Un antiguo glamour
Aunque
resulta prácticamente imposible averiguar quiénes experimentaron por primera
vez la fascinación hacia la cultura griega, fue seguramente en Roma donde se
produjeron los primeros resultados visibles de dicha experiencia, que calaron
además tan profundamente en casi todos sus estamentos e instituciones que
acabaron siendo incorporados, a veces casi de manera inconsciente, en su propia
forma de vida. La afluencia masiva de obras de arte griegas, traídas hasta Roma
como botín de guerra a partir sobre todo del siglo II a.C, marcó de forma
decisiva los gustos de la aristocracia romana, que, a partir de entonces, trazó
y adornó sus villas y estancias a la manera griega, bien mediante costosos
originales cuando ello era posible, bien mediante simples pero representativas
copias. La llegada a Roma de ilustres representantes de las escuelas
filosóficas griegas, a veces casi tan masiva como la de las obras de arte, que
actuaban en calidad de embajadores, provocó también una enorme conmoción social
entre los jóvenes y los más ilustrados, miembros también por lo general de los
mismos medios sociales.
La pasión por
lo griego se extendió también a la moda y a las costumbres e incluso traspasó
el terreno del propio vocabulario latino, que sufrió la creciente injerencia de
términos griegos, más o menos justificada, tendente a colmar lagunas pero
también a prestar un cierto caché social a quien sabía utilizarlos.
Sin embargo,
no resultaron afectados tan sólo los estratos sociales más elevados. Una cierta
imagen popular de Grecia se extendió también más allá de los círculos
ilustrados, que sabían valorar su contenido o adoptaban una pose socialmente
reconocida. Los griegos llenaban las calles de Roma exhibiendo todas sus
habilidades, como ironiza con cierta amargura Juvenal, en actividades como las
de augur, funámbulo, médico o masajista, cuyos servicios es muy posible que
utilizaran también otro tipo de gentes, a la vista del exceso de oferta que
colmaba el mercado y de la disponibilidad de los «grieguecillos hambrientos» (graeculus esuriens) a ejercer su profesión a cualquier precio. Dada además la
estructura clientelar de la sociedad romana, la ostentación de la posesión de
obras griegas o la exhibición de ciertas costumbres más licenciosas asociadas a
Grecia tampoco debieron de pasar desapercibidas para la mayoría de quienes se
veían obligados por la costumbre a rendir constante pleitesía ante sus
protectores. El resultado fue la emergencia en la mentalidad popular de una
serie de estereotipos que definían lo griego como algo envidiable y atractivo
que proporcionaba comodidades, prestigio y diversiones. Clichés como el del
filósofo charlatán, o el del especialista embaucador en toda clase de saberes,
objetos sobrevalorados por su cualidad artística de matriz griega causantes de
admiración, o una forma de vida lujosa y refinada que, aunque contrastaban de
forma evidente con los presupuestos mucho más austeros de la moral tradicional
romana, no dejaron de ejercer, si embargo, un profundo atractivo sobre buena
parte de la población.
Probablemente
esta atracción por lo griego se manifestó también mucho antes entre las
diversas aristocracias indígenas de los numerosos pueblos con los que los
griegos entraron en contacto a lo largo de las primeras etapas de su historia.
Los signos más evidentes de este hechizo, más o menos circustancial o duradero,
son las huellas del proceso conocido, en ocasiones con demasiada ligereza, como
helenización, consistente en la adopción de gustos, costumbres y sobre todo de
objetos griegos, algunos de los cuales han quedado luego reflejados en los
ajuares de las tumbas principescas de dichas élites, con ejemplos tan
emblemáticos como la ya mencionada crátera de Vix, algunos túmulos del sur de
Rusia o los enterramientos etruscos, recargados de espléndidas muestras de la
mejor cerámica griega.
Esta
fascinación por lo griego afectó después a toda la cultura europea, sobre todo
a partir del Renacimiento, si bien no siempre estuvo del todo clara la
diferencia específica entre lo que era genuinamente griego y su apropiación en
forma de imitación o de simple copia por parte de Roma. Un ejemplo ilustrativo
es la corriente de admiración hacia las copias romanas en el terreno de las
artes plásticas, a falta de los originales griegos, que aguardaban todavía su
descubrimiento del fondo del mar o del suelo de los grandes santuarios
panhelénicos. La clara decantación hacia lo griego que se produjo a partir del
siglo XVIII, con el resurgimiento del ideal helénico a casi todos los niveles,
tuvo también su incidencia en el gusto popular, como atestigua el fervor
suscitado entre los lectores por una serie de obras cuya difusión y acogida
entre el público sigue todavía hoy provocando nuestro más completo asombro y
admiración. Obras como Las Aventuras de
Telémaco de Fenélon, aparecida en 1717, que con manifiesta intención
pedagógica y sentimental recreaba las aventuras del hijo de Ulises, llegando a
alcanzar hasta 20 ediciones en un mismo año, o el Viaje del joven Anacarsis por Grecia, del abate Barthélemy,
publicado en 1788, que pretendía presentar un cuadro vivo de la Grecia del
siglo V a.C. recreado en sus más mínimos detalles, traducido inmediatamente a
casi todas las lenguas europeas y que alcanzó también el respetable número de
42 ediciones entre 1788 y 1893, son dos muestras ilustres de este fervor
popular por la imagen mítica e idealizada de la Grecia antigua que se respiraba
entre los círculos intelectuales de Europa en aquellos momentos.
Sin embargo,
ya se habían producido en el siglo precedente, el XVII, algunos síntomas que
evidenciaban este cambio de rumbo y que contribuyeron de manera decisiva a la
divulgación de una serie de conocimientos que por entonces sólo se hallaban al
alcance de las gentes que poseían el raro privilegio de una educación formal.
Una obra como El Gran Ciro de
Magdeleine de Scudéry, aparecida a mediados del siglo, que no es otra cosa que
una larga novela de aventuras en la que la sabiduría de Atenas, representada
aquí por el fabulista Esopo, se ponía al servicio de un monarca persa
enamorado, se convirtió durante un largo período de tiempo en una auténtica
enciclopedia capaz de proporcionar información acerca de Grecia a esta clase de
público. Los ingredientes románticos de la obra, no desprovistos de encanto
incluso en la actualidad, resultaron determinantes a la hora de suscitar entre
su extensa audiencia una cierta simpatía por la civilización griega, que por
entonces les resultaba un mundo completamente extraño, ajeno del todo a sus
intereses. El gran público no era capaz de distinguir entre el mundo griego y
el romano, pero tampoco se distinguía mucho en este aspecto la élite más
ilustrada, que había recibido enseñanza en retórica y mitología, como revela el
escaso interés de los grandes autores dramáticos del teatro francés, Corneille,
Racine y Moliere, por Atenas o Esparta.
La retórica
constituía un instrumento indispensable para desenvolverse dentro de la
sociedad mundana de los salones de la época y la mitología era la guía
imprescindible para la comprensión de las pinturas y esculturas que adornaban
las colecciones públicas y privadas de este período. Sin embargo, ninguno de
estos dos ámbitos garantizaba la difusión del conocimiento y de la afición hacia
lo griego entre la sociedad en general. La referencia por antonomasia de la
retórica era el romano Cicerón, ya que el latín seguía siendo la herramienta
práctica fundamental en el terreno de la elocuencia, y no el griego, que se
utilizaba tan sólo para poder apreciar mejor los escritos de la Iglesia
antigua. La mitología, por su parte, a pesar del atractivo que ejercían las
pinturas y esculturas que representaban a las divinidades paganas y sus
andanzas amorosas, quedó reducida a poco más que una serie de formas que no
tenían significación alguna, como ha señalado con acierto Jean Seznec. Se
trataba, en efecto, de una visión de la mitología completamente alegorizada,
basada fundamentalmente en las Metamorfosis
de Ovidio, que era leída entonces como una especie de manual al uso, sin que
llegara a entenderse como un código de expresión que reflejaba a su manera los
problemas, inquietudes y aspiraciones de una civilización determinada.
Sin embargo
hubo notorias excepciones dentro de un panorama poco favorable a la difusión
del gusto por lo griego, debido al predominio todavía hegemónico de lo romano,
extendido ahora también a la Iglesia, cuya creciente influencia se dejaba notar
también en este terreno, y a la obsesión compulsiva por todo lo moderno en una
época marcada por los nuevos descubrimientos geográficos y por la eclosión de
las ciencias físicas y experimentales. Los cuadros mitológicos de Nicolás
Poussin, que escapaban de las invenciones al uso en este campo y mostraban una
actitud más reflexiva acerca de las grandes cuestiones que los relatos míticos
encerraban, fueron capaces de comunicar a los entusiastas algunos elementos
cruciales de esta nueva visión, como la emoción griega ante la belleza, el
sentimiento trágico y el dominio del espíritu humano o la soledad del hombre
ante la naturaleza y su triunfo final sobre la barbarie de los elementos.
También hay que destacar en este terreno el papel desempeñado por algunas
traducciones de textos griegos como las de D'Ablancourt de Luciano y, sobre
todo, la de Amyot de Plutarco, realizada en 1559, que fue luego traducida al
inglés por sir Thomas North y se convirtió en la principal fuente de
inspiración de las obras clásicas de Shakespeare.
No hay que
olvidar el papel también decisivo que la exhibición de las grandes colecciones
de obras de arte griegas y la creación de los grandes museos tuvieron en la
popularización de la imagen de Grecia y en el surgimiento de la afición hacia
todas sus manifestaciones. El impacto provocado en Inglaterra con la llegada de
las esculturas del Partenón constituye un buen ejemplo de esta circunstancia.
Con anterioridad, un libro de las dimensiones de Las Antigüedades de Atenas de Stuart y Revett (cuatro imponentes y
elegantes volúmenes más un suplemento) ya había causado un gran impacto y había
impulsado la transformación del gusto arquitectónico en Inglaterra, además de
hacer famoso a su autor, que fue conocido a partir de entonces como Stuart el
ateniense. Sus evaluaciones arquitectónicas de algunos monumentos como la
denominada torre de los vientos o la linterna de Lisícrates les han deparado un
lugar de honor a partir de entonces en todas las guías de Atenas a pesar de su
insignificante espectacularidad al lado de la Acrópolis. Ambas fueron
utilizadas como modelos de inspiración para todo tipo de edificios neoclásicos
que empezaron a poblar a partir de entonces el paisaje inglés. Las columnas de
estilo dórico se convirtieron en el símbolo central de esta revolución en el
gusto. El «gusto griego» se reflejaba en un amplio espectro de actividades que
iban desde las artes hasta el mobiliario y la moda. Una cierta «grecomanía»
invadió Europa en esos momentos. La transformación urbanística que frieron las
capitales escandinavas como Copenhague, Oslo y Helsinki o la conversión de este
estilo neogriego en una especie de estilo nacional americano, donde numerosos
edificios fueron erigidos por todo el país basados en las directrices y diseños
de Stuart y Revett, ilustran las dimensiones casi planetarias de los cambios
propulsados por la admiración sin trabas hacia la arquitectura griega.
