Primeramente se apoderaron de Maratón. Acam-pados en aquel punto, se
les iban reuniendo no solamente los partidarios que tenían en la ciudad sino
también acudían otros de los demos, a quienes agradaba más la tiranía que la
libertad. Éstos, pues, se congregaban. Por su parte, los atenienses de la
ciudad no hicieron caso todo el tiempo en que Pisístrato reunía dinero ni cuando
después ocupó a Maratón; pero cuando oyeron que marchaba desde Maratón contra
la ciudad, salieron por fin a resistirle. Marcharon éstos con todas sus fuerzas
contra los desterrados, mientras los de Pisístrato, que habían partido de
Maratón y marchaban contra la ciudad, yendo a su encuentro, llegaron al templo
de Atenea de Palene, y tomaron posición frente a ellos. Entonces fue cuando Anfílito,
el adivino de Acarnania, por inspiración divina, se presentó a Pisístrato y le
vaticinó de este modo en verso hexámetro:
Mira, ya está echado el lance y desplegada la red,
y en esta noche de luna acudirán los atunes.
63. Así profetizó el adivino poseído por el dios.
Pisístrato comprendió el vaticinio, y diciendo que lo aceptaba, puso en movimiento
su ejército. Los atenienses, que habían salido de la ciudad, estaban entonces tomando
el desayuno; y después del desayuno, unos jugaban a los dados y otros dormían.
Cayendo de repente sobre ellos las tropas de Pisístrato, los pusieron en fuga.
Mientras huían, para que no se reuniesen más los atenienses y se mantuviesen
dispersos, discurrió Pisístrato el ardid sutilísimo de enviar sus hijos a
caballo; ellos alcanzaron a los fugitivos, y les dijeron lo que les había
encargado Pisístrato, exhortándolos a que tuviesen buen ánimo y se retirasen
cada uno a su casa.
64. Obedecieron los atenienses, y así Pisístrato,
dueño de Atenas por tercera vez, arraigó su tiranía con gran número de tropas
auxiliares, y con la recaudación de rentas públicas, tanto del país mismo como
las venidas del río Estrimón. Tomó en rehenes a los hijos de los atenienses
que, sin entregarse en seguida a la fuga, le habían hecho frente, y los
estableció en Naxo (pues Pisístrato también sometió por armas a esta isla, y la
confió al gobierno de Lígdamis). Además, purificó la isla de Delo, obedeciendo
a los oráculos, y la purificó de este modo: mandó desenterrar los cadáveres en
todo el distrito que desde el templo se podía alcanzar con la vista, y transportarlos
a otro lugar de Delo. Pisístrato, pues, era tirano de Atenas; y de los
atenienses algunos habían muerto en la guerra y otros estaban desterrados,
fuera de su patria, junto con los Alcmeónidas.
65. Tal era el estado en que, según oyó decir
Creso, entonces se hallaban los atenienses; y en cuanto a los lacedemonios
averiguó que, libres ya de grandes apuros, llevaban ventaja en la guerra contra
los de Tegea. Porque en el reinado de León y Hegesicles, en Esparta, los lacedemonios
habían salido bien en las demás guerras, pero sólo en la que sostenían contra
los de Tegea fracasaban. Antes de estos reyes, los lacedemonios se gobernaban
por las peores leyes de toda Grecia, tanto en lo interno como con los
extranjeros, con quienes eran insociables. Y pasaron a tener buenas leyes del
siguiente modo: Licurgo, hombre acreditado entre los espartanos, fue a Delfos
para consultar el oráculo, y al entrar en el templo le dijo la Pitia inmediatamente:
¡Oh Licurgo! Has venido a mi opulenta morada,
Licurgo, amado de Zeus y de todos los olímpicos.
Dudo si llamarte
hombre o predecirte deidad;
pero deidad, no lo dudes, deidad te creo, Licurgo.
También afirman algunos que la Pitia le enseñó el
orden ahora establecido entre los espartanos; pero los lacedemonios mismos
dicen que lo trajo de Creta, siendo tutor de su sobrino Leobotas, rey de los
espartanos. En efecto, apenas se encargó de la tutela, mudó todas las leyes y
cuidó de que nadie las transgrediera. Después estableció lo referente a la
guerra, las unidades militares, los cuerpos de treinta, las comidas en común y
además los éforos y los ancianos.[13]
66. De ese modo pasaron los lacedemonios a tener
buenas leyes, y cuando murió Licurgo le alzaron un templo y le tienen en la
mayor veneración. Establecidos en un buen país y contando con no pequeña
población, muy en breve progresaron y prosperaron con lo cual, no pudiendo ya
quedarse en sosiego, y teniéndose por mejores que los árcades, interrogaron al
oráculo de Delfos acerca de toda la Arcadia. La Pitia respondió así:
¿Conque me pides la Arcadia? Mucho pides, no la
doy.
Hay en Arcadia gran hueste de hombres que comen be-
llota
y te apartarán. Empero, no la niego por envidia:
te permitiré que dances en la ruidosa Tegea y que
su hermosa llanura midas con cordel de junco.
Cuando la respuesta llegó a oídos de los lacedemonios,
se abstuvieron de los demás árcades, y marcharon contra los de Tegea, llevando
consigo grillos, confiados en aquel oráculo engañoso, como si en efecto
hubiesen de esclavizar a los de Tegea. Pero fueron derrotados en el encuentro,
y todos los que quedaron cautivos cultivaban la llanura de Tegea atados con los
mismos grillos que habían traído, y luego de medirla con cordel. Los grillos
con que estuvieron atados se conservaban aún en mis tiempos en Tegea, colgados
alrededor del templo de Atenea Alea.
67. En la primera guerra, pues, los lacedemonios pelearon
siempre con desgracia, pero en tiempo de Creso, y siendo reyes de Lacedemonia
Anaxándridas y Aristón, adquirieron ventaja del modo siguiente: como siempre
eran derrotados por los de Tegea, enviaron comisionados a Delfos para saber a
qué dios debían propiciarse para ganar ventaja a sus enemigos. La Pitia respondió
que lo lograrían si recobraban los huesos de Orestes, hijo de Agamemnón. Y como
no podían encontrar la tumba de Orestes, enviaron de nuevo al dios mensajeros
que le preguntasen en qué lugar yacía Orestes. A la pregunta de los mensajeros,
la Pitia respondió en estos términos:
En un lugar despejado de la Arcadia está Tegea;
dos vientos soplan allí bajo fuerza rigurosa;
golpe y contragolpe suena, y sobre el daño está el
daño.
Cubre a Orestes esa tierra, engendradora de vida,
y si a tu patria lo traes, serás campeón de Tegea.
Oída también esta respuesta, los lacedemonios no estaban
menos lejos de hallar lo que buscaban, aunque lo investigaban todo, hasta que
lo halló Licas, uno de los espartanos llamados beneméritos. Los beneméritos son
los ciudadanos de más edad que egresan de la caballería, cinco por año, y el
año en que egresan de la caballería es su deber servir sin tregua al común de
los espartanos en embajadas a distintos puntos.
68. Licas, pues, uno de los beneméritos, hizo el hallazgo
gracias a su suerte y a su ingenio. Como en ese tiempo mantenían relaciones con
los tegeatas, entró Licas en una fragua y contemplaba cómo forjaban el hierro,
maravillándose de la maniobra. Al verle maravillado, suspendió el herrero su
trabajo y le dijo: «A fe mía, forastero de Lacedemonia, que si hubieses visto
lo que yo, te maravillarías sobremanera, ya que ahora muestras tanta admiración
por el trabajo del hierro; porque queriendo abrir un pozo en este patio, cavé y
tropecé con un ataúd de siete codos; y como nunca creí que hubiese hombres más
grandes que los de ahora, lo abrí y vi un cadáver tan grande como el ataúd. Lo
medí y lo volví a cubrir». Así contaba el herrero lo que había visto, y Licas,
meditando sobre lo que decía, conjeturó que, conforme al oráculo, ese muerto
era Orestes, y lo conjeturó así: halló que los dos fuelles del herrero eran los
dos vientos; el yunque y el martillo, el golpe y el contragolpe; el hierro
forjado, el daño sobre el daño, en virtud de cierta semejanza, ya que el hierro
ha sido descubierto para daño del hombre. Con estas conjeturas se volvió a
Esparta y dio cuenta de todo a los lacedemonios. Ellos, con un fingido pretexto
le hicieron una acusación, y le condenaron a destierro. Licas se vino a Tegea,
contó al herrero su desventura, le quiso arrendar el patio, y si bien él se
oponía, al cabo le persuadió; se estableció allí, abrió el sepulcro, recogió
los huesos y se fue con ellos a Esparta. Desde aquel tiempo, siempre que venían
a las manos las dos ciudades, quedaban con gran ventaja los lacedemonios, y ya
tenían sometida la mayor parte del Peloponeso.
69. Cuando Creso se enteró de todo esto, despachó a
Esparta sus enviados con regalos, para solicitar alianza, y les previno lo que
habían de decir. Luego de llegar, dijeron: «Nos ha enviado Creso, rey de los
lidios y de otros pueblos, con este mensaje: lacedemonios, como el oráculo del
dios me aconsejó contraer amistad con el pueblo griego, y me entero de que
vosotros estáis a la cabeza de Grecia, a vosotros invito pues, conforme al
oráculo, y quiero ser vuestro amigo y aliado, sin fraude ni engaño». Esto les
propuso Creso por medio de sus enviados. Los lacedemonios que ya tenían noticia
de la respuesta del oráculo, complacido con la venida de los lidios, hicieron
juramento de amistad y alianza. Ya estaban obligados a Creso por algunos
beneficios que de él antes habían recibido. Porque habiendo enviado a Sardes a
comprar el oro que querían emplear en la estatua de Apolo que hoy está colocada
en Tórnax de Laconia, Creso les dio el oro de regalo.
70. Por este motivo y porque Creso los escogía por
amigos anteponiéndolos a todos los griegos, aceptaron los lacedemonios la
alianza, y no sólo estaban dispuestos a acudir a su llamado sino también
mandaron labrar una taza de bronce, llena de figuras por defuera alrededor del
borde y de trescientas ánforas de capacidad, y se la llevaron con la intención
de devolverle el regalo a Creso. Esta taza no llegó a Sardes, por causas que se
cuentan de dos maneras. Los lacedemonios dicen que cuando llevaban la taza a
Sardes y estaban cerca de Samo, los samios se enteraron, los atacaron con sus
naves largas y la robaron. Pero los samios dicen que, como los lacedemonios encargados
de conducir la taza se retardaron, y oyeron que Sardes y Creso habían caído en
poder del enemigo, vendieron la taza en Samo, y los particulares que la acompañaron
la dedicaron en el templo de Hera; y que tal vez los que la habían vendido, de
vuelta a Esparta, dijeran que los samios se la habían quitado.
71. Esto fue lo que pasó con la taza. Creso, equivocándose
sobre el oráculo y con la esperanza de destruir a Ciro y el poderío de los
persas, estaba haciendo una expedición contra Capadocia. Y mientras preparaba
la expedición contra los persas, cierto lidio llamado Sandanis, respetado ya
por su sabiduría y célebre después entre los lidios por el consejo que entonces
dio a Creso, le habló de esta manera: «Rey, prepara una expedición contra unos
hombres que tienen bragas de cuero, y de cuero todo su vestido; que no comen lo
que quieren sino lo que tienen porque viven en una región fragosa. Además, no
beben vino sino agua, no tienen higos que comer ni manjar alguno delicado. Si
los vencieres, ¿qué quitarás a los que nada poseen? Pero si fueres vencido
advierte lo mucho que perderás. Si llegan a gustar de nuestras delicias,
quedarán tan prendados que no podremos ahuyentarlos. Por mi parte, yo doy
gracias a los dioses que no inspiran a los persas el pensamiento de marchar
contra los lidios». No persuadió a Creso este discurso: y, en efecto, antes de
la conquista de los lidios, no poseían los persas nada bueno ni delicado.
72. A los capadocios llaman los griegos sirios.
Esos sirios habían sido súbditos de los medos antes que dominasen los persas, y
lo eran entonces de Ciro. Porque el límite entre el imperio de los medos y el
de los lidios era el río Halis; el cual, desde los montes Armenios corre por la
Cilicia y desde allí tiene en su curso a los macienos a la derecha y a los
frigios a la izquierda. Después de dejar a estos pueblos, se remonta hacia el
viento Norte y desde allí separa por una parte a sirocapadocios y por la izquierda
a los paflagonios. De este modo el río Halis corta casi toda el Asia inferior,
desde el mar que está frente a Chipre hasta el ponto Euxino; ésta es como la
cerviz de toda la región. Un hombre diligente gasta en su trayecto cinco días
de camino.
73. Marchaba Creso contra Capadocia por estas razones:
con deseo de la tierra,
pues quería añadir a sus dominios aquella porción, pero sobre todo confiado en
el oráculo y deseoso de vengar a Astiages de Ciro. Porque Ciro tenía prisionero
a Astiages, hijo de Ciaxares, pariente de Creso y rey de los medos después de
haberle vencido. Astiages llegó a emparentar con Creso del modo siguiente:
Una partida de escitas nómades, después de una sublevación,
huyó al territorio de los medos. Reinaba en ese tiempo Ciaxares, hijo de
Fraortes, hijo de Deyoces. Al principio los trató bien como a sus suplicantes;
y teniéndoles en gran aprecio les confió ciertos mancebos para que les
enseñasen su lengua y el manejo del arco. Pasado algún tiempo, aunque ellos
siempre iban de caza, y siempre volvían con algo, un día sucedió que no cazaron
nada. Vueltos con las manos vacías Ciaxares (que, como lo demostró, era dado a
la ira), los trató muy ásperamente y los llenó de insultos. Ellos, después de
recibir estas injurias de Ciaxares, y creyendo recibirlas inmerecidamente,
determinaron hacer pedazos a uno de los jóvenes, sus discípulos; aderezado del
mismo modo que solían aderezar la caza, dárselo a Ciaxares como si lo trajesen
de caza, y al punto refugiarse a toda prisa en Sardes, junto a Aliates, hijo de
Sadiates. Y así sucedió: tanto Ciaxares como los convidados que tenía a su mesa
comieron de esas carnes, y después de ejecutar tal venganza, los escitas se
pusieron bajo la protección de Aliates.
74. Después, como Aliates no entregaba los escitas
a pesar de las reclamaciones de Ciaxares, se originó entre lidios y medos una
guerra que duró cinco años, en los cuales muchas veces los medos vencieron a los
lidios, y muchas veces los lidios a los medos y hasta hubo una batalla
nocturna. Pues a los seis años de la guerra, que proseguían con igual fortuna,
se produjo un encuentro, y en medio de la batalla misma, de repente, el día se
les volvió noche. Tales de Mileto había predicho a los jonios que habría tal
mutación del día, fijando su término en aquel mismo año en que el cambio
sucedió.[14]
Entonces, lidios y medos, viendo el día convertido en noche, no sólo dejaron la
batalla, sino que tanto los unos como los otros se apresuraron a hacer la paz.
Los reconciliadores fueron Siénnesis de Cilicia y Labineto de Babilonia; los cuales
se apresuraron a tomar los juramentos y a concertar bodas mutuas; pues
decidieron que Aliates diese su hija Arienis por mujer a Astiages, el hijo de
Ciaxares, porque sin un estrecho parentesco los tratados no suelen permanecer
firmes. Estos pueblos hacen sus juras como los griegos, pero además se hacen en
los brazos una ligera incisión y se lamen la sangre unos a otros.
75. A este Astiages, pues, había vencido Ciro, y aunque
era su abuelo materno, le tenía prisionero por el motivo que señalaré. Eso
reprochaba Creso a Ciro cuando enviaba a preguntar a los oráculos si
emprendería la guerra contra los persas; y cuando, llegada ya la respuesta
engañosa, y con la esperanza de que el oráculo era favorable a sus intentos,
emprendía la expedición contra el territorio persa.
Luego que llegó Creso al río Halis, pasó su
ejército por los puentes que, según mi opinión, allí mismo había; pero según la
versión general de los griegos fue Tales de Mileto quien lo hizo pasar. Pues se
cuenta que, no sabiendo Creso cómo haría para que sus tropas atravesasen el río
(por no existir en aquel tiempo esos puentes), Tales, que se hallaba en el
campamento, hizo que el río, que corría a mano izquierda del ejército, corriese
también a la derecha, y lo hizo de este modo: más arriba del campo hizo abrir
un cauce profundo en forma de semicírculo, para que el río desviado de su
antiguo curso, cogiese al campamento por la espalda, y volviendo a pasar frente
al campamento, se echase en su antiguo cauce; así que se dividió el río a toda
prisa y quedaron ambas corrientes igualmente vadeables. Y aun hay quienes digan
que la antigua quedó del todo seca; pero yo no lo admito, porque cuando
marchaban de vuelta ¿cómo hubieran atravesado el río?
76. Creso, luego de pasar el Halis con sus tropas,
llegó a la comarca de Capadocia llamada Pteria, que es la parte más fuerte de
todo el país, y la más próxima a Sinope, ciudad situada sobre el ponto Euxino.
Allí acampó, taló las heredades de los sirios, tomó la ciudad de los de Pteria,
a quienes hizo esclavos, tomó asimismo todas las ciudades de su contorno, y
arrojó de su tierra a los sirios, que no tenían culpa de nada. Entre tanto,
Ciro reunió sus fuerzas, tomó consigo todos los habitantes de las tierras
intermedias y salió al encuentro de Creso. Antes de lanzar el ejército al
ataque, envió sus heraldos a los jonios con el intento de apartarlos de Creso,
pero los jonios no accedieron. En cuanto Ciro llegó y acampó frente a Creso,
ambos probaron sus fuerzas en Pteria. Se trabó una recia batalla en la que
cayeron muchos de una y otra parte hasta que por último se separaron al llegar
la noche sin que ninguno de los dos hubiese vencido.
77. De este modo pelearon ambos ejércitos. Creso,
descontento del número de sus tropas —pues las fuerzas que habían combatido
eran muy inferiores a las de Ciro—, descontento por este motivo, y como al día
siguiente Ciro no trataba de atacarle se volvió a Sardes con intento de llamar
a los egipcios, de acuerdo con lo jurado (pues había pactado también alianza
con Amasis, rey de Egipto, antes que con los lacedemonios), de hacer venir
asimismo a los babilonios (de quienes entonces era soberano Labineto, y con los
cuales también había hecho alianza), y asimismo de requerir a los lacedemonios
que compareciesen al tiempo señalado. Reunidos estos aliados y congregadas sus
propias tropas, tenía intención de dejar pasar el invierno y marchar contra los
persas al comenzar la primavera. Con este objeto, así que llegó a Sardes,
despachó mensajeros a cada uno de sus aliados para prevenirles que a los cinco
meses se juntasen en Sardes. En cuanto al ejército que tenía consigo y que había
luchado contra los persas, despidió y dispersó todas las tropas mercenarias, bien
lejos de imaginar que Ciro, tras una batalla tan sin ventaja, marchase contra
Sardes.
