La fascinación por el griego
El prestigio
del griego como lengua de cultura internacional en todo el Mediterráneo a
partir del período helenístico fue un hecho reconocido por los propios romanos
cuando se hicieron dueños y señores de todo el Oriente helenístico, incluida,
claro está, la propia Grecia. Fueron numerosos los miembros de la élite
dirigente romana que aprendieron el griego y lo llegaron a dominar con la
fluidez necesaria como para ser capaces de dirigir discursos en esta lengua. Un
ilustre ejemplo es el cónsul Flaminino, ya mencionado en capítulos anteriores
como artífice de la política romana en Grecia durante la primera fase de la conquista
a comienzos del siglo II a.C. El gusto por el griego penetró también a fondo en
los estamentos superiores de la propia sociedad romana impregnando facetas tan
importantes como el ámbito de las emociones y los sentimientos más profundos,
que al parecer se hacían en griego.
El propio
Julio César, según el testimonio de Suetonio que es corroborado también por el
historiador Dión Casio, habría pronunciado en griego la famosa frase dirigida
hacia su hijo adoptivo Bruto en el momento de su asesinato al ver que figuraba
entre los homicidas. La célebre expresión latina tu quoque, fili mi no figura, de hecho, en ningún texto antiguo y es
una traducción de los gramáticos del Renacimiento que fue luego retomada por el
también gramático francés del sido XVIII Lhomond en sus De viris illustribus urbis Romae, una obra que gozó en su tiempo de
gran difusión. Algo similar sucede con la no menos célebre alea iacta est que César pronunció al atravesar el río Rubicón,
cuando se disponía a marchar con su ejército contra Roma contraviniendo las
disposiciones del Senado en este sentido e iniciando así lo que sería una
auténtica guerra civil. Parece que la frase dicha en griego tendría como
traducción «que el dado haya sido tirado», más aproximada a la idea original
relativa a la suerte decantada por el inicio de un juego. Dos momentos
decisivos de la vida de César en los que la emoción se imponía por encima de
todo encontraron en el griego su mejor manera de expresión.
Este recurso
al griego para expresar sentimientos y emociones personales cuando no se
encontraba en latín la formulación más adecuada fue también característico de
Cicerón en su correspondencia, a pesar de que en el resto de su obra pugnase
continuamente por restablecer el equilibrio entre las dos lenguas y sus
respectivas culturas cuando no se decantaba descaradamente por la supremacía
del latín como una defensa apasionada ante la subordinación a lo griego. Era
bien conocido, en efecto, el complejo de inferioridad que experimentaban en
este terreno algunos intelectuales latinos como Lucrecio, que se quejaba de la
«indigencia de nuestra lengua paterna» comparada con los innumerables cursos
del griego. Valerio Máximo pedía, en cambio, insistentemente verdaderas medidas
de protección contra un biligüismo que concedía a sus ojos excesiva importancia
al griego. La lengua griega ejercía una fascinación indudable sobre muchos
romanos y se aprendía a temprana edad, pero al mismo tiempo inspiraba una
cierta desconfianza que conducía a algunos personajes oficiales a condenar su
uso er público. Así el emperador Tiberio, que no sólo había aprendido el griego
sino que incluso lo hablaba al parecer a la perfección y era capaz de componer
poemas en dicha lengua, rechazaba abiertamente la posibilidad de utilizarla en
sus alocuciones al Senado. Algo similar sucedió con el emperador Claudio, quien
a pesar de la especial predilección que sentía por el griego, llegando incluso
a escribir dos obras históricas en esta lengua, desposeyó de la ciudadanía
romana a un individuo procedente de Oriente por su incapacidad de hablar latín
en Roma. De hecho el adjetivo bilinguis
poseía una clara connotación de carácter peyorativo en lugar de ser un elogio
sobre la capacidad lingüística, ya que con él se hacía referencia a la
duplicidad, algo que chocaba frontalmente con la exigencia romana de rectitud.
Sin embargo, a pesar de las prevenciones y los prejuicios, todavía en plena
época imperial los discursos de Favorino, un orador nacido en la Galia que
había aprendido griego en Marsella, provocaban en Roma entusiasmo incluso entre
aquellos que aunque no entendían el griego escuchaban su melodiosa voz
embelesados, según nos cuenta Filóstrato.
Incluso entre
los judíos, que se mostraron siempre extremadamente celosos de salvaguardar su
sabiduría y sus costumbres de cualquier tipo de interferencia o influencia
extranjera, se produjeron algunos casos que revelan la fascinación que el
griego como lengua ejerció sobre algún miembros de las élites dirigentes,
dentro de una corriente general en la que las capas altas de la sociedad judía
veían en la helenizacíón la forma más adecuada de preservar sus privilegios
políticos dentro del imperio seléucida. En el Talmud, término que aglutina la ley oral judía puesta por escrito
en el siglo II d.C. y su correspondiente comentario, menciona la belleza de la
lengua griega en conexión con un pasaje del Génesis que hace referencia a la
raíz del nombre «Japhet», antecesor de los griegos, que estaba compuesta por
tres consonantes que en hebreo significaban «belleza» o «hermosura». Hubo, sin
embargo, con mucha mayor intensidad que entre los romanos, una fuerte oposición
al aprendizaje del griego que, al desembocar de forma irremediable en la temida
«sabiduría griega», significaba una traición abierta del pueblo y del dios de Israel.
La
fascinación ejercida por la sonoridad y armonía de la lengua griega se dejaba
sentir incluso entre sus propios hablantes, como el estudioso bizantino Miguel
Pselo, quien afirmaba que durante la lectura de los discursos de Gregorio
Nacianceno era cautivado de tal modo por su dicción que dejaba de pensar por
completo en el sentido que tenían las palabras. También los escasos monjes y
estudiosos medievales que llegaron a poseer un conocimiento, aunque fuera
somero, de la lengua griega se consideraban unos privilegiados y hablaban de
ella como de un «néctar sagrado», envidiado y deseado por los otros, que debían
limitarse a llorar por tan desdichada y lamentable ignorancia. Éste fue el caso
de Petrarca, que a pesar de sus intentos por aprender griego no llegó nunca a
dominar lo suficiente dicha lengua como para poder leer sus textos, en
particular a Homero, cuyas palabras originales en griego deseaba tan vivamente
sentir que escribió a un legado de Bizancio en la corte papal que le había
regalado un códice de la Ilíada: «Homerus tuus apud me mutus [...] quam cupide
te audirem» (tu Homero está mudo a mi lado [... ] cómo desearía poder
escucharte). La recuperación del griego como lengua a lo largo del Renacimiento
y su creciente difusión entre los humanistas y estudiosos europeos condujeron
en algunos casos a su sacralización como instrumento de comunicación y
expresión que había alcanzado la perfección. El poeta francés Joachim du Bellay
se lamentaba así de que su lengua nativa, el francés, no fuera tan rica como el
griego y el impresor Henri Estienne lo consideraba la reina de todas las
lenguas. Erasmo declaró que el griego era necesario, ya que todo conocimiento
debía ser buscado entre los autores griegos, y Melanchthon, que había sido
nombrado profesor de griego en la nueva Universidad de Wittemberg, afirmaba que
el griego era tan necesario para la vida como el mismísimo aire o el fuego,
puesto que era la fuente no sólo de la sagrada doctrina sino del resto de las
artes. El monarca inglés Enrique VIII intentó aprender griego y sir Thomas
Elyot, uno de los miembros de la corte que formaba también parte del círculo de
Tomás Moro, aconsejaba a los padres que enseñaran griego a sus hijos a la edad
de siete años, ya que no existía ninguna lección comparable a Homero para un
muchacho de esta edad.
El atractivo
del griego, junto con el estudio de todo aquello que implicaba desde el punto
de vista literario e histórico, fue suficiente para hacer virar bruscamente la
tendencia al escapismo del que sería luego el más ilustre de los helenistas
franceses, Guillaume Budé, que abrumado por sus estudios de derecho, hacia los
que le había abocado la decisión paterna, buscaba incesantemente nuevas
diversiones que le distrajeran de una tarea que no colmaba en modo alguno sus
aspiraciones y deseos. Su contacto con los estudios griegos bajo la influencia
del estudioso bizantino Janus Lascans, que había llegado a París en 1494 de la
mano del monarca Carlos VII, cambió radicalmente su trayectoria vital y se
convirtió desde entonces en un extraordinario conocedor del griego, sobre el
que poseía una competencia indiscutida, y en un erudito reconocido en todo lo
relativo a la Antiguedad clásica.
