domingo, 24 de diciembre de 2017

Heródoto los nueve libros de la historia.- Estudio preeliminar

Estudio preliminar
Por María Rosa Lida de Malkiel


El hombre

Heródoto según los antiguos. La noticia más importante transmitida acerca de Heródoto por la Antigüedad se encuentra en el Diccionario del bizantino Suidas (siglo x), de quien se supone, no sin optimismo, que copió discretamente autores fidedignos. Esa noticia reza así:

«Heródoto, hijo de Lixes y Drío, fue natural de Halicarnaso, de ilustre familia, y tuvo un hermano, Teodoro. Pasó a Samo a causa de Lígdamis, tercer tirano de Halicarnaso después de Artemisia, porque Pisindelis era hijo de Artemisia, y Lígdamis de Pisindelis. En Samo, pues, cultivó el dialecto jónico y escribió una historia en nueve libros, a partir de Ciro el persa y de Candaules, rey de Lidia. Volvió a Halicarnaso y arrojó al tirano, pero al ver luego la mala voluntad de sus conciudadanos, fue como voluntario a Turio, que los atenienses colonizaban; allí murió y está sepultado en la plaza pública. Algunos afir-man que murió en Pela. Sus libros llevan el nombre de las Musas.»

El conocimiento actual de Heródoto, precario y todo, permite señalar en esta biografía dos fallas vinculadas, precisamente, con las Historias: el error de que Heródoto aprendiese en Samo el dialecto jónico, que se hablaba en Halicarnaso, y de que redactase allí su libro, y la omisión de sus viajes. Otras fuentes, ninguna directa ni segura, permiten inferir dos hechos corroborados por su obra: estadía en Atenas y amistad con Sófocles. Fuera de esto, sobre la vida de Heródoto, la Antigüedad apenas si brinda media docena de anécdotas, tan apócrifas como elocuentes. Según tal beocio, el poco airoso papel de Tebas en las Historias se debe a rencor de Heródoto, resentido de que los tebanos no le hubiesen permitido abrir escuela; según tal ateniense, Atenas, siempre munífica, recompensó la alabanza del historiador con un donativo de diez talentos. Luciano cuenta no muy en serio (Heródoto o Eción) que para ganar tiempo y renombre, Heródoto lee su escrito no en tal o cual ciudad sino en el festival olímpico, ante Grecia entera, que le oye embelesada y esparce por todos los rincones la fama de su empresa. Durante esa lectura (completa Suidas en la Vida de Tucídides) lloró de noble emulación Tucídides niño, y Heródoto le felicitó proféticamente porque su espíritu estaba ávido de ciencia.

Heródoto según sus Historias. Así, pues, los datos antiguos ape-nas hacen sino situar someramente a Heródoto en el tiempo (siglo v antes de Jesucristo, entre las Guerras Médicas y la del Peloponeso) y en el escenario geográfico (Grecia asiática, Atenas, Magna Grecia), y transmitir la reacción ingeniosa y patética de estudiosos tardíos, que ya estaban espiritualmente casi tan lejos de él como nosotros mismos. Lo más valioso que se conoce acerca de Heródoto se espiga en el gran documento herodoteo, los Nueve libros de la Historia, la obra más personal, en cierto modo, que haya legado la Antigüedad.

Concepción dramática de la vida. Gracias a esta obra sabemos que este griego, que no tiene muy remota la ascendencia bárbara, no parte de una realidad ordenada en claros esquemas. La filosofía no ha descubierto todavía las esencias universales, cómodamente aprisionadas en otros tantos conceptos, y falta toda la evolución del pensamiento ático para llegar, con Aristóteles, a la clasificación científica de la naturaleza, en cuyo recuento individual está deleitosamente detenida la observación jónica. Lo que Heródoto ve y refleja como experiencia del mundo es una enmarañada red de sucesos particulares, de anécdotas rebosantes de vida apasionada (en las cuales se agitan los reyes y tiranos, árbitros de razas y comarcas —Astiages, Ciro, Cambises, Darío, Jerjes, Creso, Gelón—, los aventureros ambiciosos que corren a sus muertes desastradas —Polícrates, Histieo, Aristágoras, Mardonio—), de duelos con la adversidad en los que tras mil lances reñidos sucumbe el que ya parecía vencer —tal los marinos de Quío, que combaten denodadamente mientras sus aliados les traicionan, logran refugiarse en el continente y son exterminados por error en tierra amiga: vi, 15-16—, tal esas vidas frustradas que no pueden imponer su nueva norma a la comunidad ni soportar la antigua —Anacarsis y Esciles: iv, 76 a 80; Dorieo y Demarato: v, 39 y sigs.; vi, 61 y sigs.—, esos ásperos enconos femeninos —la vergüenza y la venganza de la mujer de Candaules: 1, 8 y sigs., el dolor implacable de Tómiris: i, 214, las dos mujeres de Anaxándridas, alternativamente estériles y fecundas: v, 39-41, la sanguinaria Amestris: vii, 114 y ix, 109-112—, esas sombrías historias de familia —Creso, torturador de su hermano, pierde trágicamente al hijo de quien se enorgullece y queda con el hijo defectuoso que sanará el día de su ruina: i, 34 y sigs., Periandro, enamorado y asesino de su mujer, impera por el terror hasta que, ya viejo, su voluntad se estrella contra la del hijo menor ante quien acaba por humillarse, demasiado tarde: iii, 50 y sigs., v, 92. Unos apenas visibles y tenacísimos hilos anudan tan turbulenta arbitrariedad, la sujetan y dirigen. Heródoto se refiere a ellos unas veces resignadamente cuando anuncia la peripecia de algún personaje con las palabras: «pero como había de acabar mal...», «pero como había de sucederle desgracia...», y otras veces los proyecta, vivísimos e indescifrables en las absurdas profecías siempre aciagamente cumplidas; ellas empujan a Creso a su pérdida: i, 53, 55, a Cambises al inútil fratricidio: iii, 64, castigan a Micerino por su importuna virtud: ii, 133, ofrecen a la muerte a Mardonio por boca de su mismo rey Jerjes: viii, 114, y atormentan a tantos grandes de la tierra, sin intérprete para la lengua irrevocable y siniestra de los dioses. En la historia de Creso, el sabio Solón señala las dos coordenadas en las que se proyecta la vida humana: la envidia de los dioses y el cambio perpetuo que constituye el vivir del hombre: i, 32. Esa vida trágicamente breve para el hombre común, apenas es para el avisado más que sucesión de infortunios (vii, 46), de tal suerte que aquella trágica brevedad es su único bien. Y, sin embargo, la concepción de la vida que sustenta Heró-doto no es cerradamente pesimista. Por sobre la envidia de los dioses, o quizá como suma de sus malquerencias, los sabios —Solón, Artabano—, tomando las debidas distancias, columbran unas líneas generales. Esa suma de azares que es la voluntad divina o divino azar equilibra en lo bajo la pequeñez humana: así lo declara Heródoto por boca del portavoz favorito de su opinión moral, Artabano (vii, 10). Si una tempestad desbarata la innumerable escuadra persa es sencillamente que los dioses emparejan a los adversarios para hacer justiciera la partida (viii, 13), y la conciencia de que hay por sobre los hombres una fuerza compensadora aguija a la acción: vii, 203. Más que trágica, más que ciegamente ineluctable, la concepción de la vida de Heródoto es dramática, llena de peripecias peligrosas, pero sin desenlace prefijado. Contra la envidia de los dioses y contra el infortunio, los hombres, palpitantes de voluntad de evadirse, se debaten con ingenio, con bravura, con obstinación, con suerte —divino azar—, y a veces se evaden de las mallas del destino.

Racionalismo. Afortunadamente, pues, están los dioses tan alto que dejan libres al hombre las manos, y el pensamiento. Sin duda la concepción herodotea de la vida, regida por una igualación abstracta y unos dioses malévolos, limita el alcance de la razón como clave del universo. Pero ¿quién si no el entendimiento mis-mo ha descubierto su razonable límite? Motivo de más, para que Heródoto se entregue a su ejercicio con la confianza de lo que no se discute. Heródoto observa, compara y, sobre todo, razona. No andaría equivocado quien tomase como lema suyo y de Grecia (de quien es en este aspecto tan fiel representante) la alternativa que propone el joven Atis: «Dime que sí o razóname por qué no» (i, 37). A lo largo de toda la obra, los más diversos personajes en las más diversas situaciones examinan, cotejan, experimentan y, sobre todo razonan. Ciro hace subir a la hoguera al piadoso Creso para ver si algún dios le librará, por piadoso, de ser quemado vivo: i, 86. Para verificar la pretensión de los egipcios de ser el pueblo más antiguo de la tierra, Psamético recurre al experimento lingüístico, y la halla infundada: ii, 2. Darío aparece igualmente ávido de conocimiento exacto (iv, 44), y Jerjes aprovecha una culpa de amor para cumplir la circunnavegación del África (iv, 43), ya realizada por unos fenicios a las órdenes de la curiosidad del faraón Necos (iv, 42).
Quien más asidua y gozosamente ejerce su entendimiento es, lógicamente, el autor mismo: el objeto de su crítica puede ser una inscripción apócrifa (i, 51), la autenticidad de un texto literario (ii, 117), la etnografía de colcos y egipcios, de cuya originalidad se jacta (ii, 104), la osteología comparada de persas y egipcios (cuya paternidad se remonta, en cambio, a estos últimos: iii, 12), las formas demasiado geométricas de la cartografía coetánea (iv, 36). Lo desconocido fabuloso se explica razonablemente por lo conocido; el canal del lago Meris por el de Asiria (ii, 150), el oro de la libia Ciraunis por la pez de la griega Zacinto (iv, 195). Heródoto no sólo aplica su claro raciocinio a la naturaleza física y a la actividad humana; con igual científica serenidad investiga los usos, instituciones y religiones y, lo que es más asombroso, no sólo la religión ajena (Salmoxis, iv, 95-96) sino muy principalmente la propia: el culto griego de Heracles deriva del de uno de los doce dioses egipcios y no a la inversa (ii, 43); el culto griego de Dióniso, introducido por Melampo, a través de los fenicios, se remonta también a Egipto (ii, 49); en cambio, el culto de Hermes itifálico es legado pelásgico, según se infiere de cultos actuales de Samotracia (ii, 51), y la clasificación ordenada del panteón griego es obra de Hesíodo y de Homero, situados a tantos y tantos siglos del autor (ii, 52). El viento Bóreas, llamado por los atenienses en su socorro, descargó en efecto sobre los persas, pero Heródoto no podría decir si esto fue consecuencia de aquello (vii, 189). La borrasca de Magnesia ¿amaina por los sacrificios y encantamientos persas o porque de suyo se le antoja? (vii, 191). En verdad, páginas tales como la citada investigación sobre los dioses de Grecia (ii, 43 y sigs.) o las dedicadas al estudio del delta del Nilo (ii, 10 y sigs.) o al de la cuenca de Tesalia y el corredor sísmico del Peneo (vii, 129), pertenecen a las más nobles realizaciones que ha dejado Grecia; con todos sus errores de hecho, presentan una madurez de espíritu, una potencia de observación y de razonamiento, merced a las cuales el hombre actual se siente mucho más cerca de Heródoto —del «milagro griego»— que de autores que vivieron siglos y siglos después; de aquél, en esencia, deriva, mientras debe mirar por desvíos de curiosidad histórica para justificar la acumulación pueril de datos ajenos que atesta las historias de Vicente de Beauvais y de Alfonso el Sabio. No anduvieron descaminados, en este sentido, los humanistas que percibieron orgullosamente la continuidad entre el rigor crítico del Renacimiento y la ciencia helénica. Que el raciocinio peque, que Heródoto se equivoque de hipótesis para explicar las crecidas del Nilo y, por exceso de desconfianza, no crea que el sol haya quedado a la derecha de los fenicios que circunnavegaron el África (como quedó a la derecha de los marinos de Sebastián Elcano cuando atravesaron el Ecuador: López de Gómara, Historia general de las Indias, xcviii), todo esto es comprensible y muy poco importante. Lo importante es el fervor con que Heródoto se interesa en cuanto le rodea, y observa, infiere, forma hipótesis, enumera argumentos, apoya el más sólido y deja al juicio del lector la elección final (por ejemplo, ii, 146). Para la deliberación científica, no menos que para la práctica, vale el examen crítico de la razón: «Rey, cuando no se dicen pareceres contrarios, no es posible escoger y tomar el mejor, y es preciso adoptar el expuesto, pero cuando se dicen, sí es posible; a la manera que no conocemos el oro puro por sí mismo, pero cuando lo probamos junto con otro reconocemos cuál es el mejor (vii, 10).

