domingo, 24 de diciembre de 2017

Capitulo 6 Los griegos y la cultura Occidental.

En segundo plano

Roma continuó siendo, a pesar de su desaparición efectiva como entidad política a partir del siglo V d.C, la referencia cultural incuestionable de toda la cultura europea posterior. El latín se convirtió en la lengua de cultura internacional, al menos durante toda la Edad Media y el Renacimiento, y se consagró como lengua oficial de la Iglesia con todo el poder de influencia que ello significaba. Los autores latinos constituían la lectura habitual en muchas escuelas medievales, si bien aparecían ahora transformados tras curiosas metamorfosis en profetas del cristianismo o en hechiceros, como le sucedió a Virgilio, o corresponsales directos de San Pablo, como fue el caso de Séneca. Los nuevos centros de poder, como Constantinopla en Bizancio o Aachen en el imperio carolingio, nunca consiguieron ensombrecer el prestigio universal de Roma. Las ciudades exhibían con orgullo sus orígenes romanos, como hizo la italiana Pavía al albergar como reliquia en una iglesia una inscripción romana que testimoniaba dicha condición. Los viejos monumentos romanos aparecían conspicuamente reseñados en los itinerarios cristianos que se elaboraron a lo largo de la Edad Media con el fin de facilitar la peregrinación hacia Roma cómo capital de la Cristiandad occidental.
Se dieron ciertamente algunas curiosas reutilizaciones y adaptaciones, como había sucedido con los grandes autores, de forma que algunas urnas cinerarias se convirtieron de repente en pilas de agua bendita o dípticos de marfil consulares en cubiertas de los evangelios con los nombres de los cónsules traducidos al santoral. Sin embargo, por encima de todo se imponía la sensación de continuidad con los viejos tiempos, una circunstancia que posibilitaba a los nuevos mandatarios como Carlomagno o Federico II considerarse dignos sucesores de los viejos emperadores o la utilización habitual de la iconografía y los símbolos paganos en la decoración de las nuevas construcciones cristianas. Roma ha sido siempre la referencia incontestable de casi todos los grandes sueños imperiales posteriores, tal y como puede apreciarse en la propia denominación de romanos que asumieron los bizantinos (rhomaioi), a pesar de que eran los herederos territoriales y culturales del mundo griego antiguo, en la difusión del término «César» trasladado al alemán (Kaiser) o al ruso (Tzar) para designar a sus respectivos máximos mandatarios políticos, en la asunción de los símbolos, títulos y ceremonias por personajes como Napoleón, que aparece representado de esta guisa en el cuadro de David que retrata el momento de su coronación, o Mussolini, que creó toda una parafernalia propagandística basada en la antigua Roma, o en la pervivencia significativa de instituciones como el Senado en Estados Unidos, cuya capital, Washington, sigue de cerca el modelo urbanístico y arquitectónico de la antigua capital imperial por antonomasia.
Grecia, sin embargo, al lado de Roma, ocupó casi siempre una posición secundaria en la cambiante dinámica de los estereotipos culturales hasta los siglos XVIII y XIX, en los que el ideal griego comenzó a asumir el papel preponderante como modelo cultural. Las razones de esta marginación son evidentes. En primer lugar, algo tan simple como la sensación de distancia con respecto a Grecia que se había creado primero con la división del imperio romano en dos mitades y después con la fragmentación religiosa de la Cristiandad tras el cisma de Oriente. Esta separación se ahondó además posteriormente a causa de la mutua ignorancia y de las difíciles circunstancias políticas que regularon la historia de las dos partes, como muestran los terribles momentos vividos a consecuencia del saqueo de Constantinopla por los cruzados en el año 1204. Su historia quedó resumida en curiosas explicaciones etimológicas de los nombres de antiguos monarcas y en leyendas inverosímiles que mezclaban de manera confusa la geografía y la cronología más elementales. Ésa es al menos la imagen de Grecia que aparece en un producto literario típico de la época que tuvo una gran difusión, como la enciclopedia de San Isidoro de Sevilla. En su descripción adquieren casi el mismo peso entidades tan diferentes como Caonia en el Epiro, con una historia más bien escasa tras de sí, y Beocia, de mucha mayor densidad en todos los niveles, se silencian por completo lugares tan emblemáticos como Delfos o quedan reducidas a una simple mención ciudades como Atenas, Tebas o Corinto. Eso sí, se explaya en cuestiones de índole mítica, como la razón de la existencia de los centauros en Tesalia, o paradoxográfica, como la presencia de una piedra denominada paeanites en Macedonia o el nacimiento de unos mirlos de color blanco en Arcadia. Puede afirmarse incluso que Grecia llegó casi a desaparecer de los mapas durante la Edad Media al convertirse en un país de contornos geográficos más bien borrosos recorrido por topónimos extraños e incomprensibles, tal y como refleja un relato de viajes de finales de la época tan popular como el Libro de las maravillas de Juan de Mandeville, publicado en pleno siglo XIV.
Este desconocimiento proverbial del territorio griego se consolidó a lo largo de la Edad Media, ya que las potencias occidentales que ejercieron su dominio parcial en la zona, como fueron sucesivamente francos, catalanes, florentinos, venecianos, genoveses o caballeros de Rodas, apenas mostraron ningún interés en el conocimiento del territorio, aparte de sus estrictas necesidades de carácter logístico o estratégico, y mucho menos por las ruinas y monumentos antiguos todavía existentes en aquellos lugares. Al parecer leyendas sin fundamento como las que identificaban el monumento corégico de Lisícrates (la famosa «linterna») con la «lámpara de Demóstenes» o los restos del acueducto de Adriano con la escuela de Aristóteles eran la moneda corriente en esta época, a juzgar por los escritos de un metropolitano de Atenas del siglo XII llamado Miguel Acominato. Grecia quedó así marginada de Occidente y sólo algunos arriesgados viajeros que iban en ruta de peregrinación a Tierra Santa constataban a su paso, de forma fugaz y generalmente errónea, algunas informaciones al respecto. Hay que esperar, sin embargo, hasta el siglo XIV, concretamente hasta 1350, para poder leer las primeras noticias a cargo del sacerdote alemán Ludolf von Südheim que afirmaba impasible que la ciudad de Génova había sido construida con los materiales traídos desde Atenas o que la propia Venecia se había beneficiado también en este sentido de los materiales procedentes de la antigua Troya, si bien su emplazamiento actual se veía completamente desprovisto de cualquier clase de restos visibles. Unas informaciones completamente absurdas que van en la línea de las leyendas reflejadas en los escritos de Acominato y que debían de circular entre los viajeros y peregrinos. De hecho, más de cuarenta años más tarde, en 1395, encontramos similares patrañas en el relato del notario italiano Nicolo Martoni de Carinola, que pasó un par e días en Atenas inspeccionando las antigüedades locales etl el curso de su viaje de peregrinación que le había llevado antes hasta Egipto y Palestina. Martoni aceptó sin rechistar las informaciones que le proporcionaron sus guías locales acerca de dos fuentes cuya agua proveía de ciencia a quienes bebían de ella, contempló las ruinas de la escuela de Aristóteles, que dentro del mismo repertorio legendario antes citado correspondían en realidad a los restos del acueducto de Adriano, y se rindió admirado ante las bellezas de la Acrópolis, cuyos monumentos, especialmente el Partenón, convertido ahora en la iglesia de Santa María, equiparó a los de su Capua natal, resaltando el hecho notable de que las puertas del famoso templo provenían de la ciudad de Troya. No faltan, como en la vieja enciclopedia isidoriana, noticias de carácter sensacional y maravilloso, como la leyenda acerca de un nicho con un ídolo que poseía el poder de hundir los barcos que arribaban a Atenas con intenciones hostiles o la milagrosa conversión en estatuas de mármol de una pareja después de que la joven hiciera la correspondiente plegaria a los dioses cuando vio en peligro su castidad. Su obra constituye así una fuente de información acerca de las leyendas medievales que circulaban sobre las ruinas de Atenas más que un testimonio fiable acerca de la identidad de éstas o sus interpretaciones más plausibles.
A lo largo del siglo XV encontramos algunos relatos de peregrinos que detallan los pormenores logísticos del viaje, como la necesidad de portar determinados objetos y el lugar adecuado donde adquirirlos, o la mención de consejos prácticos acerca de la actitud favorable u hostil de la población local, pero pasan completamente por alto cualquier información acerca de los lugares por los que discurría su apresurado itinerario camino de Tierra Santa. Una aparente excepción es la de Pietro Casola, que en 1494 dedica cuatro páginas de su relato a la descripción de la ciudad de Rodas y sus alrededores por la simple y sencilla razón, según confiesa él mismo, de «que no tenía nada mejor que hacer». Si embargo, la mayor parte de este tipo de literatura que deriva de la experiencia real del viaje de peregrinación o de la embajada política y comercial, como la del español Ruiz González de Clavijo a la corte de Tamerlán en 1403, ha dejado escasas y escuetas impresiones de la parte del territorio griego que atravesaron en su ruta, limitándose a constatar la buena estructura portuaria y defensiva de un lugar tan transitado como era Rodas.
La distancia se intensificó también como consecuencia del asalto del cristianismo contra los viejos baluartes de la cultura y sabiduría griegas, que ya habían iniciado en la propia Antigüedad los padres de la Iglesia, pero que se acentuó todavía más a lo largo de la Edad Media. Los modelos griegos fueron progresivamente arrinconados en beneficio de sus sustitutos bíblicos. El Libro de Job se convertía así en la primera manifestación de la poesía épica en detrimento de Homero, los Salmos y el Cantar de los Cantares en muestras sobresalientes y suficientes de poesía lírica, y el Génesis en el referente histórico por antonomasia. No resulta así extraño que en la ya citada enciclopedia de Isidoro no se mencione en el apartado dedicado a los poetas ninguno de los ilustres representantes de la antigua literatura griega. Los viejos prejuicios romanos contra la sofisticación y artificiosidad de la literatura griega fueron ahora rehabilitados con nuevos impetus por los prejuicios e ignorancias del cristianismo, que consideraban la lectura o el contacto con esta clase de literatura pagana perjudiciales para la buena formación espiritual.
Sin embargo, al mismo tiempo se promocionaba el estudio de disciplinas teóricas como la lógica, la aritmética, la simetría, la música o la astronomía, todas ellas de inequívocos orígenes y conceptos griegos, como una forma de reforzar las aspiraciones espirituales humanas en consonancia con el estudio de la Biblia. En esta misma dirección iba encaminada la atención dedicada a los filósofos griegos que habían tratado cuestiones fundamentales para la teología cristiana como el origen del mundo, la naturaleza del alma o el bien último. La obra de Boecio, quizá uno de los últimos conocedores de la lengua griega en Occidente, fue determinante en este terreno, ya que desplazó el helenismo de carácter literario que había predominado en el pasado en favor de un nuevo tipo cuyas bases esenciales eran ahora de naturaleza más científica y filosófica, para hacerlo así, al menos potencialmente, compatible con el cristianismo. Se definió así la cultura griega como una cultura esencialmente filosófica que había contribuido de manera decisiva a desarrollar el pensamiento abstracto en todas sus formas. Se creó de esta forma la idea de una Grecia definida específicamente por su cultura filosófica, la del pensamiento abstracto, que dejaba fuera a la de los poetas, historiadores, oradores y escultores. De hecho, uno de los acontecimientos que más resonancia tuvieron en la época fue la traducción en el siglo IX, a cargo de Juan Escoto Erígena, de las obras de Dionisio el Areopagita, el individuo que había sido convertido por San Pablo durante su estancia en Atenas. A pesar de que en realidad no eran otra cosa que una interpretación neoplatónica de la teología cristiana elaborada por un personaje anónimo en torno al año 500 d.C, sirvieron para crear el vínculo necesario entre la Atenas de Platón y la de San Pablo, estableciendo de esta forma la necesaria continuidad entre el pensamiento griego y el cristianismo, como ya había propuesto tiempo atrás San Agustín. La obra, calificada por su traductor como «el néctar de los griegos», se convirtió en uno de los pilares básicos de la teología medieval.
Otra de las razones que acrecentaron la separación y la sensación cada vez más real de distancia de Occidente con respecto al mundo griego fue sin duda el desconocimiento del griego, que sólo de forma lenta y esporádica fue penetrando en Occidente en los primeros años del Renacimiento sin que llegara a consolidarse del todo incluso en este período de especial florecimiento. Los últimos escritores occidentales que conocieron el griego por tradición escolar directa fueron Beda y Casiodoro en el siglo VI d.C. Ya en el siglo VII el papa Gregorio el Grande se autocalificaba como Graecae linguete nescius (ignorante de la lengua griega) a pesar de que había pasado diez años en Constantinopla. El conocimiento del griego en Occidente quedó reducido durante la Edad Media a algunos islotes marginales, como el sur de Italia, donde el griego continuaba siendo lengua vernácula, o a eruditos confinados en algunos centros monásticos de Irlanda, que luego irradiaron su influencia sobre monasterios del continente como Bobbio, Luxueil o Saint Gall. En el período carolingio hubo un intento de recuperar el griego, seguramente como instrumento esencial para el estudio de la Biblia, pero se hicieron tímidas tentativas de ir más allá con la elaboración de glosarios y una gramática que ciertamente no tuvieron demasiado éxito por la inadecuación de sus contenidos a los fines reales de aprendizaje. Por primera vez se tradujeron algunos textos griegos, como el poema astronómico de Arato, y se copiaron con sumo cuidado pasajes griegos que aparecían tal cual en algunas obras latinas como los Saturnalia de Macrobio o las Noches Áticas de Aulo Gelio. Dichos intentos revelan, si no otra cosa, al menos la existencia de una toma de conciencia sobre la importancia del griego como lengua literaria, que no quedaba limitada en sus expresiones a la Biblia. Sin embargo, no tuvieron continuidad y las generaciones posteriores perdieron todo el interés. La famosa frase Graecum est non legitur («es griego no puede leerse»), originada en los glosadores medievales del Corpus Iuris Ciuilis para indicar aquellas partes que no tenían una traducción latina y que sirvió después para apostillar todos aquellos pasajes de los manuscritos medievales escritos en griego y que resultaban, por tanto, ininteligibles, constituye una buena ilustración de la situación general de la época en este aspecto, si bien hubo siempre sus excepciones notorias, como el caso de Federico II de Sicilia, que parece que fue un gran aficionado a las letras griegas.
