En segundo plano
Roma continuó
siendo, a pesar de su desaparición efectiva como entidad política a partir del
siglo V d.C, la referencia cultural incuestionable de toda la cultura europea
posterior. El latín se convirtió en la lengua de cultura internacional, al
menos durante toda la Edad Media y el Renacimiento, y se consagró como lengua
oficial de la Iglesia con todo el poder de influencia que ello significaba. Los
autores latinos constituían la lectura habitual en muchas escuelas medievales,
si bien aparecían ahora transformados tras curiosas metamorfosis en profetas
del cristianismo o en hechiceros, como le sucedió a Virgilio, o corresponsales
directos de San Pablo, como fue el caso de Séneca. Los nuevos centros de poder,
como Constantinopla en Bizancio o Aachen en el imperio carolingio, nunca
consiguieron ensombrecer el prestigio universal de Roma. Las ciudades exhibían
con orgullo sus orígenes romanos, como hizo la italiana Pavía al albergar como
reliquia en una iglesia una inscripción romana que testimoniaba dicha
condición. Los viejos monumentos romanos aparecían conspicuamente reseñados en
los itinerarios cristianos que se elaboraron a lo largo de la Edad Media con el
fin de facilitar la peregrinación hacia Roma cómo capital de la Cristiandad
occidental.
Se dieron
ciertamente algunas curiosas reutilizaciones y adaptaciones, como había
sucedido con los grandes autores, de forma que algunas urnas cinerarias se
convirtieron de repente en pilas de agua bendita o dípticos de marfil
consulares en cubiertas de los evangelios con los nombres de los cónsules
traducidos al santoral. Sin embargo, por encima de todo se imponía la sensación
de continuidad con los viejos tiempos, una circunstancia que posibilitaba a los
nuevos mandatarios como Carlomagno o Federico II considerarse dignos sucesores
de los viejos emperadores o la utilización habitual de la iconografía y los
símbolos paganos en la decoración de las nuevas construcciones cristianas. Roma
ha sido siempre la referencia incontestable de casi todos los grandes sueños
imperiales posteriores, tal y como puede apreciarse en la propia denominación
de romanos que asumieron los bizantinos (rhomaioi),
a pesar de que eran los herederos territoriales y culturales del mundo griego
antiguo, en la difusión del término «César» trasladado al alemán (Kaiser) o al ruso (Tzar) para designar a sus respectivos máximos mandatarios
políticos, en la asunción de los símbolos, títulos y ceremonias por personajes
como Napoleón, que aparece representado de esta guisa en el cuadro de David que
retrata el momento de su coronación, o Mussolini, que creó toda una
parafernalia propagandística basada en la antigua Roma, o en la pervivencia
significativa de instituciones como el Senado en Estados Unidos, cuya capital,
Washington, sigue de cerca el modelo urbanístico y arquitectónico de la antigua
capital imperial por antonomasia.
Grecia, sin
embargo, al lado de Roma, ocupó casi siempre una posición secundaria en la
cambiante dinámica de los estereotipos culturales hasta los siglos XVIII y XIX,
en los que el ideal griego comenzó a asumir el papel preponderante como modelo
cultural. Las razones de esta marginación son evidentes. En primer lugar, algo
tan simple como la sensación de distancia con respecto a Grecia que se había
creado primero con la división del imperio romano en dos mitades y después con
la fragmentación religiosa de la Cristiandad tras el cisma de Oriente. Esta
separación se ahondó además posteriormente a causa de la mutua ignorancia y de
las difíciles circunstancias políticas que regularon la historia de las dos
partes, como muestran los terribles momentos vividos a consecuencia del saqueo
de Constantinopla por los cruzados en el año 1204. Su historia quedó resumida
en curiosas explicaciones etimológicas de los nombres de antiguos monarcas y en
leyendas inverosímiles que mezclaban de manera confusa la geografía y la
cronología más elementales. Ésa es al menos la imagen de Grecia que aparece en
un producto literario típico de la época que tuvo una gran difusión, como la
enciclopedia de San Isidoro de Sevilla. En su descripción adquieren casi el
mismo peso entidades tan diferentes como Caonia en el Epiro, con una historia
más bien escasa tras de sí, y Beocia, de mucha mayor densidad en todos los
niveles, se silencian por completo lugares tan emblemáticos como Delfos o
quedan reducidas a una simple mención ciudades como Atenas, Tebas o Corinto.
Eso sí, se explaya en cuestiones de índole mítica, como la razón de la
existencia de los centauros en Tesalia, o paradoxográfica, como la presencia de
una piedra denominada paeanites en
Macedonia o el nacimiento de unos mirlos de color blanco en Arcadia. Puede
afirmarse incluso que Grecia llegó casi a desaparecer de los mapas durante la
Edad Media al convertirse en un país de contornos geográficos más bien borrosos
recorrido por topónimos extraños e incomprensibles, tal y como refleja un
relato de viajes de finales de la época tan popular como el Libro de las maravillas de Juan de
Mandeville, publicado en pleno siglo XIV.
Este
desconocimiento proverbial del territorio griego se consolidó a lo largo de la
Edad Media, ya que las potencias occidentales que ejercieron su dominio parcial
en la zona, como fueron sucesivamente francos, catalanes, florentinos,
venecianos, genoveses o caballeros de Rodas, apenas mostraron ningún interés en
el conocimiento del territorio, aparte de sus estrictas necesidades de carácter
logístico o estratégico, y mucho menos por las ruinas y monumentos antiguos
todavía existentes en aquellos lugares. Al parecer leyendas sin fundamento como
las que identificaban el monumento corégico de Lisícrates (la famosa
«linterna») con la «lámpara de Demóstenes» o los restos del acueducto de
Adriano con la escuela de Aristóteles eran la moneda corriente en esta época, a
juzgar por los escritos de un metropolitano de Atenas del siglo XII llamado
Miguel Acominato. Grecia quedó así marginada de Occidente y sólo algunos arriesgados
viajeros que iban en ruta de peregrinación a Tierra Santa constataban a su
paso, de forma fugaz y generalmente errónea, algunas informaciones al respecto.
Hay que esperar, sin embargo, hasta el siglo XIV, concretamente hasta 1350,
para poder leer las primeras noticias a cargo del sacerdote alemán Ludolf von
Südheim que afirmaba impasible que la ciudad de Génova había sido construida
con los materiales traídos desde Atenas o que la propia Venecia se había
beneficiado también en este sentido de los materiales procedentes de la antigua
Troya, si bien su emplazamiento actual se veía completamente desprovisto de
cualquier clase de restos visibles. Unas informaciones completamente absurdas
que van en la línea de las leyendas reflejadas en los escritos de Acominato y
que debían de circular entre los viajeros y peregrinos. De hecho, más de
cuarenta años más tarde, en 1395, encontramos similares patrañas en el relato
del notario italiano Nicolo Martoni de Carinola, que pasó un par e días en
Atenas inspeccionando las antigüedades locales etl el curso de su viaje de
peregrinación que le había llevado antes hasta Egipto y Palestina. Martoni
aceptó sin rechistar las informaciones que le proporcionaron sus guías locales
acerca de dos fuentes cuya agua proveía de ciencia a quienes bebían de ella,
contempló las ruinas de la escuela de Aristóteles, que dentro del mismo
repertorio legendario antes citado correspondían en realidad a los restos del
acueducto de Adriano, y se rindió admirado ante las bellezas de la Acrópolis,
cuyos monumentos, especialmente el Partenón, convertido ahora en la iglesia de
Santa María, equiparó a los de su Capua natal, resaltando el hecho notable de
que las puertas del famoso templo provenían de la ciudad de Troya. No faltan,
como en la vieja enciclopedia isidoriana, noticias de carácter sensacional y
maravilloso, como la leyenda acerca de un nicho con un ídolo que poseía el
poder de hundir los barcos que arribaban a Atenas con intenciones hostiles o la
milagrosa conversión en estatuas de mármol de una pareja después de que la
joven hiciera la correspondiente plegaria a los dioses cuando vio en peligro su
castidad. Su obra constituye así una fuente de información acerca de las
leyendas medievales que circulaban sobre las ruinas de Atenas más que un
testimonio fiable acerca de la identidad de éstas o sus interpretaciones más
plausibles.
A lo largo
del siglo XV encontramos algunos relatos de peregrinos que detallan los
pormenores logísticos del viaje, como la necesidad de portar determinados objetos
y el lugar adecuado donde adquirirlos, o la mención de consejos prácticos
acerca de la actitud favorable u hostil de la población local, pero pasan
completamente por alto cualquier información acerca de los lugares por los que
discurría su apresurado itinerario camino de Tierra Santa. Una aparente
excepción es la de Pietro Casola, que en 1494 dedica cuatro páginas de su
relato a la descripción de la ciudad de Rodas y sus alrededores por la simple y
sencilla razón, según confiesa él mismo, de «que no tenía nada mejor que
hacer». Si embargo, la mayor parte de este tipo de literatura que deriva de la
experiencia real del viaje de peregrinación o de la embajada política y
comercial, como la del español Ruiz González de Clavijo a la corte de Tamerlán
en 1403, ha dejado escasas y escuetas impresiones de la parte del territorio
griego que atravesaron en su ruta, limitándose a constatar la buena estructura
portuaria y defensiva de un lugar tan transitado como era Rodas.
La distancia
se intensificó también como consecuencia del asalto del cristianismo contra los
viejos baluartes de la cultura y sabiduría griegas, que ya habían iniciado en
la propia Antigüedad los padres de la Iglesia, pero que se acentuó todavía más
a lo largo de la Edad Media. Los modelos griegos fueron progresivamente
arrinconados en beneficio de sus sustitutos bíblicos. El Libro de Job se
convertía así en la primera manifestación de la poesía épica en detrimento de
Homero, los Salmos y el Cantar de los Cantares en muestras sobresalientes y
suficientes de poesía lírica, y el Génesis en el referente histórico por
antonomasia. No resulta así extraño que en la ya citada enciclopedia de Isidoro
no se mencione en el apartado dedicado a los poetas ninguno de los ilustres
representantes de la antigua literatura griega. Los viejos prejuicios romanos
contra la sofisticación y artificiosidad de la literatura griega fueron ahora
rehabilitados con nuevos impetus por los prejuicios e ignorancias del
cristianismo, que consideraban la lectura o el contacto con esta clase de
literatura pagana perjudiciales para la buena formación espiritual.
Sin embargo,
al mismo tiempo se promocionaba el estudio de disciplinas teóricas como la
lógica, la aritmética, la simetría, la música o la astronomía, todas ellas de
inequívocos orígenes y conceptos griegos, como una forma de reforzar las
aspiraciones espirituales humanas en consonancia con el estudio de la Biblia.
En esta misma dirección iba encaminada la atención dedicada a los filósofos
griegos que habían tratado cuestiones fundamentales para la teología cristiana
como el origen del mundo, la naturaleza del alma o el bien último. La obra de
Boecio, quizá uno de los últimos conocedores de la lengua griega en Occidente,
fue determinante en este terreno, ya que desplazó el helenismo de carácter
literario que había predominado en el pasado en favor de un nuevo tipo cuyas
bases esenciales eran ahora de naturaleza más científica y filosófica, para
hacerlo así, al menos potencialmente, compatible con el cristianismo. Se
definió así la cultura griega como una cultura esencialmente filosófica que
había contribuido de manera decisiva a desarrollar el pensamiento abstracto en
todas sus formas. Se creó de esta forma la idea de una Grecia definida
específicamente por su cultura filosófica, la del pensamiento abstracto, que
dejaba fuera a la de los poetas, historiadores, oradores y escultores. De
hecho, uno de los acontecimientos que más resonancia tuvieron en la época fue
la traducción en el siglo IX, a cargo de Juan Escoto Erígena, de las obras de
Dionisio el Areopagita, el individuo que había sido convertido por San Pablo
durante su estancia en Atenas. A pesar de que en realidad no eran otra cosa que
una interpretación neoplatónica de la teología cristiana elaborada por un
personaje anónimo en torno al año 500 d.C, sirvieron para crear el vínculo
necesario entre la Atenas de Platón y la de San Pablo, estableciendo de esta
forma la necesaria continuidad entre el pensamiento griego y el cristianismo,
como ya había propuesto tiempo atrás San Agustín. La obra, calificada por su
traductor como «el néctar de los griegos», se convirtió en uno de los pilares
básicos de la teología medieval.
Otra de las
razones que acrecentaron la separación y la sensación cada vez más real de
distancia de Occidente con respecto al mundo griego fue sin duda el
desconocimiento del griego, que sólo de forma lenta y esporádica fue penetrando
en Occidente en los primeros años del Renacimiento sin que llegara a
consolidarse del todo incluso en este período de especial florecimiento. Los
últimos escritores occidentales que conocieron el griego por tradición escolar
directa fueron Beda y Casiodoro en el siglo VI d.C. Ya en el siglo VII el papa
Gregorio el Grande se autocalificaba como Graecae
linguete nescius (ignorante de la lengua griega) a pesar de que había
pasado diez años en Constantinopla. El conocimiento del griego en Occidente
quedó reducido durante la Edad Media a algunos islotes marginales, como el sur
de Italia, donde el griego continuaba siendo lengua vernácula, o a eruditos
confinados en algunos centros monásticos de Irlanda, que luego irradiaron su
influencia sobre monasterios del continente como Bobbio, Luxueil o Saint Gall.
