domingo, 24 de diciembre de 2017

Gomez Espelosin Javier Los griegos Un legado universal Capitulo 4 Griegos y Romanos

¿Dos mundos bajo una etiqueta común?

De los diferentes pueblos con los que los griegos entraron en contacto a lo largo de su historia, los romanos fueron seguramente los que ocuparon una posición más privilegiada, tanto para la propia conciencia griega contemporánea como para toda la tradición posterior, que está basada en el legado común de ambas culturas. Ciertamente la entrada de Roma en la historia griega fue ya tardía si la juzgamos desde un punto de vista global, ya que se hizo efectiva a lo largo del período helenístico y no afectó en modo alguno a las épocas precedentes, la arcaica y la clásica, que vivieron completamente de espaldas a la emergente realidad de la nueva potencia del Mediterráneo occidental. Sin embargo, su aparición en escena tuvo consecuencias mucho más decisivas en la forma de vida griega que la del imperio persa en los albores del siglo V a.C, ya que, a diferencia de éste, los romanos acabaron conquistando y asimilando dentro de su estructura imperial todo el territorio griego, convirtiéndolo, en suma, en una simple provincia más de sus dominios europeos. Dicha conquista no fue tampoco el resultado, desafortunado en este caso, de una campaña unitaria encabezada por los principales estados griegos como Esparta y Atenas contra el invasor, como sucedió con los persas. Los antiguos protagonistas se hallaban ahora en franca decadencia respecto a su glorioso pasado anterior y el enfrentamiento más directo contra las legiones romanas fue ahora asumido por estados con menos lustre a sus espaldas, como la confederación aquea, un estado federal compuesto inicialmente por ciudades del norte del Peloponeso que impusieron finalmente su hegemonía sobre toda la península. La épica triunfalista resultante de la resistencia ateniense a la experiencia persa dio paso ahora a una resignación abnegaba y derrotista que buscaba como último consuelo un digno lugar bajo el sol dentro de la nueva hegemonía dominante.
La unificación final del mundo griego bajo la dominación imperial romana ha tenido también sus consecuencias en el terreno de la cultura moderna. Resulta así un hecho habitual fundir ambas culturas dentro de una misma etiqueta designativa como es la de mundo clásico o civilización grecorromana como punto de partida inevitable de toda nuestra tradición europea. Esta unidad se ve frecuentemente reflejada en los programas académicos universitarios y en las programaciones curriculares de la enseñanza secundaria donde aparecen materias con títulos semejantes, que presentan bajo la misma cobertura la historia y la civilización de griegos y romanos en la idea de que ambas constituyen a fin de cuentas una misma realidad cultural en la que los rasgos comunes se imponen sobradamente sobre las tímidas y a veces inapreciables diferencias entre unos y otros. Es cierto que los romanos adoptaron y adaptaron la cultura griega hasta convertirla en algo propio y que gracias a ellos subsistió después convertida en patrimonio común de toda la tradición europea y en uno de sus códigos referenciales, a diferencia de lo que sucedió con otros pueblos como los etruscos y cartagineses, que quedaron desde su destrucción final a manos de Roma sumidos en el más completo olvido, a expensas de azarosos descubrimientos arqueológicos que puedan revelar algunas facetas de sus desconocidas, y en buena medida irrecuperables, culturas respectivas. Si todavía puede hablarse hoy en día de un legado clásico en nuestra civilización moderna, aunque cada vez más esté puesto en entredicho, es gracias a la acción conservadora de Roma, que supo absorber en una misma civilización, dotándola además de nuevos bríos y enfoques, la herencia creativa de sus antecesores griegos.
Sin embargo, dando por sentadas estas obviedades, lo cierto es que la pretendida homogeneidad cultural entre griegos y romanos resulta prácticamente inexistente desde un punto de vista histórico más riguroso. Ambos pueblos compartían un mismo espacio geográfico, como era la cuenca del Mediterráneo, con todos sus respectivos condicionantes climáticos y paisajísticos que incidían de forma determinante en su forma de vida general, pero ahí acaban prácticamente las similitudes entre unos y otros. El apego a la tierra era también sin duda una característica común a los dos pueblos, pero las actitudes vitales que se derivaron en uno y otro caso fueron completamente diferentes. La rabiosa sensación de autonomía y el particularismo endémico de los diminutos estados griegos contrastaban con la inequívoca vocación hegemónica y unificadora puesta en evidencia por Roma desde los comienzos de su historia. Es cierto que en el mundo griego hubo también estados que mostraron esa misma voluntad de hegemonía, como los ya mencionados Esparta y Atenas e incluso Tebas o Tesalia, pero sus tentativas nunca concluyeron en la constitución de un estado sólido y estable, como sucedió en Roma, cuya soberanía apenas resultó puesta en entredicho a lo largo de su trayectoria. Sólo amenazas exteriores como las de galos o cartagineses pusieron seriamente en peligro la continuidad de la nueva potencia, que, tras sus victoria frente a ambos, consolidó todavía más sus bases y eliminó casi de forma definitiva cualquier riesgo serio de sediciones internas en el seno de sus aliados itálicos. La unanimidad y extensión de la hegemonía romana contrasta con los breves períodos de dominio de las grandes potencias griegas como la mismísima Atenas que, además de tener siempre enfrente rivales alternativos, dejaba fuera de su control extensos territorios habitados por griegos como Tesalia o el Epiro. La dispersión política y militar del mundo griego, extensible también en buena medida al ámbito cultural y lingüístico, choca así frontalmente con la fachada de aparente identidad que presenta Roma en todos estos terrenos. La diversidad cultural inicial de la península itálica acabó siendo subsumida por la imposición general del latín y de la cultura romana por todos los territorios conquistados, desde el mismo corazón de la ciudad del Tíber hasta las provincias más remotas en las fronteras del Danubio o del Eufrates. La adopción de una lengua y una cultura comunes en el lado griego se produjo sólo a raíz de las conquistas de Alejandro, un príncipe macedonio que aunó en sus afanes de conquista universal las ambiciones puramente macedonias y las prácticas culturales helénicas, asimiladas desde su niñez hasta convertirlas en algo propio. Esta uniformidad cultural griega continuó durante el período de dominación romana hasta culminar precisamente en la fundación de la nueva Roma, Constantinopla, que tras el hundimiento del imperio romano de Occidente prosiguió su andadura hasta el siglo XV, cuando cayó de forma definitiva bajo el empuje de los turcos. Un imperio el bizantino que, bajo su apariencia griega, utilizaba sin embargo el nombre de Roma, rhomaioi, para designarse a sí mismo en una muestra sorprendente de la unidad final que la cultura y la lengua, griegas, habían alcanzado bajo unas formas políticas y administrativas propiamente romanas.
