Es evidente
que los griegos, o más bien la imagen idealizada de la Grecia antigua que ha
pervivido a lo largo de los siglos, con sucesivas transformaciones,
matizaciones e incluso peligrosas trivializaciones, ha desempeñado, y quizá
todavía desempeña por ahora, un papel considerable, y hasta en ocasiones
fundamental, dentro de nuestra historia. Sin embargo su posición hegemónica
pasa por malos momentos y puede afirmarse incluso que ha empezado ya, hace
tiempo, a ser puesta en entredicho cuando no clara y abiertamente desafiada por
nuevos paradigmas. Sirva como ejemplo su lugar en la educación, cada día que
pasa más cuestionado, con la reducción sucesiva e implacable de las horas
destinadas a su estudio dentro de los curricula escolares y arrastrada además
dentro de la impetuosa corriente de crisis actual de las humanidades, que hasta
ahora ha afectado sobre todo a los estudios clásicos, ya de por sí siempre un
reducto minoritario al que sólo los más atrevidos decidían embarcarse con todas
sus consecuencias. Ciertamente no puede decirse que corran buenos tiempos
cuando se ha asistido a una situación de privilegio casi incuestionable en la
que su predominio como paradigma cultural reconocido desde las instancias del
poder se veía traducido en los programas educativos. Las expectativas de
recuperación parecen más bien utópicas, sobre todo si quedamos a la espera de
un nuevo renacimiento que despeje las pavorosas tinieblas de la edad oscura
actual, sumida cada vez más en un vacío estremecedor a la hora de encontrar
referentes culturales de cierta entidad que puedan garantizar la continuidad de
la civilización, más allá de la insoportable trivialidad de los cantantes de
moda, de la recua de «famosos», reconvertidos a veces en intelectuales de pro —«no
querías café...»— dispuestos a esbozar las más flagrantes obviedades de todo
tipo, del ruido y el fragor de los teléfonos móviles, los videojuegos y toda
clase de maquinaria imaginable y de la estruendosa banalidad impuesta ad
nauseam por la televisión.
No es nuestra
intención abundar más en la herida o reiniciar aquí y ahora una más de las ya
viejas querelles o disputas encarnizadas entre los valores respectivos de
antiguos y modernos que han ido espaciándose, aunque con cierta frecuencia
últimamente, a lo largo de la historia. La primera y quizá la más célebre de
todas tuvo lugar durante el siglo XVII, cuando se lanzó un serio desafío a la
supremacía cultural de la Antigüedad que había sido consagrada desde el
Renacimiento. El primer asalto lo encabezaron individuos como Francis Bacon y
Rene Descartes, que, impulsados por los nuevos inventos tecnológicos, como la
imprenta y el telescopio, y por los recientes avances del conocimiento
científico, concentraron sus fuerzas en desacreditar el predominio de
Aristóteles en el panorama cultural europeo. En la segunda mitad del siglo se
inició un nuevo asalto, esta vez desde una perspectiva más literaria,
inaugurada por el francés Charles Perrault, autor de cuentos tan populares como
Caperucita, La Cenicienta o El gato con botas, cuando en 1687 leyó
en la Academia francesa un poema sobre la época de Luis XIV en el que atacaba
el mal gusto de las epopeyas homéricas, pobladas de dioses inmorales, héroes
sin un carácter bien definido y con comportamientos poco o nada edificantes,
que revelaban que Homero era menos civilizado que los modernos, y en el que
proporcionaba al tiempo una lista de autores franceses coetáneos que llegarían
a ser tan célebres como los antiguos griegos y romanos. La disputa saltó hasta
Inglaterra, donde autores como Dryden y Swift acaudillaron los respectivos
bandos con no menos pasión y animosidad que en el continente, como puede
apreciarse en la famosa Batalla de los
libros del mencionado Swift, en la que describía con su habitual brillantez
e ironía algunas de las flaquezas de los «modernistas», como su insoportable
pedantería, si bien parecía descartar igualmente cualquier valor de las nuevas
ciencias. Algunos de los argumentos manejados entonces han quedado hoy
desfasados, como la contraposición entre cristianismo y paganismo o la
acusación injustificada sobre el proverbial mal gusto de los autores antiguos,
pero, en cambio, otros han tenido cierta continuidad, como el que aboga por el
imparable paso del progreso, que deja completamente obsoletas las
civilizaciones del pasado, para impugnar la importancia del mundo clásico en el
momento presente, avalada además dicha postura por el inmenso poder de
atracción que ejercen las denominadas «nuevas tecnologías» sobre los jóvenes, o
la extendida sensación de pérdida del tiempo invertido en enseñanzas poco
prácticas cuyos presupuestos políticos y morales han quedado ya superados de
forma clara por los criterios mucho más pragmáticos de la sociedad moderna.
Son muchos,
cada vez más, los que, alentados por este talante utilitarista imperante,
abogan por esta clase de razones en la nueva versión actual de la disputa,
descafeinada ahora por la endeble envergadura de al menos una parte de los
contendientes. Faltan entre las filas de los defensores de la modernidad
figuras de la talla de los antes mencionados, sustituidos ahora los Bacon,
Descartes, Fontenelle y Perrault por lustrosos aspirantes a ejecutivo de
multinacional, por tediosos paladines de los nuevos (¿) saberes
psicopedagógicos o por simples y patéticos gurús de la inanidad. Sin embargo,
tampoco faltan en las filas contrarias peligrosos defensores a ultranza de la
continuidad o del retorno de una enseñanza más rígida concentrada en el
exclusivo estudio de la gramática, al estilo de unos viejos tiempos
contemplados ahora con nostalgia. Ambas tendencias se retroalimentan de esta
forma en una inútil y estéril querella que se renueva de forma incesante a
través de esporádicas apariciones en artículos de prensa, airadas cartas al
director en diferentes tipos de publicaciones o las reiteradas lamentaciones
oficiales al uso en las revistas y medios del gremio.
La presencia
y continuidad del mundo griego en la sociedad y la educación actuales es un
problema mucho más amplio que no depende sólo de variantes circunstanciales
como el tiempo dedicado a su enseñanza en los programas escolares o la
condición de optatividad más o menos real que ocupa dentro de ellos, aunque
parezca en algunas ocasiones que éstas sean las únicas claves decisivas para su
supervivencia. La cuestión principal radica más bien, como muchos ya han
señalado con acierto, en establecer un nuevo planteamiento de nuestra relación
con los griegos y su mundo, resituándolos previamente dentro de la correcta
perspectiva histórica lejos de los idealismos deformadores y exclusivistas, que
ponga de manifiesto la validez y la funcionalidad de su presencia entre
nosotros, trasladando además estas reflexiones fuera de los reducidos, y en
ocasiones claustrofóbicos, ámbitos académicos, donde unas materias cada vez más
minoritarias y separadas de la sociedad corren el serio peligro de perecer del
todo por asfixia (la industry de sus
practicantes a la que aludía con genial ironía el reputado helenista Eric
Dodds).
