domingo, 24 de diciembre de 2017

Gomez Espelosin Javier Los griegos Un legado universal Capitulo 7 Grandezas y miserias de una lengua

La fascinación por el griego

El prestigio del griego como lengua de cultura internacional en todo el Mediterráneo a partir del período helenístico fue un hecho reconocido por los propios romanos cuando se hicieron dueños y señores de todo el Oriente helenístico, incluida, claro está, la propia Grecia. Fueron numerosos los miembros de la élite dirigente romana que aprendieron el griego y lo llegaron a dominar con la fluidez necesaria como para ser capaces de dirigir discursos en esta lengua. Un ilustre ejemplo es el cónsul Flaminino, ya mencionado en capítulos anteriores como artífice de la política romana en Grecia durante la primera fase de la conquista a comienzos del siglo II a.C. El gusto por el griego penetró también a fondo en los estamentos superiores de la propia sociedad romana impregnando facetas tan importantes como el ámbito de las emociones y los sentimientos más profundos, que al parecer se hacían en griego.
El propio Julio César, según el testimonio de Suetonio que es corroborado también por el historiador Dión Casio, habría pronunciado en griego la famosa frase dirigida hacia su hijo adoptivo Bruto en el momento de su asesinato al ver que figuraba entre los homicidas. La célebre expresión latina tu quoque, fili mi no figura, de hecho, en ningún texto antiguo y es una traducción de los gramáticos del Renacimiento que fue luego retomada por el también gramático francés del sido XVIII Lhomond en sus De viris illustribus urbis Romae, una obra que gozó en su tiempo de gran difusión. Algo similar sucede con la no menos célebre alea iacta est que César pronunció al atravesar el río Rubicón, cuando se disponía a marchar con su ejército contra Roma contraviniendo las disposiciones del Senado en este sentido e iniciando así lo que sería una auténtica guerra civil. Parece que la frase dicha en griego tendría como traducción «que el dado haya sido tirado», más aproximada a la idea original relativa a la suerte decantada por el inicio de un juego. Dos momentos decisivos de la vida de César en los que la emoción se imponía por encima de todo encontraron en el griego su mejor manera de expresión.
Este recurso al griego para expresar sentimientos y emociones personales cuando no se encontraba en latín la formulación más adecuada fue también característico de Cicerón en su correspondencia, a pesar de que en el resto de su obra pugnase continuamente por restablecer el equilibrio entre las dos lenguas y sus respectivas culturas cuando no se decantaba descaradamente por la supremacía del latín como una defensa apasionada ante la subordinación a lo griego. Era bien conocido, en efecto, el complejo de inferioridad que experimentaban en este terreno algunos intelectuales latinos como Lucrecio, que se quejaba de la «indigencia de nuestra lengua paterna» comparada con los innumerables cursos del griego. Valerio Máximo pedía, en cambio, insistentemente verdaderas medidas de protección contra un biligüismo que concedía a sus ojos excesiva importancia al griego. La lengua griega ejercía una fascinación indudable sobre muchos romanos y se aprendía a temprana edad, pero al mismo tiempo inspiraba una cierta desconfianza que conducía a algunos personajes oficiales a condenar su uso er público. Así el emperador Tiberio, que no sólo había aprendido el griego sino que incluso lo hablaba al parecer a la perfección y era capaz de componer poemas en dicha lengua, rechazaba abiertamente la posibilidad de utilizarla en sus alocuciones al Senado. Algo similar sucedió con el emperador Claudio, quien a pesar de la especial predilección que sentía por el griego, llegando incluso a escribir dos obras históricas en esta lengua, desposeyó de la ciudadanía romana a un individuo procedente de Oriente por su incapacidad de hablar latín en Roma. De hecho el adjetivo bilinguis poseía una clara connotación de carácter peyorativo en lugar de ser un elogio sobre la capacidad lingüística, ya que con él se hacía referencia a la duplicidad, algo que chocaba frontalmente con la exigencia romana de rectitud. Sin embargo, a pesar de las prevenciones y los prejuicios, todavía en plena época imperial los discursos de Favorino, un orador nacido en la Galia que había aprendido griego en Marsella, provocaban en Roma entusiasmo incluso entre aquellos que aunque no entendían el griego escuchaban su melodiosa voz embelesados, según nos cuenta Filóstrato.
Incluso entre los judíos, que se mostraron siempre extremadamente celosos de salvaguardar su sabiduría y sus costumbres de cualquier tipo de interferencia o influencia extranjera, se produjeron algunos casos que revelan la fascinación que el griego como lengua ejerció sobre algún miembros de las élites dirigentes, dentro de una corriente general en la que las capas altas de la sociedad judía veían en la helenizacíón la forma más adecuada de preservar sus privilegios políticos dentro del imperio seléucida. En el Talmud, término que aglutina la ley oral judía puesta por escrito en el siglo II d.C. y su correspondiente comentario, menciona la belleza de la lengua griega en conexión con un pasaje del Génesis que hace referencia a la raíz del nombre «Japhet», antecesor de los griegos, que estaba compuesta por tres consonantes que en hebreo significaban «belleza» o «hermosura». Hubo, sin embargo, con mucha mayor intensidad que entre los romanos, una fuerte oposición al aprendizaje del griego que, al desembocar de forma irremediable en la temida «sabiduría griega», significaba una traición abierta del pueblo y del dios de Israel.
La fascinación ejercida por la sonoridad y armonía de la lengua griega se dejaba sentir incluso entre sus propios hablantes, como el estudioso bizantino Miguel Pselo, quien afirmaba que durante la lectura de los discursos de Gregorio Nacianceno era cautivado de tal modo por su dicción que dejaba de pensar por completo en el sentido que tenían las palabras. También los escasos monjes y estudiosos medievales que llegaron a poseer un conocimiento, aunque fuera somero, de la lengua griega se consideraban unos privilegiados y hablaban de ella como de un «néctar sagrado», envidiado y deseado por los otros, que debían limitarse a llorar por tan desdichada y lamentable ignorancia. Éste fue el caso de Petrarca, que a pesar de sus intentos por aprender griego no llegó nunca a dominar lo suficiente dicha lengua como para poder leer sus textos, en particular a Homero, cuyas palabras originales en griego deseaba tan vivamente sentir que escribió a un legado de Bizancio en la corte papal que le había regalado un códice de la Ilíada: «Homerus tuus apud me mutus [...] quam cupide te audirem» (tu Homero está mudo a mi lado [... ] cómo desearía poder escucharte). La recuperación del griego como lengua a lo largo del Renacimiento y su creciente difusión entre los humanistas y estudiosos europeos condujeron en algunos casos a su sacralización como instrumento de comunicación y expresión que había alcanzado la perfección. El poeta francés Joachim du Bellay se lamentaba así de que su lengua nativa, el francés, no fuera tan rica como el griego y el impresor Henri Estienne lo consideraba la reina de todas las lenguas. Erasmo declaró que el griego era necesario, ya que todo conocimiento debía ser buscado entre los autores griegos, y Melanchthon, que había sido nombrado profesor de griego en la nueva Universidad de Wittemberg, afirmaba que el griego era tan necesario para la vida como el mismísimo aire o el fuego, puesto que era la fuente no sólo de la sagrada doctrina sino del resto de las artes. El monarca inglés Enrique VIII intentó aprender griego y sir Thomas Elyot, uno de los miembros de la corte que formaba también parte del círculo de Tomás Moro, aconsejaba a los padres que enseñaran griego a sus hijos a la edad de siete años, ya que no existía ninguna lección comparable a Homero para un muchacho de esta edad.
El atractivo del griego, junto con el estudio de todo aquello que implicaba desde el punto de vista literario e histórico, fue suficiente para hacer virar bruscamente la tendencia al escapismo del que sería luego el más ilustre de los helenistas franceses, Guillaume Budé, que abrumado por sus estudios de derecho, hacia los que le había abocado la decisión paterna, buscaba incesantemente nuevas diversiones que le distrajeran de una tarea que no colmaba en modo alguno sus aspiraciones y deseos. Su contacto con los estudios griegos bajo la influencia del estudioso bizantino Janus Lascans, que había llegado a París en 1494 de la mano del monarca Carlos VII, cambió radicalmente su trayectoria vital y se convirtió desde entonces en un extraordinario conocedor del griego, sobre el que poseía una competencia indiscutida, y en un erudito reconocido en todo lo relativo a la Antiguedad clásica.