Dejando a un lado los estereotipos étnicos que circulaban en los medios intelectuales romanos oponiendo la proverbial grauitas (seriedad y austeridad) latina a la leuitas (ligereza o frivolidad) característica griega, que como todos los tópicos reflejan una percepción reductora de la realidad basada en una generalización abusiva o en la exageración de unos rasgos inequívocamente existentes, las diferencias en actitudes y temperamento eran también sustanciales. El tradicionalismo inveterado de los romanos, que sacralizaron el mos maiorum (la forma de vida de sus antepasados) como guía incuestionable de su comportamiento diario, contrasta con la mayor apertura de la mentalidad griega hacia las novedades procedentes del exterior o las propias innovaciones gestadas en el interior de la cultura griega, contando eso sí con la renuencia común hacia todo lo que pudiera comportar un brusco cambio del orden social establecido. El escaso entusiasmo por la especulación que demostraron los romanos queda patente en la ausencia de una filosofía que pueda denominarse con pleno derecho romana, ya que las figuras de Cicerón y Séneca, que suelen ocupar el lugar privilegiado en las respectivas secciones que llevan dicho título, representan tan sólo una adaptación, ciertamente lograda en algunos casos, de las corrientes filosóficas griegas a la vida y a la mentalidad romanas. Las insuficiencias romanas dentro de este ámbito son claramente señaladas por las quejas del poeta Lucrecio acerca de la inadecuación de la lengua latina para crear abstractos, que le tocó experimentar en su intento por trasladar la filosofía atomista de Epicuro a un poema didáctico en el siglo I a.C.
La curiosidad griega por todos los fenómenos, naturales y humanos, concretada en su rica producción científica y filosófica, de la que poseemos tan sólo una leve muestra no siempre bien representativa, contrasta con la relativa esterilidad romana en este campo, cuyas figuras más destacadas, como la del enciclopedista Plinio el Viejo, representan sólo la recopilación abreviada y compendiada de los saberes griegos en diferentes terrenos. El carácter esencialmente pragmático latino condujo más bien a la creación de una disciplina como la ciencia jurídica, que articulaba en un sistema organizado los principios derivados de las normas más concretas y específicas que regulaban a diario su vida social. La experiencia griega en este campo había desembocado en la formación de algunos códigos legales como el de Gortina en Creta, pero no había traspasado el umbral de la casuística concreta para alcanzar el nivel de generalización que encontramos en los juristas romanos.
Este pragmatismo innato de los romanos que les llevaba a apegarse a la realidad cotidiana se refleja también en la ausencia de una verdadera tradición mitológica, al menos que pueda resultar parangonable con la griega, con toda su variedad y riqueza de significaciones y figuras emblemáticas. Podría llegar a afirmarse incluso la no existencia en absoluto de una mitología propiamente romana a juzgar por el reducido espacio que recibe su tratamiento en los manuales generales de la materia, que dedican de forma abrumadora sus páginas a los ciclos legendarios griegos. Los héroes legendarios latinos más destacados, como el fundador inicial Eneas o el omnipresente Hércules, proceden a todas luces del esplendoroso elenco griego. Los héroes más propiamente romanos, como Horacio Cocles, Mucio Escévola o Coriolano, pertenecen a una categoría bien diferente de la de los héroes griegos, que por su genealogía y por el contexto en que llevaban a cabo muchas de sus hazañas, en una geografía imaginaria que no resulta localizable en los mapas, se hallaban mucho más alejados de la realidad histórica cotidiana. Por el contrario, los protagonistas de las leyendas romanas proceden más bien de un proceso de magnificación sufrido por una serie de personajes históricos de carne y hueso, que fueron capaces de autoinmolarse en la defensa de su patria o que encarnaban de la mejor manera sus ideales más representativos. No existe, de hecho, en la historiografía latina ninguna diferencia notoria entre la época legendaria Y más propiamente histórica, en contraste con la griega, que reconoce en un momento dado una cierta frontera entre el mito y la historia, aunque sin estar del todo bien delimitada. En Roma ambos períodos se desarrollan dentro del mismo esquema que toma como punto de partida la epopeya real de la conquista romana de los territorios vecinos y su lucha constante con los pueblos limítrofes por la soberanía, con mayor o menor despliegue del heroísmo colectivo o individual.
La diferencia entre ambas culturas se pone igualmente de manifiesto en la postura adoptada ante los pactos y juramentos. Mientras que los romanos consideraban la fides (lealtad) como una de sus virtudes tradicionales más definitorias, que se traducía en la práctica en una fidelidad incondicional y un respeto escrupuloso hacia este tipo de acuerdos, sagrados y profanos, al menos como lema dentro de la mentalidad colectiva y social, los griegos mantenían en este terreno una actitud mucho más laxa, lo que les permitía elevar a la categoría de héroe a un personaje taimado y mentiroso como Ulises o venerar a una deidad como Hermes, cuya andadura se había iniciado con el robo de las vacas de su hermano Apolo y era, en consonancia, protector de los ladrones. Existía así una importante falta de adecuación entre los parámetros valorativos de unos y otros, cuyas consecuencias se dejaron notar en diferentes momentos de la historia, especialmente para los griegos, que jugaban en esta partida el papel perdedor. Un ejemplo muy ilustrativo de esta clase de malentendidos sucedió precisamente durante el Período inicial de la conquista romana de Grecia, cuando el principal interlocutor griego en este terreno era la confederación etolia. Es cierto que los etolios no gozaban precisamente de muy buena fama entre los demás griegos por el escrupuloso respecto hacia los pactos contraídos, sobre todo si hacemos caso a Polibio. Sin embargo, debe recordarse tanto el esfuerzo realizado por los etolios para ingresar con todos los honores dentro de la comunidad helénica tras su defensa decisiva del santuario de Delfos contra los celtas invasores a comienzos del siglo III a.C. como los numerosos casos de asylía (derecho de inviolabilidad) establecidos con muchas comunidades griegas, que, es de imaginar, al menos tenían una ligera esperanza de que fueran respetados. En su relación con Roma, sin embargo, las cosas no les fueron tan bien. Rompieron por su cuenta y riesgo el pacto y esta circunstancia les acarreó funestas consecuencias en el desarrollo de los acontecimientos posteriores, puestas de manifiesto en sus conflictivas relaciones con el consul Flaminino, artífice de la conquista romana, a comienzos del siglo II a.C. o en los dramáticos episodios de su final como comunidad todavía independiente con masacres colectivas provocadas por los enfrentamientos internos que los romanos, convertidos entonces en los auténticos gendarmes de Grecia, avivaron todavía más con su intervención o se limitaron a contemplar impávidos sin intervenir de forma decidida. Uno de estos episodios ilustra el desconocimiento proverbial griego de las implicaciones que aportaban las precisas fórmulas jurídicas romanas, llamando los etolios, tras haber accedido a la deditio in fidem (entrega total a la discreción del vencedor) que el cónsul romano de turno solicitaba, reclamaron la correspondiente explicación de su significado, aquél ordenó que los condujeram ante su presencia encadenados de la cabeza a los pies, en una demostración palmaria y contundente de la conveniencia de informarse adecuadamente de las obligaciones asumidas antes de aceptarlas alegremente.
