domingo, 24 de diciembre de 2017

Gomez Espelosin Javier Los griegos Un legado universal El irresistible encanto de Grecia

Un antiguo glamour

Aunque resulta prácticamente imposible averiguar quiénes experimentaron por primera vez la fascinación hacia la cultura griega, fue seguramente en Roma donde se produjeron los primeros resultados visibles de dicha experiencia, que calaron además tan profundamente en casi todos sus estamentos e instituciones que acabaron siendo incorporados, a veces casi de manera inconsciente, en su propia forma de vida. La afluencia masiva de obras de arte griegas, traídas hasta Roma como botín de guerra a partir sobre todo del siglo II a.C, marcó de forma decisiva los gustos de la aristocracia romana, que, a partir de entonces, trazó y adornó sus villas y estancias a la manera griega, bien mediante costosos originales cuando ello era posible, bien mediante simples pero representativas copias. La llegada a Roma de ilustres representantes de las escuelas filosóficas griegas, a veces casi tan masiva como la de las obras de arte, que actuaban en calidad de embajadores, provocó también una enorme conmoción social entre los jóvenes y los más ilustrados, miembros también por lo general de los mismos medios sociales.
La pasión por lo griego se extendió también a la moda y a las costumbres e incluso traspasó el terreno del propio vocabulario latino, que sufrió la creciente injerencia de términos griegos, más o menos justificada, tendente a colmar lagunas pero también a prestar un cierto caché social a quien sabía utilizarlos.
Sin embargo, no resultaron afectados tan sólo los estratos sociales más elevados. Una cierta imagen popular de Grecia se extendió también más allá de los círculos ilustrados, que sabían valorar su contenido o adoptaban una pose socialmente reconocida. Los griegos llenaban las calles de Roma exhibiendo todas sus habilidades, como ironiza con cierta amargura Juvenal, en actividades como las de augur, funámbulo, médico o masajista, cuyos servicios es muy posible que utilizaran también otro tipo de gentes, a la vista del exceso de oferta que colmaba el mercado y de la disponibilidad de los «grieguecillos hambrientos» (graeculus esuriens) a ejercer su profesión a cualquier precio. Dada además la estructura clientelar de la sociedad romana, la ostentación de la posesión de obras griegas o la exhibición de ciertas costumbres más licenciosas asociadas a Grecia tampoco debieron de pasar desapercibidas para la mayoría de quienes se veían obligados por la costumbre a rendir constante pleitesía ante sus protectores. El resultado fue la emergencia en la mentalidad popular de una serie de estereotipos que definían lo griego como algo envidiable y atractivo que proporcionaba comodidades, prestigio y diversiones. Clichés como el del filósofo charlatán, o el del especialista embaucador en toda clase de saberes, objetos sobrevalorados por su cualidad artística de matriz griega causantes de admiración, o una forma de vida lujosa y refinada que, aunque contrastaban de forma evidente con los presupuestos mucho más austeros de la moral tradicional romana, no dejaron de ejercer, si embargo, un profundo atractivo sobre buena parte de la población.
Probablemente esta atracción por lo griego se manifestó también mucho antes entre las diversas aristocracias indígenas de los numerosos pueblos con los que los griegos entraron en contacto a lo largo de las primeras etapas de su historia. Los signos más evidentes de este hechizo, más o menos circustancial o duradero, son las huellas del proceso conocido, en ocasiones con demasiada ligereza, como helenización, consistente en la adopción de gustos, costumbres y sobre todo de objetos griegos, algunos de los cuales han quedado luego reflejados en los ajuares de las tumbas principescas de dichas élites, con ejemplos tan emblemáticos como la ya mencionada crátera de Vix, algunos túmulos del sur de Rusia o los enterramientos etruscos, recargados de espléndidas muestras de la mejor cerámica griega.
Esta fascinación por lo griego afectó después a toda la cultura europea, sobre todo a partir del Renacimiento, si bien no siempre estuvo del todo clara la diferencia específica entre lo que era genuinamente griego y su apropiación en forma de imitación o de simple copia por parte de Roma. Un ejemplo ilustrativo es la corriente de admiración hacia las copias romanas en el terreno de las artes plásticas, a falta de los originales griegos, que aguardaban todavía su descubrimiento del fondo del mar o del suelo de los grandes santuarios panhelénicos. La clara decantación hacia lo griego que se produjo a partir del siglo XVIII, con el resurgimiento del ideal helénico a casi todos los niveles, tuvo también su incidencia en el gusto popular, como atestigua el fervor suscitado entre los lectores por una serie de obras cuya difusión y acogida entre el público sigue todavía hoy provocando nuestro más completo asombro y admiración. Obras como Las Aventuras de Telémaco de Fenélon, aparecida en 1717, que con manifiesta intención pedagógica y sentimental recreaba las aventuras del hijo de Ulises, llegando a alcanzar hasta 20 ediciones en un mismo año, o el Viaje del joven Anacarsis por Grecia, del abate Barthélemy, publicado en 1788, que pretendía presentar un cuadro vivo de la Grecia del siglo V a.C. recreado en sus más mínimos detalles, traducido inmediatamente a casi todas las lenguas europeas y que alcanzó también el respetable número de 42 ediciones entre 1788 y 1893, son dos muestras ilustres de este fervor popular por la imagen mítica e idealizada de la Grecia antigua que se respiraba entre los círculos intelectuales de Europa en aquellos momentos.
Sin embargo, ya se habían producido en el siglo precedente, el XVII, algunos síntomas que evidenciaban este cambio de rumbo y que contribuyeron de manera decisiva a la divulgación de una serie de conocimientos que por entonces sólo se hallaban al alcance de las gentes que poseían el raro privilegio de una educación formal. Una obra como El Gran Ciro de Magdeleine de Scudéry, aparecida a mediados del siglo, que no es otra cosa que una larga novela de aventuras en la que la sabiduría de Atenas, representada aquí por el fabulista Esopo, se ponía al servicio de un monarca persa enamorado, se convirtió durante un largo período de tiempo en una auténtica enciclopedia capaz de proporcionar información acerca de Grecia a esta clase de público. Los ingredientes románticos de la obra, no desprovistos de encanto incluso en la actualidad, resultaron determinantes a la hora de suscitar entre su extensa audiencia una cierta simpatía por la civilización griega, que por entonces les resultaba un mundo completamente extraño, ajeno del todo a sus intereses. El gran público no era capaz de distinguir entre el mundo griego y el romano, pero tampoco se distinguía mucho en este aspecto la élite más ilustrada, que había recibido enseñanza en retórica y mitología, como revela el escaso interés de los grandes autores dramáticos del teatro francés, Corneille, Racine y Moliere, por Atenas o Esparta.
La retórica constituía un instrumento indispensable para desenvolverse dentro de la sociedad mundana de los salones de la época y la mitología era la guía imprescindible para la comprensión de las pinturas y esculturas que adornaban las colecciones públicas y privadas de este período. Sin embargo, ninguno de estos dos ámbitos garantizaba la difusión del conocimiento y de la afición hacia lo griego entre la sociedad en general. La referencia por antonomasia de la retórica era el romano Cicerón, ya que el latín seguía siendo la herramienta práctica fundamental en el terreno de la elocuencia, y no el griego, que se utilizaba tan sólo para poder apreciar mejor los escritos de la Iglesia antigua. La mitología, por su parte, a pesar del atractivo que ejercían las pinturas y esculturas que representaban a las divinidades paganas y sus andanzas amorosas, quedó reducida a poco más que una serie de formas que no tenían significación alguna, como ha señalado con acierto Jean Seznec. Se trataba, en efecto, de una visión de la mitología completamente alegorizada, basada fundamentalmente en las Metamorfosis de Ovidio, que era leída entonces como una especie de manual al uso, sin que llegara a entenderse como un código de expresión que reflejaba a su manera los problemas, inquietudes y aspiraciones de una civilización determinada.
Sin embargo hubo notorias excepciones dentro de un panorama poco favorable a la difusión del gusto por lo griego, debido al predominio todavía hegemónico de lo romano, extendido ahora también a la Iglesia, cuya creciente influencia se dejaba notar también en este terreno, y a la obsesión compulsiva por todo lo moderno en una época marcada por los nuevos descubrimientos geográficos y por la eclosión de las ciencias físicas y experimentales. Los cuadros mitológicos de Nicolás Poussin, que escapaban de las invenciones al uso en este campo y mostraban una actitud más reflexiva acerca de las grandes cuestiones que los relatos míticos encerraban, fueron capaces de comunicar a los entusiastas algunos elementos cruciales de esta nueva visión, como la emoción griega ante la belleza, el sentimiento trágico y el dominio del espíritu humano o la soledad del hombre ante la naturaleza y su triunfo final sobre la barbarie de los elementos. También hay que destacar en este terreno el papel desempeñado por algunas traducciones de textos griegos como las de D'Ablancourt de Luciano y, sobre todo, la de Amyot de Plutarco, realizada en 1559, que fue luego traducida al inglés por sir Thomas North y se convirtió en la principal fuente de inspiración de las obras clásicas de Shakespeare.
No hay que olvidar el papel también decisivo que la exhibición de las grandes colecciones de obras de arte griegas y la creación de los grandes museos tuvieron en la popularización de la imagen de Grecia y en el surgimiento de la afición hacia todas sus manifestaciones. El impacto provocado en Inglaterra con la llegada de las esculturas del Partenón constituye un buen ejemplo de esta circunstancia. Con anterioridad, un libro de las dimensiones de Las Antigüedades de Atenas de Stuart y Revett (cuatro imponentes y elegantes volúmenes más un suplemento) ya había causado un gran impacto y había impulsado la transformación del gusto arquitectónico en Inglaterra, además de hacer famoso a su autor, que fue conocido a partir de entonces como Stuart el ateniense. Sus evaluaciones arquitectónicas de algunos monumentos como la denominada torre de los vientos o la linterna de Lisícrates les han deparado un lugar de honor a partir de entonces en todas las guías de Atenas a pesar de su insignificante espectacularidad al lado de la Acrópolis. Ambas fueron utilizadas como modelos de inspiración para todo tipo de edificios neoclásicos que empezaron a poblar a partir de entonces el paisaje inglés. Las columnas de estilo dórico se convirtieron en el símbolo central de esta revolución en el gusto. El «gusto griego» se reflejaba en un amplio espectro de actividades que iban desde las artes hasta el mobiliario y la moda. Una cierta «grecomanía» invadió Europa en esos momentos. La transformación urbanística que frieron las capitales escandinavas como Copenhague, Oslo y Helsinki o la conversión de este estilo neogriego en una especie de estilo nacional americano, donde numerosos edificios fueron erigidos por todo el país basados en las directrices y diseños de Stuart y Revett, ilustran las dimensiones casi planetarias de los cambios propulsados por la admiración sin trabas hacia la arquitectura griega.