Goce intelectual, curiosidad griega, folclore. La agudeza crítica de Heródoto no es más que un aspecto del vivo goce intelectual que toda la obra atestigua y que constituye también un rasgo diferencial de la cultura griega (ausente, por ejemplo, en la Biblia y en las letras latinas). Heródoto lo evidencia de otro modo en la admiración de buena ley que profesa a todo rasgo de ingenio: a la sabiduría de Glauco de Quío, que discurrió el arte de soldar el hierro (i, 25), a la de los lidios, que fueron los primeros en acuñar moneda, vender al menudeo y jugar a los dados, a la taba y a la pelota (i, 94); a aquella plancha de bronce en la que un jonio sutil había grabado «el contorno de toda la tierra, y el mar todo y todos los ríos» (v, 49), a la ingeniosa obtención del oro de la India (iii, 102) y de los aromas diversos de Arabia (iii, 107 y sigs.), a las obras de ingeniería civil (el riego y las murallas de Babilonia: i, 179 y sigs., las pirámides, los templos, los laberintos y canales de Egipto: ii, las tres maravillas de Samo, acueducto, dique y templo: iii, 60) y militar (el desagüe del Gindes: i, 189 y del Éufrates: i, 191; el puente de barcas de Darío: iv, 88 y de Jerjes: vii, 34-36), a los primores de los artífices (la taza de Creso: i, 51; el anillo de Polícrates: iii, 41; la viña y el plátano de oro de Teodoro de Samo: vii, 27; la coraza de Amasis, de oro, lino y algodón con sus torzales de trescientos sesenta hilos: iii, 47; el trípode de oro, soportal de la serpiente de tres cabezas consagrada por los griegos en Delfos: ix, 81).
Con ojos bien abiertos, y vibrante de esa juvenil capacidad de admiración, de la cual, según Platón y Aristóteles, ha nacido la filosofía, Heródoto recorre Egipto sin caérsele de la boca el delicioso adjetivo άξιοθέητος, («digno de contemplarse»). ¡Con qué objetiva curiosidad, con qué atención cortés examina ese mundo distinto y paradójico que contradice a cada paso sus hábitos de griego! Para completar el conocimiento del Heracles egipcio y griego con el fenicio, Heródoto navega hasta Tiro, y su diligencia queda premiada no sólo con la apetecida información sino con ver, entre otras ofrendas, aquellas dos columnas, la una de oro fino y la otra de jaspe verde, que relumbran en la noche (ii, 44). Gracias a esa objetividad, Heródoto admira el mérito por sí mismo, dondequiera lo encuentre, en griegos y en bárbaros —toda suerte de bárbaros: desde luego en egipcios, libios, babilonios y escitas, enemigos de sus enemigos (los persas), pero también entre éstos: el justo Otanes: iii, 80 y 83, el noble Prexaspes: iii, 74-75, los valientes Mascames y Boges: vii, 105-107, Hidarnes, cortés e insinuante: vii, 135, Masistio, hermoso y amado: ix, 20-25—, pero también en esclavos como Sicinno, a quien Temístocles confía una arriesgada misión: viii, 75, y aun en mujeres: Nitocris la previsora: i, 185, y Nitocris la vengativa: ii, 100, la esposa de Sesostris: ii, 107, Gorgo, sabia de niña y de grande: v, 51 y vii, 239 y sobre todas la incomparable Artemisia, señora de Halicarnaso: vii, 99, viii, 68-69, 87-88, 93, 101-103.
Así como Heródoto no concibe el ingenio limitado a una nación o a una clase, tampoco halla limitación a las materias que despiertan su interés, y con ello marca el más enérgico contraste con los historiadores romanos y con sus imitadores de la Edad Moderna. Heródoto es más informativo, más «historiador de la cultura», que ningún otro historiador, y lo es por ser muy griego, esto es, por situarse ante el mundo en la actitud de despierta y activa atención que hace que Grecia y no otra región alguna de la tierra sea la creadora de la ciencia y de la filosofía. Nada es inoportuno o despreciable para la infinita curiosidad de Heródoto, y en su libro deleitoso se codean con presentación igualmente vívida las telas pintadas y lavables de los maságetas (i, 203), y el dique que aporta tan pingüe renta a las arcas del rey de Persia (iii, 117); las tierras boreales de la Escitia donde el aire está cubierto de plumón que impide la vista (iv, 7: pero Heródoto desconfía y conjetura, iv, 31, que no es plumón sino nieve lo que cae por el aire), y los arenales africanos en los que el simún tragó al pueblo de los psilos (iv, 173), y a las tropas de Cambises: iii, 26; el aceite negro y maloliente, que los persas extraían de los pozos con sal y asfalto, y que nosotros llamamos petróleo (vi, 119) y los aromas divinos que espira la Arabia feliz (iii, 113); la fuente de Libia que hierve a medianoche y está helada a mediodía (iv, 181), y la fuente de Etiopía, de agua delgadísima y perfume de violetas (iii, 23); el esparto, probablemente español, con que los fenicios anudaron el puente de barcas que Jerjes echó sobre el Helesponto (vii, 34) y el árbol de la lana (o sea el algodón) con que los naturales de la India labran sus ropas (iii, 106); la reseña del ejército de Jerjes; vii, 61 y sigs. Y los amores del mismo Jerjes con el plátano a quien regaló una corona de oro y guardia perpetua (vii, 31); la lista de tributos recaudados en el imperio persa (iii, 89 y sigs.) y el lazo de tientos en cuyo nudo corredizo el jinete sagarcio aprisiona a su víctima (vii, 85); las abejas que impiden el acceso a las tierras de allende el Danubio (v, 10: pero Heródoto duda de que las abejas enjambren en tan frías comarcas); el ave fénix que cada quinientos años trae a la Ciudad del Sol, en un huevo de mirra, el cadáver de su padre (ii, 73: pero Heródoto comienza por declarar que sólo le vio en pintura); los grifos que custodian el oro sagrado de las tierras hiperbóreas: iv, 27; las serpientes aladas que defienden los árboles del incienso: iii, 107 —poéticas sabandijas que, a través de compilaciones y bestiarios, destellarán poesía por edades y edades.
Su insaciable «interrogar», «inquirir», «investigar» —verbos tan repetidos en la narración herodotea—, la sabiduría popular le erige justamente en primer folklorista. Así como Odiseo, en los infiernos, en lugar de interrogar sólo a la divina cabeza de Tiresias, habla con los ilustres varones y las bellas damas de antaño, con igual complacencia se detiene Heródoto a recoger de los labios de los hombres que saben las historias de cada país explicaciones sobre el presente y semblanzas del pasado. De ellos ha obtenido, por ejemplo, las historias de los antiguos faraones: Sesostris el conquistador: ii, 102 y sigs., Ferón el soberbio, castigado con la ceguera y recompensado con el conocimiento de la fragilidad femenina: ii, 111; Proteo el justo, depositario de Helena: ii, 112; Rampsinito el opulento, que alcanzó por yerno el más fino ladrón de Egipto y jugó a los dados con Deméter: ii, 121-122; los infames constructores de pirámides, Queops y Quefrén, que vivieron en prosperidad y el virtuoso Micerino, a quienes los dioses castigan por oponerse a sus funestos designios: ii, 124 y sigs.; el faraón ciego de Anisis: ii, 137, el faraón sacerdote Setos, que halló la casta militar exactamente sustituible por las ratas (ii, 141: suceso confirmado por la Biblia, II Reyes, 19, 35-36), hasta llegar a los faraones del pasado inmediato. La sabiduría popular ha modelado los poéticos relatos sobre los orígenes de cada pueblo: los amores de Heracles con el vestigio mitad mujer, mitad serpiente, madre de los reyes epónimos de Escitia: iv, 9-10; los tres hermanos servidores del rey de Macedonia, el menor de los cuales, misteriosamente designado para un futuro engrandecimiento, acepta el jornal irrisorio que implica la entrega formal de la tierra: viii, 137.
Su observación anota las extrañas instituciones de cada pueblo que visita, con una fidelidad que la moderna etnografía ha confirmado, particularmente las ceremonias con que cada pueblo da valor social a los más repetidos hechos naturales: las ceremonias funerarias, por ejemplo, de persas: i, 140, egipcios: ii, 85 y sigs., las de los etíopes macrobios, que guardan sus muertos en ataúdes de cristal: iii, 24; las de los indios que devoran a sus moribundos y las de los indios que los abandonan: iii, 99-100; las de los reyes escitas, con la procesión del cadáver y el macabro cortejo de familiares y servidores embalsamados junto con sus caballos alrededor de la tumba regia: iv, 71 y sigs.; las de los trausos, que se reúnen para llorar alrededor del recién nacido y para regocijarse en torno del muerto: v, 4; las de los reyes espartanos, «semejantes a las de los bárbaros del Asia», según observa con imperturbable objetividad: vi, 58. No menor atención le merecen las diferentes usanzas de contraer matrimonio: la subasta de novias de los babilonios: i, 196; el derecho del rey de los adirmáquidas: iv, 168; el sencillo código amoroso de los maságetas: i, 216, y de los nasamones: iv, 172; la norma poco imaginativa de los indios: iii, 101 y de los maclies iv, 180; la peculiaridad de los tracios, despreocupados de sus doncellas y celosos de sus esposas: v, 5; la de los lidios, que prostituyen a sus hijas: i, 94 y la de los babilonios, que venden sacramentalmente a un extranjero la virginidad de las suyas: i, 199. Heródoto ha registrado sagazmente huellas de instituciones matriarcales: matrimonio de los lidios: i, 93; filiación por línea femenina de los licios: i, 173; deberes y derechos de las mujeres egipcias, que trafican en el mercado mientras los hombres tejen en casa: ii, 35-36; las mujeres aurigas de guerra entre los zavecos: iv, 193. No tiene a menos recordar las extrañas comidas que ha hallado en sus correrías: las copiosas vituallas y repostería del banquete de cumpleaños entre los persas: i, 133; los manjares permitidos y prohibidos a los sacerdotes egipcios: ii, 37, y al vulgo de los egipcios: ii, 77, 92; el cocido y la leche que da longevidad a los etíopes macrobios: iii, 23; los indios padeos, que comen carne cruda, y los indios que sólo comen de una hierba: iii, 99 y 100; la preparación del kumis de leche fermentada en Escitia: iv, 23, y de la jalea de tamarindo y flor de harina en Lidia: vii, 31; los nasamones y su pasta de leche y harina de langostas: iv, 172; los budinos, únicos entre los escitas que comen piojos: iv, 109, y las mujeres adirmáquidas, quienes no los comen, pero los muerden en represalias: iv, 168. Heródoto ha considerado dignas de atención y de recuerdo las grandes y las menudas formas de actividad de los pueblos: la medicina, empírica entre los babilonios: i, 197; preventiva entre los egipcios: ii, 77, creadores de la especialidades: ii, 84 y entre los libios: iv, 187; la costumbre de los babilonios de llevar anillo de sello y bastón con emblema: i, 195; el tatuaje de los tracios nobles: v, 6; el atavío poco homérico de los maxies, descendientes del homérico Héctor: iv, 191; la usanza de las gindanes de lucir una ajorca por cada amor: iv, 176; la singularidad de los egipcios, que al tejer empujan la trama hacia abajo y no hacia arriba y atan el cordaje de la vela en el borde interior, y no en el exterior de la nave: ii, 35-36 (lo que revela a un Heródoto conocedor de quehaceres que no suelen apasionar al historiador moderno). Con igual avidez, Heródoto echa un vistazo al interior del harén persa (iii, 130; ix, 109); al baño de vapor de los escitas (iv, 75); al tabú de las mujeres de Mileto, que ni comen con sus maridos ni pronuncian sus nombres en alta voz (i, 146); a las moradas lacustres de los peonios (v, 16), que a los fabulosos pueblos de la Libia: los maclies, tan razonables para adjudicar la paternidad: iv, 180; los trogloditas, que no tienen habla sino gañido como de murciélago: iv, 183; los atarantos, que no poseen nombre y llenan de injuriosos improperios al sol que los abrasa. Y tanta leyenda local de santuario, de ofrenda, de milagro, de oráculo.
Mucho menos sentimental que pintoresco, Heródoto, embebecido en aprehender un hecho nuevo, puede parecer duro e injusto por no adjuntar a su noticia su reacción emotiva o su sanción moral. Está tan atento, por ejemplo, a fijar fielmente el original método de ordeñar las vacas, que los escitas confían a esclavos a quienes han quitado los ojos, que no puede distraerse para condenar su crueldad; de igual modo, no es de Heródoto, sino de la tradición que reproduce, la maligna presentación de los hijos de los esclavos, invencibles por las armas, pero amedrentados al látigo por temor heredado: iv, 3. Por eso mismo Heródoto no recata su admiración ante méritos que el hombre moderno —escarmentado por Aristóteles de disocial inteligencia de justicia— se resiste a admitir: el ingenioso ladrón egipcio: ii, 121; la epigramática lisonja de Creso: iii, 34, y la adulación no menos sutil de los juristas persas: iii, 31, los procederes de Artemisia, viii, 87-88; el escondido consejo de Trasibulo: v, 92, y todas aquellas dúctiles figuras que, sin incurrir en el gravísimo delito de perjurio, saben cómo medrar con el juramento: los persas y los barceos: iv, 201; el delincuente honrado: iv, 154; el discreto enamorado: vi, 62. Esa modesta absorción en los hechos es lo que hace de Heródoto tan fiel relator: «cuento lo que cuentan» (el paréntesis que intercala en la historia de los psilos: iv, 173) es garantía de la fidelidad de su transmisión y salvaguardia de lo juicioso de su discernimiento. Doblemente valiosas son las ocasiones en las que, contra su explícita convicción, Heródoto nos ha aportado a través del tiempo y la distancia el precioso rumor (iii, 16; iv, 7, 25 y 31; iv, 105): si alguno que otro relato —como el de las inscripciones de la pirámide, que serían las cuentas pagadas por el faraón para proveer de rábanos, cebollas y ajos a los operarios: ii, 125— huele a broma de un avieso cicerone contra el forastero preguntón, ¿qué folklorista puede jactarse de no haber sufrido ninguna? Heródoto no sólo se aparece dotado de vasta curiosidad y de fidelidad en la transmisión, sino también del más delicado requisito, el ingénito, el que no se logra con esfuerzo ni asiduidad: su vivísimo don de simpatía. Así se nos yergue, patrono de folkloristas, embelesando al remoto lector como debió de embelesar a todos los griegos y bárbaros con quienes departió. Y en estos Nueve libros, que no son unas memorias ni una confesión, su don de simpatía se nos impone a través de su simpatía por todo, alada calidad, tan difícil de fijar, y que Heródoto fijó tan bien en los retorcidos garabatos que pintó en sus tiras de piel de carnero.

Veracidad. Sin duda alguna la raíz de esa simpatía que Heródoto despierta en los demás es la simpatía que él mismo profesa a todo. En contraste con la inmensa mayoría de los pueblos antiguos y modernos, el griego —Heródoto— halla tan interesante la realidad que la admite entera, tal cual sea: lejos de él anexarla a la voluntad de un Dios justo negando heroicamente lo que no se avenga al mito de su justicia. Tan singular actitud no sólo lleva a explicar sin mitología antropomórfica los fenómenos naturales —vale decir, a admitir su modo de ser enteramente distinto y regido por otras leyes que el humano, lo que denota una simpatía imaginativa con las cosas mucho más honda que la mera proyección sobre ellas de la analogía humana implícita en el mito— sino también, lo que es más difícil y raro todavía, lleva a desechar las convenciones sociales y morales, las piadosas o útiles mentiras que el hombre acumula laboriosamente para proteger su poquedad. Así se llega a la veracidad herodotea, tan absolutamente inusitada, que impresiona unas veces como candor infantil, otras como desengañado cinismo y siempre como el polo opuesto de la habitual actitud del historiador —llámese Tucídides, Tácito, Mariana, Gibbon, Mommsen— que, consciente o inconscientemente, defiende una tesis y escribe en nombre de una clase o de un partido.
El ciudadano de un pequeño estado sometido al Gran Rey, que lucha por establecer la libertad y se traslada de extremo a extremo de los mares griegos, va a ser, por desasido de todo localismo, el veraz retratista de la gran contienda por la independencia griega, y une a su sin par objetividad su ávida observación y su siempre alerta sentido humorístico ante la comedia humana. Heródoto, verdadero Odiseo, que había visto tantas ciudades y conocido tantos y diversos modos de pensar, no pensaba gran cosa de los hombres en general, ni de las mujeres. Así se desprende de que señale con evidente asombro que hay gentes que cumplen su palabra y que, en efecto, vuelven si han prometido volver (vi, 24) y restituyen el depósito que se les ha confiado (vi, 164), y, con no menos evidente resignación, que no siempre es dable ser justo. ¿No quiso serlo Meandrio y acabó por prender a traición a los notables de Samo (asesinados luego por su hermano) y, por despecho hacia su sucesor, no fue causa de que los persas exterminaran a la población? (iii, 142 y sigs.). A Leotíquidas, suplantador de Demarato en el trono de Esparta, le sobrevino una fatalidad: se dejó sobornar y le cogieron in fraganti, sentado sobre la bota que contenía el oro: vi, 72. Los servidores de Cambises salvan la vida de Creso contra la orden de su señor, pensando que cuando llegue la hora del arrepentimiento su previsión les será premiada y que si no llega, siempre habrá tiempo de matarle; sí, en efecto, Cambises se arrepiente, pero en lugar de recompensarles los mata por desobedientes, ¿qué prueba esto sino la imprevisible variedad de la vida, que anula el cálculo más sutil? (iii, 36). Si los foceos luchan por la libertad de Grecia es porque sus vecinos los tesalos se han entregado a los medos, pues, de ser éstos fieles a Grecia, aquéllos se habrían pasado a los persas: viii, 30. La educación persa consiste en montar a caballo, tirar el arco y decir la verdad (i, 136), pero en cierta crítica emergencia Darío declama una fervorosa apología de la mentira, que las circunstancias del relato hacen luego totalmente innecesaria y que suena a liberación del subconsciente persa, oprimido por tan rigurosa pedagogía: iii, 72. Los reyes cimerios deciden morir en la patria, no sin calcular antes las ventajas de tal decisión: iv, 11. Aristágoras estaba ya a punto de lograr de Cleómenes el deseado auxilio, cuando se equivocó y dijo la verdad: v, 50. Magníficas son las historias de Aristódico (i, 159) y Glauco (vi, 86), pecadores sólo en intención, así como la negativa espectacular de Atenas a pactar con el persa (viii, 144 y sigs.) pero en ellas, contra la norma literaria más común, Heródoto tanto muestra el magnífico anverso como el humano, demasiado humano, reverso: pues la historia de Glauco, que tanta mella hace en el ánimo del lector, no hizo ninguna en el de aquellos a quienes iba dirigida, y los atenienses, ante la mala voluntad de sus aliados espartanos —que no resisten a la tentación de un paso de comedia a costa de sus aliados atenienses—, amenazan efectivamente con pactar: ix, 79.
Estas dos ilustraciones de la conducta moral y política nos hablan muy elocuentemente del muro ético de que el griego se esfuerza por rodearse: no menos precario que el muro de piedra que recorta del espacio hostil la ciudad griega, es la norma que protege su proceder moral y su acción política, como aquél, ésta siempre le deja en peligro ante la barbarie que le ciñe y de la que deliberada y penosamente quiere retraerse. Siempre se halla cercano y accesible a la tentación, revelando a cada momento lo inminente y actual del peligro: por eso, en cada conflicto, la victoria es tan reñida como valiosa, aunque no sea sino un término que, en otra civilización, da por sentado la hipocresía más elemental. Frente a la romana grauitas y a la mojigatería moderna, la veracidad de Heródoto no tiene escrúpulo en presentar a los antepasados gloriosos que rechazaron al medo, como hombres que no estaban por encima del cohecho ni en descontar entre los factores de la victoria la superioridad de armamento. Cabalmente en el untuoso género de la anécdota militar es donde campea la veracidad de Heródoto: «Yo no me jacto de poder combatir contra diez hombres, ni contra dos, y por mi voluntad, ni con uno solo combatiría», dice Demarato, vocero de la disciplina espartana en la corte de Jerjes: vii, 104. Espartanos y atenienses adoptan la retirada estratégica que les aconseja el rey de Macedonia, pero a la verdad observa Heródoto, «el miedo era lo que les convenció»: vii, 173. Para obligar a los griegos a combatir frente a Eubea, su mejor posición, Temístocles soborna muníficamente al mediocre jefe espartano, al recalcitrante corintio, a todos los demás, reservando para sí el grueso de la suma que le habían entregado los eubeos: viii, 45. Análogamente, Atenas salva a Grecia, y Temístocles es el cerebro de Atenas; pero al mismo tiempo que propone el mejor plan contra los persas, Temístocles se reserva entre ellos abrigo para las futuras mudanzas de fortuna (viii, 109), y esquilma bonitamente a sus aliados: viii, 112. Heródoto ha descrito la valiente estrategia de Salamina como un resignarse a una operación militar por mayor miedo a la otra alternativa que se ofrecía, lo cual está tan lejos del verdadero valor como el triste cálculo hedonista de Epicuro lo está del verdadero placer. De aquella grandiosa coyuntura de la historia griega, Heródoto no sólo ha pintado lo grandioso sino también los entretelones, que los historiadores menos veraces no quieren ver: los reyes y ciudadanos principales (Demarato, los Alcmeónidas, Iságoras, Nicódromo) que no vacilan en acudir al extranjero para vengarse de sus conciudadanos, los estados griegos celosos y desconfiados unos de otros, antes del conflicto y aun en el mismo campo de batalla (los tebanos en las Termópilas: vii, 205; los tegeatas en Platea: ix, 26-27).
Por esa misma veracidad, Heródoto no olvida que un hombre ilustre no se reduce a la función que lo ilustra, sino que es, además, hombre lleno de quehaceres y curiosidades, de impulsos grandes y pequeños. ¡Qué variadas andanzas las de Democedes (iii, 129-137), inconcebibles en un romano que hubiese merecido los honores de la historia! ¿Qué iría a hacer el noble Aristeas, poeta épico, a un lavadero: iv, 14, y el embajador de Esparta a la forja donde el azar puso en sus manos el objeto de su embajada: i, 68? Heródoto, viajero sagaz, sin desconocer lo grande conoce la importancia de lo pequeño. El mundo es tan complejo que el divino azar puede entregar, por medio de una plática trivial en una forja, los huesos mágicos del héroe que dará la victoria a Esparta; una liebre que corre entre las filas de los escitas puede hacer desistir a Darío de su expedición: iv, 134, y de las orejas del mago Esmerdis depende el sosiego del imperio persa: iii, 69. Entre las causas menudas que mueven el mundo, las Historias recuerdan en sus primeras páginas a unas mujeres livianas —Io, Europa, Medea, Helena— que han encendido la querella entre dos continentes. Porque entre lo mucho que sabe de mujeres, Heródoto sabe, como Tirso y Cervantes, que ninguna mujer ha sido raptada a su pesar; sabe también que es inicuo cometer un rapto y necio tomarlo a lo trágico: i, 4; que las mujeres aprenden idiomas más pronto que los hombres (iv, 114) y los aprenden mal (iv, 117); que son, a veces, ingeniosas y generalmente infieles, como las egipcias que experimentó el faraón ciego: ii, 111. Heródoto muestra toda piedad ante la «dolorosa espera» femenina, la de las mujeres feas que en Babilonia quedan largos años sin cumplir el rito de Milita (i, 199), la de las doncellas tímidas que, en Escitia, por no resolverse a un homicidio, llegan a viejas sin casarse (iv, 117). Tamaña desventura conmueve a Heródoto al punto de que, para subrayar la piedad filial de la hija del tirano Polícrates, (porque desde Polícrates hasta Tirano Banderas la mitificación popular exige, junto al tirano, la figura doliente de la hija), desee ésta la seguridad del padre a trueque de perpetua doncellez: iii, 124.