En el período carolingio hubo un intento de recuperar el griego, seguramente
como instrumento esencial para el estudio de la Biblia, pero se hicieron
tímidas tentativas de ir más allá con la elaboración de glosarios y una
gramática que ciertamente no tuvieron demasiado éxito por la inadecuación de
sus contenidos a los fines reales de aprendizaje. Por primera vez se tradujeron
algunos textos griegos, como el poema astronómico de Arato, y se copiaron con
sumo cuidado pasajes griegos que aparecían tal cual en algunas obras latinas
como los Saturnalia de Macrobio o las
Noches Áticas de Aulo Gelio. Dichos
intentos revelan, si no otra cosa, al menos la existencia de una toma de
conciencia sobre la importancia del griego como lengua literaria, que no
quedaba limitada en sus expresiones a la Biblia. Sin embargo, no tuvieron
continuidad y las generaciones posteriores perdieron todo el interés. La famosa
frase Graecum est non legitur («es
griego no puede leerse»), originada en los glosadores medievales del Corpus Iuris Ciuilis para indicar
aquellas partes que no tenían una traducción latina y que sirvió después para
apostillar todos aquellos pasajes de los manuscritos medievales escritos en
griego y que resultaban, por tanto, ininteligibles, constituye una buena
ilustración de la situación general de la época en este aspecto, si bien hubo
siempre sus excepciones notorias, como el caso de Federico II de Sicilia, que
parece que fue un gran aficionado a las letras griegas.
Lo cierto es
que apenas se detecta en Occidente alguna actividad intelectual que pueda ser
catalogada con toda justicia como una manifestación plena de helenismo desde el
mencionado Casiodoro en el siglo VI d.C. hasta Burgundio de Pisa en el XII,
traductor de un tratado de Galeno que tuvo una gran difusión en toda la Edad
Media, con la notoria excepción del ya citado Juan Escoto Erígena. En esta época
aparecen ya algunos nombres ilustres en este terreno como los de Bernardo de
Chartres o Juan de Salisbury, y en el siglo siguiente el de Robert Grosseteste,
obispo de Lincoln, que constituyó a mediados de siglo el círculo de estudios
griegos más activo de Occidente, e incluso se intentó implantar el estudio del
griego, junto con el de las lenguas orientales, especialmente el hebreo, el
siríaco y el árabe, con la finalidad de formar misioneros capaces de llevar a
término la labor de evangelización de los territorios bizantinos cismáticos
ahora brevemente reconquistados tras la captura de Constantinopla por los
cruzados en el 1204. Sin embargo, a pesar de estas apariencias, el conocimiento
del griego continuó siendo durante todo este período una rareza excepcional, y
de hecho así queda señalado en la descripción que el propio Abelardo, el famoso
teólogo del siglo XII, hace de las capacidades de su amada Eloísa, que era
experta en griego y hebreo.
Ni siquiera
la amplia difusión y predominio del aristotelismo en las universidades y la
vida intelectual a partir de mediados del siglo XIII significó un avance
notorio en el conocimiento del griego. La conquista de París por los
escolásticos encabezados por el célebre Tomás de Aquino, que hizo catalogar a
París como la heredera directa de la Atenas clásica, no estaba basada en el
conocimiento del griego. El punto principal de partida de dichos estudios eran,
por el contrario, las traducciones latinas de las obras del filósofo griego y
ni siquiera su cabeza más visible, Tomás de Aquino, poseía un conocimiento de
la lengua griega que fuera más allá de los rudimentos más elementales. La
traducción del texto aristotélico efectuada por Guillermo de Moerbecke era tan
literal y ajustada, palabra a palabra, que hacía del todo innecesario el paso
previo por el original griego en opinión de los propios estudiosos. El absoluto
predominio del Aristóteles latinizado se confirmó a lo largo del siglo
siguiente a pesar de que la autoridad de Tomás de Aquino fue puesta en entredicho
y cambió el sentido de la corriente filosófica imperante bajo nombres tan
ilustres como los de Duns Escoto o Guillermo de Ockam, que consideraban
suficientes las versiones latinas existentes y la traducción al latín de los
comentarios de Averroes escritos en árabe. Algunas voces aisladas, como la de
Roger Bacon, que había tomado también parte en la revolución aristotélica de la
Universidad de París, a favor del conocimiento del griego junto con el de las
lenguas orientales como el hebreo y el árabe, clamaron sin demaisado éxito en
el desierto.
Con la
llegada del Renacimiento en el siglo XIV no cambiaron las cosas en este terreno
de forma tan radical como a veces se ha supuesto. El propio Petrarca no
consiguió nunca, a pesar de sus decididos esfuerzos en este sentido, un dominio
suficiente de la lengua griega que le permitiera leer a los grandes autores. Su
conocimiento de la literatura griega dependía en buena parte de las
traducciones latinas existentes, que almacenaba en su enorme biblioteca. Las
primeras anotaciones que figuran en su célebre manuscrito de Virgilio revelan
su incapacidad en este terreno con la ilustrativa frase: ut ait Homerus: Graece (como dice Homero: en griego). De misma
forma, cuando por fin consiguió un códice que contenía el texto de los poemas
homéricos, su emoción le hizo prorrumpir en lamentos: «oh gran hombre, cómo desearía
poder escucharte», expresando así su tremenda frustración por no poder leer el
texto original. Las lecciones recibidas durante su estancia en Avignon por un
griego bizantino llamado Barlaam parece que no resultaron del todo
satisfactorias. Sólo en la segunda mitad del siglo XV el griego entró a formar
parte integrante de la enseñanza regularizada de las escuelas y universidades
italianas. Es en el siglo XVI cuando su enseñanza se extiende por el resto de
países europeos alcanzando una cierta estabilidad en los diferentes curricula académicos. Sin embargo, a
pesar de esta importante conquista de un lugar bajo el sol, el griego continuó
siendo una enseñanza de lujo que permanecía al margen de los programas de
estudio. Se le consideraba más un ornamento que una adquisición indispensable
para el hombre de cultura. La conocida afirmación del filósofo inglés John
Locke en el sentido de que todo caballero debía poseer un dominio suficiente
del latín mientras que el del griego sólo era exigible a los estudiosos
representa el punto de vista general existente a lo largo de la Edad Moderna.
El estatuto de inferioridad del estudio del griego respecto al latín será un
hecho manifiesto en toda Europa hasta el siglo XIX, cuando el movimiento
neohelénico confiera a los estudios griegos un lugar de prestigio comparable al
de los latinos, si es que no incluso por encima en algunas ocasiones.
Tampoco en el
imaginario colectivo, los griegos, antiguos y contemporáneos, salieron bien
parados a la hora de establecer referentes culturales apropiados hasta casi
bien entrado el siglo XIX, cuando se produjo la guerra de independencia griega
contra el imperio otomano, que suscitó un alud de simpatías por todas partes.
La sensación de antipatía generalizada en todo el Occidente hacia los
bizantinos, fue auspiciada y fomentada por el cisma y por tópicos como el
caracter débil y traicionero de los griegos, cuya artificiosidad y trapacería
se remontaban a prototipos antiguos como el mismísimo Ulises, paradigma
indiscutible del engaño y astucia fraudulenta. No en vano, cuando en la Edad
Media revivió con fuerza el mito de la guerra de Troya, fue el bando de los
troyanos el que salió mejor parado, tanto desde el punto de vista genealógico,
a la hora de establecer las necesarias conexiones con él, como desde el
emocional, ya que se les consideraba una raza ilustre que había terminado
siendo víctima de la perfidia griega. Ya Teodorico el Grande, el rey de los
ostrogodos, había reclamado para sí una ascendencia troyana, según el
testimonio de Casiodoro, y este mismo camino siguieron después los reyes
francos desde el siglo VII.
Sin duda
existía un evidente deseo de emulación de la desaparecida Roma, que había
asentado sobre parecidas bases su grandeza ancestral y sus aspiraciones a la
legitimación de su imperio. Sin embargo, el mito troyano sirvió después como
cortina de autojustificación a la acción militar de los cruzados sobre
Constantinopla, interpretada ahora en el siglo XIII como una verdadera
reconquista del territorio de sus lejanos antepasados. La visión virgiliana del
asunto, condensada en el famoso lema timeo
Danaos et dona ferentes ya comentado, se consolidó gracias al influjo
posterior ejercido por relatos como el del frigio Dares, un supuesto testimonio
ocular de los acontecimientos que era en realidad una impostura tardía
elaborada originalmente en griego y traducida después al latín que resultaba
fácil de leer. Esta versión protroyana de las cosas en la que los griegos salían
naturalmente mal parados hizo escuela a lo largo de la Edad Media, como puede
apreciarse en el célebre Roman de Troie
de Benoit de Saint Maure de mediados del siglo XII en que los troyanos
aparecían pintados como víctimas y los griegos como los agresores brutales, o
en la Historia de los reyes de Britania
de Godofredo de Monmouth, más o menos de la misma época, que retrotraía la
línea genealógica de los reyes de Inglaterra hasta Troya. La primera de estas
dos obras alcanzó una enorme popularidad y tuvo en su época una extraordinaria
importancia. No es de extrañar, por tanto, que cualidades tan poco positivas
como la traición, la crueldad y el engaño elocuente, representadas en los
personajes de Sinón y Ulises, quedaran como marcas definitorias de los griegos.
Este filón protroyano y antiheleno continuó durante el Renacimiento, cuando una
facción de la Universidad de Cambridge que se oponía vehementemente a la
introducción de los estudios griegos se autodenominó «troyanos» y dio el nombre
de Héctor a su principal cabecilla, o se utilizaba el gentilicio troyano para
calificar actitudes honradas y patrióticas. La extraordinaria difusión que
alcanzó un libro como la Historia de la
destrucción de Troya de Guido de Columnis, escrita en latín a finales del
siglo XIII y basada esencialmente en el relato de Benoit, aunque no lo dice,
que tuvo versiones a casi todas las lenguas europeas, es ilustrativa de esta
situación hegemónica del bando troyano en el imaginario medieval y renacentista.
No les fueron
mejor las cosas a los griegos con el otro tema legendario que se impuso con
fuerza en el imaginario medieval: la historia de Alejandro Magno. Ciertamente
la gran difusión que alcanzó la historia a partir de la traducción latina de la
famosa novela (el denominado Alexander
Romance) por parte de Julio Valerio ya en el siglo IV y de la traducción de
León el arcipreste de Nápoles en el siglo X no afectó sobremanera a la visión
de los griegos, ya que la figura del macedonio era concebida como un gobernante
universal que marcaba una etapa en la sucesión de los imperios y su leyenda,
compartida por todos los pueblos del Mediterráneo, fue muy pronto engrosada por
elementos de muy diverso origen, como el viaje al paraíso de procedencia judia
o la carta de Aristóteles instruyendo a su discípulo en todos los secretos de
la vida que era de origen árabe. El significado casi teológico que iba
adquiriendo progresivamente su carrera dentro de una escala delimitada, por un
lado, por la creación y, por el otro, por el juicio final dejó de lado los
elementos griegos presentes en el inicio de la tradición. Solo Alejandreida de Walter de Châtillon,
compuesta como un poema épico en latín en 1170, constituye una notoria
excepción a la regla general al reconstruir un Alejandro victorioso e imperial
que aparecía retratado como un griego que incorporaba el estandarte de la lucha
entre Europa, representada por una Grecia unificada, y Asia. El libro, sin
embargo, basado en fuentes exclusivamente latinas, reconstruía una imagen de
Grecia que no se ajustaba a la realidad histórica contemporánea del siglo IV
a.C. sino más bien a la visión estereotípica de época imperial, resumida en una
obra como la de Aulo Gelio, en la que una cultura común greorromana era objeto
de discusión en medio de opulentos banquetes por filósofos griegos y sus
discípulos romanos.
Tampoco la
historia griega constituía el plato fuerte de la erudición europea de la época.
Algunos personajes y acontecimientos destacados aparecían confundidos y
dispersos dentro de un esquema histórico mucho más amplio integrado por los
tiempos bíblicos y romanos en obras de gran difusión, como la enciclopedia
denominada Speculum Maius, compuesta
por el dominico Vincent de Beauvais en 1259. Del lado clásico, los personajes
romanos dominaban claramente la escena, como puede apreciarse en la selección
de Shakespeare, quien se decantó por individuos como Coriolano, Julio César,
Bruto o Marco Antonio, a pesar de que su fuente de inspiración era la
traducción inglesa correspondiente de las Vidas
paralelas de Plutarco, donde existía un equilibrio entre griegos y romanos.
Sin embargo, sólo los personajes de Alcibíades o el mucho menos importante de
Timón llamaron poderosamente la atención del célebre dramaturgo inglés, que al
parecer imaginaba la ciudad de Atenas como una república a la manera de Roma,
ya que aparecen senadores como representantes del estado en su obra Timón de Atenas. Shakespeare conectó
intelectualmente con la realidad política y sociológica romana, pero, en
cambio, no llegó a comprender lo suficiente el mundo griego como para
reflejarlo en sus obras, como hizo tan bien con Roma. Incluso mucho más tarde,
ya en pleno siglo XVIII, cuando lo griego había alcanzado mayores cuotas de
presencia en la vida intelectual europea, el desconocimiento de la historia
griega seguía siendo significativo, si tenemos en cuenta que autores como
Voltaire situaban a Filipo y Alejandro dentro de la misma época que Fidias y
Pericles.
A lo largo de
los siglos XV, XVI y XVII lo griego continuo ocupando una clara posición
secundaria respecto a lo romano. La llegada del Renacimiento no varió las cosas
en esta dirección, ya que, como ha señalado acertadamente Peter Burke, fueron
las ruinas de Roma y no las de Atenas las que inspiraron a los humanistas, que
intentaron a su vez emular el latín de Cicerón y situaron como modelos
literarios a imitar a los grandes clásicos latinos como Virgilio, Livio o
Séneca. Los nombres latinos de dioses y diosas se impusieron claramente a los
griegos y los ejemplos de libertad política que las ciudades-estado
renacentistas establecían como referentes modélicos los seguía proporcionando
la Roma republicana más que la democrática Atenas. Incluso durante la
Revolución Francesa, cuando ya Grecia había empezado a emerger de su secular
marginación respecto a Roma y cuando se enarbolaban los viejos ideales
espartanos como lemas políticos y educativos entre algunos de sus más
representativos ideólogos, todavía se escucha exclamar a Saint Just, una de las
figuras dirigentes del reinado del terror: «que los hombres revolucionarios
sean romanos».
