domingo, 24 de diciembre de 2017

Gomez Espelosin Javier Los griegos Un legado universal Capitulo 9 A modo de epílogo: Los griegos y nosotros

Es evidente que los griegos, o más bien la imagen idealizada de la Grecia antigua que ha pervivido a lo largo de los siglos, con sucesivas transformaciones, matizaciones e incluso peligrosas trivializaciones, ha desempeñado, y quizá todavía desempeña por ahora, un papel considerable, y hasta en ocasiones fundamental, dentro de nuestra historia. Sin embargo su posición hegemónica pasa por malos momentos y puede afirmarse incluso que ha empezado ya, hace tiempo, a ser puesta en entredicho cuando no clara y abiertamente desafiada por nuevos paradigmas. Sirva como ejemplo su lugar en la educación, cada día que pasa más cuestionado, con la reducción sucesiva e implacable de las horas destinadas a su estudio dentro de los curricula escolares y arrastrada además dentro de la impetuosa corriente de crisis actual de las humanidades, que hasta ahora ha afectado sobre todo a los estudios clásicos, ya de por sí siempre un reducto minoritario al que sólo los más atrevidos decidían embarcarse con todas sus consecuencias. Ciertamente no puede decirse que corran buenos tiempos cuando se ha asistido a una situación de privilegio casi incuestionable en la que su predominio como paradigma cultural reconocido desde las instancias del poder se veía traducido en los programas educativos. Las expectativas de recuperación parecen más bien utópicas, sobre todo si quedamos a la espera de un nuevo renacimiento que despeje las pavorosas tinieblas de la edad oscura actual, sumida cada vez más en un vacío estremecedor a la hora de encontrar referentes culturales de cierta entidad que puedan garantizar la continuidad de la civilización, más allá de la insoportable trivialidad de los cantantes de moda, de la recua de «famosos», reconvertidos a veces en intelectuales de pro —«no querías café...»— dispuestos a esbozar las más flagrantes obviedades de todo tipo, del ruido y el fragor de los teléfonos móviles, los videojuegos y toda clase de maquinaria imaginable y de la estruendosa banalidad impuesta ad nauseam por la televisión.
No es nuestra intención abundar más en la herida o reiniciar aquí y ahora una más de las ya viejas querelles o disputas encarnizadas entre los valores respectivos de antiguos y modernos que han ido espaciándose, aunque con cierta frecuencia últimamente, a lo largo de la historia. La primera y quizá la más célebre de todas tuvo lugar durante el siglo XVII, cuando se lanzó un serio desafío a la supremacía cultural de la Antigüedad que había sido consagrada desde el Renacimiento. El primer asalto lo encabezaron individuos como Francis Bacon y Rene Descartes, que, impulsados por los nuevos inventos tecnológicos, como la imprenta y el telescopio, y por los recientes avances del conocimiento científico, concentraron sus fuerzas en desacreditar el predominio de Aristóteles en el panorama cultural europeo. En la segunda mitad del siglo se inició un nuevo asalto, esta vez desde una perspectiva más literaria, inaugurada por el francés Charles Perrault, autor de cuentos tan populares como Caperucita, La Cenicienta o El gato con botas, cuando en 1687 leyó en la Academia francesa un poema sobre la época de Luis XIV en el que atacaba el mal gusto de las epopeyas homéricas, pobladas de dioses inmorales, héroes sin un carácter bien definido y con comportamientos poco o nada edificantes, que revelaban que Homero era menos civilizado que los modernos, y en el que proporcionaba al tiempo una lista de autores franceses coetáneos que llegarían a ser tan célebres como los antiguos griegos y romanos. La disputa saltó hasta Inglaterra, donde autores como Dryden y Swift acaudillaron los respectivos bandos con no menos pasión y animosidad que en el continente, como puede apreciarse en la famosa Batalla de los libros del mencionado Swift, en la que describía con su habitual brillantez e ironía algunas de las flaquezas de los «modernistas», como su insoportable pedantería, si bien parecía descartar igualmente cualquier valor de las nuevas ciencias. Algunos de los argumentos manejados entonces han quedado hoy desfasados, como la contraposición entre cristianismo y paganismo o la acusación injustificada sobre el proverbial mal gusto de los autores antiguos, pero, en cambio, otros han tenido cierta continuidad, como el que aboga por el imparable paso del progreso, que deja completamente obsoletas las civilizaciones del pasado, para impugnar la importancia del mundo clásico en el momento presente, avalada además dicha postura por el inmenso poder de atracción que ejercen las denominadas «nuevas tecnologías» sobre los jóvenes, o la extendida sensación de pérdida del tiempo invertido en enseñanzas poco prácticas cuyos presupuestos políticos y morales han quedado ya superados de forma clara por los criterios mucho más pragmáticos de la sociedad moderna.
Son muchos, cada vez más, los que, alentados por este talante utilitarista imperante, abogan por esta clase de razones en la nueva versión actual de la disputa, descafeinada ahora por la endeble envergadura de al menos una parte de los contendientes. Faltan entre las filas de los defensores de la modernidad figuras de la talla de los antes mencionados, sustituidos ahora los Bacon, Descartes, Fontenelle y Perrault por lustrosos aspirantes a ejecutivo de multinacional, por tediosos paladines de los nuevos (¿) saberes psicopedagógicos o por simples y patéticos gurús de la inanidad. Sin embargo, tampoco faltan en las filas contrarias peligrosos defensores a ultranza de la continuidad o del retorno de una enseñanza más rígida concentrada en el exclusivo estudio de la gramática, al estilo de unos viejos tiempos contemplados ahora con nostalgia. Ambas tendencias se retroalimentan de esta forma en una inútil y estéril querella que se renueva de forma incesante a través de esporádicas apariciones en artículos de prensa, airadas cartas al director en diferentes tipos de publicaciones o las reiteradas lamentaciones oficiales al uso en las revistas y medios del gremio.