Humanismo. Esa serena veracidad o pareja atención para el derecho y el revés de la trama histórica, para lo propio y lo extraño, lo admirable y lo reprensible, no son causa y efecto en la conducta de Heródoto, sino otras tantas facetas de una misma actitud interesada en la realidad. Idéntico sentido —otra faceta de su objetividad científica— es su amplia deferencia, su atención cortés a todo lo humano en la acepción esencial del término, como opuesto a lo tribal y provinciano. Esta amplitud —¡ah, si Heródoto hubiese sido cronista de Indias!— se enlaza con ciertas normas y obligaciones que descubrieron los varones de Jonia y de Atenas, las cuales encuadran la acción del hombre, no en tanto que ciudadano de esta ciudad, ni siquiera en tanto que griego de la olimpíada tal, sino sencillamente en tanto que hombre. La áurea norma está subrayada con todo énfasis en la historia trágica de la grandeza, del dolor y de la sabiduría de Creso que, a manera de aviso al lector, encabeza intencionadamente las Historias. Allí, el vencedor que ha enviado al vencido a la hoguera, detiene su ímpetu —su mera animalidad— y se instala humanamente en la consideración moral: «Ciro pensó que siendo él hombre, no debía quemar vivo a otro hombre»: i, 86. Por eso Pausanias rechaza el consejo del agorero Lampón de vengar en el cadáver del persa Mardonio los agravios inferidos al cadáver de Leónidas: ix, 78-79. Darío da honrosa sepultura a los restos del jonio Histieo, rebelde a su corona: vi, 30, y colma de mercedes a su prisionero, el joven Mecíoco, hijo de Milcíades (vi, 41), que había incitado a la revuelta a los señores de Jonia. Por eso mismo el propio Heródoto ve en la enfermedad repugnante de Feretima la retribución providencial de su desmedida venganza: iv, 205; y sólo veladamente alude al suplicio en que pereció el tirano Polícrates por ser indigno —esto es, demasiado horrible— de su narración: iii, 125. Para quien se sitúa en la comunidad esencial entre hombre y hombre, los pequeños círculos que recorta el individuo para exaltar el lugar, el grupo, la clase en que el azar de su nacimiento le ha colocado, saben a risible vanidad provinciana. ¡Qué absurda la pretensión de los persas de ser el mejor pueblo del mundo, y de que el mérito de los demás pueblos decrece conforme a su distancia de las fronteras de Persia: i, 134! La necedad de los getas «inmortales», que envían a su dios Salmoxis macabras mensajerías, queda sellada en la frase última: «no creen que exista otro dios sino el de ellos»: iv, 94.
Heródoto, a quien la religión interesa más que ninguna otra institución humana, observa y recoge infatigablemente los mitos y rituales que le presentan los diversos pueblos. Sienta bien claro que él no opina sobre el ser de los dioses, ante el cual se detiene sabiamente su indagación racionalista, que distingue por una parte el conocimiento interior de la divinidad, y por la otra el conocimiento de su teología y culto: ii, 3. Pero en cuanto a estas materias que la vista puede observar y la razón alcanzar, Heródoto anota, describe, compara, infiere, rastrea orígenes e influjos, señala dependencias e imitaciones y a veces, bien que con su característica mesura, opone reparos, ya intelectuales, ya morales, y demuestra preferencias. Por sus páginas desfilan, enfocados con un mismo deferente interés, los persas, que no atribuyen a los dioses figura humana, tienen por profanación encerrarlos en templos y sacrifican a su divinidad suprema en las cumbres de las montañas: i, 131; los caunios, vacilantes entre dioses paternos y advenedizos: i, 172; los babilonios y sus torres escalonadas, en cuya última grada un lecho y una mesa de oro aguardan al dios: i, 181; los escitas, que sacrifican al alfanje enhiesto sobre una pila de leña uno de cada cien prisioneros de guerra: iv, 62; los tauros, que en honor de su Virgen matan a mazazos a todos los náufragos y extranjeros: iv, 103; los griegos, con sus dioses primitivos e importados, con sus semidioses, con sus oráculos, siempre respetables (aunque no lo sean, de tanto en tanto, sus sacerdotes: i, 60, 122, viii, 27), oráculos que Heródoto parece justificar ante una generación menos crédula, y, por sobre todos los pueblos, los egipcios, empapados de extraño ritual (sepultura de las vacas y la barca que recorre las ciudades para llevar las osamentas al santuario de Atarbequis: ii, 41; el doliente sacrificio del carnero enterrado entre golpes de pecho: ii, 42; el gran dolor por la muerte del cabrón sagrado: ii, 46; la sepultura de los gatos en Bubastis: ii, 67; de los halcones y musarañas en Buto, de los ibis en Hermápolis: ii, 67; el culto del cocodrilo sagrado, cubierto de joyas en vida, embalsamado a su muerte: ii, 69), trabados por infinitas prohibiciones (los sacerdotes no pueden vestir sino lino ni calzar sino papiro, no pueden comer pescado ni ver habas: ii, 37; el cerdo es considerado impuro, salvo en una sola ocasión: ii, 47; la ropa de lana está prohibida en las ceremonias religiosas y en la tumba: ii, 81), envueltos en complejas ceremonias (sacrificios: ii, 39, 40, 47; procesión de Bubastis: ii, 60; duelo en Busiris: ii, 61; candelaria en Sais: ii, 62; riña ritual entre sacerdotes y fieles en Papremis: ii, 63; votos y sacerdocio de animales: ii, 65), cuya causa mística Heródoto calla con piadoso respeto. En una página de inigualada belleza (iii, 38), coronación del magnífico relato de la locura de Cambises, Heródoto fijó para siempre la grande lección de la tolerancia griega. Si Cambises hiere de muerte al buey Apis que agoniza en su templo desecrado, es que ha perdido el juicio: sólo un loco puede imponer por la fuerza una religión ajena. Así lo demostró Darío cotejando el rito funerario de griegos e indios. Para el viajero de Halicarnaso, observador exacto de la diversidad, los pueblos son distintos, y la tolerancia no es sino la admisión práctica de esa diversidad real que su entendimiento veraz reconoce. Una vez que el pensamiento filosófico de Atenas llegue a descubrir el concepto lógico, la tolerancia podrá fundarse no sólo en aceptar la diversidad natural, sino en la esencia universal de los conceptos morales, en compartir unas mismas ideas sobre el bien y la justicia. Pero el que esto descubra, ya no será Heródoto, ciudadano de la pequeña Halicarnaso, sino Josefo, sacerdote de Jerusalén (Antigüedades judaicas, xvi, 6), de una Jerusalén sin muros y sin templo, de la que sólo queda en pie la sed de justicia que, desde un comienzo enderezó sus pasos sobre la tierra.



La obra

De la etnografía a la historia. Las Historias de Heródoto, sin ser una autobiografía, reflejan la evolución de su autor —hecho excepcional dentro de las obras literarias griegas, acabadas y estáticas— desde su posición inicial de viajero sagaz anotador de singularidades, al modo de los etnógrafos de Jonia, hasta su actitud definitiva de narrador entusiasta de la lucha de Grecia por la independencia, que le erige en Padre de la Historia.

Viajes. El hecho primero de que hay que partir en la historia de la historiografía occidental es la aventura de Heródoto, sus viajes por el Asia Menor, por el Mar Negro y Escitia, por Persia y Babilonia, por Grecia y Magna Grecia, por Egipto. Apenas se presume algo sobre la fecha absoluta de algunos viajes, muy poco sobre la relativa; todo lo que puede colegirse con verosimilitud del examen minucioso de la obra es que los viajes de Heródoto concluyen con una segunda visita a Egipto y son anteriores a su residencia en Atenas. Pero ¿por qué viajaba?, ¿con qué fin? Lo más probable es que, como su Solón y como muchos otros griegos, viajara «para comerciar y para contemplar». Quizá, ya con propósito de componer una descripción de Persia enhebrada en la sucesión cronológica de sus reyes y conquistas, como lo había hecho Hecateo. Es muy probable que Heródoto fuese redactando las notas de sus viajes no mucho después de realizados. Los excursos sobre Escitia y Egipto, poco vinculados con el tema central, estudian los puntos interesantes para la etnografía jónica (cómo es la tierra, cómo son los moradores, qué singularidades posee), y en ellos se insinúa además a cada momento el interés humano y cronológico, historiando dinastías, reyes, migraciones, narrando cómo nacen y se suceden los imperios. El contacto con el tradicionalismo egipcio fue para el viajero griego, siempre niño, el incentivo de su tarea histórica: sus tradiciones escritas, los archivos de sus templos, la pericia en glosar los relatos transmitidos ofrecieron el terreno excepcional en que pudo germinar una concepción coherente y razonada de la historia. Pero ese contacto fue decisivo, aun en otro sentido. En su excurso de Egipto, Heródoto cuenta (ii, 143) el caso de su colega Hecateo, que se jactaba de descender de los dioses en decimosexto grado, y a quien los sacerdotes de Zeus en Tebas, mostraron, alineadas una junto a la otra, las estatuas de los sumos sacerdotes, de hijos a padres, hasta completar trescientas cuarenta y cinco generaciones cabales. Nada sabemos de cómo reaccionó Hecateo ante esta lección, pero no parece aventurado relacionar con su experiencia en el santuario de Tebas la estridente nota crítica con que comienzan sus Genealogías (fragmento 332): «Escribo a continuación lo que me parece ser la verdad: porque las historias de los griegos son muchas y absurdas». Y sin duda, también reaccionó así Heródoto: renunciando a enlazar hombres y dioses en un pasado continuo, y admitiendo —admisión dura para el hombre antiguo, no menos orgulloso de la antigüedad de su pueblo que de su prosapia personal— que Grecia era advenediza en el mundo mediterráneo. Si la visita a Egipto y Caldea curan al viajero de todo provincialismo en el tiempo, la diversidad de tanta nación recorrida logra otro tanto en cuanto al espacio, y confirma la objetividad con que Heródoto puede hablar de propios y extraños. Porque la esencia —presa específica del griego— de un pueblo no está en su número, ni en sus rasgos físicos, ni en su raza ni en cualquier otra circunstancia sino en su νόμος («costumbre, usanza, norma, ley, institución»). Un pueblo no es al fin más que un νόμος encarnado: el modo de ser que pone en práctica tal o cual grupo de hombres. El mejor νόμος es el que mejor asegura el funcionamiento de la justicia, y el mejor pueblo es el que defiende su νόμος contra los dos peligros que le amenazan, el exterior y el interior, el invasor y el tirano: la lucha contra uno y otro es, lógicamente, el tema por excelencia de la historia. Con estas ideas, surgidas al contrastar los diferentes νόμος, llega Heródoto a Atenas.

Estada en Atenas. Lo que allí encuentra es una pequeña ciudad de callejas tortuosas y sucias que no ofrece todavía en sus monumentos nada comparable con las maravillas de Egipto y Babilonia, pero poseedora del νόμος que más se acerca a la perfección: la democracia, régimen donde más realizable es la justicia (cf. iii, 142: «más justo» = «más democrático»), y al que Heródoto llama también ισηγορίη «palabra igualmente libre para todos»: v, 78, e isonomía, ‘igualdad de la ley’, el más hermoso nombre: iii, 80. Al preferir este νόμος, cuyas fallas no se le escapan («parece que es más fácil engañar a muchos que a uno solo» observa cáusticamente a propósito de Aristágoras, quien atrajo a su alianza al pueblo de Atenas pero no al rey de Esparta: v, 97), a los portentos arquitectónicos de otras tierras, procede como griego genuino: para los griegos, que no condescienden a dar aplicación práctica a su imaginación científica, dársenas, arsenales, fortificaciones, tributos, son fruslerías junto a cosas tan urgentes como la moderación y la justicia (Gorgias 519). Heródoto aprecia más que cuantos templos y murallas, cuanta organización material ha conocido en sus viajes, el νόμος de que Atenas ha derivado su superioridad en la guerra (v, 78). Y si acaba por identificarse con esta ciudad, con la que nada personal le une, es porque no sólo observa en ella el mejor νόμος sino también porque sus ciudadanos son los más valientes para defenderlo. Por él arrojaron a los Pisistrátidas, en sí no despreciables, y emplearon todo su valor y sus inagotables recursos de alma para rechazar la amenaza persa. Por fidelidad a la ley patria, Atenas se pone a la cabeza de la lucha por la independencia griega, que no es guerra de fronteras ni de dominio, sino —otra vez tocando en lo esencial— guerra para salvar la individualidad de una nación.
De la adhesión a Atenas resulta un crucial cambio de tema para las Historias de Heródoto o, mejor, una ineludible evolución: desde la descripción de los diferentes νόμος bárbaros, pasa Heródoto a describir no el νόμος griego (que da por sabido, pues su obra está hecha para griegos) sino la guerra empeñada para mantenerlo. Pero hay, además, en la pequeña y bulliciosa ciudad muchos varones de pensamiento admirable que abren nuevos modos de ver a su propio pensamiento y le permitirán, por ello, hacer lo que los sacerdotes de Tebas con sus tradiciones, con sus archivos, con la conciencia desdeñosa de su inmensa antigüedad, no han llegado a hacer: concebir como conflicto dramático el juego de causas divinas y humanas en que se resuelve cada hecho histórico; en otros términos: pasar de la anotación de anales o crónicas a la composición de la Historia.
Con la estada en Atenas se enlaza la noticia de la amistad con Sófocles, precioso dato externo confirmado por muchos contactos entre la obra de ambos y, más aún, por el influjo vasto y esencial que la tragedia ática ejerció sobre la Historias. Heródoto nombra a Frínico y a Esquilo, refleja abundantemente la dicción trágica y, así como los trágicos transforman cuentecillos populares en el gran espectáculo dionisíaco, imprime a sus relatos pareja evolución dentro de la forma narrativa: el material local y anecdótico queda estilizado como acontecer más típica que individualmente humano (las historias de Polícrates, de Periandro, de Ciro, de Creso, con su moraleja esquiliana: «por el dolor a la sabiduría»: i, 207), el todo dominado por un oxymoron sofocleo: Jerjes, quien en la cumbre de su poderío ríe y llora a la vez, feliz por la muchedumbre de sus ejércitos, acongojado por lo efímero de su grandeza humana. Pues cabalmente la tragedia ática es el modelo que en arte y pensamiento da forma básica a la exposición de la segunda guerra médica: Jerjes, el segundo invasor persa, está concebido como un héroe trágico; su eje es la esencial desmesura, la arrogante confianza en sí mismo (frente a la piadosa conciencia de pequeñez de los vencedores: viii, 109), en la creciente grandeza persa, que le lleva a desoír consejos y agüeros, a violar los términos de la naturaleza y hasta a poner mano en los dioses. Y los dioses le empujan a la ruina por la misma senda que él sigue de suyo: no sin cierta sorda simpatía —la de todo trágico por su héroe-víctima—, Heródoto le pinta en su momento de vacilación cuando la fatalidad fuerza al error a su más sabio consejero: vii, 18.
Y, lo que es más importante aún, bajo el influjo particular de Esquilo, Heródoto concibe esta segunda Guerra Médica, de que está lleno el pasado griego inmediato, como exteriorización de un conflicto divino: Jerjes ha provocado la ira de los dioses, más que nada por su ambición de sobrepasar el límite humano y la guerra de independencia se torna, de rechazo, en guerra santa: viii, 143-144; ix, 7. Heródoto, antiguo vasallo del vasallo del rey persa, es escéptico y poco amigo de teologías: por algo nace dentro de la órbita del pensamiento jónico que desde Homero y los Himnos homéricos sabe reírse de los dioses del Olimpo pero, al chocar contra ese hecho imprevisible —la derrota del subyugador de su país—, mira a los dioses con nueva gravedad, cree en una Providencia no homérica, no personal, que vigila el equilibrio del mundo y que, mediante complejo engranaje, acaba por dar la razón al provocado y hundir al provocador. Por eso su relato comienza por esclarecer concienzudamente quién entre Asia y Europa fue el primer agraviador. Dentro del molde trágico, Heródoto considera la grandeza y decadencia de los señoríos como otros tantos pecados de soberbia, seguidos por el castigo que restablece el equilibrio material y moral, y en consecuencia, su filosofía implica el concepto, también esquiliano, de que la culpa es hereditaria dentro de un linaje, o sea, rebasa el ámbito de una vida humana y postula el del linaje para desplegar el juego de su Providencia justiciera (cf. el ejemplo explícito del piadoso Creso, que expía el delito de su antepasado usurpador: i, 91). Así las Historias son el primero y máximo testimonio de la influencia de Atenas sobre la cultura de Jonia, a la que, no obstante, no avasalla del todo. En efecto: muchos rasgos distintivos del racionalismo jónico se mantienen, como ya se ha visto, en su obra, pese al impacto emotivo y religioso de su experiencia ateniense. En cuanto a su concepción de la historia, Heródoto —como Homero y no como Esquilo— separa el drama en el Olimpo del drama en la tierra. El plan providencial vasto y remoto deja los hechos concretos y sus causas inmediatas en manos de los hombres: nada de un «Dios lo quiso» que ahogue la iniciativa para el pensamiento y la acción. En este sentido y, aunque consciente y sentimentalmente Heródoto pueda preferir el viejo ideal humano encarnado en Arístides (viii, 79) y sentir no disimulada antipatía por el ideal más moderno representado por Temístocles, de hecho toda su obra presupone un desplazamiento de atención del cielo a la tierra. Por ahí es por donde coincide con la sofística contemporánea: no en sus fines, no en su moral de hecho, ni en su visión mercenaria de la ciencia, sino en el punto de partida que reza para él como para ellos: «el hombre es la medida de todas las cosas».