Otro elemento importante que contribuyó de manera decisiva a popularizar la imagen de Grecia fue la corriente de filohelenismo suscitada a raíz de la guerra de liberación contra la dominación turca emprendida en los años veinte del siglo XIX. Cuando se conoció la noticia de la sublevación, numerosos voluntarios estuvieron dispuestos a sumarse a la causa desde todos los rincones de Europa. La obra y las actitudes de Byron pusieron su importante granito de arena en la difusión de la simpatía generalizada hacia la causa griega, transformando un movimiento de rebelión puramente local en una auténtica cruzada de tintes románticos. Por toda Europa se formaron sociedades y comités cuya finalidad era la de reunir fondos para apoyar la rebelión. Se organizaban conciertos, obras teatrales y exposiciones pictóricas que además de rendir homenaje a los rebeldes griegos recaudaban las ayudas financieras necesarias para apoyar la revuelta. Las Canciones de los griegos del alemán Wilhelm Müller, publicadas en 1821, vendió más de mil ejemplares en seis semanas, algunos poemas conmovedores que aparecían en los diarios más prestigiosos provocaban las lágrimas de sus lectores y algunos espectáculos de tema helénico, como la tragedia Leónidas de Michel Pichat, estrenada en 1825, fueron acogidos con enorme entusiasmo. Las expresiones de simpatía y solidaridad alcanzaban niveles ciertamente llamativos, como la venta de dulces decorados con pareados filohelénicos en una pastelería alemana, la aportación singular de los obreros franceses, cuyo lema propagandístico incitaba a beber una botella menos para apoyar con dichos recursos la causa griega, o las donaciones de joyas personales de algunas damas aristocráticas. Como ha señalado Fani-Maria Tsigakou, el filohelenismo fue un verdadero movimiento popular «que atraía por igual a obreros franceses, banqueros suizos, damas de la aristocracia francesa, intelectuales alemanes, a la familia real sueca o al príncipe de Baviera, es decir, a todos los europeos de altas miras».
La pacificación definitiva del país a manos de las potencias internacionales, la consolidación, lenta pero progresiva, de sus instituciones y el consiguiente aumento considerable de las condiciones de seguridad para viajar hasta Grecia empezaron a favorecer la llegada en masa de los primeros turistas hasta suelo griego, a pesar de la persistencia endémica de algunos males como el bandolerismo, que provocó airadas protestas en los viajeros occidentales y hasta todo un libro, muy popular en Francia e Inglaterra, obra de un francés llamado Edmont About, quien mostraba sus patentes quejas en forma de sátira sobre las deplorables costumbres de la Grecia contemporánea. De hecho, fue en 1833 cuando se organizó el primer crucero turístico por aguas griegas. Los primeros en llegar fueron, sin embargo, algunos aristócratas que ampliaban así el circuito tradicional del grand tour restringido hasta entonces a Italia, pintores en busca de paisajes exóticos y pintorescos y estudiosos de las antigüedades, que amparados en las mejores condiciones del país buscaban las huellas del glorioso pasado helénico. Con el tiempo Grecia se ha convertido en uno de los principales destinos turísticos del mundo al que afluyen anualmente millones de personas procedentes de todas las partes del mundo. Su sol y sus playas atraen a numerosos visitantes, pero no constituyen el principal aliciente, ya que dichos elementos son compartidos por casi todos los países mediterráneos. El motivo fundamental que es explotado conscientemente por los carteles de promoción oficial y por los tour operators internacionales destaca especialmente los restos monumentales que atestiguan su legendaria historia, que aparecen frecuentemente enmarcados en medio de idílicos paisajes, acompañados a menudo por la mención de los poetas y artistas antiguos que habitaron aquel escenario.
Se trata, en definitiva, de promocionar un viaje a los orígenes, de estimular un reencuentro con lo que se proclama como nuestro pasado común, según rezan los eslóganes publicitarios y reconocen los sociólogos que han estudiado el fenómeno, en el que la imaginación, repetidamente alimentada en estos tópicos por los años de escuela y/o universidad y por toda una parafernalia mediática que utilizan sin ningún escrúpulo tales lemas cuando de vender se trata sin otras miras más filantrópicas, acaba entremezclándose con la atracción por los aspectos más pintorescos y primordiales de un país al que se considera todavía lejos de los parámetros más esmerados y asépticos de los lugares de procedencia del turista. Donald Horne, en su libro The Great Museum, publicado en 1984, considera los lugares más emblemáticos de la geografía griega, como Atenas, Olimpia, Delfos y ahora la tumba de Filipo en Vergina, verdaderos países de ensueño (dreamlands) o auténticas factorías encargadas de fabricarlos, que aparecen insertados dentro de toda una agenda ceremonial, entre cuyos puntos focales figuran, además del legado antiguo, otros como la Cristiandad, el lujo y los gustos aristocráticos o la brutalidad del imperialismo. Un viaje que se desliza a través de geografías e historias reales e imaginarias sin que las diferencias entre unas y otras adquieran especial relevancia en la conciencia del turista. Una especie de peregrinación, en definitiva, que busca en este caso visitar y renovar su compromiso con unas reliquias laicas y seculares cuya precisa significación histórica, más allá de los tópicos estéticos («bellísimo, espectacular...») y heroicos («conmemora la victoria de...»), carece de importancia real para la mayoría y es así completamente olvidada con el inicio de unas nuevas vacaciones hacia nuevos destinos. No obstante, Grecia continúa manteniendo su caché dentro de este terreno y suscita todavía el interés mayoritario como destino turístico, impulsados muchos seguramente más por la magia del nombre con toda su aureola mítica e iconográfica (esculturas, templos, ruinas...) que por un deseo real de conocimiento de una civilización del pasado.

Viajes al pasado

La literatura de viaje, de carácter sentimental y nostálgico, que buscaba las huellas todavía visibles de una Grecia remota en su esplendor y sus glorias, cuyo testimonio presente son su desolación y sus ruinas, y a veces curiosa y llamativa por su carácter pintoresco y estrafalario, podría decirse que se inicia en pleno período imperial con la famosa Periégesis de Pausanias, que rememora un paisaje cultural, mítico y religioso ya inexistente por el que todavía discurren, sin embargo, gracias a su acto de rememoración, los viejos fantasmas que en un tiempo lo ocuparon, recuperados y evocados a través del testimonio imborrable de los restos de sus edificios y del relato de sus historias. Sin embargo, Pausanias era griego y su visión de las cosas se hacía, por tanto, desde dentro de su propia cultura, aunque hubieran cambiado de forma notable las circustancias históricas de los tiempos evocados con relación a las de su propia época, en la que Grecia era simplemente una provincia más del imperio romano. Además parece que su obra no encontró los lectores adecuados y permaneció en silencio como mudo testimonio desde la Antigüedad hasta que ha sido recuperada en tiempos bien recientes.
No fue éste, en cambio, el destino habitual de toda una literatura de viajes consagrada a la descripción de las tierra griegas, a veces como una etapa más de un itinerario más prolongado que discurría también por otros países de la zona oriental del Mediterráneo y del Próximo Oriente, elaborados por viajeros occidentales. A partir del siglo XVII y sobre todo a lo largo del XVIII y del XIX, hacen su aparición toda una serie de relatos sobre Grecia que reflejan experiencias reales o imaginarias y que obtuvieron una recepción considerable entre el público, convirtiéndose incluso algunos de ellos en lo que hoy calificaríamos como auténticos best sellers. Uno de los iniciadores de la saga fue George Sandys, que viajó a Grecia en 1610 y compuso un relato de su viaje que alcanzó hasta nueve ediciones en el siglo siguiente, a pesar de que su obra no era más que una seca relación de incidencias aderezada posteriormente con referencias a los autores clásicos. En 1675 apareció otro curioso libro, obra de Georges Guillet de Saint George, titulado Athénes ancienne et nouvelle, que gozó también de una extraordinaria popularidad entre el público. Su autor, que nunca había estado en Atenas, compuso su ficticio relato a partir del plano de la ciudad elaborado por los monjes capuchinos y con el soporte de obras de carácter erudito como la de Meursius, antes citada. Más doctos y fundados resultaron los relatos elaborados por el francés Jacob Spon, que trató de desacreditar con su obra la espuria descripción de Guillet, y por el inglés George Wheler tras su viaje conjunto por tierras griegas en el último cuarto del siglo XVII. Ambos se convirtieron en las guías indiscutidas de Grecia durante más de un siglo, si bien el relato de Wheler, aunque se basaba casi punto por punto ern el de Spon, incluía una mayor cantidad de material anecdótico de todo tipo, sobre todo zoológico y personal, por lo que consiguió suscitar la atención preferente de los lectores de la época.
En la segunda década del siglo siguiente hizo su aparición la obra del botánico francés Joseph Pitton de Tournefort, Relation d'un voyage du Levant fait par orare du roy, que fue traducido al año siguiente al inglés, vuelto a editar en 1741 y traducido a su vez al alemán en los años 1776-1777. Tournefort, quien, según David Constantine, poseía las cualidades del buen viajero, como son la curiosidad, la tolerancia y la versatilidad, fue capaz de proporcionar, como nadie antes que él lo había hecho, la sensación de moverse a través de un paisaje en el que resonaban todavía los antiguos prodigios. A pesar de que concentra la mayor parte de su atención en asuntos de historia natural, fue el viajero más citado por los helenistas de su tiempo, que le reconocían verdadera autoridad en este terreno. Destaca también la obra del inglés Edmund Chishull, cuyo diario de viaje por Turquía, publicado después de su muerte por su colaborador y amigo Richard Mead en 1747, recoge algunas de sus impresiones por las tierras de la antigua Jonia. Predominan claramente sus observaciones de primera mano, limitándose a completar su relato con la mención que hacen de esos lugares los principales autores clásicos, aunque demuestra también un sorprendente interés sentimental por las ruinas griegas.
A partir de esos momentos los relatos de esta clase se suceden casi de manera continuada. Muchos de ellos alcanzaron una gran difusión más allá de sus propias fronteras y en algunos casos empiezan a mostrar claros síntomas de lo que será más tarde el denominado helenismo romántico, con exhibiciones casi constantes de una actitud emocional hacia el paisaje y las ruinas griegas. En esta larga lista se incluyen obras como la del médico inglés Charles Perry, A View of the Levant, de 1743, que consiguió una enorme popularidad y fue traducida al alemán, la de Richard Pococke, Description of the East, en cuyo segundo volumen, publicado en 1754, aparecía Grecia, que fue también muy leída y traducida al francés, al alemán y al holandés, suponiendo incluso para su autor un importante impulso en su carrera eclesiástica, la de Egidio Van Egmont y John Heyman, de larguísimo título que mostraba su entusiasmo por las bellezas del arte griego, el curioso relato titulado Los Viajes de Charles Thompson de 1744, que a pesar de su evidente carácter ficticio y de contener algunas aventuras inventadas constituye un auténtico compendio de todo el conocimiento disponible en la época sobre todos los países que trata, el curioso libro de Eyles Irwin, aparecido en 1780 y consistente en una serie de cartas supuestamente escritas por el autor en el curso de sus viajes hasta la India, donde desempeñaba un cargo para la Compañía de las Indias Orientales, cuyo paso por Grecia contiene inequívocos signos de ese helenismo romántico, o, finalmente, la obra de Alexander Drummond, aparecida en 1754, que, en una serie de observaciones al paso de sus viajes motivados por razones comerciales, revelaba de forma nítida este tratamiento claramente emocional de la Grecia antigua. Esta clase de reacciones emocionales hacia los restos de la Antigüedad griega se encuentran también en las obras de algunos científicos como Frederick Hasselquist, el discípulo sueco de Linneo, que escribió el relato de sus viajes por tierras de Oriente, y Patrick Brydone, interesado en la electricidad, cuyo relato de su viaje por el sur de Italia y Sicilia alcanzó nueve ediciones y fue traducida al francés y al alemán. Un punto de vista femenino en toda esta clase de literatura es el que proporciona lady Mary Wortley Montague, esposa del embajador británico ante el imperio turco, algunas de cuyas cartas, dirigidas a sus amigos ingleses, fueron copiadas posteriormente y dispuestas para la publicación por su autora al final de su vida. Viajó por tierra hasta Constantinopla en 1716 y regresó dos años más tarde por mar a Inglaterra a través de las islas griegas y la costa de Asia Menor. Demostró una gran sensibilidad hacia un entorno natural que evocaba por sí solo la presencia de sus antiguos habitantes y anticipó la idea de aplicar la topografía, el clima y las costumbres actuales, a través de la contemplación directa de dicho paisaje, para la mejor elucidación de los textos antiguos, que podían entenderse ahora dentro de lo que había sido su contexto natural. En una de sus cartas a Pope, el famoso traductor de la Ilíada al inglés, cuyo texto portaba consigo en el curso de sus viajes por la región de la Tróade, afirmaba haber entendido ahora la belleza de algunos pasajes que antes no había terminado de comprender del todo o de apreciar debidamente.