78. Mientras Creso hacía estos proyectos, todos los
arrabales de Sardes se llenaron de sierpes; y cuando aparecieron, los caballos,
dejando su pasto, las siguieron y comieron. Al ver esto Creso lo tuvo por
portento, como en efecto lo era, y envió inmediatamente unos comisionados para
los intérpretes de Telmeso.[15]
Llegaron allá los comisionados, y comprendieron gracias a los de Telmeso lo que
quería decir aquel portento, pero no les fue posible comunicárselo a Creso,
pues antes de volver por mar a Sardes, había sido hecho prisionero. Lo que
opinaron los de Telmeso fue que no tardaría en venir contra la tierra de Creso
un ejército extranjero que al llegar sometería a los naturales; pues decían que
la sierpe era hija de la tierra, y el caballo guerrero y advenedizo. Así respondieron
los de Telmeso a Creso cuando ya había sido hecho prisionero, sin saber nada de
cuanto pasaba en Sardes ni de cuanto pasaba con el mismo Creso.
79. Cuando, después de la batalla de Pteria, Creso
retrocedía, Ciro tuvo noticia de que luego de retroceder iría a dispersar sus
tropas; tomó acuerdo y halló que lo que debía hacer era marchar cuanto antes
contra Sardes, antes que por segunda vez se juntasen las tropas lidias. No bien
adoptó esta decisión la ejecutó a toda prisa, ya que lanzó su ejército a la
Lidia y llegó ante Creso como mensajero de sí mismo. Entonces se vio Creso en
el mayor apuro, pues las cosas le habían salido al revés de lo que había
presumido, pero con todo sacó los lidios al combate. En aquel tiempo no había
en toda el Asia nación más varonil ni esforzada que la Lidia; su modo de pelear
era a caballo, llevaban grandes lanzas, y eran hábiles jinetes.
80. Vinieron a las manos en un llano que hay
delante de la ciudad de Sardes, llano amplio y despejado. Por él corren entre
otros ríos, el Hilo, y todos van a parar al mayor, llamado Hermo, el cual baja
del monte sagrado de la madre Dindimene y desagua en el mar, cerca de la ciudad
de Focea. Cuando Ciro vio a los lidios formados en orden de batalla en ese
llano, temiendo mucho la caballería enemiga, hizo lo que sigue, por consejo del
medo Hárpago. Reunió cuantos camellos seguían a su ejército cargados de víveres
y bagajes, les quitó la carga e hizo montar en ellos unos hombres vestidos con
traje de jinetes. Después de aderezarlos así, ordenó que se adelantasen al
resto del ejército contra la caballería de Creso; mandó que la infantería
siguiese a los camellos y detrás de la infantería alineó toda la caballería.
Cuando todos estuvieron alineados, les exhortó a no dar cuartel a ninguno de los
lidios, y a matar a todo el que se pusiese delante, pero no a Creso, aunque se
defendiese cuando le tomasen. Así les exhortó. Formó los camellos frente a la
caballería enemiga por esta causa: el caballo teme al camello, y no soporta ver
su figura ni sentir su olor. Por eso se trazó aquel ardid para inutilizar la
caballería de Creso, con la que el lidio contaba cubrirse de gloria. En efecto,
en cuanto comenzó la pelea y los caballos olieron y vieron a los camellos,
retrocedieron y dieron en tierra con todas las esperanzas de Creso. Mas no por
esto se acobardaron los lidios; así que advirtieron lo sucedido, saltaron de
sus caballos y se batieron a pie con los persas. Al cabo, después de caer
muchos de una y otra parte, los lidios retrocedieron y, encerrados dentro del
muro, fueron sitiados por los persas.
81. Así, pues, se vieron sitiados. Creso, creyendo
que el sitio duraría largo tiempo, envió desde la ciudad nuevos mensajeros a
sus aliados. Los de antes habían sido enviados para prevenirles que a los cinco
meses se juntasen en Sardes; a éstos los envió para pedir socorriesen a toda
prisa a Creso, que se hallaba sitiado; a todos los aliados se dirigió y principalmente
a los lacedemonios.
82. Coincidía que en aquella sazón los mismos lacedemonios
estaban en contienda con los argivos acerca del territorio llamado Tirea. Pues
a pesar de ser esta Tirea una parte de la Argólide, los lacedemonios la habían separado
y la ocupaban. Por lo demás, toda la comarca que mira a poniente hasta Malea,
también era de los argivos, tanto la tierra firme como la isla de Citera y las
demás islas. Habiendo, pues, salido los argivos en socorro del territorio que
habían separado los lacedemonios, se reunieron allí en coloquio, y convinieron
que peleasen trescientos de cada parte, y que el lugar quedase por los
vencedores; y que el grueso de uno y otro ejército se retirase a su tierra, y
no acompañase a los combatientes, no fuese que presentes los dos ejércitos, y
testigo el uno de ellos de la pérdida de los suyos, fuese a socorrerles.
Hecho este convenio se retiraron y los soldados escogidos
de una y otra parte se acometieron. Como combatieron con igual fortuna, de
seiscientos hombres quedaron solamente tres: de los argivos, Alcenor y Cromio,
y de los lacedemonios Otríades; y aún éstos quedaron vivos por haber
sobrevenido la noche. Los dos argivos, como ya vencedores, corrieron a Argos.
Pero Otríades, el único de los lacedemonios, despojó a los cadáveres de los
argivos, llevó las armas a su campo y se quedó en su puesto. Al otro día, se
presentaron ambas naciones para saber el resultado. Por un tiempo pretendió
cada cual haber vencido diciendo la una que eran más los sobrevivientes suyos y
demostrando la otra, que habían huido y que el de ella había quedado en su
puesto y despojado a los cadáveres del enemigo. Por último, después de discutir
vinieron a las manos, y tras de caer muchos de una y de otra parte, vencieron
los lacedemonios. Desde entonces los argivos, que antes por norma se dejaban
crecer el pelo, se lo cortaron y establecieron una ley y una imprecación para
que ningún argivo se lo dejase crecer, y ninguna mujer llevase alhajas de oro
hasta que hubiesen recobrado a Tirea. Los lacedemonios establecieron una ley
contraria, pues antes no traían el cabello largo, y lo trajeron desde entonces.
De Otríades, el único sobreviviente de los trescientos, se dice que,
avergonzado de volver a Esparta quedando muertos todos sus compañeros de batalla,
se quitó la vida allí mismo en Tirea.
83. Tales asuntos tenían entre manos los espartanos
cuando llegó el heraldo de Sardes a pedirles socorriesen a Creso, ya sitiado.
Ellos, a pesar de su situación, en cuanto oyeron al heraldo se dispusieron a
socorrerle. Pero cuando ya se estaban preparando y tenían las naves prontas,
recibieron otra noticia: que había sido tomada la plaza de los lidios y Creso
había caído prisionero. Así, llenos de pesar, suspendieron sus preparativos.
84. Sardes fue tomada de esta manera: a los catorce
días de sitio, Ciro previno a todo el ejército, por medio de unos jinetes, que
daría regalos al que escalase las murallas. Tras esta proclamación, el ejército
intentó escalarlas, pero como no lo lograra y desistieran los demás de la
empresa, un mardo, por nombre Hiréades, intentó subir por la parte de la
acrópolis, que se hallaba sin guardia: no se temía que fuese tomada nunca por
allí porque por esa parte la acrópolis es escarpada e inatacable; ni tampoco
Meles, antiguo rey de Sardes, había hecho pasar por aquella sola parte al león
que le había dado a luz su concubina, cuando los de Telmeso habían juzgado que
si se pasaba al león por los muros, Sardes sería inexpugnable. Meles le condujo
por toda la muralla de la acrópolis que era atacable, pero descuidó esta parte
considerándola escarpada e inatacable. Es la parte de la ciudad que mira al
monte Tmolo. Pero este Hiréades, el mardo, habiendo visto la víspera que un
lidio bajaba por aquel lado de la acrópolis a recoger un morrión que había
rodado desde arriba y volvía a subir, observó esto y lo guardó en su ánimo; y
entonces dio el asalto y tras él subieron los persas; como el número era
grande, fue así tomada Sardes y toda la ciudad entregada al saqueo.[16]
8S. En cuanto a Creso, sucedió lo siguiente: tenía
un hijo a quien mencioné antes, bien dotado en todo, pero mudo. Durante su
prosperidad, Creso había hecho todo por él, y entre las otras cosas que había
discurrido, había enviado a consultar a Delfos. La Pitia le respondió así:
Lidio, rey de muchas gentes, Creso, recio entre los
recios,
¡así no oigas de tu hijo la voz por que tanto
imploras!
Más vale que tu deseo lejos esté de cumplirse.
Desdichado será el día en que hable por vez
primera.
Cuando fue tomada la plaza, uno de los persas, sin
reconocer a Creso se lanzó contra él como para matarle; y Creso, viendo que iba
a atacarle, abrumado por su presente desgracia, no se cuidaba ni le importaba
morir a sus manos. Pero este hijo suyo mudo, viendo al persa en ademán de
atacar, por el temor y la angustia rompió a hablar y dijo: «Hombre, no mates a
Creso». Ésta fue la primera vez que habló, y después conservó la voz todo el
tiempo de su vida.
86. Los persas se apoderaron de Sardes y cautivaron
a Creso, quien tras reinar catorce años y sufrir catorce días de sitio acabó,
conforme al oráculo, con un gran imperio: el suyo. Los persas le tomaron y
llevaron a presencia de Ciro. Éste hizo levantar una gran pira y mandó que
subiese a ella Creso cargado de cadenas y a su lado catorce mancebos lidios, ya
fuese con ánimo de sacrificarles a alguno de los dioses como primicias, ya para
cumplir algún voto, o quizá, habiendo oído que Creso era religioso, le hizo
subir a la pira para saber si alguna deidad le libraba de ser quemado vivo.
Cuentan que así procedió Ciro, y que Creso a pesar de hallarse en la pira y en
tamaña desgracia, pensó que el dicho de Solón que ninguno de los mortales era
feliz, era un aviso del cielo. Cuando le vino este pensamiento suspiró y gimió
después de un largo silencio y nombró por tres veces a Solón. Ciro, al oírlo,
mandó a los intérpretes le preguntasen quién era aquel a quien invocaba y ellos
se acercaron y le interrogaron. Creso, durante un tiempo guardó silencio, y
luego forzado a responder, dijo: «Es aquel que yo, a cualquier precio, desearía
que tratasen todos los cortesanos». Como les decía palabras incomprensibles, le
volvieron a interrogar; y él, molesto por su insistencia les dijo al fin que un
tiempo el ateniense Solón había venido a Sardes, y después de haber contemplado
toda su opulencia, la tuvo en poco, y le dijo tal y tal cosa, que todo le había
salido conforme se lo había dicho Solón, el cual no se había dirigido a él
solo, sino a todo el género humano, y muy particularmente a aquellos que se
consideran felices. Esto contaba Creso, y entre tanto la pira ya prendida, comenzaba
a arder en sus bordes; pero Ciro, luego que oyó a los intérpretes lo que había
dicho Creso, mudó de resolución y pensó que siendo él hombre, no debía quemar
vivo a otro hombre, que no le había sido inferior en grandeza. Temiendo además
la venganza divina y juzgando que no había entre los hombres cosa firme, mandó
apagar el fuego inmediatamente y bajar a Creso y a los que con él estaban; pero
por más que lo procuraron, ya no podían vencer las llamas.
87. Entonces Creso, según cuentan los lidios, advirtiendo
el arrepentimiento de Ciro y viendo que todos los presentes hacían esfuerzos
para apagar el fuego, invocó en alta voz a Apolo, pidiéndole que si alguna de
sus ofrendas le había sido agradable, le socorriese y le librase de la
desgracia presente. Apenas invocó al dios llorando cuando en el cielo sereno y
claro se aglomeraron de repente las nubes, estalló la tempestad, cayó una lluvia
muy recia, y se apagó la hoguera. Enterado Ciro de que era Creso caro a los
dioses y hombre de bien, le hizo bajar de la hoguera y le interrogó de este
modo: «Creso, ¿quién te indujo a emprender una expedición contra mi tierra, y a
mostrarte enemigo en lugar de amigo mío?» Creso respondió: «Rey, yo lo hice
movido por tu dicha y mi desdicha. De todo tiene la culpa el dios de los
griegos que me impulsó a atacarte. Porque nadie es tan necio que prefiera la
guerra a la paz: en ésta los hijos entierran a sus padres, y en aquélla los
padres a los hijos. Pero quizá los dioses quisieron que así sucediese».
88. Así dijo Creso; Ciro le quitó las cadenas, le
hizo sentar a su lado y le trató con el mayor aprecio, mirándole él mismo y los
de su comitiva con admiración. Creso, entregado a la meditación, guardaba
silencio; luego se volvió, y viendo que los persas estaban saqueando la ciudad
de los lidios, dijo: «Rey, ¿he de decir ahora lo que siento o he de callar?»
Ciro le invitó a que dijese con confianza cuanto quisiera y entonces Creso
preguntó: «¿En qué se ocupa con tanta diligencia toda esa muchedumbre de
gente?» Ciro respondió: «Está saqueando tu ciudad y repartiéndose tus
riquezas». Creso replicó: «No saquean mi ciudad ni mis tesoros, ya nada tengo
que ver en ello. Tuyo es lo que sacan y llevan».
89. Este discurso hizo mella en Ciro; mandó retirar
a los presentes y preguntó a Creso qué veía de perjudicial en lo que sucedía.
Creso replicó: «Puesto que los dioses me han hecho siervo tuyo, si veo algo más
que tú considero justo señalártelo. Los persas son violentos por naturaleza y pobres.
Si los dejas saquear y poseer muchos bienes, es probable que te suceda esto:
aquel que se haya apoderado de más riquezas es de esperar se rebele contra ti.
Si te parece bien lo que digo, obra de este modo: coloca en todas las puertas
de la ciudad guardias de tu séquito que quiten las presas a los saqueadores y
les digan que es su deber de ofrecer a Zeus el diezmo. No incurrirás en el odio
de los soldados por quitarles el botín a la fuerza, y reconociendo que obras
con rectitud, te lo cederán gustosos».
90. Al oír tales razones, Ciro se llenó de alegría,
pues le pareció que le había aconsejado bien. Lo alabó sobremanera y mandó a
sus guardias ejecutasen lo que había aconsejado Creso. Después le dijo: «Ya que
tú, un rey, estás dispuesto a obrar y a hablar sabiamente, pídeme al momento,
la gracia que quieras obtener». Aquél respondió: «Señor, te quedaré muy
agradecido si me permites enviar estos grillos al dios de los griegos a quien
yo había honrado más que a todos los dioses, y preguntarle si le parece justo
engañar a los que le hacen beneficios». Ciro preguntó de qué se quejaba y qué
era lo que pedía, y Creso le refirió todos sus designios, las respuestas de los
oráculos, y especialmente sus ofrendas y cómo había hecho la guerra contra los
persas incitado por el oráculo; y diciendo esto, de nuevo suplicaba le
permitiese reprochar al dios. Ciro se echó a reír y le dijo: «Creso, te daré permiso
para esto y para todo lo que me pidieres».
Al oír esto, Creso envió a Delfos algunos lidios y
les encargó pusiesen sus grillos en el umbral del templo, y preguntasen a Apolo
si no se avergonzaba de haberle incitado con sus oráculos a la guerra contra
los persas, dándole a entender que pondría fin al imperio de Ciro, de quien,
señalando sus grillos, dirían que provenían tales primicias. Así les ordenó que
preguntasen también si los dioses griegos tenían por ley ser desagradecidos.
91. Cuando los lidios llegaron y dijeron lo que se
les había mandado, se dice que la Pitia les contestó así: «Lo dispuesto por el
hado ni un dios puede evitarlo. Creso paga el delito que cometió su quinto
antepasado, el cual siendo guardia de los Heraclidas, cedió a la perfidia de
una mujer, mató a su señor y se apoderó de su imperio, que no le pertenecía.
Loxias ha procurado que la ruina de Sardes se verificase en tiempos de los
hijos de Creso y no en los de Creso mismo, pero no le ha sido posible desviar
los hados. Todo lo que éstos permitieron lo realizó y otorgó: en efecto, por
tres años retardó la toma de Sardes; y sepa Creso que ha sido hecho prisionero
todos estos años después del tiempo fijado por el destino y que, además, le
socorrió cuando estaba en las llamas. Por lo que hace al oráculo no tiene Creso
razón de quejarse. Loxias le predijo que, si hacía la guerra a los persas, destruiría
un gran imperio. Ante tal respuesta, si había de resolverse sabiamente, debía
enviar a preguntar de cuál de los dos imperios se trataba, si el suyo o el de
Ciro. Si no comprendió la respuesta ni quiso volver a preguntar, échese la
culpa a sí mismo. Tampoco entendió lo que le dijo Loxias acerca del mulo la
última vez que le consultó, pues este mulo era cabalmente Ciro; el cual nació
de padres de diferente nación, siendo su madre meda, hija del rey de los medos,
Astiages, y su padre, persa, súbdito de aquéllos, y un hombre que siendo en
todo inferior, casó con su señora».
Así respondió la Pitia a los lidios, quienes
trajeron la noticia a Sardes y la comunicaron a Creso. Al oírla, Creso confesó
que la culpa era suya, y no del dios.
92. Esto fue lo que sucedió con el imperio de Creso
y con la primera conquista de la Jonia. Creso tiene muchas otras ofrendas en
Grecia, no solamente las referidas. En Tebas de Beocia, un trípode de oro que
consagró a Apolo Ismenio; en Éfeso las vacas de oro y la mayor parte de las
columnas; en el vestíbulo del templo de Delfos, un gran escudo de oro. Muchas
de estas ofrendas se conservaban hasta mis tiempos, otras han desaparecido.
Según he oído decir, las ofrendas de Creso para el santuario de los Bránquidas,
en Mileto, eran semejantes y del mismo peso que las de Delfos. Las ofrendas que
dedicó en Delfos y en el templo de Anfiarao, fueron de sus propios bienes,
primicias de la herencia paterna; pero los otros provenían de la hacienda de un
enemigo suyo, que antes de subir Creso al trono había formado contra él un partido,
con el objeto de que el reino de Lidia recayese en Pantaleón. Era Pantaleón
hijo de Aliates y hermano de Creso, pero no de la misma madre, pues éste había
nacido de una mujer caria y aquél de una jonia. Cuando, por merced de su padre,
Creso asumió el poder hizo morir al hombre que le había resistido,
despedazándole con peines de cardar, y sus bienes, que ya antes había prometido
a los dioses, los consagró del modo dicho. Sobre las ofrendas de Creso baste lo
dicho.
93. La Lidia no ofrece a la descripción muchas maravillas
como otros países, a no ser las pepitas de oro que bajan del Tmolo. Presenta un
solo monumento, el mayor de cuantos hay, aparte los egipcios y babilonios. En
ella está el sepulcro de Aliates, padre de Creso; su base está hecha de grandes
piedras, y lo demás es un montículo de tierra. La obra se hizo a costa de los
traficantes, de los artesanos y de las mozas cortesanas. En el túmulo se veían
aún en mis tiempos cinco términos en los cuales había inscripciones que
indicaban la parte hecha por cada gremio, y según las medidas, resultó ser
mayor la parte de las mozas: porque en el pueblo de Lidia todas las hijas se
prostituyen ganándose su dote, y hacen esto hasta que se casan, y se buscan
marido por sí mismas. El ámbito del túmulo es de seis estadios y dos pletros,[17]
y la anchura de trece pletros. Cerca del sepulcro hay un gran lago que según los
lidios es perenne y se llama lago de Giges.