La presencia y continuidad del mundo griego en la sociedad y la educación actuales es un problema mucho más amplio que no depende sólo de variantes circunstanciales como el tiempo dedicado a su enseñanza en los programas escolares o la condición de optatividad más o menos real que ocupa dentro de ellos, aunque parezca en algunas ocasiones que éstas sean las únicas claves decisivas para su supervivencia. La cuestión principal radica más bien, como muchos ya han señalado con acierto, en establecer un nuevo planteamiento de nuestra relación con los griegos y su mundo, resituándolos previamente dentro de la correcta perspectiva histórica lejos de los idealismos deformadores y exclusivistas, que ponga de manifiesto la validez y la funcionalidad de su presencia entre nosotros, trasladando además estas reflexiones fuera de los reducidos, y en ocasiones claustrofóbicos, ámbitos académicos, donde unas materias cada vez más minoritarias y separadas de la sociedad corren el serio peligro de perecer del todo por asfixia (la industry de sus practicantes a la que aludía con genial ironía el reputado helenista Eric Dodds).
Para ello debemos aprender, en primer lugar, a relativizar un tanto nuestro dominio, bajándolo de los altares a los que lo habían encumbrado la idealización y el filohelenismo de tiempos pasados, pero cuidando al mismo tiempo de que este afán relativista no vaya tampoco demasiado lejos y termine conduciendo a los griegos a un saco sin fondo donde encuentre una injusta equiparación con «cualquier otra cultura indígena». Relativizar significa sobre todo situar a los griegos dentro de la perspectiva histórica adecuada, lo que traducido a la práctica diaria significa, por ejemplo, saber valorar la contribución decisiva de las culturas orientales en la configuración de la civilización griega arcaica, con incuestionables aportaciones al terreno del mito, de la literatura, del arte y de la religión. Dejar a un lado la «sacralización de Occidente» frente a un «Oriente» que todavía no existía en los términos en que se creó su imagen posterior, sobre la estela dejada por el Islam, que hacía del imperio persa el déspota oriental que ponía en peligro la preciada libertad de los griegos y con ellos el futuro de toda nuestra civilización occidental. Valgan como ejemplos la hipervalorización de la batalla de Maratón, que fue considerada por Stuart Mill más importante para la historia de Inglaterra que la de Hastings, que dio a los normandos el dominio del país, por las supuestas consecuencias que tuvo en la consolidación de la libertad en Occidente, o la conversión de la de Termopilas en un icono más del heroísmo en esta misma línea a través del cine (El león de Esparta) y de algunas obras de divulgación moderna (como la de Ernle Bradford que lleva por significativo subtítulo: The Battlefor the West). Este tipo de planteamientos, no ausentes del todo en obras académicas de pretensiones mas serias, representan en primer lugar una notoria ignorancia de la realidad histórica del imperio persa, que nada tenía que ver con el Irán moderno y su fundamentalismo islámico ni con la imagen estereotipada del déspota oriental que imponía sus dictámenes a sangre y fuego, ni con otra clase de prejuicios modernos sobre el Oriente bien estudiados por Edward Said. En segundo lugar manifiestan una visión anacrónica o las cosas, anclada todavía en los eslóganes de la propaganda ateniense de la época que magnificó los acontecimientos para legitimar su posterior posición hegemónica sobre el resto de los griegos.
Es igualmente necesario que reconozcamos la existencia en el horizonte cultural europeo de otras culturas, como las orientales, extendiendo esta vez el término a la India y el Lejano Oriente. Este interés comenzó en el siglo XVIII, en una época en la que la idealización de Grecia y su imposición creciente sobre Roma parecían dejar completamente despejado el campo para su entronización absoluta y definitiva en el panorama cultural del momento. El desciframiento del sánscrito en 1784 por el estudioso británico sir William Jones, que fundó además la Asiatic Society en Calcuta, favoreció un creciente interés por la India que se acentuó con la conquista y dominación británica y con la elaboración consiguiente de historias del país, como la que escribió el padre de Stuart Mill. La Historia de la India de Vicent Smith de comienzos del siglo XX y la obra literaria de Ruyard Kipling contribuyeron de manera decisiva a la vulgarización entre el público de la cultura india. A diferencia, sin embargo, de lo que sucedió con Grecia, las antigüedades indias permanecieron en su mayor parte en el país de origen, debido a la cuidadosa política nacional emprendida en este sentido, por lo que su incidencia en Occidente fue necesariamente menor. Resulta ciertamente ilustrativo el hecho de que el departamento correspondiente del Museo Británico sea una de las colecciones menos ricas.
De la misma forma, también hacia mediados del siglo XVIII se produjo un interés por la China que se vio reflejado en una auténtica invasión de productos de esta procedencia, como la porcelana o los muebles, y en imitaciones a la moda como las alcobas, los jardines y ciertas obras que tenían aquel lejano y exótico país como referencia, como la famosa Pagoda que todavía adorna los Kew Gardens de Londres, imitada después en la torre china de los Englischer Garten de Munich. El comercio existente con aquellos remotos territorios, promovido por la Compañía de las Indias Orientales inglesa, había proporcionado los materiales y las ideas para estimular un culto peculiarmente inglés. El mundo clásico empezaba así a ceder algo de su arrogante protagonismo y quedaba situado en una perspectiva más histórica que la que había venido ocupando hasta entonces como simple modelo atemporal, que consideraba mero primitivismo sin interés todo lo que había acaecido anteriormente. Ya el escritor francés Edgar Quinet, que contribuyó de manera decisiva a la tradición del liberalismo francés, lanzó en 1841 la idea de un renacimiento oriental, que sería luego estudiado más a fondo un siglo después por el también intelectual francés Raymond Schwab en un libro que llevaba precisamente ese título, donde exponía el creciente interés por las lenguas indias e irania que caracterizaron la penetración colonial francesa y británica en el subcontinente asiático. Del fondo de Asia empezaba a surgir, según Quinet, una antigüedad más profunda, más filosófica y más poética que todo el conjunto de Grecia y Roma. Tanto Quinet como Schwab preconizaban una superación del neoclasicismo que no llegó a producirse del todo, si bien el mundo clásico, y el griego en particular, adquiría de esta forma, al menos para algunos, una valoración más relativista dentro del panorama histórico humano que la mera admiración exenta de toda crítica de un modelo inmutable.