Otro notorio malentendido entre griegos y romanos provocado por el desconocimiento absoluto griego de las aplicaciones que comportaban las normas y tratados romanos se produjo con motivo de la famosa proclamación de la libertad de los griegos por el ya mencionado Flaminino tras su aplastante victoria sobre el monarca macedonio Filipo V en la batalla de Cinoscéfalas en el 198 a.C, que asestaba el primer golpe decisivo en el proceso de conquista romana del Oriente helenístico. Una victoria que debió de impactar sin duda profundamente en la conciencia griega, acostumbrada desde la batalla de Queronea en el 338 a.C. a la supremacía militar macedonia como un hecho incontestable. Flaminino optó por un gesto conciliador y propagandístico, cuyo principal objetivo era conseguir el favor de los estados griegos sometidos hasta entonces a Macedonia y alienar, de esta forma, para el futuro el mayor número de aliados posibles del bando macedonio, de cara a nuevos conflictos. Flaminino actuaba también dentro de la más elemental lógica romana, entendiendo esta generosa concesión de la libertad a los griegos como un beneficio que exigía de quien lo recibía la debida gratitud y reconocimiento hacia su benefactor. Los griegos no supieron entenderlo de esta forma sino como un gesto más de reconocimiento hacia su tradición legendaria. No actuaron, en consecuencia, como era de esperar desde la perspectiva romana y mantuvieron su política habitual, que no tomaba para nada en cuenta las obligaciones asumidas mediante aquel acto, desencadenando así la cólera romana en el curso de los acontecimientos posteriores.
Estas diferencias de talante se reflejan incluso en el terreno de las formas de diversión. Sin necesidad de recurrir a los estereotipos culturales, quedan pocas dudas acerca de las distintas preferencias en este campo de unos y otros. El particular gusto romano por los espectáculos sangrientos que se desarrollaban en el anfiteatro, como las luchas de gladiadores o los certámenes con fieras salvajes, no encuentra paralelo en el mundo griego, a pesar de la violencia innegable que implicaban los juegos atléticos, sobre todo en algunas de us modalidades como el boxeo o la lucha total (pancracio). Sin embargo, nunca alcanzaron el grado de truculencia y brutalidad demostrado en aquellas populares exhibiciones. Los juegos de gladiadores fueron considerados por los griegos una extravagancia ajena que nunca atrajo su participación. Ni siquiera en el terreno aparentemente común del teatro los gustos eran parecidos. El auditorio romano se decantó siempre de manera incuestionable en favor de la comedia, que, aunque imitada en lo fundamental del correspondiente género griego, desarrolló también sus propias bromas y temas en la denominada fabula togata. Tampoco la comedia latina era exactamente el mismo tipo de espectáculo ingenioso y disparatado que representan las obras de Aristófanes, que sometían la actualidad política y social contemporánea a una crítica inclemente y desaforada recurriendo a menudo a la fantasía y a las especulaciones utópicas más estrafalarias. Las obras de Plauto y Terencio eran más bien herederas de la comedia de enredo de Menandro, mucho más ligera y trivial, que jugueteaba con los estereotipos sacados de la sociedad burguesa ateniense de finales del siglo IV a.C. La tragedia, en cambio, apenas caló en Roma. Sus producciones más destacadas son sin duda las de Séneca, que posiblemente nunca llegaron a representarse ya que estaban concebidas más bien para su lectura en público dentro de los refinados cenáculos literarios de la aristocracia romana, capacitados para apreciar la sofisticación formal de estas obras.
Por parte griega existió también una cierta impermeabilidad hacia muchas de las costumbres romanas, como la práctica de utilizar plantas aromáticas en los ritos funerarios, que mostraban también otras diferencias, como la posición del difunto, situado a la derecha en lugar de a la izquierda, su desprecio del latín, lengua que muy pocos hasta la época imperial se molestaron en aprender e incluso en esos momentos quedó limitado a las élites aristocráticas e intelectuales que tenían un contacto directo con los dominadores, dependían de ellos para su promoción o lo necesitaban como funcionarios del imperio que eran, casos de Apiano, procurador en los tribunales, o Arriano, legado imperial. Hubo también una aparente reluctancia a aceptar la ciudadanía romana ya en los últimos tiempos de la República, en ciudades del denominado «ámbito colonial» como Nápoles, Heraclea o Ampurias, donde los indígenas de la región asumieron dicha condición antes que los propios griegos. La vitalidad de las instituciones griegas, que se mantuvieron con fuerza incluso después de la conquista y durante el imperio, y la convencida asunción de su indiscutible superioridad cultural no constituían tampoco el terreno apropiado para conseguir una fácil equiparación entre ambos mundos. El contraste entre las dos culturas se vio también alimentado por una serie de tópicos y estereotipos, que tenían como finalidad principal establecer la propia definición de la identidad romana a través de un contraste frontal con los griegos, especialmente en unos momentos, los que siguieron a la conquista y supusieron la llegada masiva de gentes, productos e ideas griegas, que parecían desafiar, y en opinión de los más radicales hasta quebrar, el marco tradicional de las costumbres y de la forma de vida romana. Los griegos aparecían así dentro de este esquema como mentirosos, corruptos, serviles, pero también como arrogantes e intrépidos. Se decía que vivían de forma lujosa y que no soportaban el esfuerzo y la dureza, que no eran buenos soldados, ya que sus entrenamientos deportivos resultaban del todo inútiles para el cometido de la guerra y sólo servían para degenerar las costumbres morales con la práctica del denominado amor graecorum (amor griego) que conducía al descuido de la familia y de las obligaciones fundamentales hacia la patria. Eran leídos, sutiles y también elocuentes, pero sufrían la ineptía, es decir, la tendencia a argumentar a destiempo y con exceso de teoría, hablando de manera excitada y muy deprisa, al tiempo que alardeaban continuamente de sus logros. Para ellos eran más importantes las palabras que los hechos. Eran prolíficos en la creación de ficciones sobre los países. Sobrevaloraban las artes visuales y la música, y trataban a los actores y músicos con excesivo respeto.