El griego continuó provocando encendidos entusiasmo en quienes lo descubrían y se empeñaban en aprenderlo, al tiempo que enconadas frustraciones en aquellos que fracasaban en el intento o daban por perdida, ya de entrada, la batalla. Algunos descubrieron el encanto de la lengua griega a una edad temprana, como el estrafalario Heinrich Schliemann, que renovó el estudio de la prehistoria griega con el hallazgo de las ruinas de Troya y Micenas en el último cuarto del siglo XIX. Al parecer, según refiere el propio Schliemann, durante su adolescencia escuchó recitar pasajes homéricos a un pastor borracho en la cantina donde trabajaba y quedó completamente fascinado por su sonoridad y armonía a pesar de que era incapaz de entender una sola palabra, llegando incluso a costear de su más que reducido bolsillo algunos de estos improvisados «recitales». Su posterior carrera triunfal en el mundo de los negocios no le hizo olvidar esta fascinación cuando decidió aprender el griego en último lugar para no distraer así sus objetivos más pragmáticos y consagrarle sólo toda su atención en el momento en que ya disponía de plena autonomía financiera. Otros descubrieron el griego a una edad madura, como el poeta italiano Vittorio Alfieri, que comenzó a estudiarlo cuando tenía ya 50 años, o el novelista ruso Tolstoi, que lo aprendió a los 42 y, cuando ya era capaz de leer textos originales, escribió a un amigo que «sin el conocimiento del griego no existe educación», motivo que le impulsó a enseñárselo fervientemente a sus hijos.
Otros, aunque empezaron su estudio a temprana edad, lo abandonaron por diferentes circustancias y volvieron a él en una época posterior de sus vidas con renovados entusiasmos. Este fue el caso del poeta inglés Robert Browning, que comenzó a aprender griego a los ocho años guiado por su padre, quien de forma amena y comprensiva le ayudó a dar los primeros pasos en la materia, pero como tantos otros sufrió después una nefasta enseñanza en la universidad que le apartó de los clásicos hacia temas medievales hasta que de nuevo, inducido esta vez por su esposa, la también poetisa Elisabeth Barrett, se encendió de nuevo su afición por el griego y nunca más volvió a perderla. Algo similar le sucedió poeta francés Leconte de Lisie, quien, aunque era mediocre en griego, se dedicó a él con intensidad y le consagró una gran arte de su vida, lo que le permitió publicar traducciones de la Ilíada y la Odisea que inflamaron a los lectores más jóvenes de su tiempo. Inspirado precisamente por la traducción de Leconte de Lisie, el poeta y novelista francés Pierre Louys, autor de algunas novelas eróticas célebres, aunque no había aprendido griego en la escuela y había contemplado desde la distancia y con cierto desagrado los poemas homéricos, comenzó a aprender el griego en serio a los 18 años, llegando incluso a traducir los epigramas de Meleagro y los diálogos de las cortesanas de Luciano. Incluso pretendió hacer pasar su obra más célebre, aunque no la más popular, Las canciones de Bilitis, por la traducción de un manuscrito griego original que había encontrado en una tumba. También a una edad similar, a los 16 años, empezó a estudiar griego el novelista inglés Thomas Hardy aprovechando los escasos ratos libres que le dejaba su trabajo como ayudante de un arquitecto entre 5 y 8 de la tarde. Entre los sonados fracasos cabe señalar, además del ya mencionado de Petrarca, el de San Agustín, que admite con toda franqueza en sus Confesiones su incapacidad para aprender griego, o el del filósofo Jean Jacques Rousseau, que intentó aprender griego a los 37 años pero hubo de renunciar a la empresa. Algunos expresaron de forma manifiesta dicha frustración, como el poeta romántico inglés John Keats, que calificaba su incapacidad para leer la lengua griega de «gigante ignorancia».
La fascinación por la lengua griega se vio aupada ademas por la creencia en el principio de que algunas lenguas mostraban una mayor cercanía a la naturaleza y se consideraba que, dentro de ellas, el griego exhibía una transparencia y universalidad sin paralelo. Dicho entusiasmo por el griego activó, junto con los ideales estéticos forjados por Winckemann, la obsesión germana por la Antigüedad griega que se consolidaría institucionalmente en el famoso ideal educativo (Bildung) incorporado en el sistema de educación aleman ideado por Wilhelm von Humboldt. El papel decisivo de a lengua griega en esta renovación educativa fue considerable si atendemos a la preeminencia de su estudio dentro del gymnasium y a la oleada de estudios filológicos elaborados a lo largo de todo el siglo XIX y el primer tercio del siglo XX en las universidades y academias alemanas inspiradas por estos ideales. El griego no era ya concebido como un mero instrumento, sino como un fin en sí mismo, tal y como proclamaba nada menos que el gran filósofo Hegel en un discurso pronunciado en 1809 cuando era director de un liceo en Nuremberg. Según Hegel, la verdadera riqueza de los clásicos, es decir, su valor y su sentimiento patriótico, así como el modelo que proporcionaban sus acciones y su elevada estura moral, se hallaba directamente correlacionada con su lengua y se perdía de inmediato en la tarea de la traducción. Por ello resultaba esencial el estudio en profundidad de la lengua griega y la consecución de una completa familiaridad con ella que permitiera disfrutar en el mayor grado posible sus obras, captando todos sus aspectos y cualidades intrínsecas. Una doctrina que, con algunos cambios y matizaciones, constituyó el fundamento del liceo alemán durante más de un siglo. Esta sacralización del griego como lengua se aprecia todavía en una obra de la filología germana posterior, como la de Eduard Norden, consagrada a la prosa artística griega, donde se afirma que la naturaleza había obsequiado a los griegos con una lengua que era capaz como ninguna otra de materializar en forma plástica las más delicadas inflexiones del sentimiento. La sensación de afinidad entre el alemán y el griego constituyó así durante largo tiempo una expresión de orgullo cultural y significaba el despertar de la identidad nacional, auspiciado por un proceso de identificación entre los respectivos pueblos que hablaban dichas lenguas.
Sin embargo, a pesar de todas estas explosiones de júbilo o de frustración, de la elevación a los altares de una gramática cuya inapelable lógica era considerada como un elemento formal educativo de incomparable poder y de la machacona insistencia en el terreno lingüístico que muchos estudios filológicos han emprendido desde entonces hasta nuestros días, argumentando en parte sobre razones similares basadas en la propia esencia de un lengua excepcional, parece hoy en día admitido que no hay nada en sí, ni en la fonología, la morfología, la sintaxis o el léxico de una lengua, que sea por sí mismo portador de prestigio o que demuestre la indiscutible superioridad mental del pueblo que la habla sobre los demás. Cuando se dice que una lengua es prestigiosa, con dicha expresión se hace referencia en realidad a los logros culturales conseguidos por sus hablantes como grupo o a la literatura que han producido, así como al grado de influencia que ha ejercido en la historia posterior por su especial posición hegemónica dentro de una tradición cultural determinada. El griego no parece que sea una excepción en este sentido a pesar de las indudables lealtades y de los sinceros entusiasmos suscitados por quienes hemos tenido la fortuna de entrar en contacto, más o menor intenso y continuado, con ella.

Algunas formas de aprender griego

El aprendizaje del griego ha debido superar a lo largo del tiempo una serie de dificultades. Conservado como lengua viva en el Oriente bizantino y en zonas del sur de Italia, en el resto de Europa hubo de ser enseñado y aprendido a partir de los rudimentos más elementales. No existió en Occiden durante la Edad Media una gramática de la lengua griega con la que pudieran iniciarse los estudios de griego, en una forma similar a la que se aprendía latín a partir de los textos gramaticales de Donato y Prisciano, ambos muy populares a lo largo del período medieval hasta el punto de que todavía nos quedan del segundo cerca del millar de manuscritos. El único instrumento «didáctico» en este terreno legado por la antigüedad tardía, como en el caso de los gramáticos latinos mencionados, era la Ars grammatica de Dositeo, que estaba dirigida a los griegos que desearan aprender latín y se presentaba en parte en una versión paralela de las dos lenguas. Su utilidad no era mucha, ya que sólo se podían deducir parcialmente los elementos gramaticales básicos de la lengua griega. Los intentos por redactar una gramática del griego fueron escasos y, a lo que parece, de reducida incidencia, como un manuscrito de la biblioteca de Laon del siglo IX que contiene un esbozo de estas características o la tentativa de compilar una gramática por parte de Froumundo de Tegernsee. La primera de estas iniciativas parece que está relacionada con el círculo de monjes irlandeses en torno a la figura de Martín de Laon, y es bien sabido el enorme interés de aquéllos en el estudio del griego, considerado uno de los componentes de una educación ideal por ser una de las lenguas originales de la Biblia. Estos monjes habían conseguido reunir un curioso y variado vocabulario griego a partir de los escasos textos bilingües de las Sagradas Escrituras, como el Salterio, que constituía el libro más familiar para los latinos en el Medievo, de glosarios trasmitidos del sistema escolar antiguo que contenían también algunas expresiones somáticas o de referencias casuales halladas en la obra monumental de Isidoro de Sevilla. Faltos de cualquier referente gramatical de envergadura, acogían las palabras tal cual aparecían mezclando así diferentes casos o formas verbales o inventando la autoridad requerida en caso de no encontrarla a mano.
