domingo, 24 de diciembre de 2017

Gomez Espelosin Javier Los griegos Un legado universal Capitulo 5 Griegos,Judíos y cristianos

La Biblia y los griegos

La relación del mundo griego con la cultura judaica se remonta posiblemente a los primeros tiempos de sus respectivas historias cuando a lo largo del segundo milenio los navegantes micénicos arribaban con cierta asiduidad a las costas palestinas. Seguramente, judíos y griegos compartieron campañas actuando como mercenarios al servicio de monarcas babilonios, egipcios y persas a lo largo de los siglos VII y VI a.C., tal y como ha quedado reflejado en los graffiti de los colosos de Abu-Simbel, donde junto a las inscripciones en griego aparecen también textos en arameo que revelan la presencia judía en la que se ha denominado «legión extranjera» del faraón egipcio Psamético. Se ha sugerido incluso la posibilidad de que existiera un establecimiento militar de mercenarios griegos que actuaban al servicio del rey de Judea al norte de la capital filistea Asdod, donde se ha encontrado también, por cierto, una gran cantidad de cerámica ática de finales del VI y comienzos del V a.C. Sin embargo, a pesar de estos contactos, la realidad es que ambas culturas parecen haberse ignorado mutuamente hasta la época helenística, cuando las conquistas de Alejandro integraron el territorio judío dentro del nuevo imperio macedonio. Los judíos y su cultura no aparecen mencionados en las fuentes griegas anteriores a este período a pesar de los vanos intentos de encontrar dichas referencias por parte de autores judíos de la Antigüedad como Flavio Josefo en el siglo I d.C. o de algunos estudiosos modernos más recientes, cuyas desesperadas pesquisas en este terreno han abocado en el más rotundo de los fracasos. Desde el lado judío, las perspectivas no resultan mucho más prometedoras. Es cierto que en la Biblia aparecen desperdigadas algunas vagas referencias a la existencia de un pueblo al que los judíos, como los demás pueblos orientales, denominaban Yavan (jonio), que parece haber englobado de manera genérica a los griegos de las regiones más orientales, desde las islas de Chipre y Rodas hasta las zonas meridionales de Asia Menor como Tarso en Cilicia. Se aludía con ellas a los comerciantes de diferentes procedencias que frecuentaban las costas palestinas sin mayor precisión o a los combatientes que tomaron parte en las campañas de los principales monarcas orientales de la época o se enfrentaron a ellos en diversas razias en busca de botín.
Griegos y judíos formaban parte de dos culturas muy diferentes. El feroz exclusivismo religioso de los judíos, que con el paso del tiempo culminó en la creación de una verdadera teocracia durante la dominación persa, contrastaba abiertamente con la mayor apertura de horizontes de la cultura griega, siempre dispuesta a reconocer en el exterior cualquier nueva divinidad si su potencial o sus atributos les resultaban lo suficientemente familiares o necesarios. La propia existencia de un libro sagrado, como era la Biblia, revela el carácter dogmático de la religión hebrea en contraposición al mundo religioso griego, que carecía por completo de esta clase de instrumentos normativos para difuminarse en una serie de prácticas rituales diversas, vinculadas a unos relatos míticos que contaban con numerosas variantes locales. La preponderancia del texto de Homero entre los griegos, que algunos han señalado como paralelismo con la Biblia, no alcanzó la hegemonía cultural que se le atribuye hasta la época helenística, cuando ya la práctica de la religión olímpica empezaba a perder peso dentro de la vida griega frente al aluvión de nuevas creencias. El credo y la práctica religiosa judaicos tenían, además, estrechas implicaciones morales en la conducta diaria de sus gentes, estableciendo una serie de tabúes y estrictos usos rituales, como la no ingestión de determinado tipo de alimentos o el escrupuloso —que se convertía en suicida en el caso de un asedio— respeto del sabbat.
Para los griegos, en cambio, la religión era una forma de integración política y social de los individuos dentro de la comunidad más que un catálogo de preceptos incuestionables que debían guiar la vida cotidiana en todos sus aspectos. Tampoco existía ningún tipo de clero profesional establecido como guardianes e intérpretes autorizados de las historias relativas a los dioses o como maestros oficiales de doctrina y moralidad. Los sacerdotes griegos, allí donde existían, eran cargos destacados de la comunidad, encargados por ésta para llevar a cabo los ritos y ceremonias adecuados que marcaban las pautas de su relación con la divinidad La enseñanza doctrinal y la instrucción moral no figuraban sin embargo, entre sus competencias reconocidas. No había, por tanto, en el mundo griego nada ni remotamente parecido a una Iglesia que imprimiera sobre sus fieles unas directrices de comportamiento en todos los aspectos de la vida. El afán de proselitismo judaico, que continuaría después con el cristianismo, tampoco era compartido por los griegos, indispuestos en principio al debate y la confrontación inteletual con la sabiduría ajena o a mostrar su más completa indiferencia hacia lo que les resultaba ininteligible dentro de sus propios parámetros. La barrera lingüística desempeñó también su papel, si tenemos en cuenta el carácter bilingüe de los judíos, capaces de entenderse en arameo, la lingua franca de todo el Próximo Oriente, con los restantes pueblos de su entorno, pero no con los griegos, que fueron casi siempre monolingües recalcitrantes. Con la diáspora, las cosas cambiaron de forma notable para los judíos, que utilizaron cada vez más el griego como lengua propia, pero no así para los griegos, que continuaron con su olímpica ignorancia de las lenguas ajenas hasta el punto de que no tenemos noticia de ningún griego que conociera el hebreo o las lenguas orientales con el nivel suficiente para poder leer alguno de sus textos sagrados fundamentales en su lengua original.
Tras las conquistas de Alejandro los judíos quedaron, efectivamente, integrados dentro del imperio grecomacedonio y debieron adaptarse a la nueva situación, en la que su territorio entraba a formar parte de un espacio político y cultural donde la lengua y la cultura griegas ejercían una preponderancia casi absoluta y gozaban además de un prestigio indiscutido entre las élites dirigentes. Los ejércitos grecomacedonios ocuparon por derecho de conquista el país, donde hizo de inmediato acto de presencia todo el aparato político y administrativo de los nuevos dominadores, habituando así a sus habitantes a los aspectos más visibles de esta nueva cultura. El impacto del helenismo sobre la sociedad judía fue considerable, a pesar de las resistencias internas que su particular forma de ver el mundo oponía de forma automática contra la irrupción de cualquier cultura ajena. Las clases dirigentes judías en seguida comenzaron a percibir las ventajas que podía reportarles la helenización, aunque fuera meramente en el terreno político, dado que de esta forma podían seguir conservando sus privilegios ancestrales bajo el nuevo régimen. Pero seguramente encontraron también otra clase de atractivos, como el gimnasio y el teatro, que debieron de alcanzar en seguida una cierta repercusión, al menos a juzgar por algunos testimonios significativos como la composición de una tragedia por un autor judío llamado Ezequiel, de la que nos han llegado algunos restos, o por el privilegio del que, al parecer gozaban todavía los judíos de Mileto en plena época romana de tener lugares reservados en el teatro de la ciudad.