Lo cierto es que apenas se detecta en Occidente alguna actividad intelectual que pueda ser catalogada con toda justicia como una manifestación plena de helenismo desde el mencionado Casiodoro en el siglo VI d.C. hasta Burgundio de Pisa en el XII, traductor de un tratado de Galeno que tuvo una gran difusión en toda la Edad Media, con la notoria excepción del ya citado Juan Escoto Erígena. En esta época aparecen ya algunos nombres ilustres en este terreno como los de Bernardo de Chartres o Juan de Salisbury, y en el siglo siguiente el de Robert Grosseteste, obispo de Lincoln, que constituyó a mediados de siglo el círculo de estudios griegos más activo de Occidente, e incluso se intentó implantar el estudio del griego, junto con el de las lenguas orientales, especialmente el hebreo, el siríaco y el árabe, con la finalidad de formar misioneros capaces de llevar a término la labor de evangelización de los territorios bizantinos cismáticos ahora brevemente reconquistados tras la captura de Constantinopla por los cruzados en el 1204. Sin embargo, a pesar de estas apariencias, el conocimiento del griego continuó siendo durante todo este período una rareza excepcional, y de hecho así queda señalado en la descripción que el propio Abelardo, el famoso teólogo del siglo XII, hace de las capacidades de su amada Eloísa, que era experta en griego y hebreo.
Ni siquiera la amplia difusión y predominio del aristotelismo en las universidades y la vida intelectual a partir de mediados del siglo XIII significó un avance notorio en el conocimiento del griego. La conquista de París por los escolásticos encabezados por el célebre Tomás de Aquino, que hizo catalogar a París como la heredera directa de la Atenas clásica, no estaba basada en el conocimiento del griego. El punto principal de partida de dichos estudios eran, por el contrario, las traducciones latinas de las obras del filósofo griego y ni siquiera su cabeza más visible, Tomás de Aquino, poseía un conocimiento de la lengua griega que fuera más allá de los rudimentos más elementales. La traducción del texto aristotélico efectuada por Guillermo de Moerbecke era tan literal y ajustada, palabra a palabra, que hacía del todo innecesario el paso previo por el original griego en opinión de los propios estudiosos. El absoluto predominio del Aristóteles latinizado se confirmó a lo largo del siglo siguiente a pesar de que la autoridad de Tomás de Aquino fue puesta en entredicho y cambió el sentido de la corriente filosófica imperante bajo nombres tan ilustres como los de Duns Escoto o Guillermo de Ockam, que consideraban suficientes las versiones latinas existentes y la traducción al latín de los comentarios de Averroes escritos en árabe. Algunas voces aisladas, como la de Roger Bacon, que había tomado también parte en la revolución aristotélica de la Universidad de París, a favor del conocimiento del griego junto con el de las lenguas orientales como el hebreo y el árabe, clamaron sin demaisado éxito en el desierto.
Con la llegada del Renacimiento en el siglo XIV no cambiaron las cosas en este terreno de forma tan radical como a veces se ha supuesto. El propio Petrarca no consiguió nunca, a pesar de sus decididos esfuerzos en este sentido, un dominio suficiente de la lengua griega que le permitiera leer a los grandes autores. Su conocimiento de la literatura griega dependía en buena parte de las traducciones latinas existentes, que almacenaba en su enorme biblioteca. Las primeras anotaciones que figuran en su célebre manuscrito de Virgilio revelan su incapacidad en este terreno con la ilustrativa frase: ut ait Homerus: Graece (como dice Homero: en griego). De misma forma, cuando por fin consiguió un códice que contenía el texto de los poemas homéricos, su emoción le hizo prorrumpir en lamentos: «oh gran hombre, cómo desearía poder escucharte», expresando así su tremenda frustración por no poder leer el texto original. Las lecciones recibidas durante su estancia en Avignon por un griego bizantino llamado Barlaam parece que no resultaron del todo satisfactorias. Sólo en la segunda mitad del siglo XV el griego entró a formar parte integrante de la enseñanza regularizada de las escuelas y universidades italianas. Es en el siglo XVI cuando su enseñanza se extiende por el resto de países europeos alcanzando una cierta estabilidad en los diferentes curricula académicos. Sin embargo, a pesar de esta importante conquista de un lugar bajo el sol, el griego continuó siendo una enseñanza de lujo que permanecía al margen de los programas de estudio. Se le consideraba más un ornamento que una adquisición indispensable para el hombre de cultura. La conocida afirmación del filósofo inglés John Locke en el sentido de que todo caballero debía poseer un dominio suficiente del latín mientras que el del griego sólo era exigible a los estudiosos representa el punto de vista general existente a lo largo de la Edad Moderna. El estatuto de inferioridad del estudio del griego respecto al latín será un hecho manifiesto en toda Europa hasta el siglo XIX, cuando el movimiento neohelénico confiera a los estudios griegos un lugar de prestigio comparable al de los latinos, si es que no incluso por encima en algunas ocasiones.
Tampoco en el imaginario colectivo, los griegos, antiguos y contemporáneos, salieron bien parados a la hora de establecer referentes culturales apropiados hasta casi bien entrado el siglo XIX, cuando se produjo la guerra de independencia griega contra el imperio otomano, que suscitó un alud de simpatías por todas partes. La sensación de antipatía generalizada en todo el Occidente hacia los bizantinos, fue auspiciada y fomentada por el cisma y por tópicos como el caracter débil y traicionero de los griegos, cuya artificiosidad y trapacería se remontaban a prototipos antiguos como el mismísimo Ulises, paradigma indiscutible del engaño y astucia fraudulenta. No en vano, cuando en la Edad Media revivió con fuerza el mito de la guerra de Troya, fue el bando de los troyanos el que salió mejor parado, tanto desde el punto de vista genealógico, a la hora de establecer las necesarias conexiones con él, como desde el emocional, ya que se les consideraba una raza ilustre que había terminado siendo víctima de la perfidia griega. Ya Teodorico el Grande, el rey de los ostrogodos, había reclamado para sí una ascendencia troyana, según el testimonio de Casiodoro, y este mismo camino siguieron después los reyes francos desde el siglo VII.
Sin duda existía un evidente deseo de emulación de la desaparecida Roma, que había asentado sobre parecidas bases su grandeza ancestral y sus aspiraciones a la legitimación de su imperio. Sin embargo, el mito troyano sirvió después como cortina de autojustificación a la acción militar de los cruzados sobre Constantinopla, interpretada ahora en el siglo XIII como una verdadera reconquista del territorio de sus lejanos antepasados. La visión virgiliana del asunto, condensada en el famoso lema timeo Danaos et dona ferentes ya comentado, se consolidó gracias al influjo posterior ejercido por relatos como el del frigio Dares, un supuesto testimonio ocular de los acontecimientos que era en realidad una impostura tardía elaborada originalmente en griego y traducida después al latín que resultaba fácil de leer. Esta versión protroyana de las cosas en la que los griegos salían naturalmente mal parados hizo escuela a lo largo de la Edad Media, como puede apreciarse en el célebre Roman de Troie de Benoit de Saint Maure de mediados del siglo XII en que los troyanos aparecían pintados como víctimas y los griegos como los agresores brutales, o en la Historia de los reyes de Britania de Godofredo de Monmouth, más o menos de la misma época, que retrotraía la línea genealógica de los reyes de Inglaterra hasta Troya. La primera de estas dos obras alcanzó una enorme popularidad y tuvo en su época una extraordinaria importancia. No es de extrañar, por tanto, que cualidades tan poco positivas como la traición, la crueldad y el engaño elocuente, representadas en los personajes de Sinón y Ulises, quedaran como marcas definitorias de los griegos. Este filón protroyano y antiheleno continuó durante el Renacimiento, cuando una facción de la Universidad de Cambridge que se oponía vehementemente a la introducción de los estudios griegos se autodenominó «troyanos» y dio el nombre de Héctor a su principal cabecilla, o se utilizaba el gentilicio troyano para calificar actitudes honradas y patrióticas. La extraordinaria difusión que alcanzó un libro como la Historia de la destrucción de Troya de Guido de Columnis, escrita en latín a finales del siglo XIII y basada esencialmente en el relato de Benoit, aunque no lo dice, que tuvo versiones a casi todas las lenguas europeas, es ilustrativa de esta situación hegemónica del bando troyano en el imaginario medieval y renacentista.
No les fueron mejor las cosas a los griegos con el otro tema legendario que se impuso con fuerza en el imaginario medieval: la historia de Alejandro Magno. Ciertamente la gran difusión que alcanzó la historia a partir de la traducción latina de la famosa novela (el denominado Alexander Romance) por parte de Julio Valerio ya en el siglo IV y de la traducción de León el arcipreste de Nápoles en el siglo X no afectó sobremanera a la visión de los griegos, ya que la figura del macedonio era concebida como un gobernante universal que marcaba una etapa en la sucesión de los imperios y su leyenda, compartida por todos los pueblos del Mediterráneo, fue muy pronto engrosada por elementos de muy diverso origen, como el viaje al paraíso de procedencia judia o la carta de Aristóteles instruyendo a su discípulo en todos los secretos de la vida que era de origen árabe. El significado casi teológico que iba adquiriendo progresivamente su carrera dentro de una escala delimitada, por un lado, por la creación y, por el otro, por el juicio final dejó de lado los elementos griegos presentes en el inicio de la tradición. Solo Alejandreida de Walter de Châtillon, compuesta como un poema épico en latín en 1170, constituye una notoria excepción a la regla general al reconstruir un Alejandro victorioso e imperial que aparecía retratado como un griego que incorporaba el estandarte de la lucha entre Europa, representada por una Grecia unificada, y Asia. El libro, sin embargo, basado en fuentes exclusivamente latinas, reconstruía una imagen de Grecia que no se ajustaba a la realidad histórica contemporánea del siglo IV a.C. sino más bien a la visión estereotípica de época imperial, resumida en una obra como la de Aulo Gelio, en la que una cultura común greorromana era objeto de discusión en medio de opulentos banquetes por filósofos griegos y sus discípulos romanos.
Tampoco la historia griega constituía el plato fuerte de la erudición europea de la época. Algunos personajes y acontecimientos destacados aparecían confundidos y dispersos dentro de un esquema histórico mucho más amplio integrado por los tiempos bíblicos y romanos en obras de gran difusión, como la enciclopedia denominada Speculum Maius, compuesta por el dominico Vincent de Beauvais en 1259. Del lado clásico, los personajes romanos dominaban claramente la escena, como puede apreciarse en la selección de Shakespeare, quien se decantó por individuos como Coriolano, Julio César, Bruto o Marco Antonio, a pesar de que su fuente de inspiración era la traducción inglesa correspondiente de las Vidas paralelas de Plutarco, donde existía un equilibrio entre griegos y romanos. Sin embargo, sólo los personajes de Alcibíades o el mucho menos importante de Timón llamaron poderosamente la atención del célebre dramaturgo inglés, que al parecer imaginaba la ciudad de Atenas como una república a la manera de Roma, ya que aparecen senadores como representantes del estado en su obra Timón de Atenas. Shakespeare conectó intelectualmente con la realidad política y sociológica romana, pero, en cambio, no llegó a comprender lo suficiente el mundo griego como para reflejarlo en sus obras, como hizo tan bien con Roma. Incluso mucho más tarde, ya en pleno siglo XVIII, cuando lo griego había alcanzado mayores cuotas de presencia en la vida intelectual europea, el desconocimiento de la historia griega seguía siendo significativo, si tenemos en cuenta que autores como Voltaire situaban a Filipo y Alejandro dentro de la misma época que Fidias y Pericles.
A lo largo de los siglos XV, XVI y XVII lo griego continuo ocupando una clara posición secundaria respecto a lo romano. La llegada del Renacimiento no varió las cosas en esta dirección, ya que, como ha señalado acertadamente Peter Burke, fueron las ruinas de Roma y no las de Atenas las que inspiraron a los humanistas, que intentaron a su vez emular el latín de Cicerón y situaron como modelos literarios a imitar a los grandes clásicos latinos como Virgilio, Livio o Séneca. Los nombres latinos de dioses y diosas se impusieron claramente a los griegos y los ejemplos de libertad política que las ciudades-estado renacentistas establecían como referentes modélicos los seguía proporcionando la Roma republicana más que la democrática Atenas. Incluso durante la Revolución Francesa, cuando ya Grecia había empezado a emerger de su secular marginación respecto a Roma y cuando se enarbolaban los viejos ideales espartanos como lemas políticos y educativos entre algunos de sus más representativos ideólogos, todavía se escucha exclamar a Saint Just, una de las figuras dirigentes del reinado del terror: «que los hombres revolucionarios sean romanos».