Otro elemento
importante que contribuyó de manera decisiva a popularizar la imagen de Grecia
fue la corriente de filohelenismo suscitada a raíz de la guerra de liberación
contra la dominación turca emprendida en los años veinte del siglo XIX. Cuando
se conoció la noticia de la sublevación, numerosos voluntarios estuvieron
dispuestos a sumarse a la causa desde todos los rincones de Europa. La obra y
las actitudes de Byron pusieron su importante granito de arena en la difusión
de la simpatía generalizada hacia la causa griega, transformando un movimiento
de rebelión puramente local en una auténtica cruzada de tintes románticos. Por
toda Europa se formaron sociedades y comités cuya finalidad era la de reunir fondos
para apoyar la rebelión. Se organizaban conciertos, obras teatrales y
exposiciones pictóricas que además de rendir homenaje a los rebeldes griegos
recaudaban las ayudas financieras necesarias para apoyar la revuelta. Las Canciones de los griegos del alemán
Wilhelm Müller, publicadas en 1821, vendió más de mil ejemplares en seis
semanas, algunos poemas conmovedores que aparecían en los diarios más
prestigiosos provocaban las lágrimas de sus lectores y algunos espectáculos de
tema helénico, como la tragedia Leónidas
de Michel Pichat, estrenada en 1825, fueron acogidos con enorme entusiasmo. Las
expresiones de simpatía y solidaridad alcanzaban niveles ciertamente llamativos,
como la venta de dulces decorados con pareados filohelénicos en una pastelería
alemana, la aportación singular de los obreros franceses, cuyo lema
propagandístico incitaba a beber una botella menos para apoyar con dichos
recursos la causa griega, o las donaciones de joyas personales de algunas damas
aristocráticas. Como ha señalado Fani-Maria Tsigakou, el filohelenismo fue un
verdadero movimiento popular «que atraía por igual a obreros franceses,
banqueros suizos, damas de la aristocracia francesa, intelectuales alemanes, a
la familia real sueca o al príncipe de Baviera, es decir, a todos los europeos
de altas miras».
La
pacificación definitiva del país a manos de las potencias internacionales, la
consolidación, lenta pero progresiva, de sus instituciones y el consiguiente
aumento considerable de las condiciones de seguridad para viajar hasta Grecia
empezaron a favorecer la llegada en masa de los primeros turistas hasta suelo
griego, a pesar de la persistencia endémica de algunos males como el
bandolerismo, que provocó airadas protestas en los viajeros occidentales y
hasta todo un libro, muy popular en Francia e Inglaterra, obra de un francés
llamado Edmont About, quien mostraba sus patentes quejas en forma de sátira
sobre las deplorables costumbres de la Grecia contemporánea. De hecho, fue en
1833 cuando se organizó el primer crucero turístico por aguas griegas. Los
primeros en llegar fueron, sin embargo, algunos aristócratas que ampliaban así
el circuito tradicional del grand tour
restringido hasta entonces a Italia, pintores en busca de paisajes exóticos y
pintorescos y estudiosos de las antigüedades, que amparados en las mejores
condiciones del país buscaban las huellas del glorioso pasado helénico. Con el
tiempo Grecia se ha convertido en uno de los principales destinos turísticos
del mundo al que afluyen anualmente millones de personas procedentes de todas
las partes del mundo. Su sol y sus playas atraen a numerosos visitantes, pero
no constituyen el principal aliciente, ya que dichos elementos son compartidos
por casi todos los países mediterráneos. El motivo fundamental que es explotado
conscientemente por los carteles de promoción oficial y por los tour operators internacionales destaca
especialmente los restos monumentales que atestiguan su legendaria historia,
que aparecen frecuentemente enmarcados en medio de idílicos paisajes, acompañados
a menudo por la mención de los poetas y artistas antiguos que habitaron aquel
escenario.
Se trata, en
definitiva, de promocionar un viaje a los orígenes, de estimular un reencuentro
con lo que se proclama como nuestro pasado común, según rezan los eslóganes
publicitarios y reconocen los sociólogos que han estudiado el fenómeno, en el
que la imaginación, repetidamente alimentada en estos tópicos por los años de
escuela y/o universidad y por toda una parafernalia mediática que utilizan sin
ningún escrúpulo tales lemas cuando de vender se trata sin otras miras más
filantrópicas, acaba entremezclándose con la atracción por los aspectos más
pintorescos y primordiales de un país al que se considera todavía lejos de los
parámetros más esmerados y asépticos de los lugares de procedencia del turista.
Donald Horne, en su libro The Great
Museum, publicado en 1984, considera los lugares más emblemáticos de la
geografía griega, como Atenas, Olimpia, Delfos y ahora la tumba de Filipo en
Vergina, verdaderos países de ensueño (dreamlands)
o auténticas factorías encargadas de fabricarlos, que aparecen insertados
dentro de toda una agenda ceremonial, entre cuyos puntos focales figuran,
además del legado antiguo, otros como la Cristiandad, el lujo y los gustos
aristocráticos o la brutalidad del imperialismo. Un viaje que se desliza a
través de geografías e historias reales e imaginarias sin que las diferencias
entre unas y otras adquieran especial relevancia en la conciencia del turista.
Una especie de peregrinación, en definitiva, que busca en este caso visitar y
renovar su compromiso con unas reliquias laicas y seculares cuya precisa
significación histórica, más allá de los tópicos estéticos («bellísimo,
espectacular...») y heroicos («conmemora la victoria de...»), carece de
importancia real para la mayoría y es así completamente olvidada con el inicio
de unas nuevas vacaciones hacia nuevos destinos. No obstante, Grecia continúa
manteniendo su caché dentro de este terreno y suscita todavía el interés
mayoritario como destino turístico, impulsados muchos seguramente más por la
magia del nombre con toda su aureola mítica e iconográfica (esculturas,
templos, ruinas...) que por un deseo real de conocimiento de una civilización
del pasado.
Viajes al pasado
La literatura
de viaje, de carácter sentimental y nostálgico, que buscaba las huellas todavía
visibles de una Grecia remota en su esplendor y sus glorias, cuyo testimonio
presente son su desolación y sus ruinas, y a veces curiosa y llamativa por su
carácter pintoresco y estrafalario, podría decirse que se inicia en pleno
período imperial con la famosa Periégesis
de Pausanias, que rememora un paisaje cultural, mítico y religioso ya
inexistente por el que todavía discurren, sin embargo, gracias a su acto de
rememoración, los viejos fantasmas que en un tiempo lo ocuparon, recuperados y
evocados a través del testimonio imborrable de los restos de sus edificios y
del relato de sus historias. Sin embargo, Pausanias era griego y su visión de
las cosas se hacía, por tanto, desde dentro de su propia cultura, aunque
hubieran cambiado de forma notable las circustancias históricas de los tiempos
evocados con relación a las de su propia época, en la que Grecia era
simplemente una provincia más del imperio romano. Además parece que su obra no encontró
los lectores adecuados y permaneció en silencio como mudo testimonio desde la
Antigüedad hasta que ha sido recuperada en tiempos bien recientes.
No fue éste,
en cambio, el destino habitual de toda una literatura de viajes consagrada a la
descripción de las tierra griegas, a veces como una etapa más de un itinerario
más prolongado que discurría también por otros países de la zona oriental del
Mediterráneo y del Próximo Oriente, elaborados por viajeros occidentales. A
partir del siglo XVII y sobre todo a lo largo del XVIII y del XIX, hacen su
aparición toda una serie de relatos sobre Grecia que reflejan experiencias
reales o imaginarias y que obtuvieron una recepción considerable entre el
público, convirtiéndose incluso algunos de ellos en lo que hoy calificaríamos
como auténticos best sellers. Uno de los iniciadores de la saga fue George
Sandys, que viajó a Grecia en 1610 y compuso un relato de su viaje que alcanzó
hasta nueve ediciones en el siglo siguiente, a pesar de que su obra no era más
que una seca relación de incidencias aderezada posteriormente con referencias a
los autores clásicos. En 1675 apareció otro curioso libro, obra de Georges
Guillet de Saint George, titulado Athénes
ancienne et nouvelle, que gozó también de una extraordinaria popularidad
entre el público. Su autor, que nunca había estado en Atenas, compuso su
ficticio relato a partir del plano de la ciudad elaborado por los monjes
capuchinos y con el soporte de obras de carácter erudito como la de Meursius,
antes citada. Más doctos y fundados resultaron los relatos elaborados por el
francés Jacob Spon, que trató de desacreditar con su obra la espuria
descripción de Guillet, y por el inglés George Wheler tras su viaje conjunto
por tierras griegas en el último cuarto del siglo XVII. Ambos se convirtieron
en las guías indiscutidas de Grecia durante más de un siglo, si bien el relato
de Wheler, aunque se basaba casi punto por punto ern el de Spon, incluía una
mayor cantidad de material anecdótico de todo tipo, sobre todo zoológico y personal,
por lo que consiguió suscitar la atención preferente de los lectores de la
época.
En la segunda
década del siglo siguiente hizo su aparición la obra del botánico francés
Joseph Pitton de Tournefort, Relation
d'un voyage du Levant fait par orare du roy, que fue traducido al año
siguiente al inglés, vuelto a editar en 1741 y traducido a su vez al alemán en
los años 1776-1777. Tournefort, quien, según David Constantine, poseía las
cualidades del buen viajero, como son la curiosidad, la tolerancia y la versatilidad,
fue capaz de proporcionar, como nadie antes que él lo había hecho, la sensación
de moverse a través de un paisaje en el que resonaban todavía los antiguos
prodigios. A pesar de que concentra la mayor parte de su atención en asuntos de
historia natural, fue el viajero más citado por los helenistas de su tiempo,
que le reconocían verdadera autoridad en este terreno. Destaca también la obra
del inglés Edmund Chishull, cuyo diario de viaje por Turquía, publicado después
de su muerte por su colaborador y amigo Richard Mead en 1747, recoge algunas de
sus impresiones por las tierras de la antigua Jonia. Predominan claramente sus
observaciones de primera mano, limitándose a completar su relato con la mención
que hacen de esos lugares los principales autores clásicos, aunque demuestra
también un sorprendente interés sentimental por las ruinas griegas.
A partir de
esos momentos los relatos de esta clase se suceden casi de manera continuada.
Muchos de ellos alcanzaron una gran difusión más allá de sus propias fronteras
y en algunos casos empiezan a mostrar claros síntomas de lo que será más tarde
el denominado helenismo romántico, con exhibiciones casi constantes de una
actitud emocional hacia el paisaje y las ruinas griegas. En esta larga lista se
incluyen obras como la del médico inglés Charles Perry, A View of the Levant, de 1743, que consiguió una enorme popularidad
y fue traducida al alemán, la de Richard Pococke, Description of the East, en cuyo segundo volumen, publicado en
1754, aparecía Grecia, que fue también muy leída y traducida al francés, al
alemán y al holandés, suponiendo incluso para su autor un importante impulso en
su carrera eclesiástica, la de Egidio Van Egmont y John Heyman, de larguísimo
título que mostraba su entusiasmo por las bellezas del arte griego, el curioso
relato titulado Los Viajes de Charles
Thompson de 1744, que a pesar de su evidente carácter ficticio y de
contener algunas aventuras inventadas constituye un auténtico compendio de todo
el conocimiento disponible en la época sobre todos los países que trata, el
curioso libro de Eyles Irwin, aparecido en 1780 y consistente en una serie de
cartas supuestamente escritas por el autor en el curso de sus viajes hasta la
India, donde desempeñaba un cargo para la Compañía de las Indias Orientales,
cuyo paso por Grecia contiene inequívocos signos de ese helenismo romántico, o,
finalmente, la obra de Alexander Drummond, aparecida en 1754, que, en una serie
de observaciones al paso de sus viajes motivados por razones comerciales,
revelaba de forma nítida este tratamiento claramente emocional de la Grecia
antigua. Esta clase de reacciones emocionales hacia los restos de la Antigüedad
griega se encuentran también en las obras de algunos científicos como Frederick
Hasselquist, el discípulo sueco de Linneo, que escribió el relato de sus viajes
por tierras de Oriente, y Patrick Brydone, interesado en la electricidad, cuyo
relato de su viaje por el sur de Italia y Sicilia alcanzó nueve ediciones y fue
traducida al francés y al alemán. Un punto de vista femenino en toda esta clase
de literatura es el que proporciona lady Mary Wortley Montague, esposa del
embajador británico ante el imperio turco, algunas de cuyas cartas, dirigidas a
sus amigos ingleses, fueron copiadas posteriormente y dispuestas para la
publicación por su autora al final de su vida. Viajó por tierra hasta
Constantinopla en 1716 y regresó dos años más tarde por mar a Inglaterra a
través de las islas griegas y la costa de Asia Menor. Demostró una gran
sensibilidad hacia un entorno natural que evocaba por sí solo la presencia de
sus antiguos habitantes y anticipó la idea de aplicar la topografía, el clima y
las costumbres actuales, a través de la contemplación directa de dicho paisaje,
para la mejor elucidación de los textos antiguos, que podían entenderse ahora
dentro de lo que había sido su contexto natural. En una de sus cartas a Pope,
el famoso traductor de la Ilíada al
inglés, cuyo texto portaba consigo en el curso de sus viajes por la región de
la Tróade, afirmaba haber entendido ahora la belleza de algunos pasajes que
antes no había terminado de comprender del todo o de apreciar debidamente.