El griego
continuó provocando encendidos entusiasmo en quienes lo descubrían y se empeñaban
en aprenderlo, al tiempo que enconadas frustraciones en aquellos que fracasaban
en el intento o daban por perdida, ya de entrada, la batalla. Algunos
descubrieron el encanto de la lengua griega a una edad temprana, como el
estrafalario Heinrich Schliemann, que renovó el estudio de la prehistoria
griega con el hallazgo de las ruinas de Troya y Micenas en el último cuarto del
siglo XIX. Al parecer, según refiere el propio Schliemann, durante su
adolescencia escuchó recitar pasajes homéricos a un pastor borracho en la
cantina donde trabajaba y quedó completamente fascinado por su sonoridad y
armonía a pesar de que era incapaz de entender una sola palabra, llegando
incluso a costear de su más que reducido bolsillo algunos de estos improvisados
«recitales». Su posterior carrera triunfal en el mundo de los negocios no le
hizo olvidar esta fascinación cuando decidió aprender el griego en último lugar
para no distraer así sus objetivos más pragmáticos y consagrarle sólo toda su
atención en el momento en que ya disponía de plena autonomía financiera. Otros
descubrieron el griego a una edad madura, como el poeta italiano Vittorio
Alfieri, que comenzó a estudiarlo cuando tenía ya 50 años, o el novelista ruso
Tolstoi, que lo aprendió a los 42 y, cuando ya era capaz de leer textos
originales, escribió a un amigo que «sin el conocimiento del griego no existe
educación», motivo que le impulsó a enseñárselo fervientemente a sus hijos.
Otros, aunque
empezaron su estudio a temprana edad, lo abandonaron por diferentes circustancias
y volvieron a él en una época posterior de sus vidas con renovados entusiasmos.
Este fue el caso del poeta inglés Robert Browning, que comenzó a aprender
griego a los ocho años guiado por su padre, quien de forma amena y comprensiva
le ayudó a dar los primeros pasos en la materia, pero como tantos otros sufrió después
una nefasta enseñanza en la universidad que le apartó de los clásicos hacia
temas medievales hasta que de nuevo, inducido esta vez por su esposa, la
también poetisa Elisabeth Barrett, se encendió de nuevo su afición por el
griego y nunca más volvió a perderla. Algo similar le sucedió poeta francés
Leconte de Lisie, quien, aunque era mediocre en griego, se dedicó a él con
intensidad y le consagró una gran arte de su vida, lo que le permitió publicar
traducciones de la Ilíada y la Odisea que inflamaron a los lectores más
jóvenes de su tiempo. Inspirado precisamente por la traducción de Leconte de
Lisie, el poeta y novelista francés Pierre Louys, autor de algunas novelas
eróticas célebres, aunque no había aprendido griego en la escuela y había
contemplado desde la distancia y con cierto desagrado los poemas homéricos,
comenzó a aprender el griego en serio a los 18 años, llegando incluso a
traducir los epigramas de Meleagro y los diálogos de las cortesanas de Luciano.
Incluso pretendió hacer pasar su obra más célebre, aunque no la más popular, Las canciones de Bilitis, por la
traducción de un manuscrito griego original que había encontrado en una tumba.
También a una edad similar, a los 16 años, empezó a estudiar griego el
novelista inglés Thomas Hardy aprovechando los escasos ratos libres que le
dejaba su trabajo como ayudante de un arquitecto entre 5 y 8 de la tarde. Entre
los sonados fracasos cabe señalar, además del ya mencionado de Petrarca, el de
San Agustín, que admite con toda franqueza en sus Confesiones su incapacidad para aprender griego, o el del filósofo
Jean Jacques Rousseau, que intentó aprender griego a los 37 años pero hubo de
renunciar a la empresa. Algunos expresaron de forma manifiesta dicha
frustración, como el poeta romántico inglés John Keats, que calificaba su
incapacidad para leer la lengua griega de «gigante ignorancia».
La
fascinación por la lengua griega se vio aupada ademas por la creencia en el
principio de que algunas lenguas mostraban una mayor cercanía a la naturaleza y
se consideraba que, dentro de ellas, el griego exhibía una transparencia y
universalidad sin paralelo. Dicho entusiasmo por el griego activó, junto con
los ideales estéticos forjados por Winckemann, la obsesión germana por la
Antigüedad griega que se consolidaría institucionalmente en el famoso ideal
educativo (Bildung) incorporado en el sistema de educación aleman ideado por
Wilhelm von Humboldt. El papel decisivo de a lengua griega en esta renovación
educativa fue considerable si atendemos a la preeminencia de su estudio dentro
del gymnasium y a la oleada de
estudios filológicos elaborados a lo largo de todo el siglo XIX y el primer
tercio del siglo XX en las universidades y academias alemanas inspiradas por
estos ideales. El griego no era ya concebido como un mero instrumento, sino
como un fin en sí mismo, tal y como proclamaba nada menos que el gran filósofo
Hegel en un discurso pronunciado en 1809 cuando era director de un liceo en
Nuremberg. Según Hegel, la verdadera riqueza de los clásicos, es decir, su
valor y su sentimiento patriótico, así como el modelo que proporcionaban sus
acciones y su elevada estura moral, se hallaba directamente correlacionada con
su lengua y se perdía de inmediato en la tarea de la traducción. Por ello
resultaba esencial el estudio en profundidad de la lengua griega y la
consecución de una completa familiaridad con ella que permitiera disfrutar en
el mayor grado posible sus obras, captando todos sus aspectos y cualidades intrínsecas.
Una doctrina que, con algunos cambios y matizaciones, constituyó el fundamento
del liceo alemán durante más de un siglo. Esta sacralización del griego como
lengua se aprecia todavía en una obra de la filología germana posterior, como
la de Eduard Norden, consagrada a la prosa artística griega, donde se afirma
que la naturaleza había obsequiado a los griegos con una lengua que era capaz
como ninguna otra de materializar en forma plástica las más delicadas
inflexiones del sentimiento. La sensación de afinidad entre el alemán y el
griego constituyó así durante largo tiempo una expresión de orgullo cultural y
significaba el despertar de la identidad nacional, auspiciado por un proceso de
identificación entre los respectivos pueblos que hablaban dichas lenguas.
Sin embargo,
a pesar de todas estas explosiones de júbilo o de frustración, de la elevación
a los altares de una gramática cuya inapelable lógica era considerada como un
elemento formal educativo de incomparable poder y de la machacona insistencia
en el terreno lingüístico que muchos estudios filológicos han emprendido desde
entonces hasta nuestros días, argumentando en parte sobre razones similares
basadas en la propia esencia de un lengua excepcional, parece hoy en día
admitido que no hay nada en sí, ni en la fonología, la morfología, la sintaxis
o el léxico de una lengua, que sea por sí mismo portador de prestigio o que
demuestre la indiscutible superioridad mental del pueblo que la habla sobre los
demás. Cuando se dice que una lengua es prestigiosa, con dicha expresión se
hace referencia en realidad a los logros culturales conseguidos por sus
hablantes como grupo o a la literatura que han producido, así como al grado de
influencia que ha ejercido en la historia posterior por su especial posición
hegemónica dentro de una tradición cultural determinada. El griego no parece
que sea una excepción en este sentido a pesar de las indudables lealtades y de
los sinceros entusiasmos suscitados por quienes hemos tenido la fortuna de
entrar en contacto, más o menor intenso y continuado, con ella.
Algunas formas de aprender griego
El
aprendizaje del griego ha debido superar a lo largo del tiempo una serie de
dificultades. Conservado como lengua viva en el Oriente bizantino y en zonas
del sur de Italia, en el resto de Europa hubo de ser enseñado y aprendido a
partir de los rudimentos más elementales. No existió en Occiden durante la Edad
Media una gramática de la lengua griega con la que pudieran iniciarse los
estudios de griego, en una forma similar a la que se aprendía latín a partir de
los textos gramaticales de Donato y Prisciano, ambos muy populares a lo largo
del período medieval hasta el punto de que todavía nos quedan del segundo cerca
del millar de manuscritos. El único instrumento «didáctico» en este terreno
legado por la antigüedad tardía, como en el caso de los gramáticos latinos mencionados,
era la Ars grammatica de Dositeo, que
estaba dirigida a los griegos que desearan aprender latín y se presentaba en
parte en una versión paralela de las dos lenguas. Su utilidad no era mucha, ya
que sólo se podían deducir parcialmente los elementos gramaticales básicos de
la lengua griega. Los intentos por redactar una gramática del griego fueron
escasos y, a lo que parece, de reducida incidencia, como un manuscrito de la
biblioteca de Laon del siglo IX que contiene un esbozo de estas características
o la tentativa de compilar una gramática por parte de Froumundo de Tegernsee.
La primera de estas iniciativas parece que está relacionada con el círculo de
monjes irlandeses en torno a la figura de Martín de Laon, y es bien sabido el
enorme interés de aquéllos en el estudio del griego, considerado uno de los
componentes de una educación ideal por ser una de las lenguas originales de la
Biblia. Estos monjes habían conseguido reunir un curioso y variado vocabulario
griego a partir de los escasos textos bilingües de las Sagradas Escrituras,
como el Salterio, que constituía el libro más familiar para los latinos en el
Medievo, de glosarios trasmitidos del sistema escolar antiguo que contenían
también algunas expresiones somáticas o de referencias casuales halladas en la
obra monumental de Isidoro de Sevilla. Faltos de cualquier referente gramatical
de envergadura, acogían las palabras tal cual aparecían mezclando así diferentes
casos o formas verbales o inventando la autoridad requerida en caso de no
encontrarla a mano.
