La Biblia y los griegos
La relación
del mundo griego con la cultura judaica se remonta posiblemente a los primeros
tiempos de sus respectivas historias cuando a lo largo del segundo milenio los
navegantes micénicos arribaban con cierta asiduidad a las costas palestinas.
Seguramente, judíos y griegos compartieron campañas actuando como mercenarios
al servicio de monarcas babilonios, egipcios y persas a lo largo de los siglos
VII y VI a.C., tal y como ha quedado reflejado en los graffiti de los colosos
de Abu-Simbel, donde junto a las inscripciones en griego aparecen también
textos en arameo que revelan la presencia judía en la que se ha denominado
«legión extranjera» del faraón egipcio Psamético. Se ha sugerido incluso la
posibilidad de que existiera un establecimiento militar de mercenarios griegos
que actuaban al servicio del rey de Judea al norte de la capital filistea
Asdod, donde se ha encontrado también, por cierto, una gran cantidad de
cerámica ática de finales del VI y comienzos del V a.C. Sin embargo, a pesar de
estos contactos, la realidad es que ambas culturas parecen haberse ignorado
mutuamente hasta la época helenística, cuando las conquistas de Alejandro
integraron el territorio judío dentro del nuevo imperio macedonio. Los judíos y
su cultura no aparecen mencionados en las fuentes griegas anteriores a este
período a pesar de los vanos intentos de encontrar dichas referencias por parte
de autores judíos de la Antigüedad como Flavio Josefo en el siglo I d.C. o de
algunos estudiosos modernos más recientes, cuyas desesperadas pesquisas en este
terreno han abocado en el más rotundo de los fracasos. Desde el lado judío, las
perspectivas no resultan mucho más prometedoras. Es cierto que en la Biblia
aparecen desperdigadas algunas vagas referencias a la existencia de un pueblo
al que los judíos, como los demás pueblos orientales, denominaban Yavan (jonio), que parece haber
englobado de manera genérica a los griegos de las regiones más orientales,
desde las islas de Chipre y Rodas hasta las zonas meridionales de Asia Menor
como Tarso en Cilicia. Se aludía con ellas a los comerciantes de diferentes
procedencias que frecuentaban las costas palestinas sin mayor precisión o a los
combatientes que tomaron parte en las campañas de los principales monarcas
orientales de la época o se enfrentaron a ellos en diversas razias en busca de
botín.
Griegos y
judíos formaban parte de dos culturas muy diferentes. El feroz exclusivismo
religioso de los judíos, que con el paso del tiempo culminó en la creación de
una verdadera teocracia durante la dominación persa, contrastaba abiertamente
con la mayor apertura de horizontes de la cultura griega, siempre dispuesta a
reconocer en el exterior cualquier nueva divinidad si su potencial o sus
atributos les resultaban lo suficientemente familiares o necesarios. La propia
existencia de un libro sagrado, como era la Biblia, revela el carácter
dogmático de la religión hebrea en contraposición al mundo religioso griego,
que carecía por completo de esta clase de instrumentos normativos para
difuminarse en una serie de prácticas rituales diversas, vinculadas a unos
relatos míticos que contaban con numerosas variantes locales. La preponderancia
del texto de Homero entre los griegos, que algunos han señalado como
paralelismo con la Biblia, no alcanzó la hegemonía cultural que se le atribuye
hasta la época helenística, cuando ya la práctica de la religión olímpica
empezaba a perder peso dentro de la vida griega frente al aluvión de nuevas
creencias. El credo y la práctica religiosa judaicos tenían, además, estrechas
implicaciones morales en la conducta diaria de sus gentes, estableciendo una
serie de tabúes y estrictos usos rituales, como la no ingestión de determinado
tipo de alimentos o el escrupuloso —que se convertía en suicida en el caso de
un asedio— respeto del sabbat.
Para los
griegos, en cambio, la religión era una forma de integración política y social
de los individuos dentro de la comunidad más que un catálogo de preceptos
incuestionables que debían guiar la vida cotidiana en todos sus aspectos.
Tampoco existía ningún tipo de clero profesional establecido como guardianes e
intérpretes autorizados de las historias relativas a los dioses o como maestros
oficiales de doctrina y moralidad. Los sacerdotes griegos, allí donde existían,
eran cargos destacados de la comunidad, encargados por ésta para llevar a cabo
los ritos y ceremonias adecuados que marcaban las pautas de su relación con la
divinidad La enseñanza doctrinal y la instrucción moral no figuraban sin
embargo, entre sus competencias reconocidas. No había, por tanto, en el mundo
griego nada ni remotamente parecido a una Iglesia que imprimiera sobre sus
fieles unas directrices de comportamiento en todos los aspectos de la vida. El
afán de proselitismo judaico, que continuaría después con el cristianismo,
tampoco era compartido por los griegos, indispuestos en principio al debate y
la confrontación inteletual con la sabiduría ajena o a mostrar su más completa
indiferencia hacia lo que les resultaba ininteligible dentro de sus propios
parámetros. La barrera lingüística desempeñó también su papel, si tenemos en
cuenta el carácter bilingüe de los judíos, capaces de entenderse en arameo, la lingua franca de todo el Próximo
Oriente, con los restantes pueblos de su entorno, pero no con los griegos, que
fueron casi siempre monolingües recalcitrantes. Con la diáspora, las cosas
cambiaron de forma notable para los judíos, que utilizaron cada vez más el griego
como lengua propia, pero no así para los griegos, que continuaron con su
olímpica ignorancia de las lenguas ajenas hasta el punto de que no tenemos
noticia de ningún griego que conociera el hebreo o las lenguas orientales con
el nivel suficiente para poder leer alguno de sus textos sagrados fundamentales
en su lengua original.
Tras las
conquistas de Alejandro los judíos quedaron, efectivamente, integrados dentro
del imperio grecomacedonio y debieron adaptarse a la nueva situación, en la que
su territorio entraba a formar parte de un espacio político y cultural donde la
lengua y la cultura griegas ejercían una preponderancia casi absoluta y gozaban
además de un prestigio indiscutido entre las élites dirigentes. Los ejércitos
grecomacedonios ocuparon por derecho de conquista el país, donde hizo de
inmediato acto de presencia todo el aparato político y administrativo de los
nuevos dominadores, habituando así a sus habitantes a los aspectos más visibles
de esta nueva cultura. El impacto del helenismo sobre la sociedad judía fue
considerable, a pesar de las resistencias internas que su particular forma de
ver el mundo oponía de forma automática contra la irrupción de cualquier
cultura ajena. Las clases dirigentes judías en seguida comenzaron a percibir
las ventajas que podía reportarles la helenización, aunque fuera meramente en
el terreno político, dado que de esta forma podían seguir conservando sus
privilegios ancestrales bajo el nuevo régimen. Pero seguramente encontraron
también otra clase de atractivos, como el gimnasio y el teatro, que debieron de
alcanzar en seguida una cierta repercusión, al menos a juzgar por algunos
testimonios significativos como la composición de una tragedia por un autor
judío llamado Ezequiel, de la que nos han llegado algunos restos, o por el
privilegio del que, al parecer gozaban todavía los judíos de Mileto en plena
época romana de tener lugares reservados en el teatro de la ciudad.