Los romanos, en cambio, se tenían por un pueblo de campesinos y soldados que anteponían a cualquier otra causa la defensa a ultranza de la patria, justificando todas sus guerras bajo el pretexto de la autodefensa o de la ayuda a sus aliados en virtud de los pactos y tratados contraídos. Su reconocido afán de conquista y de dominio no pretendía, así, la mera acumulación de todos los territorios bajo un solo yugo, sino la justa defensa de los oprimidos y el establecimiento universal de las leyes que regulan la conducta de los hombres. Esta visión de las cosas adquiere, no por casualidad, su formulación más emblemática en unos versos del libro VI de la Eneida de Virgilio (VI, 847—853), una obra cuya finalidad política era precisamente crear un conciencia nacional romana, un procedimiento que en estos momentos pasaba de manera inexorable por su contraste con los griegos:
Otros forjarán mejor unos bronces que casi respiren
(bien que lo creo), del mármol podrán extraer rostros vivos,
defenderán con más tino los pleitos y el giro celeste
con el compás medirán y expondrán el surgir de los astros.
Tú piensa siempre, romano, en regir con tu mando a los pueblos
(tal tendrás tú por oficio): a la paz imponer unas leyes,
dar tu perdón al humilde y vencer con la guerra al soberbio.

Una relación larga y complicada

La relación de Roma con el mundo griego se remonta seguramente a los mismos orígenes de la ciudad, ya que desde mediados del siglo VIII a.C., fecha en la que se suele datar la fundación tradicional de Roma, existía ya un emplazamiento griego de carácter permanente en Pitecusas, la actual Isquia, en la bahía de Nápoles, que, a juzgar por los testimonios materiales disponibles, desplegó una intensa actividad comercial y de intercambios con el entorno circundante. Roma se hallaba expuesta casi por todas partes a la influencia de la cultura griega, bien directamente a través de las ciudades griegas del sur de Italia por su lado meridional, bien por el norte a través de los gustos helenizantes de las aristocracias etruscas, que ejercieron un considerable peso en la historia antigua de la ciudad. La fuerza de esta influencia varió sensiblemente con el paso del tiempo. Fue intensa a lo largo de los tres siglos siguientes, el VII, VI y V a.C., concretándose en hechos tan palpables como la creciente identificación de algunos de los principales dioses romanos con las divinidades del panteón griego y el proceso de antropomorfización de sus figuras, dejando atrás el aniconismo que caracterizaba la multitud de deidades romanas agrupadas a veces bajo el término neutro de indigitamenta. Otras muchas facetas de la cultura romana recibieron también el impacto de las formas griegas correspondientes, como los festivales con carreras de carros, las obras de arte, el alfabeto utilizado para escribir el latín o las numerosas palabras adoptadas en préstamo, que reflejaban las deficiencias latinas en campos como el de la tecnología o el de la medicina. Incluso en el terreno de las instituciones políticas, que fue siempre mantenido a buen resguardo de las influencias ajenas por la aristocracia romana dominante, es bien conocida la atribución decisiva de la acción legislativa de Solón en un hecho tan trascendental en la historia de la Roma arcaica como fue la adquisición de un código de leyes escritas como el de las XII tablas.
A finales del siglo V y durante buena parte del IV a.C. se produjo un relativo aislamiento de Roma respecto al mundo griego a causa de las intensas luchas por la hegemonía en la península itálica contra los pueblos vecinos de los alrededores, como los samnitas o los galos, que concentraron en tan decisivo empeño todas las energías romanas. Curiosamente es durante este período de distanciamiento obligado cuando emergió el modelo del romano, que tras ser sometido al correspondiente proceso de idealización acabó convirtiéndose en el estereotipo definitorio de sus señas de identidad. El mundo griego pasó a ser, así, un elemento ajeno más a pesar de las aproximaciones que se habían efectuado entre ambas culturas en los tiempos precedentes. De hecho, el siglo IV a.C. concluyó con la conquista militar de las regiones griegas de Italia y Sicilia, que supuso su inclusión dentro del área de hegemonía romana como un simple territorio más de los muchos que habían sido absorbidos a lo largo del proceso de conquista. Precisamente será ahora también cuando Roma aparezca por primera vez a los ojos del mundo griego oriental como una gran potencia occidental después de un largo silencio al respecto, bien significativo de la simple ignorancia y del desinterés por un lugar apartado del ámbito egeo. Pasamos así de las confusas y escasas noticias que aparecen en Aristóteles y de los apuntes dispersos de su discípulo Teofrasto a la imagen mucho más definida de Roma que debió de ofrecer el historiador siciliano Timeo, que, como ya señaló Momigliano, fue el verdadero descubridor del nuevo poder emergente en el horizonte occidental para la conciencia griega. Hasta entonces parece que apenas suscitó la curiosidad del mundo griego, pues ni siquiera un acontecimiento tan decisivo como el saqueo de la ciudad por los galos en los inicios de los años ochenta del siglo IV a.C. provocó otra cosa que algunas noticias inciertas al respecto, cuyos ecos se dejan sentir en las obras de Aristóteles y de Heraclides Póntico. En cambio, la penetración romana en Campania, su alianza con la ciudad griega de Napoles y sus luchas contra los samnitas suscitaron ya de forma clara el interés por la nueva potencia del Mediterráneo occidental.