A pesar del
entusiasmo de sus promotores y del esfuerzo puesto en la empresa, la falta
desesperante de textos y la casi total ausencia de autoridad por parte de los
profesores confían el empeño de aprender griego en una misión practicamente
imposible. Sus conocimientos, notables a pesar de todo, no alcanzaron casi
nunca el umbral de la gramática y quedaron casi siempre en el terreno de la
pura lexicografía. Los contactos con el Oriente bizantino no resultaron todo lo
fructíferos que habría cabido esperar en este aspecto. Es cierto que el
debilitamiento del poder bizantino en el siglo XII y la constitución del
imperio latino hicieron los contactos más asequibles y facilitaron el
conocimiento del griego entre quienes viajaban hasta allí, si bien se trataba
en su mayor parte de soldados, monjes o comerciantes que hablaban el griego
necesario para sus fines utilitarios pero desconocían por completo la gramática
y eran, por tanto, incapaces de enseñar la lengua a otros siendo como eran
además en su mayoría gentes desprovistas de cualquier tipo de educación formal
o de intereses culturales. La única alternativa disponible se hallaba en el sur
de Italia, a donde acudió un personaje tan insigne de los estudios griegos
anteriores al Renacimiento como fue el obispo de Lincoln, Roberto Grosseteste,
que sin embargo aprovechó la coyuntura de la conquista de los territorios
bizantinos para conseguir que le enviasen gramáticas griegas procedentes de
aquellos territorios. Una generación después el monje franciscano inglés Roger
Bacon supo sacar partido de sus contactos con griegos o con gentes que habían
conseguido aprender griego in situ
para elaborar una gramática elemental a finales del XIII que concedía la
primacía al alfabeto, a la fonética y a la ortografía, mientras que la
morfología era tratada de forma mas bien breve con paradigmas fáciles de
recordar.
La labor de
los italogriegos en la enseñanza de la lengua griega tiene sin duda su
importancia, pero no llegó a cuajar como iniciativa y sus éxitos fueron más
bien modestos. La labor desarrollada por Barlaam en la corte papal de Avignon
con Petrarca no culminó de forma brillante, como ya había sucedido
anteriormente con Juan de Salisbury en un tipo de iniciativa similar. Algo más
eficaz parece haber resultado labor de Leoncio Pilato, un calabrés discípulo de
Barlaam que se asentó en Florencia a mediados del XIV para enseñar griego
después que las gestiones de Boccaccio consiguieran disuadirle de sus
ambiciones episcopales que le impulsaban a buscar acomodo en la sede papal
francesa. Con él, el autor del Decamerón
profundizó sus conocimientos de griego en una medida mucho mayor de lo que
había conseguido Petrarca con su maestro griego. Sin embargo, la verdadera
revolución en el aprendizaje del griego se produjo con la llegada de un
embajador bizantino en 1397 a Florencia, traído por el empeño del canciller
Coluccio Salutati, que se convirtió en el promotor más enérgico de los estudios
griegos en esta ciudad. Se trata del célebre Manuel Crisoloras, que escribió
como material de apoyo para sus enseñanzas una gramática elaborada con el
formato de preguntas y respuestas que llevaba por oportuno título el de Erotemata. Dicha obra se convirtió en el
primer texto didáctico para el aprendizaje del griego que se difundió por todo
el Occidente latino, sobre todo después que uno de sus discípulos, Guarino de
Verona, reelaborase la obra en latín, haciendo con ello posible su utilización
sin la necesidad inevitable de contar con un maestro griego al lado para
interpretarla. Crisoloras tuvo el éxito que Pilato no había conseguido al ser
capaz de simplificar los tradicionales libros de gramática eliminando las
complejidades desconcertantes que atormentaban a los escolares bizantinos.
Redujo las categorías de los nombres de 56, como figuraban en un manual
posterior obra del estudioso Manuel Moscópulos, a tan sólo 10. La lengua seguía
resultando difícil, pero consiguió acercarla a un grupo de estudiosos dotados y
diligentes, que en el curso de un año eran capaces de lograr un alto grado de
competencia lingüística. En la mayoría de los casos el estudiante debía
aprender por é1 mismo, por lo que el manual de Crisoloras significó un importante
y decisivo avance en la enseñanza del griego.
Otras
gramáticas producidas en estos tiempos que tuvieran incidencia en los
humanistas deseosos de aprender griego fueron la introducción gramatical
elaborada por Teodoro de Gaza y la gramática de Constantino Lascaris, que se imprimió
en 1496 y se convirtió así en uno de los primero productos de la nueva
tecnología, la imprenta, para cubrir las necesidades de los estudiantes de
griego. Sin embargo, la existencia de estos «manuales» no acabó ni mucho menos
con el sistema más generalizado consistente en la confrontación del texto
griego con la traducción latina correspondiente, una práctica común a tenor de
lo que afirma el impresor veneciano Aldo Manucio en una carta en la que declara
que es a través de la comparación sistemática del texto de las obras zoológicas
de Aristóteles con su traducción latina a cargo del mencionado Teodoro de Gaza
como han aprendido griego los humanistas más destacados de la época como Pico o
Poliziano. El número y la calidad de las versiones latinas de textos griegos
habían comenzado a aumentar tras la estancia de Crisoloras y, por tanto, la
comparación podía resultar efectiva al ser cada vez más fíeles los textos
latinos a los originales griegos. La aparición y difusión de la imprenta
colaboró también de forma decidida en la empresa. El propio Aldo Manucio
contribuyó también a la labor de enseñanza de la lengua griega al editar
instrumentos esenciales para su aprendizaje como gramáticas, libros para la
escuela, diccionarios, comentarios y obras enciclopédicas. Esta misma
iniciativa sería asumida también por otra ilustre familia de impresores y
estudiosos franceses, los Estienne, uno de cuyos miembros, Henri II, publicó
nada menos que 74 textos griegos de los que 18 eran primeras ediciones y llevó
a cabo una de las obras más grandiosas de los estudios griegos en el Renacimiento
como fue el Thesaurus Linguae Graecae.
El primer libro impreso en griego, la Batrocomiomaquia
pseudohomérica, vio la luz en 1473, y a partir de 1500 los textos griegos
empezaron a abundar, así como las traducciones correspondientes. Entre 1494 y
1515 Aldo Manucio publicó más de 27 autores griegos, entre los cual figuran las
primeras ediciones de Platón y Aristóteles griego. Sin embargo no conviene
olvidar que el aprendizaje del griego era considerado un medio para un fin
determinado, como era poder leer a los autores griegos por la información y las
lecciones morales que contenían más que por su estilo. No se olvide que una de
sus finalidades prácticas fundamentales era la lectura del Nuevo Testamento y
de los padres griegos de la Iglesia. Así el primer libro impreso en caracteres
griegos que salió de las prensas de Estienne en 1544 fue la Historia Eclesiática de Eusebio de
Cesárea.
La labor
docente de los estudiosos bizantinos emigrados fue así considerable en la
formación griega de los humanistas italianos del siglo XV. Sin embargo, con el
paso del tiempo se fueron consolidando grandes bibliotecas europeas que poseían
entre sus fondos manuscritos griegos, traídos o copiados de Bizancio, como las
del cardenal Besarión, que se convertiría en el núcleo de la futura biblioteca
Marciana de Venecia, la Vaticana de Roma y la de Lorenzo de Medici en
Florencia, que en su conjunto poseían más de 500 códices griegos. Empezaron así
a surgir también grandes helenistas occidentales, formados en la propia Italia,
que demostraron una gran competencia en el dominio de la lengua griega, como
fue el caso de Leonardo Bruni en la primera mitad del siglo XV o de Angelo
Poliziano en la segunda, que empezó a estudiar griego a los 10 años, a los 16
era ya capaz de escribir versos en esa lengua y a los 18 tradujo los libros II
a V de la Ilíada, rivalizando en sus conocimientos con los de los mejores
maestros bizantinos. Además, en algunos casos bien conocidos la eficacia
docente de estos estudiosos bizantinos fue puesta en entredicho por parte de
brillantes alumnos interesados en el aprendizaje del griego, que comprobaban
con desesperación la exasperante lentitud de sus progresos en el dominio de la
lengua o constataban la frustración más papable en la inutilidad de sus esfuerzos.
Éste fue el caso de personajes tan ilustres como el mismísimo Erasmo de
Rottedam, que comenzó a aprender griego en París bajo la guía del refugiado
griego Jorge Hermónimo pero encontró tantas dificultades en su camino que optó
por abandonar sus enseñanzas y encaminarse hacia Italia con la clara intención
de mejorar sensiblemente sus oportunidades en este terreno. Allí en Venecia,
alojado como huésped privilegiado en la casa del impresor Aldo Manucio,
encontró la posibilidad de adquirir el nivel de griego que precisaba con el
aliciente añadido de poder leer los numerosos códices griegos que albergaba la
nutrida biblioteca de su anfitrión. Como resultado inmediato de su fructífera
estancia en este sentido publicó una versión considerablemente ampliada de sus
célebres Adagios, una colección de
proverbios con su correspondiente comentario, a la que incorporaba ahora
numeroso material procedente de las fuentes griegas que, por fin, había sido capaz
de leer con la necesaria soltura. Más tarde siguió su conocido panfleto sobre
la correcta pronunciación del griego antiguo, fruto igualmente de su estancia
en el círculo aldino, donde algunos de sus miembros, junto al español Antonio
de Nebrija, hacía tiempo que habían aportado evidencias sobre las diferencias
notables existentes entre la pronunciación antigua y moderna.