El griego se enseñaba en las escuelas y los nombres griegos se convirtieron en moneda común por todo el país, que vio transformarse a los Josuas en Jasón o se habituó a encontrar nombres como el de Menelao o Antígono aplicados a uno de los sumos sacerdotes o a uno de los más populares rabinos. Numerosas inscripciones de carácter funerario y muchas otras procedentes de los centros de culto, las sinagogas, estuvieron redactadas en griego al menos hasta una época tan tardía como el siglo VI d.C. Hubo incluso intentos de transformar la ciudad templo de Jerusalén en una polis griega y establecer allí su correspondiente gimnasio en la primera mitad del siglo II a.C. A pesar de que estas últimas medidas generaron una violenta reacción que cristalizó en la famosa rebelión de los macabeos, considerada como el paradigma de la reacción antihelénica, parece que el principal detonante de la situación fueron las pugnas políticas en el interior de la clase dirigente judía, algunos de cuyos miembros utilizaron como motivo propagandístico el carácter sacrilego de tales medidas para contrarrestar el apoyo del rey seléucida Antíoco IV a sus adversarios. El helenismo, como ha recordado recientemente Erich Gruen, no constituía entonces una categoría excluyente frente al judaismo, ya que la adaptación y asimilación de una parte de la cultura imperante en el mundo en esos momentos parecía un hecho inevitable de todo punto incluso en los contextos judaicos más intransigentes. Baste recordar a este respecto que los principales textos que nos trasmiten estos acontecimientos y la ideología que los impulsó, el libro segundo de los macabeos, así como toda la apologética propagandística judia en forma de profecías u oráculos, están escritos en griego. El precio que había que pagar por esta asimilación constituía seguramente el principal motivo de debate y la causa de enfrentamiento entre quienes defendían una u otra postura.
El balance final no resulta, sin embargo, demasiado favorable al helenismo si atendemos a la creciente importancia que adquirieron en los medios judíos dos fuerzas completamente antitéticas a sus valores fundamentales, como la apocalíptica y el fariseísmo. La primera impulsaba la creencia en el mesías, asociada a la llegada del fin del mundo y a la resurrección de los muertos, y la conocemos sobre todo a través de los célebres rollos del mar Muerto, donde se detecta una enorme hostilidad hacia la clase dirigente de Jerusalén, con independencia de que fuera helenizada o no. El segundo utilizaba la sinagoga y la escuela para regular la vida cotidiana mediante una multiplicidad de preceptos cuyo fin principal era santificarla y que en conjunto significaban un claro rechazo de la cultura griega. Sólo dos historiadores judíos parecen haber sido verdaderamente helenizantes, como es el caso de Jasón de Cirene, que está en la base del libro segundo de los macabeos, y Flavio Josefo, que intentó escribir la historia de los judíos adoptando modelos griegos.
Sin embargo, fue en el exterior de Judea, en la diáspora, donde el helenismo incidió con mayor fuerza sobre las confinidades hebreas, donde, a pesar de su cohesión interna y los privilegios políticos que les permitían organizarse de manera autónoma respecto al resto de la población, se encontraron sumergidas dentro de un medio completamente dominado por la cultura griega. Muchos judíos habían emigrado hacia el exterior, bien forzados, como los numerosos prisioneros de guerra que Tolomeo I llevó a Egipto tras la toma de Jerusalén, bien de forma voluntaria en busca de las oportunidades que ofrecían las nuevas fundaciones urbanas en los nuevos reinos helenísticos. La vieja diáspora judía, que había afectado hasta entonces a las zonas más orientales, se extendió a partir de entonces por todo el Mediterráneo, sobre todo a Egipto y Asia Menor, donde los nuevos monarcas trataban de consolidar su dominación mediante la implantación de colonias militares en las que los soldados judios, que gozaban de una excelente reputación, desempeñaron un papel destacado. Algunas de estas comunidades judías alcanzaron una importancia considerable, como fue el caso de la ciudad de Alejandría, donde, si hacemos caso de las cifras que proporciona Flavio Josefo, había instalados más de cien mil judíos, que habrían ocupado uno de los cinco barrios en los que estaba dividida la ciudad.
Fue precisamente en Alejandría donde se llevó a cabo la iniciativa de traducir al griego los libros que componen el llamado Pentateuco del Antiguo Testamento a comienzos del siglo III a.C. Dicha traducción fue conocida como la Septuaginta (setenta en latín) a causa de la leyenda que atribuye su realización a setenta y dos estudiosos cuidadosamente elegidos por el sumo sacerdote entre los sabios judíos a instancias del monarca Tolomeo II, que estaba interesado en incorporar a su famosa biblioteca el texto fundamental de la legislación judaica. El documento más antiguo con que contamos para conocer los detalles y las circunstancias de tan trascendental empresa es un texto problemático que ha suscitado numerosas discusiones y debates entre los estudiosos. Se trata de la denominada Carta de Aristeas a Filócrates, que data probablemente de mediados del siglo II a. C. y en la que se narran las condiciones y los esfuerzos realizados para llevar a cabo la traducción griega de la Biblia por iniciativa de Demetrio de Falero, el filósofo peripatético ateniense que fue consejero del rey e impulsor de la fundación de la biblioteca de Alejandría. Es evidente que el autor de la mencionada carta asocia, sin demasiados escrúpulos históricos, la figura del más glorioso de los Tolomeos, el segundo, con el célebre inspirador de la biblioteca, a pesar de que resulta imposible que Demetrio, que fue consejero y amigo de Tolomeo I, a quien asesoró seguramente a este respecto, continuase su labor bajo su sucesor, sobre todo si se tiene en cuenta que lo mandó apresar y asesinar al inicio de su reinado por haber tomado partido por el heredero real equivocado. Sin embargo, Tolomeo II debió de aprobar los motivos eminentemente prácticos que impulsaron a su padre a acometer dicho proyecto, como era el conocimiento de la ley judaica que regía sobre una parte importante de sus súbditos, integrándola así dentro del aparato jurídico y legal tolemaico, que ya había emprendido también con esta misma intención la traducción al griego del derecho consuetudinario demótico egipcio.
La traducción de la Biblia al griego cumplió también con otro tipo de expectativas, como era la necesidad de proporcionar a los judíos de la diáspora, que habían olvidado hacía ya tiempo en buena media el hebreo y hablaban casi sólo en griego, el texto fundamental de su libro sagrado. El olvido progresivo del hebreo entre las comunidades judías de la diáspora había hecho necesario que se hicieran transcripciones al griego del texto hebreo con el fin de que al menos resultara legible, a pesar de que los oyentes siguieran sin enterarse prácticamente de nada. La imperiosa necesidad de contar con un texto traducido que todos pudieran entender para su lectura en el culto de las sinagogas y para su estudio privado era así un hecho evidente. Sin embargo, no cabe achacar a esta circunstancia toda la responsabilidad de la decisión adoptada. Por un lado, sabemos de la prohibición vigente entre los judíos de poner por escrito las traducciones orales improvisadas, al menos del arameo, existentes desde antiguo, y por otro, el hecho de que la complicada empresa se proyectara y se llevara a cabo de forma repentina parece haber obedecido a la iniciativa real, que conjugaba de este modo la curiosidad por las legislaciones y sabidurías extranjeras, que ya había impulsado Demetrio, con el deseo político de controlar mejor una comunidad importante como la judía, pero respetando su especial particularismo. Pero con independencia de los que puedan haber sido los deseos y previsiones de sus promotores originales, la Septuaginta se convirtió en el patrimonio exclusivo del pueblo judío que hablaba griego, que disponía a partir de entonces de una manera cómoda y asequible de su legado sagrado fundamental. Serán a partir de ahora las propias aspiraciones y necesidades de culto de la propia comunidad judía las que propicien e impulsen la traducción de los libros restantes e incluso traducciones posteriores como las de Aquila, Símmaco y Teodoción.