Otro punto de inflexión determinante en este proceso fue la presencia del condotiero griego Pirro, rey del Epiro y primo segundo de Alejandro Magno, que en el primer cuarto del siglo III a.C. acudió a la llamada de Tarento para encabezar la resistencia de las ciudades griegas contra Roma en suelo itálico. El sonado fracaso de su pretendida campaña occidental, caracterizada por sus célebres «victorias pírricas» contra los romanos y por el abandono de su tentativa de atacar Cartago debido a la negativa de sus aliados sicilianos a secundar sus planes, sirvió sobre todo para que alguien procedente del mundo griego constatara en persona la impresionante capacidad militar de los romanos. La retirada definitiva de Pirro selló el destino final de las ciudades griegas del sur de Italia, que hubieron de capitular finalmente ante la creciente presión romana. El mundo griego oriental asistía así por primera vez al imparable ascenso hegemónico de Roma, una ciudad semibárbara y todavía poco conocida que se estaba convirtiendo a pasos agigantados en la dueña y señora de toda la península itálica.
La presencia griega en Roma se acrecentó de forma notoria tras estas conquistas. Un esclavo de Tarento, Livio Andrónico, puso en escena en el 240 a.C. tragedias y comedias griegas y llevó a cabo una traducción al latín de la Odisea que constituye el inicio emblemático de la literatura romana. Así mismo se instaló en Roma la primera escuela que proporcionaba una educación de estilo griego. Con la captura de ciudades como Tarento y Siracusa, que contaban con un importante patrimonio artístico y monumental, afluyeron también a Roma numerosas obras de arte griegas destacadas y una masa considerable de esclavos que dejaron su impronta, no siempre favorable, en la percepción romana de lo griego. Incluso en el terreno militar, donde parecía que los romanos podían aprender bien poco de sus vecinos, resultaron también profundamente impresionados por los ingenios bélicos de Arquímedes, que había colaborado de forma decisiva con sus inventos a la defensa, aunque a la postre resultara inútil, de su patria siciliana.
Sin embargo, el paso decisivo responsable de que Roma ocupara un lugar ya de privilegio obligado dentro de la contienda griega se produjo en el 264 a.C, cuando las legiones romanas cruzaron por primera vez el Adriático e iniciaron de esta forma la que sería la definitiva fase de expansión romana en el Oriente griego, que concluiría en el 146 a.C. con la emblemática captura y destrucción de la ciudad de Corinto. Las primeras acciones romanas en suelo griego tuvieron lugar durante la denominada primera guerra macedonia, en la que combatieron contra el expansionismo macedonio emprendido por el rey Filipo V, en apoyo de los etolios. El objetivo prioritario de Roma era entonces simplemente obstaculizar lo más posible las acciones de Filipo, de quien quizá temían una alianza con los cartagineses, prestando ayuda a sus más irreconciliables enemigos griegos, los etolios, sin despreciar, claro está, la adquisición circustancial de botín que deparase el curso de los enfrentamientos. Todavía no se les había pasado por la cabeza ninguna clase de ocupación permanente del territorio conquistado, que preferían dejar bajo el control de sus ocasionales aliados, los etolios, tal y como quedó explicitado en el tratado suscrito con ellos del que conservamos una copia a través de una inscripción fragmentaria. De hecho, cuando las cosas parecieron ir encaminadas en el sentido de sus expectativas, los romanos abandonaron a su suerte a los etolios para ocuparse de asuntos más urgentes que demandaban su atención en el frente occidental. La imagen dejada por los romanos con sus actuaciones de saqueo indiscriminado en suelo griego resultó lógicamente muy negativa, asociada además a los etolios, que, como ya se ha dicho, no gozaban en este sentido de muy buena fama entre los propios griegos.
Las cosas cambiaron de forma sustancial con el estallido de la segunda guerra contra Filipo V que, ahora sí, desembocó en un enfrentamiento directo de las legiones rornana con la falange macedonia en la batalla más arriba mencionada de Cinoscéfalas. Algunos dirigentes romanos eran conscientes de la mala imagen que había dejado su actuación anterior y, en consecuencia, trataron de canalizar esta vez su comportamiento por nuevos derroteros, sobre todo tras haber tomado conciencia de la importancia que tenían la opinión pública y la propaganda en el desarrollo efectivo de la política dentro del contexto helénico. El papel de Flaminino, un buen conocedor de la situación del país, resultó determinante en todo este proceso, que culminó con la ya mencionada proclamación de la libertad de los griegos. Aunque se ha atribuido la medida a la disposición progriega del cónsul, considerado uno de los primeros filohelenos de la historia, el factor decisivo debió de ser más bien su inteligencia política, que, a diferencia de lo que había ocurrido con sus antecesores y sucedería después con muchos de los que desempeñaron su cargo, le había servido para entender el inefable juego perverso de la política griega y saber aprovechar en su propio beneficio todas sus artimañas y debilidades.
Flaminino preparaba así también un marco de alianzas favorable dentro del mundo griego ante la perspectiva de un más que inminente conflicto con otro de los grandes monarcas helenísticos de la época, el seléucida Antíoco III, cuyas acciones expansionistas en las costas del norte del Egeo y Asia Menor hacían inevitable el choque de intereses con el nuevo protectorado romano en Grecia. De hecho la postura mayoritaria ante el conflicto de los estados griegos, incluida la del propio Filipo V, se decantó del lado romano, haciendo del todo ineficaces las estratagemas propagandísticas de Antioco, asesorado ahora por los etolios como sus nuevos promotores dentro del suelo griego, que llegó a casarse incluso con una joven de la ciudad de Calcis. La forzada retirada emprendida por el rey sirio desde sus cuarteles griegos culmino en la desastrosa batalla de Magnesia del Sipilo en Asia Menor en el 190 a.C., donde las legiones romanas bajo el mandato de Escipión Africano volvieron a demostrar de manera contundente y efectiva su superioridad táctica sobre la falange macedonia, como ya había sucedido antes en Cinoscéfalas. La resonante victoria amplió el área de influencia de la hegemonía romana, que saltó ahora el Egeo para abarcar incluso buena parte de Asia Menor hasta la cordillera del Tauro, establecida como nuevo límite de separación entre las zonas de influencia romana y seléucida. La campaña significó además la consecución de un impresionante botín, ya que las ciudades de la zona asiática eran mucho más ricas y prósperas que las de la península balcánica, hasta el punto de que algunos autores romanos situaron en estos precisos momentos el inicio de la decadencia moral y de la corrupción de las costumbres en Roma.