94. Los lidios tienen costumbres parecidas a las de
los griegos, salvo que prostituyen a todas sus hijas. Fueron los primeros, que
sepamos, que acuñaron moneda de oro y plata, y los primeros que tuvieron
comercio al menudeo. Afirman los mismos lidios que también fueron invento suyo
los juegos que practican ellos y los griegos; cuentan que los inventaron al
mismo tiempo que colonizaron a Tirrenia;[18]
y lo refieren de este modo:
En el reinado de Atis, hijo de Manes, hubo en la Lidia
una gran penuria de víveres; por algún tiempo los lidios lo pasaron con mucho
trabajo; pero, como no cesaba, buscaron remedios y cada cual discurría otra
cosa. Entonces se inventaron los dados, la taba, la pelota y todas las otras
especies de juegos menos el de damas, pues de la invención de este último no se
apropian los lidios. Como habían inventado los juegos contra el hambre, hacían
así: jugaban un día entero a fin de no pensar en comer, y al día siguiente se
alimentaban descansando del juego, y de este modo vivieron hasta dieciocho
años. Pero no cediendo el mal, antes bien agravándose cada vez más, el rey
dividió en dos partes a todos los lidios, y echó suertes para que la una se
quedase y para que la otra saliese del país. El mismo rey se puso al frente de
la parte a la que tocó quedarse en su patria, y puso a su hijo al frente de la
parte que debía emigrar; su nombre era Tirreno. Aquellos a quienes había tocado
salir del país bajaron a Esmirna, construyeron naves y embarcaron en ellas
todos sus bienes muebles, navegaron en busca de sustento y morada, hasta que
pasando por muchos pueblos llegaron a los umbrios; allí levantaron ciudades que
pueblan hasta hoy. Cambiaron su nombre de lidios por el que tenía el hijo del
rey que los condujo, llamándose por él tirrenos. Así, pues, los lidios quedaron
sometidos a los persas.
95. Desde aquí exige mi historia que digamos quién
fue aquel Ciro que postró el imperio de Creso; y de qué manera los persas
llegaron a adueñarse del Asia. Escribiré siguiendo a aquellos persas que no
quieren engrandecer la historia de Ciro sino decir la verdad, aunque acerca de Ciro sé contar otras tres versiones de su historia.
96. Reinando los asirios en el Asia oriental
por espacio de quinientos veinte años, los medos fueron los que empezaron a
sublevarse contra ellos, y como peleaban
por su libertad, se mostraron valerosos, rechazaron la servidumbre y se
hicieron independientes. Después de ellos las demás naciones hicieron lo mismo.
Libres, pues, todas las naciones del continente, volvieron
otra vez a caer en tiranía de este modo: hubo entre los medos un sabio varón
llamado Deyoces, hijo de Fraortes. Este Deyoces, prendado de la tiranía, hizo
lo siguiente: vivían los medos en diversos pueblos; Deyoces, conocido ya en el
suyo por persona respetable, puso el mayor esmero en practicar la justicia, y
esto lo hacía en un tiempo en que la licencia dominaba en toda la Media,
sabiendo que la injusticia es enemiga de la justicia. Los medos de su mismo
pueblo, viendo su modo de proceder, le eligieron juez y él con la idea de
apoderarse del mando se manifestó recto y justo. Granjeóse de esta manera no
pequeña fama entre sus conciudadanos, de tal modo que, oyendo los de los otros
pueblos que solamente Deyoces administraba bien la justicia, acudían a él
gustosos de decidir sus pleitos todos los que habían sufrido sentencias
injustas, hasta que por fin a ningún otro se confiaron ya los negocios.
97. Creciendo cada día el número de los concurrentes,
porque todos oían decir que allí se juzgaba con rectitud, y viendo Deyoces que
ya todo pendía de su arbitrio, no quiso sentarse más en el lugar donde antes
daba audiencia, y se negó a continuar juzgando, porque, alegaba, no le convenía
desatender a sus propios negocios por juzgar todo el día los del prójimo. Como
los hurtos y la injusticia eran por los pueblos todavía más grandes que antes,
se juntaron los medos en un mismo lugar para cambiar opiniones; hablaron de la
situación presente (y según me parece hablaron sobre todo los amigos de Deyoces):
«Ya que no es posible que vivamos en el país en la condición actual, ea,
alcemos por rey a uno de nosotros; así, el país estará bien regido, y nosotros
nos dedicaremos a nuestros trabajos y no pereceremos por el desorden». Con
estas palabras se persuadieron a someterse a un rey.
98. Al punto propusieron a quién alzar por rey y todos
proponían y elogiaban a Deyoces, hasta que convinieron en que fuese rey.
Entonces mandó se le edificase un palacio digno de su autoridad real y se
consolidase su poder con una guardia. Así lo hicieron los medos; le edificaron
un palacio grande y fortificado en el sitio que él señaló, y le permitieron
elegir guardias entre todos los medos. Deyoces, así que se apoderó del mando
obligó a los medos a formar una sola ciudad y a guarnecerla cuidando menos de
las otras. Obedeciéndole también en esto los medos, construyó una fortaleza
grande y fuerte, esta que ahora se llama Ecbatana, formada de murallas
concéntricas. La plaza está ideada de suerte que un cerco sobrepasa al otro
sólo en la altura de las almenas. Les favoreció, hasta cierto punto el sitio
mismo, que es una colina redonda, pero más todavía el artificio, porque siendo
en total siete cercos, en el último se halla colocado el palacio y el tesoro.
La muralla más grande tiene más o menos el mismo circuito que los muros de
Atenas. Las almenas del primer cerco son blancas, las del segundo negras, las
del tercero rojas, las del cuarto azules, y las del quinto anaranjadas, de
suerte que todas ellas están pintadas de colores; pero los dos últimos cercos
tienen el uno almenas plateadas y el otro doradas.
99. Así, pues, Deyoces levantó esas murallas para
sí mismo y en torno de su propio palacio, y ordenó que el resto del pueblo
viviese alrededor de la muralla. Levantadas todas estas construcciones, fue
Deyoces el primero que estableció este ceremonial: que nadie entrase donde
estuviese el rey, ni éste fuese visto de nadie, que todo se tratase por medio
de mensajeros y además que en su presencia a todos estuviese prohibido escupir
ni reírse. Trataba, así, de hacerse majestuoso con el objeto de que muchos medos
de su misma edad, criados con él y no inferiores por su valor y linaje, si
seguían viéndole se disgustarían y le pondrían asechanzas, mientras que, no
viéndole, podrían creerle un hombre de naturaleza distinta.
100. Después que ordenó este aparato y consolidó su
situación con el ejercicio del poder, se mostró severo en mantener la justicia.
Escribíanse los litigios y se los remitían al interior del palacio; él juzgaba
las causas remitidas y las despachaba. Esto en lo que concierne a los pleitos;
lo demás lo tenía arreglado de esta suerte: si llegaba a su noticia que alguno
se desmandaba, le hacía llamar para castigarle según el delito; y tenía por
todo el territorio sobre el que reinaba agentes encargados de verlo y
escucharlo todo.
101. Deyoces unificó solamente el pueblo y reinó sobre
él. La Media se componía de estas tribus: los busas, paretacenos, estrucates,
arizantos, budios y magos. Éstas son, pues, las tribus de la Media.
102. El hijo de Deyoces fue Fraortes, el cual, a la
muerte de Deyoces, que reinó cincuenta y tres años, heredó el mando. Pero no le
bastó lo heredado —reinar sólo sobre los medos—; marchó contra los persas, que
fueron los primeros a quienes agregó a sus dominios, y los primeros a quienes
hizo súbditos de los medos. Luego, dueño de dos naciones, ambas poderosas, fue
conquistando una después de otra todas las demás del Asia, hasta que marchó
contra los asirios, contra esos asirios que habitaban en Nínive y que antes
dominaban a todos; a la sazón estaban desamparados, pues sus aliados les habían
abandonado, mas no por eso dejaban de hallarse en estado floreciente. Contra
ellos marchó Fraortes: pereció él mismo, después de haber reinado veintidós
años y la mayor parte de su ejército.
103. A la muerte de Fraortes le sucedió Ciaxares,
su hijo, y nieto de Deyoces, de quien se dice que fue un príncipe mucho más
valiente aún que sus antepasados. Fue el primero que dividió a los asiáticos en
batallones, y el primero que separó los lanceros, los arqueros y los jinetes,
pues antes todos iban al combate mezclados y en confusión. Él fue quien se
encontraba luchando contra los lidios cuando el día se convirtió en noche
durante la batalla y el que unió a sus dominios toda la parte de Asia que está
más allá del río Halis. Juntó todas las tropas de su imperio y marchó contra
Nínive en venganza de su padre y con deseo de tomar esta ciudad. Y había
vencido en un encuentro a los asirios, pero cuando se hallaba sitiando la
ciudad, vino sobre él un gran ejército de escitas, mandados por su rey Madies,
hijo de Prototies. Estos escitas habían echado de Europa a los cimerios y persiguiéndoles
en su fuga, llegaron de este modo a la región de Media.
104. Desde la laguna Meotis[19]
hasta el río Fasis y el país de los colcos hay treinta días de camino para un
viajero diligente; pero desde la Cólquide hasta la Media no hay mucho que
andar, porque entre ambos hay un solo pueblo, los saspires y pasando éste, se
está en la Media. Los escitas, no obstante no se lanzaron por este camino, sino
se desviaron hacia el que está más al Norte, que es mucho más largo, dejando a
su derecha el monte Cáucaso. Entonces los medos vinieron a las manos con los escitas;
derrotados en la batalla, perdieron su imperio, y los escitas se adueñaron de
toda el Asia.
105. Desde allí se dirigieron al Egipto, y habiendo
llegado a la Siria Palestina, salió a su encuentro Psamético, rey de Egipto, el
cual con súplicas y regalos logró que no pasasen adelante. A la vuelta, cuando
volvieron a llegar a Ascalón, ciudad de Siria, la mayor parte de los escitas
pasó sin hacer daño alguno, pero unos pocos rezagados saquearon el templo de
Afrodita Urania. Este templo, según hallo por mis noticias, es el más antiguo
de cuantos tiene aquella diosa, pues de él procede el templo de Chipre, según
declaran los mismos cipriotas y los que levantaron el templo en Citera fueron
fenicios originarios de esta parte de Siria. A los escitas que habían saqueado
el templo y a todos sus descendientes la diosa envió cierta enfermedad mujeril.
Lo cierto es que no sólo los escitas dicen que padecen tal enfermedad por ese
motivo, sino también todos los que van a la Escitia pueden ver por sus ojos
cómo se encuentran aquellos a quienes los escitas llaman enarees.
106. Los escitas dominaron en el Asia veintiocho
años, y todo lo destruyeron por violencia y por descuido. Porque además de
cobrar como tributo a cada pueblo lo que le imponían, además, pues, del
tributo, robaban en sus correrías cuanto cada cual poseía. A la mayor parte de
los escitas les dieron un convite Ciaxares y los medos, los embriagaron y los
asesinaron. De esta manera recobraron los medos el imperio y dominaron a las
mismas naciones que antes; también tomaron Nínive (en otra narración mostraré
cómo la tomaron) y sometieron a los asirios, a excepción de la provincia de
Babilonia. Después de esto murió Ciaxares, tras reinar cuarenta años,
incluyendo los de la dominación de los escitas.
107. Heredó el reino Astiages, hijo de Ciaxares, el
cual tuvo una hija a quien puso de nombre Mandana. En sueños le pareció a
Astiages que su hija orinaba tanto que llenaba la ciudad e inundaba toda el
Asia. Dio cuenta de la visión a los magos, intérpretes de los sueños, e instruido
de lo que cada detalle significaba se llenó de temor. Más tarde, cuando Mandana
llegó a la edad de matrimonio, no la dio por mujer a ninguno de los medos dignos
de emparentar con él, temeroso de su visión; y se la dio, en cambio, a cierto
persa llamado Cambises, a quien hallaba hombre de buena familia y de carácter pacífico,
aunque juzgándolo muy inferior a cualquier medo de mediana condición.
108. Al primer año de casada Mandana con Cambises,
tuvo Astiages otra visión; le pareció que del vientre de su hija salía una
parra, y que la parra cubría toda el Asia. Después de dar cuenta de esto a los
intérpretes de sueños, hizo venir de Persia a su hija, que estaba cercana al
parto y cuando llegó, la tenía custodiada con el objeto de matar lo que diese a
luz, porque lo magos, intérpretes de sueños, le indicaban, apoyados en su
visión, que la prole de su hija reinaría en su lugar. Queriendo Astiages guardarse
de eso, luego que nació Ciro, llamó a Hárpago, uno de sus familiares, el más
fiel de los medos, y encargado de todos sus negocios, y le habló de esta
manera: «Hárpago, no descuides en modo alguno el asunto que te encomiendo; por
preferir a otros no me engañes a mí y, por último, a ti mismo te pierdas. Toma
el niño que Mandana ha dado a luz, llévalo a tu casa y mátale; después
sepúltale como mejor te parezca». Respondió Hárpago: «Rey, nunca viste en mí
nada que pudiera disgustarte, y en lo sucesivo me guardaré bien de faltarte en
nada. Si tu voluntad es que la cosa así se haga, debo hacer mi servicio
puntualmente».
109. Hárpago dio esta respuesta y cuando le entregaron
el niño adornado para ir a la muerte, se fue llorando a su casa y comunicó a su
mujer lo que había dicho Astiages. Ella le dijo: «Y ahora ¿qué piensas hacer?»
Él replicó: «No lo que ordenó Astiages, aunque delire y se ponga más loco de lo
que ya está, nunca me adheriré a su opinión ni le serviré en semejante crimen.
Tengo muchos motivos para no matar al niño: es mi pariente, Astiages es viejo y
no tiene hijos varones; si cuando muera el señorío ha de pasar a Mandana, cuyo
hijo me ordena matar ahora ¿no me aguarda el mayor peligro? Mi seguridad exige
que este niño perezca, pero conviene que sea el matador alguno de la casa de
Astiages y no de la mía».
110. Dicho esto, envió sin dilación un mensajero a
uno de los pastores de Astiages, de quien sabía que apacentaba sus rebaños en
abundantísimos pastos, en unas montañas pobladas de fieras. Su nombre era
Mitradates y vivía con él una consierva suya. La mujer que vivía con él tenía
por nombre Cino («perra» en lengua griega y Espaco en la meda, pues los medos
llaman a la perra espaca). Las
faldas de los montes donde aquel vaquero tenía sus pasturas están al norte de
Ecbatana en dirección al ponto Euxino. En esta parte del lado de los saspires
la Media es sobremanera montuosa, alta y llena de bosques, lo restante de la
Media es una llanura continuada.
Acudió el pastor con la mayor presteza al llamado,
y Hárpago le habló de este modo: «Astiages te manda tomar este niño y
abandonarle en el paraje más desierto de tus montañas para que perezca lo más
pronto posible, y me ordenó que agregara esto: si en lugar de matarle lo salvas
de cualquier modo, morirás en el más horrendo suplicio; yo estoy encargado de
ver expuesto al niño».
111. El vaquero, al oír esta orden, tomó al niño, y
por el mismo camino que había venido se volvió a su cabaña. Su propia mujer se
hallaba todo el día con dolores de parto, y entonces, quizá por obra divina,
dio a luz cuando el pastor se había ido a la ciudad. Estaban los dos llenos de
zozobra el uno por el otro; el marido solícito por el parto de su mujer, y ésta
porque, fuera de costumbre, Hárpago había llamado a su marido. Así, pues,
cuando le vio aparecer de vuelta inesperadamente, se anticipó a preguntarle por
qué motivo le había llamado con tanta prisa Hárpago. El pastor respondió:
«Mujer, cuando llegué a la ciudad vi y oí cosas que ojalá jamás hubiese visto
ni hubiesen sucedido a nuestros amos. La casa de Hárpago estaba en llanto; yo
entré asustado; apenas entré vi en el medio a un niño recién nacido que se
agitaba y lloraba, estaba adornado de oro y de vestidos de varios colores.
Luego que Hárpago me ve, al punto me ordena que tome aquel niño, me vaya con él
y le exponga en la parte de los montes donde haya más fieras, diciéndome que
Astiages era quien lo mandaba, y dirigiéndome las mayores amenazas si no lo
cumplía. Yo tomé el niño y me venía con él, imaginando fuese de alguno de sus
criados, pues nunca hubiera sospechado de quiénes era. Sin embargo, me pasmaba
de verle ataviado con oro y preciosos vestidos, y además del llanto manifiesto
que hacían en la casa de Hárpago. Pero bien pronto supe en el camino de boca de
un criado, que me condujo fuera de la ciudad y me entregó el niño, que éste era
hijo de Mandana, hija de Astiages, y de Cambises, hijo de Ciro, y que Astiages
ordenaba matarle. Ahora aquí lo tienes».
112. Diciendo esto le descubrió y enseñó. Ella, viéndole
tan robusto y hermoso, se echó a los pies de su marido y le rogó llorando que
por ningún motivo le expusiera. Él repuso que no podía menos de hacerlo así
porque vendrían espías de parte de Hárpago para verle, y que perecería desastrosamente
si no lo ejecutaba. La mujer entonces, no pudiendo vencer a su marido, le dice
de nuevo: «Ya que no puedo convencerte de que no le expongas y es indispensable
que le vean expuesto, haz lo que voy a decirte. Yo también he parido, y he
parido un niño muerto. A éste le puedes exponer, y nosotros criaremos el de la
hija de Astiages como si fuese nuestro. Así no corres el peligro de ser
castigado por desobediencia al rey, ni nosotros habremos cometido una mala
acción. El muerto además logrará una sepultura regia, y el que sobrevive
conservará la vida».
113. Parecióle al pastor que, según las
circunstancias presentes, hablaba muy bien su mujer y al punto así lo hizo. El
niño que traía para darle muerte, le entregó a su mujer, tomó el suyo difunto y
le metió en la misma canasta en que había llevado al otro, adornándole con
todas sus galas; se fue con él y le expuso en lo más solitario de los montes.
Al tercer día de exponer al niño, se marchó el vaquero a la ciudad, habiendo
dejado en su lugar por centinela a uno de sus zagales, y llegando a casa de Hárpago
dijo que estaba pronto para mostrar el cadáver del niño. Hárpago despachó los
más fieles de sus guardias y por medio de ellos se cercioró y dio sepultura al
hijo del pastor. Quedó sepultado éste, y al otro, a quien con el tiempo se dio
el nombre de Ciro, le tomó la mujer del vaquero y le crió, poniéndole un nombre
cualquiera, pero no el de Ciro.