El griego se
enseñaba en las escuelas y los nombres griegos se convirtieron en moneda común
por todo el país, que vio transformarse a los Josuas en Jasón o se habituó a
encontrar nombres como el de Menelao o Antígono aplicados a uno de los sumos
sacerdotes o a uno de los más populares rabinos. Numerosas inscripciones de
carácter funerario y muchas otras procedentes de los centros de culto, las
sinagogas, estuvieron redactadas en griego al menos hasta una época tan tardía
como el siglo VI d.C. Hubo incluso intentos de transformar la ciudad templo de
Jerusalén en una polis griega y establecer allí su correspondiente gimnasio en
la primera mitad del siglo II a.C. A pesar de que estas últimas medidas
generaron una violenta reacción que cristalizó en la famosa rebelión de los
macabeos, considerada como el paradigma de la reacción antihelénica, parece que
el principal detonante de la situación fueron las pugnas políticas en el
interior de la clase dirigente judía, algunos de cuyos miembros utilizaron como
motivo propagandístico el carácter sacrilego de tales medidas para
contrarrestar el apoyo del rey seléucida Antíoco IV a sus adversarios. El
helenismo, como ha recordado recientemente Erich Gruen, no constituía entonces
una categoría excluyente frente al judaismo, ya que la adaptación y asimilación
de una parte de la cultura imperante en el mundo en esos momentos parecía un
hecho inevitable de todo punto incluso en los contextos judaicos más
intransigentes. Baste recordar a este respecto que los principales textos que
nos trasmiten estos acontecimientos y la ideología que los impulsó, el libro
segundo de los macabeos, así como toda la apologética propagandística judia en
forma de profecías u oráculos, están escritos en griego. El precio que había
que pagar por esta asimilación constituía seguramente el principal motivo de
debate y la causa de enfrentamiento entre quienes defendían una u otra postura.
El balance
final no resulta, sin embargo, demasiado favorable al helenismo si atendemos a
la creciente importancia que adquirieron en los medios judíos dos fuerzas
completamente antitéticas a sus valores fundamentales, como la apocalíptica y
el fariseísmo. La primera impulsaba la creencia en el mesías, asociada a la
llegada del fin del mundo y a la resurrección de los muertos, y la conocemos
sobre todo a través de los célebres rollos del mar Muerto, donde se detecta una
enorme hostilidad hacia la clase dirigente de Jerusalén, con independencia de
que fuera helenizada o no. El segundo utilizaba la sinagoga y la escuela para
regular la vida cotidiana mediante una multiplicidad de preceptos cuyo fin
principal era santificarla y que en conjunto significaban un claro rechazo de
la cultura griega. Sólo dos historiadores judíos parecen haber sido
verdaderamente helenizantes, como es el caso de Jasón de Cirene, que está en la
base del libro segundo de los macabeos, y Flavio Josefo, que intentó escribir
la historia de los judíos adoptando modelos griegos.
Sin embargo,
fue en el exterior de Judea, en la diáspora, donde el helenismo incidió con
mayor fuerza sobre las confinidades hebreas, donde, a pesar de su cohesión
interna y los privilegios políticos que les permitían organizarse de manera
autónoma respecto al resto de la población, se encontraron sumergidas dentro de
un medio completamente dominado por la cultura griega. Muchos judíos habían emigrado
hacia el exterior, bien forzados, como los numerosos prisioneros de guerra que
Tolomeo I llevó a Egipto tras la toma de Jerusalén, bien de forma voluntaria en
busca de las oportunidades que ofrecían las nuevas fundaciones urbanas en los
nuevos reinos helenísticos. La vieja diáspora judía, que había afectado hasta
entonces a las zonas más orientales, se extendió a partir de entonces por todo
el Mediterráneo, sobre todo a Egipto y Asia Menor, donde los nuevos monarcas
trataban de consolidar su dominación mediante la implantación de colonias
militares en las que los soldados judios, que gozaban de una excelente
reputación, desempeñaron un papel destacado. Algunas de estas comunidades
judías alcanzaron una importancia considerable, como fue el caso de la ciudad
de Alejandría, donde, si hacemos caso de las cifras que proporciona Flavio
Josefo, había instalados más de cien mil judíos, que habrían ocupado uno de los
cinco barrios en los que estaba dividida la ciudad.
Fue
precisamente en Alejandría donde se llevó a cabo la iniciativa de traducir al
griego los libros que componen el llamado Pentateuco del Antiguo Testamento a
comienzos del siglo III a.C. Dicha traducción fue conocida como la Septuaginta (setenta en latín) a causa
de la leyenda que atribuye su realización a setenta y dos estudiosos
cuidadosamente elegidos por el sumo sacerdote entre los sabios judíos a
instancias del monarca Tolomeo II, que estaba interesado en incorporar a su
famosa biblioteca el texto fundamental de la legislación judaica. El documento
más antiguo con que contamos para conocer los detalles y las circunstancias de
tan trascendental empresa es un texto problemático que ha suscitado numerosas
discusiones y debates entre los estudiosos. Se trata de la denominada Carta de Aristeas a Filócrates, que data
probablemente de mediados del siglo II a. C. y en la que se narran las
condiciones y los esfuerzos realizados para llevar a cabo la traducción griega
de la Biblia por iniciativa de Demetrio de Falero, el filósofo peripatético
ateniense que fue consejero del rey e impulsor de la fundación de la biblioteca
de Alejandría. Es evidente que el autor de la mencionada carta asocia, sin
demasiados escrúpulos históricos, la figura del más glorioso de los Tolomeos,
el segundo, con el célebre inspirador de la biblioteca, a pesar de que resulta
imposible que Demetrio, que fue consejero y amigo de Tolomeo I, a quien asesoró
seguramente a este respecto, continuase su labor bajo su sucesor, sobre todo si
se tiene en cuenta que lo mandó apresar y asesinar al inicio de su reinado por
haber tomado partido por el heredero real equivocado. Sin embargo, Tolomeo II
debió de aprobar los motivos eminentemente prácticos que impulsaron a su padre
a acometer dicho proyecto, como era el conocimiento de la ley judaica que regía
sobre una parte importante de sus súbditos, integrándola así dentro del aparato
jurídico y legal tolemaico, que ya había emprendido también con esta misma
intención la traducción al griego del derecho consuetudinario demótico egipcio.
La traducción
de la Biblia al griego cumplió también con otro tipo de expectativas, como era
la necesidad de proporcionar a los judíos de la diáspora, que habían olvidado
hacía ya tiempo en buena media el hebreo y hablaban casi sólo en griego, el
texto fundamental de su libro sagrado. El olvido progresivo del hebreo entre
las comunidades judías de la diáspora había hecho necesario que se hicieran
transcripciones al griego del texto hebreo con el fin de que al menos resultara
legible, a pesar de que los oyentes siguieran sin enterarse prácticamente de nada.
La imperiosa necesidad de contar con un texto traducido que todos pudieran
entender para su lectura en el culto de las sinagogas y para su estudio privado
era así un hecho evidente. Sin embargo, no cabe achacar a esta circunstancia
toda la responsabilidad de la decisión adoptada. Por un lado, sabemos de la
prohibición vigente entre los judíos de poner por escrito las traducciones
orales improvisadas, al menos del arameo, existentes desde antiguo, y por otro,
el hecho de que la complicada empresa se proyectara y se llevara a cabo de
forma repentina parece haber obedecido a la iniciativa real, que conjugaba de
este modo la curiosidad por las legislaciones y sabidurías extranjeras, que ya
había impulsado Demetrio, con el deseo político de controlar mejor una
comunidad importante como la judía, pero respetando su especial particularismo.
Pero con independencia de los que puedan haber sido los deseos y previsiones de
sus promotores originales, la Septuaginta
se convirtió en el patrimonio exclusivo del pueblo judío que hablaba griego,
que disponía a partir de entonces de una manera cómoda y asequible de su legado
sagrado fundamental. Serán a partir de ahora las propias aspiraciones y
necesidades de culto de la propia comunidad judía las que propicien e impulsen
la traducción de los libros restantes e incluso traducciones posteriores como
las de Aquila, Símmaco y Teodoción.
Sin embargo,
la traducción de la Biblia al griego no significó en modo alguno un
acercamiento de los griegos a la cultura judaica, que siguieron ignorando de
forma notoria a pesar de su cercanía, ahora dentro de los límites de una misma
ciudad como Alejandría. La Septuaginta
no parece haber contado con muchos lectores griegos, al menos a lo largo de los
tres siglos que siguieron a su realización, ni tampoco parece haber despertado
el interés de los autores griegos durante este mismo período. Los estudiosos
del célebre museo y de la famosa biblioteca de la ciudad no parecen haber
mostrado gran interés en el conocimiento de la cultura judía y su modo de
discurso profético tan característico. La Carta
de Aristeas, con su descripción puntual y detallada de las previsiones
reales, encaminadas a conseguir un texto preciso y fundamentado en la sabiduría
de los traductores hebreos, abogaba ciertamente a favor de la validez y
fidelidad de la traducción de cara a un auditorio judío exterior al propio
Egipto, el de la misma Judea, que podía mirar con recelo tan atrevida empresa.