Sin embargo, a pesar de esta posición secundaria de lo griego con relación a lo romano, ya desde el Renacimiento, y seguramente antes, cuando se reclamaba un París dominado por las escuelas aristotélicas medievales como la nueva Atenas, se recurría curiosamente a personajes sacados de la órbita griega para construir el elogio desorbitado de aquellos contemporáneos que eran considerados los máximos adalides en el terreno artístico y literario. Así Petrarca comparaba a un pintor amigo suyo con Zeuxis y Praxíteles, a pesar que la pintura griega era completamente desconocida y no existía, por tanto, ningún patrón valorativo concreto que sustentara dichas afirmaciones. Pintores como Tiziano, Durero o Rubens fueron equiparados a Apeles, y Miguel Ángel era habitualmente situado a la altura de este mismo artista griego y de Praxíteles. Esta misma tendencia a utilizar parámetros griegos para reflejar una valoración sin paliativos se daba también entre los escritores, que eran equiparados a los grandes autores clásicos, como sucedió con la poetisa italiana Gaspara, catalogada como la nueva Safo, con el francés Jean Dorat, maestro de los poetas que componían el círculo de la Pléyade y considerado el Homero galo y el Píndaro francés, o con el escritor alemán de comedias latinas Nicodemus Frichlin, tildado como el Aristófanes germano. De la misma forma esta costumbre se extendió también al terreno de la ciencia y la técnica, con calificativos como el del Tolomeo danés para el astrónomo Tycho Brahe o el de nuevo Arquímedes al arquitecto florentino Bruneleschi. Incluso algunas ciudades se apuntaron también a esta moda de elogio a la griega, como fue el caso de Florencia, Milán o Coimbra, que fueron tachadas como segundas Atenas.

El redescubrimiento de Grecia

Sin embargo, no deja de ser cierto que con la llegada del Renacimiento se produjo una cierta inflexión en el fiel de la balanza y se auspició un mejor y más profundo conocimiento de todo lo griego, que inauguraba al menos lo que podría dominarse con cierto optimismo un redescubrimiento de Grecia. En este proceso desempeñaron un papel determinante los estudiosos bizantinos que escaparon a Italia, tanto inmediatamente antes como poco después de la conquista turca de Constantinopla en 1453. Es bien conocido el impacto de la presencia de algunas de estas figuras en las ciudades italianas, como la de Manuel Crisoloras en Florencia, que enseñó griego allí a finales del siglo XIV y contó entre sus discípulos con personajes tan relevantes del humanismo italiano como Poggio Bracciolini, o la de Demetrio Calcondilas en Padua, donde impartió sus enseñanzas a partir de 1463 y tuvo entre su alumnado a Baltasar de Castiglione, autor del célebre libro del Cortesano. La diáspora griega sobrepasó los límites de Italia y alcanzó también a Francia, con la presencia de Janus Lascaris en París, e incluso a España, con la de Demetrios Ducas, que ejerció su magisterio en la reciente Universidad de Alcalá de Henares entre 1513 y 1518. Las referencias a la enseñanza habitual del griego empiezan a ser frecuentes a comienzos del siglo XVI en universidades como las de Leipzig, París, Oxford, Cambridge, Wittenberg o Heidelberg. Este entusiasmo por el aprendizaje del griego quedó ciertamente limitado a una minoría de estudiosos, pero sus efectos más o menos inmediatos se dejaron sentir también en capas más amplias de la población que renovaron o incentivaron su interés por lo griego, si bien en la mayoría de los casos se trataba de razones espurias o ajenas a una curiosidad directa por la civilización clásica, dirigidas más hacia intereses religiosos o preocupaciones de carácter moral. De hecho, todavía coexistieron actitudes de entusiasmo y admiración con otras de recelo y hostilidad, como la del papa Adrián IV, que consideraba las esculturas clásicas simples ídolos paganos, o la del mismísimo Calvino que a la par que miraba con suspicacia los intentos de mezclar la filosofía pagana con el cristianismo citaba a Platón con frecuencia en su obra e hizo de su ciudad, Ginebra, una especie de república platónica que imponía la práctica de la virtud y no acogía con agrado la presencia de los poetas.
A partir de 1500 los textos griegos empezaron a abundar gracias a la invención de la imprenta y la gran actividad desarrollada en este campo por el veneciano Aldo Manucio, que publicó nada menos que casi 27 autores griegos entre 1494 y 1515. Al mismo tiempo se incrementó también el número de traducciones disponibles de obras griegas que permitieron un mejor conocimiento de su pensamiento y su literatura. Con la afluencia de numerosos textos griegos a Occidente, los humanistas italianos descubrieron que en muchos campos del saber los resultados alcanzados por los griegos permanecían hasta entonces insuperados y sin punto de comparación con sus correspondientes latinos, si es que los había. Se inició así una apropiación sistemática de la herencia griega a partir de los primeros años del siglo XV que pone de manifiesto el hecho más que elocuente de que nueve décimas partes de las traducciones latinas de textos griegos efectuadas entre el 600 y el 1600 se sitúan precisamente en este último período. De hecho, a finales del XVI estaba ya disponible en traducción latina la mayor parte del patrimonio literario griego conservado hasta nosotros.
Pero la difusión de los textos griegos alcanzó igualmente a las lenguas vernáculas. Tras la traducción de la Ilíada al latín por obra de Lorenzo Valla a mediados del XV, los poemas homéricos se tradujeron después, en el XVI, al italiano, francés, inglés, alemán y holandés. Muchos de los diálogos de Platón se tradujeron a varias lenguas y contribuyeron así de manera decisiva a extender el entusiasmo por sus doctrinas filosóficas por buena parte de Europa. Se tradujeron e imitaron también los discursos de Demóstenes e Isócrates. Los historiadores suscitaron también nuevo interés, como fue el caso de Heródoto a mediados del siglo XVI, cuyas descripciones de pueblos exóticos encajaban ahora bien con las nuevas circunstancias propiciadas por el descubrimiento de América. Las Etiópicas de Heliodoro fueron traducidas al francés, al italiano y al español a mediados del XVI y ejercieron una considerable influencia en novelas como Persiles y Segismunda de Cervantes o en la Nueva Arcadia del escritor inglés Philip Sidney. Algunos autores como Luciano gozaron de una particular popularidad y se convirtieron en un modelo literario en el siglo XVI, a pesar de las condenas que mereció su obra a los ojos de Lutero o Calvino, influyendo de manera decisiva en algunas obras contemporáneas como las de Erasmo de Rotterdam o las del español Alfonso de Valdés y la del francés Buenaventura des Périers, que adaptaron el lenguaje y el estilo satírico del escritor griego a sus propias necesidades.
El entusiasmo renacentista por lo griego se centró especialmente en el terreno de la filosofía, como queda reflejado en un cuadro tan emblemático de los intereses de la época como La escuela de Atenas de Rafael, donde aparecen representados una serie de filósofos griegos a cuya cabeza figuran Platón y Aristóteles. Tras el claro predominio aristotélico que había caracterizado a buena parte de la cultura medieval, ahora le llegó el turno a Platón, descubierto sobre todo a través de los escritos neoplatónicos, que poco tenían que ver en ocasiones con la verdadera doctrina del filósofo ateniense. Una figura clave en este redescubrimiento platónico fue el estudioso griego Jorge Gemisto Pletón, que había sido enviado al Concilio de Florencia en 1438 para discutir la unidad entre las iglesias católica y ortodoxa. Impresionó favorablemente al gobernante de la ciudad, Cosme de Medici, que animó más tarde a Marsilio Ficino a traducir al latín las obras de Platón, Plotino, Porfirio, Jámblico y Proclo, así como los escritos herméticos. Ficino llegó incluso a fundar una academia que celebraba con un banquete a la antigua el día natalicio del gran filósofo griego. El entusiasmo por Platón se extendió por otras partes de Europa y afectó tanto a hombres de ciencia como Paracelso, Copérnico o Kepler como a círculos artísticos y cortesanos entre los que se contaban personalidades como Miguel Ángel, el Greco o Margarita de Navarra. Numerosos diálogos sobre el amor difundieron algunas de estas ideas platónicas por amplios círculos sociales. Sin embargo, el estímulo principal para esta vuelta al platonismo se hallaba en el intento de dotar a la teología cristiana de una base más adecuada que la que podía proporcionar Aristóteles. Ya Petrarca había descubierto que sólo el platonismo cristianizado podía constituir un verdadero antídoto contra la arrogancia de los filósofos, que, llevados de una veneración excesiva hacia las doctrinas aristotélicas, habían derivado en la impiedad hasta constituir un auténtico peligro para la cultura cristiana. En cambio las doctrinas de Platón, con su insistencia en aspectos tan decisivos como la trascendencia y el carácter incorpóreo de la naturaleza divina, la creación, la inmortalidad del alma y el premio o el castigo tras la muerte, proporcionaban a la fe cristiana los argumentos racionales necesarios para reforzar más que amenazar su existencia. El platonismo se convirtió, por tanto, para los humanistas del Renacimiento en un instrumento esencial con el que superar, siquiera parcialmente, las tensiones casi ancestrales entre la cultura pagana y la cristiana. La recuperación del platonismo antiguo constituye de este modo la empresa cultural más importante de los estudios griegos en el curso del siglo XV.
El atractivo principal de Platón era que proporcionaba una serie de ideas de las que uno podía apropiarse con relativa facilidad para incorporarlas a sus propios esquemas sin necesidad de adoptar todo un sistema filosófico cerrado y coherente o de implicarse a fondo en sus consecuencias lógicas. Así las tendencias utópicas renacentistas representadas en las obras de Tomás Moro o de Campanella se nutrieron de esta inspiración platónica en su diseño de estados ideales que discutían cuestiones como la comunidad de bienes y de mujeres. Otros trataron de hallar en el platonismo sorprendentes paralelos con la teología cristiana, como el cardenal Kesarión, que defendía que los principios de la verdadera teología se hallaban contenidos ya en Platón y que sus obras eran, por tanto, más compatibles con la Cristiandad y las Sagradas Escrituras que los tratados de Aristóteles. El propio Erasmo, que se mostraba mucho más cauto en este terreno, se refería, en cambio, a menudo a Platón como el divinamente inspirado. Incluso en el terreno de la teoría del arte se recuperaron en este período algunos conceptos platónicos como el de la inspiración artística entendida como locura divina y el de la Idea suprema como forma absoluta e inmaterializada.
Sin embargo, este redescubrimiento de Platón no implicó la caída en desgracia de Aristóteles ni la pérdida de su hegemonía intelectual, ya que continuó siendo la referencia inequívoca de muchos estudiosos europeos, tanto protestantes como católicos. De hecho, a pesar del impulso dado a los estudios platónicos en este período, los números hablan por sí solos si tenemos en cuenta que hacia el 1600 existían más de tres mil ediciones de libros acerca de Aristóteles, bien de obras propias o estudios ajenos, frente a las menos de quinientas acerca de Platón. Las opiniones del filósofo del Liceo inspiraron y dieron pie a numerosos trabajos en el campo de la ciencia desde la biología hasta la física. El texto aristotélico era ahora leído en el original griego o en buenas traducciones a cargo de reputados humanistas como Leonardo Bruni, que afirmaba con orgullo que los filósofos griegos eran ahora contemplados «cara a cara» (de facie ad faciem), a diferencia de lo que había ocurrido en el período medieval anterior. El descubrimiento de la Poética produjo además un enorme revuelo que quedó reflejado en el gran número de ediciones y comentarios que siguieron a continuación. Su influencia en la literatura posterior fue innegable y la autoridad de Aristóteles quedó hasta tal punto fortalecida que el gran filólogo holandés José Justo Escalígero le calificó de imperator noster en el sentido de que determinaba y regía todas las producciones artísticas.
La admiración y el entusiasmo por la filosofía griega se extendieron también a la figura emblemática de Sócrates, que se convirtió en el Renacimiento en una especie de héroe y fue descrito por Leonardo Bruni como el filósofo más grande que había existido jamás. El cardenal Besarion tradujo al latín los Recuerdos de Jenofonte con el objetivo de llamar la atención a los occidentales sobre las virtudes de Sócrates. Otros como el ya mentado Marsilio Ficino lo equipararon con el propio Jesucristo al considerarle una especie de cristiano honorario en la misma medida que a Platón. También Erasmo mostró su veneración por el filósofo al hacer exclamar a uno de los personajes de sus diálogos: «San Sócrates ruega por nosotros». Montaigne admiraba igualmente su figura y le imitó en diversos aspectos como su método escéptico y su búsqueda del autoconocimiento. Esta admiración se extendió también a épocas posteriores, como atestigua la veneración que experimentaron por el filósofo ateniense personajes de la órbita de la Revolución Francesa como Voltaire, Diderot o Rousseau, por considerarle un defensor de la razón y una víctima del fanatismo y de la hipocresía. En general, los pensadores renacentistas se sintieron también atraídos por lo que de manera colectiva denominaban «sabiduría griega». Algunos como el humanista italiano Pico della Mirándola consideraban que dicha sabiduría procedía de Oriente pero había sido a través de los griegos como había llegado hasta nosotros. Otros como el francés Estienne expresaban abiertamente su admiración hacia Grecia como la «escuela de todas las ciencias». El sur de Italia desempeñó un papel importante en la trasmisión o conservación de una buena parte de la «sabiduría griega» a Occidente. En el último cuarto del siglo XI Constantino el Africano tradujo directamente del griego al latín las obras de Galeno, que constituyeron en seguida el eje central de la enseñanza de la medicina en Salerno, trasladada posteriormente a Paris. En la segunda mitad del siglo XII Urso de Calabria compuso tratados que mostraban un conocimiento considerable de los textos aristotélicos.