Sin embargo fue la obra de Robert Wood sobre la Tróade, aparecida en 1767, la que supo sacar mayor partido de la inserción de la literatura antigua en el paisaje griego contemporáneo. El propio Wood afirmaba que el objetivo de sus viajes no era otro que poder leer los poemas homéricos en los mismos paisajes por los que sus héroes habían combatido y deambulado. Ya había manifestado en el prefacio de alguna de sus obras previas, como Las ruinas de Palmira, que la historia y la literatura pueden convertir un escenario en mucho más interesante de lo que parece a primera vista. Establecida así esta curiosa correlación entre el entorno natural y la inspiración del poeta, concluía que mediante el estudio detenido del país actual y las gentes que lo habitaban podía llegar a comprenderse mejor los poemas homéricos. La obra, reeditada posteriormente en 1775 con el título algo cambiado que anteponía su ensayo sobre el genio de Homero a sus observaciones topográficas sobre la Tróade, fue muy popular. Fue pirateada en Dublín al año siguiente y traducida después al francés, alemán, italiano y español antes de concluir el siglo. Otro viajero impulsado por la Sociedad de Dilettanti, como Wood, fue Richard Chandler, que fue encargado de llevar a cabo la exploración arqueológica de la costa de Asia Menor entre 1764 y 1766, cuyos resultados se publicaron en dos volúmenes titulados Ionian Anttquities. Sin embargo, fueron sus relatos de viaje mucho más condensados publicados por separado como Travels in Asia Minor y Travels in Greece los que le otorgaron la fama y la popularidad entre el público» siendo además traducidos al alemán al año siguiente de su aparición, en 1775 y 1776 respectivamente. Chandler se concentra plenamente en el lugar que va a describir aduciendo s historia anterior, el estado actual de sus ruinas y poniendo manifiesto las circustancias que rodearon su propia visita, si bien los lectores apenas perciben de sus vicisitudes personales poco más que una experiencia intelectual.
En estos mismos años finales del XVIII otra obra que tuvo un éxito considerable de público, hasta el punto de alcanzar dos ediciones más en la década siguiente y traducirse al inglés, fue el Voyage littéraire de la Gréce de Pierre Augustin Guys, aparecido en 1771. El objetivo principal del libro era establecer la afinidad entre los griegos antiguos y modernos, a la manera en que lo había intentado antes el ya mencionado Guillet pero al que faltaban la experiencia e implicación personal de Guys en el tema. A diferencia de sus contemporáneos, no expresó nostalgia alguna por el pasado griego, pues estaba convencido de que su celebrada vitalidad pervivía todavía en la actualidad incorporada en la Grecia de su tiempo. A diferencia de lo que había sucedido con sus monumentos, claramente desfigurados por el paso irremediable del tiempo, su espíritu, en cambio, había sido preservado prácticamente inalterado en sus gentes por su admirable tenacidad. En su investigación combinábalas referencias extensas a los autores antiguos con la observación detenida de las costumbres modernas, aspecto este último en el que chocaba frontalmente, en su opinión, con la mayor parte de los viajeros, que se limitaban a despreciar a los modernos habitantes de Grecia tras una limitada experiencia sobre el terreno. Su obra se convirtió de este modo en el primer relato que proyectaba una imagen favorable de los griegos modernos en la conciencia pública europea.
Otra obra clave de estos momentos fue el Voyage pittoresque de la Gréce del conde Marie-Gabriel Choiseul Gouffier, publicado en 1782. Choiseul Gouffier poseía también una considerable colección de antigüedades a la que tuvo acceso el abate Barthélemy mientras preparaba su Anacarsis y que acabó siendo vendida al Louvre y dispersada en colecciones particulares. El objetivo de su obra era satisfacer su curiosidad personal por las antigüedades griegas, en las que había educado su gusto dentro de su ambiente familiar, y proporcionar un registro visual de los monumentos antiguos y de las escenas de la vida contemporánea. La obra recibió una inmejorable acogida por parte de la crítica y su popularidad se extendió más allá de las fronteras de Francia, ya que una copia del libro llegó a manos de Caterina II de Rusia y fue traducido al alemán. En su patria fue objeto de casi todas las distinciones honoríficas posibles al ser admitido como miembro en las principales academias. Su claro posicionamiento a favor de la liberación griega del dominio turco, puesto por escrito en el prefacio del primer volumen de su obra, pudo haberle granjeado serios problemas oficiales cuando fue nombrado embajador ante el gobierno turco; sin embargo, tuvo la extremada habilidad de reelaborar el documento que sus detractores ante el sultán esgrimían como prueba irrefutable, tildando con todo descaro de falsa la edición anterior y llegando incluso a enviar agentes en busca de las copias existentes en Alemania e Inglaterra.
Acometió su mandato rodeado de una verdadera cohorte de especialistas que tenía por objeto completar sus exploraciones y conocimientos sobre el territorio griego y los países del Próximo Oriente. La Revolución Francesa cortó de raíz sus iniciativas y hubo de iniciar un largo exilio que le llevó a la corte rusa, donde ejerció como preceptor del joven príncipe y fue luego nombrado director de la Academia de Bellas Artes y supervisor de las bibliotecas imperiales. Cuando por fin regresó a su patria, privado como estaba de su riqueza y de su prestigio, decidió no obstante emprender la redacción del segundo volumen de su obra, cuya primera parte vio la luz en 1809, pero no tuvo tiempo de verla finalizada, ya que murió en 1817 y aquélla apareció en 1822, completada con los trabajos de dos helenistas amigos suyos. La diferencia entre ambos volúmenes expresa el cambio experimentado por el propio Choiseul Gouffier con relación a Grecia, que de una tierra que inspiraba sus más intensas emociones con el sueño de hacer realidad su glorioso pasado se transformó en un campo de trabajo arqueológico dispuesto a librar sus tesoros y secretos a una investigación metódica. Su obra dio expresión gráfica a la problemática asociación entre la idea de Grecia, forjada por el mito y la educación de toda una generación, y la entidad física y territorial que la había albergado y que continuaba siendo todavía la sede de un país concreto que llevaba su nombre. La alternancia entre las descripciones de los antiguos lugares y las escenas extraídas de la vida contemporánea sugeríala coexistencia armoniosa de estos dos mundos en un mismo y común escenario.
Sin embargo la obra más decisiva y determinante a la hora de atizar la curiosidad general del público por la Grecia antigua fue la ya mencionada Les voyages du jeune Anacarsis del abate Barthélemy, publicada en 1788. Su apabullante éxito y su extraordinaria difusión por toda Europa —fue la primera obra traducida al griego moderno y se tradujo incluso al armenio— la convirtieron en un auténtico best seller que no encuentra fáciles parámetros comparativos incluso en la actualidad. El enorme prestigio de su autor le valió incluso su salvación de la guillotina, ya que después de haber sido encarcelado en tiempos de la Revolución Francesa, fue liberado de inmediato tras conocerse su detención por orden expresa del propio ministro del Interior, que había leído su obra, y fue puesto al frente de la biblioteca nacional. Su obra alcanzó a un público mucho más amplio que el de las publicaciones más académicas y eruditas y tuvo el mérito, discutible en muchos sentidos, de imprimir en la imaginación colectiva una visión idealizada de la Grecia antigua que se aproximaba más a una perdida edad de oro que a cualquier realidad histórica contingente. Como ha señalado García Gual, la obra «se convirtió en un hito y punto de referencia en la difusión de conocimientos sobre el mundo griego». Su resonante triunfo sigue provocando la sorpresa si tenemos en cuenta que la obra tenía una extensión considerable —la primera edición constaba de cuatro tomos en cuarto, la segunda, menos lujosa, de siete, y la de 1821, de seis, aunque estaba provista de ilustraciones—, que estaba dotada de un importante andamiaje erudito y que su trama se hallaba desprovista de los habituales ingredientes románticos capaces de atraer la atención de los lectores.
A pesar de que era un eminente helenista y poseía un vasto conocimiento de la Antigüedad, Barthélemy nunca llegó a realizar el viaje a Grecia. Se trata, por tanto, de un viaje puramente imaginario realizado a través de los libros y las bibliotecas en el que se relata la estancia en Atenas de un famoso sabio escita, que estaba incluido entre los siete sabios de Grecia, durante el período inmediatamente anterior a la muerte de Alejandro, lo que le dio la oportunidad de poder debatir con los hombres más famosos de la época. Presentaba una amplia galería de personajes ilustres de la Antigüedad griega con toda la nobleza que les otorgaban sus respectivas carreras públicas pero añadiendo además conmovedores episodios de su vida privada. La trama se desarrolla ante el lector como una serie de escenas encadenadas que se suceden unas a otras. El joven protagonista va siempre acompañado de otros personajes, unos históricos, otros plenamente ficticios, que desaparecen de la escena tan pronto como han desempeñado su papel. Todo lo que ocurre a su alrededor o las cosas que contempla con su aguda mirada son objeto preferente de su atención. Todo permanece a la vista en cada instante y no existen en ningún momento segundas intenciones. Intentó trasladar a sus lectores la luminosidad del paisaje griego y la vivacidad de sus colores, unos rasgos que serían destacados por los pintores posteriores que hicieron de las tierras griegas su tema predilecto, como fue el caso de Patrick Leigh Fermor. La obra iba dirigida a un público que no buscaba ya una lección de civilización en buenas maneras, como había sido la pretensión de otras obras del género como las Aventuras de Telémaco de Fenélon, sino una descripción más realista de la vida diaria de sus gentes. Sin embargo, las pretensiones pedagógicas del autor, claramente reflejadas a lo largo de toda la obra, sus carencias literarias —su narrativa estaba falta de cohesión y de unidad orgánica, y no fue capaz de integrar la formidable exhibición de información desplegada por doquier en el proceso de desarrollo intelectual y moral del protagonista— y la imagen ficticia de una Grecia natural en la que predominaban las virtudes morales proclamadas por su época y en la que quedaban fuera de plano los aspectos más reales de un paisaje duro y austero y el incansable esfuerzo de la lucha por la supervivencia revelan las limitaciones de una obra que, a pesar de sus indiscutibles méritos, fracasó en su intento de acercar, demasiado quizá, el pasado al presente. Como señaló Stendhal en su crítica a Barthélemy, el autor «conocía muy bien todo lo que sucedió en Grecia, pero nunca conoció a los griegos».
En la estela, de forma y de éxito, del Anacarsis, surgieron otras obras como Los Viajes de Anterior del barón de Lantier, publicado en 1797, que estaba, sin embargo, a diferencia de su pretendido modelo, repleta de frivolidades y aventuras sentimentales. Logró, no obstante, el éxito editorial que perseguía, ya que fue reeditada en 16 ocasiones y fue traducida entre otros idiomas al español, alcanzando aquí nada menos que cinco reediciones. Su autor, un escritor que no poseía la sólida formación de Barthélemy ni su escrupuloso respeto de la cronología, hasta el punto de que se permite el lujo de convertir al filósofo Heráclito en contemporáneo de Diógenes el Cínico a pesar de que estaban separados por más de un siglo, compuso un relato divertido, lleno de peripecias extraídas de los textos antiguos y de su propia cosecha imaginativa, tratando de aprovechar la moda entonces imperante de admiración hacia la Antigüedad griega.