Padre de la Historia. Por todo ello es Heródoto en la definitiva fórmula de Cicerón (De legibus, i, 1), «Padre de la Historia». El historiador moderno reconoce la identidad fundamental de espíritu en ese interés por la diversidad en tiempo y en espacio, en la observación exacta, el razonamiento crítico, la valoración juiciosa de los diferentes testimonios, en la aguda atención a la conexión causal del acontecer —a las causas grandes, morales y materiales, y a los motivos pequeños que desencadenan los sucesos—, sin perder de vista el gran diseño providencial en que se ordena el bullir de las generaciones sobre la tierra y, por último, en el poder de expresar su compleja narración en una amplia y bien planeada arquitectura que agrupa sabiamente sus múltiples y variados episodios, subordinándolos al todo en disciplinada graduación. Lo que le separa del historiador moderno del siglo xix para acá es el mismo factor que separa todas las ciencias griegas —matemática, física, astronomía— de las modernas: el accidente de su aparato científico. Su narración amenísima, no apoyada en la hueste de técnicas auxiliares que hoy escoltan al historiador, desconcierta al lector como le desconciertan la matemática griega sin notación algebraica, la física y astronomía con su instrumental infantil. Nada señala mejor la distancia técnica que nos separa del mundo griego de Heródoto, que nuestros modos divergentes de referirnos al tiempo y al espacio: frente a nuestras horas, nuestras millas y nuestros puntos cardinales de vigencia universal, esas horas griegas, marcadas por el número de gente que llena la plaza de la ciudad (άγορή πηθονα «antes de mediodía», literalmente, «cuando está llena la plaza») esas distancias medidas en «jornadas para un hombre diligente» (literalmente, «para un hombre que lleva bien ceñida la ropa»), esa ubicación vagamente determinada por el lado de donde sopla el Bóreas o el Noto. El estudioso moderno querría que Heródoto hubiese adoptado como fuente primera, no la tradición oral, racionalmente cribada, que adoptó, sino la dependencia directa y sistemática de documentos y monumentos. Y sin embargo, ha sido la poca ciencia la que tildó de fabuloso a Heródoto, mientras la moderna arqueología y antropología le han rehabilitado ampliamente, confirmando con los nuevos descubrimientos las noticias sobre instituciones o monumentos (egipcios, asirios, escitas) tenidas por inverosímiles. Si su cronología parece contestable, ello se debe por lo general no a que sea errónea, sino a que impresiona como confusa, por su hábito de narración retrospectiva: Heródoto, cuando se encuentra con un hecho a una altura dada del relato, se remonta hasta sus orígenes y luego desciende, sobrepasando muchas veces la fecha de que había partido (cf. historia de Pisístrato: i, 59-64; de Milcíades: vi, 34-41, etc.). Más extraño es el reproche de que la topografía de las operaciones militares que describe es deficiente y de que, a la par de no cuidarse gran cosa de monumentos y documentos, no ha visitado campos de batalla. Sin duda la respuesta exacta es la de Hauvette, (Hérodote, historien des Guerres Médiques, París, 1894, pág. 499 y sigs.): Heródoto entiende de guerra y de estrategia aunque no le interesan en sí; la omisión de detalles topográficos que permitan reconstruir el plano perfecto de las batallas en todos sus movimientos, obedece a que Heródoto se acoge a la tradición oral, que se preocupa más de vida y carácter que de precisiones cronológicas y topográficas. En rigor, la gran mayoría de los reproches formulados a Heródoto por su falta de precisión arqueológica, cronológica y topográfica, emana de un singular olvido: el de que Heródoto no ha escrito para universitarios alemanes de los siglos xix y xx, sino para griegos del siglo v, quienes estarían perfecta, aunque no técnicamente, familiarizados con monumentos, instituciones, acontecimientos, fechas y lugares a los cuales, precisamente por tal identidad de sistema de referencias Heródoto no se veía obligado a aludir con la claridad y precisión con que describe las maravillas exóticas de Egipto o Escitia. Véanse, por ejemplo, iv, 81 y iv, 99, donde Heródoto da a conocer un objeto desconocido por otro familiar a su público, pero nada claro para el lector moderno.
También alarman al lector criado en la ilusión cientificista los discursos no reproducidos documentalmente, sino elaborados por el historiador para formular lo que el personaje debió decir, casi siempre a base del recuerdo oral de lo que dijo, y verificado por el modo de pensar que se trasluce en sus actos. Es curioso que los que hoy escriben la historia de la Antigüedad, y por fuerza han de recurrir en gran medida a construcciones hipotéticas para llenar idealmente los huecos de la arqueología y de la historiografía, enrostren a Heródoto el seguir accesoriamente y en detalle el método que ellos adoptan en principio. Pues, siendo ajena a los griegos la idea de fijar textualmente la palabra hablada, no quedaba al historiador otro recurso que dar la verosímil. Y más curioso aún es que estos mismos historiadores de hoy también formulan un reproche de signo contrario: el de no presentar los sucesos —hechos políticos, guerras, batallas— en amplios cuadros generales, reduciéndose en cambio a enhebrar relatos particulares, leyendas locales, anécdotas individuales, sin parar mientes en que, al proceder así —esto es, al transmitir los elementos que le da la tradición y no sustituirlos por una construcción personal de apariencia más satisfactoria pero de naturaleza puramente conjetural—, Heródoto evidencia su realismo histórico, su respeto de historiador genuino ante el dato. Heródoto renuncia a imprimir a su material un artificioso esquematismo, y prefiere la abundancia de episodios, datos, anécdotas, relatos particulares, que dan la impresión vívida de la complejidad y abigarramiento de la verdadera historia, y que la historia tucididea, mucho más austeramente estructurada, así como sus imitaciones latinas y modernas, ya no dará más.
Nota esencial de Heródoto es la lozanía juvenil, la abundancia tanto de materiales como de propósitos y direcciones, frente al campo más restringido que se recortan los historiadores siguientes. Su abundancia se pone de manifiesto al situar su obra entre los tipos que destaca la moderna ciencia de la historia. Predominan claramente, en efecto, el tipo narrativo y el genético: el primero, sobre todo, en los extensos preliminares en que Heródoto ordena lo observado e investigado en sus viajes sin apartarse de la pauta de la historiografía jónica; el segundo en la exposición misma de las Guerras Médicas, tal como la ha planeado bajo el influjo de la tragedia ática. Pero, a decir verdad, este último tipo parece que es el que más se aviniera con su natural inquisitivo: el mismo impulso que en la primera parte le impide contentarse con la mera descripción y le lanza a averiguar las causas físicas o humanas, también le acucia aquí para desentrañar los factores grandes y chicos, divinos y humanos, morales y materiales del acontecer. Heródoto es fundamentalmente tan hombre de ciencia que, como sus colegas griegos en matemáticas o en física, desdeña la aplicación práctica del saber, cara al pragmatismo moderno de Bacon a Comte. En muy escasa medida es la obra de Heródoto magistra uitae, sólo en la enseñanza moral que se desprenda de suyo de su concepción providencialista de la historia, de las azarosas fortunas de sus reyes y tiranos —Creso ante todos—, de unos pocos relatos intercalados con miras muy particulares que dejan al lector la responsabilidad de discernir su alcance general (inviolabilidad del asilo a propósito de los cimeos y el refugiado de Lidia: i, 159; inviolabilidad del juramento a propósito de los rehenes que los atenienses no quieren devolver: vi, 86, inviolabilidad de los cadáveres, a propósito del consejo del agorero Lampón al rey Pausanias en el campo de batalla de Platea: ix, 78-79; delicias de la libertad a propósito de los dos espartanos que se ofrecen para expiar el asesinato de los embajadores persas: vii, 135; la ciudad no se condena por un solo ciudadano: viii, 128, a propósito del general traidor cuya traición ocultan los demás generales griegos para que no pese sobre su ciudad), y en la sabiduría de los buenos consejeros como Solón, Sandanis, Demarato, Artabano.
Lo único no estrictamente objetivo y científico que prevalece junto a la viva ansia intelectual de representar el pasado es, en cierto modo, también sustancia histórica, puesto que se propone fijar el pasado y no forjar el porvenir: es la valoración moral de hombres y hechos, conforme a la cual Heródoto averigua piadosamente los nombres de los trescientos caídos en las Termópilas: vii, 224, o prefiere callar el nombre de los griegos plagiarios y falsarios: i, 51; ii, 123; iv, 43. Así, junto al quehacer intelectual de fijar intelectualmente el pasado surge el alto cometido, que Heródoto comparte con Píndaro, de otorgar la recompensa de gloria para el hecho insigne. Otorgar la recompensa de gloria no es en Grecia un simple menester áulico, como lo será luego en manos de los poetas palaciegos helenísticos, romanos o modernos, interesados en fomentar el mecenatismo de los pudientes; es un requisito respaldado en la modalidad del pueblo griego, que se transparenta en sus nombres (todos los Cleo- y -cles, compuestos de κλέος, «gloria») e instituciones, como consecuencia, al fin, de que no sólo Heródoto, sino Grecia toda, sin negar el prólogo en el cielo, concentra su atención sobre el drama en la tierra. No basta realizar altos hechos: lo perfecto es el destino de Cleobis y Bitón, quienes los hacen, y son vistos y reciben la felicitación de los circunstantes, mientras las mujeres dan el parabién a la madre que llega al colmo de su dicha «por el hecho y por la fama»: i, 31. Y las excelencias que merecen tal reconocimiento son, ya hemos visto, tan variadas como la vida misma, desde los vencedores de Salamina —no sólo Temístocles, aquejado de avidez de aplauso, sino todos sus colegas quienes, al discernir el premio del valor, se votan a sí mismos en primer término: viii, 123-124—, hasta el hermoso Filipo quien, no más que por su hermosura, recibe adoración de semidiós: v, 47. Fijar los sucesos, distribuir la medida de fama, narrar causalmente las Guerras Médicas, son cabalmente los tres propósitos que Heródoto enumera en su breve sumario: «Ésta es la exposición de lo que investigó Heródoto de Halicarnaso, para que no se desvanezcan con el tiempo los he-chos de los hombres, y para que no queden sin gloria grandes y maravillosas obras, así de los griegos como de los bárbaros y, sobre todo, la causa por la que se hicieron guerra».

Los Nueve Libros de la Historia. Según la feliz fórmula de R. W. Livingstone (The Pageant of Greece, Oxford, 1935, pág. 160), dos excelencias singularizan a Heródoto: su infinita curiosidad y su talento de príncipe de narradores. La primera concierne a Heródoto mismo, y el documento biográfico que la revela es su obra; la segunda atañe particularmente a su libro: es su primor atractivo, perceptible tanto en su plan general como en su abigarrado contenido.

Plan. El plan general es una historia y descripción del imperio persa, en la cual, al contar las sucesivas conquistas persas, se traza la descripción e historia retrospectiva de los pueblos conquistados (jonios, dorios, eolios del Asia Menor: i, 141; Babilonia: i, 178; maságetas: i, 201; Egipto, II y III; Samo: iii, 120; Escitia: IV; Libia: iv, 145; estados griegos: vi, 42 y sigs.; Helesponto y Tracia: v, I y sig.). La excepción es la historia de Lidia antepuesta a la historia de Persia misma por haber sometido previamente los estados griegos de la costa asiática, y la historia de las Guerras Médicas, comenzando por la insurrección de Jonia (v, 30 y sigs.) y acabando por la reconquista de Sesto: ix, 121. Estas dos directivas —la primera subordinada idealmente, no en extensión material, a la segunda— son bien perceptibles y dan clara consistencia al plan, el cual, por otra parte y en raro contraste con la literatura ática, no está realizado con rigor formal. Esa libertad es deliberada en un sentido: sin duda Heródoto pensaba que su género literario autorizaba las abundantes digresiones, pues subraya un par de veces, para aclarar la unidad de su narración, el carácter parentético de un relato intercalado: iv, 30; vii, 171. Pero además es evidente que no todo el libro corresponde a una misma etapa de pensamiento del autor, según queda ya señalado. Hay algunas referencias (a unos «relatos asirios»: i, 106 y 184, ya la muerte del traidor Efialtes: vii, 213) que no se cumplen en el texto transmitido, y es fácil percibir aquí y allá huellas del reajuste del plan etnográfico primitivo al plan histórico definitivo. Todos estos indicios autorizan la conjetura de que la obra sea póstuma y no haya recibido de su autor el último pulimento que, sin causar mayor alteración en el todo, hubiera suprimido pequeñas contradicciones y discrepancias como las indicadas. Lo que no autorizan es la cavilación quimérica sobre cuáles fueron los estadios por los que pasó el plan en la mente de Heródoto antes de llegar a la forma conocida, y cuáles hubieran sido los siguientes. Muy escasos y pobres son los argumentos a favor de la prioridad de redacción de tal libro sobre tal otro, y la posición crítica desde la cual pueden formularse (la posición crítica que sustituye al estudio —y al goce— de la obra dada actual el juego subjetivo de formular hipótesis en vacío) emana del peculiar anhistoricismo de los románticos alemanes quienes, a pesar de su decantada instauración histórica, se singularizaron por su incapacidad de atender a la historia y a la realidad y por su predilección por los entes imaginarios, por la Ur-Ilias sobre la Ilíada de Homero, por las «cantilenas primitivas» sobre la Chanson de Roland.

Conclusión. Tampoco autorizan aquellos indicios ni el final de las Historias a dar por inconclusa la obra de Heródoto: semejante juicio se funda también en el examen precipitado del libro y en un sentido poco exacto de la forma literaria antigua. En efecto: el último hecho importante en la narración herodotea es la batalla de Mícala, última victoria conjunta de Grecia. Le sigue una sangrienta historia de harén, que remata en la sublevación del ofendido y fratricidio del ofensor, la reconquista de Sesto por los atenienses (bordada con características historietas sobre el gobernador persa de Sesto) y, flojamente prendida, la anécdota de Artembares y Ciro —la última anécdota—, que queda resonando en el ánimo del lector como una amenaza siniestra: Ciro, el fundador del imperio persa, es quien ensalza la sabiduría del pueblo que se contenta con su tierra pobre, garantía de su libertad, condenando así la fracasada empresa que acaba de narrarse, y precaviendo contra el inminente imperialismo ateniense. Ahora bien: para el estudioso moderno la reconquista de Sesto no es el hecho final ni siquiera un hecho descollante en las Guerras Médicas. A la distancia, el verdadero desenlace de las Guerras Médicas es la expedición de Alejandro. Limitada la perspectiva por la vida de Heródoto, el término de la lucha sería la victoria de Eurimedonte, hacia 467 o 466, que asegura la libertad de la costa griega del Asia Menor. Pero los antiguos no juzgaban así: aun Tucídides daba por terminadas las Guerras Médicas con «dos combates por tierra y otros tantos por mar»: i, 23, esto es, con sólo las acciones de las Termópilas y Platea, Artemisio y Salamina. Como es fácil de comprender, para los contemporáneos la increíble derrota persa asumió exageradas proporciones: según Esquilo, hace vacilar el Imperio y viste de harapos al Gran Rey. Más aún: las batallas que aseguraron la independencia de la costa griega del Asia pertenecían ya a otra edad, a los comienzos de la hegemonía de Atenas. Es obvio, por lo que revelan las Historias, que, a diferencia de Tucídides, Heródoto no gusta en particular de la historia política contemporánea, entre ciudad y ciudad; su vocación es la visión histórica vasta: naciones, no ciudades; el pasado pintoresco y heroico más que el inmediato o los propios tiempos; historia integral de base etnográfica, y no enfoque político militar. De donde concluye Hauvette con gran verosimilitud (obra citada, pág. 58 y sig.) que el único documento que se posea de Heródoto —las Historias no permite presumir que se hubiera propuesto historiar más allá de las Guerras Médicas y narrar el desarrollo ulterior de Atenas y Esparta.
La falacia histórica que da por inconcluso el libro porque acaba con un hecho que para el punto de vista moderno no es digno remate del tema central, se refuerza con una paralela falacia estética: desde el romanticismo, el gusto general exige en la obra literaria un final en clímax, mientras el gusto antiguo prefería el final en anticlímax. Así contrasta el final de una tragedia de Victor Hugo con el de una tragedia griega, de tensión emotiva relajada y (particularmente en Eurípides) de moraleja marcadamente intelectualista y como separada del asunto trágico, para marcar la transición de la vida ideal que se acaba de ver, concretada en símbolo poético, a la vida real. Después de Mícala, los relatos sobre los nefandos amoríos de Jerjes y sobre el suplicio de Artaíctes, gobernador de Sesto, equivalen a las peripecias de los personajes accesorios (Hemón, por ejemplo, o los hijos de Medea), que subrayan la tragedia ya antes consumada, mientras la última anécdota, introducida con forzada asociación, enseña hasta qué punto urgía a Heródoto zurcirla de un modo u otro a su libro: porque, a buen seguro, contiene su moraleja; no ciertamente la suma y compendio de toda la valiosa obra —ninguna moraleja puede contenerlos si la obra es de veras valiosa—, pero sí subraya la lección última que Heródoto quería fijar.