El ya
mencionado Hermónimo fracasó también con el más importante de los helenistas
franceses del Renacimiento y uno de los más señeros de toda su historia,
Guillaunie Budé. Las amargas quejas, no exentas de una cierta cruel ironía, del
humanista francés a este respecto han quedado reflejadas en algunas de sus
cartas, donde relata las penurias que pasaba en los momentos de su rudo aprendizaje
llegando a manifestar incluso su sensación de que la ignorancia de su tutor era
deliberada, ya que tenía por único objeto mantenerle por más tiempo bajo su
tutela y seguir percibiendo así su generoso estipendio. Su estancia en Italia
también resultó provechosa en este respecto, como ya había sucedido con Erasmo.
Allí los métodos utilizados en su enseñanza eran al parecer más efectivos si
juzgamos por los resultados obtenidos por un joven de Padua, llamado Girolamo
Amaseo, que estudió griego en Florencia con Varino Favarino Camerte en 1493 y
se sentía capaz de entender a Homero y Aristófanes con la suficiente soltura
después de haber atendido puntualmente a las lecciones del maestro. Al parecer,
según expone en una carta, el método de enseñanza consistía en la lectura del
texto con su correspondiente traducción, en palabras claras y elegantes, a la
que seguía la flexión de nombres y verbos, si resultaba especialmente difícil,
añadiendo también las etimologías y el resto de las figuras utilizadas en el discurso.
A continuación volvía a iniciar la lectura del mismo texto, acompañada esta vez
de las preguntas de comprobación pertinentes para evitar que se olvidara lo
aprendido. La sesión culminaba con una especie de examen en el que los alumnos
debían nuevamente dar cuenta de las declinaciones. La carta del mencionado
Girolamo nos informa también de la gradación de los textos a lo largo de la
jornada (la Odisea por la mañana,
Aristófanes después de comer y la Ilíada
para cerrar las sesiones), así como de las diversas edades de un alumnado que
abarcaba desde los catorce o quince años hasta los cincuenta.
Los métodos y
materiales elaborados e impresos en el ámbito de los círculos aldinos, como las
gramáticas de Crisoloras y Láscaris, no sólo tuvieron una incidencia importante
en Italia. Fueron introducidos entre 1508 y l517en París por Girolamo Aleandro,
que puede ser considerado el iniciador del estudio de la lengua griega en
Francia, donde ya había sentado previamente cátedra Janus Láscaris, cuyas
enseñanzas producirían efecto indeleble en personajes de la talla de Budé o de
los primeros lectores reales de griego, Pierre Danés y Jacques Toussain, a
cuyas lecciones asistieron algunos de los pensadores más importantes del siglo
XVI como Calvino, Rabelais, Ignacio de Loyola, Pierre Ronsard y Henri Estienne.
En Alemania, sin embargo, los estudios de griego alcanzaron su mejor concreción
pedagógica con los métodos propuestos por Philipp Melanchthon, cuyos sistemas y
programas fueron adoptados de inmediato en escuelas y universidades de todo el
ámbito protestante. Melanchthon había aprendido griego fuera del curso regular
con Simler, uno de los primeros entusiastas del humanismo en Alemania, que
había compuesto además una estimable gramática griega. Su método incidía más en
la intensidad y la concentración sobre un número determinado de autores que en
una enseñanza más amplia y generalizada que contuviera una mayor variedad de
textos. La Ética de Aristóteles, los
discursos de Demóstenes y la Ilíada
concentraron su interés de forma abrumadora durante su larga carrera docente,
convencido como estaba de que era a través de su literatura como mejor podía
llegarse a comprender el modo de vida y los valores de la sociedad griega
antigua. De esta forma, siguiendo los pasos marcados por Erasmo, resolvía las
posibles discrepancias existentes entre el pensamiento pagano y el cristianismo
que tantas turbaciones habían provocado en otros espíritus de la época,
obligándoles a restringir el conocimiento del mundo clásico a determinados autores.
Johann Sturm siguió los pasos de Melanchthon en su objetivo de inculcar en los
jóvenes una sabia y elocuente piedad (pietas
literata). Dentro del programa ideado por Sturm en Estrasburgo los
muchachos iniciaban sus estudios a los 6 años y debían concluirlos a los 15
tras haber aprendido un latín fluido y correcto y el griego suficiente para
poder leer a Demóstenes. La actividad docente consistía en una serie
ininterrumpida de ejercicios hablados y escritos y en la lectura concentrada
sobre algunos autores que en griego incluían Demóstenes, Esquines, el Organon y la Retórica de Aristóteles y algunos diálogos platónicos. Su
enseñanza, sin embargo, parece que quedaba limitada a lo aspectos más puramente
formales, prestando así mayor atención al significado de las palabras que a las
ideas expresadas a través de ellas.
La
insistencia machacona en el estudio de la lengua como único método de aprender
el griego, que todavía cuenta con encendidos apologistas, ha dejado en su
camino numerosas víctimas, algunas de ellas tan ilustres como el propio Byron,
que se negaba a citar a Horacio en un pasaje adecuado durante su viaje por
Italia llevado del mal recuerdo que le inspiraba dicho poeta latino al traerle
a la memoria las fastidiosas lecciones impuestas por la disciplina escolar que
le habían obligado a aprender de memoria los citados pasajes sin otra finalidad
que la consolidación de algunas nociones gramaticales. Esas mismas
circunstancias, las de una disciplina escolar mal entendida que no veía en los
textos clásicos otra cosa que fuera más allá de las flexiones, conjugaciones y
léxico que contenían y abordaba el estudio de los textos desde esta más que
limitada perspectiva, aquejaron también a otras personalidades de la época como
Victor Hugo o el poeta inglés Swinburne. «La literatura clásica quedaba así
arruinada —como ha señalado con gran acierto y perspicacia el nada sospechoso
Gilbert Highet— cuando se la enseñaba exigiendo del alumno la máxima precisión
y particularmente una explicación de los usos gramaticales y de las reglas
sintácticas.» Es tremendamente ilustrativa en este sentido la anécdota citada ad hoc por el mencionado estudioso
británico, según la cual un profesor presentó al inicio del curso a sus alumnos
el Edipo en Colono de Sófocles como
un «verdadero tesoro de peculiaridades gramaticales». La nefasta experiencia en
este sentido de sir William Osler, un destacado profesor de medicina que
ejerció su magisterio en Canadá, Estados Unidos e Inglaterra en la parte final
del siglo XIX y los inicios del XX, puede resultar ciertamente paradigmática de
la situación más generalizada en el terreno de la enseñanza del griego y de las
lenguas clásicas en general a lo largo de todo este período. Los excesos de
sintaxis y prosodia en el estudio de los autores griegos tenían el resultado
inmediato de que los alumnos aborrecían a Jenofonte con sus diez mill y veían a
Homero como una abominación, a pesar de que se hallaban sedientos de buena
literatura. El rudo contraste de esta disciplina gramatical con los métodos
mucho más atractivos del profesor de ciencias que les llevaba por el campo, les
hablaba de los fósiles y les explicaba la formación de la corteza terrestre
tuvo como resultado la inclinación de Osler hacia el estudio entusiasta de las
ciencias y la práctica de la medicina.
Una
descripción igualmente lamentable de la situación pedagógica de los estudios
griegos en los Estados Unidos es la que nos ofrece el educador Nicholas Murray
Butler, que califica la enseñanza de los clásicos como una actividad «seca como
el polvo» que estuvo a punto de dar al traste de manera definitiva con el
futuro de los estudios clásicos en ese país. Butler recuerda que el profesor
que ocupaba la cátedra de griego en el Columbia College de Nueva York en 1879
les hizo leer la Medea de Eurípides
insistiendo en los más menudos detalles de la gramática y prescindiendo de toda
consideración literaria o estética hasta tal punto que no llegaron a saber ni
el argumento de la obra ni su significado ni llegaron a apreciar, por tanto, la
calidad de su arte literario. Otro insigne pedagogo americano, William Lyon
Phelps, describe la sombría realidad de la Universidad de Yale al comienzo de
los años ochenta del siglo XIX en la que, a pesar de haber tenido tres horas de
clase a la semana dedicadas a Homero, el profesor nunca hizo ninguna
observación sobre su poesía o la significación de ésta para limitarse a
solicitar de forma rutinaria y monótona a los alumnos la traducción y la
escansión de los versos estudiados.
Esta
desastrosa situación de la enseñanza del griego aplicable también al latín, a
lo largo del siglo XIX podría resumirse en la afirmación del escritor inglés
Edward Frederic Benson, que se queja amargamente de cómo una lengua como el
griego, a la que calificaba como la más flexible las lenguas humanas, era
enseñada como si no consistiera en otra cosa que en una serie de secas fórmulas
algebraicas. La pretensión de convertir en una ciencia el estudio del latín y
el griego fue una de las causas que permiten explicar semejantes aberraciones.
Esta creencia fue impulsada sobre todo en Alemania, donde se originó la nueva Altertumswissenschaft (la ciencia de la
Antigüedad), definida por Friedrich August Wolf en su manifiesto de 1807, y se
creó el sistema de enseñanza secundaria y universitaria que primaba el estudio
de las lenguas clásicas como su piedra angular por obra del ya citado Humboldt.