Pero al mismo tiempo, es probable qu fuera destinada también a un auditorio griego
con su relato en forma de simposio en el que el rey somete a los estudiosos
judíos a todo tipo de preguntas sobre cuestiones vitales, como el mejor
gobierno y la realeza, del que salen bien parados convalidando de este modo su
sabiduría particular. Quizá se pretendía suscitar de esta forma entre la
comunidad griega, utilizando procedimientos característicos de su literatura
como la confrontación intelectual, el interés por un producto cultural y
religioso que contenía en su interior toda la sabiduría del pueblo judío, sobre
todo ahora que aparecía ya validada y después de casi un siglo después de su
aparición en griego en el que apenas habían mostrado el menor aprecio por ella.
A pesar de
que los judíos adquieren ya vida propia dentro de la literatura griega a partir
de finales del siglo IV a.C. con obras como la de Hecateo de Abdera, que
compuso un tratado sobre los judíos, incluido quizá en su obra más amplia sobre
Egipto de claro carácter propagandístico a favor de Tolomeo I, eran presentados
siempre bajo la óptica distante de la etnografía utópica griega, que acababa de
descubrir además la admiración por las sabidurías orientales de indios y
persas, de las que los judíos constituían simplemente una parte más. Ése es el
sentido de las menciones de los judíos como filósofos que aparecen en
personajes tan destacados como los peripatéticos Teofrasto y Clearco de Solos,
sin duda los más ilustres testimonios que acreditan el escaso interés de los
griegos por la cultura judía en general. Sólo tras la conversión al
cristianismo de una buena parte del mundo mediterráneo, la traducción griega de
la Biblia alcanzó más tarde a los lectores griegos. Serán los propios autores
judíos escribiendo en griego los que aporten en este terreno los granos de
arena más sustanciales en esta campaña de difusión.
La Septuaginta tuvo efectivamente
importantes repercusiones en el terreno judío, ya que suscitó una rica
literatura en griego que constituye un importante testimonio de la vitalidad
del judaismo helenizado. Sirvan de ejemplo los escritos filosóficos de
Aristóbulo, que aplicó el método alegórico de los griegos a la interpretación
de la Biblia y dedicó a Tolomeo VI una explicación de los libros de Moisés,
cuyas lecciones habrían influido decisivamente en filósofos como Pitágoras y
Platón o en poetas como Homero, Hesíodo, Orfeo y Arato. La defensa de la
supremacía y validez de la cultura judía, presentada ahora a los griegos en una
clara postura apologética del propio legado cultural, fue emprendida también
anteriormente por otros autores como Demetrio, que intentó establecer una
cierta precisión cronológica en la historia bíblica, Eupolemo, que presentó a
Moisés como el primer sabio que enseñó el alfabeto a los judíos, de quienes lo
adoptaron más tarde fenicios y griegos, y Artápano, que convierte también a
Moisés en el primer gran héroe cultural y en el gran benefactor de la
humanidad. La mayoría de ellos adoptaron las formas literarias propias del
helenismo, como la poesía épica, el drama, el relato histórico o el tratado filosófico,
pero las pusieron al servicio del fortalecimiento del judaismo dentro del mundo
cultural en el que vivían inmersos, que no era otro que el de la cultura y la
lengua griegas.
La
helenización judía y su integración dentro de la vida política del reino
tolemaico no significaron, sin embargo, en ningún momento el abandono de sus
creencias religiosas y de sus costumbres singulares. Su extraordinaria
vitalidad se pone de manifiesto a través de las numerosas sinagogas y «casas de
la plegaria» (proseucos) extendidas
por todo el país, cuyas dedicatorias, escritas en griego, implican el apoyo del
poder real. Apenas se registran tampoco casos de apostasía, salvo algunos bien
conocidos, como el del célebre Dositeo, que llegó a ser sacerdote del culto a
Alejandro y a los Tolomeos divinizados. Una buena muestra de esta curiosa
síntesis del judaismo helenizado de Alejandría es la figura destacada de Filón,
autor entre otras obras de un amplio comentario alegórico a la ley mosaica en
el que pone de manifiesto su dominio de los conceptos de la filosofía griega,
pero sin que ello le suponga transigir para nada sobre la observancia de los
preceptos rituales y jurídicos propios del judaísmo. Nacido al inicio de la
dominación romana del país a finales del siglo I a.C, y miembro activo de los
medios cultivados y adinerados de Alejandría, constituye un ejemplo
excepcional, por el grado de conocimiento que poseemos de su obra, de la
intelectualidad judía de la época en sus intentos por armonizar el helenismo
cultural del que provenían y la fe ancestral de sus orígenes. Según la fórmula
acuñada en su día por el célebre cardenal francés Daniélou, autor de un estudio
monográfico sobre este personaje, Filón trató de aunar su cultura helenística,
su lealtad romana y su fe judía. Filón era al mismo tiempo un discípulo de
Platón y de los llamados terapeutas judíos, una comunidad de monjes que vivían
a la orilla del lago Mareótide. Alababa la traducción de los Setenta hasta el
punto de considerarla el resultado de un designio divino. Con su comentario de
los textos sagrados de los judíos pretendía que fueran aceptados por los
paganos cultivados al presentarlos dentro de un sistema de interpretación que
les resultaba familiar y accesible a través de la larga serie de comentarios de
esta clase aplicados a los textos poéticos. Su obra constituye de este modo la
primera confluencia sistemática de la reflexión derivada de un sistema
filosófico profano y de una religión revelada. Representa, en definitiva, la
mezcla de una cultura tendente a lo universal como la griega y una religión
revelada que, por el contrario, tendía a establecer un vínculo particular entre
el hombre y la divinidad, entre un pueblo y su dios, como ha señalado Jean
Sirinelli.
Los griegos y el cristianismo
El
cristianismo aparece asociado a la lengua y la cultura griega desde sus
inicios, si tenemos en cuenta que el término utilizado para designar a la nueva
religión, «cristianos», se acuñó a partir de una palabra griega, christós («el ungido») —aunque el
término general «cristianismo», opuesto a helenismo y «judaismo», es
completamente extraño griego—, y que su libro sagrado, el Nuevo Testamento (kainé diathéke, cuya traducción más
precisa es «nueva alianza»), fue escrito también en griego. La nueva doctrina
hizo también sus primeros progresos entre los hablantes griegos de las grandes
ciudades del Mediterráneo oriental, como Antioquia, Éfeso o Corinto, y el gran
artífice de su difusión por buena parte del imperio romano fue un judío
helenizado de Tarso, llamado Paulo (San Pablo), que, aunque era bilingüe,
decidió escribir en griego por ser éste el medio más indicado para conseguir
una mayor difusión entre las gentes de la parte oriental del imperio, dado que
además de ser la lengua más extendida en aquel ámbito era también la que gozaba
de mayor prestigio por toda su rica tradición cultural. La lengua griega, con
su enorme flexibilidad a la hora de adoptar contenidos bien diversos, pareció
la más adecuada para contar en un lenguaje llano la historia del fundador de la
nueva religión, Jesús de Nazaret, y proporcionó al mismo tiempo a una doctrina
relativamente simple, tal y como se expresa en el famoso sermón de la montaña,
un lenguaje técnico mucho más rico y variado, así como todo el andamiaje
conceptual que resultó absolutamente indispensable para la organización
doctrinal de la primera Iglesia. Como señaló en su día el estudioso alemán
Werner Jaeger, «con el uso del griego penetra en el pensamiento cristiano todo
un mundo de conceptos, categorías intelectuales, metáforas heredadas y sutiles
connotaciones». Efectivamente, gracias a la utilización del aparato conceptual
y terminológico de la filosofía griega, el cristianismo pasó de ser una simple
secta más desgajada del judaismo a convertirse finalmente en una religión de
carácter universal.