Para ello
debemos aprender, en primer lugar, a relativizar un tanto nuestro dominio,
bajándolo de los altares a los que lo habían encumbrado la idealización y el
filohelenismo de tiempos pasados, pero cuidando al mismo tiempo de que este
afán relativista no vaya tampoco demasiado lejos y termine conduciendo a los
griegos a un saco sin fondo donde encuentre una injusta equiparación con
«cualquier otra cultura indígena». Relativizar significa sobre todo situar a
los griegos dentro de la perspectiva histórica adecuada, lo que traducido a la
práctica diaria significa, por ejemplo, saber valorar la contribución decisiva
de las culturas orientales en la configuración de la civilización griega
arcaica, con incuestionables aportaciones al terreno del mito, de la
literatura, del arte y de la religión. Dejar a un lado la «sacralización de
Occidente» frente a un «Oriente» que todavía no existía en los términos en que
se creó su imagen posterior, sobre la estela dejada por el Islam, que hacía del
imperio persa el déspota oriental que ponía en peligro la preciada libertad de
los griegos y con ellos el futuro de toda nuestra civilización occidental.
Valgan como ejemplos la hipervalorización de la batalla de Maratón, que fue
considerada por Stuart Mill más importante para la historia de Inglaterra que
la de Hastings, que dio a los normandos el dominio del país, por las supuestas
consecuencias que tuvo en la consolidación de la libertad en Occidente, o la
conversión de la de Termopilas en un icono más del heroísmo en esta misma línea
a través del cine (El león de Esparta)
y de algunas obras de divulgación moderna (como la de Ernle Bradford que lleva
por significativo subtítulo: The
Battlefor the West). Este tipo de planteamientos, no ausentes del todo en
obras académicas de pretensiones mas serias, representan en primer lugar una
notoria ignorancia de la realidad histórica del imperio persa, que nada tenía
que ver con el Irán moderno y su fundamentalismo islámico ni con la imagen
estereotipada del déspota oriental que imponía sus dictámenes a sangre y fuego,
ni con otra clase de prejuicios modernos sobre el Oriente bien estudiados por
Edward Said. En segundo lugar manifiestan una visión anacrónica o las cosas,
anclada todavía en los eslóganes de la propaganda ateniense de la época que
magnificó los acontecimientos para legitimar su posterior posición hegemónica
sobre el resto de los griegos.
Es igualmente
necesario que reconozcamos la existencia en el horizonte cultural europeo de
otras culturas, como las orientales, extendiendo esta vez el término a la India
y el Lejano Oriente. Este interés comenzó en el siglo XVIII, en una época en la
que la idealización de Grecia y su imposición creciente sobre Roma parecían
dejar completamente despejado el campo para su entronización absoluta y
definitiva en el panorama cultural del momento. El desciframiento del sánscrito
en 1784 por el estudioso británico sir William Jones, que fundó además la
Asiatic Society en Calcuta, favoreció un creciente interés por la India que se
acentuó con la conquista y dominación británica y con la elaboración
consiguiente de historias del país, como la que escribió el padre de Stuart
Mill. La Historia de la India de
Vicent Smith de comienzos del siglo XX y la obra literaria de Ruyard Kipling
contribuyeron de manera decisiva a la vulgarización entre el público de la
cultura india. A diferencia, sin embargo, de lo que sucedió con Grecia, las
antigüedades indias permanecieron en su mayor parte en el país de origen,
debido a la cuidadosa política nacional emprendida en este sentido, por lo que
su incidencia en Occidente fue necesariamente menor. Resulta ciertamente
ilustrativo el hecho de que el departamento correspondiente del Museo Británico
sea una de las colecciones menos ricas.
De la misma
forma, también hacia mediados del siglo XVIII se produjo un interés por la
China que se vio reflejado en una auténtica invasión de productos de esta
procedencia, como la porcelana o los muebles, y en imitaciones a la moda como
las alcobas, los jardines y ciertas obras que tenían aquel lejano y exótico
país como referencia, como la famosa Pagoda que todavía adorna los Kew Gardens
de Londres, imitada después en la torre china de los Englischer Garten de
Munich. El comercio existente con aquellos remotos territorios, promovido por
la Compañía de las Indias Orientales inglesa, había proporcionado los
materiales y las ideas para estimular un culto peculiarmente inglés. El mundo clásico
empezaba así a ceder algo de su arrogante protagonismo y quedaba situado en una
perspectiva más histórica que la que había venido ocupando hasta entonces como
simple modelo atemporal, que consideraba mero primitivismo sin interés todo lo
que había acaecido anteriormente. Ya el escritor francés Edgar Quinet, que
contribuyó de manera decisiva a la tradición del liberalismo francés, lanzó en
1841 la idea de un renacimiento oriental, que sería luego estudiado más a fondo
un siglo después por el también intelectual francés Raymond Schwab en un libro
que llevaba precisamente ese título, donde exponía el creciente interés por las
lenguas indias e irania que caracterizaron la penetración colonial francesa y
británica en el subcontinente asiático. Del fondo de Asia empezaba a surgir,
según Quinet, una antigüedad más profunda, más filosófica y más poética que
todo el conjunto de Grecia y Roma. Tanto Quinet como Schwab preconizaban una
superación del neoclasicismo que no llegó a producirse del todo, si bien el mundo
clásico, y el griego en particular, adquiría de esta forma, al menos para
algunos, una valoración más relativista dentro del panorama histórico humano
que la mera admiración exenta de toda crítica de un modelo inmutable.