Contenido narrativo. En este relato central, orientado en su pri-mera parte hacia la etnografía y en la segunda hacia la historia de las Guerras Médicas, se engarza gozosamente una muchedumbre de relatos interiores, diversos en extensión e intención, que hacen vívida y atractiva la obra de Heródoto porque están animados por su simpatía imaginativa de novelista o de dramaturgo que se sitúa dentro de cada personaje para recrearlo con idéntico brío. Es esa simpatía artística y no moral, análoga a la de Lope por el pirata hereje Richard Hawkins en la Dragontea, ii, 126 o por la Judía de Toledo, en Las paces de los reyes, ii y iii, lo que explica el tono imperturbable con que puede Heródoto contar los mayores horrores: la perfidia tan vieja y siempre nueva del tirano Polícrates contra sus conciudadanos (iii, 44-45); la astucia de Oretes, en cuyo grueso engaño cayó el mismo Polícrates: iii, 122 y sigs.; la maldad de Hipócrates, tirano de Gela: vi, 23; del usurpador Gelón, que le sucede, implacable con el pueblo: vii, 156; la embriaguez de venganza de Hermotimo: viii, 106; la insaciable quimera de pirámides y canales que posee a los faraones, detenida alguna vez por orden de un oráculo, nunca por la consideración de las vidas prodigadas: ii, 124, 158. Esa simpatía creadora es la que hace posible tal variedad de relato, desde el novelesco, rico en peripecias que perfilan soberbiamente el individualismo griego, hasta su extremo opuesto en la escala del contenido real, o sea, el sueño agorero, narrado con tal siniestra intensidad que oprime el ánimo del lector no menos que el del primitivo soñador. Basten como ejemplo del primero la deliciosa biografía del médico Democedes: iii, 29 y sigs., quien, desavenido con su áspero padre, se refugia en Egina, donde hace maravillas, «aunque carecía de instrumentos y no tenía ninguno de los útiles de su profesión», y luego su talento, su cautiverio, sus nuevos éxitos y piedad para con los colegas menos afortunados, su navegación y accidentado regreso a la patria; las vidas de los adivinos: el próspero Tisámeno: ix, 36, el desastrado Hegesístrato: ix, 37, y Evenio: ix, 93-94, cuya historia deja entrever un ambiente primitivo de superstición y crueldad desde el cual conviene medir la grandeza del avance civilizador de Grecia; las vidas siempre aciagas de los rebeldes a la ley de su pueblo, como Anacarsis y Esciles; las sombrías tragedias de familia —Periandro, Dorieo, Demarato— con su desenlace de infamia, destierro y muerte. Y como ejemplos del segundo, el sueño del faraón etíope, tan elocuente en su contraste entre la virtuosa conciencia y el sanguinario subconsciente del príncipe: ii, 139; el de Hipias, primicia freudiana, y su senil y frustrado cumplimiento: vi, 107; el de Cambises, que asiste en sueños a la grandeza del hermano a quien envidia en vigilia: iii, 30; la visión engañosa que acosa noche tras noche a Jerjes y que se encarniza contra Artabano, el consejero sabio, hasta sacarle los ojos con hierros candentes, en una escena en que se convive todo el horror de la pesadilla (vii, 17 y sigs.).
Entre tales dos extremos se despliega la sabrosa variedad de la narración herodotea: por una parte, el cuento que subraya el cumplimiento ineludible del sino, anunciado y confirmado por oráculos y presagios que se incorporan íntimamente a la narración (muy por encima, como arte, de los prodigios que Tito Livio registra regularmente a la manera de los anales, desafiando la verosimilitud y el sentido común): así Ciro: i, 107 y sigs.; Cípselo: v, 92; Perdicas: viii, 137-138, llegan al poder a pesar de todas las medidas con que se los ha querido quitar de en medio. Por muchas precauciones que tome Creso para proteger al hijo que, según le fue dicho en sueños, ha de morir a hierro, la muerte sobreviene tal y como se ha anunciado y por mano del personaje mismo, de nombre fatídico, a quien el padre había confiado la custodia del heredero: i, 34 y sigs. Inútil es que Cambises asesine a su hermano Esmerdis para que no se cumpla la visión que se le ha mostrado sentado en su trono: otro Esmerdis usurpará el trono y cumplirá la visión: iii, 30, 61 y sigs. Por otra parte, leemos el relato sobrenatural o siniestro que Heródoto maneja con sin par eficacia, hablando de lo más fantástico con la serena objetividad con que pudiera describir un fenómeno geográfico (historia de Arión: i, 24; muerte y resurrección de Aristeas de Proconeso: iv, 14; los psilos que perecieron combatiendo en orden de batalla contra el simún: iv, 173; el soldado de Maratón que quedó ciego al cubrirle con la sombra de su barba el fantasma que mató a su compañero de fila: vi, 117; Diceo y Demarato, que en el Ática abandonada por sus pobladores ven una inmensa polvareda y oyen el himno de los iniciados en los misterios de Eleusis, entonado por los dioses que bajan a combatir contra el invasor: viii, 65; las tierras de Macedonia que limita el monte Bermio, inaccesible por sus nieves y en donde brotan por sí mismas rosas de sesenta pétalos, más olorosas que todas las del mundo: viii, 138) o insinuando breve y tensamente un ambiente de misterio y fatalidad (Milcíades, el vencedor de Maratón, viola en oscura complicidad con una sacerdotisa, el templo de Deméter de Paro y vuelve ingloriosamente, sin haber dado cima a la prometida empresa, para morir gangrenado en la cárcel, ludibrio de sus enemigos: vi, 132 y sigs.); mientras griegos y cartagineses combaten en Sicilia, el rey Amílcar interroga los agüeros desde el alba hasta la noche arrojando víctimas enteras al fuego, hasta que, ante la derrota de los suyos, se arroja él mismo, última víctima: vii, 167; el azar enriquece a Aminocles con los tesoros de los persas que el naufragio conduce hasta sus tierras —pero el mismo azar que le entregaba no soñadas riquezas le había hecho asesino de su hijo: vii, 190.
Luego, la nutrida serie de tragedias (y menos frecuentemente de comedias) de alcoba que vienen a torcer los destinos de pueblos y dinastías: así, en primer término, la de Giges y Candaules, una como versión primitiva y brutal del Curioso impertinente, i, 8 y sigs., que instaura la dinastía de los Mérmnadas; la malcasada de Pisístrato: i, 61, por la cual los Alcmeónidas se enemistan con el tirano, quien debe huir del Ática; la hija del faraón vencido sustituida a la del vencedor en el harén del rey de Persia (iii, 1), es causa de la conquista persa de Egipto; la primera Guerra Médica se decide en la intimidad conyugal de Atosa y Darío: iii, 134; los saurómatas descienden de las feroces amazonas a quienes un grupo escogido de jóvenes escitas enseña su lengua y su amor: iv, 110 y sigs.; Jerjes, enamorado de la esposa de su hermano, quien le rechaza, se enamora luego de la hija de ésta, quien le admite y atrae sobre su madre la venganza oriental de la esposa del Rey: ix, 108 y sigs., que a su vez lleva a la rebelión y a nuevo crimen.
La serie más variada es la del «ensiemplo», o narración incidental que sirve para inculcar una lección o reprobar un delito: dos bellísimos relatos, evidentemente concebidos para la mayor gloria de Apolo y de sus santuarios de los Bránquidas y de Delfos, insisten en la inviolabilidad del suplicante: i, 158, y del juramento: vi, 86. Representativo de lo que valía la libertad a los ojos de los espartanos es la respuesta de Bulis y Espertias: vii, 135; la garantía de esa libertad es la pobreza: ix, 122; la posición y no el linaje confiere dignidad, demuestra Amasis a sus súbditos reacios con la parábola de la jofaina y del ídolo: ii, 172, así como la del arco, tenso sólo en el momento de usarlo, enseña la necesidad de alternar trabajo y ocio: ii, 173. La rara conducta del faraón depuesto Psamenito enseña que sólo pueden llorarse las desgracias de los amigos, porque las de la familia son demasiado grandes para las lágrimas: iii, 14; mientras las hermanas dolientes (iii, 32 y 119) precian el amor fraternal como el más caro y el único insustituible. Nitocris la asiria (realmente Nabucodonosor, cuyo nombre Heródoto interpreta como femenino) tienta y escarnece al codicioso con su codicia: i, 187; el rey de los etíopes macrobios —nobles salvajes si los hubo— predica una lección no menos incisiva contra la ambición y la falsía del conquistador vulgar: iii, 21; los dioses mismos exterminan con una horrible enfermedad a Feretima para mostrar su desplacer por una venganza excesiva: iv, 205.
No pocas veces el narrador se complace en exhibir la astucia que conduce a feliz término el deseo: ante todo, el cauto Otríades, más amigo de certificar la victoria que de regocijarse prematuramente: i, 83; la sutil experimentación que halló en el frigio la más antigua de las lenguas: ii, 2; los magistrados persas, quienes, ante la voluntad de Cambises de casarse con su propia hermana declaran que, si bien no hay una ley que lo autorice, hay otra que autoriza al rey de Persia a hacer todo lo que le venga en gana: iii, 31. Un caballerizo ducho puede salvar a un príncipe v, 111-112, y aun un imperio: iii, 85-87. Salmoxis no necesitó de treta muy ladina para acreditarse de inmortal ante los tracios: iv, 95. Cambises asegura la imparcialidad de un juez haciéndole sentar sobre un asiento tapizado con la piel de su padre, ejecutado por venal: v, 25. Un mensaje ingenioso como el de Demarato (vii, 239) o el de Histieo (v, 35) o el de Hárpago (i, 123), burla todas las prevenciones; pero la malicia más aguda corresponde, como era de esperarse, al más sabio de los pueblos, y se despliega en el deli-cioso cuento popular del ladrón egipcio: ii, 121.
Aun sin asumir las proporciones de un relato, aun una breve anécdota, una réplica, una sencilla escena, capta con vigorosa nitidez el ambiente y los personajes. Más sugestiva que muchas ilustraciones del arte monumental de Egipto es la anécdota de Hecateo, a quien sus guías egipcios muestran las trescientas cuarenta y cinco estatuas colosales de los sumos sacerdotes, todos hombres de bien tras hombres de bien: ii, 143: la grandiosa perspectiva de un templo egipcio se identifica magníficamente con el inmenso lapso de su pasado histórico. Psamético, para quien no alcanzan las copas de oro, hace la libación con su yelmo de cobre mientras los once reyes, sus colegas, con el yelmo puesto y la copa de oro en la mano, advierten que se ha cumplido así un oráculo fatal para la libertad de Egipto: ii, 151. Otras escenas y anécdotas ilustran la gama del humorismo herodoteo: insuperable es el gracioso contraste entre la elocuencia asiática de los jonios palabreros y el laconismo laconio: iii, 46; la larga escena ya grave, ya chocarrera de los embajadores persas en la corte macedónica: v, 18-20; el ocioso Silosón, quien pasea con su manto de púrpura por la plaza de Menfis como turista elegante, deslumbrando a un joven guardia persa quien se le acerca para comprárselo; con un impulso del que en seguida se arrepiente, Silosón se lo regala, pero andando el tiempo, el guardia en cuestión, que no era otro que Darío, le entrega en cambio el señorío de Samo: iii, 139 y sigs. La fidelidad persa al Rey, exagerada hasta lo grotesco por la imaginación griega, se expresa en una anécdota totalmente falsa, según Heródoto: viii, 118. La caricatura de Alcmeón, deformado para llenarse de la mayor cantidad de oro transportable (vi, 125), inspiró quizá de rechazo a Platón la plegaria del final del Fedro; análogamente, el hijo de este Alcmeón, el cumplido Megacles, queda eternizado como griego frívolo que pierde unas sustanciosas bodas por el placer de bailar sobre pies y manos: vi, 126-129.
La historia grave y discursiva de Tucídides, consagrada a descubrir las causas hondas del juego político y militar, deja muy lejos el cuarto de los niños y la charla de las mujeres. Con Heródoto asistimos a una visita entre damas persas: iii, 3, en que la visitante elogia el talle y belleza de los niños de la visitada; ésta se queja del desvío de su marido, y el niño mayor jura vengar a su madre —de todo lo cual había de resultar, según una versión en la que el historiador se apresura a manifestar que no cree, nada menos que la conquista de Egipto. Con Heródoto compadecemos a Labda la estevada, con quien ningún hombre de su linaje quería casar: v, 92; y a la chiquilla fea, embellecida luego por el amor de su nodriza y el toque de la mano de Helena: vi, 61. Con Heródoto una niñita de ocho o nueve años está presente en la entrevista en que el aventurero jonio quiere comprar a cualquier precio la alianza de su padre, el rey de Esparta: está presente, y conoce la fragilidad paterna. Todo lector hispánico que ha visto encarnados en la tenue voz de «una niña de nueve años» la ley y el orden civil, no puede menos de maravillarse ante el arte simple y nobilísimo del auto antiguo que pone en boca de la niñita sabia la alarma que corta la puja tentadora del forastero.

Las Historias y el cuento popular. Aquí surge naturalmente la pregunta: ¿de dónde procede ese riquísimo contenido narrativo, engarzado en el marco de la narración general, esa madurez y variedad en el relato, ese arte de contar? La respuesta está limitada por dos condiciones negativas: en primer lugar la narración anterior a Heródoto no se ha conservado en extensión tal que permita el cotejo detallado con las Historias; en segundo lugar, la estructura con marco narrativo, así como muchas notas del relato mismo, recuerdan rasgos característicos del cuento oriental y del cuento popular: pero los orígenes de estos últimos y su relación mutua es materia tan oscura y conjetural que mal pueden iluminar la creación de la obra de Heródoto. Los datos concretos de que se dispone son solamente éstos: 1) Cualquiera sea la relación entre el cuento oriental y el popular, preciso es tener en cuenta que Heródoto entra en natural contacto con ambos; como miembro de la cultura griega del Asia es muy verosímil que le fuera familiar el tipo de relato antiguo (aunque de fijación literaria tardía) que presenta la estructura de marco en Panchatantra, la Vida del sabio —Achikar, Esopo—, Las mil y una noches. Como investigador de costumbres y culturas recoge, con el abundante material folklórico arriba señalado, en los pueblos que recorre, sus tradiciones, sus leyendas, sus cuentos. 2) Y por otra parte, la estructura y notas características del cuento —¿popular, oriental?— se hallan ya incorporadas a la literatura griega. Bien pudo Heródoto sentirse autorizado a insertar su riquísimo material en el plan general de su narración tras el ejemplo de la Odisea, con sus relatos de Alcínoo; y aun la Ilíada, con la historia de Belerofonte, pudo acicatear su talento por la biografía novelesca. Sin suponer, como la hipercrítica, que detrás de cada vívido relato haya existido toda una novela bien fijada que Heródoto se limitó a plagiar o compilar, puede concebirse que las obras y corrientes literarias convergentes en él se hallan tan empapadas del cuento tradicional, que los hábitos de la narración popular (los cuales sin duda habían moldeado ya tanta parte de la información histórica que recogió) muy bien pudieron moldear también su propia narración.
En efecto: no sólo se rastrea en Heródoto un vasto repertorio de los motivos del cuento popular (por ejemplo: un suceso condicionado por una condición imposible y que, sin embargo, se realiza: iii, 151-153; vi, 139-140; etiología de un rito o de una festividad: iii, 79, 98; gestos y dones simbólicos: iv, 131-132; v, 92; v, 105; fugitivos protegidos por la crecida milagrosa de un río: viii, 138; pueblos idealmente virtuosos, como los etíopes macrobios: iii, 17 y sigs.; la mala madrastra calumnia a su hijastra quien, aunque a punto de perder la vida, llega a establecerse prós-peramente en otro país: iv, 154-155; de tres hermanos, es siempre el menor quien logra la empresa: iv, 5; viii, 137; un hombre astuto gana en el juego a un ser sobrenatural: ii, 122; un anillo está mágicamente enlazado con la felicidad de su dueño: iii, 41-43, y muchísimos otros) sino también la visión del mundo y la construcción artística peculiares del cuento popular. Así, en contraste con el racionalismo y la observación científica de los excursos, muchos de los relatos recogidos y retransmitidos presentan una visión mágica del mundo, dispuesto en torno y al servicio del hombre: la naturaleza no procede por leyes regulares, la historia no está regida por una Providencia eficaz, pero lejana, que traza sus líneas finales, sino que la voluntad divina está alerta ante los intereses humanos, el dedo de Dios se muestra infatigablemente en los más variados presagios, y la naturaleza abroga a cada momento sus leyes propias para orientar la conducta de reyes y régulos: las serpientes invaden a Sardes como presagio de su pérdida inminente: i, 78; la concubina de Meles, rey de Sardes, da a luz un león que con su paso hará inexpugnable la ciudad: i, 84; a la sacerdotisa de Pédaso le crece la barba cuando un daño amenaza a la ciudad: i, 175; viii, 104; el parto de una mula anuncia irrevocablemente la caída de Babilonia: iii, 153; los pescados salados palpitan en la sartén para simbolizar la fuerza que muerto y todo tiene el héroe Protesilao, para vengarse del insulto del gobernador persa: ix, 120. Pero, sobre todo, son los sueños los que comparecen en el relato con perfecta regularidad, como dando la pauta subjetiva sobrenatural de la historia: Creso, i, 34; Ciro: i, 209; Astiages: i, 107; Sábaco: ii, 139; Setos: ii, 141; la hija de Polícrates: iii, 124; Otanes: iii, 149; Jerjes y Artabano: vii, 12-19; Hiparco: v, 55; Hipias: vi, 107; Datis: vi, 118 y muchos otros. La dureza de los soberanos asiáticos y de los tiranos griegos se conforma sin dificultad al molde consabido del rey malvado del cuento popular: así, refleja la concepción de Jerjes que surgía en la mente del pueblo, la conseja de su huida: viii, 118; al mismo tipo parece pertenecer el convite de Astiages: i, 119. El caso de Cambises, que demuestra, traspasando el corazón del hijo de su mentor con una flecha certera, lo infundado de su reputación de bebedor, sabe a una versión primitiva de la leyenda de Guillermo Tell; la quema colectiva de las esposas infieles, ii, iii, recuerda el castigo general de las esclavas de Odiseo, u otros castigos no menos rigurosos y generales del cuento popular. El fin de Polícrates (iii, 125) y de Artaíctes (ix, 120), el castigo que impone a sus hijos tránsfugas el rey de los bisaltas (viii, 110) no tienen nada de históricamente inverosímil: basta recordar (para no hablar de la barbarie alemana de nuestros días) los suplicios persas que describen Jenofonte, Anábasis, 1, 9, § 13 y Plutarco, Artajerjes, xvi, la pena de ceguera tan frecuente en la civilización bizantina, las mutilaciones normales en el derecho germánico. Con todo, las atrocidades sanguinarias contadas como detalles inimportantes de sucesos pacíficos dejan oír la nota de la narración popular. Así, en la versión que Heródoto repudia por fabulosa, Psamético arranca la lengua a las nodrizas para garantizar las condiciones ideales de su experimento filológico: ii, 2; el ladrón fino rebana brazo y cabeza de cadáveres para asegurar su escapada: ii, 121; la reina corta las manos de las criadas cómplices en la desgracia de su hija (ii, 131: fábula evidente, según demuestra Heródoto); la conducta brutal de Cambises con su esposa (iii, 32) es un motivo recurrente en la novela griega y reaparece también en la leyenda negra de Nerón. Otras veces la imaginación popular deforma, hasta concebir como crueldad tiránica, un rito desconocido, como el desfilar de un ejército entre los restos palpitantes de una víctima, no precisamente humana: vii, 39-40. Análogo sentido y proporción tiene la inmoralidad de algunos relatos: el enigma obsceno de Melisa: v, 92; el incesto de Micerino: ii, 131 (tema popular muy frecuente: recuérdense muchos mitos griegos, la novela de Apolonio, el romance de Delgadina); Rampsinito (ii, 121) y Queops (ii, 126) no vacilan en traficar con sus hijas (sin gran congoja de las víctimas) para satisfacer un capricho fútil.
El ritmo ternario, distintivo del arte popular, aparece profusamente en la narración herodotea, como pluralidad suficiente para realzar el último término (cf. Ilíada, xxii, 165: tres veces corren Aquileo y Héctor alrededor de la ciudad, y a la tercera deciden los dioses definitivamente el destino de Héctor; Odisea, xi, 206, tres veces se lanza Odiseo a abrazar la imagen evanescente de su madre, y al perderla por tercera vez la increpa dolorido); tres fingidos ataques dirige Zópiro, contra un enemigo dispuesto en pulcra proporción aritmética, hasta que al cabo los babilonios advierten la traición: iii, 155-158; tres hijos tiene Targitao, antepasado de los escitas, y para el menor están destinadas las armas y enseres de oro que caen del cielo: iv, 5; tres hermanos parten de Argos para Macedonia y es el menor el fundador de la dinastía: viii, 137. Para desplegar una tensión son necesarios tres momentos: Solón enumera dos casos de felicidad humana, y aun del tercero excluye al opulento Creso: i, 32; simétricamente, Creso invocará tres veces en la hoguera el nombre del sabio, y a la tercera despertará la curiosidad y la piedad de Ciro: i, 86; tres son las danzas del perfecto Hipoclides y la tercera indigna al suegro y frustra la boda: vi, 129; tres sueños amenazadores deciden la fatal expedición persa: vii, 12-17; tres veces salta Jerjes de su trono, lleno de temor por sus tropas ante la bravura de los griegos apostados en las Termópilas: vii, 212. También suelen disponerse en este ritmo de tres tiempos las situaciones del coloquio: los mensajes de Otanes: iii, 68; el debate sobre la constitución ideal (iii, 80, 82: las cartas de Bageo: iii, 128; tres veces interroga Aristódico y a la tercera recaba por fuerza la respuesta justiciera: i, 159), y las alternativas de la acción (Cambises tienta con tres pruebas a Psamenito: iii, 14; los amores de escitas y amazonas se disponen en tres actos con creciente número de comparsas; tres expediciones parten de Tera, con sus diversas y frondosas vicisitudes, y sólo la tercera llega a poblar Libia: iv, 156 y sigs.). El ritmo ternario aparece —prueba crucial— en el cuento del ladrón de Egipto, ya en esencia (el héroe ejecuta tres astucias sucesivas: robo del tesoro, del cadáver y engaño de la hija del Rey) ya en detalle (tres veces nota el Rey cómo merman sus riquezas, hasta que dispone la trampa mortal). Tampoco falta el eco popular de la tenaz predilección de Oriente por el número siete: siete muros rodean a Ecbatana: i, 98; dos veces siete lidios suben a la pira a la par de Creso; dos veces siete aves se ofrecen en agüero a los siete conjurados persas: iii, 76; dos veces siete persas entierra vivos Amestris en prenda de su longevidad: vii, 114; siete embajadores persas mueren por su insolencia a manos del joven Alejandro: v, 17 y sigs.; a los siete años reaparece el muerto y desaparecido Aristeas: iv, 14; a los siete días de sitio cae Eretria: vi, 101.
El relato se precipita rectilíneamente en sucesión cronológica, avivando la tensión con el progresivo dramatismo al final: el desenlace trágico, la escena vívida o la palabra ingeniosa constituyen la culminación y como el núcleo en torno al cual surge el resto. Varias de las más patéticas historias parecen detenerse en una solución tranquila que distiende el ánimo del lector —Creso perdona a Adrasto, matador de su hijo; Cambises mismo se apiada del vencido Psamenito, el anciano Periandro se humilla ante su hijo, quien acaba por admitir sus términos— pero al fin estalla la tragedia que parecía milagrosamente soslayada: aunque perdonado por Creso, Adrasto vuelve contra sí mismo su mano homicida; Cambises se apiada del hijo de su víctima, pero su contraorden llega demasiado tarde; inútil es que se hayan avenido Periandro y Licofrón: el antiguo rigor del padre mueve a los corcireos a matar al hijo.
También puede vislumbrarse a veces cómo relatos menos trágicos han nacido a partir de un dicho o de una frase feliz. He-ródoto mismo aclara para el caso de Hipoclides que lo popular era la respuesta atribuida al pretendiente y que toda la deliciosa historieta (cuyo paralelismo con cierta fábula india del pavo real es ya un lugar común del estudio del cuento popular) no es sino su explicación. En forma análoga, una epigramática respuesta es el punto más alto de tensión en la historia prolija de los rehenes espartanos Bulis y Espertias: vii, 135. Cuando los espartanos, por precepto oracular, piden a Jerjes satisfacción de la muerte de Leónidas, y éste responde riendo mientras señala a Mardonio que prepara su ofensiva por tierra contra Grecia: «Mardonio dará la reparación correspondiente» (viii, 114), la anécdota culmina en la ironía trágica de las palabras pronunciadas por el Rey, las cuales sabe el lector que se volverán contra él. Otras historias rematan en una plástica escena, subrayada a veces, para mayor virtuosismo, por un ademán mínimo o un toque preciso que garantice su concreta vitalidad: el novelesco relato de Arión, i, 24, tiene su desenlace en la corte de Periandro, cuando los alevosos marineros declaran haber dejado a Arión en Tarento: de repente, Arión irrumpe (con el atavío que llevaba al arrojarse al mar), y todos enmudecen; los babilonios, demasiado confiados en sus muros y en la regularidad de las leyes biológicas, escarnecen con sus bufonadas a los persas, y pronuncian la condición fatal cuyo cumplimiento revelará a Zópiro la inminente caída de la plaza: iii, 151.
Tales toques son la traducción concreta de pensamientos que llevarían muchas y delicadas palabras para expresarse en lenguaje articulado. Que una anciana señora debe ocuparse en labores de manos y no dirigir expediciones, todo eso expresa Eveltón, tirano de Chipre, que hospeda con esplendidez a Feretima y la colma de obsequios, pero en lugar del ejército que ella reclama, le envía una rueca y huso de oro, con su copo de lana: iv, 162. No es de temer que Darío olvide vengarse de la inaudita temeridad de los atenienses que se han entrado por sus reinos y le han quemado una villa, pero su indignación se expresa en dos gestos soberbios: lanza una flecha al cielo para impetrar de Zeus el castigo de los culpables, y encarga a un servidor que le repita tres veces en cada comida: «Señor, acuérdate de los atenienses»: v, 105. Jerjes huye desaladamente de Grecia a Persia, afirma la vanidad patriótica griega, y los abderitas agregan que fue en Abdera donde aflojó por primera vez su cinturón: viii, 120: ¿cómo pintar más gráficamente lo precipitado de la fuga que impide todo pensamiento como no sea la huida misma, y la sensación de alivio físico del Rey al pisar suelo asiático? Inmensa riqueza vale a Democedes la cura del rey Darío y, así como en el cuento de Alí Babá los parientes aprecian el increíble tesoro porque aquél no lo cuenta sino lo mide, Heródoto señala la cuantía del oro que las esposas de Darío regalan al médico por la pintoresca circunstancia de que el esclavo que recogía las monedas que rebosaban (no un esclavo cualquiera anónimo, sino ese que le acompañaba y se llamaba Escitón), juntó una suma respetable. ¿Cómo narra Heródoto el desenlace de la rebelión de pobres contra ricos en Egina: vi, 91?: «Los ricos tomaron prisioneros a setecientos hombres del pueblo y los llevaban al suplicio; uno de ellos se libró de sus cadenas, huyó al atrio de Deméter Tesmófora y se asió de las aldabas de la puerta. Como no pudieron arrancarle tirando de él, le cortaron las manos y así le llevaron, mientras las manos quedaban asidas de las aldabas». Ninguna página histórica, por honda y brillante que sea, puede pintar el encono implacable de la lucha de clases en las pequeñas ciudades griegas (et extra) como estas manos sangrientas que quedan asidas de las aldabas del templo, símbolo de la demanda de justicia de los desheredados de la tierra.