La elección
del griego para redactar de forma definitiva el Nuevo Testamento resulta
efectivamente muy significativa, ya que su composición estuvo basada
seguramente en tradiciones orales más antiguas que remontaban quizá a los
primeros momentos de la nueva doctrina, cuando el medio de comunicación
habitual era el arameo y no el griego. De hecho, parece bien probada su
conexión con la Septuaginta a través
de diferentes citas, de algunos ecos manifiestos y de ciertas resonancias
lingüísticas, como el uso de algunas palabras y construcciones propias de la
versión griega del Antiguo Testamento. La Septuaginta
fue en seguida adoptada por la Iglesia como la versión canónica de la Biblia y
se transmitió en los manuscritos junto con el Nuevo Testamento. Es muy posible
que Jesús, aunque fuera de manera rudimentaria, conociera el griego, si bien su
lengua materna debió de ser un dialecto arameo, ya que tuvo que ser en griego
como habló con una mujer de dicha procedencia cerca de Tiro o con el magistrado
romano Poncio Pilato. Algunos de sus discípulos llevan también nombres
claramente griegos, como Andrés, Filipo o Cleofás, y entre sus primeros
seguidores se encontraban también miembros de las élites dirigentes, como José
de Arimatea, que debían hablar griego. De clara matriz griega son también los
nombres con los que se conocen las diferentes partes del Nuevo Testamento, como
los Evangelios —término que significa la «buena nueva», claramente indicativo
del deseo proselitista y universalista de la nueva religión—, los Hechos de los
Apóstoles (Práxeis) y el Apocalipsis
(la revelación), y casi todos los términos que designan la propia institución
de la iglesia naciente y a sus miembros, como ekklesía, que era en griego «asamblea», y «apóstoles», que
significaba «enviados». Los cristianos en los primeros 150 años de su historia
hablaron y escribieron exclusivamente en griego hasta que su expansión posterior
por regiones cuyos habitantes no hablaban dicha lengua significó la pérdida
progresiva de esta abrumadora hegemonia lingüística. Así en Roma, a finales del
siglo IV d.C, se autorizó la utilización del latín como lengua oficial de la
liturgia en lugar del griego. Algo similar sucedió en el terreno de la
literatura, donde hasta el año 180 d.C, en que da comienzo la producción
latina, el griego fue la única lengua de los escritores cristianos. Incluso
después de este momento, la mayor parte de los grandes escritores cristianos
del 200 al 300, como Tertuliano, Lactancio o Ambrosio, eran todavía capaces de
entender el griego e incluso quienes como San Agustin se veían ya incapaces de
comprender esta lengua demostraban en cambio un buen conocimiento de la cultura
griega a través de las traducciones latinas.
Sin embargo,
los autores del Nuevo Testamento no eran griegos sino hebreos y, a pesar de que
hablaban sin duda dicha lengua, no formaban parte de las élites dirigentes
hebreas que la utilizaban con frecuencia como lengua de cultura y como medio de
integración dentro de la cultura internacional de la época. Su principal
objetivo era transmitir el mensaje cristiano a la gente común y por ello
utilizaron la lengua cotidiana que se hablaba en la calle en aquellos momentos.
Sin embargo, al menos algunos de sus autores no son tan ignorantes e incultos
como pretenden parecer, ya que algunas citas literarias y ciertos aticismos
presentes en la obra delatan su relativa formación cultural dentro de la
tradición literaria helénica. Destacan, no obstante, por la simplicidad y
eficacia de la expresión con la que supieron transmitir unos contenidos que no
resultaban precisamente muy familiares para la mentalidad helénica. Un mensaje
que predicaba el anuncio de la inminencia del fin del mundo y el advenimiento
del reino de Dios resultaba efectivamente mucho más próximo y comprensible dentro
de los medios proféticos del judaismo, del que originariamente el cristianismo
había formado parte, que de la tradición cultural griega. Sin embargo, bastaba
la utilización de un término fundamental de la filosofía griega como el de logos, que aglutina entre sus muchos
significados los de «razón», «discurso» y «palabra», al inicio del evangelio de
Juan, para introducir el mensaje cristiano dentro del mundo cultural
intelectual griego. La adopción de este término y su identificación con la
figura de Jesús permitieron al cristianismo no sólo presentarse como filosofía
dentro de los ambientes culturales helénicos, sino convertirse, dentro de su
propia lógica, en la filosofía eterna que habría de superar y dejar obsoletas a
todas las que le habían precedido. En función de la riqueza de valores
semánticos que asumía dicho término, como ha señalado el estudioso francés de
la filosofía antigua Pierre Hadot, la Palabra de Dios podía ser concebida como
razón que crea el mundo y que guía el pensamiento humano. Dicha noción fue
también ampliamente utilizada por los apologistas cristianos a partir del siglo
II d.C. en sus esfuerzos por presentar, y justificar, el cristianismo ante el
mundo grecorromano de una manera que resultara comprensible. Una de las vías
que eligieron para legitimar la nueva doctrina entre los medios intelectuales
griegos fue la de presentar el cristianismo como la culminación exitosa y
definitiva del largo camino de búsqueda y reflexión que había iniciado hacía
largo tiempo la filosofía griega. Así, el reconocimiento de que el Logos se había ido manifestando a lo
largo de la historia del mundo, primero de una forma seminal que había ido
haciendo su aparición en diferentes pensadores y escuelas, hasta alcanzar su
definitiva y completa culminación en la persona del salvador, otorgaba a la
figura de Jesús el carácter de maestro de la verdadera filosofía entre los
hombres y convertía de golpe a las doctrinas y pensadores precedentes en
simples realizaciones parciales del mismo. Ése fue el camino elegido, por
ejemplo, por Justino, uno de los más importantes apologistas cristianos en el
siglo II d.C, que se presentaba explícitamente como un filósofo que se había
iniciado sucesivamente en los diferentes sistemas en busca de la verdad sin
hallar plena satisfacción en ninguno de ellos hasta que abrazo el cristianismo.
De esta manera fue el primer escritor cristiano que trató de tender un puente
entre el cristianismo y la filosofía griega. Otro de los principales
apologistas cristianos fue Clemente de Alejandría, en la segunda mitad de ese
mismo siglo, continuó en la misma dirección al darse cuenta de que debía
convertir la fe cristiana en un sistema de pensamiento cuyos inevitables
fundamentos se hallaban dentro de la filosofía griega. En la línea de Justino
reconoció entre los testigos sobresalientes del progresivo advenimiento del Logos no sólo a destacadas
personalidades de la filosofía griega, como Sócrates y Platón, sino también a
los pensadores religiosos más sobresalientes entre los persas, los indios o los
egipcios. Trató de mostrar cómo la fe y la filosofía, el evangelio y el saber
pagano se complementaban entre sí. El cristianismo aparece así en sus escritos
como la coronación de todas las verdades contenidas en las diferentes doctrinas
filosóficas. Clemente abogaba, más que por la confrontación abierta con el
viejo sistema anterior, por su superación, razonada a través del reconocimiento
de una serie de doctrinas válidas que, sin embargo, no habían alcanzado todavía
su culminación definitiva hasta la llegada de Jesús. Perteneciente a la misma
escuela cristiana de Alejandría que Clemente, Orígenes, formado también en la
sabiduría griega, intentó una audaz síntesis especulativa entre el platonismo y
el cristianismo mediante una exégesis alegórica de los textos bíblicos de
carácter radical.