Sin embargo
fue la obra de Robert Wood sobre la Tróade, aparecida en 1767, la que supo
sacar mayor partido de la inserción de la literatura antigua en el paisaje
griego contemporáneo. El propio Wood afirmaba que el objetivo de sus viajes no
era otro que poder leer los poemas homéricos en los mismos paisajes por los que
sus héroes habían combatido y deambulado. Ya había manifestado en el prefacio de
alguna de sus obras previas, como Las
ruinas de Palmira, que la historia y la literatura pueden convertir un
escenario en mucho más interesante de lo que parece a primera vista.
Establecida así esta curiosa correlación entre el entorno natural y la inspiración
del poeta, concluía que mediante el estudio detenido del país actual y las
gentes que lo habitaban podía llegar a comprenderse mejor los poemas homéricos.
La obra, reeditada posteriormente en 1775 con el título algo cambiado que
anteponía su ensayo sobre el genio de Homero a sus observaciones topográficas
sobre la Tróade, fue muy popular. Fue pirateada en Dublín al año siguiente y
traducida después al francés, alemán, italiano y español antes de concluir el
siglo. Otro viajero impulsado por la Sociedad de Dilettanti, como Wood, fue
Richard Chandler, que fue encargado de llevar a cabo la exploración
arqueológica de la costa de Asia Menor entre 1764 y 1766, cuyos resultados se
publicaron en dos volúmenes titulados Ionian
Anttquities. Sin embargo, fueron sus relatos de viaje mucho más condensados
publicados por separado como Travels in
Asia Minor y Travels in Greece
los que le otorgaron la fama y la popularidad entre el público» siendo además
traducidos al alemán al año siguiente de su aparición, en 1775 y 1776
respectivamente. Chandler se concentra plenamente en el lugar que va a
describir aduciendo s historia anterior, el estado actual de sus ruinas y
poniendo manifiesto las circustancias que rodearon su propia visita, si bien
los lectores apenas perciben de sus vicisitudes personales poco más que una
experiencia intelectual.
En estos
mismos años finales del XVIII otra obra que tuvo un éxito considerable de
público, hasta el punto de alcanzar dos ediciones más en la década siguiente y
traducirse al inglés, fue el Voyage
littéraire de la Gréce de Pierre Augustin Guys, aparecido en 1771. El
objetivo principal del libro era establecer la afinidad entre los griegos
antiguos y modernos, a la manera en que lo había intentado antes el ya
mencionado Guillet pero al que faltaban la experiencia e implicación personal
de Guys en el tema. A diferencia de sus contemporáneos, no expresó nostalgia
alguna por el pasado griego, pues estaba convencido de que su celebrada
vitalidad pervivía todavía en la actualidad incorporada en la Grecia de su
tiempo. A diferencia de lo que había sucedido con sus monumentos, claramente
desfigurados por el paso irremediable del tiempo, su espíritu, en cambio, había
sido preservado prácticamente inalterado en sus gentes por su admirable tenacidad.
En su investigación combinábalas referencias extensas a los autores antiguos
con la observación detenida de las costumbres modernas, aspecto este último en
el que chocaba frontalmente, en su opinión, con la mayor parte de los viajeros,
que se limitaban a despreciar a los modernos habitantes de Grecia tras una
limitada experiencia sobre el terreno. Su obra se convirtió de este modo en el
primer relato que proyectaba una imagen favorable de los griegos modernos en la
conciencia pública europea.
Otra obra clave
de estos momentos fue el Voyage
pittoresque de la Gréce del conde Marie-Gabriel Choiseul Gouffier,
publicado en 1782. Choiseul Gouffier poseía también una considerable colección
de antigüedades a la que tuvo acceso el abate Barthélemy mientras preparaba su Anacarsis y que acabó siendo vendida al
Louvre y dispersada en colecciones particulares. El objetivo de su obra era
satisfacer su curiosidad personal por las antigüedades griegas, en las que
había educado su gusto dentro de su ambiente familiar, y proporcionar un
registro visual de los monumentos antiguos y de las escenas de la vida
contemporánea. La obra recibió una inmejorable acogida por parte de la crítica
y su popularidad se extendió más allá de las fronteras de Francia, ya que una
copia del libro llegó a manos de Caterina II de Rusia y fue traducido al
alemán. En su patria fue objeto de casi todas las distinciones honoríficas
posibles al ser admitido como miembro en las principales academias. Su claro
posicionamiento a favor de la liberación griega del dominio turco, puesto por
escrito en el prefacio del primer volumen de su obra, pudo haberle granjeado
serios problemas oficiales cuando fue nombrado embajador ante el gobierno
turco; sin embargo, tuvo la extremada habilidad de reelaborar el documento que
sus detractores ante el sultán esgrimían como prueba irrefutable, tildando con
todo descaro de falsa la edición anterior y llegando incluso a enviar agentes
en busca de las copias existentes en Alemania e Inglaterra.
Acometió su
mandato rodeado de una verdadera cohorte de especialistas que tenía por objeto
completar sus exploraciones y conocimientos sobre el territorio griego y los
países del Próximo Oriente. La Revolución Francesa cortó de raíz sus
iniciativas y hubo de iniciar un largo exilio que le llevó a la corte rusa,
donde ejerció como preceptor del joven príncipe y fue luego nombrado director
de la Academia de Bellas Artes y supervisor de las bibliotecas imperiales.
Cuando por fin regresó a su patria, privado como estaba de su riqueza y de su prestigio,
decidió no obstante emprender la redacción del segundo volumen de su obra, cuya
primera parte vio la luz en 1809, pero no tuvo tiempo de verla finalizada, ya
que murió en 1817 y aquélla apareció en 1822, completada con los trabajos de
dos helenistas amigos suyos. La diferencia entre ambos volúmenes expresa el
cambio experimentado por el propio Choiseul Gouffier con relación a Grecia, que
de una tierra que inspiraba sus más intensas emociones con el sueño de hacer
realidad su glorioso pasado se transformó en un campo de trabajo arqueológico
dispuesto a librar sus tesoros y secretos a una investigación metódica. Su obra
dio expresión gráfica a la problemática asociación entre la idea de Grecia,
forjada por el mito y la educación de toda una generación, y la entidad física
y territorial que la había albergado y que continuaba siendo todavía la sede de
un país concreto que llevaba su nombre. La alternancia entre las descripciones
de los antiguos lugares y las escenas extraídas de la vida contemporánea sugeríala
coexistencia armoniosa de estos dos mundos en un mismo y común escenario.
Sin embargo
la obra más decisiva y determinante a la hora de atizar la curiosidad general
del público por la Grecia antigua fue la ya mencionada Les voyages du jeune Anacarsis del abate Barthélemy, publicada en
1788. Su apabullante éxito y su extraordinaria difusión por toda Europa —fue la
primera obra traducida al griego moderno y se tradujo incluso al armenio— la
convirtieron en un auténtico best seller que no encuentra fáciles parámetros
comparativos incluso en la actualidad. El enorme prestigio de su autor le valió
incluso su salvación de la guillotina, ya que después de haber sido encarcelado
en tiempos de la Revolución Francesa, fue liberado de inmediato tras conocerse su
detención por orden expresa del propio ministro del Interior, que había leído
su obra, y fue puesto al frente de la biblioteca nacional. Su obra alcanzó a un
público mucho más amplio que el de las publicaciones más académicas y eruditas
y tuvo el mérito, discutible en muchos sentidos, de imprimir en la imaginación
colectiva una visión idealizada de la Grecia antigua que se aproximaba más a
una perdida edad de oro que a cualquier realidad histórica contingente. Como ha
señalado García Gual, la obra «se convirtió en un hito y punto de referencia en
la difusión de conocimientos sobre el mundo griego». Su resonante triunfo sigue
provocando la sorpresa si tenemos en cuenta que la obra tenía una extensión
considerable —la primera edición constaba de cuatro tomos en cuarto, la
segunda, menos lujosa, de siete, y la de 1821, de seis, aunque estaba provista
de ilustraciones—, que estaba dotada de un importante andamiaje erudito y que
su trama se hallaba desprovista de los habituales ingredientes románticos
capaces de atraer la atención de los lectores.
A pesar de
que era un eminente helenista y poseía un vasto conocimiento de la Antigüedad,
Barthélemy nunca llegó a realizar el viaje a Grecia. Se trata, por tanto, de un
viaje puramente imaginario realizado a través de los libros y las bibliotecas
en el que se relata la estancia en Atenas de un famoso sabio escita, que estaba
incluido entre los siete sabios de Grecia, durante el período inmediatamente
anterior a la muerte de Alejandro, lo que le dio la oportunidad de poder
debatir con los hombres más famosos de la época. Presentaba una amplia galería
de personajes ilustres de la Antigüedad griega con toda la nobleza que les
otorgaban sus respectivas carreras públicas pero añadiendo además conmovedores
episodios de su vida privada. La trama se desarrolla ante el lector como una
serie de escenas encadenadas que se suceden unas a otras. El joven protagonista
va siempre acompañado de otros personajes, unos históricos, otros plenamente
ficticios, que desaparecen de la escena tan pronto como han desempeñado su
papel. Todo lo que ocurre a su alrededor o las cosas que contempla con su aguda
mirada son objeto preferente de su atención. Todo permanece a la vista en cada
instante y no existen en ningún momento segundas intenciones. Intentó trasladar
a sus lectores la luminosidad del paisaje griego y la vivacidad de sus colores,
unos rasgos que serían destacados por los pintores posteriores que hicieron de
las tierras griegas su tema predilecto, como fue el caso de Patrick Leigh Fermor.
La obra iba dirigida a un público que no buscaba ya una lección de civilización
en buenas maneras, como había sido la pretensión de otras obras del género como
las Aventuras de Telémaco de Fenélon,
sino una descripción más realista de la vida diaria de sus gentes. Sin embargo,
las pretensiones pedagógicas del autor, claramente reflejadas a lo largo de
toda la obra, sus carencias literarias —su narrativa estaba falta de cohesión y
de unidad orgánica, y no fue capaz de integrar la formidable exhibición de información
desplegada por doquier en el proceso de desarrollo intelectual y moral del
protagonista— y la imagen ficticia de una Grecia natural en la que predominaban
las virtudes morales proclamadas por su época y en la que quedaban fuera de
plano los aspectos más reales de un paisaje duro y austero y el incansable
esfuerzo de la lucha por la supervivencia revelan las limitaciones de una obra
que, a pesar de sus indiscutibles méritos, fracasó en su intento de acercar,
demasiado quizá, el pasado al presente. Como señaló Stendhal en su crítica a
Barthélemy, el autor «conocía muy bien todo lo que sucedió en Grecia, pero
nunca conoció a los griegos».
En la estela,
de forma y de éxito, del Anacarsis,
surgieron otras obras como Los Viajes de
Anterior del barón de Lantier, publicado en 1797, que estaba, sin embargo,
a diferencia de su pretendido modelo, repleta de frivolidades y aventuras
sentimentales. Logró, no obstante, el éxito editorial que perseguía, ya que fue
reeditada en 16 ocasiones y fue traducida entre otros idiomas al español,
alcanzando aquí nada menos que cinco reediciones. Su autor, un escritor que no
poseía la sólida formación de Barthélemy ni su escrupuloso respeto de la
cronología, hasta el punto de que se permite el lujo de convertir al filósofo Heráclito
en contemporáneo de Diógenes el Cínico a pesar de que estaban separados por más
de un siglo, compuso un relato divertido, lleno de peripecias extraídas de los
textos antiguos y de su propia cosecha imaginativa, tratando de aprovechar la
moda entonces imperante de admiración hacia la Antigüedad griega.