Caracteres. En tales gestos, escenas y anécdotas se graban con asombrosa nitidez los innumerables caracteres que se agitan en las páginas de Heródoto. Aquí no hay por cierto la tipificación cara por igual al arte griego y a la narración popular, sino una actitud tan alerta a la singularidad humana como la ciencia jónica lo estaba a la singularidad de la naturaleza. Nada de convencional o típico se halla, por ejemplo, en la extraordinaria figura de Amasis, quien utiliza cuando rey la experiencia de su juventud maleante (ii, 174), afortunado, emprendedor y astuto (ii, 172), no cruel (ii, 169, 175), poco amigo del empaque y siempre dueño de la situación (ii, 173): así aparece ya desde el primer momento (ii, 162) en que se deja coronar sin melindres por los soldados a quienes debe reducir a obediencia, y presumimos cómo se gana la soldadesca con el gesto grosero y la respuesta amenazadora con que despacha al mensajero del faraón. Tanto Otanes como Darío están resueltos a acabar con la impostura de los magos, pero mientras el primero es amigo de cautelas y percibe las dificultades de cada paso el joven Darío no halla dificultad alguna y, temeroso de delaciones y demoras, amenaza con delatar él mismo a los conjurados si no se acomete inmediatamente la empresa (iii, 71-72), y esos mismos rasgos se perfilan ampliamente en la palabra que uno y otro pronuncian en el debate sobre las constituciones (iii, 80-83). En la resignación del padre y en la reacción violenta del hijo ante los desmanes de la embajada persa se dibuja indeleble la sabiduría medrosa de la vejez y el brío de la juventud (v, 19). Sin perder de vista las grandes líneas esquilianas de sus Historias, Heródoto, con su observación de lo particular concreto, concentra los procesos históricos en conflictos antagónicos entre personajes individuales, y multiplica las vivaces figuras de sus dramas. Ante todo, como ya se ha visto, la figura trágica de Jerjes; luego Mardonio, nacido cerca del trono, fracasado siempre en sus ambiciosas empresas, es depuesto por el Rey viejo, pero cobra ánimos junto al sucesor, a quien induce a la conquista pintándole desdeñosamente el enemigo que no conoce (vii, 9) y adulándole como cortesano ducho, que sabe leer en el alma del Rey y evitar el castigo merecido proponiéndole lo que él mismo desea (viii, 100-101). Le tienta el poder (vii, 6), pero más todavía su pompa: no tanto el someter a Grecia como el hacer llegar la noticia a Sardes por una línea ininterrumpida de señales de fuego, y de su alarde fastuoso desprende la primera lección el vencedor de Platea (ix, 10, 82). Aunque valiente —a sangre fría empeña la vida en su aventura: viii, 100, y mientras vive, los persas no pierden terreno en Platea: ix, 63—, Heródoto subraya más las palabras jactanciosas con que se da por satisfecho (ix, 48) que sus hechos de armas. Y la amarga profecía de su enemigo Artabano (vii, 10 final) queda siniestramente confirmada: su cadáver desaparece del campo de batalla y su hijo recompensa piadosamente a cuantos dicen haberle enterrado. Las series de los buenos y malos consejeros (Solón, Sandanis, Demarato, Artabano; Trasibulo, Hárpago), de los monarcas (Creso, Deyoces, Ciro, Cambises, Polícrates, Cípselo, Arcesilao, Periandro, Pisístrato y los Pisistrátidas) despliegan su inagotable variedad. Los destinos frustrados de Dorieo y Demarato coinciden en una coyuntura esencial del relato: ambos pierden el trono que les correspondía, por azares de nacimiento y, sin embargo, cada una de esas dos vidas tiene su fisonomía propia. La de Demarato, que Heródoto desarrolla más largamente por emplearlo muchas veces como portavoz de su propia opinión, no se reduce al esquema abstracto del «buen consejero»: es demasiado rica, para ello, la trama individual de su biografía, que comienza con la historia de su madre, la más fea y la más bella de las espartanas, y su variada experiencia conyugal. El cálculo desconfiado con que el rey de Esparta menea los dedos al recibir la nueva de su nacimiento ha de ensombrecer toda su vida, pero el mismo Demarato azuza contra sí a un temible enemigo al quitar dolosamente la desposada a su rival al trono e intrigar contra el otro rey, Cleómenes: de ahí áspera lucha, a la que Demarato pone fin huyendo a Persia, donde favorece la pretensión de Jerjes y se convierte en el consejero veraz sobre Grecia: pero ni las mercedes recibidas ni la gravedad majestuosa de sus sesudas palabras borran el lazo apasionado de odio y amor que le liga a su tierra, y desde la lejana Susa, afrontando no leve peligro, Demarato envía a Esparta aviso de la proyectada invasión: vii, 239. De igual modo, Dionisio de Focea, marino experto, se ofrece a adiestrar a los jonios, pero como éstos, incapaces de prolongada disciplina, malogran la campaña, Dionisio, después de com-batir denodadamente con sus propias naves, acaba por hacerse pirata, pero nunca ataca a los griegos: vi, 11-17. Entre la guerra y la intriga que estragan la Grecia asiática, Heródoto, con muy distinto espíritu del de nuestros tiempos (que han creado, para consuelo de tontos, el mito del sabio tonto, inútil para la vida ordinaria), destaca la sabiduría eficaz de los filósofos Tales y Bías, con sus proyectos para salvar la confederación jónica: i, 170 (cf. también i, 12, 75), y del historiador Hecateo, a quien una y otra vez desoyen para su mal los jefes de la insurrección: v, 36, 125. Heródoto pudo combatir personalmente contra el tirano de Halicarnaso, descendiente de Artemisia, pero no tiene más que alabanza para la Reina (vii, 99), para su consejo sagaz en la gran asamblea de jerarcas que convoca Jerjes (viii, 68-69), y a solas con él, cuando le exhorta a dejar la guerra en manos de Mardonio para no comprometer el prestigio real. En cambio, Heródoto ha trazado con incisiva antipatía el perfil de los dos turbulentos señores de Jonia que provocan la insurrección, Aristágoras e Histieo, cargando sobre todo las tintas contra el ineficaz Aristágoras, hombre artero, pero de poco consejo, que no sabe mentir a tiempo (v, 50), ni sostenerse en el tumulto que ha provocado, ni siquiera huir a lugar oportuno (v, 124). Por contraste con la fútil volubilidad del jonio, resalta la estolidez impenetrable del espartano Amonfáreto (ix, 53-57), jefe de batallón, quien, recibiendo orden de retroceder para efectuar un movimiento estratégico con el resto de las tropas griegas, se niega a obedecer, saca a relucir su honor espartano, que le veda retirarse ante el bárbaro, entorpece por un día entero la maniobra, hasta que sus jefes, exhaustos, deciden abandonarle, con lo que, pese al honor espartano, Amonfáreto corre a unirse al grueso de la tropa.
Heródoto sabe muy bien sorprender en el individuo el carácter de una colectividad pero, además, aunque reacio a encuadrar en juicios morales a pueblos extranjeros, sabe caracterizar magistralmente a algunos pueblos que conoce bien por dentro. Ante todo, los despreciados jonios, que Heródoto pinta rumbosos (el delegado Pitermo se reviste de un manto de púrpura para llamar la atención de los espartanos, y pronuncia una prolija arenga que nadie escucha: i, 152), impulsivos e inconstantes (después de obligarse con dramáticas juras a no volver a Focea, conquistada por los persas, se hacen a la mar pero la mitad de los navegantes se vuelve, enternecida por el deseo de la patria: i, 165), y, sobre todo, rebeldes a un esfuerzo sostenido: sin duda es sincero su amor a la libertad, como lo prueba su negativa a la propuesta, que ellos creen individual, de abandonar la insurrección y volver a la gracia del Gran Rey: vi, 10; pero después de siete días de maniobras surge la protesta: «Más vale soportar la esclavitud de mañana, cualquiera sea, que ser presa de la de hoy»; las maniobras se interrumpen, los fatigados jonios se disponen a gozar de la sombra —rasgo bien herodoteo— y comprometen gravemente la insurrección: vi, 12. El polo opuesto de esa irresponsable ligereza es la gravedad dórica, y su valor no espontáneo ni arbitrario sino exigido por la ley, y demostrado únicamente en homenaje a ella: vii, 104. La seguridad de quien tiene la conducta reglada, en vida y muerte, antes y por encima de su voluntad individual, se graba no discursiva sino gráficamente, gracias al testimonio del espía persa, maravillado de ver a los espartanos, ya decididos a morir, haciendo gimnasia y peinando su cabellera, insignia de su preeminencia social: vii, 208. Pero, a diferencia de Plutarco, Heródoto no esquematiza a lo heroico el carácter espartano y, aun siendo él de estirpe dórica, traza imparcialmente su feo perfil: ante todo, su conocida avaricia y venalidad: la niñita Gorgo sabe muy bien que su padre sucumbirá al oro que le promete Aristágoras: v, 51; Glauco, el justo de Esparta, peca por lo menos en intención: vi, 86, y el rey Leotíquidas que cuenta con intención ejemplar el caso de Glauco, será sorprendido mientras esconde innoblemente el oro de su cohecho: vi, 72. No son casos individuales: si no se conociese por otras fuentes su reputación de codiciosos, bastaría un par de anécdotas herodoteas: los espartanos resuelven regalar a Creso una espléndida taza de bronce, pero al enterarse de su caída, venden la taza a unos samios: i, 70. Después de un sitio de cuarenta días, los lacedemonios parten de Samo sin hacer cosa de provecho, porque, según rezaba un rumor, Polícrates los sobornó y con moneda falsa, por añadidura: iii, 56. Otro rasgo genérico es su disimulo: en Platea se ha decidido retroceder, pero durante buen tiempo los atenienses no se mueven, «conociendo el modo de ser de los lacedemonios, que piensan unas cosas y dicen otras» ix, 54, y su conducta con los plateenses (vi, 108) abona tal juicio. Con su elocuente franqueza, Heródoto exhibe el otro lado de la estrategia espartana: al ver alinearse contra sí la formidable caballería persa, su rey Pausanias se «llenó de temor» e invitó a los atenienses a cambiar posición con ellos, so pretexto de que los atenienses estaban ya avezados a combatir con los persas, y los atenienses, no sólo aceptan gustosos la oferta, sino que, con su tradicional cortesía —no exenta aquí de punta irónica—, agregan que ellos deseaban pedir el puesto de peligro, pero no lo habían hecho para no ofender a los espartanos: ix, 46. Se perfila aquí, así como en otros pasajes (vii, 139, por ejemplo) en que Heródoto destaca en primer plano la bravura ateniense, el paralelo que debía de formularse entre tantos espectadores, y que halló expresión en las palabras de Tucídides, ii, 39: los atenienses, prosiguiendo en la paz las más varias actividades, no eran inferiores en la guerra a los espartanos, que esterilizaban su vida toda en el ejercicio militar. Otros pueblos se perfilan también agudamente caracterizados en las Historias: los tebanos —la cobardía humana en toda su miseria: vii, 233; los argivos, amados de los dioses, pero aborrecidos de su prójimo, que se entregan muy explicablemente al enemigo del enemigo que los ha diezmado: vii, 148-152, así como los foceos abrazan la causa griega sólo porque sus odiados vecinos, los tésalos, la traicionan: viii, 30, los escitas son el pueblo más rudo de la tierra, aunque el único inexpugnable, pues aniquila a sus invasores induciéndoles a internarse en sus inmensas llanuras: iv, 46; los getas, necios y fáciles de engañar, llevan su necedad al colmo de creer que no hay más dios que el de ellos: iv, 95; los tracios, bravos y numerosos, están debilitados por su división tribal: v, 3.
Pero el contraste esencial es el que opone los dos beligerantes griegos y bárbaros. Ya frente a un griego colonial, como Gelón de Siracusa, se yerguen espartanos y atenienses (vii, 157 y sigs.) arrogantes, seguros de su valor, orgullosos de su ejecutoria —la mitología y la poesía homérica—: vienen a solicitar la alianza del poderoso señor de Siracusa, pero prefieren privarse de su auxilio antes que cederle el mando por mar ni por tierra. No es ésa sino otra faz del afán desinteresado de la gloria que tan bien capta la pequeña anécdota situada en la víspera de Salamina (viii, 26): Jerjes pregunta a unos desertores qué hacen los griegos y, al oír que están ocupados en sus juegos olímpicos, interroga por el premio disputado. Cuando los desertores contestan que el premio es una corona de olivo, el persa Tritantecmes, hijo de Artabano —sabio hijo de sabio padre—, no puede callar, y señala a voces el terrible riesgo de una lucha contra hombres que no combaten por el provecho sino por la honra. Frente a esta honra, frente a la calidad del valor griego, que ni comparte ni admira la bravura irracional, el Oriente opone, predestinado a la derrota, su enorme número de esclavos, que trabajan (vii, 22) y combaten (vii, 56, 103, 223) al látigo. La victoria increíble —Jerjes estalla en carcajadas, no a la idea de que le venzan los griegos, sino a la de que osen oponérsele, dada su ventaja numérica—, queda decidida justamente desde este coloquio, que acaba con nuevas risas de Jerjes, cuando el desterrado griego revela al soberano persa el don magnífico de Grecia: la pobreza, nutridora de su excelencia, de su libertad, de su ordenada disciplina, de su sumisión al mandato espiritual de la ley, mucho más imperioso para el hombre libre de Grecia que el látigo con que el invasor arrea a la batalla su hueste de esclavos.