La historia posterior ha ido minando todavía más esta aparente supremacía con el descubrimiento creciente de otras antiguas civilizaciones como las del nuevo continente americano, en particular la inca, la maya o la azteca, con toda la oleada de expectación e interés que generaron excepcionales descubrimientos como el impresionante complejo de Machu Picchu en el Perú, las sorprendentes pirámides de Tikal en plena selva de Guatemala o las estructuras palaciales y religiosas aztecas excavadas en pleno subsuelo de la capital mexicana. El conocimiento de la China antigua ha ido también ganando enteros con la mayor difusión de su milenaria historia entre el gran público, resaltada también por maravillas tan espectaculares como la gran muralla o los millares de guerreros de terracota que guardaban la tumba del primer emperador de la dinastía Qin. El espiritualismo oriental, en sus diversas manifestaciones serias como el budismo o mucho más livianas como ciertos misticismos, puestos de moda por los Beatles y divulgados luego en una producción literaria de carácter esotérico, ha ganado considerable terreno en Occidente, tanto en el número de estudiosos como en el de adeptos, con actores de moda como Richard Gere en sus filas. Grecia ya no está sola en el horizonte cultural de las grandes referencias y se ha visto obligada a compartir espacio con estos nuevos inquilinos cuando no a ceder claramente terreno ante el imparable empuje de los no menos dignos recién llegados. En el terreno de la divulgación y de la afición popular, hoy por hoy ha perdido, en efecto, la «batalla» con culturas como Egipto, que ha generado una verdadera egiptomanía, sustentada en la continua aparición de libros de todas clases, documentales, colecciones de fascículos, incluida toda una verdadera industria del esoterismo relacionado con los «misterios insondables» de las momias o las pirámides. Esta oleada se refleja en la publicación en edición de bolsillo de una obra tan inusual como el Libro de los muertos o en el avasallador triunfo editorial de las novelas de Christian Jacq, que ocupan lugar preferente en los escaparates de unas librerías que se encuentran mucho mejor surtidas en la actualidad sobre temas de Egipto en sus mil y una variedades que sobre la antigua Grecia.
Conviene también que tratemos de evitar paralelismos y equiparaciones que no resultan justificables desde una perspectiva histórica medianamente seria. Benjamin Constant separaba ya radicalmente en el siglo XVIII la experiencia política de los antiguos de la de los modernos. Un camino en el que fue secundado por el gran teórico de la democracia americana Alexis de Tocqueville, quien relata la significativa anécdota de haberse visto obligado a devolver los libros de Aristóteles al amigo que se los había prestado por considerarlo demasiado antiguo para su gusto. En su opinión no había posibilidad alguna de comparación entre las antiguas repúblicas de Grecia y Roma y la nueva democracia americana. La incultura generalizada de la población de aquellos tiempos contrastaba con la ilustración del pueblo americano, que contaba con un número considerable de prensa escrita a su disposición. Estos gobiernos ignoraron además un principio tan elemental para el desarrollo de la política moderna como era para Tocqueville la división de poderes. Algunos destacados historiadores confirmaron esta actitud tendente a resaltar las diferencias. Fustel de Coulanges advertía sobre los peligros de confundir el concepto y la práctica de la libertad entre los antiguos con las de los modernos, alegando que en Grecia no existía la libertad individual sino la de la ciudad. Se producía así un agudo contraste entre la libertad de los antiguos, entendida como la participación activa y constante en el poder político, frente a la de los modernos, que consistía más en el disfrute de una esfera de actuación privada, ajena, al menos en principio, a las interferencias del estado.
También empezó lentamente a deslustrarse la aureola y el brillo de las grandes realizaciones de la cultura clásica. Burckhardt había eliminado de un plumazo la imagen idealizada de la Atenas clásica como lugar idílico poblado por filósofos, artistas y poetas declarando sin remilgos que ningún hombre prudente y pacífico habría deseado vivir en aquel momento en el que la guerra y la esclavitud marcaban las pautas de un panorama mucho más sombrío que el que se había imaginado durante mucho tiempo. Sin embargo la advertencia de Burckhardt cayó en saco roto, y fue necesario proceder a un recordatorio en este sentido por parte de Peter Green en un libro cuyo título, The Shadow of the Parthetion (La sombra del Partenón), proclama ya la postura crítica adoptada al respecto. Green pone de relieve aquellos aspectos de la cultura ateniense que habían quedado en el olvido en el proceso de idealización de la época clásica y subraya además la ausencia casi total de crítica hacia dicho modelo entre los especialistas con muy contadas excepciones, corroboradas por la resonancia particular que han tenido algunos ataques procedentes del exterior como el de Karl Popper contra la ideología platónica o el más reciente de Martin Bernal, ya comentado. La pervivencia tenaz de los tópicos sobre la Grecia clásica, centrados desde Winckelmann en los ideales de libertad, belleza, naturalidad, perfección y armonía y sacralizados luego por una larga tradición académica mayoritariamente conservadora, ha traspasado el umbral de los círculos académicos para contagiar este desmedido entusiasmo a otros ámbitos menos especializados pero con mucha mayor capacidad de convocatoria y poder de difusión, como los periodistas y escritores de prestigio, que han asumido como propios estos esquemas y los han aplicado con absoluta naturalidad a su visión general de las cosas. Grecia sigue siendo un icono sagrado de la libertad, la democracia y la sabiduría, como puede apreciarse en varios de los libros del laureado periodista americano Robert Kaplan, especialmente en el último aparecido en nuestra lengua que lleva como significativo título El retorno de la Antigüedad, a pesar de que trata de cuestiones fundamentales y candentes de la política internacional contemporánea. Kaplan considera que pueden aprovecharse las lecciones ofrecidas por los historiadores antiguos como guía a la hora de afrontar los nuevos retos del tiempo en que vivimos y los difíciles interrogantes que plantea el incierto futuro por venir, olvidando quizá las importantes diferencias que separan el mundo de los griegos de la mucho más compleja situación actual y las barreras levantadas entre su visión del mundo y la nuestra por el cristianismo y las revoluciones francesa, industrial y soviética. Se trata, efectivamente, de creencias tan profundamente arraigadas en la conciencia moderna que afloran a la más mínima oportunidad en forma de clichés, como sucede, por ejemplo, en un pasaje del libro Entre rusos de Colin Thubron, uno de los escritores de viaje actuales más celebrados, quien tras contactar con un griego residente en la antigua Unión Soviética prorrumpe de forma espontánea «¡los griegos fundadores de la libertad!», sin reparar para nada en la profunda disparidad existente entre ambos conceptos, el de los griegos y el nuestro.