Los relatos de viaje a Grecia prosiguieron a lo largo del siglo XIX de manera incesante. Un dato extraordinariamente revelador de su abundancia, que señala Robert Eisner, es el hecho de que en el catálogo de la biblioteca Gennadius de Atenas figuran más de 1.200 títulos referidos a viajes por el Mediterráneo oriental sólo para ese siglo. Algunos de ellos fueron también enormemente populares, como el Itinerario de París a Jerusalén de Chateaubriand, publicado en 1811, que incluía los 19 días pasados en Grecia por el autor en el curso de su viaje. El aluvión de sensaciones que provocaba la contemplación de las ruinas y del paisaje griego dentro del movimiento romántico se deja sentir ya en sus páginas.
Sin embargo el más famoso de los poetas románticos que dejó plasmados sus recuerdos de viaje por las tierras griegas en una recreación literaria fue sin duda Lord Byron. Su poema narrativo Peregrinación de Childe Harold le hizo alcanzar la fama y la popularidad, además de contribuir de forma decisiva a la configuración de Grecia como ideal romántico y a favorecer la causa del movimiento filohelénico, todo ello a expensas curiosamente del reducido entusiasmo sentimental que experimentó el propio poeta. Byron fue siempre un hombre de acción, como demuestra su travesía a nado del Helesponto rememorando así en la práctica la leyenda de Hero y Leandro, más que un individuo dado a la contemplación, puramente nostálgica o adornada con reminiscencias eruditas y anticuarías, del paisaje griego. No dejó de reconocer, sin embargo, a uno de sus más entusiastas lectores, su amigo y compañero de viaje Edward Trelawny, que el aire de Grecia había hecho de él un poeta. Grecia reaparece, siquiera fugazmente, en su Don Juan, donde el protagonista pasa un tiempo en una isla griega al lado de una joven, hija de un pirata que gobierna el lugar, que se hallaba ausente durante la arribada del héroe y es el catalizador de la tragedia final del episodio. Aunque la sensación que provoca el escenario natural continúa tan ausente como en la primera obra, el efecto de Grecia en Byron se deja sentir de alguna manera a través de los emocionados versos de uno de sus personajes, un poeta que entona un himno filohelénico con ocasión de la boda y coronación del protagonista con la joven «princesa». Con su muerte en Misolonghi consagró el país que tanto amaba y se convirtió así en una especie de mártir del helenismo y de la idea romántica de Grecia que contribuyó a difundir con su obra y su propia vida.
Más en consonancia, aunque todavía lejana, con la guía de Pausanias está el Itinerary of Greece de sir William Gell, publicado en 1819, que fue una popular guía de bolsillo para los viajeros de las tierras continentales. Gell había viajado por buena parte del territorio heleno a comienzos del XIX y había llevado a cabo mediciones de toda clase, había precisado la duración puntual de los trayectos a realizar y había cartografiado los itinerarios, proporcionando al viajero real el soporte que necesitaba en un país dotado de pobres carreteras y en el que escaseaban los indicadores. Siguiendo sus pasos en esta dirección pragmática del viaje a tierras griegas, John Murray publicó en 1840 la primera guía de Grecia, que alcanzó en seguida numerosas ediciones. La séptima edición, aparecida en 1900, incluía ya mapas, fotografías y planos, propuestas de itinerarios y un mínimo vocabulario griego para uso práctico de los viajeros. Otro autor cuyos libros sobre Grecia fueron muy populares a lo largo del siglo, siendo también objeto de sucesivas ediciones, fue Christopher Wordsworth, sobrino del célebre poeta romántico. Publicó sucesivamente dos obras tituladas Athens and Attica, en 1836, y Greece: Pictorial, Descriptive and Historical, en 1840. Un profesor de Cambridge, Robert Pashley, compuso en 1837 unos Travels in Crete, que a pesar de su carácter heterogéneo, en el que tenían cabida las más dispares informaciones, se convirtió en el manual de uso para la isla hasta que los célebres descubrimientos de Arthur Evans a comienzos del siglo XX hicieron necesaria la revisión a fondo de la arqueología e historia del lugar.
A lo largo del último siglo no han faltado tampoco los viajeros a Grecia que han dejado en letra impresa los recuerdos y experiencias de su andadura con mayor o menor talante literario, o con mejor o peor talento para desgranar con ingenio y amenidad su narración del viaje. La mayoría no eran o son profesionales de las clásicas, sino simples amateurs que arribaban al lugar liberados del peso agobiante que la exhibición constante de la sabiduría académica comporta y sin ningún tipo de complejos a la hora de afrontar el desafio de proporcionar la información de carácter general necesaria acerca del país de forma más clara y sencilla de lo que se había hecho hasta entonces. Destacan por encima del resto tres nombres fundamentales: los de Lawrence Durrell, Freja Stark y Patrick Leigh Fermor. Durrel ha escrito cuatro libros de viaje sobre Grecia, de los cuales los tres primeros, concentrados en una sola isla, adoptan la forma del relato novelesco con sus correspondientes personajes en acción, mientras que el cuarto consiste en un repertorio de fotografías aderezadas con textos extraídos de manuales al uso sin especial encanto y de su propio anecdotario personal. Su estancia en la isla de Corfú, durante su juventud en el período entreguerras, rodeado del resto de su familia, constituye el punto focal de su narrativa en el primero de ellos, La celda de Próspero, aparecido en 1945. La isla aparece en su imaginación, y en parte también en la realidad de su experiencia, como un auténtico paraíso, induciendo así, involuntaria y lamentablemente, al desarrollo imparable del turismo que al mismo tiempo que arruinó el lugar desde su perspectiva significó la prosperidad de sus habitantes. El segundo, Reflexiones sobre una Venus marina, publicado en 1952, sobre Rodas, donde pasó dos años tras la Segunda Guerra Mundial como oficial de información, muestra cierta premura en su ejecución y un exceso quizá de información acerca de la larga historia de la isla incluida como dos capítulos que no muestran conexión alguna con el resto de la narración. El tercero, Limones amargos, de 1958, está dedicado a Chipre elegido como lugar de retiro en el que empezó a escribir 1o que sería más tarde su famosa novela el Cuarteto de Alejandría después del largo periplo que le había llevado de Argentina a Belgrado dentro de su actividad en el servicio militar y diplomático.
Dos de los numerosos libros de Freja Stark, considerada la más distinguida escritora de viajes, tienen que ver con el espacio que estuvo una vez poblado por griegos, Jonia, aparecido en 1955, y La costa licia, publicado al año siguiente. La mayor parte de ambos está dedicada a rememorar su historia según discurre el itinerario de la autora, que reduce casi a la mínima expresión sus propias experiencias como viajera. Muestra una clara preferencia por los paisajes «vírgenes», que todavía no han sufrido la remodelación del arqueólogo en sus intentos de reconstrucción y permiten así que sea la propia imaginación del viajero la que dé nueva vida y forma al lugar. Es así la tierra, a través de su historia, la que parece hablarnos en un tono conversacional sobre todo lo que ha transpirado sobre ella, como señala Robert Eisner.
La rica experiencia viajera de Leigh Fermor, que ha recorrido buena parte de Europa oriental, ha encontrado también en Grecia un punto de inspiración a la hora de escribir los que el citado Eisner considera los mejores libros de viaje sobre el país, Mani, Viajes por el sur del Peloponeso, publicado en 1958, y Roumeli, Viajes por el norte de Grecia, que vio la luz en 1966. A la manera de un moderno filoheleno fuera de época, con su enorme bagaje de conocimientos sobre el país, de los tiempos antiguos pero también de los modernos, se lanza a la conquista —simbólica y figurada, claro— de un mundo que ya no daba pábulo a este tipo de actitudes y comportamientos. Sin embargo, la idealización romántica de Leigh Fermor tiene sus límites, dado que no se le escapa mencionar el lado negativo de la cuestión, si bien su amor por Grecia lo deja en un segundo plano y pasa por encima de él con unas pocas frases y la misma buena disposición de espíritu. Como afirma en el prefacio de Mani, todo el país está lleno de interés, ya que no existe ningún rasgo del paisaje griego que no contenga un mito, una historia, una anécdota o una superstición, todas ellas extrañas y memorables, que asaltan al viajero a cada paso. Sus libros constituyen así una auténtica miscelánea, ya que están repletos de episodios de historia bizantina, de ensayos sobre arte y arquitectura, de supervivencias de la religión antigua, de excursos sobre los hábitos y el carácter de los habitantes del país y de otra clase de materiales diversos, que, sin embargo, no ocultan su principal mérito, el de saber trasmitir al lector su alegría a la hora de viajar por Grecia.
No sería justo olvidar en esta breve reseña de los libros de viaje que han mostrado su entusiasmo o admiración por el paisaje griego, han hablado de su clima y de sus gentes, y han revivido en su interior la experiencia personal de quienes les precedieron por aquellos derroteros, rememorando en un tono más o menos emocional y nostálgico el grandioso escenario, por el mito y la historia que lo habitaron, el reciente libro del escritor español Javier Reverte, Corazón de Ulises. Un viaje griego, del año 1999. En su periplo por el Mediterráneo oriental refiere su encuentro con un paisaje singular poblado por mitos e historias que el autor rememora de la mano de los autores clásicos. El tono entusiasta de su prosa, que supera una vez más en la historia el contraste entre la, a veces ruda, actualidad y los ecos, a veces silenciosos, del legendario pasado, pone de manifiesto su amor por una tierra que sitúa dentro de la imaginación evocadora más que de una geografía concreta y real, si bien no llega nunca a olvidarse de esta última al referir mediante jugosas anécdotas y experiencias los pormenores y circunstancias de su periplo personal.
Otra forma de viajar hacia el pasado era, sin duda, el conocimiento de la historia y de las antigüedades griegas proporcionado por una serie de grandes obras que alcanzaron a pesar de su extensión o de la altura y erudición de su contenido, un alto grado de difusión entre el público. Las grandes obras eruditas acerca de la historia griega antigua se inician en el siglo XVII, sobre todo en Holanda con los tratados escritos por Ubbo Emmius y Johannes Meursius, si exceptuamos la obra del italiano Cario Sigonio, escrita en el siglo anterior, cuya De República Atheniensium puede considerarse la primera monografía compuesta sobre un estado griego. Pero todas ellas estaban escritas en latín y su difusión más allá del reducido círculo de los estudiosos resultaba harto complicada. Sin embargo, ya en 1667 apareció en Inglaterra la obra del arzobispo de Canterbury, John Potter, titulada Archaeologia graeca, que, a pesar de su título, estaba escrita en inglés y alcanzó su séptima edición en 1751. Consistía básicamente en un tratado sistemático de antigüedades civiles, religiosas y militares, esencialmente atenienses, provisto de numerosas referencias a los textos. Durante mucho tiempo permaneció como una obra de referencia que todavía seguía reeditándose en la primera mitad del siglo XIX. Contenía también una serie de apreciaciones que delatan el culto anticuario de Grecia y ofrecía así, ya en germen, algunas de las manifestaciones de lo que será más tarde el nuevo ideal helénico. Dentro de esta tarea de difusión de los conocimientos sobre el mundo antiguo, y en particular sobre el griego, hay que citar el éxito espectacular de la Histoire ancienne escrita por el francés Charles Rollin, que apareció publicada en 13 volúmenes entre los años 1730 y 1738. Fue traducida al inglés y en 1823 alcanzaba ya la 15ª edición. Permaneció durante largo tiempo como el único repertorio amplio de la historia griega en francés y se hicieron diversos compendios que abreviaban su extenso contenido para su uso escolar, dado el talante claramente educativo que impregnaba toda la obra.