Sin embargo, la traducción de la Biblia al griego no significó en modo alguno un acercamiento de los griegos a la cultura judaica, que siguieron ignorando de forma notoria a pesar de su cercanía, ahora dentro de los límites de una misma ciudad como Alejandría. La Septuaginta no parece haber contado con muchos lectores griegos, al menos a lo largo de los tres siglos que siguieron a su realización, ni tampoco parece haber despertado el interés de los autores griegos durante este mismo período. Los estudiosos del célebre museo y de la famosa biblioteca de la ciudad no parecen haber mostrado gran interés en el conocimiento de la cultura judía y su modo de discurso profético tan característico. La Carta de Aristeas, con su descripción puntual y detallada de las previsiones reales, encaminadas a conseguir un texto preciso y fundamentado en la sabiduría de los traductores hebreos, abogaba ciertamente a favor de la validez y fidelidad de la traducción de cara a un auditorio judío exterior al propio Egipto, el de la misma Judea, que podía mirar con recelo tan atrevida empresa. Pero al mismo tiempo, es probable qu fuera destinada también a un auditorio griego con su relato en forma de simposio en el que el rey somete a los estudiosos judíos a todo tipo de preguntas sobre cuestiones vitales, como el mejor gobierno y la realeza, del que salen bien parados convalidando de este modo su sabiduría particular. Quizá se pretendía suscitar de esta forma entre la comunidad griega, utilizando procedimientos característicos de su literatura como la confrontación intelectual, el interés por un producto cultural y religioso que contenía en su interior toda la sabiduría del pueblo judío, sobre todo ahora que aparecía ya validada y después de casi un siglo después de su aparición en griego en el que apenas habían mostrado el menor aprecio por ella.
A pesar de que los judíos adquieren ya vida propia dentro de la literatura griega a partir de finales del siglo IV a.C. con obras como la de Hecateo de Abdera, que compuso un tratado sobre los judíos, incluido quizá en su obra más amplia sobre Egipto de claro carácter propagandístico a favor de Tolomeo I, eran presentados siempre bajo la óptica distante de la etnografía utópica griega, que acababa de descubrir además la admiración por las sabidurías orientales de indios y persas, de las que los judíos constituían simplemente una parte más. Ése es el sentido de las menciones de los judíos como filósofos que aparecen en personajes tan destacados como los peripatéticos Teofrasto y Clearco de Solos, sin duda los más ilustres testimonios que acreditan el escaso interés de los griegos por la cultura judía en general. Sólo tras la conversión al cristianismo de una buena parte del mundo mediterráneo, la traducción griega de la Biblia alcanzó más tarde a los lectores griegos. Serán los propios autores judíos escribiendo en griego los que aporten en este terreno los granos de arena más sustanciales en esta campaña de difusión.
La Septuaginta tuvo efectivamente importantes repercusiones en el terreno judío, ya que suscitó una rica literatura en griego que constituye un importante testimonio de la vitalidad del judaismo helenizado. Sirvan de ejemplo los escritos filosóficos de Aristóbulo, que aplicó el método alegórico de los griegos a la interpretación de la Biblia y dedicó a Tolomeo VI una explicación de los libros de Moisés, cuyas lecciones habrían influido decisivamente en filósofos como Pitágoras y Platón o en poetas como Homero, Hesíodo, Orfeo y Arato. La defensa de la supremacía y validez de la cultura judía, presentada ahora a los griegos en una clara postura apologética del propio legado cultural, fue emprendida también anteriormente por otros autores como Demetrio, que intentó establecer una cierta precisión cronológica en la historia bíblica, Eupolemo, que presentó a Moisés como el primer sabio que enseñó el alfabeto a los judíos, de quienes lo adoptaron más tarde fenicios y griegos, y Artápano, que convierte también a Moisés en el primer gran héroe cultural y en el gran benefactor de la humanidad. La mayoría de ellos adoptaron las formas literarias propias del helenismo, como la poesía épica, el drama, el relato histórico o el tratado filosófico, pero las pusieron al servicio del fortalecimiento del judaismo dentro del mundo cultural en el que vivían inmersos, que no era otro que el de la cultura y la lengua griegas.
La helenización judía y su integración dentro de la vida política del reino tolemaico no significaron, sin embargo, en ningún momento el abandono de sus creencias religiosas y de sus costumbres singulares. Su extraordinaria vitalidad se pone de manifiesto a través de las numerosas sinagogas y «casas de la plegaria» (proseucos) extendidas por todo el país, cuyas dedicatorias, escritas en griego, implican el apoyo del poder real. Apenas se registran tampoco casos de apostasía, salvo algunos bien conocidos, como el del célebre Dositeo, que llegó a ser sacerdote del culto a Alejandro y a los Tolomeos divinizados. Una buena muestra de esta curiosa síntesis del judaismo helenizado de Alejandría es la figura destacada de Filón, autor entre otras obras de un amplio comentario alegórico a la ley mosaica en el que pone de manifiesto su dominio de los conceptos de la filosofía griega, pero sin que ello le suponga transigir para nada sobre la observancia de los preceptos rituales y jurídicos propios del judaísmo. Nacido al inicio de la dominación romana del país a finales del siglo I a.C, y miembro activo de los medios cultivados y adinerados de Alejandría, constituye un ejemplo excepcional, por el grado de conocimiento que poseemos de su obra, de la intelectualidad judía de la época en sus intentos por armonizar el helenismo cultural del que provenían y la fe ancestral de sus orígenes. Según la fórmula acuñada en su día por el célebre cardenal francés Daniélou, autor de un estudio monográfico sobre este personaje, Filón trató de aunar su cultura helenística, su lealtad romana y su fe judía. Filón era al mismo tiempo un discípulo de Platón y de los llamados terapeutas judíos, una comunidad de monjes que vivían a la orilla del lago Mareótide. Alababa la traducción de los Setenta hasta el punto de considerarla el resultado de un designio divino. Con su comentario de los textos sagrados de los judíos pretendía que fueran aceptados por los paganos cultivados al presentarlos dentro de un sistema de interpretación que les resultaba familiar y accesible a través de la larga serie de comentarios de esta clase aplicados a los textos poéticos. Su obra constituye de este modo la primera confluencia sistemática de la reflexión derivada de un sistema filosófico profano y de una religión revelada. Representa, en definitiva, la mezcla de una cultura tendente a lo universal como la griega y una religión revelada que, por el contrario, tendía a establecer un vínculo particular entre el hombre y la divinidad, entre un pueblo y su dios, como ha señalado Jean Sirinelli.

Los griegos y el cristianismo

El cristianismo aparece asociado a la lengua y la cultura griega desde sus inicios, si tenemos en cuenta que el término utilizado para designar a la nueva religión, «cristianos», se acuñó a partir de una palabra griega, christós («el ungido») —aunque el término general «cristianismo», opuesto a helenismo y «judaismo», es completamente extraño griego—, y que su libro sagrado, el Nuevo Testamento (kainé diathéke, cuya traducción más precisa es «nueva alianza»), fue escrito también en griego. La nueva doctrina hizo también sus primeros progresos entre los hablantes griegos de las grandes ciudades del Mediterráneo oriental, como Antioquia, Éfeso o Corinto, y el gran artífice de su difusión por buena parte del imperio romano fue un judío helenizado de Tarso, llamado Paulo (San Pablo), que, aunque era bilingüe, decidió escribir en griego por ser éste el medio más indicado para conseguir una mayor difusión entre las gentes de la parte oriental del imperio, dado que además de ser la lengua más extendida en aquel ámbito era también la que gozaba de mayor prestigio por toda su rica tradición cultural. La lengua griega, con su enorme flexibilidad a la hora de adoptar contenidos bien diversos, pareció la más adecuada para contar en un lenguaje llano la historia del fundador de la nueva religión, Jesús de Nazaret, y proporcionó al mismo tiempo a una doctrina relativamente simple, tal y como se expresa en el famoso sermón de la montaña, un lenguaje técnico mucho más rico y variado, así como todo el andamiaje conceptual que resultó absolutamente indispensable para la organización doctrinal de la primera Iglesia. Como señaló en su día el estudioso alemán Werner Jaeger, «con el uso del griego penetra en el pensamiento cristiano todo un mundo de conceptos, categorías intelectuales, metáforas heredadas y sutiles connotaciones». Efectivamente, gracias a la utilización del aparato conceptual y terminológico de la filosofía griega, el cristianismo pasó de ser una simple secta más desgajada del judaismo a convertirse finalmente en una religión de carácter universal.