Entra también dentro de este terreno la más que discutible aplicabilidad de la denominada «sabiduría antigua» —entendida casi siempre como una simple variante de la sabiduría griega— como remedio inapelable para los numerosos males que aquejan el mundo y la sociedad actuales, con propuestas en este sentido tan variadas como la de Víctor Hanson y John Heath, expuesta en su polémica libro Who killed Homer?, donde apuestan por un más que problemático retorno a los antiguos griegos, a su manera de pensar y comportarse, partiendo del supuesto más que discutible de que compartimos con ellos los fundamentos de nuestra civilización, como son el gobierno constitucional, la libertad de palabra, los derechos individuales, el control civil sobre el ejército, la separación entre autoridad política y religiosa, el igualitarismo de la clase media, la propiedad privada y la libertad de investigación científica. En este caso, sin embargo, la sabiduría griega queda específicamente limitada a la Atenas clásica, sobre cuya imagen ideal se concentra además todo el arsenal argumentativo de estos autores, olvidando que la realidad de Atenas, bastante diferente de sus planteamientos, no era ni mucho representativa del conjunto de Grecia, como ya vimos en su momento, y se equiparan peligrosamente los principios de la ideología tradicional americana con los de una democracia ateniense muy lejana en tiempo y en las concepciones políticas.
Ese mismo camino, el de proponer el retorno a la sabiduría griega, es el que ha emprendido el filósofo italiano Giovanni Reale en un reciente libro, donde aboga por escuchar de nuevo «el mensaje, realmente constructivo de la sabiduría antigua como verdadero tratamiento de los males del hombre de hoy». Su propuesta se traduce en una reivindicación de la metafísica y sus virtudes como contraposición a los excesos del cientificismo moderno, de la práctica de la filosofía como «arte de vivir» que adopta la problemática figura de Sócrates como modelo y de la contemplación como fin supremo del ser humano amparándose en las ideas platónicas y su descendencia posterior en el neoplatonismo recuperando aspectos tan cruciales como la dimensión ontológica de la belleza y la liberación del amor de sus encantos exclusivamente físicos. Nuevamente Reale ha incurrido en una excesiva simplificación de las cosas, dejando en un olvido conveniente y oportuno aspectos claramente negativos de estos elementos de la sabiduría antigua, cuidadosamente desgajados de su entorno, que han originado sendos desmanes en el curso de la historia de Occidente, tales como la traumática separación de la realidad corporal y social, como han sido bien señalados por Pau Gilabert en una mesurada crítica a un dictamen tan reductivo.
Ciertamente no podemos imaginar la existencia de una entidad como la «sabiduría griega», entendida como un todo homogéneo y coherente, a la vista de la enorme diversidad que caracterizaba todas las manifestaciones de la cultura griega. Cabría más bien hablar en todo caso de «sabidurías griegas» para referirse a las diferentes y a menudo contradictorias formas de pensamiento que fueron articulándose en el curso de la historia griega por personajes Y escuelas bien distintos, de cuyos alegatos e hipótesis somos indiscutiblemente herederos más o menos conscientes. Siempre es posible y legítimo llevar a cabo una determinada lección y concentrar en ella toda la fuerza y el poder de convicción que desplegaron en su momento sus valedores, pero en modo alguno parece legítimo otorgarle el título exclusivo de una categoría más amplia y excluyeme a lo que era tan sólo una propuesta más dentro de una pugna ideológica e intelectual más abierta cuyos contendientes siempre tuvieron presente la existencia de sus adversarios, con la idea de refutarlos más que de eliminarlos de un plumazo como las opciones modernas basadas en dichas doctrinas han podido estar tentadas de llevar a efecto. La sabiduría griega no puede quedar reducida a un sistema de pensamiento único e incuestionable que no presenta fisuras en su indeleble fachada, ya que en la realidad la actividad intelectual estuvo siempre acompañada de la discrepancia y la diversidad. El propio Platón, modelo favorito de Reale, confrontaba en sus diálogos a la figura de Sócrates con los sofistas como Protágoras, que sostenían posiciones contrarias sobre las cuestiones fundamentales sometidas a debate. Al lado de las propuestas más dogmáticas y autoritarias de Platón aparecen los planteamientos mucho más abiertos y, a su manera, revolucionarios de los cínicos y estoicos. Este intento de reduccionismo del pensamiento griego a un único modelo, que puede resultar además exportable como medicina a nuestra sociedad moderna, continúa amparándose a fin de cuentas en la imagen ideal y falsa de la Grecia antigua, constituida como pauta inapelable de pensamiento y conducta, que ha quedado ya claramente puesta en entredicho a través del análisis más serio y exento de prejuicios llevado a cabo en toda regla por al menos una parte de los estudiosos modernos.
Esta imagen ideal y estereotipada de los griegos ha traspasado incluso al mundo de la publicidad, donde se convierten en el reclamo adecuado cuando se trata de resaltar la belleza y la perfección de un objeto o del propio cuerpo human —recuérdese la proverbial expresión «belleza griega» o «cuerpo griego» para calificar la hermosura escultural una persona—, de destacar el prestigio cultural de una institución o de un producto o de hacer hincapié en el refinamiento que supone la utilización de un determinado perfume u ornamento decorativo. El mundo clásico en general, pero muy en particular la civilización griega, siguen siendo concebidos dentro del ámbito publicitario como un pasado atemporal, eterno y misterioso, situado fuera por completo de los patrones históricos habituales que afectan al resto de las épocas. Lo griego aparece rodeado de una aureola de prestigio indiscutible por la perfección, belleza y exquisitez de sus manifestaciones culturales, tal y como se ha puesto de relieve en un reciente estudio sobre el tema. En este sentido la publicidad se limita tan sólo a recoger y asumir, con la misma naturalidad a la que aludíamos antes, los viejos y constantes estereotipos manejados en la imaginación colectiva europea y occidental, refrendados casi sin excepciones por la erudición académica y universitaria.
Un discurso reiterativo que ha sido también incorporado a la nueva industria del turismo cultural que tiene en Grecia uno de sus más destacados destinos. Tanto las guías de viaje más usuales como los propios guías turísticos que asumen circunstancialmente la ilustración momentánea de los modernos visitantes de la Acrópolis de Atenas resaltan aspectos como la grandiosidad de la construcción, su armoniosa estructura, la perfección de sus líneas o la belleza incomparable de sus esculturas, condimentando estas afirmaciones con anécdotas jugosas extraídas de la historia oficial o de la mitología. Olvidan, sin embargo, de forma intencionada o por pura ignorancia, otros aspectos esenciales que complementan y explican aquella visión ideal de las cosas, como el coste material y humano que representó la edificación de los templos de la colina consagrada a Atenea o la extrema dureza y crueldad con que fueron tratados los aliados de Atenas, que parecían más auténticos súbditos, sobre todo a la hora de subvencionar involuntariamente los ambiciosos proyectos de Pericles o de mostrar sus reticencias sobre la conveniencia de continuar dentro del imperio, como revelan algunos casos tan ejemplares como los de la isla de Melos y de la ciudad de Mitilene, que sufrieron la más severa de las represiones según delata en su relato de los hechos el ateniense Tucídides. Tampoco se destacan aquellos aspectos menos edificantes de la inmaculada figura de Pericles, cuyos brillantes discursos, aparentemente reproducidos por el mismo Tucídides, no disimulan su belicismo y sus ambiciones hegemónicas y anexionistas sobre el resto del mundo griego. Ésa es seguramente otra historia.