A pesar del entusiasmo de sus promotores y del esfuerzo puesto en la empresa, la falta desesperante de textos y la casi total ausencia de autoridad por parte de los profesores confían el empeño de aprender griego en una misión practicamente imposible. Sus conocimientos, notables a pesar de todo, no alcanzaron casi nunca el umbral de la gramática y quedaron casi siempre en el terreno de la pura lexicografía. Los contactos con el Oriente bizantino no resultaron todo lo fructíferos que habría cabido esperar en este aspecto. Es cierto que el debilitamiento del poder bizantino en el siglo XII y la constitución del imperio latino hicieron los contactos más asequibles y facilitaron el conocimiento del griego entre quienes viajaban hasta allí, si bien se trataba en su mayor parte de soldados, monjes o comerciantes que hablaban el griego necesario para sus fines utilitarios pero desconocían por completo la gramática y eran, por tanto, incapaces de enseñar la lengua a otros siendo como eran además en su mayoría gentes desprovistas de cualquier tipo de educación formal o de intereses culturales. La única alternativa disponible se hallaba en el sur de Italia, a donde acudió un personaje tan insigne de los estudios griegos anteriores al Renacimiento como fue el obispo de Lincoln, Roberto Grosseteste, que sin embargo aprovechó la coyuntura de la conquista de los territorios bizantinos para conseguir que le enviasen gramáticas griegas procedentes de aquellos territorios. Una generación después el monje franciscano inglés Roger Bacon supo sacar partido de sus contactos con griegos o con gentes que habían conseguido aprender griego in situ para elaborar una gramática elemental a finales del XIII que concedía la primacía al alfabeto, a la fonética y a la ortografía, mientras que la morfología era tratada de forma mas bien breve con paradigmas fáciles de recordar.
La labor de los italogriegos en la enseñanza de la lengua griega tiene sin duda su importancia, pero no llegó a cuajar como iniciativa y sus éxitos fueron más bien modestos. La labor desarrollada por Barlaam en la corte papal de Avignon con Petrarca no culminó de forma brillante, como ya había sucedido anteriormente con Juan de Salisbury en un tipo de iniciativa similar. Algo más eficaz parece haber resultado labor de Leoncio Pilato, un calabrés discípulo de Barlaam que se asentó en Florencia a mediados del XIV para enseñar griego después que las gestiones de Boccaccio consiguieran disuadirle de sus ambiciones episcopales que le impulsaban a buscar acomodo en la sede papal francesa. Con él, el autor del Decamerón profundizó sus conocimientos de griego en una medida mucho mayor de lo que había conseguido Petrarca con su maestro griego. Sin embargo, la verdadera revolución en el aprendizaje del griego se produjo con la llegada de un embajador bizantino en 1397 a Florencia, traído por el empeño del canciller Coluccio Salutati, que se convirtió en el promotor más enérgico de los estudios griegos en esta ciudad. Se trata del célebre Manuel Crisoloras, que escribió como material de apoyo para sus enseñanzas una gramática elaborada con el formato de preguntas y respuestas que llevaba por oportuno título el de Erotemata. Dicha obra se convirtió en el primer texto didáctico para el aprendizaje del griego que se difundió por todo el Occidente latino, sobre todo después que uno de sus discípulos, Guarino de Verona, reelaborase la obra en latín, haciendo con ello posible su utilización sin la necesidad inevitable de contar con un maestro griego al lado para interpretarla. Crisoloras tuvo el éxito que Pilato no había conseguido al ser capaz de simplificar los tradicionales libros de gramática eliminando las complejidades desconcertantes que atormentaban a los escolares bizantinos. Redujo las categorías de los nombres de 56, como figuraban en un manual posterior obra del estudioso Manuel Moscópulos, a tan sólo 10. La lengua seguía resultando difícil, pero consiguió acercarla a un grupo de estudiosos dotados y diligentes, que en el curso de un año eran capaces de lograr un alto grado de competencia lingüística. En la mayoría de los casos el estudiante debía aprender por é1 mismo, por lo que el manual de Crisoloras significó un importante y decisivo avance en la enseñanza del griego.
Otras gramáticas producidas en estos tiempos que tuvieran incidencia en los humanistas deseosos de aprender griego fueron la introducción gramatical elaborada por Teodoro de Gaza y la gramática de Constantino Lascaris, que se imprimió en 1496 y se convirtió así en uno de los primero productos de la nueva tecnología, la imprenta, para cubrir las necesidades de los estudiantes de griego. Sin embargo, la existencia de estos «manuales» no acabó ni mucho menos con el sistema más generalizado consistente en la confrontación del texto griego con la traducción latina correspondiente, una práctica común a tenor de lo que afirma el impresor veneciano Aldo Manucio en una carta en la que declara que es a través de la comparación sistemática del texto de las obras zoológicas de Aristóteles con su traducción latina a cargo del mencionado Teodoro de Gaza como han aprendido griego los humanistas más destacados de la época como Pico o Poliziano. El número y la calidad de las versiones latinas de textos griegos habían comenzado a aumentar tras la estancia de Crisoloras y, por tanto, la comparación podía resultar efectiva al ser cada vez más fíeles los textos latinos a los originales griegos. La aparición y difusión de la imprenta colaboró también de forma decidida en la empresa. El propio Aldo Manucio contribuyó también a la labor de enseñanza de la lengua griega al editar instrumentos esenciales para su aprendizaje como gramáticas, libros para la escuela, diccionarios, comentarios y obras enciclopédicas. Esta misma iniciativa sería asumida también por otra ilustre familia de impresores y estudiosos franceses, los Estienne, uno de cuyos miembros, Henri II, publicó nada menos que 74 textos griegos de los que 18 eran primeras ediciones y llevó a cabo una de las obras más grandiosas de los estudios griegos en el Renacimiento como fue el Thesaurus Linguae Graecae. El primer libro impreso en griego, la Batrocomiomaquia pseudohomérica, vio la luz en 1473, y a partir de 1500 los textos griegos empezaron a abundar, así como las traducciones correspondientes. Entre 1494 y 1515 Aldo Manucio publicó más de 27 autores griegos, entre los cual figuran las primeras ediciones de Platón y Aristóteles griego. Sin embargo no conviene olvidar que el aprendizaje del griego era considerado un medio para un fin determinado, como era poder leer a los autores griegos por la información y las lecciones morales que contenían más que por su estilo. No se olvide que una de sus finalidades prácticas fundamentales era la lectura del Nuevo Testamento y de los padres griegos de la Iglesia. Así el primer libro impreso en caracteres griegos que salió de las prensas de Estienne en 1544 fue la Historia Eclesiática de Eusebio de Cesárea.
La labor docente de los estudiosos bizantinos emigrados fue así considerable en la formación griega de los humanistas italianos del siglo XV. Sin embargo, con el paso del tiempo se fueron consolidando grandes bibliotecas europeas que poseían entre sus fondos manuscritos griegos, traídos o copiados de Bizancio, como las del cardenal Besarión, que se convertiría en el núcleo de la futura biblioteca Marciana de Venecia, la Vaticana de Roma y la de Lorenzo de Medici en Florencia, que en su conjunto poseían más de 500 códices griegos. Empezaron así a surgir también grandes helenistas occidentales, formados en la propia Italia, que demostraron una gran competencia en el dominio de la lengua griega, como fue el caso de Leonardo Bruni en la primera mitad del siglo XV o de Angelo Poliziano en la segunda, que empezó a estudiar griego a los 10 años, a los 16 era ya capaz de escribir versos en esa lengua y a los 18 tradujo los libros II a V de la Ilíada, rivalizando en sus conocimientos con los de los mejores maestros bizantinos. Además, en algunos casos bien conocidos la eficacia docente de estos estudiosos bizantinos fue puesta en entredicho por parte de brillantes alumnos interesados en el aprendizaje del griego, que comprobaban con desesperación la exasperante lentitud de sus progresos en el dominio de la lengua o constataban la frustración más papable en la inutilidad de sus esfuerzos. Éste fue el caso de personajes tan ilustres como el mismísimo Erasmo de Rottedam, que comenzó a aprender griego en París bajo la guía del refugiado griego Jorge Hermónimo pero encontró tantas dificultades en su camino que optó por abandonar sus enseñanzas y encaminarse hacia Italia con la clara intención de mejorar sensiblemente sus oportunidades en este terreno. Allí en Venecia, alojado como huésped privilegiado en la casa del impresor Aldo Manucio, encontró la posibilidad de adquirir el nivel de griego que precisaba con el aliciente añadido de poder leer los numerosos códices griegos que albergaba la nutrida biblioteca de su anfitrión. Como resultado inmediato de su fructífera estancia en este sentido publicó una versión considerablemente ampliada de sus célebres Adagios, una colección de proverbios con su correspondiente comentario, a la que incorporaba ahora numeroso material procedente de las fuentes griegas que, por fin, había sido capaz de leer con la necesaria soltura. Más tarde siguió su conocido panfleto sobre la correcta pronunciación del griego antiguo, fruto igualmente de su estancia en el círculo aldino, donde algunos de sus miembros, junto al español Antonio de Nebrija, hacía tiempo que habían aportado evidencias sobre las diferencias notables existentes entre la pronunciación antigua y moderna.