Pero no todo
fueron intentos de conciliación, más o menos afortunados. Entre los primeros
intelectuales cristianos hubo también reacciones mucho más virulentas que
negaban de plano toda su validez a la cultura griega y abogaban de forma
enardecida por la superioridad incuestionable de la doctrina cristiana frente a
cualquier clase de sabiduría pagana. Destaca en este terreno el famoso discurso
de Taciano contra los griegos, también de mediados del siglo II d.C en el que
rechaza y desprecia de manera inequívoca toda manifestación de la cultura
griega. Para Taciano las diferentes realizaciones de los griegos eran necias,
engañosas, inmorales y carentes de todo valor, llegando a afirmar incluso que
los únicos aspectos positivos provenían del legado de los bárbaros, una
condición, la de bárbaro, que reivindica orgullosamente para sí mismo como
forma de hacer todavía más patente su más completo rechazo de todo aquello que
pudiera representar a lo griego. Aunque la obra de Taciano, que terminó sus
días en el seno de la herejía, representa quizá la cúspide del rechazo
cristiano del helenismo, la crítica acerba de aspectos fundamentales de la
cultura griega, como sus cultos y creencias, aparece también de manera
destacada en la obra de apologistas mucho más moderados y propicios a un
entendimiento con la filosofía griega, como el mencionado Clemente de
Alejandría. Los apologistas tan sólo consiguieron demostrar a sus
interlocutores paganos que hablaban un lenguaje completamente distinto a pesar
de sus pretensiones en el sentido contrario, ya que aspectos tan fundamentales
como el recurso a la revelación bíblica y a la profecía continuaban resultando
completamente ininteligibles para los griegos.
La reacción
antihelena parece de cualquier forma algo desproporcionada. Hasta entonces sólo
las razonables alegaciones expuestas en obras como el Discurso verdadero del filósofo platónico Celso, escrito en el
último tercio del siglo II d.C, que constituye la primera gran polémica
filosófica contra el cristianismo, conocida únicamente a través de la imponente
y sistemática refutación a la que le sometió Orígenes a mediados del siglo
siguiente, constituían el núcleo de los supuestos ataques contra el
cristianismo a los que se pretendía dar respuesta con tan furibundos alegatos,
como los ya citados de Taciano o los de Tertuliano, que rechazaba atinadamente
una y otra vez incluso la utilización de términos como filosofía o sabiduría de
este mundo e hizo famoso el desafiante lema: «¿qué tiene que ver Atenas con
Jerusalén, qué la Academia con la Iglesia?». Sólo las acometidas posteriores
mucho más contundentes, lanzadas ahora sí ya con todas sus consecuencias,
habrían requerido una réplica tan violenta y furiosa por parte de los
apologistas cristianos. El primero tuvo lugar dentro del terreno del debate
ideológico por parte del neoplatónico Porfirio, a finales del siglo III d.C,
quien en un tratado titulado Contra los
cristianos que ocupaba nada menos que quince libros utilizó como arma
principal la crítica histórica para demostrar, por ejemplo, el carácter tardío
de obras como el Libro de Daniel. El
segundo, dentro ya de la acción directa, fue la desesperada e ilusoria
tentativa del emperador Juliano, quien a mediados del siglo IV d.C. hizo todo
lo que estuvo en su mano por sustituir un cristianismo, que ya había echado
importantes raíces en la sociedad del momento, por una curiosa versión del
helenismo adobado con tintes religiosos que concluiría sin éxito con la trágica
muerte de su promotor. Juliano escribió diversas obras en las que aparecen de
una manera o de otra continuos ataques al cristianismo, pero donde concentró
toda su artillería pesada contra esta religión era en su obra, hoy perdida, Contra los galileos, escrita en tres
libros en los años finales de su corta existencia.
Entre las
muchas tentativas emprendidas por Juliano en su infructuoso proyecto de
eclipsar un cristianismo ya imparable figura curiosamente la prohibición
expresa a los cristianos de enseñar la literatura clásica griega, con el
coherente argumento de que resultaban completamente inadecuados para cumplir
debidamente con dicha tarea didáctica a la vista del repudio que profesaban
hacia los dioses y las creencias paganas. Esta extraña compatibilidad entre la
sabiduría antigua expresada en la literatura griega y las exigencias
doctrinales de la nueva religión era en muchos casos una práctica relativamente
corriente si tenemos en cuenta que el apologista cristiano Basilio el Grande
había escrito un tratado sobre la utilidad que los escolares cristianos podían
obtener del estudio de la literatura, la retórica y la filosofía griegas si se
sabía llevar a cabo una selección adecuada de los contenidos de dichas materias
y se daba preferencia a su forma sobre su contenido (proceso concentrado en el
celebre adagio «recoge las rosas, no las espinas»). Ciertamente el propio
tratado de Basilio revela las incomodidades e incoherencias que implicaba dicho
intento de conciliación, pero lo cierto es que tales iniciativas debieron de
alcanzar una cierta dimensión cuando Juliano consideró necesario proclamar un
decreto para atajar por la raíz un tipo de práctica que contravenía
frontalmente sus propósitos de desalojar del todo al cristianismo de su
posición dominante imponiendo en su lugar la vieja sabiduría pagana. El
eclecticismo demostrado por Basilio fue tan sólo una de las dos líneas de
pensamiento utilizadas por los primeros padres de la Iglesia para conseguir el
casi imposible objetivo de «inmunizar» la perniciosa ideología pagana sin
necesidad de proceder a su completo rechazo, como propugnaban individuos del
talante de Taciano o Tertuliano. El otro camino utilizado en esta dirección fue
el uso de la alegoría, que implicaba que el verdadero significado del mensaje
de los autores antiguos no se hallaba en la superficie del texto, sino que
permanecía oculto bajo un velo alegórico tras el que cabía descubrir su
auténtico valor moral, lo que daba lugar a extravagancias tales como
interpretar el retorno de Ulises y sus innumerables aventuras como el viaje del
alma hacia el cielo tras superar los infinitos escollos de la tentación puestos
en su camino.
Las claves del legado
griego
Constituye un
hecho incuestionable que la tradición intelectual griega contribuyó de manera
decisiva a la configuración del pensamiento cristiano. Como señaló el
historiador Cristopher Dawson, que ocupó la cátedra de asuntos católicos en
Harvard, la mayor y más sorprendente paradoja de la cultura europea la
constituye el hecho de que el cristianismo se expandiera y desarrollara a
través del soporte oportuno de una civilización y de una tradición intelectual
a las que en esencia resultaba tan incompatible y contrario. Sin embargo, la
lista de las decisivas contribuciones del helenismo a la doctrina y práctica
cristianas es considerable, como ya demostró en su día Werner Jaeger. Además de
la lengua, a la que ya hemos hecho referencia en el apartado anterior, el
cristianismo tomó también prestado del helenismo aspectos fundamentales de su
filosofía, su literatura, sus técnicas retóricas e incluso de sus formas de
culto, en particular de las denominadas religiones mistéricas, que irrumpieron
con fuerza en el mundo griego a partir del siglo IV a.C.
Comencemos
este breve repaso por la filosofía. El platonismo, con su interpretación idealista
de la realidad, fue sin duda el principal ingrediente ideológico de la nueva
religión. Dicha escuela poseía numerosos elementos capaces de suscitar la
atracción de los cristianos, como la idea de la trascendencia e inmutabilidad
de Dios, la de la creación del mundo, el irrenunciable dualismo de alma y
cuerpo y la proclamación consiguiente de la inmortalidad del alma. También
incidieron sobre el pensamiento cristiano, aunque en menor medida, otras
escuelas filosóficas griegas, como el Liceo de Aristóteles con su doctrina
realista del ser y el conocimiento, su teoría de la sustancia y el accidente y
sobre todo su aplastante lógica, que proporcionaba una inestimable ayuda a la
hora de confeccionar y formular las argumentaciones. De los estoicos adoptaron
importantes elementos de su cosmología y de sus principios éticos, de los
cínicos la doctrina de una vida simple y de los escépticos un considerable
arsenal de argumentos que utilizaron para atacar determinadas doctrinas
filosóficas o la filosofía en general. Aparte del camino ya trazado por Filón
de Alejandría, que fue muy leído por los autores cristianos, dentro del propio
caudal de la filosofía griega existía ya desde hacía tiempo toda una tradición
de teológica sistemática, cuyas cumbres más significativas eran el Timeo y el libro X de las Leyes de Platón, que sirvió sin duda de
modelo para la configuración decisiva de la teología cristiana. A partir de
estas tendencias los filósofos empezaron a ser considerados guías espirituales
que ayudaban a los hombres a encontrar el camino hacia la divinidad y, de
hecho, su pensamiento al respecto se convirtió en una parte cada vez más
central e importante de sus enseñanzas filosóficas. La propia noción filosófica
de progreso espiritual, basada en la lectura exegética de los textos
fundamentales de las diferentes escuelas, será el fundamento principal de la
formación y de la enseñanza cristiana. Incluso en manifestaciones aparentemente
extremas y hostiles al helenismo, como el fenómeno del monaquisino, se hará también
patente la incidencia de la tradición filosófica griega a través de la
permanencia de categorías profanas como la paz del alma, la ausencia de
pasiones o la exigencia de llevar una vida conforme a la naturaleza y la razón.