La historia
posterior ha ido minando todavía más esta aparente supremacía con el
descubrimiento creciente de otras antiguas civilizaciones como las del nuevo
continente americano, en particular la inca, la maya o la azteca, con toda la
oleada de expectación e interés que generaron excepcionales descubrimientos
como el impresionante complejo de Machu Picchu en el Perú, las sorprendentes
pirámides de Tikal en plena selva de Guatemala o las estructuras palaciales y
religiosas aztecas excavadas en pleno subsuelo de la capital mexicana. El conocimiento
de la China antigua ha ido también ganando enteros con la mayor difusión de su
milenaria historia entre el gran público, resaltada también por maravillas tan
espectaculares como la gran muralla o los millares de guerreros de terracota
que guardaban la tumba del primer emperador de la dinastía Qin. El
espiritualismo oriental, en sus diversas manifestaciones serias como el budismo
o mucho más livianas como ciertos misticismos, puestos de moda por los Beatles
y divulgados luego en una producción literaria de carácter esotérico, ha ganado
considerable terreno en Occidente, tanto en el número de estudiosos como en el
de adeptos, con actores de moda como Richard Gere en sus filas. Grecia ya no
está sola en el horizonte cultural de las grandes referencias y se ha visto
obligada a compartir espacio con estos nuevos inquilinos cuando no a ceder
claramente terreno ante el imparable empuje de los no menos dignos recién
llegados. En el terreno de la divulgación y de la afición popular, hoy por hoy
ha perdido, en efecto, la «batalla» con culturas como Egipto, que ha generado
una verdadera egiptomanía, sustentada en la continua aparición de libros de
todas clases, documentales, colecciones de fascículos, incluida toda una
verdadera industria del esoterismo relacionado con los «misterios insondables»
de las momias o las pirámides. Esta oleada se refleja en la publicación en
edición de bolsillo de una obra tan inusual como el Libro de los muertos o en el avasallador triunfo editorial de las
novelas de Christian Jacq, que ocupan lugar preferente en los escaparates de
unas librerías que se encuentran mucho mejor surtidas en la actualidad sobre
temas de Egipto en sus mil y una variedades que sobre la antigua Grecia.
Conviene
también que tratemos de evitar paralelismos y equiparaciones que no resultan
justificables desde una perspectiva histórica medianamente seria. Benjamin
Constant separaba ya radicalmente en el siglo XVIII la experiencia política de
los antiguos de la de los modernos. Un camino en el que fue secundado por el
gran teórico de la democracia americana Alexis de Tocqueville, quien relata la
significativa anécdota de haberse visto obligado a devolver los libros de
Aristóteles al amigo que se los había prestado por considerarlo demasiado
antiguo para su gusto. En su opinión no había posibilidad alguna de comparación
entre las antiguas repúblicas de Grecia y Roma y la nueva democracia americana.
La incultura generalizada de la población de aquellos tiempos contrastaba con
la ilustración del pueblo americano, que contaba con un número considerable de
prensa escrita a su disposición. Estos gobiernos ignoraron además un principio
tan elemental para el desarrollo de la política moderna como era para
Tocqueville la división de poderes. Algunos destacados historiadores confirmaron
esta actitud tendente a resaltar las diferencias. Fustel de Coulanges advertía
sobre los peligros de confundir el concepto y la práctica de la libertad entre
los antiguos con las de los modernos, alegando que en Grecia no existía la
libertad individual sino la de la ciudad. Se producía así un agudo contraste
entre la libertad de los antiguos, entendida como la participación activa y
constante en el poder político, frente a la de los modernos, que consistía más
en el disfrute de una esfera de actuación privada, ajena, al menos en
principio, a las interferencias del estado.
También
empezó lentamente a deslustrarse la aureola y el brillo de las grandes
realizaciones de la cultura clásica. Burckhardt había eliminado de un plumazo
la imagen idealizada de la Atenas clásica como lugar idílico poblado por
filósofos, artistas y poetas declarando sin remilgos que ningún hombre prudente
y pacífico habría deseado vivir en aquel momento en el que la guerra y la
esclavitud marcaban las pautas de un panorama mucho más sombrío que el que se
había imaginado durante mucho tiempo. Sin embargo la advertencia de Burckhardt
cayó en saco roto, y fue necesario proceder a un recordatorio en este sentido
por parte de Peter Green en un libro cuyo título, The Shadow of the Parthetion (La sombra del Partenón), proclama ya
la postura crítica adoptada al respecto. Green pone de relieve aquellos
aspectos de la cultura ateniense que habían quedado en el olvido en el proceso
de idealización de la época clásica y subraya además la ausencia casi total de
crítica hacia dicho modelo entre los especialistas con muy contadas
excepciones, corroboradas por la resonancia particular que han tenido algunos
ataques procedentes del exterior como el de Karl Popper contra la ideología
platónica o el más reciente de Martin Bernal, ya comentado. La pervivencia
tenaz de los tópicos sobre la Grecia clásica, centrados desde Winckelmann en
los ideales de libertad, belleza, naturalidad, perfección y armonía y
sacralizados luego por una larga tradición académica mayoritariamente
conservadora, ha traspasado el umbral de los círculos académicos para contagiar
este desmedido entusiasmo a otros ámbitos menos especializados pero con mucha
mayor capacidad de convocatoria y poder de difusión, como los periodistas y
escritores de prestigio, que han asumido como propios estos esquemas y los han
aplicado con absoluta naturalidad a su visión general de las cosas. Grecia
sigue siendo un icono sagrado de la libertad, la democracia y la sabiduría,
como puede apreciarse en varios de los libros del laureado periodista americano
Robert Kaplan, especialmente en el último aparecido en nuestra lengua que lleva
como significativo título El retorno de
la Antigüedad, a pesar de que trata de cuestiones fundamentales y candentes
de la política internacional contemporánea. Kaplan considera que pueden
aprovecharse las lecciones ofrecidas por los historiadores antiguos como guía a
la hora de afrontar los nuevos retos del tiempo en que vivimos y los difíciles
interrogantes que plantea el incierto futuro por venir, olvidando quizá las
importantes diferencias que separan el mundo de los griegos de la mucho más
compleja situación actual y las barreras levantadas entre su visión del mundo y
la nuestra por el cristianismo y las revoluciones francesa, industrial y
soviética. Se trata, efectivamente, de creencias tan profundamente arraigadas
en la conciencia moderna que afloran a la más mínima oportunidad en forma de
clichés, como sucede, por ejemplo, en un pasaje del libro Entre rusos de Colin Thubron, uno de los escritores de viaje
actuales más celebrados, quien tras contactar con un griego residente en la
antigua Unión Soviética prorrumpe de forma espontánea «¡los griegos fundadores
de la libertad!», sin reparar para nada en la profunda disparidad existente
entre ambos conceptos, el de los griegos y el nuestro.