El ya mencionado Hermónimo fracasó también con el más importante de los helenistas franceses del Renacimiento y uno de los más señeros de toda su historia, Guillaunie Budé. Las amargas quejas, no exentas de una cierta cruel ironía, del humanista francés a este respecto han quedado reflejadas en algunas de sus cartas, donde relata las penurias que pasaba en los momentos de su rudo aprendizaje llegando a manifestar incluso su sensación de que la ignorancia de su tutor era deliberada, ya que tenía por único objeto mantenerle por más tiempo bajo su tutela y seguir percibiendo así su generoso estipendio. Su estancia en Italia también resultó provechosa en este respecto, como ya había sucedido con Erasmo. Allí los métodos utilizados en su enseñanza eran al parecer más efectivos si juzgamos por los resultados obtenidos por un joven de Padua, llamado Girolamo Amaseo, que estudió griego en Florencia con Varino Favarino Camerte en 1493 y se sentía capaz de entender a Homero y Aristófanes con la suficiente soltura después de haber atendido puntualmente a las lecciones del maestro. Al parecer, según expone en una carta, el método de enseñanza consistía en la lectura del texto con su correspondiente traducción, en palabras claras y elegantes, a la que seguía la flexión de nombres y verbos, si resultaba especialmente difícil, añadiendo también las etimologías y el resto de las figuras utilizadas en el discurso. A continuación volvía a iniciar la lectura del mismo texto, acompañada esta vez de las preguntas de comprobación pertinentes para evitar que se olvidara lo aprendido. La sesión culminaba con una especie de examen en el que los alumnos debían nuevamente dar cuenta de las declinaciones. La carta del mencionado Girolamo nos informa también de la gradación de los textos a lo largo de la jornada (la Odisea por la mañana, Aristófanes después de comer y la Ilíada para cerrar las sesiones), así como de las diversas edades de un alumnado que abarcaba desde los catorce o quince años hasta los cincuenta.
Los métodos y materiales elaborados e impresos en el ámbito de los círculos aldinos, como las gramáticas de Crisoloras y Láscaris, no sólo tuvieron una incidencia importante en Italia. Fueron introducidos entre 1508 y l517en París por Girolamo Aleandro, que puede ser considerado el iniciador del estudio de la lengua griega en Francia, donde ya había sentado previamente cátedra Janus Láscaris, cuyas enseñanzas producirían efecto indeleble en personajes de la talla de Budé o de los primeros lectores reales de griego, Pierre Danés y Jacques Toussain, a cuyas lecciones asistieron algunos de los pensadores más importantes del siglo XVI como Calvino, Rabelais, Ignacio de Loyola, Pierre Ronsard y Henri Estienne. En Alemania, sin embargo, los estudios de griego alcanzaron su mejor concreción pedagógica con los métodos propuestos por Philipp Melanchthon, cuyos sistemas y programas fueron adoptados de inmediato en escuelas y universidades de todo el ámbito protestante. Melanchthon había aprendido griego fuera del curso regular con Simler, uno de los primeros entusiastas del humanismo en Alemania, que había compuesto además una estimable gramática griega. Su método incidía más en la intensidad y la concentración sobre un número determinado de autores que en una enseñanza más amplia y generalizada que contuviera una mayor variedad de textos. La Ética de Aristóteles, los discursos de Demóstenes y la Ilíada concentraron su interés de forma abrumadora durante su larga carrera docente, convencido como estaba de que era a través de su literatura como mejor podía llegarse a comprender el modo de vida y los valores de la sociedad griega antigua. De esta forma, siguiendo los pasos marcados por Erasmo, resolvía las posibles discrepancias existentes entre el pensamiento pagano y el cristianismo que tantas turbaciones habían provocado en otros espíritus de la época, obligándoles a restringir el conocimiento del mundo clásico a determinados autores. Johann Sturm siguió los pasos de Melanchthon en su objetivo de inculcar en los jóvenes una sabia y elocuente piedad (pietas literata). Dentro del programa ideado por Sturm en Estrasburgo los muchachos iniciaban sus estudios a los 6 años y debían concluirlos a los 15 tras haber aprendido un latín fluido y correcto y el griego suficiente para poder leer a Demóstenes. La actividad docente consistía en una serie ininterrumpida de ejercicios hablados y escritos y en la lectura concentrada sobre algunos autores que en griego incluían Demóstenes, Esquines, el Organon y la Retórica de Aristóteles y algunos diálogos platónicos. Su enseñanza, sin embargo, parece que quedaba limitada a lo aspectos más puramente formales, prestando así mayor atención al significado de las palabras que a las ideas expresadas a través de ellas.
La insistencia machacona en el estudio de la lengua como único método de aprender el griego, que todavía cuenta con encendidos apologistas, ha dejado en su camino numerosas víctimas, algunas de ellas tan ilustres como el propio Byron, que se negaba a citar a Horacio en un pasaje adecuado durante su viaje por Italia llevado del mal recuerdo que le inspiraba dicho poeta latino al traerle a la memoria las fastidiosas lecciones impuestas por la disciplina escolar que le habían obligado a aprender de memoria los citados pasajes sin otra finalidad que la consolidación de algunas nociones gramaticales. Esas mismas circunstancias, las de una disciplina escolar mal entendida que no veía en los textos clásicos otra cosa que fuera más allá de las flexiones, conjugaciones y léxico que contenían y abordaba el estudio de los textos desde esta más que limitada perspectiva, aquejaron también a otras personalidades de la época como Victor Hugo o el poeta inglés Swinburne. «La literatura clásica quedaba así arruinada —como ha señalado con gran acierto y perspicacia el nada sospechoso Gilbert Highet— cuando se la enseñaba exigiendo del alumno la máxima precisión y particularmente una explicación de los usos gramaticales y de las reglas sintácticas.» Es tremendamente ilustrativa en este sentido la anécdota citada ad hoc por el mencionado estudioso británico, según la cual un profesor presentó al inicio del curso a sus alumnos el Edipo en Colono de Sófocles como un «verdadero tesoro de peculiaridades gramaticales». La nefasta experiencia en este sentido de sir William Osler, un destacado profesor de medicina que ejerció su magisterio en Canadá, Estados Unidos e Inglaterra en la parte final del siglo XIX y los inicios del XX, puede resultar ciertamente paradigmática de la situación más generalizada en el terreno de la enseñanza del griego y de las lenguas clásicas en general a lo largo de todo este período. Los excesos de sintaxis y prosodia en el estudio de los autores griegos tenían el resultado inmediato de que los alumnos aborrecían a Jenofonte con sus diez mill y veían a Homero como una abominación, a pesar de que se hallaban sedientos de buena literatura. El rudo contraste de esta disciplina gramatical con los métodos mucho más atractivos del profesor de ciencias que les llevaba por el campo, les hablaba de los fósiles y les explicaba la formación de la corteza terrestre tuvo como resultado la inclinación de Osler hacia el estudio entusiasta de las ciencias y la práctica de la medicina.
Una descripción igualmente lamentable de la situación pedagógica de los estudios griegos en los Estados Unidos es la que nos ofrece el educador Nicholas Murray Butler, que califica la enseñanza de los clásicos como una actividad «seca como el polvo» que estuvo a punto de dar al traste de manera definitiva con el futuro de los estudios clásicos en ese país. Butler recuerda que el profesor que ocupaba la cátedra de griego en el Columbia College de Nueva York en 1879 les hizo leer la Medea de Eurípides insistiendo en los más menudos detalles de la gramática y prescindiendo de toda consideración literaria o estética hasta tal punto que no llegaron a saber ni el argumento de la obra ni su significado ni llegaron a apreciar, por tanto, la calidad de su arte literario. Otro insigne pedagogo americano, William Lyon Phelps, describe la sombría realidad de la Universidad de Yale al comienzo de los años ochenta del siglo XIX en la que, a pesar de haber tenido tres horas de clase a la semana dedicadas a Homero, el profesor nunca hizo ninguna observación sobre su poesía o la significación de ésta para limitarse a solicitar de forma rutinaria y monótona a los alumnos la traducción y la escansión de los versos estudiados.