La eficacia del sistema no cabe ponerla en duda, al menos en lo que respecta a
sus resultados inmediatos, ya que de estas escuelas salieron ilustres banqueros,
agentes de bolsa y oficiales del ejército que eran capaces de improvisar
oportunas citas en griego. Personajes de la talla de Karl Marx fueron educados
en este sistema, lo que le permitió leer en griego los libros sobre las guerras
civiles de la historia romana de Apiano que, adoptados como lectura de
cabecera, comentaba apasionadamente por carta con otro ilustre personaje salido
también de esta cantera, su amigo Friedrich Engels. El estudio directo y
sistemático de la lengua griega ya había sido preconizado por los grandes
filólogos holandeses del siglo XVIII, Hemsterhuys, Valckenaer y Ruhnken; sin
embargo fue el proyecto académico emprendido por Humboldt e inspirado por Wolf
el que consagró a Alemania como el auténtico centro de una transformación
decisiva en el largo proceso de relaciones entre la Europa moderna y la Grecia
antigua, en el que la enseñanza de la lengua desempeñó un papel capital y
preponderante.
Sin embargo,
a pesar de la rotunda eficacia de tales enseñanzas, basadas en el conocimiento
profundo de la gramática y del léxico utilizados en los textos, junto con las
correspondientes nociones de métrica y prosodia, todavía hubo quienes por
necesidad o ingenio se las valieron por sí solos Para, fuera de tan monumental
e imponente aparato académico, conseguir un completo dominio del griego que les
permitía manejar con fluidez sus textos originales. El ya mencionado Wolf,
verdadera alma mater del proyecto, se
jactaba, en lo que pudo muy bien haber sido sólo un intento de forjar su propia
leyenda, de haber aprendido griego en casa, fuera del gymnasium, a una tierna edad, valiéndose tan sólo de sus lecturas.
Fuese o no verdadera dicha pretensión, lo cierto es que a la edad de 24 años
obtuvo una cátedra en la Universidad de Halle y, como profesor original y
brillante que era, se convirtió pronto en una verdadera leyenda nacional cuyo
poderoso influjo se dejó sentir en personalidades tan destacadas como Goethe,
que escuchaba al parecer sus lecciones oculto tras una cortina. Pero el ejemplo
quizá más célebre de este afán autodidacta en el aprendizaje del griego es el
de Schliemann, que fue capaz de dominar dicha lengua mediante su curioso
método, consistente en leer en voz alta textos bilingües que luego aprendía de
memoria, reteniendo así de forma mecánica las estructuras sintácticas y los
usos gramaticales de la lengua en cuestión. En la literatura hagiográfica,
hábilmente promocionada por el propio Schliemann y reforzada después por los
ensayos biográficos de carácter laudatorio y hasta heroico de Carl Schuchhardt
y Emil Ludwig, se ha difundido la imagen de un individuo que decidió postergar
su aprendizaje del griego «por temor de que el encanto de esa lengua
maravillosa me absorbiera demasiado y me hiciera descuidar mis actividades
mercantiles», para dedicarse después por completo a él una vez pasados los
temores suscitados por la guerra de Crimea que podían afectar seriamente a sus
intereses comerciales. En tres meses consiguió el dominio suficiente para poder
leer a los autores antiguos y en particular a Homero, cuya repetida lectura le
ocupó los dos años siguientes. En su Autobiografía
afirma orgulloso no haber perdido ni un instante en el estudio de las reglas
gramaticales por haber comprobado que el método seguido en los gimnasios,
consistente según Schliemann en atormentar a los muchachos a lo largo de ocho o
más años con tan aburridas normas, no conseguía que fueran después capaces de
escribir una carta en griego sin cometer cientos de faltas. En su opinión sólo
la lectura atenta de la prosa clásica, aprendiendo de memoria trozos escogidos
como muestra, podía proporcionar un conocimiento fundamental de la gramática
griega. Así, amparado en este método que equiparaba el griego antiguo a una
lengua viva, Schliemann afirmaba que llegó a escribir con entera soltura en
dicha lengua y que poseyó un completo conocimiento de sus reglas gramaticales
en la práctica, sin que tuviera la menor conciencia de su existencia como tales
reglas en las gramáticas normativas. Era, no obstante, capaz, continúa proclamando
orgulloso, de citar de memoria pasajes en griego que contenían dichos usos
lingüísticos.
El
aprendizaje del griego y la consecución de un dominio de la lengua que
permitiera comprender con facilidad los textos originales estuvieron siempre
estrechamente ligados a la lectura constante y continuada de los autores
clásicos. Los métodos de enseñanza no se caracterizaban por su eficacia
didáctica y los instrumentos existentes, sobre todo gramáticas y léxicos, no
constituían siempre los compañeros más adecuados para culminar felizmente dicha
andadura. La continua memorización de reglas y formas gramaticales y el
interminable análisis de la construcción de los textos, concretado en la
determinación de la etimología, la forma gramatical y la función retórica de
cada una de las palabras que los componen, convertían los cursos de griego que
se impartían en escuelas y universidades en un camino exasperantemente lento
que no acababa nunca de colmar las expectativas de quienes se embarcaban en
ellos. Las preocupaciones morales que podían derivarse de la lectura de los
textos, como la necesidad de evitar la soberbia en un pasaje de Hesíodo de sólo
46 versos, que ocupó, sin embargo, a un profesor de una escuela alemana de
finales del XVII nada menos que tres largos meses, fueron sustituidas después
por otras de carácter más histórico o lingüístico, sobre todo tras el triunfo
de la gramática histórica a lo largo del XIX, que ponían el acento en la propia
génesis de las palabras con su secuela de transformaciones fonéticas y
morfológicas. Pero casi nunca los esfuerzos para entender la forma y el
contenido culminaron en un acercamiento más unitario y coordinado a los textos
que enfocara el estudio de la lengua y de la cultura griega de una forma
coherente y armónica.
Los grandes
estudiosos de la filología clásica no prestaron quizá, casi nunca, la
suficiente atención a la vertiente didáctica de su materia. Estaban sobre todo
interesados —obsesionados, podría decirse incluso— por el crecimiento constante
de la información, que iba acumulándose de manera espectacular con los
descubrimientos arqueológicos, epigráficos y papirológicos llevados a cabo a lo
largo del siglo XIX y exigía su catalogación y clasificación exhaustivas. Les
preocupaba igualmente la consolidación de su especialidad dentro del ámbito de
las disciplinas académicas y científicas, mediante la imponente exhibición de
toda una serie de ediciones, estudios y grandes obras enciclopédicas que les
otorgaban el prestigio y la legitimación afanosamente perseguidos. Por lo
general dedicaron todo su valioso tiempo a coleccionar manuscritos, a enmendar
sus textos y a editar los diferentes autores de la manera más correcta o a
elaborar enjundiosos y eruditos comentarios a las obras ya editadas, que
seguían puntualmente el curso del texto aportando interpretaciones de los
términos usados y de los pasajes en conjunto o discutiendo y desarbolando
intentos precedentes de otros colegas y competidores. Hay algunas excepciones
que confirman la regla revelando cierta preocupación didáctica, como la del
filólogo alemán Johann Mathias Gesner, que ejerció su magisterio en la
Universidad de Gottingen en la primera mitad del XVIII y trató, al parecer, de
formar maestros eficaces e inteligentes más que filólogos cargados de
erudición, como era la costumbre de la época. Mediante la lectura continuada de
un mismo autor, sin las interrupciones pedantes provocadas por las
observaciones gramaticales minuciosas, pretendía educar el juicio y el buen
gusto de los jóvenes animándoles a captar las cualidades íntimas de los autores
leídos. Su método, contrario al entonces vigente en todas partes, caracterizado
por la esclavitud gramatical, mereció los elogios encendidos de Herder,
conviniendo con Gesner en su condena más que aparente de la deprimente y
fatigosa manera de leer los textos antiguos que imperaba en la enseñanza de la
época.
Entre el sueño y la realidad
El afán por
dominar la lengua griega y conocer a fondo la literatura antigua dejó su huella
en la salud de muchos que lo intentaron. Winckelmann leía griego hasta
medianoche, arropado tan sólo con una manta junto a la chimenea, y dormía
después hasta las 4 sentado en una silla. Cuando despertaba continuaba su
estudio hasta las 6 e iniciaba después, como si tal cosa, sus actividades
cotidianas como maestro de primeras letras. En verano procedía de manera
similar, tumbándose esta vez sobre un banco de madera con pedazos de este mismo
material atados a los pies para que, al moverse, le despertaran con el ruido.
El filólogo alemán Christian Gottlob Heyne, que renovó con sus métodos el
estudio de la Antigüedad griega, tratando de combinar y armonizar el estudio de
los textos con el de los restos materiales, dormía sólo dos noches a la semana
durante seis meses en su intento por leer todos los autores clásicos tan
deprisa como le era posible. Sus imponentes sacrificios se vieron premiados con
el trabajo como copista en la biblioteca del conde Brühl, donde casi se dejó la
vista, pudiendo tan sólo vislumbrar a duras penas las imágenes artísticas que
ilustraban sus lecciones en los últimos años de su vida docente. Wolf, siguiendo
los pasos del maestro, habilitó los métodos más disparatados para no dormir,
como sumergir los pies en un barreño de agua fría o vendarse un ojo para que
descansara mientras concentraba toda la actividad de lectura en el otro. Ya en
la universidad ocupaba la mínima parte de su tiempo en las actividades
cotidianas como vestirse y rechazaba cualquier tipo de distracción, una actitud
vital que tras los primeros años estuvo a punto de costarle la salud y la vida.