Dos grandes obras de recopilación exhaustiva, en las que la imagen de las obras de arte desempeñaba el papel protagonista y que tuvieron una gran resonancia en su tiempo y en la formación futura de muchos estudiosos yamateurs de la antigüedad griega, fueron los compendios de dos franceses, Montfaucon y Caylus, aparecidos ambos en la primera mitad del siglo XVIII. La primera, titulada L'Antiquité expliquée et representée en figures, era obra del monje benedictino Bernard de Montfaucon, que compiló nada menos que más de 30.000 obras de arte antiguas con la pretensión de ilustrar las formas de vida de la Antigüedad. Cada objeto ilustrado estaba acompañado de un texto explicativo que le daba significado. Su objetivo iba mucho más allá de la mera labor de catalogación, en la que por cierto confundía a veces los originales con las copias, ya que pensaba que sus ilustraciones servirían de base a la historia de la vida religiosa, política, social y militar de los antiguos. El imponente repertorio de Montfaucon sirvió durante más de un siglo de referencia indispensable para todo aquel que de una manera seria deseaba penetrar en el estudio de la Antigüedad.La segunda era obra del conde de Caylus, llevaba por título Recueil d'Antiquités égyptiennes, étrusques, grecques et romaines y fue publicada en siete volúmenes entre los años 1752 y 1767. En su obra aparecen ya las bases de la moderna tipología, basada en la observación minuciosa délos objetos y en su cuantificación. A pesar de que abarcaba todo el conjunto de la historia antigua, sus preferencias y gustos personales se decantaban claramente a favor de los griegos, cuya superioridad artística proclamaba sin reparos, distinguiéndolos tanto de sus predecesores, los egipcios, como de sus sucesores, los romanos. Sin duda alguna los esfuerzos de anticuarios como Montfaucon y Caylus, canalizados luego a través de obras de mucha mayor difusión como la de Barthélemy, llegaron al gran público y prepararon el camino para que se experimentara por todas partes una cierta afinidad espiritual con Grecia.
Algunas historias de la Grecia antigua tuvieron una repercusión mayor de la esperada para un libro de esta índole, seguramente por ser obra de personajes de un reputado prestigio dentro del ámbito político y social que se hallaban generalmente al margen del ámbito universitario, y se convirtieron en lecturas que circularon con asiduidad dentro de los ambientes ilustrados con intereses más amplios de la simple erudición anticuaría, y que fueron más allá, por tanto, de la simple consulta estacional o, lo que es lo mismo, el requisito obligatorio para superar una asignatura, a la que parecen estar ineludiblemente destinados esta clase de manuales. Cabe mencionar dentro de este apartado la historia de Temple Stanyan, aparecida en Londres entre los años 1707 y 1739, que fue reeditada en numerosas ocasiones y traducida al francés nada menos que por el propio Diderot en 1743. Con ella pretendía revitalizar el verdadero espíritu de la Grecia antigua en clara contraposición con las historias anteriores dominadas por la erudición o por la tendencia universalista, que entremezclaba los acontecimientos de unas naciones con otras, evitando también incurrir en los tediosos comentarios morales presentes en obras como la ya comentada historia de Rollin. Stanyan enfatizaba además el vínculo orgánico establecido entre el pueblo griego y el espíritu de libertad, contraponiendo tímidamente los conceptos de libertad antigua y moderna que le inclinaban a decantarse a favor de la moderna monarquía británica. Su asociación de Grecia con el espíritu de libertad lo hacía cerrar su historia con la llegada de Filipo II, que significaba para él el final definitivo de las libertades griegas.
Siguieron la estela de Stanyan otras obras, como la de Oliver Goldsmith, un escritor angloirlandés que alcanzó la fama con otras obras de carácter novelesco, pero cuya historia de Grecia, publicada en 1774, fue también ampliamente editada y traducida. Un compendio reducido de la misma obtuvo una gran difusión escolar fuera incluso del ambiente anglosajón, hasta el punto de que en un manual de historia griega italiano era considerado todavía a mediados del XIX el mejor de sus precedentes. Fuera de Inglaterra, a finales del XVIII, aparecieron en Alemania dos libros debidos a la pluma de Arnold Heeren que trataban respectivamente sobre la política, el comercio y las comunicaciones de los pueblos antiguos la primera y sobre el conjunto de la historia antigua el segundo. Ambas obras tuvieron gran éxito, fueron traducidas a otras lenguas y gozaron de cierta difusión en Europa.
Sin embargo el triunfo definitivo de la historia griega como obra de carácter general en la que se leía mucho más que la mera narración de los acontecimientos del pasado, expuestos con mayor o menor precisión, para pasar a convertirse en una reflexión de mucho mayor calado sobre la política contemporánea, se producirá de nuevo en Inglaterra con las historias de Mitford, Thirlwall y Grote. El primero era miembro del parlamento británico y escribió su obra con la pretensión de que se convirtiera en un political institute para todas las naciones, como era el destino de una historia de Grecia perfectamente escrita, según su propia declaración. El contenido claramente antiliberal de la obra, que traslucía con claridad la aversión hacia todo tipo de gobierno republicano o popular, generó numerosas críticas, pero ello no impidió un éxito editorial confirmado por numerosas reimpresiones sucesivas y su traducción al alemán. El segundo, un eclesiástico anglicano que era miembro de la cámara de los lores, publicó una History of Greece en ocho volúmenes entre los años 1835 y 1847, que fue traducida al francés, sólo parcialmente, y al alemán. Se mostró contrario al continuo descrédito en que habían incurrido los atenienses a manos de obras como la de Mitford y tuvo el mérito de redescubrir la figura de Clístenes como fundador de la democracia. El tercero, primero banquero y luego miembro también del parlamento, aunque en el bando contrario al de Mitford, fue el autor de la que es quizá la más célebre de todas las historias griegas y a quien se considera además el padre fundador de la disciplina. Su History of Greece en doce volúmenes apareció publicada entre los años 1846 y 1856. Fue objeto de numerosas ediciones sucesivas y se tradujo al francés, al alemán y, parcialmente, al italiano. Sus dos grandes méritos son haber establecido una neta distinción entre los tiempos más antiguos y los más estrictamente históricos, separados por la institución de las Olimpíadas, y haber prestado continua atención a la vida política, manifestada a través de las sucesivas instituciones o de las luchas empeñadas en la consecución de las libertades. Probablemente ningún escritor haya contribuido tanto al entendimiento de la importancia de Grecia para el estadista y el ciudadano, una circunstancia que llevó a declarar al historiador inglés Freeman que la lectura de la obra de Grote marcaba una época en la vida de un hombre.
Mientras tanto en Francia triunfaban historias generales de Grecia como la de Victor Duruy, publicada en 1851, que fue objeto de innumerables reediciones. Fue ministro de Napoleón III, después senador y reorganizador de todo el sistema educativo francés. Con su obra perseguía, así, una finalidad edificante tratando de extraer lecciones de los acontecimientos descritos y de distribuirlos luego dentro de ios compartimentos adecuados de cualidad, buena o mala, que merecían. Destaca la exaltación de Pericles y del sistema democrático ateniense visto desde una perspectiva modernizante y la contraposición de la Europa griega y cristiana a un Oriente dominado por el fatalismo y el despotismo. Menos extensa en formato pero no en perspectiva y ambiciones fue la obra de Numa Dionisio Fustel de Coulanges, La ciudad antigua, publicada en 1864, que fue ampliamente reeditada y traducida convirtiéndose con el tiempo en un verdadero clásico de la materia. La obra entraba de lleno en las discusiones del siglo anterior sobre el estado y el origen de la Propiedad y establecía una clara diferencia entre la libertad de los antiguos y la de los modernos. Poseía una gran fuerza intelectual, a pesar de que se la acusaba de ser excesivamente simplificadora y de carecer del necesario apoyo filológico, a pesar de que eran los autores antiguos los únicos que aparecían mencionados a lo largo de sus páginas.
En Alemania cabe señalar la obra de Ernst Curtius, que publicó una Historia griega entre los años 1857 y 1867 en la misma colección en que figuraba la famosísima Historia de Roma de Theodor Mommsen, que hizo merecedor a su autor del premio Nobel de Literatura. La obra de Curtius tuvo un gran éxito editorial —llegó hasta la sexta edición en tan sólo dos años— y fue también muy popular en Francia e Inglaterra. Su éxito de público se explica sobre todo por su gran conocimiento de la geografía griega, a donde había viajado con su maestro el gran Karl Ottfried Müller, autor de la célebre monografía sobre los dorios que haría época en los estudios helénicos, por su indudable capacidad para despertar en el lector el interés por lo tratado y por su prosa clara y cuidada, que hacía la lectura más fluida. No despertó, sin embargo, el mismo entusiasmo entre los estudiosos que cotejaron su obra con la de Grote, dominadora por entonces del panorama con absoluta supremacía, y la comparación, de saldo claramente negativo en contra de Curtius, pesó demasiado sobre el destino de la misma.
La difusión y vulgarización de la historia griega se cierran en el siglo XIX con los descubrimientos arqueológicos de Schliemann, que alcanzaron una enorme difusión mediática, como diríamos hoy, tanto por su carácter polémico y renovador de la historia griega reconocida como tal hasta esos momentos como por la catadura tan particular del personaje, ya citado en repetidas ocasiones en el curso de este libro, Y la obra imponente del historiador alemán Jacob Burckhardt, cuya Historia de la cultura griega, en realidad una obra póstuma constituida por el texto de sus lecciones, se ha convertido desde entonces en una verdadera obra maestra, a despecho del paso inexorable del tiempo y de sus efectos sobre un texto escrito entre los años 1872 y 1885. La extraordinaria agudeza con que delinea el cuadro de la civilización griega, la profunda comprensión que demuestra hacia aquel mundo y su análisis de la polis constituyen algunos de sus méritos más destacados. Carmine Ampolo ha subrayado la modernidad de los enfoques de Burckhardt en su propósito de hacer la historia de los modos de pensar y de las concepciones de los griegos, así como de indagar las fuerzas vitales, constructivas o destructivas, que actuaron en la vida griega. Su célebre afirmación acerca de la distancia existente entre la Atenas mitificada del siglo V a.C. y la civilización moderna avala, sin duda, esta perspectiva.