La elección del griego para redactar de forma definitiva el Nuevo Testamento resulta efectivamente muy significativa, ya que su composición estuvo basada seguramente en tradiciones orales más antiguas que remontaban quizá a los primeros momentos de la nueva doctrina, cuando el medio de comunicación habitual era el arameo y no el griego. De hecho, parece bien probada su conexión con la Septuaginta a través de diferentes citas, de algunos ecos manifiestos y de ciertas resonancias lingüísticas, como el uso de algunas palabras y construcciones propias de la versión griega del Antiguo Testamento. La Septuaginta fue en seguida adoptada por la Iglesia como la versión canónica de la Biblia y se transmitió en los manuscritos junto con el Nuevo Testamento. Es muy posible que Jesús, aunque fuera de manera rudimentaria, conociera el griego, si bien su lengua materna debió de ser un dialecto arameo, ya que tuvo que ser en griego como habló con una mujer de dicha procedencia cerca de Tiro o con el magistrado romano Poncio Pilato. Algunos de sus discípulos llevan también nombres claramente griegos, como Andrés, Filipo o Cleofás, y entre sus primeros seguidores se encontraban también miembros de las élites dirigentes, como José de Arimatea, que debían hablar griego. De clara matriz griega son también los nombres con los que se conocen las diferentes partes del Nuevo Testamento, como los Evangelios —término que significa la «buena nueva», claramente indicativo del deseo proselitista y universalista de la nueva religión—, los Hechos de los Apóstoles (Práxeis) y el Apocalipsis (la revelación), y casi todos los términos que designan la propia institución de la iglesia naciente y a sus miembros, como ekklesía, que era en griego «asamblea», y «apóstoles», que significaba «enviados». Los cristianos en los primeros 150 años de su historia hablaron y escribieron exclusivamente en griego hasta que su expansión posterior por regiones cuyos habitantes no hablaban dicha lengua significó la pérdida progresiva de esta abrumadora hegemonia lingüística. Así en Roma, a finales del siglo IV d.C, se autorizó la utilización del latín como lengua oficial de la liturgia en lugar del griego. Algo similar sucedió en el terreno de la literatura, donde hasta el año 180 d.C, en que da comienzo la producción latina, el griego fue la única lengua de los escritores cristianos. Incluso después de este momento, la mayor parte de los grandes escritores cristianos del 200 al 300, como Tertuliano, Lactancio o Ambrosio, eran todavía capaces de entender el griego e incluso quienes como San Agustin se veían ya incapaces de comprender esta lengua demostraban en cambio un buen conocimiento de la cultura griega a través de las traducciones latinas.
Sin embargo, los autores del Nuevo Testamento no eran griegos sino hebreos y, a pesar de que hablaban sin duda dicha lengua, no formaban parte de las élites dirigentes hebreas que la utilizaban con frecuencia como lengua de cultura y como medio de integración dentro de la cultura internacional de la época. Su principal objetivo era transmitir el mensaje cristiano a la gente común y por ello utilizaron la lengua cotidiana que se hablaba en la calle en aquellos momentos. Sin embargo, al menos algunos de sus autores no son tan ignorantes e incultos como pretenden parecer, ya que algunas citas literarias y ciertos aticismos presentes en la obra delatan su relativa formación cultural dentro de la tradición literaria helénica. Destacan, no obstante, por la simplicidad y eficacia de la expresión con la que supieron transmitir unos contenidos que no resultaban precisamente muy familiares para la mentalidad helénica. Un mensaje que predicaba el anuncio de la inminencia del fin del mundo y el advenimiento del reino de Dios resultaba efectivamente mucho más próximo y comprensible dentro de los medios proféticos del judaismo, del que originariamente el cristianismo había formado parte, que de la tradición cultural griega. Sin embargo, bastaba la utilización de un término fundamental de la filosofía griega como el de logos, que aglutina entre sus muchos significados los de «razón», «discurso» y «palabra», al inicio del evangelio de Juan, para introducir el mensaje cristiano dentro del mundo cultural intelectual griego. La adopción de este término y su identificación con la figura de Jesús permitieron al cristianismo no sólo presentarse como filosofía dentro de los ambientes culturales helénicos, sino convertirse, dentro de su propia lógica, en la filosofía eterna que habría de superar y dejar obsoletas a todas las que le habían precedido. En función de la riqueza de valores semánticos que asumía dicho término, como ha señalado el estudioso francés de la filosofía antigua Pierre Hadot, la Palabra de Dios podía ser concebida como razón que crea el mundo y que guía el pensamiento humano. Dicha noción fue también ampliamente utilizada por los apologistas cristianos a partir del siglo II d.C. en sus esfuerzos por presentar, y justificar, el cristianismo ante el mundo grecorromano de una manera que resultara comprensible. Una de las vías que eligieron para legitimar la nueva doctrina entre los medios intelectuales griegos fue la de presentar el cristianismo como la culminación exitosa y definitiva del largo camino de búsqueda y reflexión que había iniciado hacía largo tiempo la filosofía griega. Así, el reconocimiento de que el Logos se había ido manifestando a lo largo de la historia del mundo, primero de una forma seminal que había ido haciendo su aparición en diferentes pensadores y escuelas, hasta alcanzar su definitiva y completa culminación en la persona del salvador, otorgaba a la figura de Jesús el carácter de maestro de la verdadera filosofía entre los hombres y convertía de golpe a las doctrinas y pensadores precedentes en simples realizaciones parciales del mismo. Ése fue el camino elegido, por ejemplo, por Justino, uno de los más importantes apologistas cristianos en el siglo II d.C, que se presentaba explícitamente como un filósofo que se había iniciado sucesivamente en los diferentes sistemas en busca de la verdad sin hallar plena satisfacción en ninguno de ellos hasta que abrazo el cristianismo. De esta manera fue el primer escritor cristiano que trató de tender un puente entre el cristianismo y la filosofía griega. Otro de los principales apologistas cristianos fue Clemente de Alejandría, en la segunda mitad de ese mismo siglo, continuó en la misma dirección al darse cuenta de que debía convertir la fe cristiana en un sistema de pensamiento cuyos inevitables fundamentos se hallaban dentro de la filosofía griega. En la línea de Justino reconoció entre los testigos sobresalientes del progresivo advenimiento del Logos no sólo a destacadas personalidades de la filosofía griega, como Sócrates y Platón, sino también a los pensadores religiosos más sobresalientes entre los persas, los indios o los egipcios. Trató de mostrar cómo la fe y la filosofía, el evangelio y el saber pagano se complementaban entre sí. El cristianismo aparece así en sus escritos como la coronación de todas las verdades contenidas en las diferentes doctrinas filosóficas. Clemente abogaba, más que por la confrontación abierta con el viejo sistema anterior, por su superación, razonada a través del reconocimiento de una serie de doctrinas válidas que, sin embargo, no habían alcanzado todavía su culminación definitiva hasta la llegada de Jesús. Perteneciente a la misma escuela cristiana de Alejandría que Clemente, Orígenes, formado también en la sabiduría griega, intentó una audaz síntesis especulativa entre el platonismo y el cristianismo mediante una exégesis alegórica de los textos bíblicos de carácter radical.