Entra también
dentro de este terreno la más que discutible aplicabilidad de la denominada
«sabiduría antigua» —entendida casi siempre como una simple variante de la
sabiduría griega— como remedio inapelable para los numerosos males que aquejan
el mundo y la sociedad actuales, con propuestas en este sentido tan variadas
como la de Víctor Hanson y John Heath, expuesta en su polémica libro Who killed Homer?, donde apuestan por un
más que problemático retorno a los antiguos griegos, a su manera de pensar y
comportarse, partiendo del supuesto más que discutible de que compartimos con
ellos los fundamentos de nuestra civilización, como son el gobierno
constitucional, la libertad de palabra, los derechos individuales, el control
civil sobre el ejército, la separación entre autoridad política y religiosa, el
igualitarismo de la clase media, la propiedad privada y la libertad de
investigación científica. En este caso, sin embargo, la sabiduría griega queda
específicamente limitada a la Atenas clásica, sobre cuya imagen ideal se
concentra además todo el arsenal argumentativo de estos autores, olvidando que
la realidad de Atenas, bastante diferente de sus planteamientos, no era ni
mucho representativa del conjunto de Grecia, como ya vimos en su momento, y se
equiparan peligrosamente los principios de la ideología tradicional americana
con los de una democracia ateniense muy lejana en tiempo y en las concepciones
políticas.
Ese mismo
camino, el de proponer el retorno a la sabiduría griega, es el que ha
emprendido el filósofo italiano Giovanni Reale en un reciente libro, donde
aboga por escuchar de nuevo «el mensaje, realmente constructivo de la sabiduría
antigua como verdadero tratamiento de los males del hombre de hoy». Su
propuesta se traduce en una reivindicación de la metafísica y sus virtudes como
contraposición a los excesos del cientificismo moderno, de la práctica de la
filosofía como «arte de vivir» que adopta la problemática figura de Sócrates
como modelo y de la contemplación como fin supremo del ser humano amparándose
en las ideas platónicas y su descendencia posterior en el neoplatonismo
recuperando aspectos tan cruciales como la dimensión ontológica de la belleza y
la liberación del amor de sus encantos exclusivamente físicos. Nuevamente Reale
ha incurrido en una excesiva simplificación de las cosas, dejando en un olvido
conveniente y oportuno aspectos claramente negativos de estos elementos de la
sabiduría antigua, cuidadosamente desgajados de su entorno, que han originado
sendos desmanes en el curso de la historia de Occidente, tales como la
traumática separación de la realidad corporal y social, como han sido bien
señalados por Pau Gilabert en una mesurada crítica a un dictamen tan reductivo.
Ciertamente
no podemos imaginar la existencia de una entidad como la «sabiduría griega»,
entendida como un todo homogéneo y coherente, a la vista de la enorme
diversidad que caracterizaba todas las manifestaciones de la cultura griega.
Cabría más bien hablar en todo caso de «sabidurías griegas» para referirse a
las diferentes y a menudo contradictorias formas de pensamiento que fueron
articulándose en el curso de la historia griega por personajes Y escuelas bien
distintos, de cuyos alegatos e hipótesis somos indiscutiblemente herederos más
o menos conscientes. Siempre es posible y legítimo llevar a cabo una
determinada lección y concentrar en ella toda la fuerza y el poder de
convicción que desplegaron en su momento sus valedores, pero en modo alguno
parece legítimo otorgarle el título exclusivo de una categoría más amplia y
excluyeme a lo que era tan sólo una propuesta más dentro de una pugna
ideológica e intelectual más abierta cuyos contendientes siempre tuvieron
presente la existencia de sus adversarios, con la idea de refutarlos más que de
eliminarlos de un plumazo como las opciones modernas basadas en dichas
doctrinas han podido estar tentadas de llevar a efecto. La sabiduría griega no
puede quedar reducida a un sistema de pensamiento único e incuestionable que no
presenta fisuras en su indeleble fachada, ya que en la realidad la actividad
intelectual estuvo siempre acompañada de la discrepancia y la diversidad. El
propio Platón, modelo favorito de Reale, confrontaba en sus diálogos a la
figura de Sócrates con los sofistas como Protágoras, que sostenían posiciones
contrarias sobre las cuestiones fundamentales sometidas a debate. Al lado de
las propuestas más dogmáticas y autoritarias de Platón aparecen los
planteamientos mucho más abiertos y, a su manera, revolucionarios de los
cínicos y estoicos. Este intento de reduccionismo del pensamiento griego a un
único modelo, que puede resultar además exportable como medicina a nuestra
sociedad moderna, continúa amparándose a fin de cuentas en la imagen ideal y
falsa de la Grecia antigua, constituida como pauta inapelable de pensamiento y
conducta, que ha quedado ya claramente puesta en entredicho a través del
análisis más serio y exento de prejuicios llevado a cabo en toda regla por al
menos una parte de los estudiosos modernos.
Esta imagen
ideal y estereotipada de los griegos ha traspasado incluso al mundo de la
publicidad, donde se convierten en el reclamo adecuado cuando se trata de
resaltar la belleza y la perfección de un objeto o del propio cuerpo human —recuérdese
la proverbial expresión «belleza griega» o «cuerpo griego» para calificar la
hermosura escultural una persona—, de destacar el prestigio cultural de una
institución o de un producto o de hacer hincapié en el refinamiento que supone
la utilización de un determinado perfume u ornamento decorativo. El mundo
clásico en general, pero muy en particular la civilización griega, siguen
siendo concebidos dentro del ámbito publicitario como un pasado atemporal,
eterno y misterioso, situado fuera por completo de los patrones históricos
habituales que afectan al resto de las épocas. Lo griego aparece rodeado de una
aureola de prestigio indiscutible por la perfección, belleza y exquisitez de
sus manifestaciones culturales, tal y como se ha puesto de relieve en un reciente
estudio sobre el tema. En este sentido la publicidad se limita tan sólo a
recoger y asumir, con la misma naturalidad a la que aludíamos antes, los viejos
y constantes estereotipos manejados en la imaginación colectiva europea y
occidental, refrendados casi sin excepciones por la erudición académica y
universitaria.
Un discurso
reiterativo que ha sido también incorporado a la nueva industria del turismo
cultural que tiene en Grecia uno de sus más destacados destinos. Tanto las
guías de viaje más usuales como los propios guías turísticos que asumen
circunstancialmente la ilustración momentánea de los modernos visitantes de la
Acrópolis de Atenas resaltan aspectos como la grandiosidad de la construcción,
su armoniosa estructura, la perfección de sus líneas o la belleza incomparable
de sus esculturas, condimentando estas afirmaciones con anécdotas jugosas
extraídas de la historia oficial o de la mitología. Olvidan, sin embargo, de
forma intencionada o por pura ignorancia, otros aspectos esenciales que complementan
y explican aquella visión ideal de las cosas, como el coste material y humano
que representó la edificación de los templos de la colina consagrada a Atenea o
la extrema dureza y crueldad con que fueron tratados los aliados de Atenas, que
parecían más auténticos súbditos, sobre todo a la hora de subvencionar
involuntariamente los ambiciosos proyectos de Pericles o de mostrar sus
reticencias sobre la conveniencia de continuar dentro del imperio, como revelan
algunos casos tan ejemplares como los de la isla de Melos y de la ciudad de
Mitilene, que sufrieron la más severa de las represiones según delata en su
relato de los hechos el ateniense Tucídides. Tampoco se destacan aquellos
aspectos menos edificantes de la inmaculada figura de Pericles, cuyos brillantes
discursos, aparentemente reproducidos por el mismo Tucídides, no disimulan su
belicismo y sus ambiciones hegemónicas y anexionistas sobre el resto del mundo
griego. Ésa es seguramente otra historia.