En otros
casos las cosas se hicieron de forma mucho más natural, como le sucedió a
Gibbon, el célebre historiador inglés del XVIII que fue autor de la famosa
historia sobre la decadencia del imperio romano. Sus ansias por aprender las
lenguas clásicas, que ejercitó durante su estancia en Lausana, las supo
dosificar adecuadamente y solventó sus deseos de ampliar su tiempo con la
saludable costumbre de levantarse temprano sin que, como él mismo confiesa en
su Autobiografía, se dejara seducir
por la tentación de invadir las horas de la noche, lo que resultó ser, a la
postre, «una suerte para mis ojos y para mi salud». Oscar Wilde, que poseía una
memoria extraordinaria y aprendía con facilidad todo aquello que le interesaba,
adquirió su entusiasmo por la Grecia antigua y el estudio de su lengua
impulsado por la afinidad espiritual experimentada con su tutor en Dublín, el
reverendo sir John Pentland Mahaffy, cuyas enseñanzas y orientaciones en este
terreno nunca llegó a olvidar, según revela en una carta dirigida a Mahaffy
cuando ya se hallaba en la Universidad de Oxford. Tampoco parece que el
aprendizaje del griego resultara un hecho traumático para John Stuart Mill, una
de las figuras más destacadas del panorama político e intelectual de la
Inglaterra del siglo XIX, que se inició en el tema a la corta edad de 3 años,
guiado por el afán docente de su padre, que le hacía aprender de memoria una
lista de los términos griegos más comunes. A la edad de 8 años ya había leído a
Heródoto, algunas obras de Jenofonte, los primeros diálogos de Platón, algunas
vidas de Diógenes Laercio y parte de Luciano. Sin embargo, en su Autobiografía recuerda con ternura
aquellos momentos, mostrando además su más patente agradecimiento hacia los
desvelos paternos que buscaban mejorar la formación de su hijo en todas las
facetas. El paso del tiempo no le hizo lamentar aquellos tempranos esfuerzos
sino todo lo contrario, pues contribuyeron de manera destacada a cimentar su
admiración por los autores griegos más destacados, a cuya lectura se entregó
más tarde de forma más consciente y sosegada.
Pero, dejando
aparte estos casos claramente excepcionales, el hecho cierto es que el
aprendizaje de la lengua griega ha sido siempre un proceso largo y difícil, en
tiempo y energías, que no todos los que lo han emprendido han sabido valorar de
la misma manera. Algunos, como Erasmo de Rotterdam, lo hicieron impulsados por
la necesidad de leer las Sagradas Escrituras. El celo entusiasta del célebre
humanista holandés no le impidió reconocer abiertamente las grandes
dificultades que entrañaba la empresa. Otros, por hallarse incluido en el
camino inescapable de su formación académica, como fue el caso de Descartes,
que lo aprendió en el curso de sus estudios pero se jactaba luego de haberlo
olvidado por completo. Algunos lo llegaron a dominar con excelentes resultados,
como fue el caso de Denis Diderot, el célebre pensador francés que fue el
principal editor de la Encydopedie,
quien podía leer a Homero en el original y era capaz de apreciar la poesía de
Esquilo en una época en la que el autor trágico ateniense era poco valorado a
causa de su enorme dificultad lingüística.
La dificultad
que entrañaba el aprendizaje del griego la expuso ya en su momento Francesco
Priscianese, autor de una gramática latina publicada en Roma en 1540, que
declaraba que el latín y el griego exigían muchos más sudores y empeño que una
lengua moderna, que podía adquirirse con poco esfuerzo y en un plazo de tiempo
mucho más razonable. Priscianese indicaba como una de las razones el hecho de
que tanto los gramáticos antiguos como los más recientes solían enseñar a sus
discípulos más gramática que lengua. Esta tendencia recibió constantes
varapalos en el Renacimiento, pero ningún humanista se propuso dar una solución
al problema y los manuales de la época continuaron en este aspecto a sus
antecesores medievales, guiados más por consideraciones filosóficas sobre la
estructura del lenguaje que por criterios más definidos a la hora de abordar la
enseñanza, indicando qué contenidos debían aprenderse antes que otros para
conseguir una mejor y más fácil asimilación de la lengua. Erasmo admitía la
existencia de reglas gramaticales, pero deseaba que éstas fueran las mínimas,
pues «nunca he dado mi aprobación a los gramáticos mediocres que pasan largos
años inculcando normas a sus discípulos», tal y como afirma en su obra Sobre el método de estudio.
La cosas no
han variado de forma sustancial en los tiempos posteriores hasta épocas bien
recientes. Las subsiguientes gramáticas de la lengua griega que han ido
acumulándose con el paso del tiempo han adolecido de los mismos defectos en
este terreno, si bien iban ampliando o enriqueciendo los aspectos lingüísticos
en función de las nuevas tendencias que iban abriéndose paso en este campo de
estudios. La más utilizada en la mayoría de los libros escolares ha sido la
gramática comparada indoeuropea, aunque aplicada en formato menor, como
reconoció en su día Lasso de la Vega. Si se me permite la licencia de la
memoria personal, tuve la oportunidad a finales de los setenta del siglo XX de
asistir como tribunal de profesores de griego en prácticas a una explicación
del indefinido en toda regla que se remontaba a sus orígenes indoeuropeos, ante
el asombro de un alumnado que asistía quizá perplejo ante el despliegue
magnífico de semejante erudición.
Poco antes de
la Primera Guerra Mundial los principales lingüistas clásicos se preocuparon de
los problemas de la enseñanza elemental y se publicaron una serie de obras muy
significativas en este terreno como las de Brugmann, La enseñanza en el Gimnasio de las dos lenguas clásicas y la lingüística, aparecida en Estrasburgo en
1885, Sommer y sus Aclaraciones
histórico-linguísticas para la enseñanza del griego, publicada en Berlín en
1919, o la de Hermann, La lingüística y
la enseñanza, en Góttingen en 1922. Algunos intentos más de introducir en
la enseñanza de las lenguas clásicas y particularmente del griego los nuevos
avances conseguidos en la lingüística general se han llevado a cabo posteriormente,
pero su incidencia general ha sido más bien escasa, permaneciendo más bien como
hechos aislados. La mayoría de las gramáticas y de los textos escolares
utilizados para la enseñanza del griego han continuado discurriendo por las
líneas más tradicionales consistentes en la exposición más o menos rigurosa de
la normativa gramatical, desplegada con una mayor o menor batería de ejemplos
aplicados. La falta de un método universalmente válido y la continua variación
de los planes de estudio han derivado en la aparición reiterada de diferentes
propuestas didácticas, todas ellas muy similares en el fondo, que en el último
siglo han alcanzado la más que respetable cifra de cien, según recoge en su
estudio exhaustivo del tema Antonio Navarrete Orcera. La omnipresencia de la
gramática griega de Jaume Berenguer Amenos como modelo prácticamente
insustituible dentro del panorama hispánico, continuamente reeditada y adecuada
con más o menos retoques a los nuevos libros de texto, constituye la mejor
ilustración de esta continuidad a la que nos estamos refiriendo.
Sin embargo,
es cierto que se ha venido observando una cierta tendencia, a veces muy clara,
a favor de un sistema de enseñanza del griego que intenta invertir el orden
tradicional de los factores, es decir, no iniciar el estudio de la somática y
sus reglas para luego poner en práctica los conocimientos teóricos adquiridos
en la lectura de textos originales, si es que finalmente llega el momento tan
esperado ¾lo
que no constituye ni mucho menos la regla—, sino enfrentar ya desde el
principio a los alumnos con los propios textos originales, más o menos
adaptados a sus conocimientos y necesidades didácticas, para ir deduciendo de
ellos, de forma paulatina y progresiva, las normas gramaticales. Los intentos
llevados a cabo por la pedagoga francesa Janine Debut en sus métodos sucesivos
DIDASKO y HEURISKO, aparecidos en París en los años setenta, son quizá la
muestra más representativa de esta nueva orientación. El método se basa en la
lectura de textos que son abordados desde diferentes puntos de vista, que van
desde los aspectos más puramente gramaticales, como la fonética, la morfología
y la sintaxis, y léxicos hasta otros de índole más cultural, como la literatura
o las instituciones, con el fin de que los alumnos vayan introduciéndose de
forma simultánea en los aspectos más importantes de la cultura griega a través
de la lengua pero reduciendo a lo esencial la enseñanza de la gramática. Dicho
planteamiento se ha reflejado después en numerosos textos escolares franceses
que a su particular manera han tratado de reproducir este sistema, concediendo
ya desde el principio un mayor protagonismo a los textos originales, explicados
y comentados, en detrimento de una exposición gramatical más sistemática y
coherente pero exenta de todo contacto inmediato con el griego auténtico, que
poco tiene que ver con las frases artificiales utilizadas como ejemplos. Otra
corriente importante que ha penetrado con fuerza dentro de la enseñanza del
griego es el mayor énfasis puesto en la enseñanza del vocabulario como
instrumento esencial de un mejor y más confiado aprendizaje de la lengua por
parte de un alumnado que era quizá capaz de saber de memoria el
pluscuamperfecto, que apenas aparece en la literatura griega, e ignorar el
significado y los valores de la conjunción kaí
(y, también, incluso...) o de la partícula ga
(pues, en efecto...) que aparecen por doquier en cualquie momento. Esta
tendencia caracteriza métodos diversos que han gozado de una gran aceptación y
difusión como el del americano Carl Ruck, adaptado en España con sus propias
contribuciones por Alberto del Pozo, o el del español Martín Sánchez Ruipérez,
que basa una parte importante de su eficacia didáctica en el aprendizaje del
vocabulario en función de la frecuencia de uso y de su mayor rendimiento. Los
intentos por adoptar y adaptar al griego los avances considerables conseguidos
en la enseñanza de las lenguas modernas han quedado quizá, de momento, más en
el terreno de la sugerencia y la experimentación personal que en su traslado a
manuales concretos. Las ímprobas dificultades de la tarea y la no siempre
factible adecuación de dichos métodos, válidos en una lengua de uso pero más
complicados de poner en práctica en lenguas como el griego, de naturaleza más
literaria y textual, han frenado el avance en esta dirección.