114. Cuando el niño llegó a los diez años le
aconteció un hecho que le descubrió. Estaba jugando en la aldea donde se
hallaban los rebaños y jugaba en el camino con otros muchachos de su edad. Los
niños en el juego escogieron por rey al que era llamado hijo del vaquero, y él
mandó a unos que le fabricasen su palacio, a otros que le sirviesen de
guardias, nombró, supongo, a éste, ojo del rey,[20]
al otro le dio cargo de introducirle los recados, y a cada uno
distribuyó su empleo. Uno de los muchachos que jugaban era hijo de Artembares,
hombre principal entre los medos, y como este niño no obedeciese a lo que Ciro
le mandaba, ordenó a los demás que le prendiesen; obedecieron ellos y Ciro le
trató muy ásperamente, pues le hizo azotar. Luego que estuvo suelto el
muchacho, llevando muy a mal aquel tratamiento, que consideraba indigno de su
persona, se fue a la ciudad y se quejó a su padre de lo que había tenido que
sufrir de parte de Ciro, pero sin llamarle Ciro (que no era todavía éste su nombre),
sino el muchacho hijo del vaquero de Astiages. Enfurecido Artembares, se fue a
ver al rey, llevando consigo a su hijo, y declaró la indignidad que había
sufrido: «Rey, mira cómo nos ha insultado tu esclavo, el hijo del vaquero», y
descubrió las espaldas de su hijo.
115. Astiages, que tal cosa oía y veía, queriendo
vengar al niño por respeto a Artembares, envió por el vaquero y su hijo. Luego
que ambos se presentaron, vueltos los ojos a Ciro, le dijo Astiages: «¿Cómo tú,
hijo de quien eres, has tenido la osadía de tratar con tanta ignominia a este
niño, hijo de una persona de las primeras de mi corte?» Ciro le respondió:
«Señor, tuve razón en tratarle así. Los muchachos de la aldea, entre los cuales
estaba ése, mientras jugábamos me alzaron por rey, pues les pareció que era yo
el más capaz de serlo. Todos los otros niños obedecían mis órdenes; éste no me
hacía caso ni quería obedecer hasta que recibió su merecido. Si por ello soy
digno de castigo, aquí me tienes».
116. Mientras Ciro hablaba de esta suerte, Astiages
fue reconociéndole; le pareció que las facciones de su rostro eran semejantes a
las suyas, que su respuesta era más liberal de lo que correspondía a su
condición, y que el tiempo en que le mandó exponer parecía coincidir con la
edad del muchacho. Pasmado con todo esto, estuvo un rato sin decir palabra;
vuelto en sí, a duras penas, dijo con intento de despedir a Artembares para
coger a solas al pastor e interrogarle: «Artembares, yo haré que tú y tu hijo
no tengáis motivo de queja». Despidió, pues, a Artembares, mientras los
criados, por orden suya, llevaban adentro a Ciro. Después de quedar a solas con
el vaquero, le preguntó Astiages de dónde había recibido aquel muchacho, y quién
se lo había entregado. Contestó el otro que era hijo suyo y que todavía vivía
la mujer que le había dado a luz. Astiages le dijo que no era discreto su
propósito de exponerse a grandes suplicios, y al tiempo que decía esto hizo a
los guardias señal de tomarlo. Llevado al suplicio, reveló al fin la exacta
historia; contó todo conforme a la verdad desde el comienzo, acogiéndose por
último a las súplicas y pidiendo que le perdonase.
117. Astiages, después de que el vaquero reveló la
verdad, hizo menos caso de él, pero muy quejoso de Hárpago, ordenó a sus
guardias llamarle. Luego que vino, le preguntó Astiages: «Dime, Hárpago, ¿con
qué género de muerte hiciste perecer al hijo de mi hija, que puse en tus
manos?» Como Hárpago viese que estaba allí el pastor, no echó por un camino
falso, para que no se le cogiese y refutase, antes dijo así: «Rey, luego que
recibí el niño, me puse a pensar cómo podría ejecutar tus órdenes sin cometer
falta contra ti y sin ser asesino para ti ni para tu hija. Hice así: llamé a
este vaquero y entregué la criatura, diciendo que tú eras quien mandaba
matarle; y en esto ciertamente dije la verdad, pues tú lo mandaste así. Y le
entregué la criatura con orden de exponerla en un monte solitario y de quedarse
vigilando hasta que muriese, amenazándole con todos los castigos si no lo ejecutaba
puntualmente. Después de que éste cumplió mis órdenes y el niño murió, envié
los eunucos de más confianza y por medio de ellos lo vi y le di sepultura. Así
sucedió, señor, este hecho y de esta manera pereció el niño».
118. Hárpago, pues, contó la verdadera historia; Astiages,
ocultando el enojo que le guardaba por lo sucedido, le refirió primeramente el
caso tal como el vaquero lo había contado, y concluyó diciendo que, puesto que
el niño vivía lo daba todo por bien hecho; «porque, añadió, me pesaba en
extremo lo que había ejecutado con aquella criatura, y no podía sufrir la idea
de estar malquisto con mi hija. Pero ya que la fortuna ha cambiado para bien,
envía a tu hijo para que haga compañía al recién llegado, y tú ven a comer
conmigo; porque voy a hacer un sacrificio a los dioses, a quienes debemos
honrar por la salvación del niño».
119. Hárpago, después de hacer al rey la
reverencia, se marchó a su casa, lleno de gozo por haberle salido bien su
desobediencia y por la invitación al banquete en honor de esa buena fortuna.
Así que entró, envió a palacio al hijo único que tenía, de trece años de edad,
encargándole que fuese al palacio de Astiages e hiciese todo lo que le
ordenase; y lleno de alegría, dio parte a su esposa de toda la ventura.
Astiages, luego que llegó el hijo de Hárpago, mandó degollarle, le hizo
pedazos, asó unos, coció otros, los aderezó bien, y lo tuvo todo pronto. Llegada
ya la hora de comer y reunidos los demás convidados y Hárpago, se pusieron para
el rey y los demás, mesas llenas de carne de cordero; y a Hárpago, una mesa
llena con la carne de su hijo, todo salvo la cabeza, pies y manos, éstas
estaban aparte escondidas en un canasto. Cuando Hárpago daba muestras de estar
satisfecho le preguntó Astiages si le había gustado el convite; y como él respondiese
que le había gustado mucho, ciertos criados ya prevenidos, le presentaron
cubierta la canasta donde estaba la cabeza de su hijo con las manos y los pies,
y acercándose a Hárpago, le invitaron a descubrirla y tomar lo que quisiera.
Obedeció Hárpago, descubrió la canasta y vio los restos de su hijo, pero sin
desconcertarse permaneció dueño de sí mismo. Astiages le preguntó si conocía de
qué venado era la carne que había comido: él respondió que sí, y que le
agradaba cuanto hiciera el rey. Y con esta respuesta, recogió el resto de las
carnes, y se volvió a su casa. Luego según me parece, debió reunir el todo y
sepultarlo.
120. Éste fue el castigo que impuso Astiages a Hárpago.
Deliberando sobre Ciro llamó a los mismos magos que le habían interpretado de
ese modo el sueño, y cuando llegaron les preguntó de qué modo habían interpretado
su visión. Ellos repitieron lo mismo, diciendo que el niño hubiera debido
reinar si hubiese sobrevivido y no muerto antes. Astiages les respondió: «El
niño vive y sobrevive y mientras se hallaba en el campo los muchachos de la
aldea le han hecho rey, y él ha ejecutado cuanto en verdad realiza un rey, pues
designó sus guardias, porteros, mensajeros y todos los demás cargos. ¿A dónde,
en vuestra opinión, lleva esto?» Repusieron los magos: «Si el niño vive y ha
reinado sin ninguna premeditación, quédate tranquilo en cuanto a él y ten buen
ánimo, pues no reinará segunda vez. Porque algunas de nuestras predicciones
suelen tener resultados de poco momento, y los sueños que se realizan
perfectamente vienen a parar en algún hecho insignificante». Astiages les
respondió: «También yo, magos, soy de esta opinión, que el sueño se ha
verificado ya, puesto que el niño fue llamado rey, y que ya nada debo temer de
él. Sin embargo, os encargo que lo miréis bien y me aconsejéis lo que sea más
seguro para mi casa y para vosotros». A esto dijeron los magos: «Rey, a
nosotros nos importa infinito que tu autoridad se mantenga, porque de otro
modo, si pasa a ese niño, que es persa, se nos hace ajena, y nosotros, que
somos medos, seremos esclavos y como extranjeros ninguna cuenta de nosotros
harían los persas. Pero reinando tú, que eres nuestro compatriota, tenemos
parte en el mando y recibimos de ti grandes honores. Así, pues, nos interesa
mirar en todo por ti y por tu reinado. Al menor peligro que viésemos te lo
manifestaremos todo, mas, ya que el sueño se ha convertido en algo
insignificante, quedamos por nuestra parte llenos de confianza y te exhortamos
a otro tanto. A ese niño aléjale de tu vista y envíale a Persia a casa de sus
padres».
121. Alegróse el rey al oír esas palabras y
llamando a Ciro, le dijo: «Hijo, inducido por la visión poco sincera de un
sueño, te hice una sinrazón; pero tu propio destino te ha salvado. Vete, pues,
gozoso a Persia, yo te mandaré con una escolta, y cuando llegues encontrarás
allí un padre y una madre de muy otra condición que Mitradates, el vaquero, y
su mujer».
122. Dicho esto despachó Astiages a Ciro. Llegado a
casa de Cambises, le recibieron sus padres, y cuando después de recibirle se
enteraron del caso, le agasajaron sobremanera como quienes estaban en la
persuasión de que había muerto poco después de nacer. Preguntáronle de qué modo
se había salvado y él les dijo que al principio nada sabía y había vivido en
completo engaño; pero que había averiguado todo su infortunio, porque antes se
creía hijo del vaquero de Astiages, pero por el camino supo toda su historia
por sus acompañantes. Dijo que le había criado la mujer del vaquero, y no
cesaba de alabarla y toda su historia giraba alrededor de Cino. Sus padres
recogieron el nombre y esparcieron la voz de que al quedar expuesto Ciro, una
perra le había criado, con el objeto de que su salvación pareciese a los persas
más prodigiosa. De ahí partió esa fábula.
123. Cuando Ciro se hacía hombre, y era el más valiente
y querido entre los de su edad, Hárpago le solicitó enviándole regalos, con
intención de vengarse de Astiages. Siendo él mismo particular, no veía cómo
lograr venganza de Astiages, y al ver que Ciro crecía, trataba de hacerle su
aliado, equiparando los infortunios de Ciro a los suyos propios. Ya de antemano
había realizado esto: como Astiages era duro con los medos, Hárpago, conversando
con cada uno de los sujetos principales, trataba de persuadirles que debían
deponer a Astiages y colocar en su lugar a Ciro.
Realizado esto, y estando todo pronto, Hárpago determinó
manifestar su intención a Ciro, que vivía en Persia; pero no teniendo ningún
otro medio conveniente, por estar guardados los caminos, se valió de esta
traza. Preparó una liebre, le abrió el vientre, y sin quitarle nada del pelo
tal como estaba, metió dentro una carta, en la cual iba escrito lo que le
pareció, y después cosió el vientre de la liebre y se la dio al criado de su
mayor confianza, con unas redes como si fuera un cazador y lo despachó a Persia,
con el encargo de entregar la liebre a Ciro y de decirle de viva voz que debía
abrirla por sus propias manos, sin que nadie se hallase presente.
124. Así se ejecutó. Ciro recibió la liebre y la
abrió, y encontrándose dentro de ella la carta, la tomó y la leyó. La carta
decía así: «Hijo de Cambises: los dioses te protegen, pues si no, jamás
hubieses llegado a tanta fortuna. Véngate, pues, de Astiages, tu asesino; por
su intención hubieras muerto, gracias a los dioses y a mí, sobrevives. No dudo
que hace tiempo estarás enterado de cuanto hizo contigo y de cuanto he sufrido
yo mismo por mano de Astiages, porque en lugar de matarte te entregué al vaquero.
Tú, si quieres escucharme, reinarás en todo el territorio sobre el que reina
Astiages. Persuade a los persas a la rebelión y marcha contra los medos. Si
Astiages me nombra general contra ti, en tus manos tienes lo que quieras, y lo
mismo si elige otro de los medos principales, pues serán los primeros en
separarse de Astiages y pasarse a tu partido, para procurar derribarlo. Aquí, a
lo menos, todo lo tenemos dispuesto; haz lo que digo y hazlo cuanto antes».
125. Al oír esto Ciro, reflexionó cuál sería el
medio más acertado para inducir a los persas a la rebelión; y reflexionando
encontró que éste era el más oportuno, y en efecto lo ejecutó: Escribió en una
carta lo que le pareció, reunió a los persas en una junta y en ella abrió la
carta y leyéndola dijo que Astiages le nombraba general de los persas: «Y
ahora, persas, les dijo, ordeno que cada uno de vosotros se presente armado de
su hoz». Así ordenó Ciro. Los persas son una nación compuesta de muchas tribus,
parte de las cuales juntó Ciro y las decidió a rebelarse contra los medos. Eran
éstas las tribus de quienes dependen todos los demás persas: los pasargadas,
los maratios y los maspios. De ellos, los pasargadas eran los mejores, y entre
éstos se cuenta la familia de los aqueménidas, de donde vienen los reyes
perseidas. Los otros persas son: los pantialeos, los derusieos y los germanios;
todos ésos son labradores, y estos otros son nómades: los daos, los mardos, los
drópicos y los sagarcios.
126. Luego que todos los persas se presentaron con
sus hoces, mandóles Ciro que desmontasen en un día cierto paraje lleno de
espinas, que tendría en todo dieciocho o veinte estadios. Cuando los persas
condujeron la faena, les mandó por segunda vez que al día siguiente
compareciesen aseados. Entre tanto, juntó en un mismo sitio todos los rebaños
de cabras, ovejas y bueyes de su padre, los degolló y se aparejó como para dar
un convite al ejército de los persas, y al día siguiente, cuando llegaron los
persas, los hizo recostar en un prado, y los regaló con vino y con los más
exquisitos manjares. Después del banquete les preguntó Ciro qué preferían, si
lo que habían tenido la víspera o lo de ese día. Ellos le respondieron que era
grande la diferencia pues en el día anterior habían tenido puro afán, y en el
presente puro descanso. Entonces Ciro, tomándose de sus palabras, les descubrió
todo el proyecto y les dijo: «Persas, tal es vuestra situación; si queréis
obedecerme tenéis estos bienes y otros infinitos, sin ningún trabajo servil;
pero si no queréis obedecerme tenéis innumerables trabajos como los de ayer.
Obedecedme, pues, y hacéos libres. Yo pienso que he nacido con el feliz destino
de poner mano a esta empresa, y no os considero inferiores a los medos, ni en
la guerra ni en ninguna otra cosa. Siendo esto así, rebelaos contra Astiages
sin perder momento».
127. Los persas, que ya mucho tiempo antes sufrían
con disgusto la dominación de los medos, así que se vieron con tal jefe, se
empeñaron de buena voluntad en su independencia. Luego que supo Astiages lo que
Ciro ha-cía, le despachó un mensajero para llamarle, y Ciro mandó al mensajero
anunciase a Astiages que le haría una visita antes de lo que él mismo quisiera.
Cuando esto oyó Astiages, armó a todos los medos, y como hombre extraviado por
los dioses, nombró general a Hárpago, olvidando lo que le había hecho. Cuando
los medos se pusieron en campaña y llegaron a las manos con los persas, unos, a
quienes no se había dado parte del designio, combatían; otros se pasaban a los
persas, y la mayor parte se conducía mal de intento y huía.
128. Disperso vergonzosamente el ejército medo, en
cuanto lo supo Astiages, dijo amenazando a Ciro: «Ni aún así se alegrará Ciro».
Así dijo, y ante todo empaló a los magos intérpretes de sueños, que le habían
aconsejado dejase libre a Ciro, y luego armó a todos los medos jóvenes y viejos
que habían quedado en la ciudad; los sacó a campaña, entró en acción con los
persas y fue vencido, y no sólo fue hecho prisionero, sino también perdió todas
las tropas que había sacado.
129. Hallándose Astiages prisionero se le acercó
Hár-pago muy alegre, y le insultó con denuestos que pudieran afligirle, y en
particular en cuanto a aquel convite en que le dio a comer las carnes de su
mismo hijo, y le preguntó qué le parecía ser esclavo en lugar de rey. Astiages,
fijando en él los ojos, le preguntó a su vez si reconocía por suya aquella
acción de Ciro. Hárpago respondió que pues él había escrito aquel mensaje, la
hazaña era con razón suya. Entonces le demostró Astiages con su discurso que
era el más necio y más injusto de los hombres; el más necio porque habiendo
tenido en su mano hacerse rey, si era verdad que él era el autor de lo que
pasaba, había procurado para otro la autoridad; y el más injusto porque a causa
de aquel convite había esclavizado a los medos, cuando, si era preciso que otro
y no él ciñese corona, más justo hubiera sido confiar ese honor a un medo y no
a un persa; y que ahora los medos, sin culpa alguna, de señores se habían
convertido en esclavos y los persas, antes esclavos, se habían convertido en
señores.
130. De este modo, pues, Astiages, después de
reinar treinta y cinco años, fue depuesto del trono, y por su crueldad los
medos cayeron bajo el dominio de los persas, habiendo dominado el Asia que se
halla más allá del río Halis, por ciento veintiocho años, fuera del tiempo en
que mandaron los escitas. Andando el tiempo se arrepintieron de haber hecho
esto, y se rebelaron contra Darío, pero después fueron vencidos en batalla y
nuevamente sometidos. Por entonces, en el reinado de Astiages, los persas y
Ciro, a consecuencia de esta sublevación, comenzaron a dominar el Asia.[21]
Ciro mantuvo junto a sí a Astiages hasta que murió, sin hacerle otro mal. Así
nació y así se crió Ciro y llegó a ser rey. Más adelante, según llevo ya
referido, venció a Creso, quien se había adelantado a atacarle, y habiéndole
sometido, vino de este modo a ser señor de toda el Asia.
131. Sé que los persas observan los siguientes
usos: no acostumbran erigir estatuas, ni templos, ni altares y tienen por
insensatos a los que lo hacen; porque, a mi juicio, no piensan como los griegos
que los dioses tengan figura humana. Acostumbran hacer sacrificios a Zeus,
llamando así a todo el ámbito del cielo; subidos a los montes más altos
sacrifican también al sol, a la luna, a la tierra, al agua y a los vientos;
éstos son los únicos dioses a los que sacrifican desde un comienzo; pero
después han aprendido de los asirios y de los árabes a sacrificar a Afrodita
Urania; a Afrodita los asirios llaman Milita, los árabes Alilat y los persas
Mitra.
132. Sacrifican los persas a los dioses indicados
del modo siguiente: no levantan altares ni encienden fuego cuando se disponen a
sacrificar, ni emplean libaciones, ni flautas, ni coronas, ni granos de cebada.
Cuando alguien quiere sacrificar a cualquiera de estos dioses, conduce la res a
un lugar puro, y llevando la tiara ceñida las más veces con mirto, invoca al
dios; no le está permitido al que sacrifica implorar bienes en particular para
sí mismo; se ruega por la dicha de todos los persas y del rey, porque en el
número de los persas está comprendido él mismo. Después de cortar la carne, hace
un lecho de la hierba más suave, y especialmente de trébol, y pone sobre él todas
las carnes. Una vez que las ha colocado, un mago entona allí una teogonía —tal,
según dicen, es el canto— pues su usanza es no hacer sacrificios si no hay un
mago. Después de unos instantes, se lleva el sacrificante la carne, y hace de
ella lo que le agrada.