Sin embargo,
a pesar de esta posición secundaria de lo griego con relación a lo romano, ya
desde el Renacimiento, y seguramente antes, cuando se reclamaba un París
dominado por las escuelas aristotélicas medievales como la nueva Atenas, se
recurría curiosamente a personajes sacados de la órbita griega para construir
el elogio desorbitado de aquellos contemporáneos que eran considerados los
máximos adalides en el terreno artístico y literario. Así Petrarca comparaba a
un pintor amigo suyo con Zeuxis y Praxíteles, a pesar que la pintura griega era
completamente desconocida y no existía, por tanto, ningún patrón valorativo
concreto que sustentara dichas afirmaciones. Pintores como Tiziano, Durero o
Rubens fueron equiparados a Apeles, y Miguel Ángel era habitualmente situado a
la altura de este mismo artista griego y de Praxíteles. Esta misma tendencia a
utilizar parámetros griegos para reflejar una valoración sin paliativos se daba
también entre los escritores, que eran equiparados a los grandes autores
clásicos, como sucedió con la poetisa italiana Gaspara, catalogada como la
nueva Safo, con el francés Jean Dorat, maestro de los poetas que componían el
círculo de la Pléyade y considerado el Homero galo y el Píndaro francés, o con
el escritor alemán de comedias latinas Nicodemus Frichlin, tildado como el
Aristófanes germano. De la misma forma esta costumbre se extendió también al
terreno de la ciencia y la técnica, con calificativos como el del Tolomeo danés
para el astrónomo Tycho Brahe o el de nuevo Arquímedes al arquitecto florentino
Bruneleschi. Incluso algunas ciudades se apuntaron también a esta moda de
elogio a la griega, como fue el caso de Florencia, Milán o Coimbra, que fueron
tachadas como segundas Atenas.
El redescubrimiento de Grecia
Sin embargo,
no deja de ser cierto que con la llegada del Renacimiento se produjo una cierta
inflexión en el fiel de la balanza y se auspició un mejor y más profundo
conocimiento de todo lo griego, que inauguraba al menos lo que podría dominarse
con cierto optimismo un redescubrimiento de Grecia. En este proceso
desempeñaron un papel determinante los estudiosos bizantinos que escaparon a
Italia, tanto inmediatamente antes como poco después de la conquista turca de
Constantinopla en 1453. Es bien conocido el impacto de la presencia de algunas
de estas figuras en las ciudades italianas, como la de Manuel Crisoloras en
Florencia, que enseñó griego allí a finales del siglo XIV y contó entre sus
discípulos con personajes tan relevantes del humanismo italiano como Poggio
Bracciolini, o la de Demetrio Calcondilas en Padua, donde impartió sus
enseñanzas a partir de 1463 y tuvo entre su alumnado a Baltasar de Castiglione,
autor del célebre libro del Cortesano.
La diáspora griega sobrepasó los límites de Italia y alcanzó también a Francia,
con la presencia de Janus Lascaris en París, e incluso a España, con la de
Demetrios Ducas, que ejerció su magisterio en la reciente Universidad de Alcalá
de Henares entre 1513 y 1518. Las referencias a la enseñanza habitual del
griego empiezan a ser frecuentes a comienzos del siglo XVI en universidades
como las de Leipzig, París, Oxford, Cambridge, Wittenberg o Heidelberg. Este
entusiasmo por el aprendizaje del griego quedó ciertamente limitado a una
minoría de estudiosos, pero sus efectos más o menos inmediatos se dejaron
sentir también en capas más amplias de la población que renovaron o
incentivaron su interés por lo griego, si bien en la mayoría de los casos se
trataba de razones espurias o ajenas a una curiosidad directa por la
civilización clásica, dirigidas más hacia intereses religiosos o preocupaciones
de carácter moral. De hecho, todavía coexistieron actitudes de entusiasmo y
admiración con otras de recelo y hostilidad, como la del papa Adrián IV, que
consideraba las esculturas clásicas simples ídolos paganos, o la del mismísimo
Calvino que a la par que miraba con suspicacia los intentos de mezclar la
filosofía pagana con el cristianismo citaba a Platón con frecuencia en su obra
e hizo de su ciudad, Ginebra, una especie de república platónica que imponía la
práctica de la virtud y no acogía con agrado la presencia de los poetas.
A partir de
1500 los textos griegos empezaron a abundar gracias a la invención de la
imprenta y la gran actividad desarrollada en este campo por el veneciano Aldo
Manucio, que publicó nada menos que casi 27 autores griegos entre 1494 y 1515.
Al mismo tiempo se incrementó también el número de traducciones disponibles de
obras griegas que permitieron un mejor conocimiento de su pensamiento y su
literatura. Con la afluencia de numerosos textos griegos a Occidente, los
humanistas italianos descubrieron que en muchos campos del saber los resultados
alcanzados por los griegos permanecían hasta entonces insuperados y sin punto
de comparación con sus correspondientes latinos, si es que los había. Se inició
así una apropiación sistemática de la herencia griega a partir de los primeros
años del siglo XV que pone de manifiesto el hecho más que elocuente de que
nueve décimas partes de las traducciones latinas de textos griegos efectuadas
entre el 600 y el 1600 se sitúan precisamente en este último período. De hecho,
a finales del XVI estaba ya disponible en traducción latina la mayor parte del
patrimonio literario griego conservado hasta nosotros.
Pero la
difusión de los textos griegos alcanzó igualmente a las lenguas vernáculas.
Tras la traducción de la Ilíada al
latín por obra de Lorenzo Valla a mediados del XV, los poemas homéricos se
tradujeron después, en el XVI, al italiano, francés, inglés, alemán y holandés.
Muchos de los diálogos de Platón se tradujeron a varias lenguas y contribuyeron
así de manera decisiva a extender el entusiasmo por sus doctrinas filosóficas
por buena parte de Europa. Se tradujeron e imitaron también los discursos de
Demóstenes e Isócrates. Los historiadores suscitaron también nuevo interés,
como fue el caso de Heródoto a mediados del siglo XVI, cuyas descripciones de
pueblos exóticos encajaban ahora bien con las nuevas circunstancias propiciadas
por el descubrimiento de América. Las Etiópicas
de Heliodoro fueron traducidas al francés, al italiano y al español a mediados
del XVI y ejercieron una considerable influencia en novelas como Persiles y Segismunda de Cervantes o en
la Nueva Arcadia del escritor inglés
Philip Sidney. Algunos autores como Luciano gozaron de una particular
popularidad y se convirtieron en un modelo literario en el siglo XVI, a pesar
de las condenas que mereció su obra a los ojos de Lutero o Calvino, influyendo
de manera decisiva en algunas obras contemporáneas como las de Erasmo de
Rotterdam o las del español Alfonso de Valdés y la del francés Buenaventura des
Périers, que adaptaron el lenguaje y el estilo satírico del escritor griego a
sus propias necesidades.
El entusiasmo
renacentista por lo griego se centró especialmente en el terreno de la
filosofía, como queda reflejado en un cuadro tan emblemático de los intereses
de la época como La escuela de Atenas
de Rafael, donde aparecen representados una serie de filósofos griegos a cuya
cabeza figuran Platón y Aristóteles. Tras el claro predominio aristotélico que
había caracterizado a buena parte de la cultura medieval, ahora le llegó el
turno a Platón, descubierto sobre todo a través de los escritos neoplatónicos,
que poco tenían que ver en ocasiones con la verdadera doctrina del filósofo
ateniense. Una figura clave en este redescubrimiento platónico fue el estudioso
griego Jorge Gemisto Pletón, que había sido enviado al Concilio de Florencia en
1438 para discutir la unidad entre las iglesias católica y ortodoxa. Impresionó
favorablemente al gobernante de la ciudad, Cosme de Medici, que animó más tarde
a Marsilio Ficino a traducir al latín las obras de Platón, Plotino, Porfirio,
Jámblico y Proclo, así como los escritos herméticos. Ficino llegó incluso a
fundar una academia que celebraba con un banquete a la antigua el día natalicio
del gran filósofo griego. El entusiasmo por Platón se extendió por otras partes
de Europa y afectó tanto a hombres de ciencia como Paracelso, Copérnico o
Kepler como a círculos artísticos y cortesanos entre los que se contaban
personalidades como Miguel Ángel, el Greco o Margarita de Navarra. Numerosos
diálogos sobre el amor difundieron algunas de estas ideas platónicas por
amplios círculos sociales. Sin embargo, el estímulo principal para esta vuelta
al platonismo se hallaba en el intento de dotar a la teología cristiana de una
base más adecuada que la que podía proporcionar Aristóteles. Ya Petrarca había
descubierto que sólo el platonismo cristianizado podía constituir un verdadero
antídoto contra la arrogancia de los filósofos, que, llevados de una veneración
excesiva hacia las doctrinas aristotélicas, habían derivado en la impiedad
hasta constituir un auténtico peligro para la cultura cristiana. En cambio las
doctrinas de Platón, con su insistencia en aspectos tan decisivos como la
trascendencia y el carácter incorpóreo de la naturaleza divina, la creación, la
inmortalidad del alma y el premio o el castigo tras la muerte, proporcionaban a
la fe cristiana los argumentos racionales necesarios para reforzar más que
amenazar su existencia. El platonismo se convirtió, por tanto, para los
humanistas del Renacimiento en un instrumento esencial con el que superar,
siquiera parcialmente, las tensiones casi ancestrales entre la cultura pagana y
la cristiana. La recuperación del platonismo antiguo constituye de este modo la
empresa cultural más importante de los estudios griegos en el curso del siglo
XV.
El atractivo
principal de Platón era que proporcionaba una serie de ideas de las que uno
podía apropiarse con relativa facilidad para incorporarlas a sus propios
esquemas sin necesidad de adoptar todo un sistema filosófico cerrado y
coherente o de implicarse a fondo en sus consecuencias lógicas. Así las
tendencias utópicas renacentistas representadas en las obras de Tomás Moro o de
Campanella se nutrieron de esta inspiración platónica en su diseño de estados
ideales que discutían cuestiones como la comunidad de bienes y de mujeres.
Otros trataron de hallar en el platonismo sorprendentes paralelos con la
teología cristiana, como el cardenal Kesarión, que defendía que los principios
de la verdadera teología se hallaban contenidos ya en Platón y que sus obras
eran, por tanto, más compatibles con la Cristiandad y las Sagradas Escrituras
que los tratados de Aristóteles. El propio Erasmo, que se mostraba mucho más
cauto en este terreno, se refería, en cambio, a menudo a Platón como el
divinamente inspirado. Incluso en el terreno de la teoría del arte se
recuperaron en este período algunos conceptos platónicos como el de la
inspiración artística entendida como locura divina y el de la Idea suprema como
forma absoluta e inmaterializada.
Sin embargo,
este redescubrimiento de Platón no implicó la caída en desgracia de Aristóteles
ni la pérdida de su hegemonía intelectual, ya que continuó siendo la referencia
inequívoca de muchos estudiosos europeos, tanto protestantes como católicos. De
hecho, a pesar del impulso dado a los estudios platónicos en este período, los
números hablan por sí solos si tenemos en cuenta que hacia el 1600 existían más
de tres mil ediciones de libros acerca de Aristóteles, bien de obras propias o
estudios ajenos, frente a las menos de quinientas acerca de Platón. Las
opiniones del filósofo del Liceo inspiraron y dieron pie a numerosos trabajos
en el campo de la ciencia desde la biología hasta la física. El texto
aristotélico era ahora leído en el original griego o en buenas traducciones a
cargo de reputados humanistas como Leonardo Bruni, que afirmaba con orgullo que
los filósofos griegos eran ahora contemplados «cara a cara» (de facie ad faciem), a diferencia de lo
que había ocurrido en el período medieval anterior. El descubrimiento de la Poética produjo además un enorme revuelo
que quedó reflejado en el gran número de ediciones y comentarios que siguieron
a continuación. Su influencia en la literatura posterior fue innegable y la
autoridad de Aristóteles quedó hasta tal punto fortalecida que el gran filólogo
holandés José Justo Escalígero le calificó de imperator noster en el sentido de que determinaba y regía todas las
producciones artísticas.
La admiración
y el entusiasmo por la filosofía griega se extendieron también a la figura
emblemática de Sócrates, que se convirtió en el Renacimiento en una especie de
héroe y fue descrito por Leonardo Bruni como el filósofo más grande que había
existido jamás. El cardenal Besarion tradujo al latín los Recuerdos de Jenofonte con el objetivo de llamar la atención a los
occidentales sobre las virtudes de Sócrates. Otros como el ya mentado Marsilio
Ficino lo equipararon con el propio Jesucristo al considerarle una especie de
cristiano honorario en la misma medida que a Platón. También Erasmo mostró su
veneración por el filósofo al hacer exclamar a uno de los personajes de sus
diálogos: «San Sócrates ruega por nosotros». Montaigne admiraba igualmente su
figura y le imitó en diversos aspectos como su método escéptico y su búsqueda
del autoconocimiento. Esta admiración se extendió también a épocas posteriores,
como atestigua la veneración que experimentaron por el filósofo ateniense
personajes de la órbita de la Revolución Francesa como Voltaire, Diderot o
Rousseau, por considerarle un defensor de la razón y una víctima del fanatismo
y de la hipocresía. En general, los pensadores renacentistas se sintieron
también atraídos por lo que de manera colectiva denominaban «sabiduría griega».