Mucho más
innovador a este respecto nos parece la iniciativa auspiciada por la Joint
Association of Classical Teachers, que ha confeccionado un método denominado de
forma significativa Reading Greek
(leyendo griego) que, siguiendo en principio esa misma orientación de poner
directamente al alumno en contacto con los textos, comienza su andadura, sin
embargo, con textos adaptados y aparentemente triviales pero que tienen la
ventaja de ser plenamente griegos en sus formas de expresión, apareciendo ya
desde el primer momento las conocidas partículas antes mencionadas (kaí, gar)
y otras no menos corrientes como las correlativas men... de (traducidas
mecánicamente como «por una parte... por otra») que en una gramática más
tradicional se verían al final de la morfología a pesar de su constante y
reiterada aparición en los textos reales. El contenido de los textos
presentados adquiere también un alto nivel de «coloración» griega a pesar de la
aparente trivialidad del asunto tratado, se presta una enorme importancia a la
adquisición progresiva de un vocabulario básico que facilita la familiaridad
con los sucesivos textos y los contenidos gramaticales se van escalonando en
función de las necesidades de comprensión que van planteando los textos al hilo
del avance de las lecciones. El objetivo del método es, efectivamente, que el
alumno consiga al final del curso, planteado para 37 semanas, «leer», es decir,
comprender desde dentro del propio griego, más que traducir desde fuera, que
implica siempre un cierto distanciamiento formal de la lengua de origen.
Ciertamente
esta idea, la de tomar contacto inmediato o preliminar con los textos
originales griegos antes de estudiar de forma sistemática la doctrina
gramatical, no es del todo nueva. Ya en 1627 el español Gonzalo Correas, autor
de una gramática griega, preconizaba esta toma previa de contacto con los
autores griegos antes de proceder al estudio completo de la gramática. Sin
embargo, ha sido en los tiempos más recientes cuando se ha tratado de caminar
con tiento y sin desmayo por estos derroteros, conscientes quizá sus
inspiradores de que era el único método viable para conseguir, al menos en
parte, el preciado botín, siempre prometido y casi nunca alcanzado, sobre todo
en la enseñanza elemental, de conseguir leer textos griegos originales. En la
actualidad son pocos —eso al menos deseamos creer— los que parecen haberse
quedado anclados en una postura inmovilista que se contenta con alcanzar tan
sólo competencias gramaticales de carácter normativo aplicables todo lo más a
un puñado de inocuas y aburridas frases extraídas de antologías al uso. Es
cierto que todavía hay un amplio colectivo cuyas principales preocupaciones son
la selección de los autores a traducir sin que el contenido o la significación
de sus obras tengan apenas nada que ver en el asunto, el aprendizaje del
vocabulario con pretensiones exclusivamente etimológicas o como instrumento
para la traducción o el número de horas dedicadas en los programas de estudio
negándose obcecadamente a reconocer una situación irreversible en este terreno.
Es verdad también que hay quien continúa empeñado en mantener la enseñanza del
griego alegando como principal virtud pedagógica la de ser una buena gimnasia
mental o el medio indispensable para conocer mejor nuestra propia lengua
materna, a pesar de que reputados helenistas, poco sospechosos de innovaciones
fáciles y a la moda como sir Kenneth Dover, autor de un libro sobre el orden de
palabras, otro sobre el orador Lisias y comentarista de varios libros de
Tucídides, hayan tildado tales argumentos de simple tontería (bunk) por considerarlos del todo
infundados y notoria y tendenciosamente exagerados por sus defensores. Incluso
hay todavía quien se resiste tercamente a reconocer que un profesor de griego
debe ser algo más que un buen conocedor de la gramática y la lengua, pasando la
responsabilidad de enseñar otros aspectos de la cultura griega como la
historia, la literatura o el arte a los colegas de las respectivas áreas.
Sin embargo,
también puede afirmarse, casi sin temor a equivocarnos, que existe un amplio
consenso a la hora de reconocer que el solo estudio de la gramática, por muchos
aditamentos ornamentales de tipo lingüístico que se le inserten (leyes
fonéticas, transformaciones morfológicas o sintácticas), no cumple de ninguna
manera con los objetivos previstos. Aun reconociendo las innegables virtudes de
la enseñanza formal que la lengua griega proporciona a quienes se adentran en
su estudio, algunos defensores confesos de esta orientación, como Lasso de la
Vega, reconocían abiertamente, sin embargo, que «no enseñamos a leer en griego
sólo para aplicar las reglas gramaticales, sino también para apropiarnos del
mundo del autor que leemos». Una idea que el mismo autor refuerza más adelante
al afirmar con rotunda contundencia que «los valores educativos de la lengua y
de la calidad que esa lengua expresa —una determinada concepción del mundo— son
solidarios e inseparables».
No cabe
ninguna duda de que el único camino legítimo hacia la comprensión del mundo
griego pasa de manera insoslayable por el conocimiento de su lengua. Las
razones son numerosas, pero baste recordar algunas tan esenciales como el hecho
de que resulta del todo imposible disociar los conceptos básicos de las expresiones
terminológicas que los incorporan, que constituye una tarea imposible conseguir
traducciones límpidas y perfectas que reflejen toda la fuerza expresiva de la
lengua original, con sus infinitas connotaciones y matices de todas clases, por
no mencionar la pérdida irremediable de los efectos fónicos, rítmicos y
estilísticos tanto de la poesía como de la prosa griegas que estaban
rigurosamente gobernadas por estos principios, o la simple evidencia de los
errores manifiestos que lamentablemente siempre se deslizan hasta en la mejor
traducción, de las interpretaciones diferentes que distorsionan el sentido
original del texto o de numerosos textos epigráficos y papirológicos que se
encuentran todavía sin traducir. Conviene aquí recordar la famosa y acertada afirmación
del historiador francés Paul Petit en el sentido de que vale mucho más el
enfrentamiento directo con un texto original por deficiente que sea el
conocimiento de la lengua que la mejor de las traducciones.
Sin embargo,
no deja de constituir un sueño casi irrealizable o una realidad muy poco
probable conseguir que los alumnos de un curso de griego elemental (o de dos o
de tres) adquieran las destrezas necesarias para practicar con un mínimo de
eficacia la lectura seguida de textos originales. El griego es, no cabe
negarlo, una lengua difícil con una enrevesada y rica morfología, en la que las
numerosas excepciones e irregularidades se imponen a menudo sobre las normas,
que presenta importantes variaciones dialectales, a veces nimias, pero en algún
caso prácticamente insalvables, con una sintaxis relativamente más sencilla
pero que alcanza cotas de extraordinaria sutileza y complejidad en algunos
pasajes interesantes, como, por ejemplo, los famosos discursos de Tucídides o
las reflexiones históricas de Polibio, y con un vocabulario extenso y a veces
proteico que a pesar de su deficiencias —no se ha conservado todo— mantiene los
niveles de cualquier lengua moderna con una riqueza léxica considerable como la
del inglés y que posibilita una manera de expresión concisa y enclaustrada que
cuesta mucho en ocasiones desplegar en términos más comprensibles.
A esta
dificultad de base hay que sumar las imponderables limitaciones del tiempo, que
hacen necesario concentrar el aprendizaje del griego en dos cursos académicos
en la enseñanza secundaria, cuando ya el ilustre humanista español Juan Luis
Vives aconsejaba dedicarle nada menos que 8 años, desde la niñez hasta la
adolescencia, y vemos que muchos de los que adquirieron un dominio consistente
del griego, como el ya mencionado Stuart Mill, iniciaron sus estudios a una
edad temprana con una dedicación constante, o como el famoso pensador francés
del XVIII, Benjamin Constant, que se jactaba de haberlo aprendido a los 5 años.