Pero no todo fueron intentos de conciliación, más o menos afortunados. Entre los primeros intelectuales cristianos hubo también reacciones mucho más virulentas que negaban de plano toda su validez a la cultura griega y abogaban de forma enardecida por la superioridad incuestionable de la doctrina cristiana frente a cualquier clase de sabiduría pagana. Destaca en este terreno el famoso discurso de Taciano contra los griegos, también de mediados del siglo II d.C en el que rechaza y desprecia de manera inequívoca toda manifestación de la cultura griega. Para Taciano las diferentes realizaciones de los griegos eran necias, engañosas, inmorales y carentes de todo valor, llegando a afirmar incluso que los únicos aspectos positivos provenían del legado de los bárbaros, una condición, la de bárbaro, que reivindica orgullosamente para sí mismo como forma de hacer todavía más patente su más completo rechazo de todo aquello que pudiera representar a lo griego. Aunque la obra de Taciano, que terminó sus días en el seno de la herejía, representa quizá la cúspide del rechazo cristiano del helenismo, la crítica acerba de aspectos fundamentales de la cultura griega, como sus cultos y creencias, aparece también de manera destacada en la obra de apologistas mucho más moderados y propicios a un entendimiento con la filosofía griega, como el mencionado Clemente de Alejandría. Los apologistas tan sólo consiguieron demostrar a sus interlocutores paganos que hablaban un lenguaje completamente distinto a pesar de sus pretensiones en el sentido contrario, ya que aspectos tan fundamentales como el recurso a la revelación bíblica y a la profecía continuaban resultando completamente ininteligibles para los griegos.
La reacción antihelena parece de cualquier forma algo desproporcionada. Hasta entonces sólo las razonables alegaciones expuestas en obras como el Discurso verdadero del filósofo platónico Celso, escrito en el último tercio del siglo II d.C, que constituye la primera gran polémica filosófica contra el cristianismo, conocida únicamente a través de la imponente y sistemática refutación a la que le sometió Orígenes a mediados del siglo siguiente, constituían el núcleo de los supuestos ataques contra el cristianismo a los que se pretendía dar respuesta con tan furibundos alegatos, como los ya citados de Taciano o los de Tertuliano, que rechazaba atinadamente una y otra vez incluso la utilización de términos como filosofía o sabiduría de este mundo e hizo famoso el desafiante lema: «¿qué tiene que ver Atenas con Jerusalén, qué la Academia con la Iglesia?». Sólo las acometidas posteriores mucho más contundentes, lanzadas ahora sí ya con todas sus consecuencias, habrían requerido una réplica tan violenta y furiosa por parte de los apologistas cristianos. El primero tuvo lugar dentro del terreno del debate ideológico por parte del neoplatónico Porfirio, a finales del siglo III d.C, quien en un tratado titulado Contra los cristianos que ocupaba nada menos que quince libros utilizó como arma principal la crítica histórica para demostrar, por ejemplo, el carácter tardío de obras como el Libro de Daniel. El segundo, dentro ya de la acción directa, fue la desesperada e ilusoria tentativa del emperador Juliano, quien a mediados del siglo IV d.C. hizo todo lo que estuvo en su mano por sustituir un cristianismo, que ya había echado importantes raíces en la sociedad del momento, por una curiosa versión del helenismo adobado con tintes religiosos que concluiría sin éxito con la trágica muerte de su promotor. Juliano escribió diversas obras en las que aparecen de una manera o de otra continuos ataques al cristianismo, pero donde concentró toda su artillería pesada contra esta religión era en su obra, hoy perdida, Contra los galileos, escrita en tres libros en los años finales de su corta existencia.
Entre las muchas tentativas emprendidas por Juliano en su infructuoso proyecto de eclipsar un cristianismo ya imparable figura curiosamente la prohibición expresa a los cristianos de enseñar la literatura clásica griega, con el coherente argumento de que resultaban completamente inadecuados para cumplir debidamente con dicha tarea didáctica a la vista del repudio que profesaban hacia los dioses y las creencias paganas. Esta extraña compatibilidad entre la sabiduría antigua expresada en la literatura griega y las exigencias doctrinales de la nueva religión era en muchos casos una práctica relativamente corriente si tenemos en cuenta que el apologista cristiano Basilio el Grande había escrito un tratado sobre la utilidad que los escolares cristianos podían obtener del estudio de la literatura, la retórica y la filosofía griegas si se sabía llevar a cabo una selección adecuada de los contenidos de dichas materias y se daba preferencia a su forma sobre su contenido (proceso concentrado en el celebre adagio «recoge las rosas, no las espinas»). Ciertamente el propio tratado de Basilio revela las incomodidades e incoherencias que implicaba dicho intento de conciliación, pero lo cierto es que tales iniciativas debieron de alcanzar una cierta dimensión cuando Juliano consideró necesario proclamar un decreto para atajar por la raíz un tipo de práctica que contravenía frontalmente sus propósitos de desalojar del todo al cristianismo de su posición dominante imponiendo en su lugar la vieja sabiduría pagana. El eclecticismo demostrado por Basilio fue tan sólo una de las dos líneas de pensamiento utilizadas por los primeros padres de la Iglesia para conseguir el casi imposible objetivo de «inmunizar» la perniciosa ideología pagana sin necesidad de proceder a su completo rechazo, como propugnaban individuos del talante de Taciano o Tertuliano. El otro camino utilizado en esta dirección fue el uso de la alegoría, que implicaba que el verdadero significado del mensaje de los autores antiguos no se hallaba en la superficie del texto, sino que permanecía oculto bajo un velo alegórico tras el que cabía descubrir su auténtico valor moral, lo que daba lugar a extravagancias tales como interpretar el retorno de Ulises y sus innumerables aventuras como el viaje del alma hacia el cielo tras superar los infinitos escollos de la tentación puestos en su camino.

Las claves del legado griego

Constituye un hecho incuestionable que la tradición intelectual griega contribuyó de manera decisiva a la configuración del pensamiento cristiano. Como señaló el historiador Cristopher Dawson, que ocupó la cátedra de asuntos católicos en Harvard, la mayor y más sorprendente paradoja de la cultura europea la constituye el hecho de que el cristianismo se expandiera y desarrollara a través del soporte oportuno de una civilización y de una tradición intelectual a las que en esencia resultaba tan incompatible y contrario. Sin embargo, la lista de las decisivas contribuciones del helenismo a la doctrina y práctica cristianas es considerable, como ya demostró en su día Werner Jaeger. Además de la lengua, a la que ya hemos hecho referencia en el apartado anterior, el cristianismo tomó también prestado del helenismo aspectos fundamentales de su filosofía, su literatura, sus técnicas retóricas e incluso de sus formas de culto, en particular de las denominadas religiones mistéricas, que irrumpieron con fuerza en el mundo griego a partir del siglo IV a.C.