Algunos como el humanista italiano Pico della Mirándola consideraban que dicha
sabiduría procedía de Oriente pero había sido a través de los griegos como
había llegado hasta nosotros. Otros como el francés Estienne expresaban
abiertamente su admiración hacia Grecia como la «escuela de todas las
ciencias». El sur de Italia desempeñó un papel importante en la trasmisión o
conservación de una buena parte de la «sabiduría griega» a Occidente. En el
último cuarto del siglo XI Constantino el Africano tradujo directamente del
griego al latín las obras de Galeno, que constituyeron en seguida el eje
central de la enseñanza de la medicina en Salerno, trasladada posteriormente a
Paris. En la segunda mitad del siglo XII Urso de Calabria compuso tratados que
mostraban un conocimiento considerable de los textos aristotélicos.
Hubo quienes
valoraron, sin embargo, esta sabiduría griega de manera más global, considerándola
el resultado evidente de un contexto político en el que imperaba la noción de
libertad, como hizo el francés Louis Le Roy. Esta vinculación de la sabiduría
con la libertad, reflejada e incorporada en sus instituciones políticas, caló
también en algunos medios del humanismo italiano, que manifestaron de forma más
o menos explícita su admiración por Atenas, como el florentino Leonardo Bruni,
que compuso el elogio de su ciudad sobre el modelo trazado por el panegírico de
Atenas del sofista griego del período imperial Elio Arístides, o el mismísimo
Maquiavelo que veía en ella un modelo potencial para Florencia. Sin embargo fue
la estabilidad espartana y la mítica personalidad de su legislador Licurgo las
que suscitaron la encendida admiración de personajes como el propio Maquiavelo,
que alabó encarecidamente la duración de sus leyes, o de los intelectuales
venecianos de la época, que llegaron a considerar a Esparta como el modelo
ejemplar de un estado perfecto. Esta idealización de Esparta se deja sentir también
fuera de Italia en las obras del inglés Moro, que sacó buen partido para su
estado ideal de algunas de las descripciones proporcionadas por la biografía
plutarquea de Licurgo, o en las apelaciones heroicas al papel de los éforos,
que controlaban al monarca en interés del pueblo, por parte de los dirigentes
del movimiento calvinista, que justificaban así la resistencia a un gobierno
idólatra.
Esta
incipiente «helenofilia», reflejada en buena medida en la significativa
elección de Montaigne de tres griegos (Homero, Alejandro y Epaminondas) como
los personajes más destacados de la historia, encontró también sus opositores,
empeñados en demostrar que su propia época era capaz de sobrepasar, o al menos
de igualar, los logros de los antiguos, animados además por el impacto de
descubrimientos tan sensacionales como el del continente americano o por
grandes inventos como la pólvora y la imprenta, que no tenían paralelo en
tiempos pasados. Algunos proclamaban incluso que el sistema político veneciano
era superior a los de Atenas o Esparta, y hubo quienes llegaron al extremo de
anteponer el toscano al griego alegando su mayor proporción de vocales y, en
consecuencia, su mayor dulzura como lengua. El poeta francés Joachim Du Bellay
esgrimía el hecho de que Francia había producido equivalentes de Pericles y
Temístocles y que en un futuro lo haría también con figuras de la talla de
Homero y Demóstenes.
La
recuperación de lo griego en este período afectó también de manera decidida al
terreno del arte y en buena medida también al del propio paisaje griego, que
poco a poco empezaba a entrar otra vez en el marco de percepción occidental.
Las obras de arte griegas originales no abundaron precisamente en Europa hasta
el inicio de las excavaciones sistemáticas en suelo griego a partir del siglo
XIX. La fuente principal del arte clásico era el suelo de Italia, y en
particular el de Roma, donde iban apareciendo de manera gradual abundantes
esculturas y restos de antiguos edificios en el curso de las numerosas
remodelaciones urbanísticas y arquitectónicas emprendidas por los papas y las
principales familias aristocráticas en sus respectivos dominios. Pero aunque
las más célebres esculturas aparecían en suelo romano, como es el caso del
célebre Laoconte, descubierto en 1506 en una viña donde habían estado situadas
antaño las termas de Tito y que fue definido por Miguel Ángel como un milagro
del arte, lo cierto es que eran los ideales y los modelos griegos los que
marcaban las pautas de apreciación. Las esculturas más célebres encontradas en
suelo romano, copiadas e imitadas a lo largo del Renacimiento italiano, fueron
atribuidas sin dudarlo a los más importantes artistas griegos, como una Venus a
Fidias o un Cupido a Praxiteles. La proporción divina que figuraba como el
ideal entre los artistas del Renacimiento era una característica que se consideraba
propia del arte griego más que del romano. Incluso en campos como la pintura,
donde no existían testimonios referenciales concretos como en escultura, eran
también los modelos griegos la pauta de referencia ideal, y se hacían alusiones
llenas de admiración a la época de Apeles, Zeuxis y Protógenes como el momento
de la máxima perfección artística en este campo. Algo similar ocurría en la
música, donde se hicieron serios intentos por recuperarla, algunos tan curiosos
como los de la sociedad florentina denominada Camerata, entre cuyos miembros se
contaba el padre de Galileo, que condujeron a la creación de una nueva forma
artística, la ópera, y al abandono de la tradición de la polifonía.
Sin embargo,
el conocimiento directo del arte griego se hallaba estrechamente relacionado
con el de su propio territorio, donde todavía quedaban en pie numerosos restos
y cuyo suelo albergaba abundantes sorpresas. Hasta el siglo XV fueron muy
escasos los viajeros occidentales que pasaron por Grecia y manifestaron
cualquier tipo de interés por sus antigüedades. En medio de este desolador
panorama destaca la figura del sacerdote florentino Cristoforo Buondelmonti,
que emprendió un viaje de exploración por las islas griegas, partiendo de
Rodas, en 1414. Entre las motivaciones que le impulsaron a emprender dicha
expedición estuvo seguramente el interés generado por la geografía que había
auspiciado el conocimiento de la obra de Tolomeo, difundida gracias a las enseñanzas
de Crisoloras en los años finales del siglo XIV. El viaje fue lo
suficientemente largo como para que el clérigo florentino tuviera el tiempo
necesario para aprender griego, elaborar una descripción de Creta y un
itinerario de las islas provisto de mapas, y emprender la búsqueda de
manuscritos griegos. A pesar de sus conocimientos e intereses, Buondelmonti se
hallaba todavía dentro del más puro espíritu medieval, como muestra su casi
exclusiva citación o autores latinos o la admisión, hecha con mayor o menor con
vencimiento, de que las ruinas existentes eran simplemen ídolos paganos. Sin
embargo muchas de ellas provocaron su más rendida admiración e incluso llevó a
cabo algunas tentativas de reconstrucción material e ideal de los restos
existentes, como su intento en Delos de poner en pie sobre su pedestal la gran
estatua de Apolo que yacía por los suelos o la composición de una digresión de
carácter erudito sobre el famoso coloso de Rodas, basada exclusivamente en las
fuentes literarias disponibles. Fue así el primer viajero occidental que
contempló las antigüedades griegas con la necesaria sensibilidad estética y con
una cierta capacidad de apreciación, hasta el punto de que le permitía
distinguir entre lo griego y lo romano o entre los aspectos más legendarios y
los puramente históricos.
Sin embargo
la figura central de este lento y paulatino resurgimiento del interés por
Grecia es sin lugar a dudas Ciriaco de Ancona, un individuo excepcional del que
puede decirse que inició a comienzos del siglo XV el camino de la recuperación
efectiva del patrimonio artístico griego. En el curso de tres largos viajes por
el Egeo visitó casi todas las regiones griegas y reunió una gran cantidad de
material, del que hizo minuciosas descripciones, no siempre exactas. Realizó
también dibujos de los principales monumentos y copió numerosas inscripciones,
si bien algunas de ellas, como los supuestos oráculos procedentes del santuario
de Delfos, los extrajo de las páginas de Heródoto en lugar de su pretendida
ubicación real. Supo moverse con gran agilidad en el mundo complejo y
enrevesado de entonces, gracias a sus innegables dotes para el comercio y la
diplomacia que le venían de familia. Supo también captar en seguida el valor de
las antigüedades y tomar conciencia de su precaria situación, a pesar de que no
era un intelectual de formación. Emprendió así una labor de salvamento del
pasado que pudo haberse iniciado ya en una época temprana de su vida, cuando se
vio implicado en la restauración del arco de Trajano que había en su ciudad
natal. Comenzó a copiar inscripciones en el curso de sus viajes y aprendió
latín y griego con el fin de consolidar sus conocimientos en este terreno. Tuvo
el gran mérito de describir y dibujar, aun con las imprecisiones aludidas,
numerosos monumentos que han desaparecido en la actualidad o han sufrido desde
entonces importantes daños, como el monumento ateniense de Filopapo, que por
entonces se hallaba todavía intacto, o el templo de Apolo en Dídima, que estaba
aún en pie antes de que un terremoto lo derribara por los suelos. Su obra, una
especie de catálogo monumental del que tan sólo han sobrevivido algunos
fragmentos, constituye un testimonio fundamental, a veces hasta imprescindible,
en la labor de reconstrucción del mundo griego antiguo. Ciríaco fue seguramente
el primero que valoró adecuadamente la enorme importancia de los vestigios
materiales para el conocimiento a fondo de una civilización antigua como la
griega.
Aunque
aparentemente la conquista turca de Constantinopla puso fin a viajes como los
de Ciríaco por suelo griego, todavía se dieron algunas experiencias de este
tipo, aunque sin alcanzar la importancia de su obra. Sabemos así de la
existencia de un curioso tratado anónimo que fue escrito hacia 1458, cuando el
sultán turco Mohamed II visitó Atenas, en el que se describen algunos de los
monumentos todavía presentes en la ciudad, aunque su principal objetivo era
identificar los restos existentes con los grandes monumentos del pasado, con
pretensiones tan estrafalarias como ubicar la escuela de Sócrates en la torre
de los vientos. Otro visitante de las tierras griegas que nos ha dejado su
testimonio fue un veneciano que estuvo en Atenas en el año 1470, copió algunas
inscripciones y se mostró siempre embelesado por las bellezas monumentales que
todavía ofrecía la ciudad. Aunque no llegó a plantear identificaciones tan
absurdas como las de su inmediato antecesor, no dejó, sin embargo, de probar
suerte en este terreno con algunas opiniones tan cuestionables como situar la
escuela de Aristóteles en las ruinas del templo de Zeus Olímpico.
A partir de
esos momentos se abre casi un siglo de vacío en el conocimiento directo de las
tierras griegas y sus monumentos artísticos. Sin duda en ello tuvo mucho que
ver la insoslayable presencia turca en la zona, que desalentaba muchas
iniciativas, pero no hay que descartar tampoco otro tipo de razones como la
propia apatía de los estudiosos, que seguían interesados de forma preferente
por Roma. El desconocimiento proverbial del territorio griego afectaba incluso
a la mismísima Atenas, llamada entonces Setines, hasta tal punto que a mediados
del siglo XV un helenista de Tübingen se vio obligado a escribir a un estudioso
bizantino de Constantinopla para preguntarle si era verdad el rumor de que la
ciudad había sido destruida y reemplazada por una simple aldea de pescadores.
Es enormemente significativo en este sentido que una obra como Athenae Atticae de Johannes Meursius,
aparecida en 1624, que era el primer estudio topográfico de la ciudad y se
convirtió en la guía indispensable de cualquier viajero ilustrado a Grecia a lo
largo de todo un siglo, fuese elaborada sobre las fuentes literarias de las que
podía disponerse cómodamente en una buena biblioteca como la de Leiden, en
lugar de ser el resultado lógico de una experiencia real de viaje por
territorio griego.
Poco se sabía
por entonces de arquitectura o escultura genuinamente griegas, a pesar de que
en muchos lugares de Europa se exhibían algunas piezas que ostentaban esta
condición, aunque se trataba por lo general de copias helenísticas o de
imitaciones romanas. Las antigüedades griegas auténticas fueron más bien
escasas en Europa occidental hasta el siglo XVII. La situación cambió cuando
empezaron a llegar a Grecia, tanto desde Francia como desde Inglaterra, agentes
del monarca o de aristócratas interesados en busca de objetos artísticos
genuinos. Uno de los más conocidos fue Thomas Howard, conde de Arundel, de
quien se llegó a decir «que deseaba trasladar la Grecia antigua a Inglaterra».
Howard aprovechó el nombramiento de un agente suyo como embajador ante el
imperio otomano para conseguir algunas piezas de arte griego. Pocos años
después él mismo envió a otro de sus agentes a la costa más occidental de
Turquía y a la propia Atenas, consiguiendo como resultado una serie de mármoles
con inscripciones valiosas. Otro importante coleccionista fue George Villiers,
duque de Buckingham, quien también consiguió algunas piezas importantes
haciendo valer sus influencias, que eran muy similares a las de Howard, con quien
competía además abiertamente en esta carrera a la búsqueda de tesoros. Durante
esta época surgieron otros muchos coleccionistas prestigiosos, entre los cuales
figuraba incluso el propio monarca inglés Carlos I. Del lado francés, Colbert,
primer ministro de Luis XIV, envió igualmente agentes hacia Grecia y las costas
del Próximo Oriente en busca de libros, manuscritos, medallas e inscripciones.
El más destacado de todos es quizá el marqués de Nointel, un personaje curioso
y extravagante que durante su embajada ante el imperio otomano emprendió viajes
de exploración por toda la zona reuniendo numerosas antigüedades en forma de
bajorrelieves, estelas y abundantes inscripciones. En su visita a Atenas quedó
vivamente impresionado por la belleza arquitectónica y escultórica de la
Acrópolis, que consideró superior a Roma en unos tiempos en que la opinión
preponderante era más bien la contraria. Nointel incluyó en su copioso séquito
a un orientalista y dos pintores, uno de los cuales era el célebre Jacques Carrey,
que llevó a cabo una serie de cuidadosos dibujos de las esculturas y relieves
del Partenón antes de que fueran destruidos o resultasen seriamente dañados por
el bombardeo veneciano de la Acrópolis en 1687.