El propio Tertuliano, tan hostil a la filosofía, dejó patente en sus obras que
estaba imbuido de la física y antropología materialistas del estoicismo.
Incluso las controversias doctrinales surgidas en el interior del cristianismo
a lo largo de los siglos IV y V d.C. en torno a la Trinidad y a la figura de
Cristo son en gran medida el resultado de sutiles análisis filosóficos, aunque
quizá mal orientados, por parte de algunos agudos pensadores que eran ahora ya
teólogos cristianos al hieros logos
(discurso/palabra sagrada) cristiano. No se olvide que el mismísimo Arrio,
iniciador de una de las más prolíficas herejías, poseía un buen dominio de la
dialéctica aristotélica y que el paladín de la ortodoxia, Atanasio, asimiló una
buena parte de la ontología platónica en su pensamiento teológico. En
definitiva, quizá conviene recordar que no se trataba de otra cosa que de
orientar casi en exclusiva toda la reflexión y el pensamiento hacia la parte
más espiritual de la persona humana, enfocando la atención sobre uno mismo,
algo que ya constituyó uno de los ejes esenciales del estoicismo y después del
neoplatonismo en el campo de la filosofía griega.
En el terreno
de la literatura cabe señalar la adopción de algunos modelos literarios
griegos, como la epístola, según el modelo de los filósofos griegos, o los
hechos (práxeis), un conjunto de
actos y doctrinas de hombres sabios y famosos recopilado por sus discípulos. A
éstos se añadieron después otros como la «didaqué», el «apocalipsis» y el
sermón, este último una versión modificada de la diatriba de la filosofía
griega popular que tenía por objeto trasladar las doctrinas de cínicos,
estoicos y epicúreos al pueblo. Existieron también una especie de opúsculos o
folletos de carácter filosófico o religioso, como los que la secta de los
órficos difundían de casa en casa, según el testimonio de Platón, o los que
servían como medio habitual de propaganda de diversas creencias religiosas,
sobre todo a partir de la época helenística, y que Plutarco aconsejaba a las
mujeres casadas que se abstuvieran de recibir en sus hogares si no querían
tener serios disgustos con sus maridos. Esta clase de literatura menor incluía
el uso de frases o símbolos, como el de la Y, que indicaba la existencia de dos
caminos entre los que era necesario elegir, usado por los pitagóricos, y que
luego se convirtió en un motivo más de la retórica habitual cristiana. Incluso
algunos de los aforismos éticos que contenían este tipo de obras pasaron
también al cristianismo transformados ahora en mandamientos, como el principio
presente en el tratado sobre el ánimo de Demócrito que aconsejaba no emprender
demasiadas actividades si se quería gozar de la paz de espíritu. A fin de
cuentas, la educación literaria tradicional, basada en Homero y los demás
poetas griegos antiguos, constituía el fundamento de la paideía (educación) que continuaban recibiendo tanto los cristianos
ortodoxos como los heréticos. La extraordinaria familiaridad con buena parte de
la literatura clasica y con sus procedimientos retóricos y estilísticos que
demuestran los denominados padres capadocios, entre lo que se cuenta el ya
mencionado Basilio, en pleno siglo IV d.C. constituye una prueba concluyente de
esta continuidad educativa.
El proceso de
helenización que afectó al cristianismo no se limitó sólo al dogma, que resultó
ampliamente reforzado y consolidado desde el punto de vista conceptual provisto
ahora del andamiaje intelectual de la filosofía griega, sino que dejó sentir
también sus poderosos efectos sobre el resto de sus actividades, como la
liturgia, la ética, el misticismo, la iconografía y el simbolismo artístico. La
influencia, más o menos consciente, ejercida por los cultos y religiones
mistéricas parece un hecho incuestionable. Algunos elementos fundamentales en
este tipo de cultos, como la comunión, la teofagia (o ingestión figurada del
dios), el banquete común entre los miembros que formaban la asociación del
culto y en general la propia concepción del banquete mistérico, tuvieron una
influencia destacada en el cristianismo, donde fueron adaptados y transformados
dentro de su propio discurso. Algunos términos como los de gnósis (conocimiento), mustérion
(misterio), sophía (sabiduría), kúrios (señor) y sotér (salvador), que eran frecuentes en los cultos paganos,
desempeñan un papel importante en las epístolas paulinas y en toda la tradición
eclesiástica posterior. Hasta el término fundamental de «conversión» está
tomado de Platón, para quien la aceptación de una filosofía significaba en
primer lugar un cambio radical de vida.
Una cuestión de incompatibilidades
No puede
decirse lo mismo de la incidencia del cristianismo sobre la cultura griega, que
siempre consideró extraña la nueva doctrina e ininteligible un mensaje que
contravenía en muchos aspectos algunos de los patrones y esquemas fundamentales
de la mentalidad helénica. Resulta significado a este respecto el fracaso de
San Pablo en Atenas, cuyo auditorio encontró completamente absurdas e incomprensibles
afirmaciones tan tajantes como el anuncio de la resurrección de los muertos. De
hecho, no existió nunca una comunidad cristiana de relieve en lo que podríamos
considerar el corazón de la vieja Grecia, entendiendo por tal el continente
helénico y las islas, ya que los principales centros de la Cristiandad antigua
de lengua griega fueron ciudades como Constantinopla, Antioquía, Jerusalén y
Alejandría, ciudades en las que la cultura griega se había entremezclado
profundamente con otras de procedencia indígena u oriental, pero no, en cambio,
Atenas, donde las escuelas filosóficas continuaron largo tiempo en plena actividad
hasta su cierre definitivo por orden del emperador Justiniano en el siglo VI
d.C. Esta particular resistencia griega al cristianismo aparece ilustrada en
hechos tan emblemáticos como la petición del gobernador imperial de la
provincia de Acaya (es decir Grecia) para que el emperador Constantino no
hiciera efectiva en su circunscripción su prohibición de los sacrificios
nocturnos. Es igualmente significativo el hecho de que a pesar de la creación
sistemática de un imperio cristiano durante el siglo VI d.C, se creyera todavía
necesaria en Grecia una conversión en masa en pleno siglo IX d.C.
Al igual que
sucedía con el judaismo, existían importantes diferencias entre los
presupuestos básicos de la mentalidad griega y muchas de las actitudes y
creencias cristianas. Las severas críticas vertidas por el cristianismo contra
los mitos y cultos tradicionales helénicos constituían ya de por sí una barrera
casi infranqueable para el mutuo entendimiento. Las críticas vertidas por
algunos pensadores griegos como Jenófanes sobre la endeble moral de los dioses
en los poemas homéricos no socavaron su predominio cultural y moral. Sin
embargo, dicha postura alcanzó ahora con los apologistas cristianos unos
términos de gran virulencia inclusive entre aquellos que, como Justino o
Clemente de Alejandría, se habían mostrado partidarios del entendimiento entre
ambos mundos y no eran reacios a reconocer su deuda con la sabiduría pagana.