Comencemos este breve repaso por la filosofía. El platonismo, con su interpretación idealista de la realidad, fue sin duda el principal ingrediente ideológico de la nueva religión. Dicha escuela poseía numerosos elementos capaces de suscitar la atracción de los cristianos, como la idea de la trascendencia e inmutabilidad de Dios, la de la creación del mundo, el irrenunciable dualismo de alma y cuerpo y la proclamación consiguiente de la inmortalidad del alma. También incidieron sobre el pensamiento cristiano, aunque en menor medida, otras escuelas filosóficas griegas, como el Liceo de Aristóteles con su doctrina realista del ser y el conocimiento, su teoría de la sustancia y el accidente y sobre todo su aplastante lógica, que proporcionaba una inestimable ayuda a la hora de confeccionar y formular las argumentaciones. De los estoicos adoptaron importantes elementos de su cosmología y de sus principios éticos, de los cínicos la doctrina de una vida simple y de los escépticos un considerable arsenal de argumentos que utilizaron para atacar determinadas doctrinas filosóficas o la filosofía en general. Aparte del camino ya trazado por Filón de Alejandría, que fue muy leído por los autores cristianos, dentro del propio caudal de la filosofía griega existía ya desde hacía tiempo toda una tradición de teológica sistemática, cuyas cumbres más significativas eran el Timeo y el libro X de las Leyes de Platón, que sirvió sin duda de modelo para la configuración decisiva de la teología cristiana. A partir de estas tendencias los filósofos empezaron a ser considerados guías espirituales que ayudaban a los hombres a encontrar el camino hacia la divinidad y, de hecho, su pensamiento al respecto se convirtió en una parte cada vez más central e importante de sus enseñanzas filosóficas. La propia noción filosófica de progreso espiritual, basada en la lectura exegética de los textos fundamentales de las diferentes escuelas, será el fundamento principal de la formación y de la enseñanza cristiana. Incluso en manifestaciones aparentemente extremas y hostiles al helenismo, como el fenómeno del monaquisino, se hará también patente la incidencia de la tradición filosófica griega a través de la permanencia de categorías profanas como la paz del alma, la ausencia de pasiones o la exigencia de llevar una vida conforme a la naturaleza y la razón. El propio Tertuliano, tan hostil a la filosofía, dejó patente en sus obras que estaba imbuido de la física y antropología materialistas del estoicismo. Incluso las controversias doctrinales surgidas en el interior del cristianismo a lo largo de los siglos IV y V d.C. en torno a la Trinidad y a la figura de Cristo son en gran medida el resultado de sutiles análisis filosóficos, aunque quizá mal orientados, por parte de algunos agudos pensadores que eran ahora ya teólogos cristianos al hieros logos (discurso/palabra sagrada) cristiano. No se olvide que el mismísimo Arrio, iniciador de una de las más prolíficas herejías, poseía un buen dominio de la dialéctica aristotélica y que el paladín de la ortodoxia, Atanasio, asimiló una buena parte de la ontología platónica en su pensamiento teológico. En definitiva, quizá conviene recordar que no se trataba de otra cosa que de orientar casi en exclusiva toda la reflexión y el pensamiento hacia la parte más espiritual de la persona humana, enfocando la atención sobre uno mismo, algo que ya constituyó uno de los ejes esenciales del estoicismo y después del neoplatonismo en el campo de la filosofía griega.
En el terreno de la literatura cabe señalar la adopción de algunos modelos literarios griegos, como la epístola, según el modelo de los filósofos griegos, o los hechos (práxeis), un conjunto de actos y doctrinas de hombres sabios y famosos recopilado por sus discípulos. A éstos se añadieron después otros como la «didaqué», el «apocalipsis» y el sermón, este último una versión modificada de la diatriba de la filosofía griega popular que tenía por objeto trasladar las doctrinas de cínicos, estoicos y epicúreos al pueblo. Existieron también una especie de opúsculos o folletos de carácter filosófico o religioso, como los que la secta de los órficos difundían de casa en casa, según el testimonio de Platón, o los que servían como medio habitual de propaganda de diversas creencias religiosas, sobre todo a partir de la época helenística, y que Plutarco aconsejaba a las mujeres casadas que se abstuvieran de recibir en sus hogares si no querían tener serios disgustos con sus maridos. Esta clase de literatura menor incluía el uso de frases o símbolos, como el de la Y, que indicaba la existencia de dos caminos entre los que era necesario elegir, usado por los pitagóricos, y que luego se convirtió en un motivo más de la retórica habitual cristiana. Incluso algunos de los aforismos éticos que contenían este tipo de obras pasaron también al cristianismo transformados ahora en mandamientos, como el principio presente en el tratado sobre el ánimo de Demócrito que aconsejaba no emprender demasiadas actividades si se quería gozar de la paz de espíritu. A fin de cuentas, la educación literaria tradicional, basada en Homero y los demás poetas griegos antiguos, constituía el fundamento de la paideía (educación) que continuaban recibiendo tanto los cristianos ortodoxos como los heréticos. La extraordinaria familiaridad con buena parte de la literatura clasica y con sus procedimientos retóricos y estilísticos que demuestran los denominados padres capadocios, entre lo que se cuenta el ya mencionado Basilio, en pleno siglo IV d.C. constituye una prueba concluyente de esta continuidad educativa.
El proceso de helenización que afectó al cristianismo no se limitó sólo al dogma, que resultó ampliamente reforzado y consolidado desde el punto de vista conceptual provisto ahora del andamiaje intelectual de la filosofía griega, sino que dejó sentir también sus poderosos efectos sobre el resto de sus actividades, como la liturgia, la ética, el misticismo, la iconografía y el simbolismo artístico. La influencia, más o menos consciente, ejercida por los cultos y religiones mistéricas parece un hecho incuestionable. Algunos elementos fundamentales en este tipo de cultos, como la comunión, la teofagia (o ingestión figurada del dios), el banquete común entre los miembros que formaban la asociación del culto y en general la propia concepción del banquete mistérico, tuvieron una influencia destacada en el cristianismo, donde fueron adaptados y transformados dentro de su propio discurso. Algunos términos como los de gnósis (conocimiento), mustérion (misterio), sophía (sabiduría), kúrios (señor) y sotér (salvador), que eran frecuentes en los cultos paganos, desempeñan un papel importante en las epístolas paulinas y en toda la tradición eclesiástica posterior. Hasta el término fundamental de «conversión» está tomado de Platón, para quien la aceptación de una filosofía significaba en primer lugar un cambio radical de vida.

Una cuestión de incompatibilidades

No puede decirse lo mismo de la incidencia del cristianismo sobre la cultura griega, que siempre consideró extraña la nueva doctrina e ininteligible un mensaje que contravenía en muchos aspectos algunos de los patrones y esquemas fundamentales de la mentalidad helénica. Resulta significado a este respecto el fracaso de San Pablo en Atenas, cuyo auditorio encontró completamente absurdas e incomprensibles afirmaciones tan tajantes como el anuncio de la resurrección de los muertos. De hecho, no existió nunca una comunidad cristiana de relieve en lo que podríamos considerar el corazón de la vieja Grecia, entendiendo por tal el continente helénico y las islas, ya que los principales centros de la Cristiandad antigua de lengua griega fueron ciudades como Constantinopla, Antioquía, Jerusalén y Alejandría, ciudades en las que la cultura griega se había entremezclado profundamente con otras de procedencia indígena u oriental, pero no, en cambio, Atenas, donde las escuelas filosóficas continuaron largo tiempo en plena actividad hasta su cierre definitivo por orden del emperador Justiniano en el siglo VI d.C. Esta particular resistencia griega al cristianismo aparece ilustrada en hechos tan emblemáticos como la petición del gobernador imperial de la provincia de Acaya (es decir Grecia) para que el emperador Constantino no hiciera efectiva en su circunscripción su prohibición de los sacrificios nocturnos. Es igualmente significativo el hecho de que a pesar de la creación sistemática de un imperio cristiano durante el siglo VI d.C, se creyera todavía necesaria en Grecia una conversión en masa en pleno siglo IX d.C.