Los griegos
no eran como nosotros en casi ningún aspecto a pesar de los intentos de
acercamiento que se han venido realizando de manera incesante desde tiempos ya
inmemoriales o de su descarada promoción como modelo a imitar. Las diferencias
saltan a la vista por todas partes. Desde una terminología conceptual que no se
ajusta para nada a nuestras categorías mentales y que no siempre resulta fácil
traducir o descifrar dentro de nuestro propio sistema (ejemplos como aitía, «causa», húbris, «desmesura», aidós,
«respeto, vergüenza», pueden resultar indicativos de una larga lista) hasta una
concepción bien diversa de las relaciones entre los sexos, de la organización
familiar, de la actividad religiosa y de otras tantas actividades. La
pretendida sensación de familiaridad con lo griego ha creado figuras inexistentes,
como bien ha señalado recientemente Diego Lanza. Ni el filósofo, representado
en los denominados presocráticos, ni el poeta lírico, en las personas de
Arquiloco o Teognis, ni el historiador, en las de Heródoto o Tucídides,
encuentran adecuada correspondencia con esas mismas categorías modernas, más o
menos bien definidas y delimitadas. Formulaciones más adecuadas como la de
«maestros de verdad» acuñada por Marcel Detienne o afirmaciones todavía mas
desafiantes como la lanzada por Nicole Loraux al señalar que «Tucídides no es
un colega» apenas han traspasado e ámbito de los especialistas. De hecho, las
obras de Hesíodo, y Píndaro, los fragmentos de Arquíloco, Safo o Solón o
colecciones mucho más problemáticas desde el punto de vista de la autoría original
como las elegías atribuidas a Teognis o los tratatos hipocráticos se siguen
leyendo como si se tratara de autores modernos, juzgados con similares
parámetros interpretativos que establecen itinerarios de ida y vuelta entre la
vida y la obra de los autores, cuando sabemos que en el caso de los autores
antiguos las dudas e ignorancias que rodean este tipo de cuestiones
imposibilitan un tratamiento semejante al que se otorga a autores como Goethe,
Shelley, Poe o García Márquez, cuyas vivencias pueden haber quedado reflejadas
en sus libros de manera mucho más inmediata y directa de lo que sucedió en el
caso de los autores griegos.
Por no
compartir esquemas, ni siquiera su concepción del pasado, y en cierta medida su
utilización práctica de él, se parecen mucho a las nuestras, a pesar de las
apariencias que sitúan a Heródoto como padre de la historia y artífice genial
del nuevo género. No cabe recordar aquí de nuevo las importantes diferencias
que separan a los historiadores griegos de los modernos profesionales de una
disciplina que nunca alcanzó tal estatus en la Grecia antigua. Baste recordar
algunos de los procedimientos empleados para la construcción de su memoria
social, tal y como fueron señalados en su momento por algunas de las
perspicaces observaciones de Finley, como el horror uacui («horror al vacío»), que les impulsaba a la pura
recreación de los hechos que ignoraban, o la inestable y confusa relación entre
los ámbitos del mito y la historia a lo largo de toda la historiografía
antigua, patente desde el relato de Heródoto hasta historiadores más tardíos
como Diodoro de Sicilia, que dedica toda la primera parte de su historia
universal a la narración de acontecimientos considerados por nosotros
claramente dentro del terreno del mito.
Sin embargo,
poner las cosas en su sitio no equivale ni mucho menos a echar por la borda el
viejo modelo, o como afirma el dicho inglés «tirar el niño junto con el agua
sucia de la bañera». No se trata tampoco de sustituir el modelo cultural
hegemónico o de corregirlo, traspasando los méritos que parecían hasta ahora
patrimonio exclusivo de los griegos a los egipcios y orientales, como pretende
Bernal y quienes más ligeramente han seguido sus dictámenes con mucho menor
talento, o de reducir a los griegos a un eslabón más dentro del largo desfile
de pueblos que han discurrido por la pasarela de la historia con el mismo
derecho a figurar en sus anaqueles privilegiados que bosquimanos, esquimales o
aborígenes australianos, sin que ello implique para nada negar a estas culturas
su lugar de honor correspondiente en el desarrollo de la cultura humana en
general. Los griegos, nos guste o no, han ejercido un claro predominio en el
desarrollo de lo que denominamos civilización occidental, y su cultura,
interpretada de forma más o menos correcta, ha condicionado nuestro imaginario
desde el Renacimiento. Nadie podría negar que sus contribuciones, bien se
consideren plenamente originales o derivadas de la adaptación y asimilación de
postulados y concepciones anteriores, han resultado decisivas en el curso de la
historia. Reconocer su especial posición dentro de un contexto histórico mucho
más amplio y complejo de lo que las concepciones románticas del «milagro
griego» habían imaginado, como el surgimiento de la nada en medio de un olímpico
aislamiento, y tomar conciencia de las diferencias, en ocasiones profundas y
casi siempre significativas, que nos separan de ellos no tiene por qué implicar
que ignoremos descaradamente la deuda impagable que tenemos todavía hacia ellos
o, al menos, hacia unos cuantos de sus más ilustres pensadores, poetas y
artistas.
No es éste el
momento para proceder de nuevo al recuento exhaustivo del legado griego,
elaborado en su día por sir Richard Livingstone y renovado después con mejor
criterio histórico y menores dosis de idealismo por Finley, o todavía más
recientemente de una manera algo más informal pero no menos certera y
contundente por Oliver Taplin. La deuda para con los griegos resulta evidente
en casi todos los terrenos, desde algunos elementos extraídos de la teoría
política y las concepciones arquitectónicas hasta creaciones propiamente suyas
como la filosofía y casi todos los géneros y formas literarios. Vamos a
limitarnos aquí a destacar de entre todos ellos únicamente dos aspectos, uno,
el del lenguaje, en el que una familiaridad casi atávica con algunos de sus
términos y su inclusión inconsciente dentro del uso cotidiano pueden haber
camuflado injustamente su contribución en este campo; otro, el de la ciencia,
donde se ha producido probablemente el mayor y más evidente distanciamiento
entre los griegos y nosotros, convertido cada vez más gracias al dominio
absoluto de la tecnología en un abismo insondable que resulta prácticamente
imposible de salvar.