133. Acostumbran a celebrar de preferencia a todos
el día del nacimiento. En ese día creen justo servir una comida más abundante
que en los otros; los ricos sirven un buey, un caballo, un camello y un asno
enteros asados en el horno, y los pobres sirven reses menores. Usan pocos
platos fuertes, pero sí muchos postres, y no juntos. Por eso dicen los persas
que los griegos cuando están comiendo se levantan con hambre, puesto que,
después de la comida nada se sirve que merezca la pena, pero si se sirviera no
dejarían de comer. Son muy aficionados al vino. No está permitido vomitar ni
orinar delante de otro. Ésas, pues, son las normas que observan. Acostumbran
deliberar sobre los negocios más grandes cuando están borrachos. Lo que
entonces les parece bien lo proponen al día siguiente, cuando están sobrios, al
amo de la casa en que están deliberando, y si lo acordado también les parece
bien cuando sobrios, lo ponen en ejecución; y si no, lo desechan. Y lo que
hubieran resuelto estando sobrios, lo deciden de nuevo hallándose borrachos.
134. Cuando se encuentran dos por los caminos, puede
conocerse si son de una misma clase los que se encuentran por esto: en lugar de
saludarse de palabra, se besan en la boca; si el uno de ellos fuese de
condición algo inferior, se besan en la mejilla; pero si el uno fuese mucho más
noble, se postra y reverencia al otro. Estiman entre todos, después de ellos
mismos, a los que viven más cerca; en segundo lugar, a los que siguen a éstos;
y después proporcionalmente a medida que se alejan, y tienen en el más bajo
concepto a los que viven más lejos de ellos; creen ser ellos mismos, con mucho,
los hombres más excelentes del mundo en todo sentido, y que los demás
participan de virtud en la proporción dicha, siendo los peores los que viven
más lejos de ellos. Cuando dominaban los medos, unos pueblos mandaban a los
otros; y los medos mandaban sobre todos y sobre los que vivían más cerca; éstos
a su vez sobre los limítrofes; éstos sobre sus vecinos inmediatos, en la misma
proporción que observan los persas; pues así cada pueblo a medida que se
alejaba, dependía del uno y mandaba al otro.
135. De todos los hombres los persas son los que
más adoptan las costumbres extranjeras. En efecto, llevan el traje medo,
teniéndolo por más hermoso que el suyo, y para la guerra el peto egipcio; se
entregan a toda clase de deleites que llegan a su noticia; y así de los griegos
aprendieron a tener amores con muchachos. Cada cual toma muchas esposas
legítimas y mantiene muchas más concubinas.
136. El mérito de un persa, después del valor
militar, consiste en tener muchos hijos; y todos los años el rey envía regalos
al que presenta más, porque consideran que la cantidad hace fuerza. Enseñan a
sus hijos, desde los cinco hasta los veinte años, sólo tres cosas: montar a caballo,
tirar al arco y decir la verdad. El niño no se presenta a la vista de su padre
antes de tener cinco años, vive entre las mujeres de la casa; y esto se hace
con la mira de que, si el niño muriese durante su crianza, ningún disgusto
cause a su padre.
137. Alabo, en verdad, esa costumbre, y alabo también,
en verdad, esta otra: por una sola falta, ni el mismo rey impone la pena de
muerte, ni otro alguno de los persas castiga a sus familiares con pena
irreparable por una sola falta, sino que, si después de calcular halla que los
delitos son más y mayores que los servicios, cede a su cólera. Dicen que nadie
hasta ahora ha dado muerte a su padre ni a su madre, y que cuantas veces
sucedió tal cosa si se la hubiese investigado resultaría de toda necesidad que
los hijos eran supuestos o adulterinos; porque, afirman, no es verosímil que los
verdaderos padres mueran a manos de su propio hijo.
138. Lo que entre ellos no es lícito hacer, tampoco
es lícito decirlo. Tienen por la mayor infamia el mentir; y en segundo término,
contraer deudas, por muchas razones, y principalmente porque dicen que
necesariamente ha de ser mentiroso el que esté adeudado. El ciudadano que
tuviese lepra o albarazos, no se acerca a la ciudad ni tiene comunicación con
los otros persas, y dicen que tiene ese mal por haber pecado contra el sol. A
todo extranjero que la padece le echan del país, y también a las palomas
blancas, alegando el mismo motivo. En los ríos ni orinan ni escupen, ni se
lavan las manos en ellos, ni permiten que nadie lo haga, antes los veneran en
extremo.
139. Otra cosa les acontece que se les ha escapado
a los persas, pero no a mí: los nombres corresponden a las personas y a sus
nobles prendas, y terminan todos con una misma letra, que es la que los dorios
llaman san y los jonios sigma. Si lo averiguas, hallarás que
todos los nombres de los persas y no unos sí y otros no, acaban de la misma
manera.
140. Lo que he dicho hasta aquí sobre los persas puedo
decirlo exactamente y a ciencia cierta. Lo que sigue está dicho como cosa
escondida y sin certeza, a saber que no se entierra el cadáver de ningún persa
antes de que haya sido arrastrado por un ave de rapiña o por un perro. Sé con
certeza que los magos lo acostumbran porque lo hacen públicamente. Los persas
cubren primero de cera el cadáver, y después lo entierran. Los magos se apartan
mucho del resto de los hombres y en particular de los sacerdotes de Egipto.
Éstos ponen su santidad en no matar animal alguno, fuera de los que sacrifican;
los magos, al contrario, con sus propias manos los matan todos, salvo al perro
y al hombre, y contienden por hacerlo, matando no menos a las hormigas que a
las sierpes, así como a los reptiles y a las aves. Pero en cuanto a esta
usanza, siga tal como ha sido instituida en un comienzo; vuelvo a la primera
historia.
141. Así que los lidios fueron conquistados por los
persas, los jonios y los eolios enviaron a Sardes embajadores ante Ciro, pues
querían ser sus súbditos en las mismas condiciones en que lo eran antes de
Creso. Oyó Ciro la pretensión y les contó esta fábula: «Un flautista, viendo
peces en el mar tocaba la flauta pensando que saldrían a tierra. Como le falló
la esperanza, tomó la red barredera, cogió una muchedumbre de peces, los retiró
del mar, y al verlos palpitar les dijo: ‘Basta de baile, ya que cuando yo
tocaba la flauta ni siquiera queríais salir del agua’».
Ciro contó esa fábula a los jonios y a los eolios,
porque antes cuando él les pidió por sus mensajeros que se rebelasen contra
Creso, los jonios no le dieron oídos, y entonces, concluido ya el asunto, se
mostraban prontos a obedecerle. Enojado pues contra ellos, les dijo aquello, y
los jonios en cuanto lo oyeron, se volvieron a sus ciudades, fortificaron sus
murallas en cada ciudad y se congregaron en el Panjonio todos menos los
milesios, porque con esos solos Ciro había concluido un tratado, en las mismas condiciones
que el lidio. Los demás jonios determinaron de común acuerdo enviar embajadores
a Esparta, para pedir que defendiesen a los jonios.
142. Estos jonios, a quienes pertenece el Panjonio,
de todos los hombres que sepamos son los que han fundado sus ciudades bajo el
mejor cielo y el mejor clima. Porque ni la región situada al Norte ni la
situada al Sur iguala a la Jonia, ni la que mira al Levante ni la que mira al Poniente,
ya que unas sufren los rigores del frío y de la humedad, y otras los del calor
y de la sequía. No emplean todos los jonios una misma lengua, sino cuatro
maneras diferentes. Mileto, la primera de sus ciudades, cae hacia Mediodía, y
después siguen Miunte y Priene. Las tres están situadas en la Caria y usan de
la misma lengua. En la Lidia están las siguientes: Éfeso, Colofón, Lébedo,
Teas, Clazómenas y Focea; estas ciudades ha-blan una lengua misma, en todo
distinta de la que usan las tres ciudades arriba mencionadas. Quedan todavía
tres ciudades más de Jonia, dos de ellas en las islas de Samo y de Quío, y la
otra, Eritrea, se levanta en el continente. Los quíos y los eritreos tienen el
mismo dialecto; pero los samios usan otro particular suyo. Éstos son los cuatro
tipos de lengua.
143. De estos pueblos jonios, los milesios se
hallaban a cubierto del peligro por su tratado con Ciro, y los isleños nada
tenían que temer, porque los fenicios todavía no eran súbditos de los persas, y
los persas mismos no eran gente de mar. Los milesios se habían separado de los
demás jonios, no por otra causa sino porque siendo débil todo el cuerpo de los
griegos, eran en especial los jonios el pueblo más desvalido y de menor consideración.
Fuera de la ciudad de Atenas, ninguna otra había respetable. Los demás jonios y
los atenienses rehuían su nombre, no queriendo llamarse jonios; y aún ahora me
parece que muchos de ellos se avergüenzan de semejante nombre. Pero aquellas
doce ciudades se preciaban de llevarle, y levantaron para sí mismas un templo
al que pusieron el nombre de Panjonio, y resolvieron no admitir en él a ningún
otro de los jonios, si bien nadie pretendió la admisión salvo los esmirneos.
144. Cosa igual hacen los dorios de la región
llamada ahora Pentápolis, y antes Hexápolis, quienes se guardan rigurosamente
de admitir a ninguno de los otros dorios vecinos en su templo Triópico, y
llegaron a excluir de su comunión a aquellos de sus propios ciudadanos que ha-bían
violado sus leyes. Porque en los juegos que celebraban en honor de Apolo
Triopio, antiguamente adjudicaban a los vencedores unos trípodes de bronce, y
los que los recibían no debían llevárselos, sino ofrecerlos al dios. Pues
cierto hombre de Halicarnaso, de nombre Agasicles, declarado vencedor, desdeñó
esta ley, se llevó el trípode y lo clavó en la pared de su misma casa. Por esta
causa las cinco ciudades, Lindo, Yaliso, Camiro, Cos y Cnido, excluyeron de su
comunión a Halicarnaso, la sexta ciudad. Tal fue el castigo que impusieron a
los de Ha-licarnaso.
145. Me parece que los jonios formaron doce ciudades
sin querer admitir más, porque también cuando moraban en el Peloponeso estaban
distribuidos en doce distritos; así como lo están ahora los aqueos, que los echaron
del país. El primero es Pelena, inmediato a Sición; después sigue Egira y Egas,
donde se halla el Cratis, río perenne, del cual tomó su nombre el río de Italia;
y luego Bura, Hélica, adonde se refugiaron los jonios vencidos en batalla por
los aqueos, y Egio, Ripes, Patras, Faras y Oleno, donde está el gran río Piro;
y por último, Dima y Triteas, único de estos pueblos que mora tierra adentro.
146. Éstos son ahora los doce distritos de los
aqueos, que antes eran de los jonios. Por eso los jonios forman doce ciudades,
pues decir que éstos son más jonios que los otros jonios o que tienen más noble
origen, es gran necedad; ya que son parte no pequeña de ellos los abantes de la
Eubea, los cuales ni aun el nombre tienen de co-mún con la Jonia, y además se
hallan mezclados los minias de Orcómeno, los cadmeos, driopes, los colonos focenses,
los molosos, los árcades pelasgos, los dorios epidaurios y otras muchas
naciones se hallan mezcladas.
Los colonos que, por haber partido del Pritaneo de
los atenienses, piensan ser los más nobles de los jonios, ésos no se llevaron
mujeres para su colonia y tomaron carias, a cuyos padres habían quitado la vida;
por tal crimen, estas mujeres, juramentadas entre sí, se impusieron una ley,
que transmitieron a sus hijas, de no comer jamás con sus maridos, ni de
llamarles por su nombre puesto que habían asesinado a sus padres, maridos e
hijos, y después de cometer tales crímenes vivían con ellas: todo lo cual
sucedió en Mileto.
147. Estos colonos atenienses alzaron por reyes,
unos a los licios oriundos de Glauco, hijo de Hipóloco; otros a los caucones
pilios, descendientes de Codro, hijo de Melanto; y algunos a entrambos. Pero ya
que aprecian más que los restantes el nombre de jonios y ciertamente lo son,
concédaseles que son los jonios de limpio linaje. En verdad, son jonios cuantos
proceden de Atenas y celebran la fiesta llamada Apaturias, y la celebran todos
salvo los efesios y colofonios. Éstos son los únicos jonios que, en
consideración de cierto crimen, no celebran las Apaturias.
148. El Panjonio es un lugar sagrado que hay en Mícala,
hacia el Norte, dedicado en común por los jonios a Posidón Heliconio. Mícala es
un promontorio de tierra firme, que mira hacia el viento Norte, frente a Samo.
En él se reunían los jonios de las ciudades y solían celebrar una fiesta a la
que pusieron el nombre de Panjonia. Y no sólo las fiestas de los jonios tienen
esa peculiaridad, sino también las de todos los griegos acaban uniformemente en
una misma letra, como los nombres de los persas.
149. Aquéllas son las ciudades jonias; éstas las eolias:
Cima, la llamada Fricónide, Larisa, Neontico, Temno, Cila, Nicio, Egiroesa,
Pitana, Egeas, Mirina, Grinea. Éstas son las once ciudades antiguas de los
eolios; a una de ellas, Esmirna, la separaron los jonios, pues las ciudades
eolias de tierra firme eran también doce. Los eolios se establecieron en tierra
mejor que la de los jonios, si bien no en cuanto al clima.
150. Los eolios perdieron a Esmirna del modo siguiente:
habían acogido a unos colofonios, derrotados en una sedición y arrojados de su
patria. Más tarde, estos desterrados de Colofón aguardaron el día que los esmirneos
celebraban extramuros una fiesta en honor de Dióniso, cerraron las puertas y se
apoderaron de la ciudad. Acudieron todos los eolios al socorro, y se llegó a un
acuerdo: los jonios devolverían los bienes muebles a los eolios, que
abandonarían Esmirna. Así lo hicieron, y las once ciudades eolias los
distribuyeron entre sí y los admitieron por ciudadanos suyos.
151. Éstas son, pues, las ciudades eolias de tierra
firme, fuera de las del monte Ida, que están aparte. En cuanto a las situadas
en las islas, cinco se hallan en Lesbo (porque a la sexta, de las que había en
Lesbo, Arisba, la esclavizaron los metimneos, aunque eran de la misma sangre),
en Ténedo hay una sola ciudad y otra en las llamadas Cien Islas. Los de Lesbo y
Ténedo, lo mismo que los jonios de las islas, nada tenían que temer, pero las
demás ciudades decidieron seguir en común a los jonios adonde los condujesen.
152. Luego que llegaron a Esparta los enviados de
los jonios y de los eolios —pues se ocupaban en ello a toda prisa—, escogieron
para que hablase por todos al enviado de Focea, cuyo nombre era Pitermo; el
cual vistió un manto de púrpura para que cuando se enterasen de ello los
espartanos, concurriese el mayor número, se puso en pie y con una larga arenga
les pidió socorro. Los lacedemonios le escucharon y resolvieron no socorrer a
los jonios. Los enviados se retiraron. Sin embargo, aunque habían rechazado a
los delegados jonios, despacharon hombres en un navío de cincuenta remos para
observar, a mi parecer, el estado de las cosas de Ciro y de la Jonia. Luego que
éstos llegaron a Focea, enviaron a Sardes al que de ellos era hombre de mayor
consideración, llamado Lacrines, para intimar a Ciro que no causase daño a
ninguna ciudad de Grecia, porque no lo mirarían con indiferencia.
153. Dícese que después de hablar así el heraldo, Ciro
preguntó a los griegos que estaban en su presencia, qué especie de hombres eran
los lacedemonios, y cuántos en número, para hacerle semejante declaración, e
informado, respondió al orador: «Nunca temí a unos hombres que tienen en medio
de sus ciudades un lugar donde se reúnen para engañarse unos a otros con sus
juramentos; si tengo salud, no serán las desgracias de los jonios tema de
parlería sino las suyas propias». Esas palabras lanzó contra todos los griegos
porque tienen mercados, mientras los persas no acostumbran tenerlos, ni poseen
siquiera lugares para ellos. Después de esto, Ciro confió Sardes al persa
Tábalo, al lidio Paccias el transporte del oro de Creso y de los otros lidios,
y partió para Ecbatana, llevando consigo a Creso, sin hacer el menor caso de
los jonios, al comienzo. Quienes le creaban dificultades eran Babilonia y el
pueblo bactrio, los sacas y los egipcios, contra los cuales se proponía marchar
en persona, enviando contra los jonios otro general.
154. Apenas Ciro había salido de Sardes, cuando Paccias
sublevó a los lidios contra Tábalo y contra Ciro y, habiendo bajado a la costa
del mar, como tenía todo el oro de Sardes, tomó a sueldo auxiliares, y
persuadió a la gente de la costa que se alistase con él. Marchó, pues, contra
Sardes, y sitió a Tábalo en la acrópolis.
155. Ciro, enterado de esto en el camino, dijo a Creso:
«¿Cuál será, Creso, el fin de estas cosas que me suceden? Ya está visto que los
lidios nunca me dejarán en paz ni vivirán en paz. Pienso si no sería lo mejor
reducirlos a esclavitud. Ahora veo que he hecho lo mismo que quien mata al
padre y perdona a los hijos. Así también yo te he tomado prisionero y te llevo
conmigo a ti que eras más que padre de los lidios, y dejé en sus manos la ciudad,
y luego me maravillo de que se rebelen». Expresaba Ciro lo que sentía, y Creso,
temeroso de la total ruina de Sardes, le respondió: «Rey, tienes mucha razón,
pero no te dejes dominar en todo del enojo, ni destruyas una ciudad antigua que
es inocente de lo pasado y de lo que ahora sucede. De lo pasado fui yo el autor
y en mi cabeza llevo el castigo; de lo que ahora sucede es culpable Paccias, a
quien confiaste Sardes: que él te dé satisfacción. Pero a los lidios,
perdónales y, para que no se rebelen otra vez ni te den qué temer, ordénales lo
siguiente: envíales pro-hibición de poseer armas de guerra, y mándales que lleven
túnica debajo del manto, que calcen coturnos; ordénales que aprendan a tocar la
cítara y tañer instrumentos con plectro y a cantar, y que enseñen a sus hijos a
comerciar. En breve, rey, los verás convertidos de hombres en mujeres, y cesará
todo temor de que se rebelen otra vez».
156. Creso aconsejaba esas medidas teniéndolas por
preferibles para los lidios, que no el ser vendidos por esclavos; bien sabía
que, de no proponer un pretexto especioso, no persuadiría al rey a mudar de
resolución, y por otra parte recelaba que si los lidios escapaban del peligro
actual se rebelasen más tarde contra los persas y pereciesen. Ciro, complacido
con el consejo, desistió de su enojo, y dijo a Creso que le obedecería. Llamó
al medo Mazares, le mandó que intimase a los lidios lo que le había aconsejado
Creso; y además que redujese a esclavitud a todos los demás que habían marchado
contra Sardes, y que de todos modos le trajesen vivo al mismo Paccias.