Hubo quienes valoraron, sin embargo, esta sabiduría griega de manera más global, considerándola el resultado evidente de un contexto político en el que imperaba la noción de libertad, como hizo el francés Louis Le Roy. Esta vinculación de la sabiduría con la libertad, reflejada e incorporada en sus instituciones políticas, caló también en algunos medios del humanismo italiano, que manifestaron de forma más o menos explícita su admiración por Atenas, como el florentino Leonardo Bruni, que compuso el elogio de su ciudad sobre el modelo trazado por el panegírico de Atenas del sofista griego del período imperial Elio Arístides, o el mismísimo Maquiavelo que veía en ella un modelo potencial para Florencia. Sin embargo fue la estabilidad espartana y la mítica personalidad de su legislador Licurgo las que suscitaron la encendida admiración de personajes como el propio Maquiavelo, que alabó encarecidamente la duración de sus leyes, o de los intelectuales venecianos de la época, que llegaron a considerar a Esparta como el modelo ejemplar de un estado perfecto. Esta idealización de Esparta se deja sentir también fuera de Italia en las obras del inglés Moro, que sacó buen partido para su estado ideal de algunas de las descripciones proporcionadas por la biografía plutarquea de Licurgo, o en las apelaciones heroicas al papel de los éforos, que controlaban al monarca en interés del pueblo, por parte de los dirigentes del movimiento calvinista, que justificaban así la resistencia a un gobierno idólatra.
Esta incipiente «helenofilia», reflejada en buena medida en la significativa elección de Montaigne de tres griegos (Homero, Alejandro y Epaminondas) como los personajes más destacados de la historia, encontró también sus opositores, empeñados en demostrar que su propia época era capaz de sobrepasar, o al menos de igualar, los logros de los antiguos, animados además por el impacto de descubrimientos tan sensacionales como el del continente americano o por grandes inventos como la pólvora y la imprenta, que no tenían paralelo en tiempos pasados. Algunos proclamaban incluso que el sistema político veneciano era superior a los de Atenas o Esparta, y hubo quienes llegaron al extremo de anteponer el toscano al griego alegando su mayor proporción de vocales y, en consecuencia, su mayor dulzura como lengua. El poeta francés Joachim Du Bellay esgrimía el hecho de que Francia había producido equivalentes de Pericles y Temístocles y que en un futuro lo haría también con figuras de la talla de Homero y Demóstenes.
La recuperación de lo griego en este período afectó también de manera decidida al terreno del arte y en buena medida también al del propio paisaje griego, que poco a poco empezaba a entrar otra vez en el marco de percepción occidental. Las obras de arte griegas originales no abundaron precisamente en Europa hasta el inicio de las excavaciones sistemáticas en suelo griego a partir del siglo XIX. La fuente principal del arte clásico era el suelo de Italia, y en particular el de Roma, donde iban apareciendo de manera gradual abundantes esculturas y restos de antiguos edificios en el curso de las numerosas remodelaciones urbanísticas y arquitectónicas emprendidas por los papas y las principales familias aristocráticas en sus respectivos dominios. Pero aunque las más célebres esculturas aparecían en suelo romano, como es el caso del célebre Laoconte, descubierto en 1506 en una viña donde habían estado situadas antaño las termas de Tito y que fue definido por Miguel Ángel como un milagro del arte, lo cierto es que eran los ideales y los modelos griegos los que marcaban las pautas de apreciación. Las esculturas más célebres encontradas en suelo romano, copiadas e imitadas a lo largo del Renacimiento italiano, fueron atribuidas sin dudarlo a los más importantes artistas griegos, como una Venus a Fidias o un Cupido a Praxiteles. La proporción divina que figuraba como el ideal entre los artistas del Renacimiento era una característica que se consideraba propia del arte griego más que del romano. Incluso en campos como la pintura, donde no existían testimonios referenciales concretos como en escultura, eran también los modelos griegos la pauta de referencia ideal, y se hacían alusiones llenas de admiración a la época de Apeles, Zeuxis y Protógenes como el momento de la máxima perfección artística en este campo. Algo similar ocurría en la música, donde se hicieron serios intentos por recuperarla, algunos tan curiosos como los de la sociedad florentina denominada Camerata, entre cuyos miembros se contaba el padre de Galileo, que condujeron a la creación de una nueva forma artística, la ópera, y al abandono de la tradición de la polifonía.
Sin embargo, el conocimiento directo del arte griego se hallaba estrechamente relacionado con el de su propio territorio, donde todavía quedaban en pie numerosos restos y cuyo suelo albergaba abundantes sorpresas. Hasta el siglo XV fueron muy escasos los viajeros occidentales que pasaron por Grecia y manifestaron cualquier tipo de interés por sus antigüedades. En medio de este desolador panorama destaca la figura del sacerdote florentino Cristoforo Buondelmonti, que emprendió un viaje de exploración por las islas griegas, partiendo de Rodas, en 1414. Entre las motivaciones que le impulsaron a emprender dicha expedición estuvo seguramente el interés generado por la geografía que había auspiciado el conocimiento de la obra de Tolomeo, difundida gracias a las enseñanzas de Crisoloras en los años finales del siglo XIV. El viaje fue lo suficientemente largo como para que el clérigo florentino tuviera el tiempo necesario para aprender griego, elaborar una descripción de Creta y un itinerario de las islas provisto de mapas, y emprender la búsqueda de manuscritos griegos. A pesar de sus conocimientos e intereses, Buondelmonti se hallaba todavía dentro del más puro espíritu medieval, como muestra su casi exclusiva citación o autores latinos o la admisión, hecha con mayor o menor con vencimiento, de que las ruinas existentes eran simplemen ídolos paganos. Sin embargo muchas de ellas provocaron su más rendida admiración e incluso llevó a cabo algunas tentativas de reconstrucción material e ideal de los restos existentes, como su intento en Delos de poner en pie sobre su pedestal la gran estatua de Apolo que yacía por los suelos o la composición de una digresión de carácter erudito sobre el famoso coloso de Rodas, basada exclusivamente en las fuentes literarias disponibles. Fue así el primer viajero occidental que contempló las antigüedades griegas con la necesaria sensibilidad estética y con una cierta capacidad de apreciación, hasta el punto de que le permitía distinguir entre lo griego y lo romano o entre los aspectos más legendarios y los puramente históricos.
Sin embargo la figura central de este lento y paulatino resurgimiento del interés por Grecia es sin lugar a dudas Ciriaco de Ancona, un individuo excepcional del que puede decirse que inició a comienzos del siglo XV el camino de la recuperación efectiva del patrimonio artístico griego. En el curso de tres largos viajes por el Egeo visitó casi todas las regiones griegas y reunió una gran cantidad de material, del que hizo minuciosas descripciones, no siempre exactas. Realizó también dibujos de los principales monumentos y copió numerosas inscripciones, si bien algunas de ellas, como los supuestos oráculos procedentes del santuario de Delfos, los extrajo de las páginas de Heródoto en lugar de su pretendida ubicación real. Supo moverse con gran agilidad en el mundo complejo y enrevesado de entonces, gracias a sus innegables dotes para el comercio y la diplomacia que le venían de familia. Supo también captar en seguida el valor de las antigüedades y tomar conciencia de su precaria situación, a pesar de que no era un intelectual de formación. Emprendió así una labor de salvamento del pasado que pudo haberse iniciado ya en una época temprana de su vida, cuando se vio implicado en la restauración del arco de Trajano que había en su ciudad natal. Comenzó a copiar inscripciones en el curso de sus viajes y aprendió latín y griego con el fin de consolidar sus conocimientos en este terreno. Tuvo el gran mérito de describir y dibujar, aun con las imprecisiones aludidas, numerosos monumentos que han desaparecido en la actualidad o han sufrido desde entonces importantes daños, como el monumento ateniense de Filopapo, que por entonces se hallaba todavía intacto, o el templo de Apolo en Dídima, que estaba aún en pie antes de que un terremoto lo derribara por los suelos. Su obra, una especie de catálogo monumental del que tan sólo han sobrevivido algunos fragmentos, constituye un testimonio fundamental, a veces hasta imprescindible, en la labor de reconstrucción del mundo griego antiguo. Ciríaco fue seguramente el primero que valoró adecuadamente la enorme importancia de los vestigios materiales para el conocimiento a fondo de una civilización antigua como la griega.
Aunque aparentemente la conquista turca de Constantinopla puso fin a viajes como los de Ciríaco por suelo griego, todavía se dieron algunas experiencias de este tipo, aunque sin alcanzar la importancia de su obra. Sabemos así de la existencia de un curioso tratado anónimo que fue escrito hacia 1458, cuando el sultán turco Mohamed II visitó Atenas, en el que se describen algunos de los monumentos todavía presentes en la ciudad, aunque su principal objetivo era identificar los restos existentes con los grandes monumentos del pasado, con pretensiones tan estrafalarias como ubicar la escuela de Sócrates en la torre de los vientos. Otro visitante de las tierras griegas que nos ha dejado su testimonio fue un veneciano que estuvo en Atenas en el año 1470, copió algunas inscripciones y se mostró siempre embelesado por las bellezas monumentales que todavía ofrecía la ciudad. Aunque no llegó a plantear identificaciones tan absurdas como las de su inmediato antecesor, no dejó, sin embargo, de probar suerte en este terreno con algunas opiniones tan cuestionables como situar la escuela de Aristóteles en las ruinas del templo de Zeus Olímpico.
A partir de esos momentos se abre casi un siglo de vacío en el conocimiento directo de las tierras griegas y sus monumentos artísticos. Sin duda en ello tuvo mucho que ver la insoslayable presencia turca en la zona, que desalentaba muchas iniciativas, pero no hay que descartar tampoco otro tipo de razones como la propia apatía de los estudiosos, que seguían interesados de forma preferente por Roma. El desconocimiento proverbial del territorio griego afectaba incluso a la mismísima Atenas, llamada entonces Setines, hasta tal punto que a mediados del siglo XV un helenista de Tübingen se vio obligado a escribir a un estudioso bizantino de Constantinopla para preguntarle si era verdad el rumor de que la ciudad había sido destruida y reemplazada por una simple aldea de pescadores. Es enormemente significativo en este sentido que una obra como Athenae Atticae de Johannes Meursius, aparecida en 1624, que era el primer estudio topográfico de la ciudad y se convirtió en la guía indispensable de cualquier viajero ilustrado a Grecia a lo largo de todo un siglo, fuese elaborada sobre las fuentes literarias de las que podía disponerse cómodamente en una buena biblioteca como la de Leiden, en lugar de ser el resultado lógico de una experiencia real de viaje por territorio griego.
Poco se sabía por entonces de arquitectura o escultura genuinamente griegas, a pesar de que en muchos lugares de Europa se exhibían algunas piezas que ostentaban esta condición, aunque se trataba por lo general de copias helenísticas o de imitaciones romanas. Las antigüedades griegas auténticas fueron más bien escasas en Europa occidental hasta el siglo XVII. La situación cambió cuando empezaron a llegar a Grecia, tanto desde Francia como desde Inglaterra, agentes del monarca o de aristócratas interesados en busca de objetos artísticos genuinos. Uno de los más conocidos fue Thomas Howard, conde de Arundel, de quien se llegó a decir «que deseaba trasladar la Grecia antigua a Inglaterra». Howard aprovechó el nombramiento de un agente suyo como embajador ante el imperio otomano para conseguir algunas piezas de arte griego. Pocos años después él mismo envió a otro de sus agentes a la costa más occidental de Turquía y a la propia Atenas, consiguiendo como resultado una serie de mármoles con inscripciones valiosas. Otro importante coleccionista fue George Villiers, duque de Buckingham, quien también consiguió algunas piezas importantes haciendo valer sus influencias, que eran muy similares a las de Howard, con quien competía además abiertamente en esta carrera a la búsqueda de tesoros. Durante esta época surgieron otros muchos coleccionistas prestigiosos, entre los cuales figuraba incluso el propio monarca inglés Carlos I. Del lado francés, Colbert, primer ministro de Luis XIV, envió igualmente agentes hacia Grecia y las costas del Próximo Oriente en busca de libros, manuscritos, medallas e inscripciones. El más destacado de todos es quizá el marqués de Nointel, un personaje curioso y extravagante que durante su embajada ante el imperio otomano emprendió viajes de exploración por toda la zona reuniendo numerosas antigüedades en forma de bajorrelieves, estelas y abundantes inscripciones. En su visita a Atenas quedó vivamente impresionado por la belleza arquitectónica y escultórica de la Acrópolis, que consideró superior a Roma en unos tiempos en que la opinión preponderante era más bien la contraria. Nointel incluyó en su copioso séquito a un orientalista y dos pintores, uno de los cuales era el célebre Jacques Carrey, que llevó a cabo una serie de cuidadosos dibujos de las esculturas y relieves del Partenón antes de que fueran destruidos o resultasen seriamente dañados por el bombardeo veneciano de la Acrópolis en 1687.