Los relatos
de viaje a Grecia prosiguieron a lo largo del siglo XIX de manera incesante. Un
dato extraordinariamente revelador de su abundancia, que señala Robert Eisner,
es el hecho de que en el catálogo de la biblioteca Gennadius de Atenas figuran
más de 1.200 títulos referidos a viajes por el Mediterráneo oriental sólo para
ese siglo. Algunos de ellos fueron también enormemente populares, como el Itinerario de París a Jerusalén de
Chateaubriand, publicado en 1811, que incluía los 19 días pasados en Grecia por
el autor en el curso de su viaje. El aluvión de sensaciones que provocaba la
contemplación de las ruinas y del paisaje griego dentro del movimiento
romántico se deja sentir ya en sus páginas.
Sin embargo
el más famoso de los poetas románticos que dejó plasmados sus recuerdos de
viaje por las tierras griegas en una recreación literaria fue sin duda Lord
Byron. Su poema narrativo Peregrinación
de Childe Harold le hizo alcanzar la fama y la popularidad, además de
contribuir de forma decisiva a la configuración de Grecia como ideal romántico
y a favorecer la causa del movimiento filohelénico, todo ello a expensas
curiosamente del reducido entusiasmo sentimental que experimentó el propio
poeta. Byron fue siempre un hombre de acción, como demuestra su travesía a nado
del Helesponto rememorando así en la práctica la leyenda de Hero y Leandro, más
que un individuo dado a la contemplación, puramente nostálgica o adornada con
reminiscencias eruditas y anticuarías, del paisaje griego. No dejó de
reconocer, sin embargo, a uno de sus más entusiastas lectores, su amigo y
compañero de viaje Edward Trelawny, que el aire de Grecia había hecho de él un
poeta. Grecia reaparece, siquiera fugazmente, en su Don Juan, donde el protagonista pasa un tiempo en una isla griega
al lado de una joven, hija de un pirata que gobierna el lugar, que se hallaba
ausente durante la arribada del héroe y es el catalizador de la tragedia final
del episodio. Aunque la sensación que provoca el escenario natural continúa tan
ausente como en la primera obra, el efecto de Grecia en Byron se deja sentir de
alguna manera a través de los emocionados versos de uno de sus personajes, un
poeta que entona un himno filohelénico con ocasión de la boda y coronación del
protagonista con la joven «princesa». Con su muerte en Misolonghi consagró el
país que tanto amaba y se convirtió así en una especie de mártir del helenismo
y de la idea romántica de Grecia que contribuyó a difundir con su obra y su
propia vida.
Más en
consonancia, aunque todavía lejana, con la guía de Pausanias está el Itinerary of Greece de sir William Gell,
publicado en 1819, que fue una popular guía de bolsillo para los viajeros de
las tierras continentales. Gell había viajado por buena parte del territorio
heleno a comienzos del XIX y había llevado a cabo mediciones de toda clase,
había precisado la duración puntual de los trayectos a realizar y había
cartografiado los itinerarios, proporcionando al viajero real el soporte que
necesitaba en un país dotado de pobres carreteras y en el que escaseaban los
indicadores. Siguiendo sus pasos en esta dirección pragmática del viaje a
tierras griegas, John Murray publicó en 1840 la primera guía de Grecia, que
alcanzó en seguida numerosas ediciones. La séptima edición, aparecida en 1900,
incluía ya mapas, fotografías y planos, propuestas de itinerarios y un mínimo
vocabulario griego para uso práctico de los viajeros. Otro autor cuyos libros
sobre Grecia fueron muy populares a lo largo del siglo, siendo también objeto
de sucesivas ediciones, fue Christopher Wordsworth, sobrino del célebre poeta
romántico. Publicó sucesivamente dos obras tituladas Athens and Attica, en 1836, y Greece:
Pictorial, Descriptive and Historical, en 1840. Un profesor de Cambridge,
Robert Pashley, compuso en 1837 unos Travels
in Crete, que a pesar de su carácter heterogéneo, en el que tenían cabida
las más dispares informaciones, se convirtió en el manual de uso para la isla
hasta que los célebres descubrimientos de Arthur Evans a comienzos del siglo XX
hicieron necesaria la revisión a fondo de la arqueología e historia del lugar.
A lo largo
del último siglo no han faltado tampoco los viajeros a Grecia que han dejado en
letra impresa los recuerdos y experiencias de su andadura con mayor o menor
talante literario, o con mejor o peor talento para desgranar con ingenio y
amenidad su narración del viaje. La mayoría no eran o son profesionales de las
clásicas, sino simples amateurs que arribaban al lugar liberados del peso
agobiante que la exhibición constante de la sabiduría académica comporta y sin
ningún tipo de complejos a la hora de afrontar el desafio de proporcionar la
información de carácter general necesaria acerca del país de forma más clara y
sencilla de lo que se había hecho hasta entonces. Destacan por encima del resto
tres nombres fundamentales: los de Lawrence Durrell, Freja Stark y Patrick
Leigh Fermor. Durrel ha escrito cuatro libros de viaje sobre Grecia, de los
cuales los tres primeros, concentrados en una sola isla, adoptan la forma del
relato novelesco con sus correspondientes personajes en acción, mientras que el
cuarto consiste en un repertorio de fotografías aderezadas con textos extraídos
de manuales al uso sin especial encanto y de su propio anecdotario personal. Su
estancia en la isla de Corfú, durante su juventud en el período entreguerras,
rodeado del resto de su familia, constituye el punto focal de su narrativa en
el primero de ellos, La celda de Próspero,
aparecido en 1945. La isla aparece en su imaginación, y en parte también en la
realidad de su experiencia, como un auténtico paraíso, induciendo así,
involuntaria y lamentablemente, al desarrollo imparable del turismo que al
mismo tiempo que arruinó el lugar desde su perspectiva significó la prosperidad
de sus habitantes. El segundo, Reflexiones
sobre una Venus marina, publicado en 1952, sobre Rodas, donde pasó dos años
tras la Segunda Guerra Mundial como oficial de información, muestra cierta
premura en su ejecución y un exceso quizá de información acerca de la larga
historia de la isla incluida como dos capítulos que no muestran conexión alguna
con el resto de la narración. El tercero, Limones
amargos, de 1958, está dedicado a Chipre elegido como lugar de retiro en el
que empezó a escribir 1o que sería más tarde su famosa novela el Cuarteto de Alejandría después del largo
periplo que le había llevado de Argentina a Belgrado dentro de su actividad en
el servicio militar y diplomático.
Dos de los
numerosos libros de Freja Stark, considerada la más distinguida escritora de
viajes, tienen que ver con el espacio que estuvo una vez poblado por griegos, Jonia, aparecido en 1955, y La costa licia, publicado al año
siguiente. La mayor parte de ambos está dedicada a rememorar su historia según
discurre el itinerario de la autora, que reduce casi a la mínima expresión sus
propias experiencias como viajera. Muestra una clara preferencia por los
paisajes «vírgenes», que todavía no han sufrido la remodelación del arqueólogo
en sus intentos de reconstrucción y permiten así que sea la propia imaginación
del viajero la que dé nueva vida y forma al lugar. Es así la tierra, a través
de su historia, la que parece hablarnos en un tono conversacional sobre todo lo
que ha transpirado sobre ella, como señala Robert Eisner.
La rica experiencia
viajera de Leigh Fermor, que ha recorrido buena parte de Europa oriental, ha
encontrado también en Grecia un punto de inspiración a la hora de escribir los
que el citado Eisner considera los mejores libros de viaje sobre el país, Mani, Viajes por el sur del Peloponeso, publicado en 1958, y Roumeli, Viajes por el norte de Grecia, que vio
la luz en 1966. A la manera de un moderno filoheleno fuera de época, con su
enorme bagaje de conocimientos sobre el país, de los tiempos antiguos pero
también de los modernos, se lanza a la conquista —simbólica y figurada, claro—
de un mundo que ya no daba pábulo a este tipo de actitudes y comportamientos.
Sin embargo, la idealización romántica de Leigh Fermor tiene sus límites, dado
que no se le escapa mencionar el lado negativo de la cuestión, si bien su amor
por Grecia lo deja en un segundo plano y pasa por encima de él con unas pocas
frases y la misma buena disposición de espíritu. Como afirma en el prefacio de Mani, todo el país está lleno de
interés, ya que no existe ningún rasgo del paisaje griego que no contenga un
mito, una historia, una anécdota o una superstición, todas ellas extrañas y
memorables, que asaltan al viajero a cada paso. Sus libros constituyen así una
auténtica miscelánea, ya que están repletos de episodios de historia bizantina,
de ensayos sobre arte y arquitectura, de supervivencias de la religión antigua,
de excursos sobre los hábitos y el carácter de los habitantes del país y de
otra clase de materiales diversos, que, sin embargo, no ocultan su principal
mérito, el de saber trasmitir al lector su alegría a la hora de viajar por
Grecia.
No sería
justo olvidar en esta breve reseña de los libros de viaje que han mostrado su
entusiasmo o admiración por el paisaje griego, han hablado de su clima y de sus
gentes, y han revivido en su interior la experiencia personal de quienes les
precedieron por aquellos derroteros, rememorando en un tono más o menos
emocional y nostálgico el grandioso escenario, por el mito y la historia que lo
habitaron, el reciente libro del escritor español Javier Reverte, Corazón de Ulises. Un viaje griego, del año 1999. En su periplo por el Mediterráneo
oriental refiere su encuentro con un paisaje singular poblado por mitos e
historias que el autor rememora de la mano de los autores clásicos. El tono
entusiasta de su prosa, que supera una vez más en la historia el contraste
entre la, a veces ruda, actualidad y los ecos, a veces silenciosos, del
legendario pasado, pone de manifiesto su amor por una tierra que sitúa dentro
de la imaginación evocadora más que de una geografía concreta y real, si bien
no llega nunca a olvidarse de esta última al referir mediante jugosas anécdotas
y experiencias los pormenores y circunstancias de su periplo personal.
Otra forma de
viajar hacia el pasado era, sin duda, el conocimiento de la historia y de las
antigüedades griegas proporcionado por una serie de grandes obras que
alcanzaron a pesar de su extensión o de la altura y erudición de su contenido,
un alto grado de difusión entre el público. Las grandes obras eruditas acerca
de la historia griega antigua se inician en el siglo XVII, sobre todo en
Holanda con los tratados escritos por Ubbo Emmius y Johannes Meursius, si
exceptuamos la obra del italiano Cario Sigonio, escrita en el siglo anterior,
cuya De República Atheniensium puede
considerarse la primera monografía compuesta sobre un estado griego. Pero todas
ellas estaban escritas en latín y su difusión más allá del reducido círculo de
los estudiosos resultaba harto complicada. Sin embargo, ya en 1667 apareció en
Inglaterra la obra del arzobispo de Canterbury, John Potter, titulada Archaeologia graeca, que, a pesar de su
título, estaba escrita en inglés y alcanzó su séptima edición en 1751.
Consistía básicamente en un tratado sistemático de antigüedades civiles,
religiosas y militares, esencialmente atenienses, provisto de numerosas
referencias a los textos. Durante mucho tiempo permaneció como una obra de
referencia que todavía seguía reeditándose en la primera mitad del siglo XIX.