A pesar de que Roma todavía no había impuesto sobre el mundo griego ningún tipo de dominación directa que implicara la percepción de tributos o la entrega total de su soberanía, los espectaculares triunfos obtenidos en tan corto espacio de tiempo, apenas siete años, sobre las que eran en esos instantes las dos grandes monarquías del momento, pues el Egipto tolemaico había dejado clara su posición de colaboración abierta con los romanos, despejaron de forma considerable el panorama político internacional. Roma aparecía ahora como el poder hegemónico incuestionable con cuya opinión cabía contar en todo momento. Así se demostró en el curso de la tercera, y última, guerra contra el reino macedonio, gobernado ahora por Perseo, el hijo de Filipo V, que aspiraba a recobrar sin grandes aspavientos, pero consciente todavía de su potencial, la posición hegemónica dentro del espacio balcánico y egeo que le correspondía por tradición. La apariencia de independencia de que gozaban todavía los estados griegos quedó abiertamente en entredicho cuando algunos de ellos, como la isla de Rodas o la pujante Confederación Aquea, a pesar de que siempre habían demostrado su posicionamiento prorromano debido a su frontal oposición a Macedonia, decidieron, ingenuamente, mantener en este caso la neutralidad. La dura respuesta romana tras su nueva victoria sobre Perseo en Pidna en el 168 a.C., que significó el final de la monarquía macedonia, con todos aquellos que no se habían decantado claramente de su bando mostró la verdadera cara de la nueva situación. Los romanos exigieron a los aqueos la entrega de mil rehenes, salidos de las filas de la élite dirigente del país, entre los que figuraba Polibio, y hundieron la pujanza comercial de Rodas con la declaración de puerto franco de la isla de Delos, sin olvidar la ejecución de aquellos de sus dirigentes que habían destacado en la promoción de la causa macedonia. Ahora, eliminadas ya de manera definitiva de la escena política las principales potencias helenísticas, Roma mostraba su rostro más brutal y despiadado con el mundo griego, dejando atrás las iniciativas más conciliadoras de un Flaminino o los intentos por conseguir una buena imagen entre los griegos como poder filohelénico. Su intromisión en los asuntos internos de los estados griegos fue cada vez más constante y se generó un amplio descontento en su contra por todas partes, que acabaría conduciendo irremisiblemente al último episodio de resistencia armada contra la hegemonía romana, la denominada guerra acaica del 146 a.C., que concluyó con la destrucción y el saqueo de la ciudad de Corinto, donde se habían refugiado los últimos rebeldes, sellando de esta manera cualquier posibilidad de recuperar de nuevo la libertad y autonomía griegas.
Sin embargo, las cosas no cambiaron de forma sustancial en la propia dinámica de la política griega. En ningún momento se articuló ningún frente de resistencia común ni se produjo una división de la sociedad griega en dos bloques irreconciliables, las clases dirigentes, que contaban con el apoyo y la connivencia de Roma, y las masas populares, decididamente contrarias a la dominación y dispuestas siempre a la rebelión. Como bien demostró en su día el estudioso hebreo Doron Mendels, las claves del comportamiento griego en estos conflictivos y difíciles momentos fueron el oportunismo y la pura conveniencia estratégica más que una división radical y preestablecida de carácter socioeconómico. La atávica lucha por el poder dentro de los estados griegos se acentuó todavía más en estos tiempos de confusión. La actividad implacable de las diferentes facciones aristocráticas fecundadas por sus respectivas clientelas políticas continuó siendo la pauta de comportamiento general. La injerencia romana se limitó a sacar el mayor partido de este peligroso e inestable caldo de cultivo, prestando los apoyos necesarios cuando se le reclamaban desde alguna de estas facciones, sin importarles tampoco proporcionar el soporte necesario a políticos descaradamente demagógicos y oportunistas que equilibraban así su inferioridad política respecto a sus rivales, mucho más populares y con mayor número de seguidores. Una serie de retratos inolvidables de esta clase de personajes desfilan por las páginas de las historias de Polibio y del romano Tito Livio, que utilizó las informaciones de su antecesor en este terreno. El propio Polibio fue víctima de una situación de esta índole y vuelca en su obra todo su rencor contra esta clase de individuos, que en la visión, sin duda también partidista, del historiador aparecen como gentes sin escrúpulos capaces de anteponer sus propios intereses a los de su comunidad.
La creación de la provincia de Acaya, que fue el resultado final de la derrota aquea en Corinto, no significó ninguna mejora sustancial de la situación de inestabilidad galopante que vivía el mundo griego de aquel entonces, acosado por las luchas partidistas en su interior y por una seria crisis económica que sumía a sus gentes en la confusión, la pobreza, la criminalidad y la desesperación conducente a una rebelión condenada de antemano al fracaso. El descontento generalizado alcanzó tales niveles que hicieron aconsejable utilizar otro tipo de medidas más disuasorias en lugar de la simple represión armada. La intervención de Polibio actuando como mediador de los romanos y tratando de conseguir un cierto consenso a favor de la moderación se inscribe dentro de esta línea. Sin embargo, las buenas intenciones del historiador no sirvieron de mucho, a pesar de que su labor fue debidamente reconocida a través de una inscripción conmemorativa. Sirva de muestra el caso emblemático de la ciudad aquea de Dime, cuyo intento de sedición contra el nuevo orden impuesto por Roma conocemos gracias a un decreto que ha llegado hasta nosotros en el que se detallan algunas de las medidas represoras. La rebelión estaba encabezada por algunos de los magistrados de la propia ciudad que decidieron emprender una serie de medidas radicales como solución desesperada a una situación insostenible provocada por el dominio romano. Es más que probable que hubiera otros casos similares que no han llegado a nuestro conocimiento.