La presencia francesa en Grecia en la última parte del siglo XVII tuvo importantes consecuencias para el redescubrimiento de la realidad del país y de sus monumentos. Hay que señalar en este terreno la importante labor desarrollada por algunos diplomáticos como el cónsul Jean Giraud, un conocedor de las antigüedades locales de Atenas que proporcionó hospitalidad a quienes visitaron la ciudad por aquel entonces e hizo las veces de impagable guía de sus restos arqueológicos. No menos decisiva resultó la actividad de misioneros como los padres capuchinos, que elaboraron el plano de la ciudad más preciso y detallado de la época, o del jesuíta Jacques Paul Babin, que compuso una descripción de Atenas que además de los monumentos antiguos incluía también las iglesias bizantinas y proporcionaba ciertas pinceladas sóbrela vida social contemporánea.
Los viajes a tierras griegas de estudiosos y aventureros occidentales comenzaron de nuevo a ser frecuentes, a pesar de las numerosas dificultades que todavía imperaban en el país, como el omnipresente bandidaje, las constantes epidemias o la incertidumbre política y social provocada por el dominio turco, que derivaba en ocasiones en motines e insurrecciones locales capaces de arrastrar en un torbellino incontrolable a cualquier visitante que se hallara de paso. Una muestra elocuente de las penalidades que podía implicar un viaje por aquellas tierras la tenemos en el relato del escocés William Lithgow, que en la primera parte del siglo XVII experimentó toda una amplia gama de contrariedades, desde el robo y la agresión física hasta pasar hambre y sufrir un naufragio. Sin embargo, quienes inauguraron la larga tradición del viaje a Grecia, como un serio intento por conocer a fondo la realidad histórica y monumental del país, fueron el médico francés Jacques Spon y el botánico y anticuario inglés George Wheler. Ambos personajes realizaron juntos el viaje y durante su estancia en Atenas en 1676 llevaron a cabo la primera gran exploración arqueológica de la ciudad, confrontando sus propias observaciones in situ con los testimonios literarios y las noticias suministradas por los viajeros anteriores. A Spon le cabe el mérito de haber reconocido o identificado de manera correcta algunos de los más célebres monumentos de la ciudad, como el templete de Atenea Nike, la linterna de Lisícrates o la torre de los vientos, que hasta entonces habían sido simplemente pasados por alto o identificados de forma tan extravagante como situar la tumba de Sócrates en lo que no era más que un simple reloj hidráulico como la mencionada torre de los vientos. Sin embargo, no todo fueron aciertos, e incurrió también en importantes errores como atribuir las esculturas del Partenón a la época de Adriano, creyendo reconocer incluso entre las esculturas la propia persona del emperador y la de su esposa. A pesar de estas equivocadas conclusiones, Spon y Wheler describieron las antigüedades con mayor cuidado y precisión que sus predecesores y establecieron de esta forma los fundamentos arqueológicos para una nueva apreciación de Grecia. Al igual que Nointel, Spon y Wheler tuvieron la oportunidad envidiable de haber podido contemplar todavía el Partenón en su integridad. Sus respectivas obras, publicadas en 1678 (Spon) y 1682 (Wheler), se convirtieron en las guías indiscutibles de Grecia durante más de un siglo.
Otro importante impulso en el conocimiento directo del paisaje y de las antigüedades griegas se produjo en Inglaterra con la fundación de la Sociedad de los Dilettanti en 1732. El flujo casi constante de mármoles griegos hacia los palacios y residencias de la aristocracia británica en los últimos tiempos, como muestran los ejemplos ya comentados de Arundel y Buckingham, había provocado un auténtico furor por el arte griego antiguo y había fomentado el desarrollo de una literatura que se ocupaba a su manera de la arqueología griega. La naciente Sociedad tuvo una influencia destacada a la hora de conducir los gustos refinados de la época en la dirección del arte griego y en el fomento de un mejor conocimiento directo del propio suelo griego con todos sus monumentos, financiando y auspiciando los viajes de exploración a Grecia. Sus miembros eran fundamentalmente jóvenes nobles y ricos que habían visitado Italia en el curso del grand tour (el viaje de «estudios» que realizaban los nobles europeos como complemento a su educación formal) y habían adquirido allí una gran afición por el arte antiguo. Los más distinguidos nombres de la época figuran en la nómina de la Sociedad. Su logro más importante fue la financiación de la arqueología clásica en Grecia y en la región del Próximo Oriente, así como la publicación correspondiente de los resultados de dichas empresas. El más influyente de estos proyectos fue el emprendido por James Stuart y Nicholas Revett a mediados del siglo. Su plan de visitar Atenas con el fin de conseguir una medición exacta de los monumentos antiguos que quedaban en pie en la ciudad llamó la atención de los Dilettanti y consiguió su soporte económico. A comienzos de marzo de 1750 dejaron Roma con rumbo a Venecia, donde quedaron bloqueados durante varios meses a causa de la ausencia de un barco que pudiera transportarles hasta Grecia, un indicio más, si cabía, de las dificultades que todavía rodeaban por aquel entonces cualquier iniciativa de esta clase. A mediados de enero del año siguiente consiguieron por fin embarcar rumbo a Atenas, a donde llegaron dos meses más tarde después de pasar por toda la región del golfo de Corinto. Mientras Stuart hacía dibujos de las esculturas y los mármoles, Revett llevaba a cabo las mediciones. Dos años después tuvieron que abandonar la ciudad a causa del peligro que representaba la inestabilidad política de la zona. No pudieron regresar más tarde debido al resurgimiento de los disturbios en la ciudad y al estallido de una epidemia. La obra que presentaba el fruto de sus trabajos apareció en 1762. El libro produjo un efecto extraordinario sobre la sociedad inglesa elevando el gusto por la arquitectura clásica al lugar supremo de las preferencias. La influencia del estilo clásico se dejó sentir en la arquitectura local inglesa. La publicación de esta obra significó el comienzo del estudio serio del arte clásico y de las antigüedades por toda Europa hasta el punto de que pueden ser considerados los pioneros de la arqueología clásica.

La invención de Grecia

El progresivo redescubrimiento del mundo griego antiguo a través del mejor conocimiento de su paisaje y de sus restos monumentales, que había caracterizado buena parte del siglo XVII y la primera mitad del XVIII, condujo de manera inevitable a su idealización. Grecia empezaba así a adquirir una clara preponderancia sobre Roma en el terreno intelectual y artístico, en el de la moral y de la política, donde aparecía como una referencia indiscutible y paradigmática, pero también en el de la moda y del imaginario colectivo en general, subyugado por el entusiasmo y la emoción que despertaban su historia y sus obras de arte. El citado Stuart había señalado en el prólogo a su obra la importancia de conocer Grecia en lugar de Roma y había destacado también la perfección más elevada de las artes que había tenido lugar en Grecia tras la derrota de Jerjes, asociando estrechamente esta perfección artística a la consecución efectiva de su libertad. Así se iniciaba la corriente de revalorización de la Grecia de la época y sus habitantes, que eran identificados con sus gloriosos antepasados, superándose de esta forma paulatina y significativamente el desprestigio del que gozaban en Occidente, que los había considerado hasta entonces un pueblo bárbaro y sin interés que no se hallaba a la altura de su brillante pasado.
La obra decisiva de Robert Wood, un estudioso financiado también por los Dilettanti, sigue en cierta manera los pasos marcados por Stuart y Revett, con quienes coincidió durante su estancia en Atenas, y constituye a su modo otro los elementos decisivos en el surgimiento del ideal helénico propio del romanticismo. Viajó extensamente por Grecia y el Próximo Oriente y como resultado de sus viajes publicó una serie de libros que gozaron de una buena acogida en el público al ir acompañados de láminas que ilustraban lugares descritos en el texto. Su objetivo era estimular la imaginación histórica de sus lectores, que podían asociar ahora la percepción del paisaje real y la presencia viva de sus antiguos habitantes, que previamente había experimentado el autor. Su obra más importante fue, sin embargo, un estudio sobre la topografía de la Tróade, que terminó siendo conocido como Ensayo sobre el genio original de Homero. Su intención, según afirmaba en el prólogo, no era otra que «leer la Ilíada y la Odisea en los países donde Aquiles luchó, Ulises viajó y Homero cantó». Wood poseía los conocimientos suficientes y el talento necesario para leer la poesía homérica reintegrándola dentro del paisaje actual, reconstruyendo así el camino iniciado por el propio poeta, que había extraído su inspiración de esta observación de la naturaleza y la sociedad circundantes. La obra fue tan popular que fue pirateada en Dublín y se tradujo a otros idiomas como el francés, el alemán, el italiano y el español antes de finalizar el siglo.
Entre las primeras actividades financiadas por la Sociedad de los Dilettanti estuvo la expedición de Richard Chandler a Grecia y Asia Menor en 1764. Chandler, que obtuvo la oportuna recomendación favorable de Wood, contaba además con un brillante curriculum como filólogo ya que había editado los fragmentos de los elegiacos griegos y había elaborado el erudito catálogo sobre la colección de inscripciones reunida por el conde de Arundel. Partió para su expedición arqueológica hacia Grecia acompañado por Revett y por un joven pintor llamado William Pars. En una primera fase visitaron toda la costa jonia de Asia Menor con especial atención al templo de Apolo en Dídima cerca de Mileto. Después marcharon a Atenas, donde completaron los trabajos iniciados en su día por Stuart y Revett y visitaron también toda la región circundante hasta el Peloponeso. El resultado de estos trabajos fue la publicación de las Antigüedades jonias en 1769, que contribuyó poderosamente al en la estimación de Grecia sobre Roma en la estimación del mundo académico y erudito y al resurgimiento del estilo griego en la arquitectura británica. Sin embargo, los dos libros que le proporcionaron popularidad entre los lectores fueron sus Viajes en Asia menor y Viajes en Grecia, que aparecieron sucesivamente en los años 1775 y 1776. En ellos puede apreciarse la misma reacción emocional ante el paisaje griego y la rendida admiración de la Grecia antigua que ya había hecho su aparición en el prólogo de la obra de Stuart y Revett.
A esta reaparición de lo griego con una mayor fuerza dentro del escenario occidental contribuyeron también de forma importante los descubrimientos realizados en el sur de Italia a partir de mediados del siglo XVIII, primero en las ciudades antiguas de Pompeya y Herculano, que asoladas en su día por la lava del Vesubio habían conservado casi intactos los restos inequívocos de una cultura que no era ya exclusivamente romana y que presentaba muestras evidentes del arte griego original, como las famosas pinturas murales, y después en Paestum y Sicilia, cuyos magníficos templos ofrecían ilustres ejemplos del estilo dórico en arquitectura. Estos lugares, que eran parte del grand tour, fueron visitados por numerosos viajeros, que se sintieron atraídos por los sensacionales hallazgos realizados en ellos. Hay que mencionar también las numerosas colecciones privadas de escultura y arte griegos que fueron constituyéndose en varios países europeos desde mediados del siglo XVI, cuya exhibición y sobre todo los catálogos impresos que se publicaban de ellas contribuyeron en buena medida a fomentar este gusto por el arte griego, favoreciendo incluso un conocimiento desde la distancia de quienes nunca habían pisado suelo griego y basaron todo su entusiasmo y sus intuiciones en estas percepciones estéticas.
Éste fue precisamente el caso de Johann Winckelmann, quien se considera el verdadero impulsor del denominado helenismo romántico y artífice principal en la revolución intelectual que a partir de mediados del siglo XVIII en Europa culminó en la elevación y consolidación de Grecia como supremo ideal de la belleza, la razón y la perfección formal y artística. Sus consideraciones sobre el arte griego sentaron cátedra, a pesar de que nunca estuvo en Grecia y apenas tuvo oportunidad de contemplar obras verdaderamente originales, clasificando además la historia del arte en diferentes períodos mediante la aplicación del esquema de cuatro etapas propuesto para la poesía griega por el estudioso renacentista José Justo Escalígero. Su visión de las cosas ha condicionado la imagen de Grecia que ha predominado durante largo tiempo en la imaginación europea, rodeada de un aura de idealismo que remonta inequívocamente a los juicios y apreciaciones estéticas de este increíble estudioso alemán. Su desmedido apasionamiento y su extraordinario poder de imaginación le permitieron generar ideas brillantes que iban mucho más allá de las escuetas expectativas procedentes de un material limitado y escasamente original.
Una de las claves de su idealización de Grecia fue su larga estancia en Roma, donde actuó como bibliotecario y director de las antigüedades del Vaticano y más tarde como secretario del cardenal Albani, que poseía una de las mayores colecciones privadas de arte antiguo. Tuvo así la oportunidad de contemplar y estudiar de primera mano los más importes tesoros artísticos existentes en la ciudad en aquellos fomentos. Sin embargo, su estrecha relación con el arte clásico se había iniciado ya mucho antes, cuando como bibliotecario del conde de Bünau en las cercanías de Dresde había tenido la oportunidad de estudiar los vaciados en escayola que constituían la colección de August der Starke, compuesta principalmente de copias romanas restauradas de originales helenísticos. Compuso dos obras fundamentales que tuvieron una enorme incidencia en su tiempo y en épocas posteriores. La primera de ellas, Reflexiones sobre la imitación de las obras de arte griegas en pintura y escultura, publicada en 1755, consistía fundamentalmente en una definición de la estética griega que contenía su célebre afirmación acerca de la noble simplicidad y la serena grandeza de la escultura griega. La segunda, Historia del arte de la Antigüedad, publicada en 1764, presentaba una ordenación cronológica y estilística del arte antiguo que iba desde unos comienzos primitivos hasta la perfección de las etapas de Fidias y Praxiteles para pasar después a adquirir un carácter meramente imitativo. Esta clasificación, con algunas variaciones y matizaciones, ha sido el esquema predominante en la historia del arte hasta hace bien poco.