Es cierto que otros la aprendieron en un más corto espacio de tiempo, pero en
la mayoría de los casos de trata de individuos de enorme talento o que
iniciaron su estudio a una edad madura en la que podían concentrar en el tema
todas sus energías intelectuales. Las promesas de los nuevos métodos, como el
mencionado Reading Greek, que
implican la dedicación de casi diez meses, solo permiten una relativa
familiaridad que debe ser luego reforzada por la lectura insistente de textos
más «auténticos», motivo que ha impulsado a sus autores a editar dos antologías
destinadas a este cometido adicional necesario que contienen selecciones de
Homero, Heródoto y Sófocles la primera (A
World of Heroes) y de Eurípides, Tucídides y Platón, la segunda (The intellectual Revolution),
completadas ahora con dos adicionales, una de carácter más general, que incluye
autores griegos desde Homero hasta Plutarco (A Greek Anthology), y otra dedicada por entero al Nuevo Testamento.
A las limitaciones de tiempo hay que sumar la actitud poco favorable al
aprendizaje de una lengua como el griego, calificada muy a menudo como «lengua
muerta», corolario de su total inutilidad, entre un alumnado cuyas metas y
aspiraciones discurren más bien por otros derroteros, al menos desgraciadamente
en una gran mayoría de casos. El triunfo del utilitarismo preconizado desde
hace tiempo por muchos ha acabado imponiéndose en el terreno educativo como
reflejo de las aspiraciones cada vez más rácanas y simples de la sociedad en
general. La proliferación de la televisión basura, de los videojuegos agresivos
o simplemente estúpidos, la dejadez de los poderes públicos en el aspecto
educativo —entendido aquí el término en su sentido más amplio que desborda las
barreras de la escuela para alcanzarlos gustos y tendencias sociales promovidos
desde el poder—, la escasez cada vez mayor de lectores, invadidas las librerías
de productos sospechosos de caducidad inmediata que adoptan, ocasionalmente, el
formato del libro, dedicados a glosar la personalidad de nimios personajes de
la farándula o a poner por escrito las obviedades más elementales en temas de
salud corporal y social (cómo encontrar la media naranja, cómo aparentar ser
más esbelta, cómo adelgazar, cómo elaborar un curriculum...), la compulsividad
consumista de los más jóvenes, encaminada astutamente hacia toda la
parafernalia que rodea el mundo mediático en cualquiera de sus múltiples
vertientes (cine, deporte...), y la pérdida importante de valores humanos y
sociales como el sentido de solidaridad, van todos ellos decididamente en
contra de cualquier aspiración más noble entre las que podría perfectamente
contarse el aprendizaje del griego. La batalla, además, parece perdida de forma
definitiva, y sólo cabe esperar, quizá, que los pequeños reductos de
resistencia a toda esta apabullante e inquietante marea que todavía permanecen
impertérritos ante tamaña estupidez puedan sensibilizarse a favor de este tipo
de iniciativas. Pero para ello conviene saber justificarlas adecuadamente
dejando a un lado la retórica habitual del legado intangible e inmemorial que,
a la vista de los resultados, no parece haber funcionado con gran eficacia y
tratar de demostrar su papel como un instrumento más, esencial y precioso, para
la formación y educación de la persona. Quizá no sea necesario volver a los
planteamientos de T. S. Elliot, el poeta y crítico norteamericano de la primera
mitad del siglo XX, que defendía el estudio del griego como una forma de
disciplina mental y como una especie de escudo protector contra lo que percibía
como el declive acelerado de la cultura occidental.
Los cursos de
griego en la enseñanza secundaria deben continuar, pero el profesorado debe
asumir con realismo las posibilidades que su limitada tarea les depara. Debe
dejarse a un lado la estéril polémica sobre si conviene primar en los contenidos
la lengua o la cultura y tratar de aunar lo más armoniosamente posible ambas
vertientes, conscientes de la inutilidad de un gramaticalismo estéril pero
avisados también de que la lengua ha de estar siempre presente en sus
enseñanzas a través de términos debidamente explicados y comentados en toda su
riqueza semántica, de frases significativas originales que permitan apreciar su
capacidad expresiva y, por qué no, su belleza, de textos interesantes y bien
traducidos que consigan trasmitir su contenido en todas sus dimensiones,
literarias e histórico-culturales, confrontándolos constantemente, siempre que
sea posible, con su versión original, con el fin de demostrar en la práctica la
validez de una experiencia singular y verdaderamente enriquecedora como es la
lectura de la literatura griega antigua.
El griego es
una lengua que sorprende ya de entrada por su larga historia, que se remonta al
menos hasta los siglos XV y XIV a.C. y llega con las debidas modificaciones
experimentadas en el curso de su evolución a la actualidad, con más de tres mil
años a sus espaldas, un brillante curriculum que solo iguala otra lengua como
el chino. Destaca también por su extraordinaria flexibilidad, por su
considerable riqueza, por su sorprendente rigor y las casi infinitas posibilidades
de expresión que proporciona a sus hablantes y usuarios. La variedad de su
morfología nominal y verbal permite expresar con claridad y precisión toda
clase de matices, incluidos aquellos que muchas lenguas desconocen o que se han
ido perdiendo en otras con el paso del tiempo. La existencia, por ejemplo, de
la voz media, que indica la participación directa del sujeto en la acción
expresada por el verbo o su interés en ella, posibilita la expresión de
importantes matizaciones del sentido sólo mediante la forma del verbo, sin que
sea necesario recurrir a perífrasis de carácter enfático que refuercen esta
intención, como el hecho de establecer una ley cuando es la propia comunidad la
que se otorga dicha ordenación constitucional, que es expresado en griego por
la voz media. Algo parecido sucede con la expresión del pasado a través del
aspecto puntual del aoristo (indefinido), durativo del imperfecto o resultativo
(estado presente de una acción pasada) del perfecto. Destaca igualmente por la
riqueza de sus formas pronominales, que permiten expresarlos matices de las
ideas más variadas. Existen además las denominadas partículas, encargadas de
añadir valores expresivos fundamentales para la claridad del discurso como
indicar la relación lógica con lo que antecede, transmitir la sensación de
ironía, evidencia, incertidumbre o rectificación con respecto a lo dicho,
mostrar el equilibrio de dos partes del discurso o incluso hacer visibles los
gestos y expresiones del rostro habituales en el lenguaje oral. La sintaxis es
a la vez simple y lo suficientemente rica como para expresar a través de un
número relativamente reducido de construcciones que se combinan entre sí los
matices más sutiles y variados. La preferencia por la coordinación sobre la
subordinación, el carácter conversor de la partícula án, que puede variar por completo el significado de una frase, el
uso abundante at participio, que
otorga un movimiento más vivo y ágil al curso de la narración, y la libertad en
el orden y disposición palabras y oraciones, que concentra la atención del
lector sobre los elementos esenciales, son algunos de sus rasgos definitorios.
El griego
posee además un vocabulario extraordinariamente rico ampliado constantemente
por los procedimientos de la composición y la derivación, que tan buen
resultado han dado luego en nuestras lenguas modernas a la hora de crear
neologismos o términos científico-técnicos. Es por lo general una lengua
extremadamente concreta y precisa a la hora de expresar su significación,
pudiendo ser además matizada cada acepción de una misma raíz mediante la
adición de preposiciones y prefijos que modifican su valor fundamental. Puede
expresar así diferentes matices de una misma acción, como sucede, por ejemplo,
con una de las raíces que significan «ver» (horáo),
que se ve convertida mediante la adición de estos elementos en «despreciar»
(ver desde arriba, huperoráo), «mirar
con indiferencia» (ver alrededor, perioráo),
o «desconfiar» (ver desde abajo, huforáo),
o concentrar varias ideas en un solo término, como se da en algunas formas
verbales compuestas como antepexiénai
que significa «salir fuera del campamento, al ataque, para hacer frente al
enemigo», expresando así cuatro ideas en una sola palabra. Se crean de esta
forma infinidad de nuevos matices que no desvirtúan, sin embargo, la claridad
evidente que posee el primer significado inicial expresado en la raíz.
Méritos todos
ellos más que suficientes como para alentar su aprendizaje como un instrumento
de comunicación que ha alcanzado un alto grado de perfeccionamiento en sus
prestaciones. Un medio de expresión además en el que influye también de forma
decisiva su extraordinaria sonoridad, sustentada en el sentido consustancial
del ritmo que se aplicaba incluso a la prosa con fenómenos como la cuidadosa evitación
del hiato o conseguir una longitud similar de los términos de proposiciones
contrapuestas mediante la secuencia ordenada más o menos estricta de silabas
breves y largas. Este esmero puesto en la consecución del ritmo y la eufonía se
aprecia incluso en las máximas y fórmulas epigráficas que aparecen al margen de
la creación puramente literaria. Sin embargo, no cabe olvidar tampoco que el
griego que aprendemos es en buena medida una lengua de carácter artificial y
literario, como revelan ya los propios poemas homéricos, en los que se
entremezclan las formas artificiales propiciadas por las exigencias del ritmo
hexamétríco con las diversas variantes dialectales, desprovista de las
contingencias del uso diario o de la banalidad cotidiana, que apenas podemos
percibir a través del modelo abstracto y racional, dominado por las reglas
gramaticales, que ha llegado hasta nosotros. Una lengua de los muertos, más que
una lengua muerta, como señala Diego Lanza, cuyas limitaciones en este terreno
no deben hacernos nunca olvidar que el verdadero objetivo del aprendizaje, aun
con todos los encantos y atractivos que presenta el itinerario intermedio, se
halla más allá de ella, en la comprensión efectiva y real del mensaje que los
griegos, algunos griegos más bien, han dejado como legado a la posteridad.
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