Los griegos no eran como nosotros en casi ningún aspecto a pesar de los intentos de acercamiento que se han venido realizando de manera incesante desde tiempos ya inmemoriales o de su descarada promoción como modelo a imitar. Las diferencias saltan a la vista por todas partes. Desde una terminología conceptual que no se ajusta para nada a nuestras categorías mentales y que no siempre resulta fácil traducir o descifrar dentro de nuestro propio sistema (ejemplos como aitía, «causa», húbris, «desmesura», aidós, «respeto, vergüenza», pueden resultar indicativos de una larga lista) hasta una concepción bien diversa de las relaciones entre los sexos, de la organización familiar, de la actividad religiosa y de otras tantas actividades. La pretendida sensación de familiaridad con lo griego ha creado figuras inexistentes, como bien ha señalado recientemente Diego Lanza. Ni el filósofo, representado en los denominados presocráticos, ni el poeta lírico, en las personas de Arquiloco o Teognis, ni el historiador, en las de Heródoto o Tucídides, encuentran adecuada correspondencia con esas mismas categorías modernas, más o menos bien definidas y delimitadas. Formulaciones más adecuadas como la de «maestros de verdad» acuñada por Marcel Detienne o afirmaciones todavía mas desafiantes como la lanzada por Nicole Loraux al señalar que «Tucídides no es un colega» apenas han traspasado e ámbito de los especialistas. De hecho, las obras de Hesíodo, y Píndaro, los fragmentos de Arquíloco, Safo o Solón o colecciones mucho más problemáticas desde el punto de vista de la autoría original como las elegías atribuidas a Teognis o los tratatos hipocráticos se siguen leyendo como si se tratara de autores modernos, juzgados con similares parámetros interpretativos que establecen itinerarios de ida y vuelta entre la vida y la obra de los autores, cuando sabemos que en el caso de los autores antiguos las dudas e ignorancias que rodean este tipo de cuestiones imposibilitan un tratamiento semejante al que se otorga a autores como Goethe, Shelley, Poe o García Márquez, cuyas vivencias pueden haber quedado reflejadas en sus libros de manera mucho más inmediata y directa de lo que sucedió en el caso de los autores griegos.
Por no compartir esquemas, ni siquiera su concepción del pasado, y en cierta medida su utilización práctica de él, se parecen mucho a las nuestras, a pesar de las apariencias que sitúan a Heródoto como padre de la historia y artífice genial del nuevo género. No cabe recordar aquí de nuevo las importantes diferencias que separan a los historiadores griegos de los modernos profesionales de una disciplina que nunca alcanzó tal estatus en la Grecia antigua. Baste recordar algunos de los procedimientos empleados para la construcción de su memoria social, tal y como fueron señalados en su momento por algunas de las perspicaces observaciones de Finley, como el horror uacui («horror al vacío»), que les impulsaba a la pura recreación de los hechos que ignoraban, o la inestable y confusa relación entre los ámbitos del mito y la historia a lo largo de toda la historiografía antigua, patente desde el relato de Heródoto hasta historiadores más tardíos como Diodoro de Sicilia, que dedica toda la primera parte de su historia universal a la narración de acontecimientos considerados por nosotros claramente dentro del terreno del mito.
Sin embargo, poner las cosas en su sitio no equivale ni mucho menos a echar por la borda el viejo modelo, o como afirma el dicho inglés «tirar el niño junto con el agua sucia de la bañera». No se trata tampoco de sustituir el modelo cultural hegemónico o de corregirlo, traspasando los méritos que parecían hasta ahora patrimonio exclusivo de los griegos a los egipcios y orientales, como pretende Bernal y quienes más ligeramente han seguido sus dictámenes con mucho menor talento, o de reducir a los griegos a un eslabón más dentro del largo desfile de pueblos que han discurrido por la pasarela de la historia con el mismo derecho a figurar en sus anaqueles privilegiados que bosquimanos, esquimales o aborígenes australianos, sin que ello implique para nada negar a estas culturas su lugar de honor correspondiente en el desarrollo de la cultura humana en general. Los griegos, nos guste o no, han ejercido un claro predominio en el desarrollo de lo que denominamos civilización occidental, y su cultura, interpretada de forma más o menos correcta, ha condicionado nuestro imaginario desde el Renacimiento. Nadie podría negar que sus contribuciones, bien se consideren plenamente originales o derivadas de la adaptación y asimilación de postulados y concepciones anteriores, han resultado decisivas en el curso de la historia. Reconocer su especial posición dentro de un contexto histórico mucho más amplio y complejo de lo que las concepciones románticas del «milagro griego» habían imaginado, como el surgimiento de la nada en medio de un olímpico aislamiento, y tomar conciencia de las diferencias, en ocasiones profundas y casi siempre significativas, que nos separan de ellos no tiene por qué implicar que ignoremos descaradamente la deuda impagable que tenemos todavía hacia ellos o, al menos, hacia unos cuantos de sus más ilustres pensadores, poetas y artistas.
No es éste el momento para proceder de nuevo al recuento exhaustivo del legado griego, elaborado en su día por sir Richard Livingstone y renovado después con mejor criterio histórico y menores dosis de idealismo por Finley, o todavía más recientemente de una manera algo más informal pero no menos certera y contundente por Oliver Taplin. La deuda para con los griegos resulta evidente en casi todos los terrenos, desde algunos elementos extraídos de la teoría política y las concepciones arquitectónicas hasta creaciones propiamente suyas como la filosofía y casi todos los géneros y formas literarios. Vamos a limitarnos aquí a destacar de entre todos ellos únicamente dos aspectos, uno, el del lenguaje, en el que una familiaridad casi atávica con algunos de sus términos y su inclusión inconsciente dentro del uso cotidiano pueden haber camuflado injustamente su contribución en este campo; otro, el de la ciencia, donde se ha producido probablemente el mayor y más evidente distanciamiento entre los griegos y nosotros, convertido cada vez más gracias al dominio absoluto de la tecnología en un abismo insondable que resulta prácticamente imposible de salvar.