El incremento de la presencia romana se dejó sentir en las regiones griegas, especialmente en lugares como la isla de Delos, donde existía una importante comunidad de mercaderes romanos e itálicos, o en las ciudades de Asia Menor, donde campaban a sus anchas las compañías de publicanos, encargadas por el estado romano de la recaudación de impuestos, que era llevada a cabo casi siempre de forma abusiva. El descontento y el odio generado por la actuación romana, especialmente por la desidia y el desprecio demostrado por sus representantes oficiales, estallaron de forma dramática con motivo del último intento de combatir la hegemonía romana en Oriente que tuvo lugar a comienzos del siglo I a.C. Su protagonista destacado fue Mitrídates VI, el rey del Ponto, una de las monarquías helenísticas menores que habían ido surgiendo de la descomposición progresiva del gigantesco estado seléucida a lo largo de los últimos tiempos. El impetuoso y sagaz monarca guardaba un profundo rencor a los romanos por la desconsideración que habían demostrado hacia su padre al haberle desposeído de algunas de las regiones anatolias a cuya posesión aspiraba, a pesar de que había prestado toda su colaboración en la represión de la rebelión de Aristónico en el 133 a.C, cuando un pretendiente ilegítimo había intentado sin éxito restaurar la dinastia atálida en el trono de Pérgamo después de que su último ley legara el reino a Roma. Mitrídates trató de engrosar sus filas con todos los griegos de las ciudades de Asia Menor presentándose como el nuevo salvador capaz de liberarlas de sus nuevos opresores. Su proclama, que instaba a dar muerte a todos los romanos residentes en la zona, fue seguida de forma masiva en muchas de estas ciudades con desastrosas y trágicas consecuencias, primero para los muchos romanos e itálicos que fueron víctimas inocentes de la violencia indiscriminada y después para los propios verdugos, que pagaron con creces su acto de rebeldía con la implacable represión posterior llevada a cabo por el sanguinario Sila. Este trágico y fatal acontecimiento, conocido como las «vísperas asiáticas», demuestra la difusión e intensidad del odio que se había acumulado contra Roma en aquellas regiones. Este descontento alcanzó también a la mismísima Atenas, que secundó de forma entusiasta y mayoritaria la iniciativa de Mitrídates. Aunque la violencia no alcanzó el grado de Asia Menor, la rabia contra Roma fue la responsable de la masacre de ciudadanos itálicos en Delos. Al igual que Asia, Atenas también sufrió en sus carnes la represión de Sila, que asedió la ciudad y causó importantes destrozos en ella con sus acciones de pillaje.
Los saqueos de obras de arte griegas existentes en las ciudades o en los grandes santuarios panhelénicos y en otros de menor entidad fueron una de las secuelas más habituales de los sucesivos triunfos romanos en Grecia. Las acciones de Mumio, el vencedor de los aqueos en Corinto, y de Sila en Atenas son quizá las más emblemáticas en este sentido por la cantidad del botín conseguido y por el talante demostrado en el curso de la expoliación. La escena descrita por Plutarco en la que unos soldados romanos juegan a los dado sobre una pintura griega que hacían servir a modo de tapete ilustra la actitud y el respeto que los saqueadores mostraban hacia tales productos del ingenio griego. Esta forma de proceder ya había sido puesta anteriormente en práctica en las ciudades griegas del sur de Italia y Sicilia, con el saqueo de Siracusa por Marcelo, que acarreó entre otras pérdidas irremediables la propia muerte del inefable Arquímedes a manos de un soldado romano que desconocía la envergadura de su víctima ocasional. Ciudades como Atenas y Corinto o santuarios de la talla de Delfos y Olimpia, que eran centros emblemáticos de la civilización griega, sufrieron estas consecuencias y quedaron profundamente mermados en su riqueza patrimonial. Pero las acciones de saqueo afectaron también a otros lugares de la geografía griega que contaban aparentemente con un menor peso específico dentro del conjunto general como Tegea, Tespias, Argos, Tritea, Faras o Alalcómenas. Este intermitente trasvase de obras artísticas griegas desde sus lugares de origen hacia las mansiones privadas y los espacios públicos romanos continuó incluso una vez concluidas las conquistas, como ponen de manifiesto los saqueos del pretor Verres en Sicilia, que fue acusado por Cicerón de malversación. También durante el imperio prosiguió este trasiego con las acciones de Augusto, Calígula o Nerón. Sirva de muestra el hecho de que sólo este último se llevó del santuario de Delfos cerca de 500 obras.
Otra de las consecuencias de las conquistas fue la llegada masiva de esclavos griegos a Roma, que fueron utilizados como pedagogos por muchos nobles romanos como el misísimo Catón el censor, considerado, parece que no con toda justicia como ha demostrado Gruen, el defensor a ultranza de las tradiciones romanas frente a la nefasta influencia de los productos griegos. Además de esclavos, llegaron también numerosos intelectuales, filósofos de las escuelas atenienses y profesores de gramática y retórica, que se ganaron la vida impartiendo sus lecciones entre una aristocracia romana que había mostrado desde muy temprano una cierta inclinación hacia todo lo griego, desde la pura ornamentación de sus estancias privadas con objetos suntuarios de factura griega que no reflejan más que el seguimiento de una corriente de moda hasta el seguimiento más formal de sus obras literarias o de algunos de los principios más asequibles de su sabiduría filosófica.
La inestabilidad en Oriente, que alcanzó su más alto grado con las guerras mitridáticas, provocó el traslado masivo de este tipo de gentes en busca de las mejores condiciones de vida y de la seguridad que garantizaba la ciudad de Roma, un espacio cada vez más abierto y generoso que iba arrebatando progresivamente su lugar privilegiado como capital de la cultura a la cosmopolita y esplendorosa Alejandría de los Tolomeos, donde las cosas se empezaron también a complicar a partir de mediados del siglo II a.C. con las disensiones internas de la dinastía real y el inicio de rebeliones indigenistas en el interior del país. Cientos de griegos encontraron trabajo en Roma como profesionales de numerosos oficios y como expertos en toda clase de disciplinas, provocando con ello la situación que describe un poco después, a finales del siglo I d.C, el poeta satírico Juvenal en una de sus sátiras (III, 60), donde lamenta el espectáculo bochornoso e insoportable que le ofrece una Roma plagada de griegos por todas partes en su afán por desarrollar toda clase de actividades, desde gramático, orador, geómetra y pintor hasta masajista, augur o equilibrista. Roma recibía así poco a poco la herencia de una sabiduría griega que había encontrado antes acogida en las grandes capitales helenísticas, ahora ya en un estado de franca decadencia ante el empuje creciente e imparable de la nueva capital del orbe.