Diálogos y discursos. En la predilección por el discurso directo, patente en las Historias, convergen muchas tendencias típicamente griegas, visibles algunas de ellas desde Homero. Para el griego, la palabra vale, en cierto modo, tanto como la acción; una y otra están equiparadas en el ideal homérico del varón cumplido: «decidor de palabras y hacedor de hechos» (Ilíada, ix, 443). Por eso el poeta puede contar las andanzas de Odiseo y los suyos, o las puede detener, y dejarle al héroe la palabra por cuatro cantos. De igual modo, Heródoto, que narra directamente la historia de Atenas, Esparta y tantas otras ciudades griegas hasta los tiempos de la agresión persa, trata episódicamente la historia de Corinto en el largo discurso con que Sosicles disuade a los confederados de Esparta de restablecer en Atenas la tiranía: v, 92. Además, el objetivismo griego —la atención desinteresada a las cosas mismas—, permite que el autor renuncie a su personalidad —maravillosa impersonalidad griega, que permite a Tucídides y a Jenofonte referir en tercera persona su propia biografía— para vaciarse íntegramente en los personajes que estudia y proyectarse con total entrega en sus más diversas criaturas. Ni era de esperar que el observador comprensivo y respetuoso de la diversidad de ritos y costumbres, careciese de esa comprensión viva de la diversidad de los individuos, a la que sólo los griegos dieron expresión literaria creando el drama. Así, dentro del molde impuesto por la lógica interior de cada personaje, habla Heródoto con igual propiedad por boca de Giges y Candaules, de Creso y Solón, de Creso y Ciro, de Otanes, Megabazo y Darío, de Aristágoras y Cleómenes, de Jerjes y Artabano, de Jerjes y Demarato, de Alejandro y los atenienses; y agrupa discursos y réplicas en meditada arquitectura, en cuidadas alternancias con la narración activa.
La historiografía moderna, reciente poseedora de saber arqueológico y documental, ha reprochado a tales diálogos y discursos su falta de autenticidad: a decir verdad, son tanto y tan poco auténticos como los móviles y pensamientos que cada historiador atribuye según su entender a las figuras que estudia, pues, de no atribuírselos, no sería historiador —reconstructor del pasado— sino recopilador de documentos. Es una de las verosimilitudes, no verdades, con las que el historiador cuenta a sabiendas, y Heródoto mismo lo insinúa al insertar en discurso directo lo que debieron de decir los partidarios de Deyoces para que el pueblo se sometiese a su mando: i, 97; al hacer hablar directamente a grupos de personas (iii, 137; iv, 133; v, 109; vi, 9), o a pueblos enteros (iv, 114, 136; v, 91; vi, 108, 139), al intercalar discursos que tanto pueden representar un hablar como un pensar (v, 1; vi, 12), conforme a la vieja psicología homérica, según la cual pensar es hablar dentro de la propia alma, sin más interlocutor que la propia conciencia. Las más variadas figuras hacen oír en las páginas de Heródoto su palabra viva —griegos y bárbaros, reyes y esclavos, niños y mujeres—, y se retratan eficazmente en ella, con toda diversidad de extensión, técnica y tono. Característico de la plástica vivacidad de la narración herodotea es comenzar el discurso con una fuerte nota afectiva, en la que se percibe unas veces el eco de la recitación homérica (Dionisio de Focea repite un giro frecuente en la Ilíada: vi, 11; Jerjes, un giro sarcástico de la Odisea: vii, 103; el embajador espartano expresa su indignación en una estructura sintáctica que recuerda la de las palabras con las que Néstor quiere poner paz entre Agamemnón y Aquileo: vii, 159); otras, el celo del narrador de traer las palabras mismas tal como fueron pronunciadas, a oídos de su auditorio, pero uno y otro influjo coinciden con el amor esencial a lo concreto, con la fiel observación de la realidad, con el espíritu que ha creado las Historias a la vez que la Historia.

Lengua y estilo. Precisamente porque la traducción de una lengua antigua a una moderna borra poco menos que del todo la peculiaridad de estilo y lengua, conviene tener en cuenta, siquiera sea en forma indirecta, la singularidad de Heródoto, que contribuye no poco al encanto de su lectura. Su lengua, como su cultura, es la de los desdeñados jonios, la primera lengua que se alza por sobre el localismo dialectal con expansión panhelénica, la lengua intelectual entre todas, en la que se han expresado por primera vez las más importantes formas del pensamiento: filosofía, ciencia, historia y la poesía satírica del yambo; no es la lengua del canto ni de la acción: ni lírica, ni epopeya, ni drama ni oratoria. El vehículo del brioso intelectualismo jónico más evolucionado (en el sentido de la abstracción y claridad crecientes), más regular en su morfología y más sonoro en su fonética que el griego hablado en el continente, el ático, por ejemplo. Verdad que la lengua de las Historias no es precisamente la hablada, la que usa Halicarnaso en sus inscripciones oficiales, sino su estilización artística, lograda por medio de muchos arcaísmos, de muchos vocablos, sintagmas y giros tomados en primer término de la epopeya y en el segundo de la tragedia. En la obra de Heródoto viene a articularse con el racionalismo científico la concepción de una providencia justiciera, tomada del teatro ático, y esta concepción necesariamente impone colorido poético a la simple narración.
El tema amplísimo, marco acogedor de toda suerte de relatos y noticias, se expresa en estilo amplio y abierto, no jerarquizado unitariamente con el rigor estricto con que Tucídides dispuso su tema, mucho más reducido: la crítica antigua oponía en feliz imagen, el estilo «trenzado» del último al estilo «enhebrado» del primero. Así como Heródoto prefiere alinear los diversos argumentos más bien que dar soluciones únicas, de igual modo prefiere la coordinación sintáctica y, a lo sumo, las formas más flexibles y sencillas de subordinación, no siempre lógicamente regulares, pero siempre fácilmente inteligibles. Los intentos de estructura periódica no son afortunados, ya que no están motivados íntimamente por el relato, que fluye en sosegada secuencia, más inclinado a acoger el dato concreto que a generalizar y sistematizar: de ahí su aversión a las sentencias y a toda manifestación de didacticismo dogmático. Evidentemente la prosa herodotea se ha formado a imagen y semejanza del estilo oral, como que, probablemente, no había más modelo importante de narración extensa en prosa que el cuento popular y, además, la narración en verso —la epopeya— estaba constituida por poemas semi-tradicionales, compuestos, como todo libro antiguo, para ser dados a conocer por el recitado en público antes que por la lectura individual: más de una construcción poco lógica, más de un párrafo intrincado quedaría, a buen seguro, suficientemente claro al ser leído de viva voz, señalándose con la entonación y el ademán lo principal y lo accesorio, los términos asociados y los contrapuestos.
El estilo oral ha dejado en la prosa de Heródoto su marca indeleble: a él se remontan las frecuentes referencias a lo que sigue y precede, los apartes personales, las recapitulaciones y repeticiones (la graciosa «figura herodotea», i, 14-16: «los minias de Orcómeno se hallan mezclados con ellos, los cadmeos, dríopes, los colonos focenses, los molosos, los árcades pelasgos, los dorios epidaurios y otros muchos pueblos se hallan mezclados», iv, 53: «El río Borístenes... a nuestro juicio el más productivo, no sólo entre los de Escitia sino entre todos los demás, salvo el Nilo de Egipto: con éste ningún otro río puede compararse, pero de los restantes el Borístenes es el más productivo»), el enlace de las breves oraciones con demostrativos (i, 78: «... hasta Candaules, hijo de Mirso. Este Candaules...» «Giges era muy su privado... este Giges») y participios (i, 8: «Este Candaules, pues, se había enamorado de su propia mujer, y habiéndose enamorado, pensaba...», ii, 25: «atrae el agua hacia sí, y habiéndola atraído, la rechaza...», iv, 95: «allegó grandes tesoros y habiéndolos allegado se marchó...»). En ese estilo a la vez pueril y grandioso (no inconsciente, sino intencional, y subrayado aquí y allá por algún discreto artificio —antítesis, paralelismo— que denota la proximidad de los sofistas) de libro tradicional, sea la Biblia o la Ilíada, puede verterse el espectáculo abigarrado de la vida entera de los pueblos, de sus individuos grandes y pequeños, y puede expresarse a sus anchas el don antiguo de decir, no sutilezas, sino verdades hondas y simples. La guerra de Troya enseña (ii, 120) «que por los grandes crímenes infligen los dioses grandes castigos». La muerte de Feretima (iv, 205) demuestra que «los dioses miran con malos ojos las venganzas demasiado violentas de los hombres». Cambises confiesa demasiado tarde (iii, 65) «que no está en la naturaleza humana impedir lo que debe suceder», y reconoce Creso (i, 87): «Nadie es tan necio que prefiera la guerra a la paz, pues en ésta los hijos entierran a los padres y en aquélla los padres a los hijos». Directamente apunta Heródoto a las ventajas de la libertad (v, 78): «No en una sino en todas las cosas se muestra cuán importante sea la igualdad, ya que los atenienses, cuando vivían bajo un señor, no eran superiores en las armas a ninguno de sus vecinos, y librados de sus señores, fueron con mucho los primeros». Ciro recuerda a sus persas, ansiosos de vida más regalada (ix, 122), que no es «propio de una misma tierra producir fruto admirable y hombres aguerridos». Los griegos tranquilizan a sus aliados advirtiéndoles (vii, 203) que «no era un dios quien invadía a Grecia, sino un hombre, y no había ni habría ningún mortal a quien desde el comienzo de su vida los dioses no entremezclaran algún mal y aun los más grandes cuanto más grande fuese su condición».



La fama

Antigüedad. Hasta en nuestro fragmentario panorama de la literatura antigua puede percibirse, a través de rastros dispersos, la difusión que halló en seguida la obra de Heródoto: Aristófanes no hubiera parodiado la descripción de los muros de Babilonia (Aves, 125 y sigs.), el relato de las causas sentimentales del conflicto entre Europa y Asia (Acarnienses, 523 y sigs.), las exóticas instituciones persas (Acarnienses, 80-92), si el público no podía saborear la referencia humorística al original. El mejor testimonio de que el original era conocido y gustado es el famoso contraste con que Tucídides, en la Introducción de su Historia, opone veladamente la verdad austera de su obra, menos grata por menos fabulosa, pero «un tesoro para siempre», a la de su antecesor «una pieza de concurso, para oír en el momento». En efecto: toca a Heródoto la amargura de vivir entre unos hombres y ser juzgado por otros. Su obra sale a luz entre la decadencia de la cultura jónica y el surgimiento de Atenas, póstuma, por lo tanto, a la generación que la condicionó. Tucídides, por su concepción de la historia, no es el único opositor: el juicio benévolo de Heródoto sobre el papel de Atenas en las Guerras Médicas le enajena la simpatía de todos los enemigos de Atenas durante la guerra del Peloponeso, mientras Atenas misma, creadora de otro estilo y llegada a una madurez conceptual que Heródoto no alcanzó, debió de considerar su obra anticuada, poco rigurosa, alejada en estilo y dialecto. El atractivo de su narración y la variedad insustituible de sus noticias hacen que se le eche mano de continuo sin rendírsele por eso acatamiento explícito. Ejemplarmente moderada parece la posición de Aristóteles, quien utiliza muchas veces sus datos históricos, etnográficos, zoológicos y geográficos, no sin refutarle en ocasiones: se comprende que observaciones como la del libro iv, 103, a propósito del camello de seis patas le arrancaran el reproche de μνθολόγος, que Aulo Gelio, iii, 10 traduce homo fabulator (y que a nosotros, coetáneos del homo faber, se nos antoja no mal complemento para integrar el homo sapiens); y con todo el nombre de Heródoto es el que primero se le presenta al oponer en la Poética, 9, poesía e historia.
En la época helenística, hombres de ciencia y hombres de letras se sitúan en extremos opuestos para juzgar a Heródoto. Los que, herederos de la tendencia espiritual de Tucídides se proponen explicarlo todo por causas puramente humanas —Éforo, Polibio, Estrabón—, representantes en último término de la posición racionalista que Heródoto inicia, encuentran insuficiente su racionalismo y juzgan primitiva y poco científica su imposibilidad de reducir la historia al juego de causas materiales. Al no compartir su sentido de las causas extrahumanas, juzgan todas sus manifestaciones como adorno pegadizo, mientras que su experiencia mucho más reducida y la limitación de su saber les hace tomar por regocijada novelería informaciones etnográficas y arqueológicas que la ciencia más reciente ha corroborado. Al mismo tiempo, la investigación helenística, fragmentaria y erudita en comparación con la helénica, acumula contra Heródoto rectificaciones de detalle. El reproche contra Heródoto era un lugar común de la historiografía helenística, según señala Josefo al contrastar la unicidad de la tradición judía con la variedad de la griega (Contra Apión, i, 16): «Ocioso sería que enseñase a quienes lo saben mejor que yo, en cuántos puntos Helanico está en desacuerdo con Acusilao sobre las genealogías, en cuántos puntos Acusilao rectifica a Hesíodo, o de qué modo Éforo convence de mentira a Helanico en la mayor parte de su obra, Timeo a Éforo, a Timeo los que escribieron tras él, y a Heródoto todos». Pero la literatura alejandrina, aficionada a lo exótico y miniaturesco, le mira con simpatía: Calímaco le ha imitado en su amor a la paradoja, al relato etiológico, al cuadro realista, a la narración episódica, y Aristarco le comentó (y probablemente editó) entre los muy pocos prosistas a los que dedicó su atención. Probablemente se remonte a la Biblioteca de Alejandría la juiciosa división en nueve libros (de acuerdo con el contenido y no con la extensión), número que llevó a dar a cada libro el nombre de una musa y sugirió diversas e ingeniosas explicaciones, siendo la más sencilla y graciosa la del epigrama anónimo de la Antología griega (ix, 160):

Heródoto a las Musas dio hospedaje,
y cada Musa en pago le dio un libro.

La filología alejandrina contribuye verosímilmente a la restauración del prestigio de Heródoto, que halla en la crítica de Cicerón el juicio más atento e inteligente de la Antigüedad. Quizás haya predispuesto favorablemente a Cicerón la oposición a Tucídides, el modelo infatigablemente loado de la oratoria aticista. Sea como fuere, Cicerón señala que, pese a su colorido poético, Heródoto es el Padre de la Historia (De legibus, i, 1), y aunque no es modelo de oratoria forense, aprecia su elocuencia (De oratore, ii, 13), a la que caracteriza por su sosiego y fluidez (Orator, 12), así como por carecer sus períodos de estructura rítmica, conforme a la moda más tardía (Orator, 55). Siguiendo este juicio, Quintiliano opone a la energía y concisión de Tucídides la suavidad y amplitud de Heródoto, al vigor del uno la gracia del otro (x, 1, 73), a la que contribuye su mismo dialecto (ix, iv, 18). Pese a estos elogios de los artistas del estilo, ningún historiador romano le imita, pues el modelo consagrado es Tucídides, cuya austeridad se compadecía mejor con la romana grauitas que la variedad, bonhomía y tono poético de Heródoto. En cambio, un sinfín de noticias no históricas pasan a la Historia natural de Plinio, y muchas anécdotas al repertorio de Valerio Máximo, y a la melodramática compilación de Justino, lo que asegura su perduración en la Edad Media. También entre los griegos de la época imperial sigue abierto el dualismo señalado en la helenística. Los jueces literarios señalan a porfía sus excelencias: Dionisio, su compatriota, le prefiere a Tucídides y enumera con un mismo fervor méritos reales (trazado de caracteres, naturalidad, adaptación a los diferentes personajes) y méritos soñados, tales como el de sujetarse a los preceptos retóricos que exigen un tema histórico ameno, comienzo y fin morales y patrióticos, juicio ético, etc. El autor del Tratado de lo sublime examina con finísima minucia muchos pormenores de la obra de Heródoto y le otorga entre otros agudos elogios el de «el más homérico», que implica un juicio elocuente y exacto sobre su lengua, estilo, técnica y actitud espiritual. En cambio, la historiografía, fecunda en monografías más bien que en obras extensas, sigue adversa: historiadores originarios de pueblos que no figuran airosamente en el relato herodoteo le oponen rencorosos alegatos; el ejemplo que ha llegado hasta nosotros de esta producción de provincianos resentidos es el escrito de Plutarco Sobre la malignidad de Heródoto que, como tantas apologías, demuestra brillantemente lo contrario de lo que se propuso el autor. Plutarco sale, lanza en ristre, a «defender a los antepasados juntamente con la verdad» (difícil maridaje) y, de paso, a volver por el honor de las raptadas (§ ii), por la buena fe de los espartanos (§ 25, 26, 41). Además, formula varios cargos cuya sola enunciación decide la superioridad del historiador acusado sobre su acusador: para Plutarco no es sino calumnia afirmar que ilustres varones como Tales, Iságoras y Aristogitón no fueron de pura raza griega y tuvieron ascendencia bárbara (§ 15, 23); calumnia insistente es condenar a los estados griegos que se pasaron al invasor (§ 28, 29, 31, 33), entre los cuales se hallaba ¡claro está! Beocia, patria de Plutarco: no porque de veras no se hubiesen pasado, sino porque no cuadraba a Heródoto, ciudadano de Halicarnaso, estado tributario que había militado en las filas de Jerjes, reprochar a los otros su afrenta (§ 35); calumnia, pintar como cobarde al corintio Adimanto (§ 39), que fue valeroso marino, según consta de su epitafio y de los nombres de sus hijos.[1] Por añadidura, Heródoto no da versiones suficientemente heroicas de las batallas que narra: habla de «fuga» cuando pudo haber hablado de «retirada» (§ 34). Plutarco conoce una versión en que los espartanos, no contentos con morir como bravos en las Termópilas, atacan a Jerjes hasta su propia tienda (§ 32), Heródoto peca, sobre todo, porque en lugar de fomentar el mito del heroísmo griego, admite para explicar el triunfo factores tan prosaicos como la superioridad de armamento (§ 43). Plutarco le reconoce de buen grado hechizo literario, pero agrega que «hay que guardarse, como de la cantárida en la rosa, de su calumnia y maledicencia, escondidas bajo apariencias llanas y suaves, no sea que sin darnos cuenta formemos absurdas y falsas opiniones sobre los mejores y más grandes estados y hombres de Grecia». Grave peligro, por cierto, para el moralista sentimental, la cantárida objetiva y racionalista escondida en la rosa herodotea.
Frente a semejantes reivindicaciones, la moda literaria de los siglos II y III (que, como la de todas las épocas seniles, afecta un ideal de ingenua sencillez) se deleita en Heródoto a tal punto que hasta llega a exhumar su antiguo dialecto jónico para la composición de obrillas históricas. Así Arriano, que se muestra en todos sus escritos gran admirador de Heródoto, escribe en ese dialecto, entendido más como elemento de imitación estilística que lingüística, su descripción de la India, excurso desprendido de su Expedición de Alejandro, y a esta época se remonta con la mayor probabilidad la Vida herodotea de Homero, vida imaginaria, que en tono deliciosamente aniñado enhebra los burgueses incidentes de una existencia deliberadamente depuesta de su pedestal. Pero el máximo exponente de este período es Luciano, con su doble actitud, sin duda compartida por los hombres de letras de su siglo: por una parte, demasiado intelectual para dejarse «engañar» por Heródoto, cuya mendacidad condena un par de veces (Historia verdadera, ii, 31; Filopseudes, 2); por la otra, es demasiado artista para no paladear con fruición de conocedor el sabroso «engaño»; y esa admiración muy técnica se expresa con igual brío en sus pastiches herodoteos (Sobre la astrología, Sobre la diosa de Siria) y en el vivo elogio que abre su Eción: «Ojalá fuera posible imitar ‘no sólo el supuesto método de Heródoto de darse a conocer’ sino también sus demás rasgos, no digo todos cuantos poseía —pues ello por cierto está más allá de toda plegaria—, pero una sola de todas sus cualidades, tal como la belleza o el orden de sus palabras o lo apropiado y natural de su lengua jónica, o lo extraordinario de su entendimiento, o los infinitos primores que posee reunidos fuera de toda esperanza de imitación». El celo del conocedor se revela en el disgusto con que observa cómo el vulgo manosea su autor amado: «Si se hablare en Atenas —recomienda irónicamente su Profesor de oratoria, 18— acerca de un libertino o de un adúltero, háblese de las costumbres de la India y de Ecbatana, y háblese a todo intento, de Maratón y Cinegiro, sin los cuales no puede suceder nada. Navéguese siempre por el Atos, crúcese a pie firme el Helesponto, quede cubierto el sol por los dardos medos, huya Jerjes, sea admirado Leónidas y celébrese asidua y repetidamente a Salamina, Artemisio y Platea». El interés literario de grandes y pequeños, atestiguado así por Luciano, estimuló, según parece, la atención de los filólogos: queda el nombre de gramáticos que consagraron a Heródoto estudios y comentarios; de esta época provienen los más antiguos papiros y hay huella progresiva, a través de toda la edad bizantina, de lectura ininterrumpida, aunque no muy extendida, pues el carácter dialectal le merma popularidad.