Al igual que sucedía con el judaismo, existían importantes diferencias entre los presupuestos básicos de la mentalidad griega y muchas de las actitudes y creencias cristianas. Las severas críticas vertidas por el cristianismo contra los mitos y cultos tradicionales helénicos constituían ya de por sí una barrera casi infranqueable para el mutuo entendimiento. Las críticas vertidas por algunos pensadores griegos como Jenófanes sobre la endeble moral de los dioses en los poemas homéricos no socavaron su predominio cultural y moral. Sin embargo, dicha postura alcanzó ahora con los apologistas cristianos unos términos de gran virulencia inclusive entre aquellos que, como Justino o Clemente de Alejandría, se habían mostrado partidarios del entendimiento entre ambos mundos y no eran reacios a reconocer su deuda con la sabiduría pagana. Los cristianos mostraron ademas una particular intolerancia en este terreno, ya que también les molestaba especialmente la abundancia de estatuas consagradas a los dioses que llenaban las ágoras y templos de las ciudades griegas, consideradas por ellos meros ídolos, como revela el malestar que San Pablo experimentó durante su estancia en Atenas «al ver la ciudad llena de ídolos», según se relata en los Hechos de los Apóstoles. De hecho, los apologistas cristianos consideraban la idolatría la fuente de todos los vicios, suprimiendo así de un golpe uno de los aspectos básicos de la concepción griega de la divinidad, como era su plasmación en imágenes «a la medida humana» a la vista de todos a través de las espléndidas representaciones de los dioses que eran objeto de culto en templos y santuarios. Los cristianos condenaban también los espectáculos teatrales que tanta importancia desempeñaban en la vida comunitaria de las ciudades griegas. Tampoco resultaba congeniable la estricta moral cristiana con relación al cuerpo, que exaltaba la virginidad, con la relativa desinhibición de las costumbres griegas en este terreno, a la vista de las numerosas muestras pictóricas sobre cerámica que representan escenas ostensibles de sexualidad.
Contrastaban también aspectos fundamentales de la ética que tenían que ver con la consideración y respeto hacia el prójimo, un campo en el que la mentalidad griega se permitía una serie de licencias y «descuidos» que escandalizaban el rígido código de conducta moral cristiano. Así, por ejemplo, la práctica de la venganza, perfectamente reconocida como motivo de acción judicial en los tribunales atenienses, contrastaba abiertamente con la doctrina del perdón o con la fórmula todavía mucho más generosa de «poner la otra mejilla», comportamientos que habrían resultado del todo inasumibles y hasta completamente absurdos para la mayoria de los griegos. El cristianismo había reducido además de manera significativa las barreras existentes en el interior de la sociedad humana que hasta entonces habían sido consideradas como prácticamente infranqueables, como las diferencias entre griegos y bárbaros, individuos libres y esclavos u hombres y mujeres. Los griegos, además, sentían un desinterés proverbial por una doctrina nueva que no contaba con avales suficientes de garantía por lo que a su antigüedad respectaba, confrontados sobre todo con los de la propia cultura griega, que sí supo reconocer algún destello de admiración por otras culturas más milenarias como Egipto, Persia o la India. Esta circunstancia promovió la polémica, primero con los autores judíos y después con los cristianos, empeñados en demostrar a toda costa a los incrédulos griegos la mayor antigüedad de sus creencias y hasta la dependencia servil de los principales pensadores y poetas de Grecia con relación a los profetas hebreos como Abraham o Moisés.
Incluso la propia forma de expresión literaria que daba cabida a las ideas experimentó un profundo cambio con el triunfo del cristianismo. La tradición intelectual griega rechazaba la forma dogmática del tratado y se inclinaba más bien a favor de la discusión abierta y el diálogo —recuérdese que no en vano éste es el término que designa las obras de Platón—, que implicaban un espíritu de tolerancia que en buena medida impregnó casi siempre el debate intelectual en el mundo griego. El respeto de las opiniones ajenas y el reconocimiento del derecho al error, sin que ello significara excluir el rigor en la polémica y a veces una cierta ironía critica, fueron las normas imperantes con contadas excepciones. En cambio, con la llegada del cristianismo se adoptó la forma del tratado, que excluía la confrontación pacífica de los diferentes sistemas de pensamiento para dar paso a una auténtica guerra ideológica en la que la verdad revelada, iirrefutable por definición, se oponía victoriosa sobre el error disidente, obligando de manera clara a los lectores a decantarse con firmeza y cuidado del bando adecuado en lugar de invitarles al debate intelectual, aunque fuera utilizando una cierta trampa que encaminaba sutilmente al oyente hacia la tesis partidista expuesta, como ocurría en el terreno de la filosofía griega.
Este espíritu de tolerancia caracterizaba igualmente las actitudes religiosas de los griegos, prestos casi siempre a reconocer en las divinidades ajenas traducciones locales, a veces estrafalarias y bajo un nombre distinto, de un dios más familiar que ya formaba parte del panteón helénico (lo que se denomina como la famosa interpretatio graeca), o a adoptarla en su interior sin más preámbulos si lo consideraban necesario por haber reconocido en su culto o en sus manifestaciones un tipo de poder que faltaba en sus dominios o que se hallaba representado en él de forma incompleta. Cada ciudad honraba y veneraba a determinados dioses a quienes demandaba la satisfacción de sus necesidades y la protección de su territorio. Pero cuando una ciudad ampliaba sus horizontes, se extendía igualmente la gama de cultos religiosos que podía abrazar, como sucedió en el caso de Atenas, cuando su expansión hacia el norte del Egeo le puso en contacto con la cultura tracia y el culto de la diosa indígena Bendis, que fue luego adoptada dentro del panteón ateniense. A veces eran unas circunstancias especiales las que impulsaban la adopción de un nuevo culto, como sucedió también en Atenas con motivo del enfrentamiento con los persas cuando se adoptó el culto de Pan, quien según la creencia Popular había desempeñado un papel capital en la victoria decisiva de Maratón, tal y como el propio dios le había anunciado al famoso Filípides cuando corría hacia Esparta a solicitar la ayuda necesaria o cuando en la última parte del siglo V a.C. se consideró conveniente introducir el culto de un dios de la salud, Asclepio, debido al profundo impacto provocado por la peste que asoló la ciudad durante la guerra del Peloponeso. No existía tampoco ningún afán de proselitismo en la creencia de que la suya era la única religión verdadera. Lo habitual era que un griego rindiera culto a los dioses de un país cuando se hallaba en su territorio y eran frecuentes en Atenas los cultos ajenos practicados por los numerosos extranjeros que habitaban la ciudad en sus momentos de mayor esplendor comercial, si bien no se permitía que dichos cultos interfiriesen en la homogeneidad religiosa de la ciudad, quedando restringidos al simple ámbito privado. Dicha situación contrastaba abiertamente con la actitud cristiana tendente hacia la imposición uniforme, cuando le fue posible, de un único culto y una sola creencia considerada verdadera.
La conversión del emperador Constantino al cristianismo en el 312 d.C. inició un proceso de profundos cambios en el mundo griego que afectaron igualmente al resto del imperio romano. Las persecuciones contra los cristianos cesaron y comenzó a operarse un cambio significativo en el destino final de los recursos imperiales, que iban ahora a parar cada vez más hacia la Iglesia. Los cultos denominados paganos empezaron a sufrir las consecuencias de una legislación hostil contra los sacrificios nocturnos, en la idea de que podían representar un peligro potencial contra la estabilidad del estado y de los particulares. Los sacrificios tradicionales fueron prohibidos en el 391 y se dictaron severas multas para todos aquellos oficiales del imperio que hicieran la vista gorda al respecto. Los propios santuarios experimentaron también las consecuencias al ser en muchos casos la sede de aquellas prácticas consideradas ahora ilegales. En los años finales del siglo IV d.C. las agresiones cristianas contra los santuarios paganos se incrementaron de forma notoria a nivel local, sobre todo donde existían todavía comunidades con cierta fuerza, como en Apamea de Siria, donde el templo de Zeus fue destruido a instancias del obispo local, que contó además con la colaboración de las tropas imperiales, o en Alejandría, donde el santuario de Serapis fue arrasado y saqueado por una multitud enfervorizada. Estos abusos cristianos en contra de los monumentos religiosos griegos se acrecentaron todavía más en el siglo V d.C, amparados incluso en un decreto imperial del 435. El áduton (espacio inaccesible al profano) del templo de Apolo en Delfos (el lugar donde tenía lugar la actividad de la Pitia y se hallaban los principales símbolos sagrados) fue destruido de forma sistemática y se grabaron cruces sobre algunos de los edificios más emblemáticos del santuario. Otros corrieron todavía peor suerte al quedar reducidos a servir como simple cantera de materiales suntuarios de construcción para nuevos edificios sagrados cristianos, como en Éfeso, donde la iglesia de San Juan se construyó parcialmente con materiales procedentes del famoso templo de Ártemis, que había figurado nada menos que entre las siete maravillas de la Antigüedad. Otros, en fin, resultaron sencillamente abandonados al ser considerados lugares habitados por demonios.