El éxito de Wincklemann no residía en sus planteamientos como tales, que no eran del todo originales y ni siquiera estaban basados en apreciaciones indiscutibles, sino en lo que aquéllos representaron en una época de especial convulsión en casi todos los terrenos. El retorno escapista hacía la naturaleza que algunos pensadores como Rousseau habían proclamado como remedio a las miserias del siglo se convirtió en los términos de Winckelmann en un retorno hacia los antiguos griegos, que representaban asociados la naturaleza, el genio y la libertad en abierta contraposición a un mundo moderno que no valoraba precisamente estas cualidades fundamentales. Asociaba los logros artísticos de los griegos con un clima templado que favorecía la vida al aire libre y el ejercicio al desnudo, con un régimen de libertad política quc impulsaba la creatividad artística y liberaba el genio individual de todas las restricciones sociales y con una manera de ver el mundo que primaba la búsqueda de la belleza absoluta por encima de sus encarnaciones individuales. Como resultado de la influencia de Winckelmann, la filosofía estética de la última parte del siglo XVIII exaltó el arte griego como símbolo y la encarnación de una naturaleza humana verdadera, libre y exenta de corrupción. En sus apreciaciones estéticas primaban también sus propias inclinaciones sexuales, que teñían de una cierta pasión erótica sus valoraciones en este sentido. Su idea de Grecia venía a expresar la encarnación histórica y fugaz de sus propias aspiraciones vitales, que hallaban en la pretendida y autoproclamada «imitación de los antiguos» su más espléndida realización. Creó así una verdadera ficción poética que hizo especial mella en sus contemporáneos, creó escuela en los tiempos inmediatamente posteriores en figuras tan destacadas como las de Herder, Goethe, Fichte o Schiller, e incluso todavía en la actualidad continúa ejerciendo su fascinación sobre la imaginación moderna, cuya visión idealizada de Grecia deriva de forma más o menos directa de los planteamientos de Winckelmann.
Sus ideales de belleza clásica se veían además permanentemente reforzados por los continuos descubrimientos que se llevaban a cabo por entonces en el suelo italiano. Su papel como anticuario papal consistía precisamente en inspeccionar los nuevos hallazgos e impedir su exportación ilegal. La enorme cantidad de objetos desbordaba a veces sus capacidades, hasta tal punto que no sabía distinguir el verdadero estilo griego de la multitud apabullante de copias romanas. Siempre renuente a viajar hasta la propia Grecia, donde, además de las desalentadoras dificultades que entrañaba todavía la empresa, no esperaba encontrar mejores oportunidades de las que ya contaba en Roma, lo más cerca que Winckelmann estuvo del verdadero arte griego fueron las antigüedades de esta procedencia existentes en suelo itálico. Visitó las excavaciones de Pompeya y Herculano, donde se mosstró especialmente interesado por sus pinturas murales, que recordaban de alguna forma los perdidos originales de la gran pintura griega, las ruinas de los templos de Paestum, que le causaron la profunda impresión de un verdadero descubrimiento, y pudo contemplar la excelente colección de vasos griegos de sir William Hamilton, el embajador inglés en la corte de Nápoles, de la que esperaba realizar un comentario descriptivo de sus escenas decorativas. Sin embargo, su trágica muerte a manos de un italiano con el que mantenía una turbia relación cortó de raíz la posibilidad más que real de que Winckelmann, de haber contado con el tiempo y la dedicación necesarios, llegase a captar los ejemplos más reales y visibles de este estilo griego que ya había percibido y definido previamente en su imaginación.
El impacto de este nuevo helenismo en Alemania, auspiciado e inaugurado por Winckelmann, fue considerable, hasta el punto de constituir una nueva clase de cultura nacional. Se ha llegado incluso a calificar de tiranía el influjo que la Grecia antigua ejerció sobre la educación, la literatura y las artes alemanas de todo este período que abarcó desde mediados del XVIII hasta bien entrado el XIX. El helenismo alemán, basado en buena parte en una Grecia más imaginaria que real, cuyas muestras más inmediatas eran las esculturas —generalmente copias— que albergaban colecciones como las de Dresde o Manheim, fue casi exclusivamente un movimiento de carácter literario y filosófico. Fue además impulsado por gentes salidas de los estratos sociales más humildes, como el propio Winckelmann, que hallaron en la promoción del nuevo ideal helénico una oportunidad inmejorable para su propio ascenso dentro de la escala social. Era también, al mismo tiempo, una forma de combatir la supremacía cultural y política de Francia, empeñada en conseguir para sí el estatus de «nueva Roma». Grecia se presentaba asi como una alternativa ideológica a esta utilización interesada de Roma que había fundamentado la grandeur francesa a lo largo de los últimos tiempos. La imitación de los griego que proponía Winckelmann como el único camino para llegar a ser grandes e inimitables era efectivamente una receta que podía contribuir a cimentar la futura grandeza alemán y a erosionar de forma definitiva las normas imperantes en Europa, alentadas y cultivadas desde suelo francés.
Los planteamientos de Winckelmann acabarían convirtiéndose en una verdadera religión estética, que adoptaba los nuevos ideales griegos como credo fundamental en el que se aunaban la naturaleza y la belleza de la manera más armoniosa posible. Esta postura se aprecia en las obras de autores como Lessing, autor del célebre Laoconte, publicado en 1766, que defendía con ardor el principio según el cual el arte griego nunca sobrepasaba los límites de la representación bella incluso cuando trataba con temas como la muerte o el dolor humano, o como Schiller, que en su poema Los dioses de Grecia, publicado en 1788, alababa la naturalidad de los dioses homéricos que habían sido concebidos desde el punto de vista de la belleza. De la misma forma, el poeta Hölderlin creía firmemente en la presencia o el retorno triunfante de los dioses griegos. Se consolidó así la creencia en unos griegos que habían vivido una vida armoniosa, dominada por completo por la belleza, y que habían sido capaces de desarrollar sus poderes físicos y espirituales lejos de cualquier tipo de restricciones y sin perturbar además el entorno natural que los rodeaba. Curiosamente ninguno de los portavoces del helenismo alemán había viajado hasta Grecia e incluso habían rechazado abiertamente esta posibilidad cuando se les planteó la opción. Su percepción de lo griego era así el resultado de una construcción teórica artificial basada en las geniales intuiciones de Winckelmann y en el deseo de elaborar un modelo ideal, distante pero también accesible, que pudiera estimular el desarrollo de las propias energías espirituales en unos momentos de grave crisis de identidad nacional y cultural.
Esta imagen ideal de Grecia se extendió también por otros paises de Europa, si bien adoptó en cada uno de ellos sus propias particularidades e idiosincrasia. En Inglaterra, por ejernplo, las actividades de la Sociedad de los Dilettanti, ya referidas, crearon un clima de entusiasmo por todo lo griego que alcanzó su punto culminante con la llegada al país de las esculturas que decoraban el Partenón, los famosos mármoles Elgin, que fueron expuestos en el Museo Británico a partir de 1819. Los relatos de los viajeros, que eran usualmente mucho más leídos que los libros de carácter académico o los volúmenes más eruditos sobre las antigüedades griegas, contribuyeron de manera decisiva a difundir el conocimiento de la Grecia antigua e intensificaron al tiempo las actitudes de simpatía con todo lo griego y facilitaron el camino hacia su idealización a causa del carácter colorista y emotivo de sus descripciones. La difusión de la filosofía estética de Winckelmann a través de las traducciones inglesas de su discípulo Henry Fuseli desempeñó también un papel considerable en el desarrollo de estas actitudes. La imagen de una Grecia ideal, símbolo de la libertad y de la felicidad, en la que la vida era primitiva, sencilla e idílica, fue el modelo predominante en la imaginación de poetas y artistas, así como uno de los principales estímulos que impulsaban su labor creativa.
Grecia se convirtió así para la mayoría de los poetas románticos ingleses en un símbolo de libertad contra todo tipo de opresión y autoridad, contra las reglas artificiales estéticas y morales que constreñían la eclosión del genio individual o impedían manifestar abiertamente sus inclinaciones sexuales, contra el predominio del cristianismo, sustituido ahora por una nueva sensibilidad pagana que permitía la libre expresión de todas las energías vitales y propiciaba incluso una nueva veneración de los antiguos dioses olímpicos a la manera de Hölderlin o de Shelley. Grecia era también el paradigma de la naturalidad tanto en la propia relación con el entorno como en las costumbres cotidianas, ilustrada sobre todo en su serena actitud ante la muerte, considerada como un proceso natural donde no tenían cabida las excentricidades medievales empeñadas en destacar sus aspectos más tétricos y macabros, como la calavera, el esqueleto o el cuerpo lleno de gusanos. Grecia era también, y no en último lugar, un lugar de refugio, una utopía paisajística basada en recreaciones ideales promovídas por una percepción emotiva y sentimental más que por la propia experiencia del país con todas sus carencias y dificultades. Es significativo a este respecto que, al igual que sucedió en Alemania, pocos fueron los poetas ingleses que visitaron Grecia en estos momentos, ya que ni siquiera Shelley, considerado el más griego de todos los poetas románticos, ni Wordsworth, ni Keats, ni posteriormente Coleridge o Swinburne llevaron a cabo el viaje hasta tierras helénicas. Sólo Byron, que representa quizá el deseo de alejamiento del modelo helénico en sus manifestaciones más ideales, tuvo la oportunidad de pisar suelo griego con sus propios pies, si bien llegó hasta allí impulsado más por su extrema vitalidad, sus deseos de aventura y sus ideales políticos que le condujeron a adherirse activamente a la campaña de liberación griega contra la opresión turca.
Pero la idealización de Grecia como modelo alcanzó su consolidación institucional y académica en la universidad alemana de comienzos del XIX, presidida por las reformas de Wilhelm von Humboldt, que fue ministro de Educación de Prusia entre 1808 y 1810 y se convirtió en el artífice e inspirador de un nuevo sistema educativo en el que el estudio de la Antigüedad clásica, y particularmente el de Grecia, desempeñaba un papel central. Sus principios fundamentales, expuestos en un tratado publicado en 1792, proclamaban la indiscutible originalidad de los griegos que caracterizaba todas sus realizaciones sin contaminación alguna procedente de influencias externas, así como los efectos beneficiosos que el estudio de un carácter semejante tenían para el desarrollo humano en general. Grecia representaba para Humboldt la antítesis de los principios que regían la vida moderna, preocupados más por los valores externos y la utilidad que por la belleza y el deleite interior. El gymnasium prusiano en cuyo currículum predominaban «las tres lenguas clásicas europeas», es decir, el latín, el griego y el alemán, junto con las matemáticas, se convirtió en el modelo educativo por antonomasia que se impuso no sólo en el resto de Alemania sino en otras partes de Europa y América, que imitaron sin reparos instituciones de carácter similar. El producto resultante de dicho sistema fue lo que se ha denominado Bildungsbürger, es decir, el «burgués educado», que debía su creciente importancia social a su educación por encima de su riqueza o de su procedencia aristocrática, entre cuyos miembros más distinguidos se hallaban también los futuros promotores del pensamiento socialista como Marx o Engels, que pronto tomarían conciencia del choque cada vez más evidente entre estos ideales educativos y la realidad contemporánea emergente que propiciaba la naciente Revolución Industrial.

Perversiones de un estereotipo

La idea de una Grecia olímpica y majestuosa, habitada por gentes que hacían de la libertad y de la belleza sus máximas enseñas vitales y dotada de un paisaje mágico y misterioso salpicado de monumentos y ruinas del glorioso pasado por el que todavía deambulaban simbólicamente las viejas divinidades, acabó imponiéndose en la imaginación occidental como un poderoso estereotipo con distintas matizaciones particulares. El modelo griego así creado a lo largo de los siglos, compartido al principio con el romano o subordinado a él, y elevado más tarde a una supremacía que se convirtió en casi absoluta en algunos casos, poseía la cualidad proteica de adaptarse a diferentes tipos de necesidades. Algunos de sus elementos constitutivos podían adquirir incluso una cierta autonomía propia y desarrollarse de manera independiente, y a veces contradictoria, del resto de los atributos establecidos. El conocimiento insuficiente de una realidad mucho más compleja y diversa todavía por descubrir —y desenterrar—, los requerimientos imperiosos de un estado anímico y mental que se hallaba en permanente guerra abierta con las circunstancias presentes, las insatisfacciones personales, la búsqueda constante de referentes espirituales que sustituyeran viejos esquemas que resultaban opresivos o la simple necesidad de encontrar un refugio idílico como horizonte de expectativa son algunos de los factores que explican el triunfo de dicho estereotipo y de algunas de sus desviaciones más llamativas.