La presencia
francesa en Grecia en la última parte del siglo XVII tuvo importantes
consecuencias para el redescubrimiento de la realidad del país y de sus
monumentos. Hay que señalar en este terreno la importante labor desarrollada
por algunos diplomáticos como el cónsul Jean Giraud, un conocedor de las
antigüedades locales de Atenas que proporcionó hospitalidad a quienes visitaron
la ciudad por aquel entonces e hizo las veces de impagable guía de sus restos
arqueológicos. No menos decisiva resultó la actividad de misioneros como los
padres capuchinos, que elaboraron el plano de la ciudad más preciso y detallado
de la época, o del jesuíta Jacques Paul Babin, que compuso una descripción de
Atenas que además de los monumentos antiguos incluía también las iglesias
bizantinas y proporcionaba ciertas pinceladas sóbrela vida social
contemporánea.
Los viajes a
tierras griegas de estudiosos y aventureros occidentales comenzaron de nuevo a
ser frecuentes, a pesar de las numerosas dificultades que todavía imperaban en
el país, como el omnipresente bandidaje, las constantes epidemias o la
incertidumbre política y social provocada por el dominio turco, que derivaba en
ocasiones en motines e insurrecciones locales capaces de arrastrar en un
torbellino incontrolable a cualquier visitante que se hallara de paso. Una muestra
elocuente de las penalidades que podía implicar un viaje por aquellas tierras
la tenemos en el relato del escocés William Lithgow, que en la primera parte
del siglo XVII experimentó toda una amplia gama de contrariedades, desde el
robo y la agresión física hasta pasar hambre y sufrir un naufragio. Sin
embargo, quienes inauguraron la larga tradición del viaje a Grecia, como un
serio intento por conocer a fondo la realidad histórica y monumental del país,
fueron el médico francés Jacques Spon y el botánico y anticuario inglés George
Wheler. Ambos personajes realizaron juntos el viaje y durante su estancia en
Atenas en 1676 llevaron a cabo la primera gran exploración arqueológica de la
ciudad, confrontando sus propias observaciones in situ con los testimonios literarios y las noticias suministradas
por los viajeros anteriores. A Spon le cabe el mérito de haber reconocido o
identificado de manera correcta algunos de los más célebres monumentos de la
ciudad, como el templete de Atenea Nike, la linterna de Lisícrates o la torre
de los vientos, que hasta entonces habían sido simplemente pasados por alto o
identificados de forma tan extravagante como situar la tumba de Sócrates en lo
que no era más que un simple reloj hidráulico como la mencionada torre de los
vientos. Sin embargo, no todo fueron aciertos, e incurrió también en
importantes errores como atribuir las esculturas del Partenón a la época de
Adriano, creyendo reconocer incluso entre las esculturas la propia persona del
emperador y la de su esposa. A pesar de estas equivocadas conclusiones, Spon y
Wheler describieron las antigüedades con mayor cuidado y precisión que sus
predecesores y establecieron de esta forma los fundamentos arqueológicos para
una nueva apreciación de Grecia. Al igual que Nointel, Spon y Wheler tuvieron
la oportunidad envidiable de haber podido contemplar todavía el Partenón en su
integridad. Sus respectivas obras, publicadas en 1678 (Spon) y 1682 (Wheler),
se convirtieron en las guías indiscutibles de Grecia durante más de un siglo.
Otro
importante impulso en el conocimiento directo del paisaje y de las antigüedades
griegas se produjo en Inglaterra con la fundación de la Sociedad de los
Dilettanti en 1732. El flujo casi constante de mármoles griegos hacia los
palacios y residencias de la aristocracia británica en los últimos tiempos,
como muestran los ejemplos ya comentados de Arundel y Buckingham, había
provocado un auténtico furor por el arte griego antiguo y había fomentado el
desarrollo de una literatura que se ocupaba a su manera de la arqueología
griega. La naciente Sociedad tuvo una influencia destacada a la hora de
conducir los gustos refinados de la época en la dirección del arte griego y en
el fomento de un mejor conocimiento directo del propio suelo griego con todos
sus monumentos, financiando y auspiciando los viajes de exploración a Grecia.
Sus miembros eran fundamentalmente jóvenes nobles y ricos que habían visitado
Italia en el curso del grand tour (el
viaje de «estudios» que realizaban los nobles europeos como complemento a su
educación formal) y habían adquirido allí una gran afición por el arte antiguo.
Los más distinguidos nombres de la época figuran en la nómina de la Sociedad.
Su logro más importante fue la financiación de la arqueología clásica en Grecia
y en la región del Próximo Oriente, así como la publicación correspondiente de
los resultados de dichas empresas. El más influyente de estos proyectos fue el
emprendido por James Stuart y Nicholas Revett a mediados del siglo. Su plan de
visitar Atenas con el fin de conseguir una medición exacta de los monumentos
antiguos que quedaban en pie en la ciudad llamó la atención de los Dilettanti y
consiguió su soporte económico. A comienzos de marzo de 1750 dejaron Roma con
rumbo a Venecia, donde quedaron bloqueados durante varios meses a causa de la
ausencia de un barco que pudiera transportarles hasta Grecia, un indicio más,
si cabía, de las dificultades que todavía rodeaban por aquel entonces cualquier
iniciativa de esta clase. A mediados de enero del año siguiente consiguieron
por fin embarcar rumbo a Atenas, a donde llegaron dos meses más tarde después
de pasar por toda la región del golfo de Corinto. Mientras Stuart hacía dibujos
de las esculturas y los mármoles, Revett llevaba a cabo las mediciones. Dos
años después tuvieron que abandonar la ciudad a causa del peligro que
representaba la inestabilidad política de la zona. No pudieron regresar más
tarde debido al resurgimiento de los disturbios en la ciudad y al estallido de
una epidemia. La obra que presentaba el fruto de sus trabajos apareció en 1762.
El libro produjo un efecto extraordinario sobre la sociedad inglesa elevando el
gusto por la arquitectura clásica al lugar supremo de las preferencias. La
influencia del estilo clásico se dejó sentir en la arquitectura local inglesa. La
publicación de esta obra significó el comienzo del estudio serio del arte
clásico y de las antigüedades por toda Europa hasta el punto de que pueden ser
considerados los pioneros de la arqueología clásica.
La invención de Grecia
El progresivo
redescubrimiento del mundo griego antiguo a través del mejor conocimiento de su
paisaje y de sus restos monumentales, que había caracterizado buena parte del
siglo XVII y la primera mitad del XVIII, condujo de manera inevitable a su
idealización. Grecia empezaba así a adquirir una clara preponderancia sobre
Roma en el terreno intelectual y artístico, en el de la moral y de la política,
donde aparecía como una referencia indiscutible y paradigmática, pero también
en el de la moda y del imaginario colectivo en general, subyugado por el
entusiasmo y la emoción que despertaban su historia y sus obras de arte. El
citado Stuart había señalado en el prólogo a su obra la importancia de conocer
Grecia en lugar de Roma y había destacado también la perfección más elevada de
las artes que había tenido lugar en Grecia tras la derrota de Jerjes, asociando
estrechamente esta perfección artística a la consecución efectiva de su
libertad. Así se iniciaba la corriente de revalorización de la Grecia de la
época y sus habitantes, que eran identificados con sus gloriosos antepasados,
superándose de esta forma paulatina y significativamente el desprestigio del
que gozaban en Occidente, que los había considerado hasta entonces un pueblo
bárbaro y sin interés que no se hallaba a la altura de su brillante pasado.
La obra
decisiva de Robert Wood, un estudioso financiado también por los Dilettanti,
sigue en cierta manera los pasos marcados por Stuart y Revett, con quienes
coincidió durante su estancia en Atenas, y constituye a su modo otro los
elementos decisivos en el surgimiento del ideal helénico propio del
romanticismo. Viajó extensamente por Grecia y el Próximo Oriente y como
resultado de sus viajes publicó una serie de libros que gozaron de una buena
acogida en el público al ir acompañados de láminas que ilustraban lugares
descritos en el texto. Su objetivo era estimular la imaginación histórica de
sus lectores, que podían asociar ahora la percepción del paisaje real y la
presencia viva de sus antiguos habitantes, que previamente había experimentado
el autor. Su obra más importante fue, sin embargo, un estudio sobre la
topografía de la Tróade, que terminó siendo conocido como Ensayo sobre el genio original de Homero. Su intención, según
afirmaba en el prólogo, no era otra que «leer la Ilíada y la Odisea en los
países donde Aquiles luchó, Ulises viajó y Homero cantó». Wood poseía los
conocimientos suficientes y el talento necesario para leer la poesía homérica
reintegrándola dentro del paisaje actual, reconstruyendo así el camino iniciado
por el propio poeta, que había extraído su inspiración de esta observación de
la naturaleza y la sociedad circundantes. La obra fue tan popular que fue
pirateada en Dublín y se tradujo a otros idiomas como el francés, el alemán, el
italiano y el español antes de finalizar el siglo.
Entre las
primeras actividades financiadas por la Sociedad de los Dilettanti estuvo la
expedición de Richard Chandler a Grecia y Asia Menor en 1764. Chandler, que
obtuvo la oportuna recomendación favorable de Wood, contaba además con un
brillante curriculum como filólogo ya que había editado los fragmentos de los
elegiacos griegos y había elaborado el erudito catálogo sobre la colección de
inscripciones reunida por el conde de Arundel. Partió para su expedición
arqueológica hacia Grecia acompañado por Revett y por un joven pintor llamado
William Pars. En una primera fase visitaron toda la costa jonia de Asia Menor
con especial atención al templo de Apolo en Dídima cerca de Mileto. Después
marcharon a Atenas, donde completaron los trabajos iniciados en su día por
Stuart y Revett y visitaron también toda la región circundante hasta el
Peloponeso. El resultado de estos trabajos fue la publicación de las Antigüedades jonias en 1769, que
contribuyó poderosamente al en la estimación de Grecia sobre Roma en la
estimación del mundo académico y erudito y al resurgimiento del estilo griego
en la arquitectura británica. Sin embargo, los dos libros que le proporcionaron
popularidad entre los lectores fueron sus Viajes
en Asia menor y Viajes en Grecia,
que aparecieron sucesivamente en los años 1775 y 1776. En ellos puede
apreciarse la misma reacción emocional ante el paisaje griego y la rendida
admiración de la Grecia antigua que ya había hecho su aparición en el prólogo
de la obra de Stuart y Revett.
A esta
reaparición de lo griego con una mayor fuerza dentro del escenario occidental
contribuyeron también de forma importante los descubrimientos realizados en el
sur de Italia a partir de mediados del siglo XVIII, primero en las ciudades
antiguas de Pompeya y Herculano, que asoladas en su día por la lava del Vesubio
habían conservado casi intactos los restos inequívocos de una cultura que no
era ya exclusivamente romana y que presentaba muestras evidentes del arte
griego original, como las famosas pinturas murales, y después en Paestum y
Sicilia, cuyos magníficos templos ofrecían ilustres ejemplos del estilo dórico
en arquitectura. Estos lugares, que eran parte del grand tour, fueron visitados por numerosos viajeros, que se
sintieron atraídos por los sensacionales hallazgos realizados en ellos. Hay que
mencionar también las numerosas colecciones privadas de escultura y arte
griegos que fueron constituyéndose en varios países europeos desde mediados del
siglo XVI, cuya exhibición y sobre todo los catálogos impresos que se
publicaban de ellas contribuyeron en buena medida a fomentar este gusto por el
arte griego, favoreciendo incluso un conocimiento desde la distancia de quienes
nunca habían pisado suelo griego y basaron todo su entusiasmo y sus intuiciones
en estas percepciones estéticas.
Éste fue
precisamente el caso de Johann Winckelmann, quien se considera el verdadero
impulsor del denominado helenismo romántico y artífice principal en la
revolución intelectual que a partir de mediados del siglo XVIII en Europa
culminó en la elevación y consolidación de Grecia como supremo ideal de la
belleza, la razón y la perfección formal y artística. Sus consideraciones sobre
el arte griego sentaron cátedra, a pesar de que nunca estuvo en Grecia y apenas
tuvo oportunidad de contemplar obras verdaderamente originales, clasificando
además la historia del arte en diferentes períodos mediante la aplicación del
esquema de cuatro etapas propuesto para la poesía griega por el estudioso
renacentista José Justo Escalígero. Su visión de las cosas ha condicionado la
imagen de Grecia que ha predominado durante largo tiempo en la imaginación
europea, rodeada de un aura de idealismo que remonta inequívocamente a los
juicios y apreciaciones estéticas de este increíble estudioso alemán. Su
desmedido apasionamiento y su extraordinario poder de imaginación le
permitieron generar ideas brillantes que iban mucho más allá de las escuetas
expectativas procedentes de un material limitado y escasamente original.
Una de las
claves de su idealización de Grecia fue su larga estancia en Roma, donde actuó
como bibliotecario y director de las antigüedades del Vaticano y más tarde como
secretario del cardenal Albani, que poseía una de las mayores colecciones
privadas de arte antiguo. Tuvo así la oportunidad de contemplar y estudiar de
primera mano los más importes tesoros artísticos existentes en la ciudad en
aquellos fomentos. Sin embargo, su estrecha relación con el arte clásico se
había iniciado ya mucho antes, cuando como bibliotecario del conde de Bünau en
las cercanías de Dresde había tenido la oportunidad de estudiar los vaciados en
escayola que constituían la colección de August der Starke, compuesta
principalmente de copias romanas restauradas de originales helenísticos.
Compuso dos obras fundamentales que tuvieron una enorme incidencia en su tiempo
y en épocas posteriores. La primera de ellas, Reflexiones sobre la imitación de las obras de arte griegas en pintura
y escultura, publicada en 1755, consistía fundamentalmente en una
definición de la estética griega que contenía su célebre afirmación acerca de
la noble simplicidad y la serena grandeza de la escultura griega. La segunda, Historia del arte de la Antigüedad,
publicada en 1764, presentaba una ordenación cronológica y estilística del arte
antiguo que iba desde unos comienzos primitivos hasta la perfección de las
etapas de Fidias y Praxiteles para pasar después a adquirir un carácter
meramente imitativo. Esta clasificación, con algunas variaciones y
matizaciones, ha sido el esquema predominante en la historia del arte hasta
hace bien poco.