157. Dadas estas órdenes de camino, avanzó Ciro ha-cia
las comarcas de Persia. Paccias, informado de que estaba cerca el ejército que
venía contra él, se llenó de pavor, y huyó a Cima. El medo Mazares, que al
frente de una parte del ejército de Ciro —la que tenía a su mando— marchaba
contra Sardes, cuando vio que ya no se encontraban allí las tropas de Paccias,
ante todo obligó a los lidios a ejecutar las órdenes de Ciro y desde esta ordenación
mudaron los lidios todo su régimen de vida. Después Mazares envió mensajeros a
Cima, ordenando le entregasen a Paccias. Los cimeos acordaron remitirse para su
decisión al dios de los Bránquidas. Había allí un oráculo establecido de
antiguo, que acostumbraban consultar todos los jonios y los eolios. Este lugar
está en el territorio de Mileto, pasando el puerto de Panormo.
158. Los cimeos, pues, enviaron sus diputados a los
Bránquidas, y preguntaron qué deberían hacer con Paccias, para dar gusto a los
dioses. La respuesta a esta pregunta fue que entregasen Paccias a los persas.
Cuando llegó la respuesta y la escucharon los cimeos, se dispusieron a
entregarle. En esta disposición se hallaba la mayoría, cuando Aristódico, hijo
de Heraclides, sujeto de consideración entre sus conciudadanos, detuvo a los cimeos
para que no lo ejecutasen (desconfiando del oráculo y pensando que los
comisionados no decían la verdad) hasta que fuesen otros comisionados, en cuyo
número se incluyó el mismo Aristódico, a preguntar por segunda vez por Paccias.
159. Luego que llegaron a los Bránquidas, hizo Aristódico
la consulta en nombre de todos, y preguntó en estos términos: «¡Oh rey! Ha
llegado a nuestra ciudad como suplicante Paccias el lidio, huyendo de una
muerte violenta a manos de los persas. Éstos lo reclaman y mandan a los cimeos
que lo entreguen. Nosotros, aunque tememos el poder de los persas, no nos hemos
atrevido hasta ahora a entregar un refugiado antes que nos reveles claramente
cuál es el partido que debemos seguir». Así preguntó, y el dios le dio de nuevo
el mismo oráculo, con orden de entregar Paccias a los persas. Entonces Aristódico
con toda intención hizo lo siguiente: se puso a recorrer el templo, y a echar
de sus nidos a todos los gorriones y demás pájaros que habían anidado en el
templo. Dícese que mientras hacía esto salió una voz del santuario que se
dirigió a Aristódico y le dijo: «¡Oh el más impío de los hombres! ¿Cómo te
atreves a hacer tal cosa? ¿Arrojas del templo a mis suplicantes?» A esto
respondió Aristódico sin vacilar: «¡Oh rey!, tú proteges así a tus suplicantes
¿y mandas a los cimeos entregar el suyo?» Y luego el dios respondió nuevamente:
«Sí, lo mando para que por esa impiedad perezcáis cuanto antes, y no volváis
otra vez a mi oráculo a consultar sobre la entrega de suplicantes».
160. Cuando llegó la respuesta y la escucharon los
cimeos, no queriendo perecer si le entregaban, ni verse sitiados si le
retenían, le enviaron a Mitilene. Los mitileneos, cuando Mazares les despachó
mensajes para que entregasen a Paccias, se preparaban a hacerlo por cierta
recompensa que no puedo fijar exactamente, porque la cosa no llegó a
efectuarse. En efecto: cuando los cimeos supieron que los mitileneos tenían eso
entre manos, enviaron un navío a Lesbo y trasladaron a Paccias a Quío. Allí fue
sacado violentamente del templo de Atenea, patrona de la ciudad, y entregado
por los naturales de Quío. Los de Quío le entregaron a cambio de Atarneo, que
es un territorio de la Misia, frente a Lesbo. Los persas recibieron así a
Paccias y le tuvieron en prisión para presentarle a Ciro. Hubo un tiempo
bastante largo durante el cual ningún hombre de Quío enharinaba las víctimas
ofrecidas a los dioses con cebada de Atarneo, ni del grano nacido allí se
hacían tortas para los sacrificios; y se excluía todo producto de esa región de
todas las ceremonias religiosas.
161. Los de Quío, pues, entregaron a Paccias. Luego
Mazares marchó contra las ciudades que habían acudido con él a sitiar a Tábalo.
Redujo a esclavitud a los de Prie-ne, y corrió toda la llanura de Meandro para
ganar botín para sus tropas. Lo mismo hizo en Magnesia; pero inmediatamente de
esto murió de enfermedad.
162. A su muerte, vino para sucederle en el mando
Hárpago, también medo de nación, aquel a quien Astiages agasajó con impío
convite, y que había ayudado a Ciro a apoderarse del reino. Este hombre,
designado entonces general por Ciro, luego que llegó a Jonia, fue tomando las
plazas, valiéndose de terraplenes; porque cuando había obligado al enemigo a
retirarse dentro de las murallas, levantaba luego terraplenes contra las murallas,
y así las tomaba.
163. La primera ciudad que combatió fue Focea en la
Jonia. Estos foceos fueron los primeros griegos que hi-cieron largas
navegaciones y son los que descubrieron el Adriático, la Tirrenia, la Iberia y
Tarteso;[22] no
navegaban en naves redondas, sino en naves de cincuenta remos. Aportaron a
Tarteso y se ganaron la amistad del rey de los tartesios, llamado Argantonio,
el cual reinó ochenta años en Tarteso, y vivió no menos de ciento veinte. Los
foceos se ganaron a tal punto su amistad, que primero les invitó a abandonar la
Jonia y a establecerse en sus dominios, donde quisiesen. Y luego, como no les
podía persuadir, y se enteró de cómo progresaban los medos, les dio dinero para
rodear con un muro la ciudad. Y dio sin mezquindad, ya que tienen las murallas
no pocos estadios de contorno y son todas de piedras grandes y bien
ensambladas.
164. De ese modo hicieron los foceos su muro. Hárpago
cuando hubo avanzado su ejército, les puso sitio, proclamando que se daría por satisfecho
si los foceos querían demoler un solo lienzo de la muralla y consagrar una sola
habitación. Los sitiados, que no podían llevar con paciencia la esclavitud,
dijeron que querían deliberar durante un solo día y que entre tanto retirase
las tropas del muro. Hárpago les respondió que aunque sabía muy bien lo que
iban a hacer, consentía, no obstante en permitirles que deliberasen. Mientras
Hárpago retiraba su ejército del muro, los foceos botaron sus naves, en las que
habían embarcado a sus hijos y mujeres con todos sus muebles y alhajas, como
también las estatuas de sus templos y demás ofrendas, menos los bronces o mármoles
o pinturas. Puesto a bordo todo el resto, se embarcaron ellos y se trasladaron
a Quío. Los persas ocuparon la ciudad desamparada de sus moradores.
165. Los foceos trataron de comprar las islas llamadas
Enusas, pero los de Quío no se las quisieron vender, temerosos de que se
convirtieran en un centro comercial y que la isla de ellos quedase excluida de
ese comercio. Entonces los foceos se dirigieron a Córcega, porque en Córcega
veinte años antes en virtud de un oráculo, habían fundado una ciudad llamada
Alalia. Por entonces había ya muerto Argantonio. Al dirigirse a Córcega ante
todo navegaron hacia Focea, y pasaron a cuchillo la guarnición de los persas, a
la cual Hárpago había confiado la defensa de la ciudad. Luego, ya ejercitado
esto, pronunciaron recias maldiciones contra el que desistiese del viaje;
además, echaron al mar una masa de hierro y juraron no volver a Focea antes de
que aquella masa reapareciese. Sin embargo, mientras se dirigían a Córcega, más
de la mitad de ellos echaron de menos, enternecidos, a su ciudad y al país en
que estaban acostumbrados a vivir y faltando a lo jurado, navegaron de vuelta
hacia Focea. Pero los que de ellos guardaron su juramento, alzaron la vela en
las islas Enusas y se hicieron al mar.
166. Después que llegaron a Córcega, vivieron cinco
años en compañía de los que habían llegado primero, y edificaron allí sus
templos. Pero como saqueaban y pillaban a todos sus vecinos, unidos de común
acuerdo los tirrenos y los cartagineses, les hicieron la guerra, armando cada
uno sesenta naves. Los foceos tripularon también sus bajeles en número de
sesenta, y les salieron al encuentro en el llamado mar de Cerdeña. Se empeñó un
combate naval, y tuvieron los foceos una victoria cadmea:[23]
perdieron cuarenta naves y las veinte que se salvaron quedaron inútiles, pues
sus espolones se torcieron. Se volvieron a Alalia, y tomando a sus hijos y
mujeres, con todos los bienes que las naves podían llevar, dejaron a Córcega y
se dirigieron a Regio.
167. Los cartagineses y los tirrenos se sortearon
los tripulantes de las naves destruidas, y como a los agileos, entre los
tirrenos, les cupiese en suerte el mayor número, los sacaron a tierra y los
lapidaron. Sucedió después a los agileos que todo lo que pasaba por el paraje
donde estaban los foceos apedreados, quedaba contrahecho, estropeado, tullido,
lo mismo si era cabeza de ganado, bestia de carga u hombre. Queriendo remediar
su culpa, enviaron los agileos a consultar a Delfos, y la Pitia les mandó hacer
lo que aún ahora practican los agileos, pues celebran magníficas exequias en
honor de los muertos e instituyen un certamen gímnico y ecuestre. Tal fue el
fin de estos foceos. Los otros que se habían refugiado en Regio, saliendo
después de esta ciudad, se apoderaron en el territorio de Enotria de la que
ahora llaman Híela; y la colonizaron por haber oído a un hombre de Posidonia
que cuando la Pitia les había hablado en su oráculo de la colonia de Cima se
había referido al héroe y no a la isla.
168. Así sucedió con Focea, la ciudad de Jonia; lo
mismo hicieron los teyos; pues cuando Hárpago tomó la ciudad, por medio de
terraplenes, se embarcaron todos en sus naves y se fueron a Tracia; allí
poblaron a Abdera; la había edificado antes Timesio de Clazómena, pero no la
había podido disfrutar por haberle arrojado de ella los tracios; al presente
los teyos de Abdera le honran como a héroe.
169. Éstos fueron los únicos entre los jonios que, no
pudiendo tolerar la esclavitud, abandonaron su patria. Los demás (dejando
aparte a los de Mileto) presentaron batalla a Hárpago, como los que emigraron,
y combatiendo cada cual por su patria, se condujeron como valientes; derrotados
y hechos prisioneros, se quedaron cada uno en su país reducidos a obediencia.
Los milesios, según ya dije antes, como habían hecho pacto con Ciro, se
estuvieron quietos. Así, pues, la Jonia fue avasallada por segunda vez. Los
jonios de las islas, cuando vieron que Hárpago había sometido ya a los del
continente, aterrados por lo sucedido, se entregaron a Ciro.
170. Cuando los jonios, a pesar de sus apuros, se reunieron
en Panjonio, les dio Biante, según he oído, natural de Priene, un consejo
utilísimo que, si se hubiese seguido, les hubiese hecho los más felices de los
griegos. Les exhortó a formar una sola escuadra, hacerse a la vela para Cerdeña
y fundar luego un solo Estado, compuesto de todos los jonios; con lo cual se
librarían de la esclavitud y vivirían dichosos, poseyendo la mayor isla de todas,
y teniendo el mando en otras; en cambio, si se quedaban en la Jonia, afirmaba,
no veía cómo podrían aún tener libertad. Tal fue el consejo de Biante de Priene
después del desastre de los jonios. También era bueno el consejo que antes del
desastre de Jonia les había dado Tales, natural de Mileto, aunque de familia
originariamente fenicia. Éste invitaba a los jonios a tener un consejo único y
que estuviesen en Teas (por hallarse Teas en medio de Jonia) y considerar las
demás ciudades ni más ni menos que distritos. Estos sabios, pues, les dieron tales
consejos.
171. Hárpago, después de conquistar la Jonia, hizo
una campaña contra los carios, los caunios y los licios, llevando consigo
jonios y eolios. De estos pueblos, los carios pasaron de las islas al
continente; antiguamente eran súbditos de Minos, se llamaban léleges y moraban
en las islas, sin pagar ningún tributo (hasta donde puedo remontarme de oídas),
pero siempre que lo pedía Minos, le tripulaban las naves; y como Minos había sometido
muchas tierras y era afortunado en la guerra, hacia este mismo tiempo el pueblo
cario era con mucho el más famoso de todos. E inventó tres cosas que los
griegos han utilizado, pues fue quien enseñó a sujetar penachos a los morriones
y a pintar las empresas en los escudos; y fueron los primeros en ponerles asas,
pues hasta entonces todos los que acostumbraban usar escudo le llevaban sin
asas, y lo manejaban con unos tahalíes de cuero que ceñían el cuello y el
hombro izquierdo. Luego, mucho tiempo después, los dorios y los jonios
arrojaron de las islas a los carios, y así pasaron al continente.
Eso es lo que dicen los cretenses con respecto a
los carios; pero ellos pretenden ser originarios del continente, y haber tenido
siempre el mismo nombre que ahora; y alegan el antiguo templo de Zeus caria, en
Milasa, el cual es común a los misios y a los lidios, como hermanos que son de
los carios, pues dicen que Lido y Misa fueron hermanos de Car. A estos pueblos
les es común no así a cuantos tengan otro origen, aunque hablen la misma lengua
que los carios.
172. Los caunios, a mi entender, son originarios
del país: no obstante, pretenden proceder de Creta. En cuanto a la lengua, se
han arrimado al pueblo cario —o los carios al caunio: no lo puedo juzgar con
exactitud—, pero tienen unas costumbres muy diferentes de los demás hombres y
de los carios mismos. Para ellos es muy ho-nesto reunirse para beber en grupo
hombres, mujeres y niños, según la edad y grado de amistad. Habían adoptado
cultos extranjeros; pero arrepintiéndose después, y no queriendo tener más
dioses que los de sus padres, tomaron las armas todos los caunios adultos, y
golpeando con sus lanzas el aire, llegaron hasta los confines de Calinda
diciendo que echaban de su país a los dioses extranjeros.
173. Tales son las costumbres que observan. Los licios
proceden originariamente de Creta, que en lo antiguo estuvo toda poblada de
bárbaros. Cuando los hijos de Europa, Sarpedón y Minos, se disputaron en Creta
el imperio, al quedar Minos vencedor en la contienda echó a Sarpedón y a sus
partidarios. Los expulsados aportaron a Milíade, comarca del Asia, pues la que al
presente ocupan los licios era antiguamente la Milíade, y los milias se
llamaban entonces sólimos. Mientras Sarpedón tenía el mando de los licios,
éstos se llamaban termilas, nombre que habían traído consigo y con el que
todavía ahora son llamados los licios por sus vecinos. Pero, después que Lico,
hijo de Pandión, arrojado también por su hermano Egeo, llegó a Atenas y se
refugió entre los termilas junto a Sarpedón, con el tiempo, por el nombre de
Lico, se llamaron licios. Sus usanzas en parte son cretenses, y en parte
carias; he aquí una muy particular en la que no se parecen al resto de los
hombres: se llaman por sus madres y no por sus padres; si uno pregunta a su
vecino quién es, le dirá su abolengo por parte de madre, y enumerará los
antepasados de su madre. Si una ciudadana se junta con un esclavo, los hijos
son tenidos por ingenuos; pero si un ciudadano, aunque sea el primero entre
ellos, tiene una mujer extranjera o una concubina, los hijos son infames.
174. Los carios, sin dar muestra alguna de valor, fueron
esclavizados por Hárpago; ni los mismos carios dieron muestra alguna de valor
ni todos los griegos que moran en aquella región. Y moran entre otros los
cnidios, colonos de los lacedemonios, cuyo país mira al mar (y se llama en
particular el Triopio) y empieza en la península de Bibaso: toda la Cnidia,
salvo una pequeña parte, está rodeada por el mar, pues la limita por el Norte
el golfo Cerámico, y por el Sur el mar de Sima y de Rodas. En esa pequeña
parte, que era de unos cinco estadios, cavaron los cnidios un canal, queriendo
hacer que toda la región fuese una isla, mientras Hárpago sometía a la jonia. Y
en efecto, más acá del canal, toda era isla, pues el istmo en que cavaban está
en la parte en que el territorio de Cnidia termina en el continente. Los
cnidios trabajaban con mucha mano de obra pero, notando que los trabajadores
padecían más de lo razonable y natural en todas las partes del cuerpo, y
particularmente en los ojos, al romper la piedra, enviaron mensajeros a Delfos
para consultar por la dificultad. La Pitia, según cuentan los mismos cnidios,
les respondió así, en verso trímetro:
Ni canales ni muros en el istmo:
Zeus la formara isla, si quisiese.
Al responder esto la Pitia, suspendieron los
cnidios la excavación, y cuando Hárpago vino contra ellos con su ejército, se
entregaron sin combate.
175. Más allá de Halicarnaso moraban tierra adentro
los pedaseos. Siempre que a éstos o a sus vecinos les amenaza algún desastre,
le sale una gran barba a la sacerdotisa de Atenea, cosa que les sucedió tres
veces. Los pedaseos fueron los únicos en toda la Caria que por algún tiempo
hicieron frente a Hárpago, y no le dejaron en paz fortificando el monte que se
llama Lida.
176. Los pedaseos, pues, al cabo de algún tiempo
fueron derrotados. Cuando Hárpago condujo sus tropas a la llanura de Janto,
salieron los licios, y peleando pocos contra muchos, demostraron su valor; pero
derrotados y encerrados en la ciudad, reunieron en la acrópolis a sus mujeres,
hijos, dinero y esclavos, y luego prendieron fue-go y quemaron toda la
acrópolis. Tras esto, después de obligarse con terribles juramentos, dieron un
rebato, y todos murieron peleando. De los jantios que ahora pretenden ser
licios, los más son advenedizos, salvo ochenta familias. Estas ochenta familias
se hallaban a la sazón fuera de su patria, y así se salvaron. De este modo se
apoderó Hárpago de la ciudad de Janto, y de modo semejante se apoderó de la de Cauno,
porque los caunios imitaron en todo a los licios.
177. Hárpago asolaba el Asia occidental y Ciro en
persona el Asia oriental, sometiendo toda nación, sin per-donar a ninguna. Pasaremos
en silencio la mayor parte; recordaré aquellas que le dieron más que hacer y
que son más dignas de narrarse.
178. Ciro, cuando tuvo bajo su mano todo el continente,
atacó a los asirios. La Asiria tiene, sin duda, muchas y grandes ciudades, pero
la más renombrada y fuerte, donde se encontraba el palacio real, después de la
destrucción de Nínive, era Babilonia, que tiene la siguiente forma: se halla en
una gran llanura, en un cuadrado, y cada frente tiene ciento veinte estadios de
largo; estos estadios del contorno de la ciudad son en total cuatrocientos
ochenta. Éste es, pues, el tamaño de la ciudad de Babilonia, y estaba ordenada
como ninguna otra ciudad que nosotros sepamos. Primeramente la rodea un foso profundo,
ancho y lleno de agua. Después una muralla que tiene de ancho cincuenta codos
reales, y doscientos de alto, y el codo real es tres dedos más grande que el común.