Los cristianos mostraron ademas una particular intolerancia en este terreno, ya
que también les molestaba especialmente la abundancia de estatuas consagradas a
los dioses que llenaban las ágoras y templos de las ciudades griegas,
consideradas por ellos meros ídolos, como revela el malestar que San Pablo
experimentó durante su estancia en Atenas «al ver la ciudad llena de ídolos»,
según se relata en los Hechos de los Apóstoles. De hecho, los apologistas
cristianos consideraban la idolatría la fuente de todos los vicios, suprimiendo
así de un golpe uno de los aspectos básicos de la concepción griega de la
divinidad, como era su plasmación en imágenes «a la medida humana» a la vista
de todos a través de las espléndidas representaciones de los dioses que eran
objeto de culto en templos y santuarios. Los cristianos condenaban también los
espectáculos teatrales que tanta importancia desempeñaban en la vida
comunitaria de las ciudades griegas. Tampoco resultaba congeniable la estricta
moral cristiana con relación al cuerpo, que exaltaba la virginidad, con la
relativa desinhibición de las costumbres griegas en este terreno, a la vista de
las numerosas muestras pictóricas sobre cerámica que representan escenas
ostensibles de sexualidad.
Contrastaban
también aspectos fundamentales de la ética que tenían que ver con la
consideración y respeto hacia el prójimo, un campo en el que la mentalidad
griega se permitía una serie de licencias y «descuidos» que escandalizaban el
rígido código de conducta moral cristiano. Así, por ejemplo, la práctica de la
venganza, perfectamente reconocida como motivo de acción judicial en los
tribunales atenienses, contrastaba abiertamente con la doctrina del perdón o
con la fórmula todavía mucho más generosa de «poner la otra mejilla»,
comportamientos que habrían resultado del todo inasumibles y hasta
completamente absurdos para la mayoria de los griegos. El cristianismo había
reducido además de manera significativa las barreras existentes en el interior
de la sociedad humana que hasta entonces habían sido consideradas como
prácticamente infranqueables, como las diferencias entre griegos y bárbaros,
individuos libres y esclavos u hombres y mujeres. Los griegos, además, sentían
un desinterés proverbial por una doctrina nueva que no contaba con avales
suficientes de garantía por lo que a su antigüedad respectaba, confrontados
sobre todo con los de la propia cultura griega, que sí supo reconocer algún
destello de admiración por otras culturas más milenarias como Egipto, Persia o
la India. Esta circunstancia promovió la polémica, primero con los autores
judíos y después con los cristianos, empeñados en demostrar a toda costa a los
incrédulos griegos la mayor antigüedad de sus creencias y hasta la dependencia
servil de los principales pensadores y poetas de Grecia con relación a los
profetas hebreos como Abraham o Moisés.
Incluso la
propia forma de expresión literaria que daba cabida a las ideas experimentó un
profundo cambio con el triunfo del cristianismo. La tradición intelectual
griega rechazaba la forma dogmática del tratado y se inclinaba más bien a favor
de la discusión abierta y el diálogo —recuérdese que no en vano éste es el
término que designa las obras de Platón—, que implicaban un espíritu de
tolerancia que en buena medida impregnó casi siempre el debate intelectual en
el mundo griego. El respeto de las opiniones ajenas y el reconocimiento del
derecho al error, sin que ello significara excluir el rigor en la polémica y a
veces una cierta ironía critica, fueron las normas imperantes con contadas
excepciones. En cambio, con la llegada del cristianismo se adoptó la forma del
tratado, que excluía la confrontación pacífica de los diferentes sistemas de
pensamiento para dar paso a una auténtica guerra ideológica en la que la verdad
revelada, iirrefutable por definición, se oponía victoriosa sobre el error
disidente, obligando de manera clara a los lectores a decantarse con firmeza y
cuidado del bando adecuado en lugar de invitarles al debate intelectual, aunque
fuera utilizando una cierta trampa que encaminaba sutilmente al oyente hacia la
tesis partidista expuesta, como ocurría en el terreno de la filosofía griega.
Este espíritu
de tolerancia caracterizaba igualmente las actitudes religiosas de los griegos,
prestos casi siempre a reconocer en las divinidades ajenas traducciones
locales, a veces estrafalarias y bajo un nombre distinto, de un dios más
familiar que ya formaba parte del panteón helénico (lo que se denomina como la
famosa interpretatio graeca), o a
adoptarla en su interior sin más preámbulos si lo consideraban necesario por
haber reconocido en su culto o en sus manifestaciones un tipo de poder que
faltaba en sus dominios o que se hallaba representado en él de forma
incompleta. Cada ciudad honraba y veneraba a determinados dioses a quienes
demandaba la satisfacción de sus necesidades y la protección de su territorio.
Pero cuando una ciudad ampliaba sus horizontes, se extendía igualmente la gama
de cultos religiosos que podía abrazar, como sucedió en el caso de Atenas,
cuando su expansión hacia el norte del Egeo le puso en contacto con la cultura
tracia y el culto de la diosa indígena Bendis, que fue luego adoptada dentro
del panteón ateniense. A veces eran unas circunstancias especiales las que
impulsaban la adopción de un nuevo culto, como sucedió también en Atenas con
motivo del enfrentamiento con los persas cuando se adoptó el culto de Pan,
quien según la creencia Popular había desempeñado un papel capital en la
victoria decisiva de Maratón, tal y como el propio dios le había anunciado al
famoso Filípides cuando corría hacia Esparta a solicitar la ayuda necesaria o
cuando en la última parte del siglo V a.C. se consideró conveniente introducir
el culto de un dios de la salud, Asclepio, debido al profundo impacto provocado
por la peste que asoló la ciudad durante la guerra del Peloponeso. No existía
tampoco ningún afán de proselitismo en la creencia de que la suya era la única
religión verdadera. Lo habitual era que un griego rindiera culto a los dioses
de un país cuando se hallaba en su territorio y eran frecuentes en Atenas los
cultos ajenos practicados por los numerosos extranjeros que habitaban la ciudad
en sus momentos de mayor esplendor comercial, si bien no se permitía que dichos
cultos interfiriesen en la homogeneidad religiosa de la ciudad, quedando
restringidos al simple ámbito privado. Dicha situación contrastaba abiertamente
con la actitud cristiana tendente hacia la imposición uniforme, cuando le fue
posible, de un único culto y una sola creencia considerada verdadera.
La conversión
del emperador Constantino al cristianismo en el 312 d.C. inició un proceso de
profundos cambios en el mundo griego que afectaron igualmente al resto del
imperio romano. Las persecuciones contra los cristianos cesaron y comenzó a
operarse un cambio significativo en el destino final de los recursos
imperiales, que iban ahora a parar cada vez más hacia la Iglesia. Los cultos
denominados paganos empezaron a sufrir las consecuencias de una legislación
hostil contra los sacrificios nocturnos, en la idea de que podían representar
un peligro potencial contra la estabilidad del estado y de los particulares.
Los sacrificios tradicionales fueron prohibidos en el 391 y se dictaron severas
multas para todos aquellos oficiales del imperio que hicieran la vista gorda al
respecto. Los propios santuarios experimentaron también las consecuencias al
ser en muchos casos la sede de aquellas prácticas consideradas ahora ilegales.
En los años finales del siglo IV d.C. las agresiones cristianas contra los
santuarios paganos se incrementaron de forma notoria a nivel local, sobre todo
donde existían todavía comunidades con cierta fuerza, como en Apamea de Siria,
donde el templo de Zeus fue destruido a instancias del obispo local, que contó
además con la colaboración de las tropas imperiales, o en Alejandría, donde el
santuario de Serapis fue arrasado y saqueado por una multitud enfervorizada.