Resulta impensable imaginar la ciclópea tarea, contraria además al principio fundamental de la economía del lenguaje, que habría supuesto la creación de nuevas designaciones para toda la serie de disciplinas, objetos, productos e ideas (ella ya por sí sola es una palabra griega) que han ido haciendo acto de aparición en el curso del tiempo sin la imponderable ayuda de la lengua griega, que en muchos casos nos ha proporcionado ya facturados buena parte de estos términos y en otros de nuevo cuño ha contribuido a construirlos mediante la extraordinaria riqueza y flexibilidad de sus raíces y sufijos. Por mencionar tan sólo unos cuantos y significativos términos habituales de la vida moderna, son griegos la política, la táctica, la estrategia, la ética, la aristocracia, la democracia, la anarquía, la historia, las matemáticas, los símbolos, el clima, la dieta, la nostalgia, los aromas, la histeria, los trópicos, la ironía, la escuela, los poetas, el drama, la tragedia y la comedia, el cine, la música, la melodía, los acróbatas, la orquesta, la crítica, la fotografía, la física, la hidráulica o el átomo. Gracias al griego designamos enfermedades o dolencias como la esquizofrenia, la hepatitis, la hemorragia, la cefalea, la cardiopatía, la artrosis o el glaucoma, por no extender la lista. Los griegos denominaron también el mundo para nosotros evitándonos la tarea de inventar o acuñar designaciones adecuadas, por lo que seguimos hablando de Europa, de Asia, de Libia, de Anatolia, de Egipto, de Mesopotamia, o de fenicios, celtas, tracios, escitas o iberos. Casi toda la terminología lingüística es también griega, como gramática, léxico, fonética, morfología, sintaxis, semántica, frase y hasta la propia palabra —aunque a través del latín—, Y para colmo defendemos la calidad de la lengua con términos sacados del griego como barbarismo (el que habla mal una lengua, tal y como era su sentido originario) y solecismo (el que hace una construcción falsa, de la forma de hablar de la ciudad semigriega de Solos en Asia Menor).
En el terreno de la ciencia, es manifiesta la distancia y el progreso que nos separan de los griegos con teorías físicas, como la de la relatividad, que aquéllos jamás habrían llegado a imaginar, o el desarrollo imparable de la investigación y los conocimientos en las ciencias biológicas (el genoma, la clonación...) y unos avances tecnológicos aplicados a la mejora constante de la calidad de vida que habrían resultado sorprendentes y osados a quienes nunca preocupó seriamente esta faceta práctica y en consonancia sólo desarrollaron ingenios técnicos por mero divertimento o con finalidad militar. La separación definitiva se inició en el siglo XVII con el desarrollo de las ciencias exactas y en particular de las matemáticas tras la revolución cartesiana. Sin embargo, esta circunstancia no dejó en el más completo de los olvidos a los modelos griegos, ya que se reconocía y admiraba su vigorosa expresión en este campo y su falta de prejuicios irracionales. Se destacaba la forma de razonamiento más aguda de los griegos y su adaptación a las ciencias aplicadas frente a los mucho más densos procesos mentales de los romanos o de los estudiosos medievales. La admiración y el reconocimiento no han faltado tampoco posteriormente, incluso en el siglo XX, cuando matemáticos como Whitehead, coautor con Bertrand Russell de los Principia mathematica, afirmaban un poco exageradamente que la historia de la filosofía no pasaba de ser un comentario a pie de página de Platón, o cuando un ilustre físico como Erwin Schródinger, autor entre otras cosas de la temida y célebre ecuación de ondas además de premio Nobel de Física, elogió la ciencia y la filosofía griegas en su libro titulado La Naturaleza y los griegos. Otro premio Nobel de Física más reciente, de 1988, León Lederman, director del Fermilab (el centro de investigación de física de alta energía), reconocía con admiración el impulso que los griegos dieron en el terreno de la ciencia al haberse planteado la primera cuestión científica acerca del funcionamiento del mundo y haber habilitado un concepto como el de kósmos (orden) para iniciar a su manera el camino de las explicaciones posteriores.
Aunque muchos de sus conocimientos y especulaciones provenían de las culturas del Próximo Oriente, la forma en que surgió la filosofía en Grecia no tiene paralelo en otro lugar. Los causantes de esta revolución decisiva en la historia del pensamiento fueron quizá factores como el talento particular de algunos individuos o la peculiar estructura social en medio de la que vivían, sin monarcas absolutos equiparados a la divinidad ni poderosas castas sacerdotales que ejercían el monopolio del saber. En el campo de las matemáticas los griegos desarrollaron una forma de demostración deductiva totalmente nueva y Parménides captó un principio que domina hasta la actualidad nuestra visión del mundo físico, el principio de conservación que a través de la dualidad en masa y energía establece que nada puede crearse de la nada y nada puede destruirse simplemente. El respeto hacia estos pensadores atrevidos y originales sigue siendo la constante entre los grandes científicos de la actualidad, y a pesarde su ingenuidad y de sus dislates no está de más recordar su contribución, por mínima que ésta pueda parecer hoy día, también dentro de este campo. Sin embargo no conviene olvidar tampoco el proceso de selección de afinidades que ha mediatizado nuestra percepción de la ciencia griega, mediante el cual se ha tendido siempre a resaltar los aspectos racionalistas y empíricos, que reflejan una cierta continuidad con la práctica moderna, y a dejar en el olvido aquellos otros menos afines a nuestras concepciones, como la incidencia inevitable de determinadas creencias populares y religiosas en un discurso esencialmente heterogéneo que se desarrolló, como todo el pensamiento griego, a través de un vigoroso debate entre puntos de vista opuestos. Valga como ejemplo la concentración casi exclusiva sobre los aspectos metodológicos y empíricos del corpus hipocrático en detrimento de aquellos otros de carácter irracional, folclórico o mágico, que a pesar de ser mucho más abundantes chocan con nuestra sensibilidad «científica» actual.