Contenía también una serie de apreciaciones que delatan el culto anticuario de
Grecia y ofrecía así, ya en germen, algunas de las manifestaciones de lo que
será más tarde el nuevo ideal helénico. Dentro de esta tarea de difusión de los
conocimientos sobre el mundo antiguo, y en particular sobre el griego, hay que
citar el éxito espectacular de la Histoire ancienne escrita por el francés
Charles Rollin, que apareció publicada en 13 volúmenes entre los años 1730 y
1738. Fue traducida al inglés y en 1823 alcanzaba ya la 15ª edición. Permaneció
durante largo tiempo como el único repertorio amplio de la historia griega en
francés y se hicieron diversos compendios que abreviaban su extenso contenido
para su uso escolar, dado el talante claramente educativo que impregnaba toda
la obra.
Dos grandes
obras de recopilación exhaustiva, en las que la imagen de las obras de arte
desempeñaba el papel protagonista y que tuvieron una gran resonancia en su
tiempo y en la formación futura de muchos estudiosos yamateurs de la antigüedad
griega, fueron los compendios de dos franceses, Montfaucon y Caylus, aparecidos
ambos en la primera mitad del siglo XVIII. La primera, titulada L'Antiquité expliquée et representée en
figures, era obra del monje benedictino Bernard de Montfaucon, que compiló
nada menos que más de 30.000 obras de arte antiguas con la pretensión de
ilustrar las formas de vida de la Antigüedad. Cada objeto ilustrado estaba
acompañado de un texto explicativo que le daba significado. Su objetivo iba
mucho más allá de la mera labor de catalogación, en la que por cierto confundía
a veces los originales con las copias, ya que pensaba que sus ilustraciones
servirían de base a la historia de la vida religiosa, política, social y
militar de los antiguos. El imponente repertorio de Montfaucon sirvió durante
más de un siglo de referencia indispensable para todo aquel que de una manera
seria deseaba penetrar en el estudio de la Antigüedad.La segunda era obra del
conde de Caylus, llevaba por título Recueil
d'Antiquités égyptiennes, étrusques, grecques et romaines y fue publicada
en siete volúmenes entre los años 1752 y 1767. En su obra aparecen ya las bases
de la moderna tipología, basada en la observación minuciosa délos objetos y en
su cuantificación. A pesar de que abarcaba todo el conjunto de la historia
antigua, sus preferencias y gustos personales se decantaban claramente a favor
de los griegos, cuya superioridad artística proclamaba sin reparos,
distinguiéndolos tanto de sus predecesores, los egipcios, como de sus
sucesores, los romanos. Sin duda alguna los esfuerzos de anticuarios como
Montfaucon y Caylus, canalizados luego a través de obras de mucha mayor
difusión como la de Barthélemy, llegaron al gran público y prepararon el camino
para que se experimentara por todas partes una cierta afinidad espiritual con
Grecia.
Algunas
historias de la Grecia antigua tuvieron una repercusión mayor de la esperada
para un libro de esta índole, seguramente por ser obra de personajes de un
reputado prestigio dentro del ámbito político y social que se hallaban
generalmente al margen del ámbito universitario, y se convirtieron en lecturas
que circularon con asiduidad dentro de los ambientes ilustrados con intereses
más amplios de la simple erudición anticuaría, y que fueron más allá, por
tanto, de la simple consulta estacional o, lo que es lo mismo, el requisito
obligatorio para superar una asignatura, a la que parecen estar ineludiblemente
destinados esta clase de manuales. Cabe mencionar dentro de este apartado la
historia de Temple Stanyan, aparecida en Londres entre los años 1707 y 1739,
que fue reeditada en numerosas ocasiones y traducida al francés nada menos que
por el propio Diderot en 1743. Con ella pretendía revitalizar el verdadero
espíritu de la Grecia antigua en clara contraposición con las historias anteriores
dominadas por la erudición o por la tendencia universalista, que entremezclaba
los acontecimientos de unas naciones con otras, evitando también incurrir en
los tediosos comentarios morales presentes en obras como la ya comentada
historia de Rollin. Stanyan enfatizaba además el vínculo orgánico establecido
entre el pueblo griego y el espíritu de libertad, contraponiendo tímidamente
los conceptos de libertad antigua y moderna que le inclinaban a decantarse a
favor de la moderna monarquía británica. Su asociación de Grecia con el
espíritu de libertad lo hacía cerrar su historia con la llegada de Filipo II,
que significaba para él el final definitivo de las libertades griegas.
Siguieron la
estela de Stanyan otras obras, como la de Oliver Goldsmith, un escritor
angloirlandés que alcanzó la fama con otras obras de carácter novelesco, pero
cuya historia de Grecia, publicada en 1774, fue también ampliamente editada y
traducida. Un compendio reducido de la misma obtuvo una gran difusión escolar
fuera incluso del ambiente anglosajón, hasta el punto de que en un manual de
historia griega italiano era considerado todavía a mediados del XIX el mejor de
sus precedentes. Fuera de Inglaterra, a finales del XVIII, aparecieron en
Alemania dos libros debidos a la pluma de Arnold Heeren que trataban
respectivamente sobre la política, el comercio y las comunicaciones de los
pueblos antiguos la primera y sobre el conjunto de la historia antigua el
segundo. Ambas obras tuvieron gran éxito, fueron traducidas a otras lenguas y
gozaron de cierta difusión en Europa.
Sin embargo
el triunfo definitivo de la historia griega como obra de carácter general en la
que se leía mucho más que la mera narración de los acontecimientos del pasado,
expuestos con mayor o menor precisión, para pasar a convertirse en una
reflexión de mucho mayor calado sobre la política contemporánea, se producirá
de nuevo en Inglaterra con las historias de Mitford, Thirlwall y Grote. El
primero era miembro del parlamento británico y escribió su obra con la pretensión
de que se convirtiera en un political
institute para todas las naciones, como era el destino de una historia de
Grecia perfectamente escrita, según su propia declaración. El contenido
claramente antiliberal de la obra, que traslucía con claridad la aversión hacia
todo tipo de gobierno republicano o popular, generó numerosas críticas, pero
ello no impidió un éxito editorial confirmado por numerosas reimpresiones
sucesivas y su traducción al alemán. El segundo, un eclesiástico anglicano que
era miembro de la cámara de los lores, publicó una History of Greece en ocho volúmenes entre los años 1835 y 1847, que
fue traducida al francés, sólo parcialmente, y al alemán. Se mostró contrario
al continuo descrédito en que habían incurrido los atenienses a manos de obras
como la de Mitford y tuvo el mérito de redescubrir la figura de Clístenes como
fundador de la democracia. El tercero, primero banquero y luego miembro también
del parlamento, aunque en el bando contrario al de Mitford, fue el autor de la
que es quizá la más célebre de todas las historias griegas y a quien se
considera además el padre fundador de la disciplina. Su History of Greece en doce volúmenes apareció publicada entre los
años 1846 y 1856. Fue objeto de numerosas ediciones sucesivas y se tradujo al
francés, al alemán y, parcialmente, al italiano. Sus dos grandes méritos son
haber establecido una neta distinción entre los tiempos más antiguos y los más
estrictamente históricos, separados por la institución de las Olimpíadas, y
haber prestado continua atención a la vida política, manifestada a través de
las sucesivas instituciones o de las luchas empeñadas en la consecución de las
libertades. Probablemente ningún escritor haya contribuido tanto al
entendimiento de la importancia de Grecia para el estadista y el ciudadano, una
circunstancia que llevó a declarar al historiador inglés Freeman que la lectura
de la obra de Grote marcaba una época en la vida de un hombre.
Mientras
tanto en Francia triunfaban historias generales de Grecia como la de Victor
Duruy, publicada en 1851, que fue objeto de innumerables reediciones. Fue
ministro de Napoleón III, después senador y reorganizador de todo el sistema
educativo francés. Con su obra perseguía, así, una finalidad edificante
tratando de extraer lecciones de los acontecimientos descritos y de
distribuirlos luego dentro de ios compartimentos adecuados de cualidad, buena o
mala, que merecían. Destaca la exaltación de Pericles y del sistema democrático
ateniense visto desde una perspectiva modernizante y la contraposición de la
Europa griega y cristiana a un Oriente dominado por el fatalismo y el
despotismo. Menos extensa en formato pero no en perspectiva y ambiciones fue la
obra de Numa Dionisio Fustel de Coulanges,
La ciudad antigua, publicada en 1864, que fue ampliamente reeditada y
traducida convirtiéndose con el tiempo en un verdadero clásico de la materia.
La obra entraba de lleno en las discusiones del siglo anterior sobre el estado
y el origen de la Propiedad y establecía una clara diferencia entre la libertad
de los antiguos y la de los modernos. Poseía una gran fuerza intelectual, a
pesar de que se la acusaba de ser excesivamente simplificadora y de carecer del
necesario apoyo filológico, a pesar de que eran los autores antiguos los únicos
que aparecían mencionados a lo largo de sus páginas.
En Alemania
cabe señalar la obra de Ernst Curtius, que publicó una Historia griega entre
los años 1857 y 1867 en la misma colección en que figuraba la famosísima Historia de Roma de Theodor Mommsen, que
hizo merecedor a su autor del premio Nobel de Literatura. La obra de Curtius
tuvo un gran éxito editorial —llegó hasta la sexta edición en tan sólo dos años—
y fue también muy popular en Francia e Inglaterra. Su éxito de público se
explica sobre todo por su gran conocimiento de la geografía griega, a donde
había viajado con su maestro el gran Karl Ottfried Müller, autor de la célebre
monografía sobre los dorios que haría época en los estudios helénicos, por su
indudable capacidad para despertar en el lector el interés por lo tratado y por
su prosa clara y cuidada, que hacía la lectura más fluida. No despertó, sin
embargo, el mismo entusiasmo entre los estudiosos que cotejaron su obra con la
de Grote, dominadora por entonces del panorama con absoluta supremacía, y la
comparación, de saldo claramente negativo en contra de Curtius, pesó demasiado
sobre el destino de la misma.
La difusión y
vulgarización de la historia griega se cierran en el siglo XIX con los
descubrimientos arqueológicos de Schliemann, que alcanzaron una enorme difusión
mediática, como diríamos hoy, tanto por su carácter polémico y renovador de la
historia griega reconocida como tal hasta esos momentos como por la catadura
tan particular del personaje, ya citado en repetidas ocasiones en el curso de
este libro, Y la obra imponente del historiador alemán Jacob Burckhardt, cuya Historia de la cultura griega, en
realidad una obra póstuma constituida por el texto de sus lecciones, se ha
convertido desde entonces en una verdadera obra maestra, a despecho del paso inexorable
del tiempo y de sus efectos sobre un texto escrito entre los años 1872 y 1885.
La extraordinaria agudeza con que delinea el cuadro de la civilización griega,
la profunda comprensión que demuestra hacia aquel mundo y su análisis de la
polis constituyen algunos de sus méritos más destacados. Carmine Ampolo ha
subrayado la modernidad de los enfoques de Burckhardt en su propósito de hacer
la historia de los modos de pensar y de las concepciones de los griegos, así
como de indagar las fuerzas vitales, constructivas o destructivas, que actuaron
en la vida griega. Su célebre afirmación acerca de la distancia existente entre
la Atenas mitificada del siglo V a.C. y la civilización moderna avala, sin
duda, esta perspectiva.