Esta desastrosa situación de la enseñanza del griego aplicable también al latín, a lo largo del siglo XIX podría resumirse en la afirmación del escritor inglés Edward Frederic Benson, que se queja amargamente de cómo una lengua como el griego, a la que calificaba como la más flexible las lenguas humanas, era enseñada como si no consistiera en otra cosa que en una serie de secas fórmulas algebraicas. La pretensión de convertir en una ciencia el estudio del latín y el griego fue una de las causas que permiten explicar semejantes aberraciones. Esta creencia fue impulsada sobre todo en Alemania, donde se originó la nueva Altertumswissenschaft (la ciencia de la Antigüedad), definida por Friedrich August Wolf en su manifiesto de 1807, y se creó el sistema de enseñanza secundaria y universitaria que primaba el estudio de las lenguas clásicas como su piedra angular por obra del ya citado Humboldt. La eficacia del sistema no cabe ponerla en duda, al menos en lo que respecta a sus resultados inmediatos, ya que de estas escuelas salieron ilustres banqueros, agentes de bolsa y oficiales del ejército que eran capaces de improvisar oportunas citas en griego. Personajes de la talla de Karl Marx fueron educados en este sistema, lo que le permitió leer en griego los libros sobre las guerras civiles de la historia romana de Apiano que, adoptados como lectura de cabecera, comentaba apasionadamente por carta con otro ilustre personaje salido también de esta cantera, su amigo Friedrich Engels. El estudio directo y sistemático de la lengua griega ya había sido preconizado por los grandes filólogos holandeses del siglo XVIII, Hemsterhuys, Valckenaer y Ruhnken; sin embargo fue el proyecto académico emprendido por Humboldt e inspirado por Wolf el que consagró a Alemania como el auténtico centro de una transformación decisiva en el largo proceso de relaciones entre la Europa moderna y la Grecia antigua, en el que la enseñanza de la lengua desempeñó un papel capital y preponderante.
Sin embargo, a pesar de la rotunda eficacia de tales enseñanzas, basadas en el conocimiento profundo de la gramática y del léxico utilizados en los textos, junto con las correspondientes nociones de métrica y prosodia, todavía hubo quienes por necesidad o ingenio se las valieron por sí solos Para, fuera de tan monumental e imponente aparato académico, conseguir un completo dominio del griego que les permitía manejar con fluidez sus textos originales. El ya mencionado Wolf, verdadera alma mater del proyecto, se jactaba, en lo que pudo muy bien haber sido sólo un intento de forjar su propia leyenda, de haber aprendido griego en casa, fuera del gymnasium, a una tierna edad, valiéndose tan sólo de sus lecturas. Fuese o no verdadera dicha pretensión, lo cierto es que a la edad de 24 años obtuvo una cátedra en la Universidad de Halle y, como profesor original y brillante que era, se convirtió pronto en una verdadera leyenda nacional cuyo poderoso influjo se dejó sentir en personalidades tan destacadas como Goethe, que escuchaba al parecer sus lecciones oculto tras una cortina. Pero el ejemplo quizá más célebre de este afán autodidacta en el aprendizaje del griego es el de Schliemann, que fue capaz de dominar dicha lengua mediante su curioso método, consistente en leer en voz alta textos bilingües que luego aprendía de memoria, reteniendo así de forma mecánica las estructuras sintácticas y los usos gramaticales de la lengua en cuestión. En la literatura hagiográfica, hábilmente promocionada por el propio Schliemann y reforzada después por los ensayos biográficos de carácter laudatorio y hasta heroico de Carl Schuchhardt y Emil Ludwig, se ha difundido la imagen de un individuo que decidió postergar su aprendizaje del griego «por temor de que el encanto de esa lengua maravillosa me absorbiera demasiado y me hiciera descuidar mis actividades mercantiles», para dedicarse después por completo a él una vez pasados los temores suscitados por la guerra de Crimea que podían afectar seriamente a sus intereses comerciales. En tres meses consiguió el dominio suficiente para poder leer a los autores antiguos y en particular a Homero, cuya repetida lectura le ocupó los dos años siguientes. En su Autobiografía afirma orgulloso no haber perdido ni un instante en el estudio de las reglas gramaticales por haber comprobado que el método seguido en los gimnasios, consistente según Schliemann en atormentar a los muchachos a lo largo de ocho o más años con tan aburridas normas, no conseguía que fueran después capaces de escribir una carta en griego sin cometer cientos de faltas. En su opinión sólo la lectura atenta de la prosa clásica, aprendiendo de memoria trozos escogidos como muestra, podía proporcionar un conocimiento fundamental de la gramática griega. Así, amparado en este método que equiparaba el griego antiguo a una lengua viva, Schliemann afirmaba que llegó a escribir con entera soltura en dicha lengua y que poseyó un completo conocimiento de sus reglas gramaticales en la práctica, sin que tuviera la menor conciencia de su existencia como tales reglas en las gramáticas normativas. Era, no obstante, capaz, continúa proclamando orgulloso, de citar de memoria pasajes en griego que contenían dichos usos lingüísticos.
El aprendizaje del griego y la consecución de un dominio de la lengua que permitiera comprender con facilidad los textos originales estuvieron siempre estrechamente ligados a la lectura constante y continuada de los autores clásicos. Los métodos de enseñanza no se caracterizaban por su eficacia didáctica y los instrumentos existentes, sobre todo gramáticas y léxicos, no constituían siempre los compañeros más adecuados para culminar felizmente dicha andadura. La continua memorización de reglas y formas gramaticales y el interminable análisis de la construcción de los textos, concretado en la determinación de la etimología, la forma gramatical y la función retórica de cada una de las palabras que los componen, convertían los cursos de griego que se impartían en escuelas y universidades en un camino exasperantemente lento que no acababa nunca de colmar las expectativas de quienes se embarcaban en ellos. Las preocupaciones morales que podían derivarse de la lectura de los textos, como la necesidad de evitar la soberbia en un pasaje de Hesíodo de sólo 46 versos, que ocupó, sin embargo, a un profesor de una escuela alemana de finales del XVII nada menos que tres largos meses, fueron sustituidas después por otras de carácter más histórico o lingüístico, sobre todo tras el triunfo de la gramática histórica a lo largo del XIX, que ponían el acento en la propia génesis de las palabras con su secuela de transformaciones fonéticas y morfológicas. Pero casi nunca los esfuerzos para entender la forma y el contenido culminaron en un acercamiento más unitario y coordinado a los textos que enfocara el estudio de la lengua y de la cultura griega de una forma coherente y armónica.
Los grandes estudiosos de la filología clásica no prestaron quizá, casi nunca, la suficiente atención a la vertiente didáctica de su materia. Estaban sobre todo interesados —obsesionados, podría decirse incluso— por el crecimiento constante de la información, que iba acumulándose de manera espectacular con los descubrimientos arqueológicos, epigráficos y papirológicos llevados a cabo a lo largo del siglo XIX y exigía su catalogación y clasificación exhaustivas. Les preocupaba igualmente la consolidación de su especialidad dentro del ámbito de las disciplinas académicas y científicas, mediante la imponente exhibición de toda una serie de ediciones, estudios y grandes obras enciclopédicas que les otorgaban el prestigio y la legitimación afanosamente perseguidos. Por lo general dedicaron todo su valioso tiempo a coleccionar manuscritos, a enmendar sus textos y a editar los diferentes autores de la manera más correcta o a elaborar enjundiosos y eruditos comentarios a las obras ya editadas, que seguían puntualmente el curso del texto aportando interpretaciones de los términos usados y de los pasajes en conjunto o discutiendo y desarbolando intentos precedentes de otros colegas y competidores. Hay algunas excepciones que confirman la regla revelando cierta preocupación didáctica, como la del filólogo alemán Johann Mathias Gesner, que ejerció su magisterio en la Universidad de Gottingen en la primera mitad del XVIII y trató, al parecer, de formar maestros eficaces e inteligentes más que filólogos cargados de erudición, como era la costumbre de la época. Mediante la lectura continuada de un mismo autor, sin las interrupciones pedantes provocadas por las observaciones gramaticales minuciosas, pretendía educar el juicio y el buen gusto de los jóvenes animándoles a captar las cualidades íntimas de los autores leídos. Su método, contrario al entonces vigente en todas partes, caracterizado por la esclavitud gramatical, mereció los elogios encendidos de Herder, conviniendo con Gesner en su condena más que aparente de la deprimente y fatigosa manera de leer los textos antiguos que imperaba en la enseñanza de la época.

Entre el sueño y la realidad

El afán por dominar la lengua griega y conocer a fondo la literatura antigua dejó su huella en la salud de muchos que lo intentaron. Winckelmann leía griego hasta medianoche, arropado tan sólo con una manta junto a la chimenea, y dormía después hasta las 4 sentado en una silla. Cuando despertaba continuaba su estudio hasta las 6 e iniciaba después, como si tal cosa, sus actividades cotidianas como maestro de primeras letras. En verano procedía de manera similar, tumbándose esta vez sobre un banco de madera con pedazos de este mismo material atados a los pies para que, al moverse, le despertaran con el ruido. El filólogo alemán Christian Gottlob Heyne, que renovó con sus métodos el estudio de la Antigüedad griega, tratando de combinar y armonizar el estudio de los textos con el de los restos materiales, dormía sólo dos noches a la semana durante seis meses en su intento por leer todos los autores clásicos tan deprisa como le era posible. Sus imponentes sacrificios se vieron premiados con el trabajo como copista en la biblioteca del conde Brühl, donde casi se dejó la vista, pudiendo tan sólo vislumbrar a duras penas las imágenes artísticas que ilustraban sus lecciones en los últimos años de su vida docente. Wolf, siguiendo los pasos del maestro, habilitó los métodos más disparatados para no dormir, como sumergir los pies en un barreño de agua fría o vendarse un ojo para que descansara mientras concentraba toda la actividad de lectura en el otro. Ya en la universidad ocupaba la mínima parte de su tiempo en las actividades cotidianas como vestirse y rechazaba cualquier tipo de distracción, una actitud vital que tras los primeros años estuvo a punto de costarle la salud y la vida.