179. Debo explicar además en qué se empleó la
tierra sacada del foso, y cómo se hizo la muralla. Al mismo tiempo que cavaban
el foso hacían ladrillos con la tierra que sacaban de la excavación y, después
de formar suficiente número de ladrillos, los cocían en hornos. Después, usando
como argamasa asfalto caliente e intercalando cada treinta filas de ladrillos
unos zarzos de cañas, construyeron primero los bordes del foso, luego, y del mismo
modo, la muralla misma. En lo alto de ésta, a lo largo del borde, fabricaron
unas casillas de una sola pieza, las unas frente a las otras, y en medio de las
casillas dejaron suficiente espacio para que pudiese circular una carroza. En
el recinto de los muros hay cien puertas, todas de bronce lo mismo que sus
quicios y dinteles. A ocho jornadas de camino de Babilonia hay otra ciudad, su
nombre es Is. Allí hay un río no muy grande; el nombre del río es también Is;
vierte su corriente en el río Éufrates. Este río Is lleva junto con su
corriente muchos grumos de asfalto, de donde se transportó el asfalto para los
muros de Babilonia.
180. De este modo, pues, se hicieron las murallas
de Babilonia. La ciudad está dividida en dos partes, porque por medio de ella
pasa el río grande, profundo y rápido, que desemboca en el mar Eritreo. La
muralla, haciendo un recodo a cada lado, va a dar al río, y desde allí a lo
largo del río, en una y otra orilla se extiende una albarrada de ladrillos
cocidos. La ciudad, llena de casas de tres y cuatro pisos, está cortada en
calles rectas, tanto las transversales que corren al río como las restantes.
Frente a cada calle había en la albarrada, a lo largo del río, unas paternas en
número igual al de los caminos. También eran de bronce y llevaban al río mismo.
181. Ese muro es la coraza de la ciudad; por dentro
corre otro muro no mucho más débil que el otro, aunque más estrecho. En cada
una de las dos partes de la ciudad había en el centro un lugar fortificado: en
una el palacio real, con un muro grande y fuerte, y en la otra el templo de
Zeus Belo con puertas de bronce. Este templo, que todavía duraba en mis días,
es un cuadrado de dos estadios de lado. En medio del templo está construida una
torre maciza que tiene un estadio de largo y otro de ancho. Sobre esta torre se
levanta otra, y sobre ésta una tercera, hasta llegar a ocho torres. La rampa
que lleva a ellas está construida por fuera en círculo alrededor de todas las torres,
y a la mitad de la rampa hay un rellano con asientos para descansar, donde se
sientan y descansan los que suben. En la última torre se encuentra un gran
templo y dentro del templo hay una gran cama muy bien puesta y a su lado una
mesa de oro. No está colocada allí estatua ninguna, y no puede quedarse de
noche persona alguna, fuera de una sola mujer hija del país, a quien entre
todas escoge el dios, según refieren los caldeos, que son los sacerdotes de ese
dios.
182. Dicen estos mismos (dicho que para mí no es
creíble) que viene por la noche el dios mismo y reposa en la cama, del mismo modo
que sucede en Tebas de Egipto, según los egipcios (pues también allí duerme una
mujer en el templo de Zeus Tebano, y aseguran que ambas mujeres no tienen
comunicación con hombre alguno), y del mismo modo que sucede en Pátara de
Licia, donde la sacerdotisa del dios, cuando está —pues no siempre hay allí
oráculo—, pero cuando está, queda por la noche encerrada en el templo.
183. En el templo de Babilonia hay abajo otro templo,
donde se halla una gran estatua de oro de Zeus sentado; junto a ella una gran
mesa de oro, y la silla y el escabel son de oro, y el todo, según dicen los
caldeos, está hecho con ochocientos talentos de oro. Fuera del templo, hay un
altar de oro. Hay también otro altar grande donde se sacrifican las reses
crecidas, pues en el altar de oro no es lícito sacrificar sino víctimas
tiernas. Todos los años, cuando celebran la fiesta de este dios, los caldeos queman
en el altar mayor mil talentos de incienso. En ese templo había además en aquel
tiempo una estatua de doce codos, de oro macizo; yo por mi parte no la he
visto, pero refiero lo que dicen los caldeos. Darío, hijo de Histaspes puso
asechanzas a esta estatua, pero no se atrevió a tomarla, pero Jerjes, hijo de
Darío, la tomó y dio muerte al sacerdote que prohibía mover la estatua. Tal es
el adorno de este templo; hay además muchas ofrendas particulares.
184. Entre los muchos reyes de Babilonia que sin duda
adornaron las murallas y templos, y de los cuales haré memoria en las historias
de Asiria, hubo en particular dos mujeres. La que reinó primero, que vivió
cinco generaciones antes de la segunda y se llamó Semíramis, levantó en la
llanura unos terraplenes dignos de verse: antes el río solía anegar toda la
llanura.
185. La reina que nació después de ésta y se llamó
Nitocris fue más sagaz que la que había reinado antes, no sólo porque dejó
monumentos que describiré, sino también porque viendo que el imperio de los
medos era grande y no pacífico, y había ido conquistando varias ciudades, entre
ellas Nínive, tomó contra ellos todas las cautelas que pudo.
Primeramente, convirtió el Éufrates, que corre por
medio de la ciudad, y antes era recto, en un río tan sinuoso (mediante los
canales que hizo abrir en lo alto) que en su curso toca tres veces a una de las
aldeas de Asiria; y ahora, los que se trasladan desde el Mediterráneo a Babilonia,
al bajar por el Éufrates, en tres días llegan tres veces a la misma aldea. Así
hizo esta obra; y a lo largo de cada orilla del río levantó un terraplén digno
de admiración por el tamaño y altura que tiene. Y en un lugar mucho más alto
que Babilonia, mandó hacer un estanque para una laguna poco distante del mismo
río. En cuanto a la profundidad, hizo dar con el agua viva, y en cuanto a
extensión, le dio cuatrocientos veinte estadios de contorno, y empleó la tierra
que salió de aquella excavación para depositarla en las orillas del río.
Después que estuvo excavada, hizo traer piedras y la rodeó de un parapeto. Hizo
esas dos obras, la sinuosidad del río y la excavación de todo el pantano, para
que quebrándose la corriente del río, en varias vueltas, fuese más lenta, la
navegación a Babilonia más larga y después de la navegación se tuviese que dar
un largo rodeo a la laguna. Por esta razón hizo Nitocris esas obras en la parte
del país donde estaban los pasos y el atajo del camino de la Media, para
impedir que los medos tuviesen trato con los asirios y se enterasen de sus
asuntos.
186. Resguardó la ciudad con esta excavación y por
añadidura sacó esta otra ventaja. Estando Babilonia dividida en dos partes y
hallándose en medio el río, en tiempo de los reyes anteriores cuando uno quería
pasar de una parte a la otra, era preciso pasar en barca; lo que, según pienso,
era enojoso. Nitocris proveyó también a esto, pues, después de excavar el
estanque para la laguna, dejó de la misma obra otro recuerdo: hizo cortar
piedras grandísimas, y cuando estuvieron dispuestas las piedras y excavado el
lugar, desvió toda la corriente del río al lugar excavado. Mientras éste se iba
llenando, seco ya el antiguo cauce, Nitocris por una parte revistió las orillas
del río que cruza la ciudad y las callejas que llevan las paternas al río con
ladrillos cocidos, del mismo modo que para la muralla; y por otra parte
construyó un puente, más o menos en el medio de la ciudad, con las piedras que
ha-bía excavado, uniéndolas con hierro y plomo. Todas las mañanas hacía tender
sobre el puente unos maderos cuadrados, sobre los cuales pasaban los
babilonios, y durante la noche quitaban esos maderos, para que la gente no
cruzase de noche y se robasen unos a otros. Después, cuando la excavación se
transformó en una laguna llena, gracias al río, y la obra del puente estuvo en
orden, volvió a llevar el río Éufrates de la laguna a su antiguo cauce. Y así
la transformación de la excavación en un pantano pareció oportuna, y los
ciudadanos tuvieron aparejado su puente.
187. Esta misma reina urdió también la siguiente astucia.
Encima de las puertas más frecuentadas de la ciudad hizo construir su sepulcro,
suspendido en lo alto de las mismas puertas y grabó en el sepulcro una
inscripción que decía así: «Si alguno de los reyes de Babilonia que vengan
después de mí escaseare de dinero, abra el sepulcro y tome cuanto quiera; pero
si no escaseare no le abra por otro motivo: porque no redundará en su provecho».
Este sepulcro permaneció intacto hasta que el reino recayó en Darío. Terrible
cosa parecía a Darío no servirse de aquella puerta, y no aprovecharse del
dinero que estaba a mano cuando la inscripción misma le instaba a ello. Y no se
servía de la puerta por motivo de que al pasar por ella hubiera tenido un
muerto sobre su cabeza. Abrió el sepulcro y no encontró dinero, pero sí el
cadáver y una inscripción que decía así: «Si no fueses insaciable de dinero y
amigo de torpe lucro, no abrirías los ataúdes de los muertos».
188. Tal fue, según cuentan, la reina Nitocris.
Ciro entró en campaña contra el hijo de esta mujer, que llevaba el nombre de su
padre, Labineto, y reinaba entonces en Asiria. El gran rey entra en campaña,
bien provisto de víveres y ganados traídos de su casa y también lleva consigo
agua del río Coaspes, que pasa por Susa, y es el único río del que bebe el rey,
y no de ningún otro. Adonde quiera que viaja le siguen muchísimos carros de cuatro
ruedas, tirados por mulas; los cuales transportan en vasijas de plata agua
hervida de este río Coaspes.
189. Cuando Ciro, marchando a Babilonia, llegó al
Gindes (río que tiene sus fuentes en las montañas macienas, y corriendo después
por el territorio de los dardaneos desemboca en otro río, el Tigris, que pasa
por la ciudad de Opis y desemboca en el mar Eritreo);[24]
pues cuando Ciro trató de pasar aquel río, que es navegable, uno de sus
sagrados caballos blancos saltó por fuerza al río y quiso pasarlo; pero el río
le cubrió y le arrastró bajo las aguas. Ciro se enojó mucho ante el insulto del
río, y le amenazó con dejarle tan desvalido, que en lo sucesivo hasta las
mujeres lo atravesarían sin mojarse la rodilla. Después de esta amenaza,
abandonó la expedición contra Babilonia, dividió su ejército en dos partes, y así
dividido en cada orilla del Gindes tendió unos cordeles con los que marcó
ciento ochenta acequias, orientadas en toda dirección; alineó sus tropas y les
ordenó cavar; y como era tanta la muchedumbre que trabajaba, llevó a cabo la
labor pero en ese trabajo pasaron allí todo el verano.
190. Después que Ciro castigó al río Gindes dividiéndole
en trescientos sesenta canales, cuando asomaba ya la primavera siguiente,
marchó contra Babilonia. Los babilonios salieron armados y le aguardaron;
cuando en su marcha llegó cerca de la ciudad, le presentaron batalla, y
derrotados se encerraron en la ciudad fuerte. Pero como bien sabían de antemano
que Ciro no se estaba quieto pues le veían acometer igualmente a todos los
pueblos, abastecieron la ciudad de víveres para muchos años, y por entonces no
hacían ningún caso del sitio. Ciro no sabía qué partido tomar viendo que pasaba
tanto tiempo sin que en nada adelantase su empresa.
191. Ya fuese, pues, que alguno se lo aconsejase
viéndole en apuro o que él mismo advirtiese lo que había de hacer, tomó esta
resolución: formó todas sus tropas, unas desde la entrada del río, en la parte
por donde entra en la ciudad, y otras en la parte detrás de la ciudad por donde
el río sale, y ordenó al ejército que luego que viese que la corriente se había
hecho vadeable, entrasen en la ciudad por ese camino. Después de esas
disposiciones y de esas instrucciones se marchó con los hombres inútiles para
el combate. Al llegar a la laguna, hizo lo mismo que había hecho la reina
Nitocris con el río y la laguna. Por medio de un canal llevó el río a la laguna
que estaba hecha un pantano, y así al bajar el río, hizo vadeable el antiguo
cauce. Cuando esto se logró, los persas, apostados para ello, penetraron en
Babilonia por el cauce del Éufrates, que había bajado más o menos a la altura
de la mitad del muslo. Si los babilonios hubiesen sabido o hubiesen advertido
por anticipado lo que se hacía por orden de Ciro, hubieran permitido a los
persas entrar en la ciudad y los hubieran hecho morir miserablemente. Porque
con cerrar todas las poternas que dan al río, y subirse a las albarradas que
recorren sus orillas, los hubieran cogido como en nasa. Pero los persas se
presentaron de improviso y, según dicen los habitantes de la ciudad, estaban ya
prisioneros los que moraban en los extremos de ella, y los que vivían en el
centro no se daban cuenta, a causa del tamaño de la ciudad, y como casualmente
tenían una fiesta, durante ese tiempo bailaban y se regalaban, hasta que se
enteraron sobradamente.
192. De este modo fue tomada entonces Babilonia por
primera vez. Demostraré cuán grande es la riqueza de los babilonios con muchas
pruebas y entre ellas la siguiente: el gran rey tiene repartida toda la tierra
sobre la que manda de modo que, además del tributo suministre alimento para él
y para el ejército. De los doce meses que forman el año, hay cuatro en que lo
alimenta la comarca de Babilonia, y en los otros ocho lo restante del Asia.
Así, la Asiria constituye por su riqueza la tercera parte de toda el Asia. Y el
gobierno de esta región, que los persas llaman satrapía, es con mucho el
principal de todos, ya que Tritantecmes, hijo de Artabazo, gobernador de esa
provincia por el rey, percibía diariamente una ártaba llena de plata (la
ártaba es una medida persa que contiene tres quénices áticos más que un medimno
ático). Tenía de su propiedad, sin contar los caballos de guerra, ochocientos
caballos padres y dieciséis mil yeguas. Y era tanta la abundancia de perros
indios que criaba, que cuatro grandes aldeas de la llanura, exentas de las
demás contribuciones, tenían cargo de dar alimento a estos perros.
193. Tales riquezas tenía el gobernador de
Babilonia. En la tierra de los asirios llueve poco; ese poco es lo que hace
crecer la raíz del trigo; regada con el agua del río, la mies madura, y el
grano llega a sazón. Pero no como en Egipto, donde el río mismo crece e inunda
los sembrados, sino regando a mano o con norias. Porque toda la región de
Babilonia, del mismo modo que el Egipto, está cortada por canales; y desde el
Éufrates llega a otro río, el Tigris, en cuya orilla se halla Nínive.
Ésta es con mucho la mejor tierra que sepamos para
producir el fruto de Deméter; bien que ni siquiera intenta producir los otros
árboles, como la higuera, la vid y el olivo. Pero en el fruto de Deméter es tan
feraz, que da por lo general doscientos por uno; y cuando más se supera a sí
misma llega a trescientos. Allí las hojas del trigo y de la cebada llegan
fácilmente a tener cuatro dedos de ancho; el mijo y el sésamo llegan a ser
árboles de tal tamaño que, aunque no tengo averiguado, no haré memoria de ello,
pues sé bien que también ha parecido en extremo increíble a los que no han
visitado la comarca de Babilonia cuanto dije tocante a los granos.
No usan para nada aceite sino que hacen un ungüento
de sésamo. Tienen palmas, que nacen en toda la llanura, y las más de ellas dan
fruto con el cual preparan alimento, vino y miel. Las cuidan como a las
higueras; en particular toman el fruto de las palmas que los griegos llaman
machos y los atan a las que dan los dátiles, para que el cínife penetre en el
dátil y lo madure y no caiga el fruto de la palma, pues la palma macho cría en
el fruto cínifes lo mismo que el cabrahigo.
194. Voy a explicar lo que para mí, después de la
ciudad misma, es la mayor de todas las maravillas de aquella tierra. Los barcos
en que navegan río abajo a Babilonia son redondos y todos de cuero. En la
región de Armenia situada río arriba con respecto a Asiria, cortan sauces y
fabrican las costillas del barco; por fuera extienden sobre ellas para
cubrirlas unas pieles, a modo de suelo, sin separar las costillas para formar
la popa ni juntarlas para formar la proa, antes bien lo hacen redondo como un
escudo; rellenan toda esta embarcación de paja, la cargan de mercadería y la
botan para que la lleve el río. Transportan sobre todo tinajas de vino de
palma. Dos hombres en pie gobiernan el barco por medio de dos remos a manera de
palas; el uno empuja el remo hacia adentro y el otro hacia afuera. Estos barcos
se construyen unos muy grandes y otros menores; los más grandes llevan una
carga de hasta cinco mil talentos. En cada barco va un asno vivo, y en los más
grandes van muchos. Luego que han llegado a Babilonia y despachado la carga,
venden en almoneda las costillas y toda la paja del barco. Cargan después en
sus asnos los cueros, y parten para la Armenia, porque es del todo imposible
navegar río arriba, a causa de la rapidez de su corriente. Y por eso también no
fabrican los barcos de maderos, sino de cueros. Cuando, arreando sus asnos,
llegan de vuelta a la Armenia, hacen del mismo modo otros barcos.
195. Tales, pues, son sus barcos. Llevan esta ropa:
se ponen una túnica talar de lino, y sobre ésta otra de lana; y se envuelven en
un manto blanco; usan el calzado del país, parecido a los zapatos de Beocia. Se
dejan crecer el cabello y lo atan con mitras y se ungen todo el cuerpo. Cada
uno tiene sello y un bastón labrado y en el puño de cada bastón está labrada
una manzana, o una rosa, o un lirio, o un águila u otra cosa semejante; pues no
acostumbran llevar el bastón sin algún emblema.
196. Tal, pues, es su atavío. Las costumbres establecidas
entre ellos son las siguientes y a mi parecer ésta (de la que según oigo decir,
usan también los énetos de Iliria) es la más sabia. En cada aldea, una vez al
año, se hace lo siguiente: reunían cada vez cuantas doncellas tenían edad para
casarse y las conducían a un sitio; en torno de ellas había una multitud de
hombres en pie. Un pregonero las hacía levantar una tras una y las iba
vendiendo, empezando por la más hermosa de todas. Después de venderse ésta por
mucho oro, pregonaba a la que seguía en hermosura, y las vendían para esposas.
De este modo los babilonios ricos que estaban por casarse, pujando unos con
otros, adquirían las más lindas. Pero los plebeyos que estaban por casarse y
para nada necesitaban una buena presencia, recibían dinero y las doncellas más
feas. Pues cuando el pregonero acababa de vender a las más hermosas hacía poner
en pie a la más fea o a una estropeada si alguna había, y pregonaba quién
quería casarse con ella recibiendo menos dinero, hasta adjudicarla al que la
aceptaba con la menor suma. El dinero provenía de las hermosas y así las bellas
colocaban a las feas y estropeadas. A nadie le era permitido colocar a su hija
con quien quisiera, ni llevarse la doncella sin fiador aunque la hubiera
comprado; había que dar fiadores de que se casaría con ella y así llevárselas;
si no se ponían de acuerdo, mandaba la ley devolver el dinero. También estaba
permitido comprar mujer a quien quisiera hacerlo aun viniendo de otra aldea.