A lo largo
del siglo XX la difusión de la historia griega se ha venido realizando sobre
todo a través de grandes colecciones de historia universal, que dedicaban un
volumen o una parte correspondiente a la Grecia antigua. En Inglaterra
sobresale sobre todas ellas la célebre Cambridge
Ancient History, que a la nómina de grandes colaboradores de la primera
mitad del siglo XX suma ahora a los más recientes en su nueva edición. Otras
colecciones como la Fontana Ancient
History, muy difundida entre el público y traducida con desigual fortuna al
español, han contado también con la colaboración de grandes especialistas en
sus respectivas áreas como Oswyn Murray en la Grecia arcaica, J. K. Davies en
la clásica y F. W. Walbank en la helenística. En Francia han ido apareciendo
numerosas colecciones como la Histoire
genérale, dirigida por Gustave Glotz, él mismo un reputado helenista que
asumió la parte correspondiente a Grecia, L'évolution
de l'Humanité, dirigida por Henri Berr y traducida también al español,
donde colaboraron helenistas de la talla del citado Glotz o de Louis Gernet,
maestro de toda una generación posterior de grandes helenistas, Peuples et civilisations, cuyos
volúmenes dedicados a Grecia han sido encargados a brillantes helenistas,
magníficos conocedores además del mundo helénico como Claude Mossé, Édouard
Will y Paul Goukowsky, la Histoire
genérale des civilisations, en la que la parte de Grecia fue asumida por
André Aymard, otro destacado especialista en la materia, o la Nouvelle Clio, cuyos volúmenes griegos acaban prácticamente de aparecer
ahora de la mano de Charles Baurain (época arcaica) y de un equipo capitaneado
por Pierre Levéque y Pierre Briant (época clásica). En Italia sobresalen sobre
todo la Historia y civilización de los
griegos, dirigida por Ranuccio Bianchi Bandinelli, y la recentísima
colección I Greci. Storia, cultura, arte,
societá, bajo la dirección de Salvatore Settis, publicada por Einaudi con
aportaciones de estudiosos de todas las procedencias y bien ordenada en su
distribución en cinco gruesos volúmenes de papel biblia. En España, finalmente,
parece que se ha optado más por la versión manualística, de la que existen una
buena serie de ejemplos, que por la inclusión de la historia de Grecia en
grandes colecciones de historia como las citadas, si bien es cierto que existen
algunas de ellas que no han alcanzado, sin embargo, la resonancia internacional
de las mencionadas hasta ahora.
Entre los
numerosos intentos particulares, destinados principalmente a la divulgación,
más breves y concisos necesariamente que los anteriores, y que han gozado de un
cierto éxito de público cabe mencionar los de H. D. F. Kitto (1951), el editado
por Hugh Lloyd-Jones (1962), el de Moses Finley (1966), La aventura griega de Pierre Levéque (1968), los diferentes
opúsculos de Michael Grant (el más general sobre los griegos en 1989), el
conjunto de trabajos editado por Jean Pierre Vernant bajo el título El hombre griego (1991), los diferentes
trabajos de la académica francesa Jacqueline de Romilly (el último ¿Porqué Grecia? en 1997) y los más
recientes de Paul Cartledge (2000), así como el volumen correspondiente a
Grecia clásica en la Historia de Europa
de Oxford elaborado por Robin Osborne (2000), todos ellos traducidos a
nuestro idioma. Incluso dentro de la más densa historiografía alemana, poco
propicia a esta clase de «aventuras» divulgadoras y más asentada en un
academicismo denso y tradicional (un simple vistazo a la Historia de Grecia de Hermann Bengtson, traducida a nuestro idioma,
puede ser suficiente para comprobarlo), se han producido obras de carácter más
general con clara tendencia a la difusión entre el gran público, como las de
Joachim Gehrke y Kai Brodersen. Son igualmente numerosos los libros que
describen el mundo griego primando especialmente el componente iconográfico,
mediante fotografías de gran calidad y formato, provistos además de dibujos y
recreaciones ideales de los principales santuarios y ciudades, como los de
Furio Durando, que han sido traducidos a diferentes idiomas, o el más reciente
de Peter Connolly y Hazel Dodge sobre la ciudad antigua, que dedica la mitad
del texto a la ciudad de Atenas. Son también muy abundantes, y algunos también
de gran calidad, los libros de carácter juvenil o infantil, provistos
igualmente de ilustraciones a todo color y atrevidas reconstrucciones
imaginarias, que buscan presentar de un modo atractivo y ameno la civilización
griega con recreaciones de aspectos de su vida cotidiana a los más jóvenes.
Una finalidad
asumida también por diferentes series de televisión de manifiesto talante divulgativo
pero elaboradas con la calidad y la garantía del soporte de reputados
especialistas como la realizada en su día por la BBC, que fue dirigida por un
helenista de tanto prestigio como el ya citado Kenneth Dover. Dicho autor
intervenía personalmente en medio de la narración para destacar diversos
aspectos y no deja de ser significativo de la actitud que trasluce la serie el
hecho de que se emocionase visiblemente en el capítulo dedicado a las guerras
médicas al pronunciar en griego los famosos versos de los Persas de Esquilo que
resumen el pean cantado por los niarineros griegos antes del decisivo combate
naval de Salamina («oh hijos de los griegos [...] ahora es la lucha por todo»).
Son también dignas de mención en este terreno las realizadas por el mismo
canal, esta vez bajo el auspicio del Periodista y cineasta especializado en
reportajes históricos, Michael Wood, In
Search of the Trojan War (En busca de la guerra de Troya), en 1985, y In the Footsteps of Alexander the Great
(Tras los pasos de Alejandro Magno), de 1997.
Cabría
mencionar también dentro de este ámbito las grandes exposiciones que han tenido
como tema central aspectos diversos relacionados con la Grecia antigua, desde
sus mitos más emblemáticos hasta exhibiciones de tesoros o panoramas del
helenismo en una región determinada, como Ulises:
el mito y la memoria, Pandora: la
mujer en la Grecia clásica, Los
griegos en Occidente, o El tesoro de
Troya, por citar algunas de las más recientes y espectaculares. Todas
ellas, algunas pasando por diferentes sedes, han gozado de un gran éxito de
público y han encontrado una notable repercusión en los medios de comunicación,
por no mencionar exposiciones algo más circunstanciales, como la de los bronces
de Riace (los dos espléndidos guerreros de bronce recuperados del fondo del mar
en el sur de Italia que han arrebatado las portadas de los libros sobre Grecia
a esculturas clásicas tan célebres como el Auriga de Delfos o el Zeus del cabo
Artemision) en Roma, una vez restaurados, en los años ochenta, cuyas
larguísimas colas aparecían reflejadas como noticia en los telediarios del
momento.
Este impulso
de retornar a un pasado ideal y casi mágico, si se infiltra además en el mundo
de los mitos, ha inspirado también la búsqueda o la peregrinación por las diferentes
etapas del itinerario de los grandes héroes viajeros como Ulises o Jasón por
parte de navegantes aventureros como Ernle Bradford (En busca de Ulises, 1964) o Tim Severin (The Jason Voyage. The Quest
for the Golden Fleece, 1985, The
Ulises Voyage. Sea Search for the
Odyssey, 1987), que, cargados de entusiasmo y armados con la fe del
neoconverso, han proseguido incansables la estela dejada por aquellos viejo
marinos dentro de la geografía real de las costas mediterráneas o de las
riberas del mar Negro, a pesar de que sus su puestos antecesores lo hicieran
más bien a través de un espació imaginario y fantástico que sólo ocasionalmente
y de forma refractada parece señalar hacia tierras más reales. No se olvide que
ya un importante estudioso francés de la talla de Víctor Bérard había iniciado
esta misma búsqueda desesperada empleando en ella más de tres años, que luego
sería plasmada en cuatro gruesos volúmenes aparecidos entre los años 1927 y
1929, para concluir afirmando, en un momento de lucidez, que cualquier rincón
del Mediterráneo, que tan bien había llegado a conocer el propio Bérard a lo
largo de sus navegaciones, podría identificarse con las vagas y genéricas
descripciones de la Odisea homérica.
También la búsqueda de continentes perdidos, como la mítica Atlántida
platónica, o de lugares paradisíacos como «el jardín de las Hespérides» o «las
islas de los afortunados», ha atraído considerablemente la atención de
impenitentes y obstinados descubridores y de un público tremendamente fiel a
esta clase de iniciativas y lectores compulsivos de la literatura
cuasiesotérica que producen, en la que el misterio y los componentes mágicos
desempeñan un papel destacado. La continua aparición de libros sobre el tema de
la Atlántida —desde esperpénticos esoterismos hasta puestas a punto sobre el
mito en sí— y cierto interés por reivindicar la identidad de las célebres islas
sagradas con lugares como las Canarias —bien mesurado y juzgado desde la
perspectiva filológica por los excelentes trabajos de Marcos Martínez— son
pruebas inequívocas de la vitalidad de este viaje, imaginario y real, a un
irrecuperable pasado griego.
Una Grecia inventada
Al lado, pero
no siempre de forma pacífica y dialogante, de la divulgación está también la
pura invención del escenario griego antiguo y sus protagonistas a través de la
novela y del cine, especialmente a lo largo de los dos últimos siglos. Tanto en
un ámbito como en el otro, la diferencia entre los argumentos griegos y romanos
es ciertamente considerable. Roma ofrecía bastantes más alicientes en este
terreno por su mayor unidad política (había por medio una República y un
imperio repletos de personajes sobresalientes que se prestaban a la
escenificación de sus pasiones, ambiciones y locuras), por la dosis superior de
espectacularidad que proporcionaba (la Roma imperial y todo su boato circense
con las luchas de gladiadores por ejemplo, o los grandes ejércitos desplegados
en campañas triunfales por las tierras bárbaras de Europa), por una mucho más
amplia y concreta documentación de la vida interior de sus protagonistas (no se
olvide que contamos con diarios y cartas que reflejan una intimidad y unos
sentimientos personales completamente ausentes en el lado griego —la monumental
historia de la vida privada dirigida por el gran historiador francés Georges
Duby inicia de hecho su andadura con el imperio romano, dejando Grecia en la
penumbra anterior—) y en definitiva por la presencia determinante del
cristianismo dentro del mundo romano, catalizador de tantas experiencias
decisivas en este ámbito de la ficción y de las mentalidades como los célebres Ben-Hur o Quo Vadis.
Grecia
partía, por tanto, en la carrera de la ficción con una notoria desventaja. Sólo
dos de sus estados, Atenas y Esparta, eran capaces de atraer la atención por
sus gestas y personajes, y siempre dentro de una reducida escala si exceptuamos
la guerra contra los persas, que es precisamente el tema histórico que más
juego ha dado tanto en el terreno de la novela como del cine con la notable
salvedad de Alejandro Magno, novelado hasta la saciedad pero sólo llevado una
vez hasta el momento a la gran pantalla. Las reducidas dimensiones del mundo
griego en casi todos los aspectos (pequeños estados, poblaciones reducidas,
gestas locales) no permitían grandes despliegues ni una escenografía
excepcional. Faltaba también el ingrediente romántico, tan fundamental como eje
de la ficción novelesca o cinematográfica, dada la actitud griega hacia el
amor, poco propicia a los grandes idilios, que debían así ser inventados
alterando el sentido y la dirección de la historia original que se pretendía
recrear. Grecia, además, se había convertido en un ideal, una imagen casi
sacrosanta en la tradición intelectual y académica europea, que muy pocos
podían atreverse a pisotear bajando a pie de tierra lo que eran personajes
modélicos y escenarios intachables que no se hallaban fácilmente al alcance de
los simples mortales. Sólo ficciones del tipo de la emprendida por el abate
Barthélemy con su Anacarsis, en las
que el sumo cuidado puesto en la recreación histórica de los más mínimos
detalles y la puesta en escena de sus grandes personajes con la dignidad que
les era propia resultaban viables dentro de esta perspectiva.
Existían, sin
embargo, algunas otras alternativas, proporcionadas sobre todo por la mitología
y la atracción ejercida por la biografía perdida de los grandes personajes
dispuesta a ser recreada ahora a través de la imaginación de los autores
modernos. Ése ha sido, por tanto, el camino más frecuentado por los creadores
de ficción, que, bien se han limitado a devolver la vida a los antiguos héroes
con sus luchas interminables con abominables monstruos y toda clase de seres
perversos en beneficio de la humanidad o en busca de un objeto maravilloso,
aprovechando la extrema ductilidad y el colorido imperecedero de los relatos
míticos, bien han optado por una aventura intelectual algo más difícil, como la
de incorporar ideas, sentimientos y emociones en unos personajes históricos de
los que sólo conocemos, en el mejor de los casos, sus perfiles más externos a
través de testimonios ajenos, a veces muy posteriores, como en el caso de
Alejandro, o de una producción literaria que presenta serios problemas desde el
punto de vista de la autenticidad de sus expresiones como reflejo probado de su
personalidad. Las numerosas novelas y películas existentes sobre temas
mitológicos, con especial concentración sobre las figuras de Heracles y Ulises
o el tema de la guerra de Troya en general, por una parte, y la abundancia de
«biografías» noveladas de personajes como Safo, Pericles, Alcibíades o
Alejandro, por otra, ilustran con claridad estas dos tendencias.