A lo largo del siglo XX la difusión de la historia griega se ha venido realizando sobre todo a través de grandes colecciones de historia universal, que dedicaban un volumen o una parte correspondiente a la Grecia antigua. En Inglaterra sobresale sobre todas ellas la célebre Cambridge Ancient History, que a la nómina de grandes colaboradores de la primera mitad del siglo XX suma ahora a los más recientes en su nueva edición. Otras colecciones como la Fontana Ancient History, muy difundida entre el público y traducida con desigual fortuna al español, han contado también con la colaboración de grandes especialistas en sus respectivas áreas como Oswyn Murray en la Grecia arcaica, J. K. Davies en la clásica y F. W. Walbank en la helenística. En Francia han ido apareciendo numerosas colecciones como la Histoire genérale, dirigida por Gustave Glotz, él mismo un reputado helenista que asumió la parte correspondiente a Grecia, L'évolution de l'Humanité, dirigida por Henri Berr y traducida también al español, donde colaboraron helenistas de la talla del citado Glotz o de Louis Gernet, maestro de toda una generación posterior de grandes helenistas, Peuples et civilisations, cuyos volúmenes dedicados a Grecia han sido encargados a brillantes helenistas, magníficos conocedores además del mundo helénico como Claude Mossé, Édouard Will y Paul Goukowsky, la Histoire genérale des civilisations, en la que la parte de Grecia fue asumida por André Aymard, otro destacado especialista en la materia, o la Nouvelle Clio, cuyos volúmenes griegos acaban prácticamente de aparecer ahora de la mano de Charles Baurain (época arcaica) y de un equipo capitaneado por Pierre Levéque y Pierre Briant (época clásica). En Italia sobresalen sobre todo la Historia y civilización de los griegos, dirigida por Ranuccio Bianchi Bandinelli, y la recentísima colección I Greci. Storia, cultura, arte, societá, bajo la dirección de Salvatore Settis, publicada por Einaudi con aportaciones de estudiosos de todas las procedencias y bien ordenada en su distribución en cinco gruesos volúmenes de papel biblia. En España, finalmente, parece que se ha optado más por la versión manualística, de la que existen una buena serie de ejemplos, que por la inclusión de la historia de Grecia en grandes colecciones de historia como las citadas, si bien es cierto que existen algunas de ellas que no han alcanzado, sin embargo, la resonancia internacional de las mencionadas hasta ahora.
Entre los numerosos intentos particulares, destinados principalmente a la divulgación, más breves y concisos necesariamente que los anteriores, y que han gozado de un cierto éxito de público cabe mencionar los de H. D. F. Kitto (1951), el editado por Hugh Lloyd-Jones (1962), el de Moses Finley (1966), La aventura griega de Pierre Levéque (1968), los diferentes opúsculos de Michael Grant (el más general sobre los griegos en 1989), el conjunto de trabajos editado por Jean Pierre Vernant bajo el título El hombre griego (1991), los diferentes trabajos de la académica francesa Jacqueline de Romilly (el último ¿Porqué Grecia? en 1997) y los más recientes de Paul Cartledge (2000), así como el volumen correspondiente a Grecia clásica en la Historia de Europa de Oxford elaborado por Robin Osborne (2000), todos ellos traducidos a nuestro idioma. Incluso dentro de la más densa historiografía alemana, poco propicia a esta clase de «aventuras» divulgadoras y más asentada en un academicismo denso y tradicional (un simple vistazo a la Historia de Grecia de Hermann Bengtson, traducida a nuestro idioma, puede ser suficiente para comprobarlo), se han producido obras de carácter más general con clara tendencia a la difusión entre el gran público, como las de Joachim Gehrke y Kai Brodersen. Son igualmente numerosos los libros que describen el mundo griego primando especialmente el componente iconográfico, mediante fotografías de gran calidad y formato, provistos además de dibujos y recreaciones ideales de los principales santuarios y ciudades, como los de Furio Durando, que han sido traducidos a diferentes idiomas, o el más reciente de Peter Connolly y Hazel Dodge sobre la ciudad antigua, que dedica la mitad del texto a la ciudad de Atenas. Son también muy abundantes, y algunos también de gran calidad, los libros de carácter juvenil o infantil, provistos igualmente de ilustraciones a todo color y atrevidas reconstrucciones imaginarias, que buscan presentar de un modo atractivo y ameno la civilización griega con recreaciones de aspectos de su vida cotidiana a los más jóvenes.
Una finalidad asumida también por diferentes series de televisión de manifiesto talante divulgativo pero elaboradas con la calidad y la garantía del soporte de reputados especialistas como la realizada en su día por la BBC, que fue dirigida por un helenista de tanto prestigio como el ya citado Kenneth Dover. Dicho autor intervenía personalmente en medio de la narración para destacar diversos aspectos y no deja de ser significativo de la actitud que trasluce la serie el hecho de que se emocionase visiblemente en el capítulo dedicado a las guerras médicas al pronunciar en griego los famosos versos de los Persas de Esquilo que resumen el pean cantado por los niarineros griegos antes del decisivo combate naval de Salamina («oh hijos de los griegos [...] ahora es la lucha por todo»). Son también dignas de mención en este terreno las realizadas por el mismo canal, esta vez bajo el auspicio del Periodista y cineasta especializado en reportajes históricos, Michael Wood, In Search of the Trojan War (En busca de la guerra de Troya), en 1985, y In the Footsteps of Alexander the Great (Tras los pasos de Alejandro Magno), de 1997.
Cabría mencionar también dentro de este ámbito las grandes exposiciones que han tenido como tema central aspectos diversos relacionados con la Grecia antigua, desde sus mitos más emblemáticos hasta exhibiciones de tesoros o panoramas del helenismo en una región determinada, como Ulises: el mito y la memoria, Pandora: la mujer en la Grecia clásica, Los griegos en Occidente, o El tesoro de Troya, por citar algunas de las más recientes y espectaculares. Todas ellas, algunas pasando por diferentes sedes, han gozado de un gran éxito de público y han encontrado una notable repercusión en los medios de comunicación, por no mencionar exposiciones algo más circunstanciales, como la de los bronces de Riace (los dos espléndidos guerreros de bronce recuperados del fondo del mar en el sur de Italia que han arrebatado las portadas de los libros sobre Grecia a esculturas clásicas tan célebres como el Auriga de Delfos o el Zeus del cabo Artemision) en Roma, una vez restaurados, en los años ochenta, cuyas larguísimas colas aparecían reflejadas como noticia en los telediarios del momento.
Este impulso de retornar a un pasado ideal y casi mágico, si se infiltra además en el mundo de los mitos, ha inspirado también la búsqueda o la peregrinación por las diferentes etapas del itinerario de los grandes héroes viajeros como Ulises o Jasón por parte de navegantes aventureros como Ernle Bradford (En busca de Ulises, 1964) o Tim Severin (The Jason Voyage. The Quest for the Golden Fleece, 1985, The Ulises Voyage. Sea Search for the Odyssey, 1987), que, cargados de entusiasmo y armados con la fe del neoconverso, han proseguido incansables la estela dejada por aquellos viejo marinos dentro de la geografía real de las costas mediterráneas o de las riberas del mar Negro, a pesar de que sus su puestos antecesores lo hicieran más bien a través de un espació imaginario y fantástico que sólo ocasionalmente y de forma refractada parece señalar hacia tierras más reales. No se olvide que ya un importante estudioso francés de la talla de Víctor Bérard había iniciado esta misma búsqueda desesperada empleando en ella más de tres años, que luego sería plasmada en cuatro gruesos volúmenes aparecidos entre los años 1927 y 1929, para concluir afirmando, en un momento de lucidez, que cualquier rincón del Mediterráneo, que tan bien había llegado a conocer el propio Bérard a lo largo de sus navegaciones, podría identificarse con las vagas y genéricas descripciones de la Odisea homérica. También la búsqueda de continentes perdidos, como la mítica Atlántida platónica, o de lugares paradisíacos como «el jardín de las Hespérides» o «las islas de los afortunados», ha atraído considerablemente la atención de impenitentes y obstinados descubridores y de un público tremendamente fiel a esta clase de iniciativas y lectores compulsivos de la literatura cuasiesotérica que producen, en la que el misterio y los componentes mágicos desempeñan un papel destacado. La continua aparición de libros sobre el tema de la Atlántida —desde esperpénticos esoterismos hasta puestas a punto sobre el mito en sí— y cierto interés por reivindicar la identidad de las célebres islas sagradas con lugares como las Canarias —bien mesurado y juzgado desde la perspectiva filológica por los excelentes trabajos de Marcos Martínez— son pruebas inequívocas de la vitalidad de este viaje, imaginario y real, a un irrecuperable pasado griego.

Una Grecia inventada

Al lado, pero no siempre de forma pacífica y dialogante, de la divulgación está también la pura invención del escenario griego antiguo y sus protagonistas a través de la novela y del cine, especialmente a lo largo de los dos últimos siglos. Tanto en un ámbito como en el otro, la diferencia entre los argumentos griegos y romanos es ciertamente considerable. Roma ofrecía bastantes más alicientes en este terreno por su mayor unidad política (había por medio una República y un imperio repletos de personajes sobresalientes que se prestaban a la escenificación de sus pasiones, ambiciones y locuras), por la dosis superior de espectacularidad que proporcionaba (la Roma imperial y todo su boato circense con las luchas de gladiadores por ejemplo, o los grandes ejércitos desplegados en campañas triunfales por las tierras bárbaras de Europa), por una mucho más amplia y concreta documentación de la vida interior de sus protagonistas (no se olvide que contamos con diarios y cartas que reflejan una intimidad y unos sentimientos personales completamente ausentes en el lado griego —la monumental historia de la vida privada dirigida por el gran historiador francés Georges Duby inicia de hecho su andadura con el imperio romano, dejando Grecia en la penumbra anterior—) y en definitiva por la presencia determinante del cristianismo dentro del mundo romano, catalizador de tantas experiencias decisivas en este ámbito de la ficción y de las mentalidades como los célebres Ben-Hur o Quo Vadis.
Grecia partía, por tanto, en la carrera de la ficción con una notoria desventaja. Sólo dos de sus estados, Atenas y Esparta, eran capaces de atraer la atención por sus gestas y personajes, y siempre dentro de una reducida escala si exceptuamos la guerra contra los persas, que es precisamente el tema histórico que más juego ha dado tanto en el terreno de la novela como del cine con la notable salvedad de Alejandro Magno, novelado hasta la saciedad pero sólo llevado una vez hasta el momento a la gran pantalla. Las reducidas dimensiones del mundo griego en casi todos los aspectos (pequeños estados, poblaciones reducidas, gestas locales) no permitían grandes despliegues ni una escenografía excepcional. Faltaba también el ingrediente romántico, tan fundamental como eje de la ficción novelesca o cinematográfica, dada la actitud griega hacia el amor, poco propicia a los grandes idilios, que debían así ser inventados alterando el sentido y la dirección de la historia original que se pretendía recrear. Grecia, además, se había convertido en un ideal, una imagen casi sacrosanta en la tradición intelectual y académica europea, que muy pocos podían atreverse a pisotear bajando a pie de tierra lo que eran personajes modélicos y escenarios intachables que no se hallaban fácilmente al alcance de los simples mortales. Sólo ficciones del tipo de la emprendida por el abate Barthélemy con su Anacarsis, en las que el sumo cuidado puesto en la recreación histórica de los más mínimos detalles y la puesta en escena de sus grandes personajes con la dignidad que les era propia resultaban viables dentro de esta perspectiva.
Existían, sin embargo, algunas otras alternativas, proporcionadas sobre todo por la mitología y la atracción ejercida por la biografía perdida de los grandes personajes dispuesta a ser recreada ahora a través de la imaginación de los autores modernos. Ése ha sido, por tanto, el camino más frecuentado por los creadores de ficción, que, bien se han limitado a devolver la vida a los antiguos héroes con sus luchas interminables con abominables monstruos y toda clase de seres perversos en beneficio de la humanidad o en busca de un objeto maravilloso, aprovechando la extrema ductilidad y el colorido imperecedero de los relatos míticos, bien han optado por una aventura intelectual algo más difícil, como la de incorporar ideas, sentimientos y emociones en unos personajes históricos de los que sólo conocemos, en el mejor de los casos, sus perfiles más externos a través de testimonios ajenos, a veces muy posteriores, como en el caso de Alejandro, o de una producción literaria que presenta serios problemas desde el punto de vista de la autenticidad de sus expresiones como reflejo probado de su personalidad. Las numerosas novelas y películas existentes sobre temas mitológicos, con especial concentración sobre las figuras de Heracles y Ulises o el tema de la guerra de Troya en general, por una parte, y la abundancia de «biografías» noveladas de personajes como Safo, Pericles, Alcibíades o Alejandro, por otra, ilustran con claridad estas dos tendencias.