Tal era la mejor costumbre que tenían, pero ahora no subsiste. Recientemente
han inventado otro uso, a fin de que no sufran perjuicio las doncellas, ni sean
llevadas a otro pueblo. Como después de la toma de la ciudad muchas familias
han sufrido desgracia y ruina, todo plebeyo falto de medios de vida prostituye
a sus hijas.
197. Sigue en sabiduría esta otra costumbre que tienen
establecida. Sacan los enfermos a la plaza, pues no tienen médicos. Se acercan
los transeúntes al enfermo y le aconsejan sobre su enfermedad, si alguno ha
sufrido un mal como el que tiene el enfermo o ha visto a alguien que lo sufriese;
se acercan y le aconsejan todo cuanto hizo él mismo para escapar de semejante
enfermedad, o cuanto vio hacer a otro que escapó de ella. No les está permitido
pasar de largo sin preguntar al enfermo qué mal tiene.
198. Entierran sus muertos en miel; sus endechas
son parecidas a las del Egipto. Todas las veces que un marido babilonio tiene
comunicación con su mujer, quema incienso y se sienta al lado, y lo mismo hace
la mujer sentada en otro sitio. Al amanecer los dos se lavan y no tocan vasija
alguna antes de lavarse. Esto mismo hacen también los árabes.
199. La costumbre más infame de los babilonios es
ésta: toda mujer natural del país debe sentarse una vez en la vida en el templo
de Afrodita y unirse con algún forastero. Muchas mujeres orgullosas por su
opulencia, se desdeñan de mezclarse con las demás, van en carruaje cubierto y
quedan cerca del templo; les sigue gran comitiva. Pero la mayor parte hace así:
muchas mujeres se sientan en el recinto de Afrodita llevando en la cabeza una
corona de cordel; las unas vienen y las otras se van. Quedan entre las mujeres
unos pasajes tirados a cordel, en todas direcciones, por donde andan los
forasteros y las escogen. Cuando una mujer se ha sentado allí, no vuelve a su
casa hasta que algún forastero le eche dinero en el regazo, y se una con ella
fuera del templo. Al echar el dinero, debe decir: «Te llamo en nombre de la diosa
Milita». Las asirias llaman «Milita» a Afrodita. Como quiera que sea la suma de
dinero, la mujer no la rehusará: no le está permitido, porque ese dinero es
sagrado; sigue al primero que le echa dinero, y no rechaza a ninguno. Después
de la unión, cumplido ya su deber con la diosa, vuelve a su casa, y desde
entonces por mucho que le des no la ganarás. Las que están dotadas de hermosura
y talla, pronto se vuelven; pero las que son feas se quedan mucho tiempo sin
poder cumplir la ley, y algunas quedan tres y cuatro años. Existe en ciertas
partes de Chipre una costumbre semejante a ésta.
200. Éstas son las costumbres establecidas entre
los babilonios. Tienen tres tribus que no comen nada sino pescado solamente;
después de pescado y secado al sol, lo preparan así: lo echan en un mortero, lo
machacan con pilones y lo tamizan a través de un lienzo y, el que quiere lo
come amasado como pasta y el que quiere lo cuece como pan.
201. Después que Ciro sometió también a este pueblo,[25]
quiso reducir a su obediencia a los maságetas. Dícese que esta nación es grande
y valiente. Está situada hacia la aurora y el sol levante, más allá del río
Araxes, y frente a los isedones. Hay quienes digan que este pueblo es escítico.
202. El río Araxes según unos es mayor y según
otros menor que el Istro. Dicen que hay en él muchas islas tan grandes como la
de Lesbos, y que los habitantes viven en el verano de las raíces de toda
especie que arrancan; guardan como sustento los frutos maduros de los árboles,
y de ellos se alimentan durante el invierno. Se dice que han descubierto
ciertos árboles que producen una fruta de la propiedad siguiente: cuando se
reúnen en grupos en un punto, encienden fuego, se sientan alrededor y arrojan
esa fruta; mientras se quema aspiran su olor, y se embriagan con él como los
griegos con el vino, y cuanta más fruta arrojan, tanto más se embriagan, hasta
que se levantan a bailar y cantar.
El río Araxes corre desde el país de los macienos
(de donde sale también el Gindes, al cual dividió Ciro en trescientos sesenta
canales) y desagua por cuarenta bocas; todas ellas menos una van a ciertas
lagunas y pantanos, donde se dice que viven unos hombres que se alimentan de
pescado crudo y acostumbran usar como vestido pieles de focas. Aquella boca
única del Araxes corre por terreno despejado al mar Caspio.
203. El mar Caspio es un mar aparte y no se mezcla
con el restante mar, mientras el mar todo en que navegan los griegos y el que
está más allá de las columnas de Heracles,[26]
y llaman Atlántico, como también el Eritreo, son todos uno mismo. Pero el
Caspio es otro mar aparte; su largo es de quince días de navegación a remo, y
su anchura, donde más ancho es, de ocho días. Por la orilla que mira a
Occidente, corre el Cáucaso, que en extensión es el mayor y en elevación el más
alto de los montes. El Cáucaso encierra dentro de sí muchas y variadas naciones,
las cuales viven casi totalmente de frutos silvestres. Dícese que hay entre
éstos árboles que producen hojas de tal suerte que machacadas y mezcladas con
agua, pintan con ellas figuras en sus vestidos y esas figuras no se borran con
el lavado, y duran tanto como la lana misma, como si estuviesen desde el
principio entretejidas. También se dice de estas gentes que tienen comercio en
público como el ganado.
204. Así, pues, la orilla de este mar Caspio que
mira a Occidente continúa con una llanura de inmensa extensión cuyos límites no
puede alcanzar la vista. De esta gran llanura una parte y no la menor de ella,
la ocupan los maságetas, contra quienes Ciro tuvo deseo de hacer guerra. Muchos
y grandes eran los motivos que le ensoberbecían e impulsaban. El primero, su
nacimiento, la creencia de que era más que hombre; el segundo, la fortuna que
tenía en sus guerras; pues adondequiera dirigía Ciro sus campañas, ningún
pueblo podía escapar.
205. Era una mujer quien reinaba entre los maságetas,
a la muerte de su marido. Su nombre era Tómiris. Ciro envió una embajada para
pretenderla, con pretexto de querer tenerla por mujer. Pero Tómiris
comprendiendo que no la pretendía a ella sino al trono de los maságetas, le
negó la entrada. Tras esto, como con astucia no adelantaba, Ciro se dirigió al
Araxes, y abiertamente hizo expedición contra los maságetas, echando puentes
sobre el río para el pasaje del ejército y levantando torres sobre las naves
que atravesaban el río.
206. Mientras Ciro se ocupaba de este trabajo, le envió
Tómiris un mensajero y le dijo: «Rey de los medos, deja de afanarte en lo que
te afanas, ya que no puedes saber si el cumplimiento de esta empresa redundará
en tu provecho. Déjala, reina en tu propia tierra, y permítenos gobernar lo que
gobernamos. Pero tú no querrás poner en práctica estos consejos y preferirás
cualquier cosa antes que vivir en paz. Pues si tanto deseas poner a prueba el
valor de los maságetas, ea, deja esa faena que has tomado de echar puentes
sobre el río. Nosotros nos retiraremos tres jornadas de camino del río, y tú
pasa a nuestra tierra; o si prefieres aguardarnos, haz tú lo mismo». Oído el
mensaje, convocó Ciro a los persas principales, y una vez reunidos les expuso
el asunto y les pidió su parecer sobre cuál de los dos partidos seguiría. Todos
convinieron en exhortarle a esperar a Tómiris y a su ejército en el territorio
persa.
207. Creso el lidio, que se hallaba presente,
desaprobó tal dictamen y manifestó una opinión contraria a la expuesta en estos
términos: «Rey, ya dije otras veces que, ya que Zeus me ha entregado a ti, con
todas mis fuerzas estorbaré cualquier desastre que vea amenazar a tu casa. Mis
desgracias, aunque amargas, se han tornado enseñanzas. Si te consideras
inmortal, y jefe de un ejército inmortal, ninguna necesidad tendría de
manifestarte mi opinión; pero, si adviertes que tú también eres un hombre y que
mandas a otros hombres, considera ante todo que las cosas humanas son una
rueda, que al rodar no deja que unos mismos sean siempre afortunados. Y así, en
el asunto propuesto, soy de parecer contrario a los presentes. Pues si
decidimos recibir el enemigo en tu tierra, mira el peligro que hay en ello:
vencido, pierdes todo el imperio, pues es claro que si vencen los maságetas, no
se retirarán huyendo sino que avanzarán hacia tus dominios. Vencedor, no ganas
tanto como si venciéndoles en su propio país, persiguieras a los maságetas
fugitivos; pues invertiré la misma alternativa: después de vencer a los que se
te oponen marcharás en derechura contra el reino de Tómiris. Aparte estas
razones, sería vergonzoso para Ciro, hijo de Cambises, ceder ante una mujer y
abandonar el territorio. Ahora, pues, me parece que pasemos el río, y avancemos
tanto como ellos se retiren; y luego procuremos vencerlos de este modo: según
he oído los maságetas no tienen experiencia de las delicias persas, ni han
gustado grandes goces. A tales hombres convendría prevenirles en nuestro campo
un banquete, sin ahorrar nada, degollando y aderezando muchas reses, y
agregando además, sin ahorrar nada, crateras de vino puro y todo género de
manjares. Hecho esto, dejaríamos lo más flojo del ejército, y los restantes nos
retiraríamos hacia el río. Si no yerra mi consejo, al ver tantas delicias, se
abalanzarán a ellas y nos permitirán entonces hacer demostración de grandes
hazañas».
208. Éstos fueron los pareceres. Ciro, desechando
el primero y adoptando el de Creso, envió a decir a Tómiris que se retirase,
porque él pasaría el río y marcharía contra ella. Retiróse ella, en efecto,
como antes lo había manifestado. Ciro puso a Creso en manos de su hijo Cambises,
a quien entregaba el reino, encargándole que le honrase y tratase bien si no
resultaba feliz la expedición contra los maságetas. Después de tales recomendaciones
y de despacharles a Persia, él con su ejército cruzó el río.
209. Una vez pasado el Araxes, a la noche, mientras
dormía Ciro en tierra de los maságetas, tuvo esta visión: le pareció ver en
sueños al hijo mayor de Histaspes, con alas en los hombros, una de las cuales
cubría con su sombra el Asia y la otra, Europa. Histaspes, hijo de Arsames,
pertenecía a la familia de los Aqueménidas, y el mayor de sus hijos era Darío,
que tenía entonces más o menos veinte años; se había quedado en Persia, por no
tener edad para la milicia. Luego que despertó, Ciro meditó consigo mismo sobre
su visión, y como le pareciese importante, llamó a Histaspes, y quedándose con
él a solas, le dijo: «Histaspes, tu hijo está convicto de conspirar contra mí y
contra mi soberanía. Voy a indicarte cómo lo sé exactamente. Los dioses cuidan
de mí y me muestran por anticipado lo que me amenaza, la noche pasada, pues, vi
entre sueños, que el mayor de tus hijos tenía alas en los hombros, una de las
cuales cubría con su sombra el Asia, y la otra, Europa. Es imposible, según
esta visión, que Darío no esté conspirando contra mí. Márchate, pues, a Persia
a toda prisa y haz de modo que, cuando yo vuelva allí, conquistado ya este
país, me presentes a tu hijo a interrogatorio».
210. Esto dijo Ciro, creyendo que Darío conspiraba
contra él; pero la divinidad le pronosticaba que él había de morir allí y su
reino recaería en Darío. Entonces le respondió Histaspes: «Rey, no viva ningún
persa que conspire contra ti, y si vive, perezca cuanto antes. Tú fuiste quien
hiciste a los persas libres de esclavos, y de súbditos de otros, señores de
todos. Si alguna visión te anuncia que mi hijo trama una sedición contra ti, yo
te lo entrego, para que hagas de él lo que quieras».
211. En estos términos respondió Histaspes, cruzó
el río y se marchó a fin de custodiar para Ciro a su hijo Darío. Ciro avanzó a
una jornada de camino del Araxes y puso por obra los consejos de Creso:
retrocedió después hacia el río con la parte más escogida del ejército persa
dejando allí la inútil. La tercera parte del ejército de los maságetas cargó
sobre los que habían sido dejados de las tropas de Ciro, y aunque se
defendieron, los mató. Y después de vencer a sus contrarios, viendo la mesa
servida, se recostaron y comieron, y hartos de comida y de vino se quedaron
dormidos. Sobrevinieron los persas, mataron a muchos y cogieron vivos a muchos
más, entre otros al hijo de la reina Tómiris, que dirigía el ejército de los
maságetas y cuyo nombre era Espargapises.
212. Informada Tómiris de lo sucedido con su ejército
y con su hijo, envió un heraldo a Ciro, y le dijo: «Ciro, insaciable de sangre,
no te ensoberbezcas por lo sucedido, si merced al fruto de la viña (con el cual
vosotros mismos, cuando os llenáis, enloquecéis de tal modo que al bajaros el
vino al cuerpo rebosáis de malas palabras), si merced a semejante veneno
venciste a mi hijo con astucia y no midiendo fuerzas en batalla. Ahora, pues, toma
el buen consejo que voy a darte. Devuélveme a mi hijo y sal impune de este
territorio, a pesar del agravio que hiciste a la tercera parte del ejército. Y
si no lo haces así, te juro por el sol, señor de los maságetas, que aunque insaciable
de sangre, te hartaré de ella».
213. Ciro no hizo ningún caso de estas palabras. Espargapises,
el hijo de la reina Tómiris, así que volvió de su embriaguez y se dio cuenta de
la desgracia en que se hallaba, solicitó y obtuvo de Ciro le quitase las
cadenas y en cuanto quedó libre y dueño de sus manos, se mató.
214. De este modo murió Espargapises. Como Ciro no
le diese oído, Tómiris reunió todas sus fuerzas y le atacó. Juzgo que esta
batalla fue la más reñida de cuantas batallas han dado jamás los bárbaros.
Según mis noticias, pasó de este modo: ante todo, cuentan que se lanzaron sus
flechas a distancia; luego, ya lanzadas las flechas, vinieron a las manos y se
acometieron con sus lanzas y dagas. Continuaron combatiendo largo tiempo, sin
querer huir ni los unos ni los otros; al cabo lograron ventaja los maságetas.
La mayor parte del ejército persa pereció allí y el mismo Ciro murió después de
haber reinado en todo treinta años menos uno.[27]
Tómiris llenó un odre de sangre humana, mandó buscar entre los persas muertos
el cadáver de Ciro; y cuando lo halló, le metió la cabeza dentro del odre,
insultándole con estas palabras: «Aunque yo vivo y te he vencido en la batalla,
me has perdido al coger con engaño a mi hijo. Pero yo te saciaré de sangre tal
como te amenacé». En cuanto al fin que tuvo Ciro, muchas historias se cuentan;
yo he contado la más fidedigna para mí.
215. Los maságetas en su vestido y modo de vivir se
parecen a los escitas, y son soldados de a caballo y de a pie, arqueros y
lanceros, y acostumbran usar de segures. Para todo se sirven del oro y del
bronce: para las lanzas, flechas y segures se sirven siempre de bronce; y del
oro para adornar la cabeza, los cintos y coseletes. Asimismo, ponen a los
caballos un peto de bronce, y emplean el oro para las riendas, el freno y la
testera. No hacen uso alguno de la plata y del hierro, porque no hay nada de
éstos en el país, pero sí infinito oro y bronce.
216. Sus costumbres son éstas: todos se casan, pero
todos usan en común de sus mujeres, pues lo que según los griegos hacen los
escitas, no son los escitas sino los maságetas los que lo hacen: cuando un
maságeta desea a una mujer, cuelga su aljaba delante de su carro y se une con
ella tranquilamente. No tienen término fijo de edad, pero cuando uno llega a
ser muy viejo, todos los parientes se reúnen, le inmolan junto con una porción
de reses, cuecen su carne, y celebran un banquete. Esto se mira entre ellos
como la felicidad suprema, pero si alguno muere de enfermedad, no hacen convite
con su carne, sino que le entierran y consideran una desgracia que no haya
llegado a ser inmolado. No siembran cosa alguna, y viven solamente de sus
rebaños y de la pesca que el Araxes les suministra en abundancia. Su bebida es
la leche. El único dios que veneran es el sol, a quien sacrifican caballos. El
sentido del sacrificio es éste: al más veloz de todos los dioses asignan el más
veloz de todos los seres mortales.
[1] Algunos creen que este proemio es
de mano de Plesirroo, amigo y heredero de Heródoto; pero otros lo atribuyen al
autor mismo bajo la fe de Luciano y de Dion Crisóstomo, y en efecto así aparece
de la identidad del estilo.
[2] El mar Rojo.
[3] Literalmente: Hélade. «Helenos» era el nombre con que
los hoy llamados griegos se designaban a sí mismos. El nombre de Grecia es de origen latino.
[4] Se refiere a la historia de los
Argonautas, que habiendo ido a la Cólquide al mando de Jasón en busca del
Vellocino de Oro, lograron escapar de aquella tierra con la ayuda de Medea.
[5] Ponto Euxino: Mar Negro.
[6] Los cimerios invadieron la Jonia alrededor
del 700 a. C., durante el reinado de Ardis, como se menciona más adelante.
[7] 687 a. C.
[8] El talento común contenía sesenta
minas, la mina cien dracmas, el dracma poco menos de una libra, la libra viene
a corresponder con corta diferencia al denario romano.
[9] Estadio: Aproximadamente la
octava parte de una milla.
[10] Un codo es poco menos de medio
metro.
[11] Moneda que valía cuatro dracmas.
[12] De acuerdo a la opinión actual
más corriente, los pelasgos fueron los primeros habitantes establecidos en la
Hélade, antes de las invasiones de aqueos, primero, y dorios, posteriormente.
[13] Los éforos eran cinco magistrados
que elegía el pueblo todos los años. Los ancianos eran treinta ciudadanos
mayores que habían desempeñado en el pasado el cargo de éforo, y conformaban
una especie de asamblea.
[14] Haciendo cálculos retrospetivos,
los astrónomos modernos han fijado la fecha de esta batalla el 28 de mayo de
585 a.C.
[15] Ciudad de la Caria, muy fecunda
en adivinos.
[16] 546 a.C.
[17] El pletro griego tenía 240 pies
de largo y 120 de ancho.
[18] Etruria, al norte del Lacio, en
Italia.
[19] Laguna Meotis: mar de Azov.
[20] Algo así como su «mano derecha»;
Aristófanes da este cargo a su personaje Pseudartabas en su obra Los Acarnienses.
[21] 550 a.C.
[22] Iberia: toda la región regada por
el río llamado Iber, y por extensión, a toda la península Ibérica. A Tarteso se
la supone situada en las proximidades de la desembocadura del río Guadalquivir.
[23] Es decir, que quedaron peor los
vencedores que los vencidos. Esta batalla ocurrió en el 540 a.C.
[24] En realidad, el Tigris y el
Éufrates desembocan en el golfo Arábigo, o Pérsico, y no en el mar Rojo, o
Eritreo. Heródoto, como lo explica en el segundo libro, toma el Arábigo como
parte del Eritreo.
[25] En 538 a.C.
[26] El estrecho de Gibraltar.
[27] 530 a.C.
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