La
utilización de la Grecia antigua como material de ficción se inició en el siglo
XVIII, apoyada seguramente en el redescubrimiento contemporáneo de viajeros y
artistas, en su emergencia cada vez más consistente como ideal y modelo
educativo y en su consiguiente e inevitable elevación a los altares de la moda,
cuyo esquivo tren muchos no quisieron desaprovechar. A él se incorporaron
autores con muy diversos intentos y desde diferentes perspectivas e
intenciones. Hubo quienes como el alemán Christoph Martin Wieland, el novelista
más importante en la época anterior a Goethe, autor de Agatón, publicada en 1766 y traducida al inglés, se sirvieron del
tema griego, particularmente del siglo IV a.C. y del período helenístico, como
simple telón de fondo sobre el que desarrollar los asuntos y problemas que más
le preocupaban, que no procedían de su escenario ideal sino de la época en la
que vivía el autor. El tema central de su obra es así el conflicto entre la
virtud y el impulso a disfrutar de los placeres de la vida, que se resuelve
mediante un equilibrio basado en la razón y el buen gusto como fundamento de
una vida feliz. Grecia aporta a la obra su legado de serenidad como filosofía
vital, de conversación ingeniosa, placeres sensuales y una cierta ironía
conciliatoria. A pesar de las apariencias, la visión de Wieland desempeñó un
papel significativo en la configuración posterior de Grecia dentro del
imaginario alemán. Esa misma función de escenario ideal de fondo para mostrar
otras preocupaciones más actuales cumplió Grecia en la novela de Johann Heinse,
Ardinghello y las islas felices
publicada en 1787, en la que su protagonista, un artista soñador, encuentra una
especie de paraíso en una isla griega cuya sociedad aparecía regida por los
patrones de la utopía platónica. Algo parecido sucede con la obra de Benkowitz,
El mago Angelion en Élide, publicada
en 1798, en la que se relatan las aventuras de un joven inglés en Grecia. El
escenario griego era muy popular, sobre todo si representaba la visión de un
mundo ideal lejano e irremediablemente perdido, que sólo podía recuperarse a
través de la imaginación a la vista de las lamentables condiciones en las que
se hallaba por entonces la Grecia real. La novela de Miss Sydney Owenson, Ida de Atenas, aparecida en 1809, cuya
protagonista, que representa todo un parangón de belleza, virtud y sabiduría
clásica en una tierra extraña donde no se valoran precisamente dichas cualidades
y que debe abandonar finalmente el suelo griego para trasladarse a Inglaterra,
revela las limitaciones de dicho escenario ideal, a pesar de la tenacidad
imaginativa de sus devotos practicantes.
En el terreno
de la recreación histórica, la denominada novela histórica, Grecia no ha
aportado grandes ejemplos. Un vistazo a las páginas del excelente libro de
Carlos García Gual sobre las novelas centradas en la Antigüedad basta para
comprobarlo. Las grandes obras de este género, tanto en el XIX como en el XX,
son indiscutiblemente de tema romano, como ponen de manifiesto títulos como los
citados de Ben-Hur, Quo Vadis, Los
últimos días de Pompeya, Los Idus de marzo, Yo Claudio o las Memorias de Adriano. En el siglo
XIX sólo unas Pocas excepciones rompen momentáneamente esta incuestionable
supremacía, como Pericles y Aspasia
de Walter Savage Landor, de 1836, Aspasia
del austriaco Robert Hamerling, de 1875, y la inacabada Pausanias el espartano de Bulwer Lytton, el conocido autor de Los últimos días de Pompeya, de 1876.
Como señala García Gual en el mencionado libro, «los romanos, más vulgares, más
cercanos, más pintorescos, se prestan a una familiaridad que no se da con los
griegos». Éstos, entronizados por la idealización ilustrada y romántica,
dejaban poco espacio a su transformación en personajes cotidianos e incluso
cuando aparecen individuos de ascendencia griega en las novelas de tema romano
adoptan, en palabras de García Gual, un toque de distinción y un halo poético
que los hace diferentes del resto de los personajes de la obra.
En el siglo
XX no cambia mucho el panorama con productos aislados como Pericles el ateniense de Rex Warner de 1963, Safo de Lesbos de Peter Green y la inagotable saga de las vidas de
Alejandro, entre las que cabe recordar las del francés Roger Peyrefitte, La jeunesse d'Alexandre, en cuatro
volúmenes, y la del alemán Gilbert Haefs. Sólo la destacada figura de Mary
Renault parece haber intentado colmar esta laguna con sus novelas de tema
preferentemente helénico en las que ha demostrado además poseer un excelente
conocimiento de este mundo y una especial sensibilidad hacia él, que la
diferencian de muchos recopiladores de noticias antiguas amasadas después en
una trama más o menos precisa y verosímil. Su cuidado estilo y la precisión de
los datos históricos que conforman el argumento de sus novelas le han valido un
enorme prestigio internacional y un considerable éxito de público. Su obra
abarca desde los tiempos míticos, a través de la figura de Teseo, y las épocas
arcaica, mediante la recreación de la vida del poeta Simónides, y clásica, con
sus reconstrucciones imaginarias del ambiente de la Atenas del siglo V a.C,
hasta llegar a la figura del gran Alejandro, de quien ha compuesto una trilogía
novelesca y una biografía con pretensiones de rigor en la que se atiene
escrupulosamente a las fuentes disponibles. Aunque se atiene estrictamente a
las fuentes y demuestra constantemente su buen conocimiento del mundo clásico,
se permite, sin embargo, la licencia de ahondar, con mayor hondura de miras y
calado, en la imagen idealizada de la cultura griega, que sigue conservando en
su obra todos los oropeles del prestigio ganado a lo largo de toda la
tradición. En la actualidad ocupa también un lugar de preferencia entre los
novelistas que se ocupan de temas griegos el clasicista italiano Valerio
Manfredi que parece haber colgado «los hábitos académicos» a favor de un oficio
mucho más agradecido y rentable después de éxitos tan resonantes como su
trilogía sobre Alejandro, reeditada
en diferentes formatos, o títulos más recientes como Quimera. La garantía de su saber no le ha impedido tampoco dar
rienda suelta a su imaginación para «mejorar y completar» aquellas partes del
relato que la ineficacia (problemas de trasmisión) o incompetencia (falta de testimonios)
de los antiguos dejó en suspenso, provocando con ello la inquietud y el
desasosiego de los modernos lectores, acostumbrados a encontrar respuestas más
contundentes a estos interrogantes que las dudas e incertidumbres habituales en
los estudiosos del ramo. Muy recientemente acaba de aparecer una nueva novela,
obra de Michel Curtis Ford, en el 2002, sobre la odisea de los diez mil
mercenarios griegos entre los que figuraba el historiador Jenofonte, autor del
correspondiente relato titulado el Anábasis,
recuperando quizá uno de los muchos, aunque todavía notoriamente
desaprovechados a favor de iniciativas mucho menos prometedoras, campos
propicios a la ficción que ofrece en este terreno, el de la aventura en tierras
desconocidas, la historia del mundo griego. El panorama en el cine es muy
parecido al de la novela, sobre todo si tenemos en cuenta que son las grandes
novelas históricas del XIX las que han proporcionado los mejores argumentos de
las películas sobre el mundo clásico en el cine moderno. De la historia griega
destacan las películas dedicadas al tema de las guerras persas, dos en
particular, La batalla de Maratón de
Jacques Tourneur en 1959 y Los 300
espartanos (conocida como el león de Esparta) de Rudolph Maté en 1962, y a
la figura de Alejandro, Alejandro el
Grande de Robert Rossen en 1955. Curiosamente los nuevos proyectos que se
anuncian en este terreno apuntan en la misma dirección, ya que se preparan en
la factoría de Hollywood —dicen que animados por el éxito arrollador de Gladiator— una película sobre Alejandro,
de la mano de Dino de Laurentis y con un popularísimo Leonardo di Caprio
encarnando al conquistador macedonio, y otra sobre la batalla de las
Termopilas, dirigida por Michael Mann bajo el título de Gates of Fire (puertas de fuego) que pretende quizá recuperar el
tono heroico de este acontecimiento, ya tratado antes con cierto éxito en el
celuloide, en tiempos de penuria creativa y decadencia de valores como los
presentes. El resto, la historia de la amistad entre Damón y Pitias en la
Siracusa del tirano Dionisio I y el Coloso
de Rodas, un típico producto de la serie denominada peplum, constituyen prácticamente todo el arsenal de la historia
griega hasta ahora trasladado a la gran pantalla. Los incuestionables méritos
de las tres primeras, y en particular de la de Alejandro de Rossen, que en opinión de Jon Solomon es probablemente
una de las películas sobre el mundo antiguo que se atiene más fielmente a la
realidad histórica y uno de los intentos más inteligentes de reflejar la Antigüedad
en el cine, no ocultan, sin embargo, sus limitaciones.
En casi todas
ellas se aprecia un claro predominio de los tópicos tradicionales que han
caracterizado la visión de la historia de Grecia como la lucha por la libertad
como ideal conductor de sus héroes o el carácter noble y elevado de sus
principales protagonistas. Los personajes aparecen traducidos a menudo a través
de una hipercaracterización maniquea de buenos y malos, tradicional en el cine
y mucho más cuestionable y dudosa en la historia, que contrasta la impecable
nobleza de los protagonistas, como el espartano Leónidas, por ejemplo, o los
amigos sicilianos antes mencionados, con la perversidad absoluta de los
malvados de turno, como el rey persa Jerjes, descrito con todos los atributos del
déspota oriental cruel y despiadado, o el tirano Dionisio. Un cuadro tan
excesivamente esquemático y simplista que obliga a los guionistas a pasar por
alto detalles tan significativos como el hecho de que el susodicho Dionisio de
Siracusa fue el mismo que invitó a Platón a su corte siciliana, una
circunstancia que podría alterar de algún modo el compacto retrato sin matices
correctores de ninguna clase que den el estereotipo del malvado. Esta visión
estereotipada del mundo antiguo se refleja también en los diálogos y
parlamentos de los personajes, que resultan con frecuencia excesivamente
engolados y presuntuosos con una predilección quizá abusiva del lenguaje de
tipo oracular o gnómico que aparece reflejado en los aforismos. La sensación de
falta de autenticidad que trasmiten, aunque sea sólo para los más enterados, se
aprecia también en la absurda incongruencia con que se mezclan decorados que
están completamente fuera de su tiempo y función, como si la Antigüedad en
conjunto fuera un lote indistinto y homogéneo del que pudieran extraerse sin
más contemplaciones los elementos decorativos necesarios sin parar mientes si
encajan con el tiempo elegido o con la función que desempeñaron en su momento.
Aparecen así templos o palacios de una arquitectura sospechosa con órdenes
dóricos donde nunca los hubo, como en Troya, pinturas propias de la cerámica
adornando murales o las ruinas de un templo arcaico como telón de fondo a
escenarios intemporales del mito. Una Grecia, en suma, artificial en la que
sobre un fondo de cartón piedra, que recuerda mucho más a la Roma imperial que
a cualquier escenario griego real, se despliega el discurso solemne y las
maneras grandilocuentes de unos personajes estereotipados que son el resultado
de los modelos heroicos y ejemplares, extraídos en parte de Plutarco aunque con
notorias licencias y una desmedida afición a los tópicos inveterados, más que
de un intento serio y riguroso por reconstruir una determinada realidad
histórica.
El embrujo de la mitología
Uno de los
elementos clave de la atracción que la Grecia antigua ha venido ejerciendo a
través de los siglos es, sin duda alguna, su rica y sorprendente mitología.