Una de ellas era la de una Grecia sensual y pagana en cuyos idílicos paisajes, poblados por ninfas y pastores ardientemente enamorados, daba cabida a todo tipo de pasiones por irreconciliables que éstas fueran con el orden social y moral establecido en la sociedad de su tiempo. La célebre visión de la Arcadia, la tierra idealizada de la vida campestre, donde como señala Gilbert Highet «la juventud es eterna, el amor la más dulce de todas las cosas, aunque sea cruel, y donde la música desborda de los labios de todo pastor y los graciosos espíritus del campo prodigan sus sonrisas aun al amante desafortunado», fue seguramente la primera de estas sucesivas encarnaciones aunque fuera descubierta y auspiciada por los versos de Virgilio. El éxito internacional de obras como la Arcadia del italiano Jacobo Sannazaro, traducida al francés y al español y abundantemente imitada en la literatura posterior, o de la Diana de Jorge de Montemayor, que influyó en autores como Cervantes o Shakespeare, pone de manifiesto la enorme popularidad de este modelo ideal. En esta clase de relatos predominan las divinidades paganas, que aparecen representadas como poderosos espíritus que reciben veneración y pueden proteger a sus fieles, en abierto e intencionado contraste con los ideales austeros y trascendentes del cristianismo y como una afirmación de este mundo y de las pasiones humanas, que eran rechazadas o reprimidas en la moral de la Iglesia. Esta tradición de una Grecia «campestre», natural y primitiva, que poseía el don de la virtud y de una completa sinceridad, reaparece en autores como Montaigne, que consideraba a los griegos antiguos seres puros y transparentes, exentos de malas pasiones, una especie de nobles salvajes a quienes llegaba a equiparar con los recién descubiertos indios de América. Esta imagen idílica de Grecia se impuso también en el panorama europeo de los siglos XVII y XVIII, en pintores como el francés Nicolás Poussin, algunos de cuyos cuadros, como Pan y Siringe, Orion y Los pastores de Arcadia, llevan títulos que hablan por sí solos, o en el terreno de la ópera con composiciones tan señaladas como el Acis y Galatea de Haendel o el Orfeo y Eurídice de Gluck. Esta tradición sobrevivió durante el período de la Revolución con las Bucólicas del poeta francés André Chénier, que murió víctima de la guillotina, en poetas románticos como Wordsworth con su exaltación casi mística de la naturaleza, en poetas de la época victoriana como Mathew Arnold o en simbolistas como el poeta francés Stéphane Mallarmé con su famosa Siesta del fauno.
La visión idílica del paisaje y el clima griegos, que aparecía en severo contraste con las brumas y fríos del norte de Europa, se impuso incluso como una premisa necesaria que explicaba todas sus grandes realizaciones políticas y espirituales. La armonización del carácter de un pueblo con el entorno en el que habitaba circulaba entonces, a mediados del XIX, entre los primeros estudiosos de la historia de la civilización griega que llegaban a equiparar la claridad del pensamiento ateniense con el resplandor que imperaba habitualmente en el paisaje del Ática. Se recuperaron las viejas opiniones griegas que enaltecían la superioridad del carácter griego a causa de su ubicación ideal en una zona templada que gozaba del clima perfecto. Esta clase de paradigmas ideales no operaban sólo entre quienes desde la distancia de latitudes más septentrionales contemplaban con nostalgia las delicias del clima griego. La superioridad del clima del Ática y de la región de Jonia fue resaltada incluso por individuos que habían viajado hasta Grecia, como Byron o el poeta y ensayista Victoriano Symonds, que dejaron que su fantasía se impusiera sobre su experiencia real.
Los estereotipos raciales hicieron también su aparición con la dicotomía griega entre jonios y dorios, simbolizada respectivamente por la oposición entre Atenas y Esparta, en una época en la que la explicación de la historia a través de términos raciales se hallaba en pleno apogeo en Europa. En la Inglaterra victoriana dicha oposición se tradujo en la identificación de los espartanos con los escoceses y de los atenienses con los ingleses, en principio una oposición entre el norte y el sur que podía dar cuenta de las diferencias existentes dentro del territorio británico, pero a la larga una especie de juego perverso que acabaría de forma trágica en tiempos posteriores cuando la idea adquirió connotaciones más contundentes en manos de la ideología nazi. La fascinación moderna por Esparta venía de lejos. Rousseau y los intelectuales revolucionarios vieron en Esparta el modelo de estado ideal que podía colmar sus aspiraciones gracias a la lectura de Plutarco, que describía las leyes y virtudes del viejo estado griego en obras como su biografía del mítico estadista Licurgo, donde lo presenta como el gran hombre de estado que consideró que el primer deber del legislador era garantizar la educación moral de sus conciudadanos. La posibilidad de desarrollar la bondad innata del hombre mediante la articulación de buenas instituciones se vio así impulsada entre los pensadores revolucionarios mediante el ejemplo espartano. El elogio de la constitución espartana es constante en sus obras por la sumisión del ciudadano al estado inculcando además en él cualidades como el patriotismo, el vigor físico, la austeridad, la igualdad democrática y el apego a una vida sencilla en abierto contraste con el lujo y la decadencia que impulsaban las naciones modernas.
La condición de campamento militar en perpetua alerta ante cualquier amenaza interior o exterior —única forma de mantener el predominio que una minoría ejercía sobre la mayoría de los habitantes de Laconia y Mesenia—, la dureza y severidad de sus costumbres educativas que rayaban en la violencia y la humillación continuadas o las estrictas condiciones de vida que les obligaban a mantener una vida familiar bajo mínimos o a la ingestión de un rancho colectivo incomestible (el famoso caldo oscuro) quedaban en segundo plano ante la idealización de los resultados aparentes engendrados por esta maquinaria bélica e institucional engrasada por el terror colectivo y la crueldad inusitada. El «milagro espartano», modelo de una sociedad regida por el patriotismo y la estabilidad política, ha ejercido su influjo arrollador sobre todas las épocas, desde Maquiavelo y Montesquieu hasta los Padres fundadores de los Estados Unidos, donde existen unas cuantas ciudades que llevan ese nombre. El célebre crítico y ensayista Victoriano Walter Pater comparó con cierta satisfacción el sistema espartano con el de las escuelas públicas inglesas. Sin embargo, fue su adopción como modelo educativo por el fascismo y el nazismo, cuyas respectivas juventudes establecieron peligrosos paralelos con el viejo sistema de Licurgo, la que llevó la perversión del modelo espartano a sus más peligrosas e indeseables consecuencias. El propio Hitler aprobaba al parecer la práctica eugenésica de los espartanos, consistente en arrojar desde el monte Taigeto a los recién nacidos que presentaban defectos físicos, alababa su opresión de los hilotas e incluso pretendía comparar la sopa campesina del estado de Schleswig—Holstein con el incomestible caldo espartano.
La idealización acrítica afectó también a la democracia de Atenas, que, como ya se dijo en el primer capítulo, se erigió en seguida como el paradigma casi absoluto de lo que significaba Grecia para el mundo moderno. El descrédito de la democracia ateniense fue algo manifiesto a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII, por considerar que representaba el dominio de la muchedumbre inestable sobre cualquier tipo de decisión más racional y mesurada. Fue la célebre Historia de Grecia, escrita por el banquero y político radical ingles Georges Grote, que empezó a publicar en 1846, la que significó el punto de inflexión en este terreno. Las reformas de Clístenes se convirtieron a partir de esos momentos en el acontecimiento matriz de la democracia que actuó guiado por la idea clave de un pueblo soberano compuesto por ciudadanos libres e iguales. Atenas adquiría de este modo la condición de modelo de estabilidad política cuyos ciudadanos poseían un grado de inteligencia política superior al del resto de los estados antiguos y modernos. Este impulso llevó incluso a exponer en los paneles publicitarios de los autobuses londinenses algunos de los extractos del discurso fúnebre de Pericles como parte de la campaña de reclutamiento de las fuerzas armadas en 1915 contra un enemigo que amenazaba la libertad y la democracia, considerados entonces los ideales atenienses por antonomasia. La idea de una Atenas burguesa cuyos elementos más distintivos eran la libertad, el comercio, la propiedad y la familia se consagró también finalmente en Francia con la Historia griega de Victor Duruy, aparecida en 1851, que hizo de la ciudad griega el lugar común recurrente sobre el que giraban todas las especulaciones políticas. Sólo la crítica sagaz y demoledora de los modelos míticos de la política antigua, emprendida por individuos de la talla del conde de Volney o de Benjamin Constant a finales del XVIII, que dejaron patentes las diferencias que separaban ambos mundos, el antiguo y el moderno, y demostraron el absurdo de los intentos de equiparación en cualesquiera de los terrenos, culminada mucho después por el brillante helenista también francés Louis Gernet, autor de barios artículos reunidos después en un volumen que llevaba por significativo título Les grecs sans miracle, donde señala que, a pesar de la similitud de términos, nociones como la de democracia sólo deben su aparente identidad con las nuestras a un accidente etimológico, ha situado después las cosas en su sitio.
Otra de las desviaciones del modelo griego, que afectó este caso casi por igual a la Antigüedad romana, fue la veneración de los aspectos más exóticos, pintorescos y nostálgicos que constituían las ruinas, consideradas en sí mismas como un valor casi absoluto que no requería de posteriores adiciones o de recuperaciones eruditas para exaltar la contemplación de la belleza que representaban para el espectador. El libro del arquitecto francés Julien David Le Roy, Ruinas de los más bellos monumentos de Grecia, publicado en 1758, a pesar de que coincidió con Stuart y Revett en su visita a Grecia, representa una concepción y una visión de las antigüedades bien diferentes de las aportadas por los arquitectos británicos. Las ruinas del paisaje griego son presentadas como un escenario de meditación y ensueño que simboliza el paso irremediable del tiempo con la desaparición consiguiente de la civilización y la permanencia constante de la naturaleza. El interés por los modelos artísticos, que produjo las aberraciones clasicistas de escultores como Canova o John Flaxman, de pintores como Ingres o David, con sus respectivas alegorías revolucionarias vestidas a la griega, o de reconstrucciones arquitectónicas que trasladaban los modelos griegos a todo tipo de edificios institucionales como la estación de Saint Pancrass en Londres o el complejo de la Kónigsplatz en Munich, se trasladó ahora al paisaje y a su estética con relación a la historia. Las ruinas fantásticas de un grabador insigne como el italiano Piranesi o los cuadros del pintor francés Hubert Robert, conocido como «Robert de las ruinas» por sus representaciones de las ruinas romanas en medio de paisajes idealizados, representan esta transformación de lo pintoresco en una teoría estética. Pintoresco fue también precisamente el adjetivo con que calificó su relato de viaje a Grecia el conde francés Choiseu -Gouffier, Viaje pintoresco de Grecia, aparecido en 1782, cuya nostalgia por la pasada grandeza de la Grecia antigua se expresaba también a través de una emotiva contemplación del paisaje como escenario de la historia, a pesar de su reconocida rapacidad como coleccionista de antigüedades.
El lamento sentimental sobre la ruina y la decadencia de la magnífica cultura que fue la Grecia antigua, así como el contraste entre las expectativas surgidas de la lectura de los textos griegos y la contemplación del lamentable estado actual de sus principales monumentos, era una típica actitud romántica que provocaba la decepción e incluso las lágrimas. Esta expresión de admiración sentimental por un paisaje dominado por las ruinas que refleja la nostalgia por el paso de la historia o la melancolía por la fugacidad de la grandeza humana, pero también el simple encanto de su exotismo con todos sus personajes característicos ataviados ala manera tradicional, ha quedado reflejada en los cuadros y relatos de viaje de la época que delatan al mismo tiempo el inicio de una nueva percepción del paisaje griego con todo el peso y la profundidad de su dimensión histórica. Grecia se convertía en un paisaje cuyo significado fundamental venía expresado por sus ruinas, que atestiguaban el paso del tiempo pero constituían al mismo tiempo las huellas de un pasado grandioso que debía ser recuperado sin escatimar ningún tipo de esfuerzos. Las contradicciones provocadas por la enorme carpa blanca que cubre en la actualidad el templo de Apolo en Bassae en el Peloponeso, protegiendo sus deterioradas ruinas pero ocultando al mismo tiempo la bella perspectiva romántica que imprimían sobre el paisaje áspero y montaraz de la Arcadia real, constituyen una muestra de la tenaz pervivencia de tales estereotipos.

En busca de una Grecia más real

Los progresos de la erudición histórica, especialmente en Alemania, con un creciente refinamiento de los métodos de investigación sobre las fuentes, y el conocimiento cada vez mejor de los restos arqueológicos que iban apareciendo bajo el suelo griego, sometido paulatinamente, sobre todo después de la liberación del dominio turco, a numerosas excavaciones auspiciadas por las principales naciones europeas, propiciaron una comprensión mucho más fundamentada de la realidad histórica griega, que ponía cada vez más en entredicho o cuestionaba abiertamente los modelos ideales establecidos con anterioridad, a pesar de su tenaz resistencia dentro del imaginario colectivo y personal de muchos estudiosos.
El distanciamiento del mundo moderno de la Grecia antigua había sido ya preconizado por algunos adalides del helenismo romántico alemán como Herder o Schiller, que resaltaron el carácter transitorio del modelo griego diseñado por Winckelmann y la imposibilidad histórica de repetir su experiencia. En opinión de Herder, la belleza había sido el ideal conductor de los griegos y el dominio imperante en sus vidas, pero desapareció con ellos. Sin embargo, al tiempo que se creaba esta sensación de distancia y extrañeza entre los hombres de la Ilustración y los antiguos griegos, se establecía la posibilidad de comprenderla en una perspectiva histórica que dejaba a un lado la categoría de modelo paradigmático inalcanzable ante el que sólo cabía la postura de intentar una gradual aproximación. Es así el reconocimiento de su carácter extraño y diferente lo que condujo a su comprensión. Las ocasionales críticas de Schiller al paradigma helénico, como sus observaciones sobre la insensibilidad de la literatura griega hacia la gran experiencia individual del amor o sobre la posición secundaria de la mujer dentro de la sociedad griega, contribuyeron también de manera notable a la difusión de un cierto relativismo histórico que matizaba los grandes principios establecidos por el ideal helénico.