En otros casos las cosas se hicieron de forma mucho más natural, como le sucedió a Gibbon, el célebre historiador inglés del XVIII que fue autor de la famosa historia sobre la decadencia del imperio romano. Sus ansias por aprender las lenguas clásicas, que ejercitó durante su estancia en Lausana, las supo dosificar adecuadamente y solventó sus deseos de ampliar su tiempo con la saludable costumbre de levantarse temprano sin que, como él mismo confiesa en su Autobiografía, se dejara seducir por la tentación de invadir las horas de la noche, lo que resultó ser, a la postre, «una suerte para mis ojos y para mi salud». Oscar Wilde, que poseía una memoria extraordinaria y aprendía con facilidad todo aquello que le interesaba, adquirió su entusiasmo por la Grecia antigua y el estudio de su lengua impulsado por la afinidad espiritual experimentada con su tutor en Dublín, el reverendo sir John Pentland Mahaffy, cuyas enseñanzas y orientaciones en este terreno nunca llegó a olvidar, según revela en una carta dirigida a Mahaffy cuando ya se hallaba en la Universidad de Oxford. Tampoco parece que el aprendizaje del griego resultara un hecho traumático para John Stuart Mill, una de las figuras más destacadas del panorama político e intelectual de la Inglaterra del siglo XIX, que se inició en el tema a la corta edad de 3 años, guiado por el afán docente de su padre, que le hacía aprender de memoria una lista de los términos griegos más comunes. A la edad de 8 años ya había leído a Heródoto, algunas obras de Jenofonte, los primeros diálogos de Platón, algunas vidas de Diógenes Laercio y parte de Luciano. Sin embargo, en su Autobiografía recuerda con ternura aquellos momentos, mostrando además su más patente agradecimiento hacia los desvelos paternos que buscaban mejorar la formación de su hijo en todas las facetas. El paso del tiempo no le hizo lamentar aquellos tempranos esfuerzos sino todo lo contrario, pues contribuyeron de manera destacada a cimentar su admiración por los autores griegos más destacados, a cuya lectura se entregó más tarde de forma más consciente y sosegada.
Pero, dejando aparte estos casos claramente excepcionales, el hecho cierto es que el aprendizaje de la lengua griega ha sido siempre un proceso largo y difícil, en tiempo y energías, que no todos los que lo han emprendido han sabido valorar de la misma manera. Algunos, como Erasmo de Rotterdam, lo hicieron impulsados por la necesidad de leer las Sagradas Escrituras. El celo entusiasta del célebre humanista holandés no le impidió reconocer abiertamente las grandes dificultades que entrañaba la empresa. Otros, por hallarse incluido en el camino inescapable de su formación académica, como fue el caso de Descartes, que lo aprendió en el curso de sus estudios pero se jactaba luego de haberlo olvidado por completo. Algunos lo llegaron a dominar con excelentes resultados, como fue el caso de Denis Diderot, el célebre pensador francés que fue el principal editor de la Encydopedie, quien podía leer a Homero en el original y era capaz de apreciar la poesía de Esquilo en una época en la que el autor trágico ateniense era poco valorado a causa de su enorme dificultad lingüística.
La dificultad que entrañaba el aprendizaje del griego la expuso ya en su momento Francesco Priscianese, autor de una gramática latina publicada en Roma en 1540, que declaraba que el latín y el griego exigían muchos más sudores y empeño que una lengua moderna, que podía adquirirse con poco esfuerzo y en un plazo de tiempo mucho más razonable. Priscianese indicaba como una de las razones el hecho de que tanto los gramáticos antiguos como los más recientes solían enseñar a sus discípulos más gramática que lengua. Esta tendencia recibió constantes varapalos en el Renacimiento, pero ningún humanista se propuso dar una solución al problema y los manuales de la época continuaron en este aspecto a sus antecesores medievales, guiados más por consideraciones filosóficas sobre la estructura del lenguaje que por criterios más definidos a la hora de abordar la enseñanza, indicando qué contenidos debían aprenderse antes que otros para conseguir una mejor y más fácil asimilación de la lengua. Erasmo admitía la existencia de reglas gramaticales, pero deseaba que éstas fueran las mínimas, pues «nunca he dado mi aprobación a los gramáticos mediocres que pasan largos años inculcando normas a sus discípulos», tal y como afirma en su obra Sobre el método de estudio.
La cosas no han variado de forma sustancial en los tiempos posteriores hasta épocas bien recientes. Las subsiguientes gramáticas de la lengua griega que han ido acumulándose con el paso del tiempo han adolecido de los mismos defectos en este terreno, si bien iban ampliando o enriqueciendo los aspectos lingüísticos en función de las nuevas tendencias que iban abriéndose paso en este campo de estudios. La más utilizada en la mayoría de los libros escolares ha sido la gramática comparada indoeuropea, aunque aplicada en formato menor, como reconoció en su día Lasso de la Vega. Si se me permite la licencia de la memoria personal, tuve la oportunidad a finales de los setenta del siglo XX de asistir como tribunal de profesores de griego en prácticas a una explicación del indefinido en toda regla que se remontaba a sus orígenes indoeuropeos, ante el asombro de un alumnado que asistía quizá perplejo ante el despliegue magnífico de semejante erudición.
Poco antes de la Primera Guerra Mundial los principales lingüistas clásicos se preocuparon de los problemas de la enseñanza elemental y se publicaron una serie de obras muy significativas en este terreno como las de Brugmann, La enseñanza en el Gimnasio de las dos lenguas clásicas y la lingüística, aparecida en Estrasburgo en 1885, Sommer y sus Aclaraciones histórico-linguísticas para la enseñanza del griego, publicada en Berlín en 1919, o la de Hermann, La lingüística y la enseñanza, en Góttingen en 1922. Algunos intentos más de introducir en la enseñanza de las lenguas clásicas y particularmente del griego los nuevos avances conseguidos en la lingüística general se han llevado a cabo posteriormente, pero su incidencia general ha sido más bien escasa, permaneciendo más bien como hechos aislados. La mayoría de las gramáticas y de los textos escolares utilizados para la enseñanza del griego han continuado discurriendo por las líneas más tradicionales consistentes en la exposición más o menos rigurosa de la normativa gramatical, desplegada con una mayor o menor batería de ejemplos aplicados. La falta de un método universalmente válido y la continua variación de los planes de estudio han derivado en la aparición reiterada de diferentes propuestas didácticas, todas ellas muy similares en el fondo, que en el último siglo han alcanzado la más que respetable cifra de cien, según recoge en su estudio exhaustivo del tema Antonio Navarrete Orcera. La omnipresencia de la gramática griega de Jaume Berenguer Amenos como modelo prácticamente insustituible dentro del panorama hispánico, continuamente reeditada y adecuada con más o menos retoques a los nuevos libros de texto, constituye la mejor ilustración de esta continuidad a la que nos estamos refiriendo.
Sin embargo, es cierto que se ha venido observando una cierta tendencia, a veces muy clara, a favor de un sistema de enseñanza del griego que intenta invertir el orden tradicional de los factores, es decir, no iniciar el estudio de la somática y sus reglas para luego poner en práctica los conocimientos teóricos adquiridos en la lectura de textos originales, si es que finalmente llega el momento tan esperado ¾lo que no constituye ni mucho menos la regla—, sino enfrentar ya desde el principio a los alumnos con los propios textos originales, más o menos adaptados a sus conocimientos y necesidades didácticas, para ir deduciendo de ellos, de forma paulatina y progresiva, las normas gramaticales. Los intentos llevados a cabo por la pedagoga francesa Janine Debut en sus métodos sucesivos DIDASKO y HEURISKO, aparecidos en París en los años setenta, son quizá la muestra más representativa de esta nueva orientación. El método se basa en la lectura de textos que son abordados desde diferentes puntos de vista, que van desde los aspectos más puramente gramaticales, como la fonética, la morfología y la sintaxis, y léxicos hasta otros de índole más cultural, como la literatura o las instituciones, con el fin de que los alumnos vayan introduciéndose de forma simultánea en los aspectos más importantes de la cultura griega a través de la lengua pero reduciendo a lo esencial la enseñanza de la gramática. Dicho planteamiento se ha reflejado después en numerosos textos escolares franceses que a su particular manera han tratado de reproducir este sistema, concediendo ya desde el principio un mayor protagonismo a los textos originales, explicados y comentados, en detrimento de una exposición gramatical más sistemática y coherente pero exenta de todo contacto inmediato con el griego auténtico, que poco tiene que ver con las frases artificiales utilizadas como ejemplos. Otra corriente importante que ha penetrado con fuerza dentro de la enseñanza del griego es el mayor énfasis puesto en la enseñanza del vocabulario como instrumento esencial de un mejor y más confiado aprendizaje de la lengua por parte de un alumnado que era quizá capaz de saber de memoria el pluscuamperfecto, que apenas aparece en la literatura griega, e ignorar el significado y los valores de la conjunción kaí (y, también, incluso...) o de la partícula ga (pues, en efecto...) que aparecen por doquier en cualquie momento. Esta tendencia caracteriza métodos diversos que han gozado de una gran aceptación y difusión como el del americano Carl Ruck, adaptado en España con sus propias contribuciones por Alberto del Pozo, o el del español Martín Sánchez Ruipérez, que basa una parte importante de su eficacia didáctica en el aprendizaje del vocabulario en función de la frecuencia de uso y de su mayor rendimiento. Los intentos por adoptar y adaptar al griego los avances considerables conseguidos en la enseñanza de las lenguas modernas han quedado quizá, de momento, más en el terreno de la sugerencia y la experimentación personal que en su traslado a manuales concretos. Las ímprobas dificultades de la tarea y la no siempre factible adecuación de dichos métodos, válidos en una lengua de uso pero más complicados de poner en práctica en lenguas como el griego, de naturaleza más literaria y textual, han frenado el avance en esta dirección.