Resulta
impensable imaginar la ciclópea tarea, contraria además al principio
fundamental de la economía del lenguaje, que habría supuesto la creación de
nuevas designaciones para toda la serie de disciplinas, objetos, productos e
ideas (ella ya por sí sola es una palabra griega) que han ido haciendo acto de
aparición en el curso del tiempo sin la imponderable ayuda de la lengua griega,
que en muchos casos nos ha proporcionado ya facturados buena parte de estos
términos y en otros de nuevo cuño ha contribuido a construirlos mediante la
extraordinaria riqueza y flexibilidad de sus raíces y sufijos. Por mencionar
tan sólo unos cuantos y significativos términos habituales de la vida moderna,
son griegos la política, la táctica, la estrategia, la ética, la aristocracia,
la democracia, la anarquía, la historia, las matemáticas, los símbolos, el
clima, la dieta, la nostalgia, los aromas, la histeria, los trópicos, la
ironía, la escuela, los poetas, el drama, la tragedia y la comedia, el cine, la
música, la melodía, los acróbatas, la orquesta, la crítica, la fotografía, la
física, la hidráulica o el átomo. Gracias al griego designamos enfermedades o
dolencias como la esquizofrenia, la hepatitis, la hemorragia, la cefalea, la
cardiopatía, la artrosis o el glaucoma, por no extender la lista. Los griegos
denominaron también el mundo para nosotros evitándonos la tarea de inventar o
acuñar designaciones adecuadas, por lo que seguimos hablando de Europa, de
Asia, de Libia, de Anatolia, de Egipto, de Mesopotamia, o de fenicios, celtas,
tracios, escitas o iberos. Casi toda la terminología lingüística es también
griega, como gramática, léxico, fonética, morfología, sintaxis, semántica,
frase y hasta la propia palabra —aunque a través del latín—, Y para colmo
defendemos la calidad de la lengua con términos sacados del griego como
barbarismo (el que habla mal una lengua, tal y como era su sentido originario)
y solecismo (el que hace una construcción falsa, de la forma de hablar de la
ciudad semigriega de Solos en Asia Menor).
En el terreno
de la ciencia, es manifiesta la distancia y el progreso que nos separan de los
griegos con teorías físicas, como la de la relatividad, que aquéllos jamás
habrían llegado a imaginar, o el desarrollo imparable de la investigación y los
conocimientos en las ciencias biológicas (el genoma, la clonación...) y unos
avances tecnológicos aplicados a la mejora constante de la calidad de vida que
habrían resultado sorprendentes y osados a quienes nunca preocupó seriamente
esta faceta práctica y en consonancia sólo desarrollaron ingenios técnicos por
mero divertimento o con finalidad militar. La separación definitiva se inició
en el siglo XVII con el desarrollo de las ciencias exactas y en particular de
las matemáticas tras la revolución cartesiana. Sin embargo, esta circunstancia
no dejó en el más completo de los olvidos a los modelos griegos, ya que se
reconocía y admiraba su vigorosa expresión en este campo y su falta de
prejuicios irracionales. Se destacaba la forma de razonamiento más aguda de los
griegos y su adaptación a las ciencias aplicadas frente a los mucho más densos
procesos mentales de los romanos o de los estudiosos medievales. La admiración
y el reconocimiento no han faltado tampoco posteriormente, incluso en el siglo
XX, cuando matemáticos como Whitehead, coautor con Bertrand Russell de los Principia mathematica, afirmaban un poco
exageradamente que la historia de la filosofía no pasaba de ser un comentario a
pie de página de Platón, o cuando un ilustre físico como Erwin Schródinger,
autor entre otras cosas de la temida y célebre ecuación de ondas además de
premio Nobel de Física, elogió la ciencia y la filosofía griegas en su libro
titulado La Naturaleza y los griegos.
Otro premio Nobel de Física más reciente, de 1988, León Lederman, director del
Fermilab (el centro de investigación de física de alta energía), reconocía con
admiración el impulso que los griegos dieron en el terreno de la ciencia al
haberse planteado la primera cuestión científica acerca del funcionamiento del
mundo y haber habilitado un concepto como el de kósmos (orden) para iniciar a su manera el camino de las
explicaciones posteriores.
Aunque muchos
de sus conocimientos y especulaciones provenían de las culturas del Próximo
Oriente, la forma en que surgió la filosofía en Grecia no tiene paralelo en
otro lugar. Los causantes de esta revolución decisiva en la historia del
pensamiento fueron quizá factores como el talento particular de algunos
individuos o la peculiar estructura social en medio de la que vivían, sin
monarcas absolutos equiparados a la divinidad ni poderosas castas sacerdotales
que ejercían el monopolio del saber. En el campo de las matemáticas los griegos
desarrollaron una forma de demostración deductiva totalmente nueva y Parménides
captó un principio que domina hasta la actualidad nuestra visión del mundo
físico, el principio de conservación que a través de la dualidad en masa y
energía establece que nada puede crearse de la nada y nada puede destruirse
simplemente. El respeto hacia estos pensadores atrevidos y originales sigue
siendo la constante entre los grandes científicos de la actualidad, y a pesarde
su ingenuidad y de sus dislates no está de más recordar su contribución, por
mínima que ésta pueda parecer hoy día, también dentro de este campo. Sin
embargo no conviene olvidar tampoco el proceso de selección de afinidades que
ha mediatizado nuestra percepción de la ciencia griega, mediante el cual se ha
tendido siempre a resaltar los aspectos racionalistas y empíricos, que reflejan
una cierta continuidad con la práctica moderna, y a dejar en el olvido aquellos
otros menos afines a nuestras concepciones, como la incidencia inevitable de
determinadas creencias populares y religiosas en un discurso esencialmente
heterogéneo que se desarrolló, como todo el pensamiento griego, a través de un
vigoroso debate entre puntos de vista opuestos. Valga como ejemplo la
concentración casi exclusiva sobre los aspectos metodológicos y empíricos del
corpus hipocrático en detrimento de aquellos otros de carácter irracional,
folclórico o mágico, que a pesar de ser mucho más abundantes chocan con nuestra
sensibilidad «científica» actual.