Edad Media. En Occidente, la Edad Media recoge en autores latinos tales como Cicerón, Valerio Máximo, Séneca, Plinio, Juvenal, Justino, Aulo Gelio, Macrobio, unos pocos juicios y datos sobre Heródoto y buen número de anécdotas y noticias de etnografía e historia natural. Ocasionalmente puede sorprenderse la trayectoria a través de las edades de una poética reflexión de Heródoto: la semejanza, por ejemplo, entre la acción igualadora de la Providencia y la del rayo, que siempre hiere los árboles más altos y los edificios más soberbios (vii, 10, en boca del prudente Artabano), resuena entre los consejos de medianía de Horacio, ii, 10:

Saepius uentis agitatur ingens
pinus, et celsae grauiore casu
decidunt turres, feriuntque summos
fulmina montes.[2]

y entre las pruebas que vence el varón de ánimo bien templado según Boecio, Consolación de la filosofía, 1, 4:

aut celsas soliti ferire turres
ardentis uia fulminis mouebit.[3]

Y sin duda desde este último texto, tan amado en los siglos medios, pasa a las ambiciosas coplas del Laberinto de Fortuna de Juan de Mena, 226eh:

e como los rayos las torres mayores
fieren enantes que non las baxuras,
assí dan los fados sus desaventuras
más a los grandes que no a los menores.

A las Etimologías de San Isidoro va a parar un cúmulo de datos de origen herodoteo, cualquiera sea el camino por donde llegan —pueblos exóticos, «naturas» de animales, noticias varias— que rodarán por infinidad de compilaciones y extractos y asomarán de tanto en tanto en las páginas de la pujante literatura en romance vulgar: tal alguna de las razas monstruosas de la Historia troyana, la fuente prodigiosa y el ave fénix del Alexandre, 1174 y 2475, los pueblos africanos del Laberinto de Fortuna, 226. Jerjes, que recorre en su carroza el famoso puente de barcas, es para el autor del Alexandre, 1446, un monarca que se complacía en violar el curso de la naturaleza:

ques fasie por el mar ennos carros traer,
et falies por los montes ennas naues correr.

El Libro de las claras e vertuosas mugeres de don Álvaro de Luna registra los casos de Cleobis y Bitón, del hijo mudo de Creso, de Ciro y Tómiris: i, 3, ii, 16 y 66. El apodo de Candaulo, aplicado con cruel precisión a Enrique iv, nos lleva de la intencionada glosa de Hernando del Pulgar sobre las Coplas de Mingo Revulgo, 3, pasando por Justino, i, 7, 14, al primer vigoroso relato de las Historias, i, 8 y sigs. Entre la cohorte ilustre a la que pasa revista Diego de Burgos, fiel secretario del Marqués de Santillana, figura al lado de Tito Livio, Salustio y Valerio Máximo, un solo historiador griego: «Heródoto, aquel claro griego» (Triunfo del Marqués, 108).

Edad Moderna. Con el Renacimiento, la Europa occidental llega a conocer el texto entero de Heródoto en la versión latina que redacta Lorenzo Valla entre 1452 y 1456. Europa se encuentra entonces con un historiador tan inesperadamente distinto de cuantos conoce que reacciona hostilmente ante su falta de gravedad y de retórica, ante sus «fábulas». Varios humanistas salen en su defensa, entre ellos Aldo Manucio y muy principalmente Henri Estienne, quien antepone una Apologia pro Herodoto a su edición de la versión de Valla, París, 1566, y luego la amplía, convirtiéndola en una obra independiente, Apologie pour Hérodote, que es de hecho una historia racionalista de la superchería religiosa. Heródoto se incorpora así al ensanchado elenco clásico de la Edad Moderna, y de tarde en tarde se refleja en su creación literaria. Por ejemplo, entre los sueños de poder que tientan al Fausto de Marlowe, se desliza el recuerdo de Jerjes, su ejército y su puente:

...I’ll be great emperor of the world,
and make a bridge through the moving air,
to pass the ocean with a band of men.

Schiller versificó la historia del anillo de Polícrates; Heine detalló jocosamente el desenlace feliz del cuento del ladrón y Rampsinito en la primera composición de su Romanzero; Beddoes intercala en The Fool’s Tragedy una balada, The Median Supper, sobre el convite de Astiages; Browning entreteje en The Book and the Ring y en otros poemas varias y pintorescas reminiscencias de las Historias; Cory pone en verso la entrevista de Cleómenes y Aristágoras, interrumpida por la niñita sabia; Lord Dunsany ha llevado su imitación hasta adoptar la «figura herodotea».
Es digno de nota que la recreación de estos motivos herodoteos no surja en el período literario que se propone un ideal clásico fuertemente esquematizado —el neo clasicismo—, sino en épocas de mayor brío imaginativo y menor rigor formal: la isabelina, la romántica y subsiguientes. En España, en cambio, la sobrevivencia más importante de Heródoto continúa ininterrumpidamente la transmisión docente, no histórica ni estética, de su material: esto es, continúa en cuanto a Heródoto la actitud medieval ante los clásicos. Las huestes innumerables que Jerjes lanza contra Grecia y que acaban por humillarse en la derrota sirven (probablemente a través de Juvenal, x, 174 y sigs. y la poesía latinomedieval) para ponderar toda muchedumbre y para meditar en lo deleznable de la grandeza humana: así el Libro de Alexandre, copla 1604, Santillana en el prefacio de su Comedieta de Ponza, y de igual modo Juan del Encina en el Triunfo del amor, Gómez Manrique en el Regimiento de Príncipes, Pero Mexía en su Silva de varia lección, 28, Camoens en Os Lusiadas, iv, 23, Juan Rufo en la Austriada, ii, 60 y x, 2, Valbuena en el Bernardo, xv, 168-169, Luis Vélez de Guevara en la comedia sobre la conquista de Chile, Hazañas del marqués de Cañete, i, Lope en la Dragontea, viii, 515, en la Jerusalén conquistada, i, 54 y con tinte humorístico, resultado de tanta repetición, en la Gatomaquia del mismo Lope y en La señora Cornelia de Cervantes. El llanto de Jerjes ante su efímero ejército llega a través de Valerio Máximo y San Jerónimo a las páginas doctrinales de los Castigos e documentos del rey don Sancho, 28 y a las del Libro de los exemplos por abc de Clemente Sánchez de Vercial, 305, y luego al Crótalon erasmista, a la Dragontea vii, 470, a la Mosquea, viii, 53, al Estebanillo González. La truculenta justicia de Cambises no sólo merece el beneplácito de Sánchez de Vercial, 153 (siempre a través de Valerio Máximo) sino también el de Lope en El Príncipe perfecto, segunda parte iii, 14 y, fantaseada más truculentamente todavía, la intercala como ejemplo Rojas Zorrilla en No hay ser padre siendo rey iii. El heroísmo del valiente que se afrenta para dar color a la supuesta traición y conquistar así la plaza enemiga es un antiguo tema fabulístico oriental que, como ilustración patriótica, se adapta a los más diversos ambientes: el persa Zópiro en Heródoto, iii, 154 y sigs. (y a su zaga en Jenofonte y Justino), al romano Sexto Tarquinio en Tito Livio, i, 53-53 y en los Fastos, ii, 691 y sigs., a los castellanos Bellido Dolfos en Las mocedades del Cid, segunda parte de Guillén de Castro, y Dominguillo en Las paces de los reyes, de Lope, al quechua Rumi Ñahui en el Ollantay, a Francisco de la Rosa en el anecdotario patriótico argentino.[4] Es también modelo que ensalzan Camoens, Os Lusíadas, iii, 41; Rufo, la Austríada, xxiv, 22; el chileno Oña, El vasauro, i, 9; Lope, El gran duque de Moscovia, ii, 1; Tirso, El mayor desengaño, i. La valiosa moraleja del coloquio entre Solón y Creso, independientemente de todo su ambiente histórico, es la que determina su frecuente recuerdo en Lope, por ejemplo, El villano en su rincón, ii, 1, en Oña, El vasauro, ii, 61, y en Felipe Godínez, el confeso, que en su Amán y Mardoqueo, da a Amán el papel que tiene en el coloquio el rey de Lidia.
Muchos otros motivos herodoteos aparecen, preservando siempre el valor ejemplar que la Edad Media asigna a todo caso antiguo: si hay que condenar la ira, los Castigos y documentos del rey don Sancho, 13, registran como ejemplos vitandos (a través de Séneca) la crueldad de Darío y Jerjes, irritados por un pedido de exención de milicia, y la de Cambises con el hijo de Prexaspes; si de acumular argumentos contra las mujeres se trata, Antonio de Torquemada, en sus Coloquios satíricos, III parte, trae a colación la historia del faraón ciego que para su cura necesitaba una mujer fiel y halló a su costa la escasez del remedio; si de amistades célebres, Lope en El hombre de bien, iii, 3, recuerda la de Darío y Megabizo (por Megabazo: iv, 143); si de demasías de amor, la Tragicomedia de Lisandro y Roselia, pág. 276, no olvida a Cambises y a sus hermanas; si de exaltar la fortaleza femenina, Juan Rodríguez del Padrón, en el Triunfo de las donas, pág. iii, contrapone Ciro a Tómiris quien personificará la venganza para Lope en la Dragontea, ii, 83; si de exhortar a la caridad, Francisco Santos, en su Día y noche de Madrid, ii, refiere el caso de Amasis (en rigor de Psamenito, hijo de Amasis: iii, 14), el mismo caso que con igual error sirve al Pinciano para ejemplificar las diversas reacciones de diferentes afectos en la Epístola VIII de la Filosofía antigua poética; si de encarecer una medida práctica de gobierno, el ejemplo de Amasis constituye para Liñán y Verdugo, Guía y avisos de forasteros, iv, el antecedente adecuado; si don Juan de Austria rechaza empresas soberbias, la primera que acude a sus labios, en la Austríada de Juan Rufo, vi, 68, es la del puente de Jerjes.
Otras noticias peregrinas sobrenadan como recuerdo del inagotable interés que sabe suscitar Heródoto: Valerio Francisco Romero recoge en su curioso Epicedio la información de Heródoto sobre la dureza comparada del cráneo de persas y egipcios y la anécdota de Artabano que ocupa el lecho real (Coplas 27 y 29). Las novelescas infancias de Ciro son asunto suficiente para un capítulo, el xvi, del Patrañuelo de Juan Timoneda; el Pinciano vierte a su modo (obra citada, vi) la noticia sobre la antigüedad de la lengua frigia; el río Halis queda asociado para Valbuena, Bernardo, xiv, 102, con la falaz profecía que fue fatal a Creso; la pintoresca campaña de Aliates, (i, 17) brinda testimonio sobre la música militar entre los antiguos en la Plaza universal de todas ciencias y artes, de Cristóbal Suárez de Figueroa (edición de Madrid, 1733, pág. 571, col. 1); la historia del hijo mudo de Creso explica la compleja reacción de una enamorada celosa en La más constante mujer, i, de Montalván; Bocángel en su artificios a declamación Contra la lisonja, recuerda la heroica respuesta de Gobrias, también recordada por Valerio Máximo; la fuente ardiente a medianoche y helada a mediodía de que habla Heródoto en su descripción de Libia (iv, 181: pero contaminada, en cuanto a su localización, con la noticia de Plinio sobre los garamantes), simboliza en el soneto del marqués de Tarifa incluido en las Flores de poetas ilustres, libro 1, de Pedro Espinosa, efectos de ausencia y presencia en el enamorado. Sin duda las misceláneas y polianteas, tan desdeñadas en público como hojeadas en privado, contribuyeron a difundir estas curiosidades de origen herodoteo. Cuando leemos en El villano en su rincón i, 12 de Lope, la historia de la babilonia Nitocris (transformada en su más famosa conterránea Semíramis y amparada bajo la autoridad de Plutarco), podemos dudar de que Lope tomase el caso de las Historias mismas, y la duda se acerca a la certidumbre si se observa que al cuento de Nitocris siguen otros referentes todos a tumbas e inscripciones funerarias más o menos ingeniosas: lo más verosímil es que Lope tuviera tras sí un capítulo sobre sepulcros famosos, sus inscripciones y leyendas. Análogamente, el juicio de Creso sobre las ventajas de la paz (i, 87) se halla en la Floresta española, de Melchor de Santa Cruz y Dueñas, con la vaga introducción «Afirmaua uno...» (Floresta general. Bibliófilos madrileños t. 1, pág. 37), así como la respuesta del espartano Dieneces: «Así combatiremos a la sombra», lo cual en sí no basta para argüir conocimiento directo del original herodoteo, ya que la mayor parte del material de tales compilaciones es bien mostrenco, incesantemente trasvasado de compilación en compilación. Algunos datos etnográficos de las Historias renovaron probablemente su atractivo al coincidir con instituciones descubiertas en América o en Oriente: así, Tirso, En Madrid y en una casa, i, 1, a la zaga de varios casos fabulosos, cuenta como institución china la pintoresca subasta de doncellas que Heródoto refiere a propósito de Babilonia, pero la nueva localización apunta al Viaje del mundo, cap. vi, del licenciado Pedro Ordóñez de Ceballos (de cuyas imaginarias andanzas rió Lope), que describe poco más o menos la misma subasta como vigente en Cantón. Así, las deshonestas bodas acostumbradas en Hibernia, que hacen a Transila abandonar su patria y agregarse al séquito de Persiles y Segismunda (i, 12) coinciden con la costumbre de los nasamones (iv, 172), pero el Inca Garcilaso, a quien parece haber seguido Cervantes, también da cuenta puntual de la misma institución. Una muy excepcional recreación literaria se halla al comienzo de la novelita de Alonso de Castillo Solórzano, La inclinación española, en la que el español Enrique demuestra que todo el mundo reconoce la superioridad de España, pues, reservando cada cual el primer puesto para su patria, por vanidad nacional, asigna a España el segundo: esto es, el mismo razonamiento con el que queda demostrada la preeminencia de Temístocles: viii, 123. Para probar la afición a las armas, instintiva en el español, propone Enrique un experimento análogo al que ejecutó el faraón para hallar la lengua más antigua: ii, 2, el Rey lo pone por obra, arrebatándole su hijo, niño de pocos días, a quien encierra en una cueva donde le da esmerada y pacífica educación. No obstante, la primera vez que el azar deja abierta la cueva, el joven se va embelesado tras el redoble de un tambor de reclutas, con tanta naturalidad como los niños del experimento egipcio piden pan en lengua frigia.
Por secundaria que haya sido en España —poco inclinada a las letras griegas— la recreación artística del pensamiento herodoteo, por indirecta e interesada que haya sido su manera más habitual de reflejarlo, no ha dejado de atesorar la huella de su variedad inmatura, nota perdurable de Grecia, donde todo, arte, ciencia, filosofía, formas de vida, aparece en comienzo virginal y promisorio, todo «florido y no hollado». Libro juvenil, entre cuantos dejó Grecia, es este que expone lo que investigó Heródoto en Halicarnaso, y de sus viejas páginas, poéticas y razonadoras a la vez, se esparce inextinguible el aroma de su belleza y su verdad, no menos grato que aquellas auras divinamente olorosas que, según su propio testimonio, espira la remota Arabia feliz: iii, 113.





[1] Los cuales se llamaban, Aristeo, el varón, y Nausinica, Acrotinio y Alexibia sus mujeres, o sea: Sobresaliente, Victoria naval, Presea, Rechazadora de ataque.
[2] Mil veces bate el viento los crecidos pinos, y caen más presta y gravemente las altas torres, hiere el rayo ardiente los montes más erguidos. (Traducción de Francisco de Medrano.)
[3] No el rayo que endereza su violencia a la cima de los más elevados chapiteles. (Traducción de Esteban Manuel de Villeiras.)
[4] Juan M. Espora, Episodios nacionales. Buenos Aires, 1886. (Episodio titulado El colmo del patriotismo.)

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