Mucho más innovador a este respecto nos parece la iniciativa auspiciada por la Joint Association of Classical Teachers, que ha confeccionado un método denominado de forma significativa Reading Greek (leyendo griego) que, siguiendo en principio esa misma orientación de poner directamente al alumno en contacto con los textos, comienza su andadura, sin embargo, con textos adaptados y aparentemente triviales pero que tienen la ventaja de ser plenamente griegos en sus formas de expresión, apareciendo ya desde el primer momento las conocidas partículas antes mencionadas (kaí, gar) y otras no menos corrientes como las correlativas men... de (traducidas mecánicamente como «por una parte... por otra») que en una gramática más tradicional se verían al final de la morfología a pesar de su constante y reiterada aparición en los textos reales. El contenido de los textos presentados adquiere también un alto nivel de «coloración» griega a pesar de la aparente trivialidad del asunto tratado, se presta una enorme importancia a la adquisición progresiva de un vocabulario básico que facilita la familiaridad con los sucesivos textos y los contenidos gramaticales se van escalonando en función de las necesidades de comprensión que van planteando los textos al hilo del avance de las lecciones. El objetivo del método es, efectivamente, que el alumno consiga al final del curso, planteado para 37 semanas, «leer», es decir, comprender desde dentro del propio griego, más que traducir desde fuera, que implica siempre un cierto distanciamiento formal de la lengua de origen.
Ciertamente esta idea, la de tomar contacto inmediato o preliminar con los textos originales griegos antes de estudiar de forma sistemática la doctrina gramatical, no es del todo nueva. Ya en 1627 el español Gonzalo Correas, autor de una gramática griega, preconizaba esta toma previa de contacto con los autores griegos antes de proceder al estudio completo de la gramática. Sin embargo, ha sido en los tiempos más recientes cuando se ha tratado de caminar con tiento y sin desmayo por estos derroteros, conscientes quizá sus inspiradores de que era el único método viable para conseguir, al menos en parte, el preciado botín, siempre prometido y casi nunca alcanzado, sobre todo en la enseñanza elemental, de conseguir leer textos griegos originales. En la actualidad son pocos —eso al menos deseamos creer— los que parecen haberse quedado anclados en una postura inmovilista que se contenta con alcanzar tan sólo competencias gramaticales de carácter normativo aplicables todo lo más a un puñado de inocuas y aburridas frases extraídas de antologías al uso. Es cierto que todavía hay un amplio colectivo cuyas principales preocupaciones son la selección de los autores a traducir sin que el contenido o la significación de sus obras tengan apenas nada que ver en el asunto, el aprendizaje del vocabulario con pretensiones exclusivamente etimológicas o como instrumento para la traducción o el número de horas dedicadas en los programas de estudio negándose obcecadamente a reconocer una situación irreversible en este terreno. Es verdad también que hay quien continúa empeñado en mantener la enseñanza del griego alegando como principal virtud pedagógica la de ser una buena gimnasia mental o el medio indispensable para conocer mejor nuestra propia lengua materna, a pesar de que reputados helenistas, poco sospechosos de innovaciones fáciles y a la moda como sir Kenneth Dover, autor de un libro sobre el orden de palabras, otro sobre el orador Lisias y comentarista de varios libros de Tucídides, hayan tildado tales argumentos de simple tontería (bunk) por considerarlos del todo infundados y notoria y tendenciosamente exagerados por sus defensores. Incluso hay todavía quien se resiste tercamente a reconocer que un profesor de griego debe ser algo más que un buen conocedor de la gramática y la lengua, pasando la responsabilidad de enseñar otros aspectos de la cultura griega como la historia, la literatura o el arte a los colegas de las respectivas áreas.
Sin embargo, también puede afirmarse, casi sin temor a equivocarnos, que existe un amplio consenso a la hora de reconocer que el solo estudio de la gramática, por muchos aditamentos ornamentales de tipo lingüístico que se le inserten (leyes fonéticas, transformaciones morfológicas o sintácticas), no cumple de ninguna manera con los objetivos previstos. Aun reconociendo las innegables virtudes de la enseñanza formal que la lengua griega proporciona a quienes se adentran en su estudio, algunos defensores confesos de esta orientación, como Lasso de la Vega, reconocían abiertamente, sin embargo, que «no enseñamos a leer en griego sólo para aplicar las reglas gramaticales, sino también para apropiarnos del mundo del autor que leemos». Una idea que el mismo autor refuerza más adelante al afirmar con rotunda contundencia que «los valores educativos de la lengua y de la calidad que esa lengua expresa —una determinada concepción del mundo— son solidarios e inseparables».
No cabe ninguna duda de que el único camino legítimo hacia la comprensión del mundo griego pasa de manera insoslayable por el conocimiento de su lengua. Las razones son numerosas, pero baste recordar algunas tan esenciales como el hecho de que resulta del todo imposible disociar los conceptos básicos de las expresiones terminológicas que los incorporan, que constituye una tarea imposible conseguir traducciones límpidas y perfectas que reflejen toda la fuerza expresiva de la lengua original, con sus infinitas connotaciones y matices de todas clases, por no mencionar la pérdida irremediable de los efectos fónicos, rítmicos y estilísticos tanto de la poesía como de la prosa griegas que estaban rigurosamente gobernadas por estos principios, o la simple evidencia de los errores manifiestos que lamentablemente siempre se deslizan hasta en la mejor traducción, de las interpretaciones diferentes que distorsionan el sentido original del texto o de numerosos textos epigráficos y papirológicos que se encuentran todavía sin traducir. Conviene aquí recordar la famosa y acertada afirmación del historiador francés Paul Petit en el sentido de que vale mucho más el enfrentamiento directo con un texto original por deficiente que sea el conocimiento de la lengua que la mejor de las traducciones.
Sin embargo, no deja de constituir un sueño casi irrealizable o una realidad muy poco probable conseguir que los alumnos de un curso de griego elemental (o de dos o de tres) adquieran las destrezas necesarias para practicar con un mínimo de eficacia la lectura seguida de textos originales. El griego es, no cabe negarlo, una lengua difícil con una enrevesada y rica morfología, en la que las numerosas excepciones e irregularidades se imponen a menudo sobre las normas, que presenta importantes variaciones dialectales, a veces nimias, pero en algún caso prácticamente insalvables, con una sintaxis relativamente más sencilla pero que alcanza cotas de extraordinaria sutileza y complejidad en algunos pasajes interesantes, como, por ejemplo, los famosos discursos de Tucídides o las reflexiones históricas de Polibio, y con un vocabulario extenso y a veces proteico que a pesar de su deficiencias —no se ha conservado todo— mantiene los niveles de cualquier lengua moderna con una riqueza léxica considerable como la del inglés y que posibilita una manera de expresión concisa y enclaustrada que cuesta mucho en ocasiones desplegar en términos más comprensibles.