El éxito de
Wincklemann no residía en sus planteamientos como tales, que no eran del todo
originales y ni siquiera estaban basados en apreciaciones indiscutibles, sino
en lo que aquéllos representaron en una época de especial convulsión en casi
todos los terrenos. El retorno escapista hacía la naturaleza que algunos
pensadores como Rousseau habían proclamado como remedio a las miserias del
siglo se convirtió en los términos de Winckelmann en un retorno hacia los
antiguos griegos, que representaban asociados la naturaleza, el genio y la
libertad en abierta contraposición a un mundo moderno que no valoraba
precisamente estas cualidades fundamentales. Asociaba los logros artísticos de
los griegos con un clima templado que favorecía la vida al aire libre y el
ejercicio al desnudo, con un régimen de libertad política quc impulsaba la
creatividad artística y liberaba el genio individual de todas las restricciones
sociales y con una manera de ver el mundo que primaba la búsqueda de la belleza
absoluta por encima de sus encarnaciones individuales. Como resultado de la
influencia de Winckelmann, la filosofía estética de la última parte del siglo
XVIII exaltó el arte griego como símbolo y la encarnación de una naturaleza
humana verdadera, libre y exenta de corrupción. En sus apreciaciones estéticas
primaban también sus propias inclinaciones sexuales, que teñían de una cierta
pasión erótica sus valoraciones en este sentido. Su idea de Grecia venía a
expresar la encarnación histórica y fugaz de sus propias aspiraciones vitales,
que hallaban en la pretendida y autoproclamada «imitación de los antiguos» su
más espléndida realización. Creó así una verdadera ficción poética que hizo
especial mella en sus contemporáneos, creó escuela en los tiempos
inmediatamente posteriores en figuras tan destacadas como las de Herder,
Goethe, Fichte o Schiller, e incluso todavía en la actualidad continúa
ejerciendo su fascinación sobre la imaginación moderna, cuya visión idealizada
de Grecia deriva de forma más o menos directa de los planteamientos de
Winckelmann.
Sus ideales
de belleza clásica se veían además permanentemente reforzados por los continuos
descubrimientos que se llevaban a cabo por entonces en el suelo italiano. Su
papel como anticuario papal consistía precisamente en inspeccionar los nuevos
hallazgos e impedir su exportación ilegal. La enorme cantidad de objetos
desbordaba a veces sus capacidades, hasta tal punto que no sabía distinguir el
verdadero estilo griego de la multitud apabullante de copias romanas. Siempre
renuente a viajar hasta la propia Grecia, donde, además de las desalentadoras
dificultades que entrañaba todavía la empresa, no esperaba encontrar mejores
oportunidades de las que ya contaba en Roma, lo más cerca que Winckelmann
estuvo del verdadero arte griego fueron las antigüedades de esta procedencia
existentes en suelo itálico. Visitó las excavaciones de Pompeya y Herculano,
donde se mosstró especialmente interesado por sus pinturas murales, que
recordaban de alguna forma los perdidos originales de la gran pintura griega,
las ruinas de los templos de Paestum, que le causaron la profunda impresión de
un verdadero descubrimiento, y pudo contemplar la excelente colección de vasos
griegos de sir William Hamilton, el embajador inglés en la corte de Nápoles, de
la que esperaba realizar un comentario descriptivo de sus escenas decorativas.
Sin embargo, su trágica muerte a manos de un italiano con el que mantenía una
turbia relación cortó de raíz la posibilidad más que real de que Winckelmann,
de haber contado con el tiempo y la dedicación necesarios, llegase a captar los
ejemplos más reales y visibles de este estilo griego que ya había percibido y
definido previamente en su imaginación.
El impacto de
este nuevo helenismo en Alemania, auspiciado e inaugurado por Winckelmann, fue
considerable, hasta el punto de constituir una nueva clase de cultura nacional.
Se ha llegado incluso a calificar de tiranía el influjo que la Grecia antigua
ejerció sobre la educación, la literatura y las artes alemanas de todo este
período que abarcó desde mediados del XVIII hasta bien entrado el XIX. El
helenismo alemán, basado en buena parte en una Grecia más imaginaria que real,
cuyas muestras más inmediatas eran las esculturas —generalmente copias— que
albergaban colecciones como las de Dresde o Manheim, fue casi exclusivamente un
movimiento de carácter literario y filosófico. Fue además impulsado por gentes
salidas de los estratos sociales más humildes, como el propio Winckelmann, que
hallaron en la promoción del nuevo ideal helénico una oportunidad inmejorable
para su propio ascenso dentro de la escala social. Era también, al mismo
tiempo, una forma de combatir la supremacía cultural y política de Francia,
empeñada en conseguir para sí el estatus de «nueva Roma». Grecia se presentaba
asi como una alternativa ideológica a esta utilización interesada de Roma que
había fundamentado la grandeur
francesa a lo largo de los últimos tiempos. La imitación de los griego que
proponía Winckelmann como el único camino para llegar a ser grandes e
inimitables era efectivamente una receta que podía contribuir a cimentar la
futura grandeza alemán y a erosionar de forma definitiva las normas imperantes
en Europa, alentadas y cultivadas desde suelo francés.
Los planteamientos
de Winckelmann acabarían convirtiéndose en una verdadera religión estética, que
adoptaba los nuevos ideales griegos como credo fundamental en el que se aunaban
la naturaleza y la belleza de la manera más armoniosa posible. Esta postura se
aprecia en las obras de autores como Lessing, autor del célebre Laoconte, publicado en 1766, que
defendía con ardor el principio según el cual el arte griego nunca sobrepasaba
los límites de la representación bella incluso cuando trataba con temas como la
muerte o el dolor humano, o como Schiller, que en su poema Los dioses de Grecia, publicado en 1788, alababa la naturalidad de
los dioses homéricos que habían sido concebidos desde el punto de vista de la
belleza. De la misma forma, el poeta Hölderlin creía firmemente en la presencia
o el retorno triunfante de los dioses griegos. Se consolidó así la creencia en
unos griegos que habían vivido una vida armoniosa, dominada por completo por la
belleza, y que habían sido capaces de desarrollar sus poderes físicos y espirituales
lejos de cualquier tipo de restricciones y sin perturbar además el entorno
natural que los rodeaba. Curiosamente ninguno de los portavoces del helenismo
alemán había viajado hasta Grecia e incluso habían rechazado abiertamente esta
posibilidad cuando se les planteó la opción. Su percepción de lo griego era así
el resultado de una construcción teórica artificial basada en las geniales
intuiciones de Winckelmann y en el deseo de elaborar un modelo ideal, distante
pero también accesible, que pudiera estimular el desarrollo de las propias
energías espirituales en unos momentos de grave crisis de identidad nacional y
cultural.
Esta imagen
ideal de Grecia se extendió también por otros paises de Europa, si bien adoptó
en cada uno de ellos sus propias particularidades e idiosincrasia. En
Inglaterra, por ejernplo, las actividades de la Sociedad de los Dilettanti, ya
referidas, crearon un clima de entusiasmo por todo lo griego que alcanzó su
punto culminante con la llegada al país de las esculturas que decoraban el
Partenón, los famosos mármoles Elgin, que fueron expuestos en el Museo
Británico a partir de 1819. Los relatos de los viajeros, que eran usualmente
mucho más leídos que los libros de carácter académico o los volúmenes más
eruditos sobre las antigüedades griegas, contribuyeron de manera decisiva a
difundir el conocimiento de la Grecia antigua e intensificaron al tiempo las
actitudes de simpatía con todo lo griego y facilitaron el camino hacia su
idealización a causa del carácter colorista y emotivo de sus descripciones. La
difusión de la filosofía estética de Winckelmann a través de las traducciones
inglesas de su discípulo Henry Fuseli desempeñó también un papel considerable
en el desarrollo de estas actitudes. La imagen de una Grecia ideal, símbolo de la
libertad y de la felicidad, en la que la vida era primitiva, sencilla e
idílica, fue el modelo predominante en la imaginación de poetas y artistas, así
como uno de los principales estímulos que impulsaban su labor creativa.
Grecia se
convirtió así para la mayoría de los poetas románticos ingleses en un símbolo
de libertad contra todo tipo de opresión y autoridad, contra las reglas
artificiales estéticas y morales que constreñían la eclosión del genio
individual o impedían manifestar abiertamente sus inclinaciones sexuales,
contra el predominio del cristianismo, sustituido ahora por una nueva
sensibilidad pagana que permitía la libre expresión de todas las energías
vitales y propiciaba incluso una nueva veneración de los antiguos dioses
olímpicos a la manera de Hölderlin o de Shelley. Grecia era también el
paradigma de la naturalidad tanto en la propia relación con el entorno como en
las costumbres cotidianas, ilustrada sobre todo en su serena actitud ante la
muerte, considerada como un proceso natural donde no tenían cabida las
excentricidades medievales empeñadas en destacar sus aspectos más tétricos y
macabros, como la calavera, el esqueleto o el cuerpo lleno de gusanos. Grecia
era también, y no en último lugar, un lugar de refugio, una utopía paisajística
basada en recreaciones ideales promovídas por una percepción emotiva y
sentimental más que por la propia experiencia del país con todas sus carencias
y dificultades. Es significativo a este respecto que, al igual que sucedió en
Alemania, pocos fueron los poetas ingleses que visitaron Grecia en estos
momentos, ya que ni siquiera Shelley, considerado el más griego de todos los
poetas románticos, ni Wordsworth, ni Keats, ni posteriormente Coleridge o
Swinburne llevaron a cabo el viaje hasta tierras helénicas. Sólo Byron, que
representa quizá el deseo de alejamiento del modelo helénico en sus
manifestaciones más ideales, tuvo la oportunidad de pisar suelo griego con sus
propios pies, si bien llegó hasta allí impulsado más por su extrema vitalidad,
sus deseos de aventura y sus ideales políticos que le condujeron a adherirse
activamente a la campaña de liberación griega contra la opresión turca.
Pero la
idealización de Grecia como modelo alcanzó su consolidación institucional y
académica en la universidad alemana de comienzos del XIX, presidida por las
reformas de Wilhelm von Humboldt, que fue ministro de Educación de Prusia entre
1808 y 1810 y se convirtió en el artífice e inspirador de un nuevo sistema
educativo en el que el estudio de la Antigüedad clásica, y particularmente el
de Grecia, desempeñaba un papel central. Sus principios fundamentales,
expuestos en un tratado publicado en 1792, proclamaban la indiscutible
originalidad de los griegos que caracterizaba todas sus realizaciones sin
contaminación alguna procedente de influencias externas, así como los efectos
beneficiosos que el estudio de un carácter semejante tenían para el desarrollo
humano en general. Grecia representaba para Humboldt la antítesis de los
principios que regían la vida moderna, preocupados más por los valores externos
y la utilidad que por la belleza y el deleite interior. El gymnasium prusiano en cuyo currículum predominaban «las tres
lenguas clásicas europeas», es decir, el latín, el griego y el alemán, junto
con las matemáticas, se convirtió en el modelo educativo por antonomasia que se
impuso no sólo en el resto de Alemania sino en otras partes de Europa y
América, que imitaron sin reparos instituciones de carácter similar. El
producto resultante de dicho sistema fue lo que se ha denominado Bildungsbürger, es decir, el «burgués
educado», que debía su creciente importancia social a su educación por encima
de su riqueza o de su procedencia aristocrática, entre cuyos miembros más
distinguidos se hallaban también los futuros promotores del pensamiento
socialista como Marx o Engels, que pronto tomarían conciencia del choque cada
vez más evidente entre estos ideales educativos y la realidad contemporánea
emergente que propiciaba la naciente Revolución Industrial.
Perversiones de un estereotipo
La idea de
una Grecia olímpica y majestuosa, habitada por gentes que hacían de la libertad
y de la belleza sus máximas enseñas vitales y dotada de un paisaje mágico y
misterioso salpicado de monumentos y ruinas del glorioso pasado por el que
todavía deambulaban simbólicamente las viejas divinidades, acabó imponiéndose
en la imaginación occidental como un poderoso estereotipo con distintas
matizaciones particulares. El modelo griego así creado a lo largo de los
siglos, compartido al principio con el romano o subordinado a él, y elevado más
tarde a una supremacía que se convirtió en casi absoluta en algunos casos,
poseía la cualidad proteica de adaptarse a diferentes tipos de necesidades.
Algunos de sus elementos constitutivos podían adquirir incluso una cierta
autonomía propia y desarrollarse de manera independiente, y a veces
contradictoria, del resto de los atributos establecidos. El conocimiento
insuficiente de una realidad mucho más compleja y diversa todavía por descubrir
—y desenterrar—, los requerimientos imperiosos de un estado anímico y mental
que se hallaba en permanente guerra abierta con las circunstancias presentes,
las insatisfacciones personales, la búsqueda constante de referentes
espirituales que sustituyeran viejos esquemas que resultaban opresivos o la
simple necesidad de encontrar un refugio idílico como horizonte de expectativa
son algunos de los factores que explican el triunfo de dicho estereotipo y de
algunas de sus desviaciones más llamativas.