Los únicos templos que se salvaron de la quema y la desolación fueron aquellos que acabaron reconvertidos en iglesias, como el propio Partenón en Atenas, al que se le añadió un ábside que obligó a retirar en parte el friso oriental y las figuras centrales del mismo frontón, llegando a mutilarse deliberadamente la mayor parte de las metopas, o el templo de Hefesto, situado en el agora de la misma ciudad, donde todavía se pueden apreciar en la actualidad sus efectos en la bóveda y el ábside, que se construyeron para transformarlo en la iglesia de San Jorge. La situación de extrema precariedad por la que atravesaban la mayor parte de los santuarios paganos tradicionales se pone de manifiesto en la afirmación del filósofo neoplatónico Proclo, quien, según se cuenta en su biografía, cuando acudió al santuario de Asclepio situado en las laderas de la acrópolis de Atenas en busca de la curación de la hija de un amigo, indicó con resignación, no precisamente cristiana, que por entonces se hallaba por fortuna «todavía sin saquear». De hecho, a finales del siglo V d.C. el templo fue saqueado y en su lugar se levantó una iglesia dedicada a San Andrés. Tampoco la literatura declaradamente anticristiana corrió mejor suerte a juzgar por el triste destino que sufrió la obra de Porfirio, que fue quemada en público. Han desaparecido igualmente otras obras de esta misma tendencia, como la del también neoplatónico Celso, cuyas únicas huellas de su existencia para nosotros son las puntuales acotaciones de Orígenes, que intentó refutar su contenido con la mejor honestidad, citando a menudo a su adversario.
En el año 529 el emperador Justiniano apretó todavía más las tuercas a favor del cristianismo con un decreto que ordenaba el bautizo como cristianos de «todos aquellos que todavía se atenían al error impío y maldito de los griegos», bajo la amenaza en caso contrario de quedar excluidos de los cargos públicos y ser inhabilitados como receptores de testamento. Las acciones imperiales y eclesiásticas contra las creencias y prácticas paganas tradicionales se intensificaron a lo largo del siglo VI d.C, como muestra el caso del obispo Juan de Éfeso, que afirma haber bautizado en Asia a ochenta mil fieles y haber construido noventa y seis iglesias y doce monasterios. No corrieron mejor destino las escuelas filosóficas, que fueron cerradas en ese mismo año, tanto las de Atenas como las de Alejandría, por un decreto imperial.
El balance no parece así excesivamente favorable a la vista de las acciones declaradamente hostiles contra el helenismo y sus señas de identidad emprendidas por los emperadores cristianos a partir del siglo IV d.C, con toda su lamentable secuela de prohibiciones, saqueos, abandonos y destrucciones, algunas de ellas tan denodadamente llevadas a cabo como en el santuario de Dodona, donde el árbol sagrado de Zeus, que había sobrevivido intacto desde tiempos inmemoriales que remontaban hasta los inicios de la época arcaica, fue arrancado de sus mismísimas raíces, que penetraban casi en la roca. La ignorancia y el fanatismo propiciaron y secundaron dichas iniciativas, a veces con consecuencias tan dramáticas y feroces como el asesinato de la filósofa neoplatónica alejandrina Hipatia, linchada cruelmente por la multitud a instancias del obispo local.
Sin embargo, la cultura griega inserta en el cristianismo produjo también sus frutos, como la literatura patrística a lo largo de los siglos IV y V d.C. Siguiendo los pasos de Clemente de Alejandría y de Orígenes, se desarrolló la gran literatura de estos dos siglos que completó el proceso de absorción de la cultura griega que aquellos dos brillantes pioneros habían iniciado de forma decidida. Destacan en este terreno la obra histórica de Eusebio de Cesárea, que insertó el cristianismo dentro de la historia universal con su Historia eclesiástica, que tuvo una enorme difusión y convirtió la polémica figura de Constantino en un héroe de la historiografía clásica, así como la tríada de los grandes padres capadocios, Basilio el Grande, Gregorio de Nisa y Gregorio Nacianceno, que supieron verter el contenido doctrinal cristiano en moldes clásicos tradicionales con una gran habilidad, dada su preparación en este terreno, y abogaron por una educación literaria clásica como paso preliminar para el estudio de las Sagradas Escrituras. Su pertenencia de lleno a la cultura griega se pone de manifiesto en la protesta de Gregorio Nacianceno contra el decreto de Juliano que prohibía a los cristianos la enseñanza de la literatura clásica, acusando al emperador de haber modificado fraudulentamente el sentido de la palabra «griego» para aplicarla a la religión en lugar de a la lengua, con la finalidad expresa de excluirlos de una comunidad de la que se consideraban miembros de pleno derecho.
Los intentos de deslindar los elementos puramente griegos del cristianismo, considerados ilegítimos y completamente ajenos a la pureza del mensaje original evangélico que cabía recuperar, emprendidos por los estudiosos protestantes, se remontan al menos al siglo XVI y alcanzan en sus formulaciones mejor conocidas los años finales del siglo XIX con las tesis de Hatch y Harnack, que pretendían restituir la pureza y simplicidad original del mensaje evangélico primitivo eliminando todo lo que pudiera delatar cualquier indicio de la especulación filosófica griega en la doctrina cristiana antigua. Sin embargo, como ya se ha mencionado en otros capítulos precedentes, las etiquetas de «helenismo», «judaismo» y «cristianismo» no representaban categorías absolutas que resultaban del todo excluyentes entre sí en un mundo en el que las identidades eran mucho más frágiles e intercambiables de lo que se supone en la actualidad. Como ha señalado recientemente Roland Kany, un cristianismo completamente desprovisto de elementos griegos que se habría ido abriendo progresivamente a la influencia de la cultura griega no ha existido jamás. El judaismo dentro del que surge el cristianismo se hallaba ya profundamente integrado dentro de la compleja trama que constituye el helenismo, bien retomando algunos de sus elementos distintivos, bien contraponiéndose a ellos. El cristianismo tendrá en este aspecto un destino similar, y por ello las configuraciones de la relación compleja entre ambos mundos son diversas y variadas y se hallan en dependencia, a veces estrecha, del tiempo y el lugar en que se produjeron. Lo cierto es que resulta de todo punto inimaginable un cristianismo convertido en religión universal, dotado de una organización y una estructura teológicas y expresado en numerosas obras de apología o polémica contra doctrinas heréticas, sin la aportación decisiva y fundamental de la cultura griega que le proporcionó las herramientas necesarias para llevar a buen término sus objetivos. Sin embargo, no conviene olvidar el enorme bagaje cultural del helenismo asimilado en el curso de este largo e intenso proceso, mayor en muchos casos del que muchos cristianos, antiguos y modernos, han sido conscientes» como el mismísimo teólogo alemán Hugo Rahner parece medio dispuesto a admitir. Sin duda se trataba de dos culturas muy diferentes y contradictorias entre sí en sus presupuestos fundamentales y en su forma de ver el mundo en general o de interpretarlo, que convertían los intentos por congeniar y equilibrar sus dos legados en una tarea complicada y difícil desde los tiempos del gran Basilio hasta nuestros días. Quizás, como apunta Peter Green, el inclemente Tertuliano tenía razón después de todo cuando contraponía de modo irremisible Jerusalén y Atenas.

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