La utilización de la Grecia antigua como material de ficción se inició en el siglo XVIII, apoyada seguramente en el redescubrimiento contemporáneo de viajeros y artistas, en su emergencia cada vez más consistente como ideal y modelo educativo y en su consiguiente e inevitable elevación a los altares de la moda, cuyo esquivo tren muchos no quisieron desaprovechar. A él se incorporaron autores con muy diversos intentos y desde diferentes perspectivas e intenciones. Hubo quienes como el alemán Christoph Martin Wieland, el novelista más importante en la época anterior a Goethe, autor de Agatón, publicada en 1766 y traducida al inglés, se sirvieron del tema griego, particularmente del siglo IV a.C. y del período helenístico, como simple telón de fondo sobre el que desarrollar los asuntos y problemas que más le preocupaban, que no procedían de su escenario ideal sino de la época en la que vivía el autor. El tema central de su obra es así el conflicto entre la virtud y el impulso a disfrutar de los placeres de la vida, que se resuelve mediante un equilibrio basado en la razón y el buen gusto como fundamento de una vida feliz. Grecia aporta a la obra su legado de serenidad como filosofía vital, de conversación ingeniosa, placeres sensuales y una cierta ironía conciliatoria. A pesar de las apariencias, la visión de Wieland desempeñó un papel significativo en la configuración posterior de Grecia dentro del imaginario alemán. Esa misma función de escenario ideal de fondo para mostrar otras preocupaciones más actuales cumplió Grecia en la novela de Johann Heinse, Ardinghello y las islas felices publicada en 1787, en la que su protagonista, un artista soñador, encuentra una especie de paraíso en una isla griega cuya sociedad aparecía regida por los patrones de la utopía platónica. Algo parecido sucede con la obra de Benkowitz, El mago Angelion en Élide, publicada en 1798, en la que se relatan las aventuras de un joven inglés en Grecia. El escenario griego era muy popular, sobre todo si representaba la visión de un mundo ideal lejano e irremediablemente perdido, que sólo podía recuperarse a través de la imaginación a la vista de las lamentables condiciones en las que se hallaba por entonces la Grecia real. La novela de Miss Sydney Owenson, Ida de Atenas, aparecida en 1809, cuya protagonista, que representa todo un parangón de belleza, virtud y sabiduría clásica en una tierra extraña donde no se valoran precisamente dichas cualidades y que debe abandonar finalmente el suelo griego para trasladarse a Inglaterra, revela las limitaciones de dicho escenario ideal, a pesar de la tenacidad imaginativa de sus devotos practicantes.
En el terreno de la recreación histórica, la denominada novela histórica, Grecia no ha aportado grandes ejemplos. Un vistazo a las páginas del excelente libro de Carlos García Gual sobre las novelas centradas en la Antigüedad basta para comprobarlo. Las grandes obras de este género, tanto en el XIX como en el XX, son indiscutiblemente de tema romano, como ponen de manifiesto títulos como los citados de Ben-Hur, Quo Vadis, Los últimos días de Pompeya, Los Idus de marzo, Yo Claudio o las Memorias de Adriano. En el siglo XIX sólo unas Pocas excepciones rompen momentáneamente esta incuestionable supremacía, como Pericles y Aspasia de Walter Savage Landor, de 1836, Aspasia del austriaco Robert Hamerling, de 1875, y la inacabada Pausanias el espartano de Bulwer Lytton, el conocido autor de Los últimos días de Pompeya, de 1876. Como señala García Gual en el mencionado libro, «los romanos, más vulgares, más cercanos, más pintorescos, se prestan a una familiaridad que no se da con los griegos». Éstos, entronizados por la idealización ilustrada y romántica, dejaban poco espacio a su transformación en personajes cotidianos e incluso cuando aparecen individuos de ascendencia griega en las novelas de tema romano adoptan, en palabras de García Gual, un toque de distinción y un halo poético que los hace diferentes del resto de los personajes de la obra.
En el siglo XX no cambia mucho el panorama con productos aislados como Pericles el ateniense de Rex Warner de 1963, Safo de Lesbos de Peter Green y la inagotable saga de las vidas de Alejandro, entre las que cabe recordar las del francés Roger Peyrefitte, La jeunesse d'Alexandre, en cuatro volúmenes, y la del alemán Gilbert Haefs. Sólo la destacada figura de Mary Renault parece haber intentado colmar esta laguna con sus novelas de tema preferentemente helénico en las que ha demostrado además poseer un excelente conocimiento de este mundo y una especial sensibilidad hacia él, que la diferencian de muchos recopiladores de noticias antiguas amasadas después en una trama más o menos precisa y verosímil. Su cuidado estilo y la precisión de los datos históricos que conforman el argumento de sus novelas le han valido un enorme prestigio internacional y un considerable éxito de público. Su obra abarca desde los tiempos míticos, a través de la figura de Teseo, y las épocas arcaica, mediante la recreación de la vida del poeta Simónides, y clásica, con sus reconstrucciones imaginarias del ambiente de la Atenas del siglo V a.C, hasta llegar a la figura del gran Alejandro, de quien ha compuesto una trilogía novelesca y una biografía con pretensiones de rigor en la que se atiene escrupulosamente a las fuentes disponibles. Aunque se atiene estrictamente a las fuentes y demuestra constantemente su buen conocimiento del mundo clásico, se permite, sin embargo, la licencia de ahondar, con mayor hondura de miras y calado, en la imagen idealizada de la cultura griega, que sigue conservando en su obra todos los oropeles del prestigio ganado a lo largo de toda la tradición. En la actualidad ocupa también un lugar de preferencia entre los novelistas que se ocupan de temas griegos el clasicista italiano Valerio Manfredi que parece haber colgado «los hábitos académicos» a favor de un oficio mucho más agradecido y rentable después de éxitos tan resonantes como su trilogía sobre Alejandro, reeditada en diferentes formatos, o títulos más recientes como Quimera. La garantía de su saber no le ha impedido tampoco dar rienda suelta a su imaginación para «mejorar y completar» aquellas partes del relato que la ineficacia (problemas de trasmisión) o incompetencia (falta de testimonios) de los antiguos dejó en suspenso, provocando con ello la inquietud y el desasosiego de los modernos lectores, acostumbrados a encontrar respuestas más contundentes a estos interrogantes que las dudas e incertidumbres habituales en los estudiosos del ramo. Muy recientemente acaba de aparecer una nueva novela, obra de Michel Curtis Ford, en el 2002, sobre la odisea de los diez mil mercenarios griegos entre los que figuraba el historiador Jenofonte, autor del correspondiente relato titulado el Anábasis, recuperando quizá uno de los muchos, aunque todavía notoriamente desaprovechados a favor de iniciativas mucho menos prometedoras, campos propicios a la ficción que ofrece en este terreno, el de la aventura en tierras desconocidas, la historia del mundo griego. El panorama en el cine es muy parecido al de la novela, sobre todo si tenemos en cuenta que son las grandes novelas históricas del XIX las que han proporcionado los mejores argumentos de las películas sobre el mundo clásico en el cine moderno. De la historia griega destacan las películas dedicadas al tema de las guerras persas, dos en particular, La batalla de Maratón de Jacques Tourneur en 1959 y Los 300 espartanos (conocida como el león de Esparta) de Rudolph Maté en 1962, y a la figura de Alejandro, Alejandro el Grande de Robert Rossen en 1955. Curiosamente los nuevos proyectos que se anuncian en este terreno apuntan en la misma dirección, ya que se preparan en la factoría de Hollywood —dicen que animados por el éxito arrollador de Gladiator— una película sobre Alejandro, de la mano de Dino de Laurentis y con un popularísimo Leonardo di Caprio encarnando al conquistador macedonio, y otra sobre la batalla de las Termopilas, dirigida por Michael Mann bajo el título de Gates of Fire (puertas de fuego) que pretende quizá recuperar el tono heroico de este acontecimiento, ya tratado antes con cierto éxito en el celuloide, en tiempos de penuria creativa y decadencia de valores como los presentes. El resto, la historia de la amistad entre Damón y Pitias en la Siracusa del tirano Dionisio I y el Coloso de Rodas, un típico producto de la serie denominada peplum, constituyen prácticamente todo el arsenal de la historia griega hasta ahora trasladado a la gran pantalla. Los incuestionables méritos de las tres primeras, y en particular de la de Alejandro de Rossen, que en opinión de Jon Solomon es probablemente una de las películas sobre el mundo antiguo que se atiene más fielmente a la realidad histórica y uno de los intentos más inteligentes de reflejar la Antigüedad en el cine, no ocultan, sin embargo, sus limitaciones.
En casi todas ellas se aprecia un claro predominio de los tópicos tradicionales que han caracterizado la visión de la historia de Grecia como la lucha por la libertad como ideal conductor de sus héroes o el carácter noble y elevado de sus principales protagonistas. Los personajes aparecen traducidos a menudo a través de una hipercaracterización maniquea de buenos y malos, tradicional en el cine y mucho más cuestionable y dudosa en la historia, que contrasta la impecable nobleza de los protagonistas, como el espartano Leónidas, por ejemplo, o los amigos sicilianos antes mencionados, con la perversidad absoluta de los malvados de turno, como el rey persa Jerjes, descrito con todos los atributos del déspota oriental cruel y despiadado, o el tirano Dionisio. Un cuadro tan excesivamente esquemático y simplista que obliga a los guionistas a pasar por alto detalles tan significativos como el hecho de que el susodicho Dionisio de Siracusa fue el mismo que invitó a Platón a su corte siciliana, una circunstancia que podría alterar de algún modo el compacto retrato sin matices correctores de ninguna clase que den el estereotipo del malvado. Esta visión estereotipada del mundo antiguo se refleja también en los diálogos y parlamentos de los personajes, que resultan con frecuencia excesivamente engolados y presuntuosos con una predilección quizá abusiva del lenguaje de tipo oracular o gnómico que aparece reflejado en los aforismos. La sensación de falta de autenticidad que trasmiten, aunque sea sólo para los más enterados, se aprecia también en la absurda incongruencia con que se mezclan decorados que están completamente fuera de su tiempo y función, como si la Antigüedad en conjunto fuera un lote indistinto y homogéneo del que pudieran extraerse sin más contemplaciones los elementos decorativos necesarios sin parar mientes si encajan con el tiempo elegido o con la función que desempeñaron en su momento. Aparecen así templos o palacios de una arquitectura sospechosa con órdenes dóricos donde nunca los hubo, como en Troya, pinturas propias de la cerámica adornando murales o las ruinas de un templo arcaico como telón de fondo a escenarios intemporales del mito. Una Grecia, en suma, artificial en la que sobre un fondo de cartón piedra, que recuerda mucho más a la Roma imperial que a cualquier escenario griego real, se despliega el discurso solemne y las maneras grandilocuentes de unos personajes estereotipados que son el resultado de los modelos heroicos y ejemplares, extraídos en parte de Plutarco aunque con notorias licencias y una desmedida afición a los tópicos inveterados, más que de un intento serio y riguroso por reconstruir una determinada realidad histórica.