Una de ellas
era la de una Grecia sensual y pagana en cuyos idílicos paisajes, poblados por
ninfas y pastores ardientemente enamorados, daba cabida a todo tipo de pasiones
por irreconciliables que éstas fueran con el orden social y moral establecido
en la sociedad de su tiempo. La célebre visión de la Arcadia, la tierra
idealizada de la vida campestre, donde como señala Gilbert Highet «la juventud
es eterna, el amor la más dulce de todas las cosas, aunque sea cruel, y donde
la música desborda de los labios de todo pastor y los graciosos espíritus del
campo prodigan sus sonrisas aun al amante desafortunado», fue seguramente la
primera de estas sucesivas encarnaciones aunque fuera descubierta y auspiciada
por los versos de Virgilio. El éxito internacional de obras como la Arcadia del italiano Jacobo Sannazaro,
traducida al francés y al español y abundantemente imitada en la literatura
posterior, o de la Diana de Jorge de
Montemayor, que influyó en autores como Cervantes o Shakespeare, pone de
manifiesto la enorme popularidad de este modelo ideal. En esta clase de relatos
predominan las divinidades paganas, que aparecen representadas como poderosos
espíritus que reciben veneración y pueden proteger a sus fieles, en abierto e
intencionado contraste con los ideales austeros y trascendentes del cristianismo
y como una afirmación de este mundo y de las pasiones humanas, que eran
rechazadas o reprimidas en la moral de la Iglesia. Esta tradición de una Grecia
«campestre», natural y primitiva, que poseía el don de la virtud y de una
completa sinceridad, reaparece en autores como Montaigne, que consideraba a los
griegos antiguos seres puros y transparentes, exentos de malas pasiones, una
especie de nobles salvajes a quienes llegaba a equiparar con los recién
descubiertos indios de América. Esta imagen idílica de Grecia se impuso también
en el panorama europeo de los siglos XVII y XVIII, en pintores como el francés
Nicolás Poussin, algunos de cuyos cuadros, como Pan y Siringe, Orion y Los
pastores de Arcadia, llevan títulos que hablan por sí solos, o en el
terreno de la ópera con composiciones tan señaladas como el Acis y Galatea de Haendel o el Orfeo y Eurídice de Gluck. Esta
tradición sobrevivió durante el período de la Revolución con las Bucólicas del poeta francés André
Chénier, que murió víctima de la guillotina, en poetas románticos como
Wordsworth con su exaltación casi mística de la naturaleza, en poetas de la
época victoriana como Mathew Arnold o en simbolistas como el poeta francés
Stéphane Mallarmé con su famosa Siesta
del fauno.
La visión
idílica del paisaje y el clima griegos, que aparecía en severo contraste con
las brumas y fríos del norte de Europa, se impuso incluso como una premisa
necesaria que explicaba todas sus grandes realizaciones políticas y
espirituales. La armonización del carácter de un pueblo con el entorno en el
que habitaba circulaba entonces, a mediados del XIX, entre los primeros
estudiosos de la historia de la civilización griega que llegaban a equiparar la
claridad del pensamiento ateniense con el resplandor que imperaba habitualmente
en el paisaje del Ática. Se recuperaron las viejas opiniones griegas que
enaltecían la superioridad del carácter griego a causa de su ubicación ideal en
una zona templada que gozaba del clima perfecto. Esta clase de paradigmas
ideales no operaban sólo entre quienes desde la distancia de latitudes más
septentrionales contemplaban con nostalgia las delicias del clima griego. La
superioridad del clima del Ática y de la región de Jonia fue resaltada incluso
por individuos que habían viajado hasta Grecia, como Byron o el poeta y
ensayista Victoriano Symonds, que dejaron que su fantasía se impusiera sobre su
experiencia real.
Los
estereotipos raciales hicieron también su aparición con la dicotomía griega
entre jonios y dorios, simbolizada respectivamente por la oposición entre
Atenas y Esparta, en una época en la que la explicación de la historia a través
de términos raciales se hallaba en pleno apogeo en Europa. En la Inglaterra
victoriana dicha oposición se tradujo en la identificación de los espartanos
con los escoceses y de los atenienses con los ingleses, en principio una
oposición entre el norte y el sur que podía dar cuenta de las diferencias
existentes dentro del territorio británico, pero a la larga una especie de
juego perverso que acabaría de forma trágica en tiempos posteriores cuando la
idea adquirió connotaciones más contundentes en manos de la ideología nazi. La
fascinación moderna por Esparta venía de lejos. Rousseau y los intelectuales
revolucionarios vieron en Esparta el modelo de estado ideal que podía colmar
sus aspiraciones gracias a la lectura de Plutarco, que describía las leyes y
virtudes del viejo estado griego en obras como su biografía del mítico
estadista Licurgo, donde lo presenta como el gran hombre de estado que
consideró que el primer deber del legislador era garantizar la educación moral
de sus conciudadanos. La posibilidad de desarrollar la bondad innata del hombre
mediante la articulación de buenas instituciones se vio así impulsada entre los
pensadores revolucionarios mediante el ejemplo espartano. El elogio de la
constitución espartana es constante en sus obras por la sumisión del ciudadano
al estado inculcando además en él cualidades como el patriotismo, el vigor
físico, la austeridad, la igualdad democrática y el apego a una vida sencilla
en abierto contraste con el lujo y la decadencia que impulsaban las naciones
modernas.
La condición
de campamento militar en perpetua alerta ante cualquier amenaza interior o
exterior —única forma de mantener el predominio que una minoría ejercía sobre
la mayoría de los habitantes de Laconia y Mesenia—, la dureza y severidad de
sus costumbres educativas que rayaban en la violencia y la humillación
continuadas o las estrictas condiciones de vida que les obligaban a mantener
una vida familiar bajo mínimos o a la ingestión de un rancho colectivo
incomestible (el famoso caldo oscuro) quedaban en segundo plano ante la
idealización de los resultados aparentes engendrados por esta maquinaria bélica
e institucional engrasada por el terror colectivo y la crueldad inusitada. El
«milagro espartano», modelo de una sociedad regida por el patriotismo y la
estabilidad política, ha ejercido su influjo arrollador sobre todas las épocas,
desde Maquiavelo y Montesquieu hasta los Padres fundadores de los Estados
Unidos, donde existen unas cuantas ciudades que llevan ese nombre. El célebre
crítico y ensayista Victoriano Walter Pater comparó con cierta satisfacción el
sistema espartano con el de las escuelas públicas inglesas. Sin embargo, fue su
adopción como modelo educativo por el fascismo y el nazismo, cuyas respectivas
juventudes establecieron peligrosos paralelos con el viejo sistema de Licurgo,
la que llevó la perversión del modelo espartano a sus más peligrosas e
indeseables consecuencias. El propio Hitler aprobaba al parecer la práctica
eugenésica de los espartanos, consistente en arrojar desde el monte Taigeto a
los recién nacidos que presentaban defectos físicos, alababa su opresión de los
hilotas e incluso pretendía comparar la sopa campesina del estado de Schleswig—Holstein
con el incomestible caldo espartano.
La
idealización acrítica afectó también a la democracia de Atenas, que, como ya se
dijo en el primer capítulo, se erigió en seguida como el paradigma casi
absoluto de lo que significaba Grecia para el mundo moderno. El descrédito de
la democracia ateniense fue algo manifiesto a lo largo de los siglos XVI, XVII
y XVIII, por considerar que representaba el dominio de la muchedumbre inestable
sobre cualquier tipo de decisión más racional y mesurada. Fue la célebre Historia de Grecia, escrita por el banquero y político radical ingles Georges
Grote, que empezó a publicar en 1846, la que significó el punto de inflexión en
este terreno. Las reformas de Clístenes se convirtieron a partir de esos
momentos en el acontecimiento matriz de la democracia que actuó guiado por la
idea clave de un pueblo soberano compuesto por ciudadanos libres e iguales.
Atenas adquiría de este modo la condición de modelo de estabilidad política
cuyos ciudadanos poseían un grado de inteligencia política superior al del
resto de los estados antiguos y modernos. Este impulso llevó incluso a exponer
en los paneles publicitarios de los autobuses londinenses algunos de los
extractos del discurso fúnebre de Pericles como parte de la campaña de reclutamiento
de las fuerzas armadas en 1915 contra un enemigo que amenazaba la libertad y la
democracia, considerados entonces los ideales atenienses por antonomasia. La
idea de una Atenas burguesa cuyos elementos más distintivos eran la libertad,
el comercio, la propiedad y la familia se consagró también finalmente en
Francia con la Historia griega de
Victor Duruy, aparecida en 1851, que hizo de la ciudad griega el lugar común
recurrente sobre el que giraban todas las especulaciones políticas. Sólo la
crítica sagaz y demoledora de los modelos míticos de la política antigua,
emprendida por individuos de la talla del conde de Volney o de Benjamin
Constant a finales del XVIII, que dejaron patentes las diferencias que
separaban ambos mundos, el antiguo y el moderno, y demostraron el absurdo de
los intentos de equiparación en cualesquiera de los terrenos, culminada mucho
después por el brillante helenista también francés Louis Gernet, autor de
barios artículos reunidos después en un volumen que llevaba por significativo
título Les grecs sans miracle, donde
señala que, a pesar de la similitud de términos, nociones como la de democracia
sólo deben su aparente identidad con las nuestras a un accidente etimológico,
ha situado después las cosas en su sitio.
Otra de las
desviaciones del modelo griego, que afectó este caso casi por igual a la
Antigüedad romana, fue la veneración de los aspectos más exóticos, pintorescos
y nostálgicos que constituían las ruinas, consideradas en sí mismas como un
valor casi absoluto que no requería de posteriores adiciones o de
recuperaciones eruditas para exaltar la contemplación de la belleza que
representaban para el espectador. El libro del arquitecto francés Julien David
Le Roy, Ruinas de los más bellos
monumentos de Grecia, publicado en 1758, a pesar de que coincidió con
Stuart y Revett en su visita a Grecia, representa una concepción y una visión
de las antigüedades bien diferentes de las aportadas por los arquitectos
británicos. Las ruinas del paisaje griego son presentadas como un escenario de
meditación y ensueño que simboliza el paso irremediable del tiempo con la
desaparición consiguiente de la civilización y la permanencia constante de la
naturaleza. El interés por los modelos artísticos, que produjo las aberraciones
clasicistas de escultores como Canova o John Flaxman, de pintores como Ingres o
David, con sus respectivas alegorías revolucionarias vestidas a la griega, o de
reconstrucciones arquitectónicas que trasladaban los modelos griegos a todo
tipo de edificios institucionales como la estación de Saint Pancrass en Londres
o el complejo de la Kónigsplatz en Munich, se trasladó ahora al paisaje y a su
estética con relación a la historia. Las ruinas fantásticas de un grabador
insigne como el italiano Piranesi o los cuadros del pintor francés Hubert
Robert, conocido como «Robert de las ruinas» por sus representaciones de las
ruinas romanas en medio de paisajes idealizados, representan esta
transformación de lo pintoresco en una teoría estética. Pintoresco fue también
precisamente el adjetivo con que calificó su relato de viaje a Grecia el conde
francés Choiseu -Gouffier, Viaje
pintoresco de Grecia, aparecido en 1782, cuya nostalgia por la pasada
grandeza de la Grecia antigua se expresaba también a través de una emotiva
contemplación del paisaje como escenario de la historia, a pesar de su
reconocida rapacidad como coleccionista de antigüedades.
El lamento
sentimental sobre la ruina y la decadencia de la magnífica cultura que fue la
Grecia antigua, así como el contraste entre las expectativas surgidas de la
lectura de los textos griegos y la contemplación del lamentable estado actual
de sus principales monumentos, era una típica actitud romántica que provocaba
la decepción e incluso las lágrimas. Esta expresión de admiración sentimental
por un paisaje dominado por las ruinas que refleja la nostalgia por el paso de
la historia o la melancolía por la fugacidad de la grandeza humana, pero
también el simple encanto de su exotismo con todos sus personajes
característicos ataviados ala manera tradicional, ha quedado reflejada en los
cuadros y relatos de viaje de la época que delatan al mismo tiempo el inicio de
una nueva percepción del paisaje griego con todo el peso y la profundidad de su
dimensión histórica. Grecia se convertía en un paisaje cuyo significado
fundamental venía expresado por sus ruinas, que atestiguaban el paso del tiempo
pero constituían al mismo tiempo las huellas de un pasado grandioso que debía
ser recuperado sin escatimar ningún tipo de esfuerzos. Las contradicciones
provocadas por la enorme carpa blanca que cubre en la actualidad el templo de
Apolo en Bassae en el Peloponeso, protegiendo sus deterioradas ruinas pero
ocultando al mismo tiempo la bella perspectiva romántica que imprimían sobre el
paisaje áspero y montaraz de la Arcadia real, constituyen una muestra de la
tenaz pervivencia de tales estereotipos.
En busca de una Grecia más real
Los progresos
de la erudición histórica, especialmente en Alemania, con un creciente
refinamiento de los métodos de investigación sobre las fuentes, y el
conocimiento cada vez mejor de los restos arqueológicos que iban apareciendo
bajo el suelo griego, sometido paulatinamente, sobre todo después de la
liberación del dominio turco, a numerosas excavaciones auspiciadas por las
principales naciones europeas, propiciaron una comprensión mucho más
fundamentada de la realidad histórica griega, que ponía cada vez más en
entredicho o cuestionaba abiertamente los modelos ideales establecidos con
anterioridad, a pesar de su tenaz resistencia dentro del imaginario colectivo y
personal de muchos estudiosos.
El
distanciamiento del mundo moderno de la Grecia antigua había sido ya
preconizado por algunos adalides del helenismo romántico alemán como Herder o
Schiller, que resaltaron el carácter transitorio del modelo griego diseñado por
Winckelmann y la imposibilidad histórica de repetir su experiencia. En opinión
de Herder, la belleza había sido el ideal conductor de los griegos y el dominio
imperante en sus vidas, pero desapareció con ellos. Sin embargo, al tiempo que
se creaba esta sensación de distancia y extrañeza entre los hombres de la
Ilustración y los antiguos griegos, se establecía la posibilidad de
comprenderla en una perspectiva histórica que dejaba a un lado la categoría de
modelo paradigmático inalcanzable ante el que sólo cabía la postura de intentar
una gradual aproximación. Es así el reconocimiento de su carácter extraño y
diferente lo que condujo a su comprensión. Las ocasionales críticas de Schiller
al paradigma helénico, como sus observaciones sobre la insensibilidad de la
literatura griega hacia la gran experiencia individual del amor o sobre la
posición secundaria de la mujer dentro de la sociedad griega, contribuyeron
también de manera notable a la difusión de un cierto relativismo histórico que
matizaba los grandes principios establecidos por el ideal helénico.