El surgimiento en Alemania de la historia antigua como disciplina académica y científica apoyada en la filologia que había adquirido un notable desarrollo a lo largo de los siglos XVIII y XIX, empezó a cambiar de forma notoria la perspectiva. La estricta disciplina en el manejo de las fuentes disponibles y los enfoques innovadores de los problemas históricos fueron dando su fruto en obras tan señaladas como la Economía política de los Atenienses de August Bockh, publicada en 1817, que no sólo proporcionaba un cuadro de conjunto en el que confluían las investigaciones eruditas y el estudio de los textos epigráficos y literarios, sino que representaba además una evidente contraposición a la imagen idealizada de Atenas, o como Los Dorios de Karl Ottfried Müller en 1820, que llevó a cabo una reconstrucción histórica del mundo griego adoptando el criterio étnico como núcleo central de toda la explicación y de la organización del material. El resultado de esta clase de estudios que ahora empezaban a ser frecuentes no fue precisamente el de apuntalar la visión ideal de Grecia en circulación, a pesar de que en algunos casos las premisas iniciales fueran compartidas por sus protagonistas, sino que sirvieron más bien para ir destruyendo progresivamente sus más infundados principios al adecuar cada vez más la imagen de la civilización griega a los hechos documentados disponibles. Al mismo tiempo, cada vez se conocía mejor la topografía y la ubicación de los principales monumentos y restos arqueológicos griegos. En este terreno destaca la labor llevada a cabo por el militar inglés William Leake, que viajó extensamente por Grecia aprovechando su condición de colaborador militar de la corte de Constantinopla. Poseía un notable conocimiento de los geógrafos antiguos y tuvo además la oportunidad irrepetible de poder explorar ampliamente el país viajando a pie o a caballo, antes de que las modernas carreteras, los nuevos edificios o los centros de población borraran del mapa muchas de sus antiguas huellas, que todavía existían en su tiempo. Estableció la localización precisa de numerosos lugares que aparecen mencionados en los autores clásicos. Su extensísima obra en diez volúmenes, apareada entre 1821 y 1846, constituye una guía de referencia indispensable para la recuperación del paisaje antiguo, ahora ya irremediablemente perdido de forma definitiva.
nnnLos restos monumentales, las esculturas y todo tipo de objetos empezaron también a afluir con asiduidad a los grandes museos europeos recientemente creados, como el Museo Británico en 1753 o la Gliptoteca de Munich en 1830. La creciente debilidad política del imperio otomano, que se encontraba cada vez más a merced de sus protectores extranjeros como Francia o Inglaterra, facilitaba la expoliación del suelo griego por parte de aventureros y coleccionistas sin escrúpulos, guiados además por un exaltado patriotismo que les hacía contemplar su misión como una contribución destacada a la gloria de su país en la carrera emprendida por el prestigio de poseer las mejores antigüedades. Fue en estas circustancias cuando tuvo lugar el famoso saqueo de la Acrópolis emprendido por lord Elgin que conduciría los restos escultóricos del Partenón hasta su ubicación actual en el Museo Británico. Se habló incluso de la posibilidad de desmontar el Erecteon pieza a pieza para reconstruirlo después en Inglaterra. Hay que recordar, sin embargo que la apreciación de los famosos mármoles hubo de esperar todavía un tiempo para que consiguieran sobrepasar las barreras de los prejuicios estéticos construidos por Winckelmann y sus seguidores, cuya falsa idea de la perfección chocaba frontalmente con la escueta naturalidad de las esculturas de Fidias. De cualquier forma su exposición definitiva en Londres revolucionó a la larga el conocimiento del arte griego, como bien han señalado los Étienne.
Al descubrimiento de los mármoles del Partenón siguieron los de los templos de Afaia en Egina en 1811 y de Apolo en Bassae, en pleno corazón del Peloponeso, al año siguiente por obra del arquitecto alemán Haller von Hallerstein y del barón Otto von Stackelberg como figuras más relevantes de una cierta conjunción temporal de estudiosos y amantes de la Grecia antigua que no pudo escapar sin embargo a los intereses políticos y mercantilistas que primaban en esos momentos en el mercado de antigüedades. Ni siquiera las esculturas de Egina llegaron intactas a su destino, ya que sufrieron por el camino las más que cuestionables reconstrucciones del escultor danés Thorvaldsen, que completó siguiendo los gustos de la época los maltrechos originales. Sin embargo, la contribución de los dibujos y bocetos realizados por algunos de los miembros de dicha asociación, conocida como Xeneion, en los que se reflejaban con precisión y minuciosidad casi todos los detalles relevantes desde un punto de vista arquitectónico, resultó determinante en nuestro conocimiento de las antigüedades griegas, como los capiteles del templo de Bassae, hoy día desaparecidos, obra del citado Haller von Hallerstein.
La definitiva liberación de Grecia del dominio turco en 1829 tuvo también sus efectos en este terreno con la consiguiente reorganización del país y de su propio servicio de antigüedades que culminó en la creación de la primera revista arqueológica griega y en la fundación de la Sociedad Arqueológica griega en 1837, dos instituciones que han marcado desde entonces la investigación sobre la Grecia antigua. Los grandes descubrimientos estaban todavía por llegar, pero poco a poco la presencia extranjera en suelo griego, ahora sometida a mayores controles en la exportación de piezas antiguas, en forma de expediciones arqueológicas o mediante la estancia en las futuras escuelas de arqueología, comenzaba a dar sus frutos en todos los terrenos. Canteras como las de Delfos u Olimpia proporcionaron importantes materiales al tiempo que revelaban que las disputas internacionales por el dominio de estos lugares y el prestigio consiguiente que implicaban estaban lejos de haber concluido, así como los problemas con la población local, que se mostraba todavía recelosa de las intenciones extranjeras sobre su propio territorio. Las excavaciones se multiplicaron por toda Grecia, un país cada vez más extenso gracias a las concesiones internacionales sobre el imperio otomano, y se amplió considerablemente el espectro de épocas y lugares, haciendo así su aparición otros períodos como el micénico, el arcaico o el helenístico, o espacios hasta entonces descuidados por no figurar en la lista privilegiada de los autores antiguos que destacaban sobre todo los grandes santuarios.
Casi en paralelo al avance de nuestros conocimientos sobre el paisaje y las antigüedades griegas se produjo también un creciente acercamiento a los griegos actuales, que habían permanecido hasta entonces marginados y hasta expulsados, metafóricamente al menos, de un marco ideal para el que no parecían dar la talla. La inmensa mayoría de los viajeros occidentales que visitaron Grecia a lo largo de los siglos XVII, XVIII y parte del XIX demostraron un unánime desprecio por la población local, que sumida en un estado de barbarie por los siglos de opresión turca había acabado convirtiéndose en un hatajo de bandidos sin ningún indicio en su favor que recordara a los gloriosos antepasados que les habían precedido sobre este territorio. Se producía un brusco y traumático contraste entre el mundo griego ideal, que los viajeros habían estudiado y venerado en las universidades y academias de Occidente, y la cruda realidad de la vida griega moderna que se encontraban a su llegada al país, muy lejos de encajar en tan elevados parámetros. Los relatos de los viajeros concentraban toda su atención en las antigüedades y monumentos, pasando completamente por alto a sus modernos habitantes. Hablaban una lengua que resultaba casi ininteligible al no adecuarse del todo al griego de los autores clásicos, pronunciaban los nombres de sus ciudades más ilustres de forma bien distinta de la que figuraba en la tradición clásica, practicaban una religión que remontaba al período bizantino, considerado entonces una época plenamente decadente, se comportaban como mentirosos y ladrones y su higiene dejaba mucho que desear incluso para los más que modestos parámetros europeos de la época.
Byron fue quizá el primero en demandar la atención que merecían los griegos de su tiempo afirmando que Grecia no era sólo una tierra de piedras y huesos, sino el lugar donde habitaban unas gentes que eran dignas de un mejor intento de comprensión hacia su forma de vida. Su apasionada entrega a la causa de la liberación griega, que le llevó hasta la muerte en Misolonghi, constituye una buena muestra de la implicación vital del poeta con el país real. La positiva actitud de Byron hacia los griegos modernos provocó ciertos cambios en la mentalidad de la época, hasta el punto de desatar una gran corriente de simpatía y solidaridad con la causa de la liberación griega en todo Occidente. La corriente de pensamiento filohelénica contribuyó así a dotar a la revolución de los «bandidos» del grado de dignidad e idealismo que toda causa necesitaba para adquirir una resonancia épica dentro de la opinión pública internacional, superando las lógicas barreras de un conflicto local. La referencia al glorioso pasado con toda su carga emocional de apelación al heroísmo y a la lucha por la libertad fue el tema recurrente del conflicto desde el punto de vista ideológico y propagandístico. Se esperaba el resurgimiento del carácter original griego, que había quedado hasta entonces sometido por la crueldad y el despotismo turcos.
La oleada de simpatía por la causa griega se extendió por todas partes de Europa y llegó hasta los Estados Unidos, que llegaron a enviar seis naves de ayuda. En Francia los cuadros de Delacroix sobre temas griegos fueron exhibidos como forma de recaudar fondos para la causa y autores como Chateaubriand escribieron panfletos emotivos para apoyarla. Se conocen los nombres de cerca de un millar de voluntarios que acudieron a luchar en pro de la libertad griega desde diferentes naciones, de los que casi una tercera parte dejaron su vida en el intento. Sin embargo, las atrocidades cometidas por los propios griegos, que emulaban y a veces hasta superaban las de sus adversarios turcos, entibió considerablemente muchos de los entusiasmos iniciales. De cualquier forma el inesperado éxito de los griegos recondujo las iniciales suspicacias de las potencias occidentales, que optaron ante el manifiesto fracaso de las operaciones de represión turcas, por ejercer el control directo del futuro estado griego imponiendo una monarquía a cuya cabeza figuraba el príncipe Otón de Baviera. Los temores occidentales acerca de la incapacidad griega de manejar sus propios asuntos quedaron así definitivamente confirmados, poniendo en entredicho las expectativas más optimistas de los recientes filohelenos que se habían empeñado en establecer una cierta equiparación, siempre con limitaciones y cautelas restrictivas, entre los actuales griegos y sus ilustres predecesores. El resurgimiento además de la denominada «Gran idea», consistente en la recuperación del gran imperio griego de la época bizantina, chocaba con los intereses geoestratégicos de las potencias occidentales, temerosas de que el intento frustrara de nuevo sus tentativas de proporcionar una precaria estabilidad a la zona. Era preferible, desde el punto de vista occidental, promocionar la vuelta a los viejos ideales helénicos del más lejano pasado, mucho menos conflictivos políticamente, que dejar que la nueva nación recuperara sus raíces bizantinas, mucho más problemáticas en este terreno. La nueva nación en ciernes fue así construida siguiendo el modelo referencial, artificial e idealizado, de la Antigüedad más remota. Los griegos se encontraron de esta forma confundidos y divididos entre sus propias raíces tradicionales, que apuntaban indefectiblemente a Bizancio, y las nuevas expectativas occidentales prehelénicas. La elección de Atenas, una ciudad de apenas 20.000 habitantes y en un estado lamentable a causa de la guerra, como capital del nuevo estado, a pesar de que la revolución había partido del Peloponeso y había tenido allí sus principales centros, ilustra claramente el triunfo final de los deseos occidentales. Los propios griegos, un pueblo esencialmente pragmático presto a aprender deprisa todo aquello que le resultaba necesario para sobrevivir y prosperar, asumieron la nueva identidad helénica que les venía impuesta desde el exterior como la mejor y más práctica forma de adaptarse a las nuevas circunstancias. El resultado final ha sido beneficioso si tenemos en cuenta que la industria turística constituye hoy en día el eje central de la economía griega. Se ha producido así, como ha señalado Eugene Borza, una relación de carácter simbiótico entre la tierra a la que se considera el origen de la civilización occidental y las gentes que acuden a ella como peregrinos a rendir el homenaje obligado hacia lo que creen que es su más valioso legado. Sin embargo, las contradicciones dejadas en el camino de esta reconstrucción un tanto artificial, que obligaba a los griegos a dejar de lado su legado nacional más inmediato, el bizantino, para adoptar otro que aunque no era del todo ajeno no representaba la continuidad con el pasado más próximo, se dejan sentir todavía en la vida griega. La tensión entre la lengua popular (demótica), que se ha convertido en el vehículo de la literatura griega moderna, y la «purificada» (katharevousa), la incompatibilidad entre la racionalidad y la violencia apasionada, las costumbres culinarias y folclóricas de claro color oriental constituyen algunos ejemplos representativos de estas contradicciones. Seguramente nadie, ni siquiera los griegos, han podido competir y emular unos ideales cuyo listón había sido situado en cimas tan inaccesibles que sólo los dioses, esas divinidades plásticas y naturalistas, revividas por algunos poetas románticos, se mostraban capaces de alcanzar.

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