A esta dificultad de base hay que sumar las imponderables limitaciones del tiempo, que hacen necesario concentrar el aprendizaje del griego en dos cursos académicos en la enseñanza secundaria, cuando ya el ilustre humanista español Juan Luis Vives aconsejaba dedicarle nada menos que 8 años, desde la niñez hasta la adolescencia, y vemos que muchos de los que adquirieron un dominio consistente del griego, como el ya mencionado Stuart Mill, iniciaron sus estudios a una edad temprana con una dedicación constante, o como el famoso pensador francés del XVIII, Benjamin Constant, que se jactaba de haberlo aprendido a los 5 años. Es cierto que otros la aprendieron en un más corto espacio de tiempo, pero en la mayoría de los casos de trata de individuos de enorme talento o que iniciaron su estudio a una edad madura en la que podían concentrar en el tema todas sus energías intelectuales. Las promesas de los nuevos métodos, como el mencionado Reading Greek, que implican la dedicación de casi diez meses, solo permiten una relativa familiaridad que debe ser luego reforzada por la lectura insistente de textos más «auténticos», motivo que ha impulsado a sus autores a editar dos antologías destinadas a este cometido adicional necesario que contienen selecciones de Homero, Heródoto y Sófocles la primera (A World of Heroes) y de Eurípides, Tucídides y Platón, la segunda (The intellectual Revolution), completadas ahora con dos adicionales, una de carácter más general, que incluye autores griegos desde Homero hasta Plutarco (A Greek Anthology), y otra dedicada por entero al Nuevo Testamento. A las limitaciones de tiempo hay que sumar la actitud poco favorable al aprendizaje de una lengua como el griego, calificada muy a menudo como «lengua muerta», corolario de su total inutilidad, entre un alumnado cuyas metas y aspiraciones discurren más bien por otros derroteros, al menos desgraciadamente en una gran mayoría de casos. El triunfo del utilitarismo preconizado desde hace tiempo por muchos ha acabado imponiéndose en el terreno educativo como reflejo de las aspiraciones cada vez más rácanas y simples de la sociedad en general. La proliferación de la televisión basura, de los videojuegos agresivos o simplemente estúpidos, la dejadez de los poderes públicos en el aspecto educativo —entendido aquí el término en su sentido más amplio que desborda las barreras de la escuela para alcanzarlos gustos y tendencias sociales promovidos desde el poder—, la escasez cada vez mayor de lectores, invadidas las librerías de productos sospechosos de caducidad inmediata que adoptan, ocasionalmente, el formato del libro, dedicados a glosar la personalidad de nimios personajes de la farándula o a poner por escrito las obviedades más elementales en temas de salud corporal y social (cómo encontrar la media naranja, cómo aparentar ser más esbelta, cómo adelgazar, cómo elaborar un curriculum...), la compulsividad consumista de los más jóvenes, encaminada astutamente hacia toda la parafernalia que rodea el mundo mediático en cualquiera de sus múltiples vertientes (cine, deporte...), y la pérdida importante de valores humanos y sociales como el sentido de solidaridad, van todos ellos decididamente en contra de cualquier aspiración más noble entre las que podría perfectamente contarse el aprendizaje del griego. La batalla, además, parece perdida de forma definitiva, y sólo cabe esperar, quizá, que los pequeños reductos de resistencia a toda esta apabullante e inquietante marea que todavía permanecen impertérritos ante tamaña estupidez puedan sensibilizarse a favor de este tipo de iniciativas. Pero para ello conviene saber justificarlas adecuadamente dejando a un lado la retórica habitual del legado intangible e inmemorial que, a la vista de los resultados, no parece haber funcionado con gran eficacia y tratar de demostrar su papel como un instrumento más, esencial y precioso, para la formación y educación de la persona. Quizá no sea necesario volver a los planteamientos de T. S. Elliot, el poeta y crítico norteamericano de la primera mitad del siglo XX, que defendía el estudio del griego como una forma de disciplina mental y como una especie de escudo protector contra lo que percibía como el declive acelerado de la cultura occidental.
Los cursos de griego en la enseñanza secundaria deben continuar, pero el profesorado debe asumir con realismo las posibilidades que su limitada tarea les depara. Debe dejarse a un lado la estéril polémica sobre si conviene primar en los contenidos la lengua o la cultura y tratar de aunar lo más armoniosamente posible ambas vertientes, conscientes de la inutilidad de un gramaticalismo estéril pero avisados también de que la lengua ha de estar siempre presente en sus enseñanzas a través de términos debidamente explicados y comentados en toda su riqueza semántica, de frases significativas originales que permitan apreciar su capacidad expresiva y, por qué no, su belleza, de textos interesantes y bien traducidos que consigan trasmitir su contenido en todas sus dimensiones, literarias e histórico-culturales, confrontándolos constantemente, siempre que sea posible, con su versión original, con el fin de demostrar en la práctica la validez de una experiencia singular y verdaderamente enriquecedora como es la lectura de la literatura griega antigua.
El griego es una lengua que sorprende ya de entrada por su larga historia, que se remonta al menos hasta los siglos XV y XIV a.C. y llega con las debidas modificaciones experimentadas en el curso de su evolución a la actualidad, con más de tres mil años a sus espaldas, un brillante curriculum que solo iguala otra lengua como el chino. Destaca también por su extraordinaria flexibilidad, por su considerable riqueza, por su sorprendente rigor y las casi infinitas posibilidades de expresión que proporciona a sus hablantes y usuarios. La variedad de su morfología nominal y verbal permite expresar con claridad y precisión toda clase de matices, incluidos aquellos que muchas lenguas desconocen o que se han ido perdiendo en otras con el paso del tiempo. La existencia, por ejemplo, de la voz media, que indica la participación directa del sujeto en la acción expresada por el verbo o su interés en ella, posibilita la expresión de importantes matizaciones del sentido sólo mediante la forma del verbo, sin que sea necesario recurrir a perífrasis de carácter enfático que refuercen esta intención, como el hecho de establecer una ley cuando es la propia comunidad la que se otorga dicha ordenación constitucional, que es expresado en griego por la voz media. Algo parecido sucede con la expresión del pasado a través del aspecto puntual del aoristo (indefinido), durativo del imperfecto o resultativo (estado presente de una acción pasada) del perfecto. Destaca igualmente por la riqueza de sus formas pronominales, que permiten expresarlos matices de las ideas más variadas. Existen además las denominadas partículas, encargadas de añadir valores expresivos fundamentales para la claridad del discurso como indicar la relación lógica con lo que antecede, transmitir la sensación de ironía, evidencia, incertidumbre o rectificación con respecto a lo dicho, mostrar el equilibrio de dos partes del discurso o incluso hacer visibles los gestos y expresiones del rostro habituales en el lenguaje oral. La sintaxis es a la vez simple y lo suficientemente rica como para expresar a través de un número relativamente reducido de construcciones que se combinan entre sí los matices más sutiles y variados. La preferencia por la coordinación sobre la subordinación, el carácter conversor de la partícula án, que puede variar por completo el significado de una frase, el uso abundante at participio, que otorga un movimiento más vivo y ágil al curso de la narración, y la libertad en el orden y disposición palabras y oraciones, que concentra la atención del lector sobre los elementos esenciales, son algunos de sus rasgos definitorios.
El griego posee además un vocabulario extraordinariamente rico ampliado constantemente por los procedimientos de la composición y la derivación, que tan buen resultado han dado luego en nuestras lenguas modernas a la hora de crear neologismos o términos científico-técnicos. Es por lo general una lengua extremadamente concreta y precisa a la hora de expresar su significación, pudiendo ser además matizada cada acepción de una misma raíz mediante la adición de preposiciones y prefijos que modifican su valor fundamental. Puede expresar así diferentes matices de una misma acción, como sucede, por ejemplo, con una de las raíces que significan «ver» (horáo), que se ve convertida mediante la adición de estos elementos en «despreciar» (ver desde arriba, huperoráo), «mirar con indiferencia» (ver alrededor, perioráo), o «desconfiar» (ver desde abajo, huforáo), o concentrar varias ideas en un solo término, como se da en algunas formas verbales compuestas como antepexiénai que significa «salir fuera del campamento, al ataque, para hacer frente al enemigo», expresando así cuatro ideas en una sola palabra. Se crean de esta forma infinidad de nuevos matices que no desvirtúan, sin embargo, la claridad evidente que posee el primer significado inicial expresado en la raíz.
Méritos todos ellos más que suficientes como para alentar su aprendizaje como un instrumento de comunicación que ha alcanzado un alto grado de perfeccionamiento en sus prestaciones. Un medio de expresión además en el que influye también de forma decisiva su extraordinaria sonoridad, sustentada en el sentido consustancial del ritmo que se aplicaba incluso a la prosa con fenómenos como la cuidadosa evitación del hiato o conseguir una longitud similar de los términos de proposiciones contrapuestas mediante la secuencia ordenada más o menos estricta de silabas breves y largas. Este esmero puesto en la consecución del ritmo y la eufonía se aprecia incluso en las máximas y fórmulas epigráficas que aparecen al margen de la creación puramente literaria. Sin embargo, no cabe olvidar tampoco que el griego que aprendemos es en buena medida una lengua de carácter artificial y literario, como revelan ya los propios poemas homéricos, en los que se entremezclan las formas artificiales propiciadas por las exigencias del ritmo hexamétríco con las diversas variantes dialectales, desprovista de las contingencias del uso diario o de la banalidad cotidiana, que apenas podemos percibir a través del modelo abstracto y racional, dominado por las reglas gramaticales, que ha llegado hasta nosotros. Una lengua de los muertos, más que una lengua muerta, como señala Diego Lanza, cuyas limitaciones en este terreno no deben hacernos nunca olvidar que el verdadero objetivo del aprendizaje, aun con todos los encantos y atractivos que presenta el itinerario intermedio, se halla más allá de ella, en la comprensión efectiva y real del mensaje que los griegos, algunos griegos más bien, han dejado como legado a la posteridad.

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