El
surgimiento en Alemania de la historia antigua como disciplina académica y
científica apoyada en la filologia que había adquirido un notable desarrollo a
lo largo de los siglos XVIII y XIX, empezó a cambiar de forma notoria la
perspectiva. La estricta disciplina en el manejo de las fuentes disponibles y
los enfoques innovadores de los problemas históricos fueron dando su fruto en
obras tan señaladas como la Economía
política de los Atenienses de August Bockh, publicada en 1817, que no sólo
proporcionaba un cuadro de conjunto en el que confluían las investigaciones
eruditas y el estudio de los textos epigráficos y literarios, sino que
representaba además una evidente contraposición a la imagen idealizada de
Atenas, o como Los Dorios de Karl
Ottfried Müller en 1820, que llevó a cabo una reconstrucción histórica del
mundo griego adoptando el criterio étnico como núcleo central de toda la
explicación y de la organización del material. El resultado de esta clase de
estudios que ahora empezaban a ser frecuentes no fue precisamente el de
apuntalar la visión ideal de Grecia en circulación, a pesar de que en algunos
casos las premisas iniciales fueran compartidas por sus protagonistas, sino que
sirvieron más bien para ir destruyendo progresivamente sus más infundados
principios al adecuar cada vez más la imagen de la civilización griega a los
hechos documentados disponibles. Al mismo tiempo, cada vez se conocía mejor la
topografía y la ubicación de los principales monumentos y restos arqueológicos
griegos. En este terreno destaca la labor llevada a cabo por el militar inglés
William Leake, que viajó extensamente por Grecia aprovechando su condición de
colaborador militar de la corte de Constantinopla. Poseía un notable
conocimiento de los geógrafos antiguos y tuvo además la oportunidad irrepetible
de poder explorar ampliamente el país viajando a pie o a caballo, antes de que
las modernas carreteras, los nuevos edificios o los centros de población borraran
del mapa muchas de sus antiguas huellas, que todavía existían en su tiempo.
Estableció la localización precisa de numerosos lugares que aparecen
mencionados en los autores clásicos. Su extensísima obra en diez volúmenes,
apareada entre 1821 y 1846, constituye una guía de referencia indispensable
para la recuperación del paisaje antiguo, ahora ya irremediablemente perdido de
forma definitiva.
nnnLos restos
monumentales, las esculturas y todo tipo de objetos empezaron también a afluir
con asiduidad a los grandes museos europeos recientemente creados, como el
Museo Británico en 1753 o la Gliptoteca de Munich en 1830. La creciente
debilidad política del imperio otomano, que se encontraba cada vez más a merced
de sus protectores extranjeros como Francia o Inglaterra, facilitaba la
expoliación del suelo griego por parte de aventureros y coleccionistas sin
escrúpulos, guiados además por un exaltado patriotismo que les hacía contemplar
su misión como una contribución destacada a la gloria de su país en la carrera
emprendida por el prestigio de poseer las mejores antigüedades. Fue en estas
circustancias cuando tuvo lugar el famoso saqueo de la Acrópolis emprendido por
lord Elgin que conduciría los restos escultóricos del Partenón hasta su
ubicación actual en el Museo Británico. Se habló incluso de la posibilidad de
desmontar el Erecteon pieza a pieza para reconstruirlo después en Inglaterra.
Hay que recordar, sin embargo que la apreciación de los famosos mármoles hubo
de esperar todavía un tiempo para que consiguieran sobrepasar las barreras de
los prejuicios estéticos construidos por Winckelmann y sus seguidores, cuya
falsa idea de la perfección chocaba frontalmente con la escueta naturalidad de
las esculturas de Fidias. De cualquier forma su exposición definitiva en
Londres revolucionó a la larga el conocimiento del arte griego, como bien han
señalado los Étienne.
Al
descubrimiento de los mármoles del Partenón siguieron los de los templos de
Afaia en Egina en 1811 y de Apolo en Bassae, en pleno corazón del Peloponeso,
al año siguiente por obra del arquitecto alemán Haller von Hallerstein y del
barón Otto von Stackelberg como figuras más relevantes de una cierta conjunción
temporal de estudiosos y amantes de la Grecia antigua que no pudo escapar sin
embargo a los intereses políticos y mercantilistas que primaban en esos
momentos en el mercado de antigüedades. Ni siquiera las esculturas de Egina
llegaron intactas a su destino, ya que sufrieron por el camino las más que
cuestionables reconstrucciones del escultor danés Thorvaldsen, que completó
siguiendo los gustos de la época los maltrechos originales. Sin embargo, la
contribución de los dibujos y bocetos realizados por algunos de los miembros de
dicha asociación, conocida como Xeneion, en los que se reflejaban con precisión
y minuciosidad casi todos los detalles relevantes desde un punto de vista
arquitectónico, resultó determinante en nuestro conocimiento de las
antigüedades griegas, como los capiteles del templo de Bassae, hoy día
desaparecidos, obra del citado Haller von Hallerstein.
La definitiva
liberación de Grecia del dominio turco en 1829 tuvo también sus efectos en este
terreno con la consiguiente reorganización del país y de su propio servicio de
antigüedades que culminó en la creación de la primera revista arqueológica
griega y en la fundación de la Sociedad Arqueológica griega en 1837, dos
instituciones que han marcado desde entonces la investigación sobre la Grecia
antigua. Los grandes descubrimientos estaban todavía por llegar, pero poco a
poco la presencia extranjera en suelo griego, ahora sometida a mayores
controles en la exportación de piezas antiguas, en forma de expediciones
arqueológicas o mediante la estancia en las futuras escuelas de arqueología,
comenzaba a dar sus frutos en todos los terrenos. Canteras como las de Delfos u
Olimpia proporcionaron importantes materiales al tiempo que revelaban que las
disputas internacionales por el dominio de estos lugares y el prestigio
consiguiente que implicaban estaban lejos de haber concluido, así como los problemas
con la población local, que se mostraba todavía recelosa de las intenciones
extranjeras sobre su propio territorio. Las excavaciones se multiplicaron por
toda Grecia, un país cada vez más extenso gracias a las concesiones
internacionales sobre el imperio otomano, y se amplió considerablemente el
espectro de épocas y lugares, haciendo así su aparición otros períodos como el
micénico, el arcaico o el helenístico, o espacios hasta entonces descuidados
por no figurar en la lista privilegiada de los autores antiguos que destacaban
sobre todo los grandes santuarios.
Casi en
paralelo al avance de nuestros conocimientos sobre el paisaje y las
antigüedades griegas se produjo también un creciente acercamiento a los griegos
actuales, que habían permanecido hasta entonces marginados y hasta expulsados,
metafóricamente al menos, de un marco ideal para el que no parecían dar la
talla. La inmensa mayoría de los viajeros occidentales que visitaron Grecia a
lo largo de los siglos XVII, XVIII y parte del XIX demostraron un unánime
desprecio por la población local, que sumida en un estado de barbarie por los
siglos de opresión turca había acabado convirtiéndose en un hatajo de bandidos
sin ningún indicio en su favor que recordara a los gloriosos antepasados que
les habían precedido sobre este territorio. Se producía un brusco y traumático
contraste entre el mundo griego ideal, que los viajeros habían estudiado y
venerado en las universidades y academias de Occidente, y la cruda realidad de
la vida griega moderna que se encontraban a su llegada al país, muy lejos de
encajar en tan elevados parámetros. Los relatos de los viajeros concentraban
toda su atención en las antigüedades y monumentos, pasando completamente por
alto a sus modernos habitantes. Hablaban una lengua que resultaba casi
ininteligible al no adecuarse del todo al griego de los autores clásicos,
pronunciaban los nombres de sus ciudades más ilustres de forma bien distinta de
la que figuraba en la tradición clásica, practicaban una religión que remontaba
al período bizantino, considerado entonces una época plenamente decadente, se
comportaban como mentirosos y ladrones y su higiene dejaba mucho que desear
incluso para los más que modestos parámetros europeos de la época.
Byron fue
quizá el primero en demandar la atención que merecían los griegos de su tiempo
afirmando que Grecia no era sólo una tierra de piedras y huesos, sino el lugar
donde habitaban unas gentes que eran dignas de un mejor intento de comprensión
hacia su forma de vida. Su apasionada entrega a la causa de la liberación
griega, que le llevó hasta la muerte en Misolonghi, constituye una buena
muestra de la implicación vital del poeta con el país real. La positiva actitud
de Byron hacia los griegos modernos provocó ciertos cambios en la mentalidad de
la época, hasta el punto de desatar una gran corriente de simpatía y
solidaridad con la causa de la liberación griega en todo Occidente. La
corriente de pensamiento filohelénica contribuyó así a dotar a la revolución de
los «bandidos» del grado de dignidad e idealismo que toda causa necesitaba para
adquirir una resonancia épica dentro de la opinión pública internacional,
superando las lógicas barreras de un conflicto local. La referencia al glorioso
pasado con toda su carga emocional de apelación al heroísmo y a la lucha por la
libertad fue el tema recurrente del conflicto desde el punto de vista
ideológico y propagandístico. Se esperaba el resurgimiento del carácter
original griego, que había quedado hasta entonces sometido por la crueldad y el
despotismo turcos.
La oleada de
simpatía por la causa griega se extendió por todas partes de Europa y llegó
hasta los Estados Unidos, que llegaron a enviar seis naves de ayuda. En Francia
los cuadros de Delacroix sobre temas griegos fueron exhibidos como forma de
recaudar fondos para la causa y autores como Chateaubriand escribieron
panfletos emotivos para apoyarla. Se conocen los nombres de cerca de un millar
de voluntarios que acudieron a luchar en pro de la libertad griega desde
diferentes naciones, de los que casi una tercera parte dejaron su vida en el
intento. Sin embargo, las atrocidades cometidas por los propios griegos, que
emulaban y a veces hasta superaban las de sus adversarios turcos, entibió
considerablemente muchos de los entusiasmos iniciales. De cualquier forma el
inesperado éxito de los griegos recondujo las iniciales suspicacias de las
potencias occidentales, que optaron ante el manifiesto fracaso de las
operaciones de represión turcas, por ejercer el control directo del futuro
estado griego imponiendo una monarquía a cuya cabeza figuraba el príncipe Otón
de Baviera. Los temores occidentales acerca de la incapacidad griega de manejar
sus propios asuntos quedaron así definitivamente confirmados, poniendo en
entredicho las expectativas más optimistas de los recientes filohelenos que se
habían empeñado en establecer una cierta equiparación, siempre con limitaciones
y cautelas restrictivas, entre los actuales griegos y sus ilustres
predecesores. El resurgimiento además de la denominada «Gran idea», consistente
en la recuperación del gran imperio griego de la época bizantina, chocaba con
los intereses geoestratégicos de las potencias occidentales, temerosas de que
el intento frustrara de nuevo sus tentativas de proporcionar una precaria
estabilidad a la zona. Era preferible, desde el punto de vista occidental,
promocionar la vuelta a los viejos ideales helénicos del más lejano pasado,
mucho menos conflictivos políticamente, que dejar que la nueva nación
recuperara sus raíces bizantinas, mucho más problemáticas en este terreno. La
nueva nación en ciernes fue así construida siguiendo el modelo referencial,
artificial e idealizado, de la Antigüedad más remota. Los griegos se
encontraron de esta forma confundidos y divididos entre sus propias raíces
tradicionales, que apuntaban indefectiblemente a Bizancio, y las nuevas
expectativas occidentales prehelénicas. La elección de Atenas, una ciudad de
apenas 20.000 habitantes y en un estado lamentable a causa de la guerra, como
capital del nuevo estado, a pesar de que la revolución había partido del
Peloponeso y había tenido allí sus principales centros, ilustra claramente el
triunfo final de los deseos occidentales. Los propios griegos, un pueblo
esencialmente pragmático presto a aprender deprisa todo aquello que le resultaba
necesario para sobrevivir y prosperar, asumieron la nueva identidad helénica
que les venía impuesta desde el exterior como la mejor y más práctica forma de
adaptarse a las nuevas circunstancias. El resultado final ha sido beneficioso
si tenemos en cuenta que la industria turística constituye hoy en día el eje
central de la economía griega. Se ha producido así, como ha señalado Eugene
Borza, una relación de carácter simbiótico entre la tierra a la que se
considera el origen de la civilización occidental y las gentes que acuden a
ella como peregrinos a rendir el homenaje obligado hacia lo que creen que es su
más valioso legado. Sin embargo, las contradicciones dejadas en el camino de
esta reconstrucción un tanto artificial, que obligaba a los griegos a dejar de
lado su legado nacional más inmediato, el bizantino, para adoptar otro que
aunque no era del todo ajeno no representaba la continuidad con el pasado más
próximo, se dejan sentir todavía en la vida griega. La tensión entre la lengua
popular (demótica), que se ha convertido en el vehículo de la literatura griega
moderna, y la «purificada» (katharevousa),
la incompatibilidad entre la racionalidad y la violencia apasionada, las
costumbres culinarias y folclóricas de claro color oriental constituyen algunos
ejemplos representativos de estas contradicciones. Seguramente nadie, ni
siquiera los griegos, han podido competir y emular unos ideales cuyo listón
había sido situado en cimas tan inaccesibles que sólo los dioses, esas
divinidades plásticas y naturalistas, revividas por algunos poetas románticos,
se mostraban capaces de alcanzar.
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