Probablemente es junto con la tragedia, que no es sino una particular
interpretación de los propios mitos, el aspecto de la cultura griega que ha
perdurado con mayor fuerza y vivacidad a lo largo de la historia y resiste
mejor el paso inclemente y lacerante del tiempo sin que se noten en exceso sus
huellas demoledoras. Los mitos griegos han sido contados, reelaborados, reinterpretados
y convertidos en símbolos y emblemas inconfundibles en infinidad de ocasiones,
casi desde su misma aparición en escena, cuando los encontramos ya de pleno
incorporados dentro de los poemas homéricos, en lo que no deja de ser una etapa
más, quizá inicial, de este prolongado proceso. Sus temas y personajes han
inspirado a poetas, novelistas, dramaturgos y artistas de todas clases
construyendo una larga y densa tradición, que arranca ya con los propios
griegos y arriba hasta nuestra propia época, cuando nos enteramos de que J. K.
Rowling, la autora de un éxito editorial tan resonante como Harry Potter, trasladado también al
cine, se inspiró en sus comienzos en la mitología griega. El encanto de las
viejas y repetidas historias sobre los dioses y los héroes griegos se mantiene
intacto todavía en nuestros días, bien de forma directa, con el relato sencillo
de sus andanzas sin más pretensiones eruditas o filológicas, o camufladas y
transformadas en productos de nuevo cuño, mas adaptados a los requerimientos
terroríficos del mercado y de la audiencia.
Los libros
sobre mitología siempre han gozado de buena acogida entre el público. Además de
las introducciones en la materia con afán divulgativo pero con la seriedad y el
rigor pertinentes que se publican en todas las lenguas, como los de García Gual
y Suzanne Said, por citar sólo los más recientes de que disponen los lectores
en castellano, abundan también los repertorios de los principales mitos
contados de forma sencilla en un sinfín de colecciones, de los que sería largo
y prolijo citar siquiera algunos ejemplos, o libros de gran formato, a modo de
enciclopedias y acompañados por numerosas imágenes de la representación de los
mitos en el arte antiguo y en la pintura y escultura modernas, proporcionando de
este modo, aunque la mayor parte de las veces sólo se utilizan a modo de
ilustración, no sólo el relato del mito en cuestión, sino los ecos posteriores
de su reinterpretación y la continuidad en el tiempo de determinados símbolos,
desde los pintores renacentistas hasta Picasso y el arte más vanguardista de
última hora. Las obras destinadas a recontar a su manera las antiguas historias
de siempre, con más o menos apoyo de las fuentes clásicas respectivas, han sido
una constante desde las Cartas a Emilia
sobre la mitología de Demoustier, publicadas en 1786, que no eran otra cosa que
una serie de disertaciones y poemas sentimentales sobre las hazañas de los
héroes y que consiguió una gran popularidad a finales del siglo. Libros como
los del poeta y novelista británico Robert Graves (Los mitos griegos, aparecido por primera vez en 1955 y ampliamente
reeditado posteriormente), del escritor italiano Roberto Calasso (Las bodas de Cadmo y Harmonía, 1989) y,
más recientemente del estudioso francés Jean Pierre Vernant (El universo, los dioses, los hombres: el
relato de los mitos griegos, 2000) han seguido, cada uno a su peculiar
manera, los pasos en esta dirección. Los tres nos presentan algo más que un
mero relato actualizado de una selección de viejas historias para profundizar a
su manera en una reflexión sobre el enigmático sentido de todo este mundo,
aparentemente frivolo y pintoresco y en el que el erotismo desempeña un papel
capital. Sin embargo, no se olvida tampoco en ningún momento el mero placer de
fabular, de contar de nuevo una historia inolvidable que ya posee por sí sola,
sin necesidad de que le añadamos más interpretaciones propias o ajenas, nuevas
o vetustas, el encanto suficiente para atraer nuestra atención.
Los temas
míticos han ocupado un espacio importante dentro de la ficción sobre la Grecia
antigua, tanto en la novela como en el cine. Acontecimientos decisivos como la
guerra de Troya o aventuras espectaculares como el viaje de los Argonautas, el
regreso de Ulises, los trabajos de Heracles, las hazañas de Perseo y Teseo, o
todo el ciclo trágico, han concentrado de forma preferente casi toda la
atención. Las obras de autores ya mencionados como Robert Graves (El vellocino de oro) y Mary Renault (Teseo) o de la alemana Christa Wolf
sobre Casandra, actualizan el relato
del mito o lo reinterpretan desde una perspectiva actual, como Wolf, que
cuestiona los valores sociales desde la condición femenina. Los mismos temas,
con la adición de Orfeo y un particular interés en la figura de Helena,
acaparan también las obras cinematográficas al respecto, desde la Odisea de Homero de 1911 hasta la
reciente serie de televisión sobre Jasón
y los Argonautas en el 2000 (se anuncia también entre los nuevos proyectos
de Hollywood una recreación más de la guerra de Troya). En muchos de ellos se
observan las mismas limitaciones señaladas ya para los temas históricos con el
añadido de un mayor distanciamiento del relato original, cuando éste existe de
alguna manera, una mayor incongruencia en la elección del vestuario y los decorados
y unos efectos especiales para representar la aparición de seres
extraordinarios y sobrenaturales, inevitables en su intento por crear en el
espectador la sensación de encontrarse en un universo mágico completamente
diferente del de la realidad cotidiana, que van desde la más esperpéntica
pantomima hasta los ingenios más sofisticados fruto de la habilidad personal
(los trucos ópticos de Ray Harryhausen en Jasón
y los Argonautas o en Furia de
Titanes) o de las nuevas tecnologías (el Hercules de la Disney en 1997).
No cabe duda
de que si el cine ha demostrado hasta la fecha una cierta incapacidad a la hora
de incorporar a la pantalla de una forma digna y creíble a los grandes
personajes de la época clásica como Pericles, Alcibíades o Sócrates —excepción
hecha del famoso documental de Roberto Rosellini que no pasó de esa categoría—,
en el terreno de la mitologia estas dificultades se ven todavía más acentuadas
por la propia naturaleza del material, huidizo y desconcertante, apto al mismo
tiempo para la profusión de la fantasía y la banalización más insípida. Hasta
el momento, las películas acerca del mito griego que mayor hondura de miras han
demostrado son precisamente aquellas que han exhibido menos espectacularidad en
su puesta en escena, optando en cambio por una actualización que desmonta
necesariamente toda su envoltura mítica, como ha sucedido con los filmes
dedicados a la figura de Orfeo por los franceses Jean Cocteau y Albert Camus.
Por el contrario, las realizaciones más brillantes en este campo, Jasón y los Argonautas y Lucha de titanes, que conservan la magia
del escenario y potencian la sensación de distanciamiento del mundo real con
todo su brillante aparato de imágenes, resultan escasamente profundas desde un
punto de vista intelectual, para limitarse, una vez más, a una simple
recreación del relato original, cualquiera que éste fuese, sin otra pretensión
que la de entretener al auditorio.
Los mitos
griegos se caracterizan por su extrema ductilidad, que ha hecho posible sus
sucesivas adaptaciones e interpretaciones a lo largo de los siglos sin que se
altere, básicamente, su significado, su extraordinaria fuerza simbólica y
evocativa, capaz de representar los más diversos aspectos de la experiencia y
convertirse en la mejor metáfora de la condición humana hallada hasta la fecha,
su incomparable capacidad de seducción, puesta de manifiesto en la mera
utilización de los nombres de sus protagonistas como dispositivos publicitarios
o para etiquetar toda clase de proyectos y negocios con pretensiones de
prestigio y reconocimiento, su valor educativo, ya reconocido, a su particular
manera, por Platón y aseverado ahora por la antropóloga Margaret Mead al
señalar cómo los jóvenes se hallan inmersos dentro de una fase de la existencia
que reclama modelos previos y establece una relación entre el modelo y la
propia situación vital, y, por fin, su inquebrantable vitalidad, que le ha
permitido subsistir incluso a toda clase de utilizaciones espurias, como las de
la publicidad, y a los intentos reiterados de trívialización o deformación
burlesca, que desde las parodias de Luciano, pasando por su equiparación a
simples fábulas primitivas en el XVIII, arriban hasta nuestros días.
La mitología
griega se ha convertido para nuestra cultura en un tesoro de símbolos decisivo,
como apuntaba Lasso de la Vega, que ha permitido tratamientos tan diferentes de
los de la lectura tradicional de los autores clásicos como los del Ulises de Joyce, que utiliza el mito
para contener y dar forma a toda la carga desaforada de reminiscencias que
evocan la vida en Dublín, o el de Ezra Pound, que reclama el lado negativo del
héroe homérico para reflejar su propio yo, por no mencionar el Sísifo de Albert Camus, que adquiere
toda una nueva valencia al pasar de figura prototípica del escarmiento de la
locura humana a paradigma elogioso de esta misma condición del hombre mostrando
que a través de su eternamente repetitiva tarea todavía resulta posible la
experiencia de la libertad dentro de un mundo incomprensible y absurdo que
culmina con la muerte. Ha proporcionado lemas «publicitarios» que poseen
evocaciones y resonancias inconfundibles como el de la diosa sabia y prudente,
Atenea, el del dios ágil y veloz dispuesto a adoptar con suma facilidad
cualquier iniciativa, Hermes, el del origen de todos los males del mundo e
inicio de todos los problemas, la caja de Pandora, el de una diosa madre a la
que todo debemos y con la que conviene guardar la relación de fidelidad
adecuada, la tierra (Gaia), el del rebelde por antonomasia, preocupado del bienestar
de la humanidad y dispuesto al sacrificio con tal de llevar a cabo su
desesperada lucha contra la tiranía, Prometeo, el del viajero impenitente y
arriesgado, abierto a nuevas experiencias, Ulises y su «odisea», o el de un
héroe empeñado por la fuerza en liberar a la humanidad de todas las
aberraciones que dificultan su existencia a costa de terribles sacrificios
personales, Heracles. La lista podría seguir, pero no es necesario. Baste
recordar cómo el mito griego sigue siendo utilizado todavía en este sentido con
gran eficacia, incluso fuera de un contexto clasicista. Ejemplos ilustrativos
son los títulos bien significativos de algunas obras punteras de la
antropología, como el conocido libro de Bronislaw Malinowski sobre la vida de
los indígenas de las islas Trobriand calificados como Los Argonautas del Pacifico occidental, sin que existan más
alusiones a la correspondiente leyenda griega, o en el más reciente de la
antropóloga americana Mary Helms, Ulysses'
Sail, donde no existe referencia alguna al héroe homérico fuera de la
portada, ya que la obra se ocupa de las relaciones entre el poder, el
conocimiento y la distancia geográfica en un contexto general. En este mismo
terreno cabe mencionar también el nombre del detective protagonista de la
conocida serie policíaca de la inefable Ágata Christie, Hercules Poirot, que en
doce novelas publicadas entre 1939 y 1947 debe resolver un enigma que
corresponde con cada uno de los célebres doce trabajos del héroe griego, si
bien lo hace dentro de un marco contemporáneo que implica la trasposición de
los episodios míticos mediante metáforas o alegorías que implican ya de por sí
una cierta interpretación del mito. En el momento en que se redactan estas
líneas aparece en los escenarios un espectáculo de danza de un conocido
bailarín del momento que lleva por título Minotauro
y en los medios de comunicación se anuncia a bombo y platillo una operación a
nivel europeo para la persecución de la inmigración ilegal a la que han dado el
nombre de «Ulises». El mito griego, convertido en metáfora brillante de la
condición humana, en puerta privilegiada de acceso a la interpretación de la
realidad con toda su problemática y aterradora ambivalencia o en eficaz reclamo
simbólico y publicitario, continúa utilizándose, incombustible, corno una
prueba evidente del irresistible encanto que todavía los griegos continúan
ejerciendo entre nosotros.
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