Reconocida
nuestra deuda con los griegos, no cabe olvidar tampoco algunas otras
consideraciones que hacen de su presencia entre nosotros más una necesidad que
un lujo, o al menos un lujo que debemos y nos podemos permitir. La historia de
Grecia nos ofrece toda una experiencia histórica singular, que ya fue
aprovechada a su manera a través de las inigualables biografías de los
personajes más sobresalientes de Plutarco en tiempos tan decisivos de la historia
como la Revolución Francesa o la americana pero que puede actualizarse
perfectamente a nuestra sensibilidad actual, menos propensa a la imitación
servil de los grandes ejemplos del pasado como paradigmas morales. La creación
de un sistema comunitario como la polis, con todos sus misterios e
interrogantes, los esfuerzos desplegados para su conservación mediante todo
tipo de reformas e instituciones, el firme deseo de integrar dentro de estas
instituciones el espíritu fuertemente competitivo (el famoso agon, cuya mejor definición debemos a
Burckhardt), la experiencia diaria de una democracia radical o moderada con
todas sus ventajas e inconvenientes, capaz todavía de suscitar el elogio o la
inquina visceral de los modernos, el enfrentamiento defensivo con un gran
imperio como el persa, desprovisto eso sí de sus connotaciones heroicas y de
sus elementos propagandísticos más evidentes, la propia expansión de la cultura
griega por diferentes territorios, tanto en el período arcaico como en el
helenístico, con sus diferentes modalidades de incidencia en las civilizaciones
indígenas, la emergencia de un sentimiento panhelénico, auspiciado a veces por
intereses imperialistas pero que acabó calando en amplios sectores de la
población griega, y los sucesivos intentos ideológicos y literarios por
definirlo, desde la Odisea homérica
hasta Pausanias, constituyen elementos de reflexión y análisis más que
suficientes como para justificar el hecho de que prestemos atención a la
historia griega antigua con afanes educativos que puedan repercutir en nuestra
vida diaria, a nivel individual y colectivo. Los griegos poseyeron también una
literatura de alta calidad, aunque no necesariamente superior a las literaturas
modernas, como se proclamó desde el Renacimiento con evidentes prejuicios hacia
otras realizaciones de corte menos clasicista. Tampoco todo lo que está escrito
en griego, por su sola condición, está exento de defectos de cualidad o
presenta motivos de indiscutible interés, como se ha sostenido hasta hace bien
poco. No conviene olvidar la condición en que se han «construido» determinadas
obras como las ya mencionadas colecciones teognidea e hipocrática, el corpus
aristotélico o los propios poemas homéricos, en los que la mano original de los
autores queda tan lejos que nos conformamos con remontarnos a la hora de
restituir el mejor texto posible a sus recopiladores helenísticos. Sin embargo,
la importancia y la influencia de algunas de las principales obras de la
literatura griega dentro del conjunto de la literatura universal son
indudables. Basta dar un vistazo al índice del libro de David Denby, Los grandes libros, donde se narra la
experiencia educativa de un crítico que, en un momento de crisis de identidad,
decide retornar a las aulas universitarias a una edad madura en busca de las
grandes obras que han forjado nuestra visión del mundo. Entre los 28 autores
seleccionados, nada menos que ocho pertenecen a la literatura griega antigua,
desde Homero hasta Platón pasando por Safo y los tres grandes trágicos. El
extraordinario atractivo de estas obras, recreadas y reelaboradas tantas veces
hasta las versiones más recientes de dos premios Nobel como los poetas Derek
Walcott y Seamus Heaney, habla por sí solo a través de la insistente
pervivencia de sus temas y personajes a lo largo de todos los tiempos. Hay
incluso quien ha sostenido muy recientemente que en la literatura griega se
encuentran algunos de los más destacados relatos fundacionales de la ficción
universal, trasladados luego al cine con curiosos, y a veces estrambóticos,
camuflajes. Son, en definitiva, voces poderosas que nos llegan del pasado, de
un tiempo remoto y distante, a veces incluso del todo ajeno a nuestras
inquietudes y preocupaciones, pero que con la fuerza impetuosa de sus mensajes
nos permiten reencontrar ocasionalmente la belleza sorprendente de las palabras
o la contundencia emocional que poseen algunos versos inmortales como los de
los poemas homéricos o pasajes en prosa de gran condensación expresiva como los
de Tucídides. Muchos de ellos forman ya parte constitutiva de nuestro
irrenunciable bagaje educativo y sentimental y han tenido importantes
repercusiones en nuestra manera de ver y apreciar las cosas o en la forma de
sentirnos un poco más cercanos a nuestra condición elemental, la de seres humanos
insertos en un universo ajeno y hostil dominado por fuerzas que escapan del
todo a nuestro control y con las que tratamos de establecer, desesperadamente a
veces, la mejor relación posible. Se trata, ciertamente, en muchas ocasiones de
una literatura difícil y esquiva, poblada como está de abundantes referencias
mitológicas, de giros intraducibies que condensan al máximo el contenido o de
extrañas asociaciones evocativas cuyo horizonte de expectativa desconocemos.
Algunos autores resultan incluso inasequibles hasta en una buena traducción,
como puede ser el caso de Píndaro, considerado difícil incluso por los más
profesionales del gremio. De ahí el papel decisivo que deben desempeñar las
buenas traducciones, destinadas a explicar y aclarar unos contenidos que se
encuentran a menudo en equilibrio inestable con todo su armazón expresivo, de
forma tal que puedan ser captados en toda su intensidad por el público, más que
a poner en nuestra lengua, a veces de manera un tanto rebuscada y problemática,
los textos originales.
Entramos así
de lleno en el terreno de la lengua, quizá la parte más complicada y
controvertida del legado de los griegos por las dificultades y problemas que
atraviesa su enseñanza y por el carácter necesariamente restrictivo de su
dominio, asequible tan sólo a una minoría especializada. Sin embargo, hemos de
ser capaces de trasmitir la sensación más generalizada de que se trata de una
lengua hermosa, dotada de un particular encanto y musicalidad, capaz por sí
misma, pero sin duda por los contenidos expresados en ella, de atraer la
atención de los más diversos personajes, como ya vimos en el correspondiente
capítulo, decididos a emprender a toda costa su dificultoso aprendizaje sin
importarles el coste ni la edad. El poeta inglés Robert Browning, cuando tenía
75 años, demostró emocionadamente su gratitud hacia su padre por haberle
enseñado griego. Ese mismo agradecimiento demuestra el francés Paul Pédech en
la dedicatoria de su monumental tesis de estado sobre el historiador griego
Polibio, un trabajo que seguramente no habría podido realizar sin esos
tempranos desvelos paternos. Ambos experimentaron seguramente el placer de
aprender, que ya en el Renacimiento quedó reflejado en el nombre que un
humanista que enseñaba griego en Mantua, Vittorino da Feltre, dio a su exitosa
academia: La casa Giocosa (la casa
alegre).