Estos abusos cristianos en contra de los monumentos religiosos griegos se
acrecentaron todavía más en el siglo V d.C, amparados incluso en un decreto
imperial del 435. El áduton (espacio
inaccesible al profano) del templo de Apolo en Delfos (el lugar donde tenía
lugar la actividad de la Pitia y se hallaban los principales símbolos sagrados)
fue destruido de forma sistemática y se grabaron cruces sobre algunos de los
edificios más emblemáticos del santuario. Otros corrieron todavía peor suerte
al quedar reducidos a servir como simple cantera de materiales suntuarios de
construcción para nuevos edificios sagrados cristianos, como en Éfeso, donde la
iglesia de San Juan se construyó parcialmente con materiales procedentes del
famoso templo de Ártemis, que había figurado nada menos que entre las siete
maravillas de la Antigüedad. Otros, en fin, resultaron sencillamente
abandonados al ser considerados lugares habitados por demonios.
Los únicos
templos que se salvaron de la quema y la desolación fueron aquellos que
acabaron reconvertidos en iglesias, como el propio Partenón en Atenas, al que
se le añadió un ábside que obligó a retirar en parte el friso oriental y las
figuras centrales del mismo frontón, llegando a mutilarse deliberadamente la
mayor parte de las metopas, o el templo de Hefesto, situado en el agora de la
misma ciudad, donde todavía se pueden apreciar en la actualidad sus efectos en
la bóveda y el ábside, que se construyeron para transformarlo en la iglesia de
San Jorge. La situación de extrema precariedad por la que atravesaban la mayor
parte de los santuarios paganos tradicionales se pone de manifiesto en la
afirmación del filósofo neoplatónico Proclo, quien, según se cuenta en su
biografía, cuando acudió al santuario de Asclepio situado en las laderas de la
acrópolis de Atenas en busca de la curación de la hija de un amigo, indicó con
resignación, no precisamente cristiana, que por entonces se hallaba por fortuna
«todavía sin saquear». De hecho, a finales del siglo V d.C. el templo fue saqueado
y en su lugar se levantó una iglesia dedicada a San Andrés. Tampoco la
literatura declaradamente anticristiana corrió mejor suerte a juzgar por el
triste destino que sufrió la obra de Porfirio, que fue quemada en público. Han
desaparecido igualmente otras obras de esta misma tendencia, como la del
también neoplatónico Celso, cuyas únicas huellas de su existencia para nosotros
son las puntuales acotaciones de Orígenes, que intentó refutar su contenido con
la mejor honestidad, citando a menudo a su adversario.
En el año 529
el emperador Justiniano apretó todavía más las tuercas a favor del cristianismo
con un decreto que ordenaba el bautizo como cristianos de «todos aquellos que
todavía se atenían al error impío y maldito de los griegos», bajo la amenaza en
caso contrario de quedar excluidos de los cargos públicos y ser inhabilitados
como receptores de testamento. Las acciones imperiales y eclesiásticas contra
las creencias y prácticas paganas tradicionales se intensificaron a lo largo
del siglo VI d.C, como muestra el caso del obispo Juan de Éfeso, que afirma
haber bautizado en Asia a ochenta mil fieles y haber construido noventa y seis
iglesias y doce monasterios. No corrieron mejor destino las escuelas
filosóficas, que fueron cerradas en ese mismo año, tanto las de Atenas como las
de Alejandría, por un decreto imperial.
El balance no
parece así excesivamente favorable a la vista de las acciones declaradamente
hostiles contra el helenismo y sus señas de identidad emprendidas por los
emperadores cristianos a partir del siglo IV d.C, con toda su lamentable
secuela de prohibiciones, saqueos, abandonos y destrucciones, algunas de ellas
tan denodadamente llevadas a cabo como en el santuario de Dodona, donde el
árbol sagrado de Zeus, que había sobrevivido intacto desde tiempos inmemoriales
que remontaban hasta los inicios de la época arcaica, fue arrancado de sus
mismísimas raíces, que penetraban casi en la roca. La ignorancia y el fanatismo
propiciaron y secundaron dichas iniciativas, a veces con consecuencias tan
dramáticas y feroces como el asesinato de la filósofa neoplatónica alejandrina
Hipatia, linchada cruelmente por la multitud a instancias del obispo local.
Sin embargo,
la cultura griega inserta en el cristianismo produjo también sus frutos, como
la literatura patrística a lo largo de los siglos IV y V d.C. Siguiendo los
pasos de Clemente de Alejandría y de Orígenes, se desarrolló la gran literatura
de estos dos siglos que completó el proceso de absorción de la cultura griega
que aquellos dos brillantes pioneros habían iniciado de forma decidida.
Destacan en este terreno la obra histórica de Eusebio de Cesárea, que insertó
el cristianismo dentro de la historia universal con su Historia eclesiástica, que tuvo una enorme difusión y convirtió la
polémica figura de Constantino en un héroe de la historiografía clásica, así
como la tríada de los grandes padres capadocios, Basilio el Grande, Gregorio de
Nisa y Gregorio Nacianceno, que supieron verter el contenido doctrinal
cristiano en moldes clásicos tradicionales con una gran habilidad, dada su
preparación en este terreno, y abogaron por una educación literaria clásica
como paso preliminar para el estudio de las Sagradas Escrituras. Su pertenencia
de lleno a la cultura griega se pone de manifiesto en la protesta de Gregorio
Nacianceno contra el decreto de Juliano que prohibía a los cristianos la
enseñanza de la literatura clásica, acusando al emperador de haber modificado
fraudulentamente el sentido de la palabra «griego» para aplicarla a la religión
en lugar de a la lengua, con la finalidad expresa de excluirlos de una
comunidad de la que se consideraban miembros de pleno derecho.
Los intentos
de deslindar los elementos puramente griegos del cristianismo, considerados
ilegítimos y completamente ajenos a la pureza del mensaje original evangélico
que cabía recuperar, emprendidos por los estudiosos protestantes, se remontan
al menos al siglo XVI y alcanzan en sus formulaciones mejor conocidas los años
finales del siglo XIX con las tesis de Hatch y Harnack, que pretendían
restituir la pureza y simplicidad original del mensaje evangélico primitivo
eliminando todo lo que pudiera delatar cualquier indicio de la especulación
filosófica griega en la doctrina cristiana antigua. Sin embargo, como ya se ha
mencionado en otros capítulos precedentes, las etiquetas de «helenismo»,
«judaismo» y «cristianismo» no representaban categorías absolutas que
resultaban del todo excluyentes entre sí en un mundo en el que las identidades
eran mucho más frágiles e intercambiables de lo que se supone en la actualidad.
Como ha señalado recientemente Roland Kany, un cristianismo completamente
desprovisto de elementos griegos que se habría ido abriendo progresivamente a
la influencia de la cultura griega no ha existido jamás. El judaismo dentro del
que surge el cristianismo se hallaba ya profundamente integrado dentro de la
compleja trama que constituye el helenismo, bien retomando algunos de sus
elementos distintivos, bien contraponiéndose a ellos. El cristianismo tendrá en
este aspecto un destino similar, y por ello las configuraciones de la relación
compleja entre ambos mundos son diversas y variadas y se hallan en dependencia,
a veces estrecha, del tiempo y el lugar en que se produjeron. Lo cierto es que
resulta de todo punto inimaginable un cristianismo convertido en religión
universal, dotado de una organización y una estructura teológicas y expresado
en numerosas obras de apología o polémica contra doctrinas heréticas, sin la
aportación decisiva y fundamental de la cultura griega que le proporcionó las
herramientas necesarias para llevar a buen término sus objetivos. Sin embargo,
no conviene olvidar el enorme bagaje cultural del helenismo asimilado en el
curso de este largo e intenso proceso, mayor en muchos casos del que muchos
cristianos, antiguos y modernos, han sido conscientes» como el mismísimo
teólogo alemán Hugo Rahner parece medio dispuesto a admitir. Sin duda se
trataba de dos culturas muy diferentes y contradictorias entre sí en sus
presupuestos fundamentales y en su forma de ver el mundo en general o de
interpretarlo, que convertían los intentos por congeniar y equilibrar sus dos
legados en una tarea complicada y difícil desde los tiempos del gran Basilio
hasta nuestros días. Quizás, como apunta Peter Green, el inclemente Tertuliano
tenía razón después de todo cuando contraponía de modo irremisible Jerusalén y
Atenas.
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