Reconocida nuestra deuda con los griegos, no cabe olvidar tampoco algunas otras consideraciones que hacen de su presencia entre nosotros más una necesidad que un lujo, o al menos un lujo que debemos y nos podemos permitir. La historia de Grecia nos ofrece toda una experiencia histórica singular, que ya fue aprovechada a su manera a través de las inigualables biografías de los personajes más sobresalientes de Plutarco en tiempos tan decisivos de la historia como la Revolución Francesa o la americana pero que puede actualizarse perfectamente a nuestra sensibilidad actual, menos propensa a la imitación servil de los grandes ejemplos del pasado como paradigmas morales. La creación de un sistema comunitario como la polis, con todos sus misterios e interrogantes, los esfuerzos desplegados para su conservación mediante todo tipo de reformas e instituciones, el firme deseo de integrar dentro de estas instituciones el espíritu fuertemente competitivo (el famoso agon, cuya mejor definición debemos a Burckhardt), la experiencia diaria de una democracia radical o moderada con todas sus ventajas e inconvenientes, capaz todavía de suscitar el elogio o la inquina visceral de los modernos, el enfrentamiento defensivo con un gran imperio como el persa, desprovisto eso sí de sus connotaciones heroicas y de sus elementos propagandísticos más evidentes, la propia expansión de la cultura griega por diferentes territorios, tanto en el período arcaico como en el helenístico, con sus diferentes modalidades de incidencia en las civilizaciones indígenas, la emergencia de un sentimiento panhelénico, auspiciado a veces por intereses imperialistas pero que acabó calando en amplios sectores de la población griega, y los sucesivos intentos ideológicos y literarios por definirlo, desde la Odisea homérica hasta Pausanias, constituyen elementos de reflexión y análisis más que suficientes como para justificar el hecho de que prestemos atención a la historia griega antigua con afanes educativos que puedan repercutir en nuestra vida diaria, a nivel individual y colectivo. Los griegos poseyeron también una literatura de alta calidad, aunque no necesariamente superior a las literaturas modernas, como se proclamó desde el Renacimiento con evidentes prejuicios hacia otras realizaciones de corte menos clasicista. Tampoco todo lo que está escrito en griego, por su sola condición, está exento de defectos de cualidad o presenta motivos de indiscutible interés, como se ha sostenido hasta hace bien poco. No conviene olvidar la condición en que se han «construido» determinadas obras como las ya mencionadas colecciones teognidea e hipocrática, el corpus aristotélico o los propios poemas homéricos, en los que la mano original de los autores queda tan lejos que nos conformamos con remontarnos a la hora de restituir el mejor texto posible a sus recopiladores helenísticos. Sin embargo, la importancia y la influencia de algunas de las principales obras de la literatura griega dentro del conjunto de la literatura universal son indudables. Basta dar un vistazo al índice del libro de David Denby, Los grandes libros, donde se narra la experiencia educativa de un crítico que, en un momento de crisis de identidad, decide retornar a las aulas universitarias a una edad madura en busca de las grandes obras que han forjado nuestra visión del mundo. Entre los 28 autores seleccionados, nada menos que ocho pertenecen a la literatura griega antigua, desde Homero hasta Platón pasando por Safo y los tres grandes trágicos. El extraordinario atractivo de estas obras, recreadas y reelaboradas tantas veces hasta las versiones más recientes de dos premios Nobel como los poetas Derek Walcott y Seamus Heaney, habla por sí solo a través de la insistente pervivencia de sus temas y personajes a lo largo de todos los tiempos. Hay incluso quien ha sostenido muy recientemente que en la literatura griega se encuentran algunos de los más destacados relatos fundacionales de la ficción universal, trasladados luego al cine con curiosos, y a veces estrambóticos, camuflajes. Son, en definitiva, voces poderosas que nos llegan del pasado, de un tiempo remoto y distante, a veces incluso del todo ajeno a nuestras inquietudes y preocupaciones, pero que con la fuerza impetuosa de sus mensajes nos permiten reencontrar ocasionalmente la belleza sorprendente de las palabras o la contundencia emocional que poseen algunos versos inmortales como los de los poemas homéricos o pasajes en prosa de gran condensación expresiva como los de Tucídides. Muchos de ellos forman ya parte constitutiva de nuestro irrenunciable bagaje educativo y sentimental y han tenido importantes repercusiones en nuestra manera de ver y apreciar las cosas o en la forma de sentirnos un poco más cercanos a nuestra condición elemental, la de seres humanos insertos en un universo ajeno y hostil dominado por fuerzas que escapan del todo a nuestro control y con las que tratamos de establecer, desesperadamente a veces, la mejor relación posible. Se trata, ciertamente, en muchas ocasiones de una literatura difícil y esquiva, poblada como está de abundantes referencias mitológicas, de giros intraducibies que condensan al máximo el contenido o de extrañas asociaciones evocativas cuyo horizonte de expectativa desconocemos. Algunos autores resultan incluso inasequibles hasta en una buena traducción, como puede ser el caso de Píndaro, considerado difícil incluso por los más profesionales del gremio. De ahí el papel decisivo que deben desempeñar las buenas traducciones, destinadas a explicar y aclarar unos contenidos que se encuentran a menudo en equilibrio inestable con todo su armazón expresivo, de forma tal que puedan ser captados en toda su intensidad por el público, más que a poner en nuestra lengua, a veces de manera un tanto rebuscada y problemática, los textos originales.
Entramos así de lleno en el terreno de la lengua, quizá la parte más complicada y controvertida del legado de los griegos por las dificultades y problemas que atraviesa su enseñanza y por el carácter necesariamente restrictivo de su dominio, asequible tan sólo a una minoría especializada. Sin embargo, hemos de ser capaces de trasmitir la sensación más generalizada de que se trata de una lengua hermosa, dotada de un particular encanto y musicalidad, capaz por sí misma, pero sin duda por los contenidos expresados en ella, de atraer la atención de los más diversos personajes, como ya vimos en el correspondiente capítulo, decididos a emprender a toda costa su dificultoso aprendizaje sin importarles el coste ni la edad. El poeta inglés Robert Browning, cuando tenía 75 años, demostró emocionadamente su gratitud hacia su padre por haberle enseñado griego. Ese mismo agradecimiento demuestra el francés Paul Pédech en la dedicatoria de su monumental tesis de estado sobre el historiador griego Polibio, un trabajo que seguramente no habría podido realizar sin esos tempranos desvelos paternos. Ambos experimentaron seguramente el placer de aprender, que ya en el Renacimiento quedó reflejado en el nombre que un humanista que enseñaba griego en Mantua, Vittorino da Feltre, dio a su exitosa academia: La casa Giocosa (la casa alegre).