El
aprendizaje del griego constituye ciertamente una experiencia educativa
apasionante que, aun reconocidas todas sus dificultades, promete las
recompensas suficientes como para afrontarla aventura con el ánimo y la
confianza necesarias. Puede llegar a constituir incluso un desafío, a la manera
de una espléndida cima a la que muchos aspiran a ascender, y aunque no todos
arriban finalmente deja, sin embargo, una honda huella incluso entre aquellos
que quedan en el camino tras haberlo intentado con todas sus fuerzas. En los
momentos en que se redactan estas páginas la televisión catalana ha llevado
hasta la cima del Aconcagua una expedición compuesta inicialmente por seis
jóvenes que habían sido cuidadosamente seleccionados entre más de mil
aspirantes. Al final sólo tres de ellos han conseguido culminar la aventura que
les ha llevado dos largos meses de preparativos y sacrificios; sin embargo, la
experiencia ha sido valorada como irrepetible por todos los participantes,
incluidos aquellos que hubieron de abandonar por la salud o el desfallecimiento
antes del final de la escalada. Un símil muy ad hoc que podría recordarnos que
hoy en día todavía quedan jóvenes dispuestos a emprender grandes tentativas, a
pesar de que las promesas de un triunfo fácil que les acechan, bien sea
cantando canciones ajenas o dejándose llevar por la inercia de la cotidianeidad
más absurda encerrados en una casa y peleándose entre sí por la consecución
final del premio, parecen haber agazapado todas las iniciativas más loables.
Aprender griego quizá podría ser una de ellas.
Pero podemos
mencionar incluso razones de utilidad para la presencia activa de los griegos
entre nosotros en una sociedad que ha hecho de este término su palabra mágica
por excelencia. Grecia ha tenido a lo largo de toda la cultura occidental una
funcionalidad determinada, estando presente en todos los momentos decisivos y
debates de importancia que han acabado configurando nuestro mundo moderno. La
gama es muy amplia, y va desde la polémica renacentista en la que el
conocimiento del griego implicaba cuestiones tan esenciales como la permanencia
dentro de la doctrina establecida de la Iglesia o su alejamiento gradual en el
peligroso seno de la herejía, como le sucedió a Erasmo, hasta su papel
destacado en las revoluciones más decisivas de la historia reciente, como la
francesa y la americana, que han condicionado el curso posterior de la
historia, ya sin posible vuelta atrás, donde el mundo griego —junto con Roma—inspiró
modelos de comportamiento ejemplares, ciertos valores políticos y toda una
parafernalia de símbolos y emblemas que situaban el pasado como referencia
espiritual. Lo griego ha estado igualmente presente en el constante proceso de
construcción de identidades individuales y colectivas, proporcionando el
referente necesario en cada momento, bien contra la opresión política y
religiosa, como en el caso de los liberales ingleses que ensalzaban la
democracia o de los románticos y parnasianos franceses que hallaban en Grecia
el paradigma alternativo al cristianismo, bien contra la presión asfixiante de
las normas sociales que condicionaban ciertas conductas sexuales, como en el
caso de Oscar Wilde, o bien contra crisis nacionales de mayor envergadura como
la que dio lugar en Alemania al movimiento de la «Germanogrecia», como la ha
denominado Anthony Grafton, o de la propia Grecia moderna a la hora de
articularse como nación dentro de la comunidad internacional. Estuvo incluso
presente en un momento tan crucial como el descubrimiento de América, al actuar
el imaginario griego como mediador fundamental a la hora de traducir la
experiencia del nuevo mundo y su realidad extraordinaria e insólita a los
parámetros de descripción y a las categorías mentales imperantes en Occidente,
de forma que lo hicieron comprensible en sus primeras etapas. No hay que
olvidar tampoco el papel que Grecia ha desempeñado como refugio evasivo de un
presente intolerable en forma de utopía primitivista y natural, en forma de
Arcadia, de sociedad ideal o de simple nostalgia evocadora de mejores tiempos,
o el lugar privilegiado que algunos pretenden otorgar a la sabiduría antigua
dentro del más amplio debate acerca de la crisis y decadencia del humanismo en
un mundo cada vez más complejo, hostil y tecnificado.
El lugar de
los griegos en el mundo moderno parece así claro por lo que respecta a sus
incuestionables valores educativos, a su propio potencial cultural, a las
enseñanzas y reflexiones que se desprenden de su experiencia histórica, no
siempre necesariamente positivas, y hasta a su reconocida utilidad y
funcionalidad en un momento dado de crisis de identidad individual o colectiva.
Si somos capaces de superar las barreras que siglos y siglos de erudición han
construido entre los griegos y nosotros, a las que ya hacía referencia
Nietzsche, y que han sido acentuadas por la ciencia apabullante de la Altertumswissenschaft alemana, exportada
e imitada por todas partes en un empeño estéril de alejar al gran público de
los profesionales mediante el manejo de un argot y una ciencia poco asequibles
y en ocasiones deliberadamente oscura, elitista y esotérica, si consideramos
importante la labor de divulgación seria y hecha con rigor que promueven
personajes tan poco sospechosos de trivialidad como el tantas veces citado sir
Kenneth Dover, que apostataba de sus comentarios desdeñosos en este sentido,
hechos en la introducción a su comentario del libro VI de Tucídides y se
sorprendía de tales afirmaciones alegando en su defensa un enfado ocasional, si
concedemos a la docencia el valor que debería tener en justo equilibrio con el
trabajo de investigación y sin atender exclusivamente a las demandas de lo que
Hanson y Heath, en su libro antes mencionado, denominan excesos del afán de
promoción personal y profesional a expensas de una mayor dedicación a las
tareas requeridas en aquel terreno, si acercamos los griegos a quienes todavía
los desconocen en lugar de manifestar orgullosamente, como dicen que hacía sir
Thomas Gaisford, Regius Profesor de griego en Oxford en la primera mitad del
siglo XIX, el más olímpico de los desprecios por aquellos que ignoraban el ;
griego, si sabemos articular, en definitiva, en los términos debidos nuestra
compleja relación con el pasado y argumentar su necesaria presencia en un mundo
todavía repleto de interrogantes al que pueden aportar su contribución, a
través de ese diálogo creativo y necesario con los muertos, del que habla el
historiador británico Keith Hopkins, sin que haya que recurrir a los tópicos de
siempre que han quedado en buena medida obsoletos, entonces, es muy posible que
el futuro pueda alentar mejores expectativas.
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