El embrujo de la mitología

Uno de los elementos clave de la atracción que la Grecia antigua ha venido ejerciendo a través de los siglos es, sin duda alguna, su rica y sorprendente mitología. Probablemente es junto con la tragedia, que no es sino una particular interpretación de los propios mitos, el aspecto de la cultura griega que ha perdurado con mayor fuerza y vivacidad a lo largo de la historia y resiste mejor el paso inclemente y lacerante del tiempo sin que se noten en exceso sus huellas demoledoras. Los mitos griegos han sido contados, reelaborados, reinterpretados y convertidos en símbolos y emblemas inconfundibles en infinidad de ocasiones, casi desde su misma aparición en escena, cuando los encontramos ya de pleno incorporados dentro de los poemas homéricos, en lo que no deja de ser una etapa más, quizá inicial, de este prolongado proceso. Sus temas y personajes han inspirado a poetas, novelistas, dramaturgos y artistas de todas clases construyendo una larga y densa tradición, que arranca ya con los propios griegos y arriba hasta nuestra propia época, cuando nos enteramos de que J. K. Rowling, la autora de un éxito editorial tan resonante como Harry Potter, trasladado también al cine, se inspiró en sus comienzos en la mitología griega. El encanto de las viejas y repetidas historias sobre los dioses y los héroes griegos se mantiene intacto todavía en nuestros días, bien de forma directa, con el relato sencillo de sus andanzas sin más pretensiones eruditas o filológicas, o camufladas y transformadas en productos de nuevo cuño, mas adaptados a los requerimientos terroríficos del mercado y de la audiencia.
Los libros sobre mitología siempre han gozado de buena acogida entre el público. Además de las introducciones en la materia con afán divulgativo pero con la seriedad y el rigor pertinentes que se publican en todas las lenguas, como los de García Gual y Suzanne Said, por citar sólo los más recientes de que disponen los lectores en castellano, abundan también los repertorios de los principales mitos contados de forma sencilla en un sinfín de colecciones, de los que sería largo y prolijo citar siquiera algunos ejemplos, o libros de gran formato, a modo de enciclopedias y acompañados por numerosas imágenes de la representación de los mitos en el arte antiguo y en la pintura y escultura modernas, proporcionando de este modo, aunque la mayor parte de las veces sólo se utilizan a modo de ilustración, no sólo el relato del mito en cuestión, sino los ecos posteriores de su reinterpretación y la continuidad en el tiempo de determinados símbolos, desde los pintores renacentistas hasta Picasso y el arte más vanguardista de última hora. Las obras destinadas a recontar a su manera las antiguas historias de siempre, con más o menos apoyo de las fuentes clásicas respectivas, han sido una constante desde las Cartas a Emilia sobre la mitología de Demoustier, publicadas en 1786, que no eran otra cosa que una serie de disertaciones y poemas sentimentales sobre las hazañas de los héroes y que consiguió una gran popularidad a finales del siglo. Libros como los del poeta y novelista británico Robert Graves (Los mitos griegos, aparecido por primera vez en 1955 y ampliamente reeditado posteriormente), del escritor italiano Roberto Calasso (Las bodas de Cadmo y Harmonía, 1989) y, más recientemente del estudioso francés Jean Pierre Vernant (El universo, los dioses, los hombres: el relato de los mitos griegos, 2000) han seguido, cada uno a su peculiar manera, los pasos en esta dirección. Los tres nos presentan algo más que un mero relato actualizado de una selección de viejas historias para profundizar a su manera en una reflexión sobre el enigmático sentido de todo este mundo, aparentemente frivolo y pintoresco y en el que el erotismo desempeña un papel capital. Sin embargo, no se olvida tampoco en ningún momento el mero placer de fabular, de contar de nuevo una historia inolvidable que ya posee por sí sola, sin necesidad de que le añadamos más interpretaciones propias o ajenas, nuevas o vetustas, el encanto suficiente para atraer nuestra atención.
Los temas míticos han ocupado un espacio importante dentro de la ficción sobre la Grecia antigua, tanto en la novela como en el cine. Acontecimientos decisivos como la guerra de Troya o aventuras espectaculares como el viaje de los Argonautas, el regreso de Ulises, los trabajos de Heracles, las hazañas de Perseo y Teseo, o todo el ciclo trágico, han concentrado de forma preferente casi toda la atención. Las obras de autores ya mencionados como Robert Graves (El vellocino de oro) y Mary Renault (Teseo) o de la alemana Christa Wolf sobre Casandra, actualizan el relato del mito o lo reinterpretan desde una perspectiva actual, como Wolf, que cuestiona los valores sociales desde la condición femenina. Los mismos temas, con la adición de Orfeo y un particular interés en la figura de Helena, acaparan también las obras cinematográficas al respecto, desde la Odisea de Homero de 1911 hasta la reciente serie de televisión sobre Jasón y los Argonautas en el 2000 (se anuncia también entre los nuevos proyectos de Hollywood una recreación más de la guerra de Troya). En muchos de ellos se observan las mismas limitaciones señaladas ya para los temas históricos con el añadido de un mayor distanciamiento del relato original, cuando éste existe de alguna manera, una mayor incongruencia en la elección del vestuario y los decorados y unos efectos especiales para representar la aparición de seres extraordinarios y sobrenaturales, inevitables en su intento por crear en el espectador la sensación de encontrarse en un universo mágico completamente diferente del de la realidad cotidiana, que van desde la más esperpéntica pantomima hasta los ingenios más sofisticados fruto de la habilidad personal (los trucos ópticos de Ray Harryhausen en Jasón y los Argonautas o en Furia de Titanes) o de las nuevas tecnologías (el Hercules de la Disney en 1997).
No cabe duda de que si el cine ha demostrado hasta la fecha una cierta incapacidad a la hora de incorporar a la pantalla de una forma digna y creíble a los grandes personajes de la época clásica como Pericles, Alcibíades o Sócrates —excepción hecha del famoso documental de Roberto Rosellini que no pasó de esa categoría—, en el terreno de la mitologia estas dificultades se ven todavía más acentuadas por la propia naturaleza del material, huidizo y desconcertante, apto al mismo tiempo para la profusión de la fantasía y la banalización más insípida. Hasta el momento, las películas acerca del mito griego que mayor hondura de miras han demostrado son precisamente aquellas que han exhibido menos espectacularidad en su puesta en escena, optando en cambio por una actualización que desmonta necesariamente toda su envoltura mítica, como ha sucedido con los filmes dedicados a la figura de Orfeo por los franceses Jean Cocteau y Albert Camus. Por el contrario, las realizaciones más brillantes en este campo, Jasón y los Argonautas y Lucha de titanes, que conservan la magia del escenario y potencian la sensación de distanciamiento del mundo real con todo su brillante aparato de imágenes, resultan escasamente profundas desde un punto de vista intelectual, para limitarse, una vez más, a una simple recreación del relato original, cualquiera que éste fuese, sin otra pretensión que la de entretener al auditorio.
Los mitos griegos se caracterizan por su extrema ductilidad, que ha hecho posible sus sucesivas adaptaciones e interpretaciones a lo largo de los siglos sin que se altere, básicamente, su significado, su extraordinaria fuerza simbólica y evocativa, capaz de representar los más diversos aspectos de la experiencia y convertirse en la mejor metáfora de la condición humana hallada hasta la fecha, su incomparable capacidad de seducción, puesta de manifiesto en la mera utilización de los nombres de sus protagonistas como dispositivos publicitarios o para etiquetar toda clase de proyectos y negocios con pretensiones de prestigio y reconocimiento, su valor educativo, ya reconocido, a su particular manera, por Platón y aseverado ahora por la antropóloga Margaret Mead al señalar cómo los jóvenes se hallan inmersos dentro de una fase de la existencia que reclama modelos previos y establece una relación entre el modelo y la propia situación vital, y, por fin, su inquebrantable vitalidad, que le ha permitido subsistir incluso a toda clase de utilizaciones espurias, como las de la publicidad, y a los intentos reiterados de trívialización o deformación burlesca, que desde las parodias de Luciano, pasando por su equiparación a simples fábulas primitivas en el XVIII, arriban hasta nuestros días.
La mitología griega se ha convertido para nuestra cultura en un tesoro de símbolos decisivo, como apuntaba Lasso de la Vega, que ha permitido tratamientos tan diferentes de los de la lectura tradicional de los autores clásicos como los del Ulises de Joyce, que utiliza el mito para contener y dar forma a toda la carga desaforada de reminiscencias que evocan la vida en Dublín, o el de Ezra Pound, que reclama el lado negativo del héroe homérico para reflejar su propio yo, por no mencionar el Sísifo de Albert Camus, que adquiere toda una nueva valencia al pasar de figura prototípica del escarmiento de la locura humana a paradigma elogioso de esta misma condición del hombre mostrando que a través de su eternamente repetitiva tarea todavía resulta posible la experiencia de la libertad dentro de un mundo incomprensible y absurdo que culmina con la muerte. Ha proporcionado lemas «publicitarios» que poseen evocaciones y resonancias inconfundibles como el de la diosa sabia y prudente, Atenea, el del dios ágil y veloz dispuesto a adoptar con suma facilidad cualquier iniciativa, Hermes, el del origen de todos los males del mundo e inicio de todos los problemas, la caja de Pandora, el de una diosa madre a la que todo debemos y con la que conviene guardar la relación de fidelidad adecuada, la tierra (Gaia), el del rebelde por antonomasia, preocupado del bienestar de la humanidad y dispuesto al sacrificio con tal de llevar a cabo su desesperada lucha contra la tiranía, Prometeo, el del viajero impenitente y arriesgado, abierto a nuevas experiencias, Ulises y su «odisea», o el de un héroe empeñado por la fuerza en liberar a la humanidad de todas las aberraciones que dificultan su existencia a costa de terribles sacrificios personales, Heracles. La lista podría seguir, pero no es necesario. Baste recordar cómo el mito griego sigue siendo utilizado todavía en este sentido con gran eficacia, incluso fuera de un contexto clasicista. Ejemplos ilustrativos son los títulos bien significativos de algunas obras punteras de la antropología, como el conocido libro de Bronislaw Malinowski sobre la vida de los indígenas de las islas Trobriand calificados como Los Argonautas del Pacifico occidental, sin que existan más alusiones a la correspondiente leyenda griega, o en el más reciente de la antropóloga americana Mary Helms, Ulysses' Sail, donde no existe referencia alguna al héroe homérico fuera de la portada, ya que la obra se ocupa de las relaciones entre el poder, el conocimiento y la distancia geográfica en un contexto general. En este mismo terreno cabe mencionar también el nombre del detective protagonista de la conocida serie policíaca de la inefable Ágata Christie, Hercules Poirot, que en doce novelas publicadas entre 1939 y 1947 debe resolver un enigma que corresponde con cada uno de los célebres doce trabajos del héroe griego, si bien lo hace dentro de un marco contemporáneo que implica la trasposición de los episodios míticos mediante metáforas o alegorías que implican ya de por sí una cierta interpretación del mito. En el momento en que se redactan estas líneas aparece en los escenarios un espectáculo de danza de un conocido bailarín del momento que lleva por título Minotauro y en los medios de comunicación se anuncia a bombo y platillo una operación a nivel europeo para la persecución de la inmigración ilegal a la que han dado el nombre de «Ulises». El mito griego, convertido en metáfora brillante de la condición humana, en puerta privilegiada de acceso a la interpretación de la realidad con toda su problemática y aterradora ambivalencia o en eficaz reclamo simbólico y publicitario, continúa utilizándose, incombustible, corno una prueba evidente del irresistible encanto que todavía los griegos continúan ejerciendo entre nosotros.

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