El aprendizaje del griego constituye ciertamente una experiencia educativa apasionante que, aun reconocidas todas sus dificultades, promete las recompensas suficientes como para afrontarla aventura con el ánimo y la confianza necesarias. Puede llegar a constituir incluso un desafío, a la manera de una espléndida cima a la que muchos aspiran a ascender, y aunque no todos arriban finalmente deja, sin embargo, una honda huella incluso entre aquellos que quedan en el camino tras haberlo intentado con todas sus fuerzas. En los momentos en que se redactan estas páginas la televisión catalana ha llevado hasta la cima del Aconcagua una expedición compuesta inicialmente por seis jóvenes que habían sido cuidadosamente seleccionados entre más de mil aspirantes. Al final sólo tres de ellos han conseguido culminar la aventura que les ha llevado dos largos meses de preparativos y sacrificios; sin embargo, la experiencia ha sido valorada como irrepetible por todos los participantes, incluidos aquellos que hubieron de abandonar por la salud o el desfallecimiento antes del final de la escalada. Un símil muy ad hoc que podría recordarnos que hoy en día todavía quedan jóvenes dispuestos a emprender grandes tentativas, a pesar de que las promesas de un triunfo fácil que les acechan, bien sea cantando canciones ajenas o dejándose llevar por la inercia de la cotidianeidad más absurda encerrados en una casa y peleándose entre sí por la consecución final del premio, parecen haber agazapado todas las iniciativas más loables. Aprender griego quizá podría ser una de ellas.
Pero podemos mencionar incluso razones de utilidad para la presencia activa de los griegos entre nosotros en una sociedad que ha hecho de este término su palabra mágica por excelencia. Grecia ha tenido a lo largo de toda la cultura occidental una funcionalidad determinada, estando presente en todos los momentos decisivos y debates de importancia que han acabado configurando nuestro mundo moderno. La gama es muy amplia, y va desde la polémica renacentista en la que el conocimiento del griego implicaba cuestiones tan esenciales como la permanencia dentro de la doctrina establecida de la Iglesia o su alejamiento gradual en el peligroso seno de la herejía, como le sucedió a Erasmo, hasta su papel destacado en las revoluciones más decisivas de la historia reciente, como la francesa y la americana, que han condicionado el curso posterior de la historia, ya sin posible vuelta atrás, donde el mundo griego —junto con Roma—inspiró modelos de comportamiento ejemplares, ciertos valores políticos y toda una parafernalia de símbolos y emblemas que situaban el pasado como referencia espiritual. Lo griego ha estado igualmente presente en el constante proceso de construcción de identidades individuales y colectivas, proporcionando el referente necesario en cada momento, bien contra la opresión política y religiosa, como en el caso de los liberales ingleses que ensalzaban la democracia o de los románticos y parnasianos franceses que hallaban en Grecia el paradigma alternativo al cristianismo, bien contra la presión asfixiante de las normas sociales que condicionaban ciertas conductas sexuales, como en el caso de Oscar Wilde, o bien contra crisis nacionales de mayor envergadura como la que dio lugar en Alemania al movimiento de la «Germanogrecia», como la ha denominado Anthony Grafton, o de la propia Grecia moderna a la hora de articularse como nación dentro de la comunidad internacional. Estuvo incluso presente en un momento tan crucial como el descubrimiento de América, al actuar el imaginario griego como mediador fundamental a la hora de traducir la experiencia del nuevo mundo y su realidad extraordinaria e insólita a los parámetros de descripción y a las categorías mentales imperantes en Occidente, de forma que lo hicieron comprensible en sus primeras etapas. No hay que olvidar tampoco el papel que Grecia ha desempeñado como refugio evasivo de un presente intolerable en forma de utopía primitivista y natural, en forma de Arcadia, de sociedad ideal o de simple nostalgia evocadora de mejores tiempos, o el lugar privilegiado que algunos pretenden otorgar a la sabiduría antigua dentro del más amplio debate acerca de la crisis y decadencia del humanismo en un mundo cada vez más complejo, hostil y tecnificado.
El lugar de los griegos en el mundo moderno parece así claro por lo que respecta a sus incuestionables valores educativos, a su propio potencial cultural, a las enseñanzas y reflexiones que se desprenden de su experiencia histórica, no siempre necesariamente positivas, y hasta a su reconocida utilidad y funcionalidad en un momento dado de crisis de identidad individual o colectiva. Si somos capaces de superar las barreras que siglos y siglos de erudición han construido entre los griegos y nosotros, a las que ya hacía referencia Nietzsche, y que han sido acentuadas por la ciencia apabullante de la Altertumswissenschaft alemana, exportada e imitada por todas partes en un empeño estéril de alejar al gran público de los profesionales mediante el manejo de un argot y una ciencia poco asequibles y en ocasiones deliberadamente oscura, elitista y esotérica, si consideramos importante la labor de divulgación seria y hecha con rigor que promueven personajes tan poco sospechosos de trivialidad como el tantas veces citado sir Kenneth Dover, que apostataba de sus comentarios desdeñosos en este sentido, hechos en la introducción a su comentario del libro VI de Tucídides y se sorprendía de tales afirmaciones alegando en su defensa un enfado ocasional, si concedemos a la docencia el valor que debería tener en justo equilibrio con el trabajo de investigación y sin atender exclusivamente a las demandas de lo que Hanson y Heath, en su libro antes mencionado, denominan excesos del afán de promoción personal y profesional a expensas de una mayor dedicación a las tareas requeridas en aquel terreno, si acercamos los griegos a quienes todavía los desconocen en lugar de manifestar orgullosamente, como dicen que hacía sir Thomas Gaisford, Regius Profesor de griego en Oxford en la primera mitad del siglo XIX, el más olímpico de los desprecios por aquellos que ignoraban el ; griego, si sabemos articular, en definitiva, en los términos debidos nuestra compleja relación con el pasado y argumentar su necesaria presencia en un mundo todavía repleto de interrogantes al que pueden aportar su contribución, a través de ese diálogo creativo y necesario con los muertos, del que habla el historiador británico Keith Hopkins, sin que haya que recurrir a los tópicos de siempre que han quedado en buena medida obsoletos, entonces, es muy posible que el futuro pueda alentar mejores expectativas.

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