La conquista romana del Oriente griego no fue percibida como un hecho irremediable y definitivo hasta mucho despues de la derrota final. A pesar de las resonantes victorias romanas sobre macedonios y seléucidas, los estados griegos creyeron hallarse todavía en condiciones de seguir operando según los parámetros tradicionales que habían guiado comportamiento ancestral. Rodas y otras muchas ciudades griegas eligieron la neutralidad durante el conflicto con Perseo pensando que la guerra conseguiría un balance de fuerzas entre los dos grandes poderes hegemónicos que pugnaban entonces por el predominio en la zona, Roma y el recientemente reforzado reino macedonio. La Confederación Aquea actuó de manera similar en los momentos previos al desencadenamiento del conflicto final, que concluyó con el saqueo de Corinto, creyendo, quizá ingenuamente, pero conviene recordar que no poseían como nosotros un conocimiento de las cosas a posteriori, que todavía eran capaces de ejercer sin demasiadas trabas su libertad de acción sin que ello supusiera entrar en abierto conflicto con la supremacía romana. Incluso después de la abrumadora derrota sufrida y de las desastrosas consecuencias que implicó para los estados griegos, la confianza en poder revertir la situación subsistía todavía medio siglo más tarde, cuando Mitrídates VI lanzó su ofensiva contra el dominio romano en Asia. Sólo las impresionantes campañas de Pompeyo, que acabó además de forma ya definitiva con la amenaza mitridática, dejaron claro de una vez por todas que la dominaron romana en Oriente era un hecho irreversible contra el que no cabía ya solución o esperanza alguna que no fuera la mera acomodación más o menos bien dispuesta hacia los nuevos dominadores.

La conquistadora conquistada

Grecia una vez conquistada, conquistó a su feroz conquistador e introdujo la cultura en el agreste Lacio.
Son de sobra bien conocidos estos célebres versos del poeta latino Horacio en su Epístola a los Pisones o Arte Poética (156-157), que proclaman la aparente sumisión cultural de Roma a la cultura griega a pesar de su conquista militar. Han servido también de lema a la tan traída y llevada cuestión de la helenización de Roma, cuyos principales dirigentes habrían experimentado una irresistible atracción hacia la cultura griega que habría irrumpido, a veces casi de forma violenta, en el escenario social romano, confundiendo y marginando las antiguas y venerables costumbres de los antepasados, el célebre mos maiorum que configuraba la práctica vital romana desde sus inicios. Un proceso de helenización que habría tenido importantes altibajos y habría contado con importantes resistencias por parte de quienes consideraban las innovaciones introducidas en la vida social romana una seria amenaza a sus instituciones fundamentales y un peligro potencial para la educación de los más jóvenes. La figura sobresaliente de Catón el censor destaca aquí por encima de todas las demás.
Sin embargo, las cosas no son tan claras como parecen a primera vista. La supuesta helenización de Roma no significó en modo alguno la transformación radical de los presupuestos básicos de la cultura romana tradicional ni la entronización definitiva de las formas de vida y pensamiento griegos. Se trata más bien de una relación mucho más compleja y enrevesada que puso de manifiesto la idiosincrasia cultural respectiva acentuando el sentimiento de identidad colectiva de un pueblo como el romano que entraba ahora, tras las grandes conquistas mediterráneas, en la escena internacional como principal y casi único protagonista. Las respuestas romanas a la cultura griega no pueden escindirse como a menudo se ha venido haciendo, en dos haces de luz contrapuestos, teniendo en un lado los fervientes partidarios de las novedades que dicha adopción significaba y en el otro los airados oponentes que defendían los modos de vida más tradicionales. Filohelenos y antihelenos no constituyen categorías unívocas e irreversibles. Representan por el contra los aspectos más visibles y sonoros de un proceso más extenso y matizado en el que se entremezclaban, a veces hasta en los mismos personajes, actitudes tan diferentes como las de adopción, adaptación, imitación, rechazo y censura.
Ciertamente no faltan los ejemplos estereotípicos bien conocidos que delatan una u otra faceta sobresaliente de esta gama de comportamientos, desde las aficiones artísticas de Marcelo, el conquistador de Sicilia, o el interés por la educación griega que mostraron personajes de la talla de Emilio Paulo, el vencedor de Perseo, o de su hijo Escipión Emiliano, que contó con el adecuado asesoramiento de Polibio en este campo, hasta actos de represión tan ostensibles como la prohibición de las Bacanales en honor de Dioniso por decreto del Senado, la quema pública de libros pitagóricos o las intransigentes posturas del ya mencionado Catón el censor. Sin embargo son las ambigüedades e incongruencias las que parecen dominar la escena general con mayor frecuencia, como ilustra el caso emblemático de Cicerón. En sus numerosas obras hallamos, en efecto, una amplia gama de matices al respecto, que van desde el reconocimiento sincero de la superioridad griega en muchos campos y muestras constantes de admiración por muchos de sus logros hasta mostrar una renuencia total a admitir este lugar secundario de la cultura romana e incluso una rebelión abierta contra dicha supuesta supremacía y una crítica desenfrenada de los modelos griegos. No se trata, sin embargo, de un caso evidente de esquizofrenia cultural como algunos han llegado a tildar la actitud tan poco clara y definida del gran escritor latino respecto a sus modelos helénicos.
Hay que ser, efectivamente, precavidos a la hora de manejar los testimonios de Cicerón como informaciones provistas de un valor absoluto que refleja siempre de manera inequivoca el pensamiento y la actitud de su autor. Casi todos ellos tienen lugar dentro de un contexto literario determinado que condiciona el alcance de su validez testimonial. Muchos de ellos se producen dentro de un discurso judicial en el que Cicerón debe persuadir al tribunal e impresionar favorablemente a su auditorio, tratando de desacreditar además los postulados de su adversario y rival. Así su demoledor ataque contra lo griego tiene como objetivo principal desacreditar a los testigos favorables a su acusado, Verres, el gobernador de Sicilia que había demostrado una particular afición por el arte griego durante su polémico mandato en la isla. Parece evidente a todas luces que la utilización de tales argumentos indica la existencia de prejuicios generalizados entre las clases altas que componían el jurado y también entre las clases populares que conformaban el auditorio, pero no conviene olvidar tampoco que el propio Cicerón era considerado en algunos medios un graeculus, a causa de su afición a los estudios griegos y por algunas de sus manifestaciones en las que expresaba la idea de que Grecia era la cuna de la civilización a la que Roma debía rendir por ello la gratitud correspondiente.
Esta actitud ambivalente hacia lo griego queda ya reflejada en las comedias de Plauto, que constituyen el indicio testimonial más antiguo con que contamos para explorar el pretendido proceso de helenización de Roma y estudiar la historia de las actitudes romanas hacia la cultura griega. Plauto representa el testimonio de un individuo que no formaba parte de la élite dirigente y cuya obra iba dirigida en principio a capas más amplias de la población. Pone así de manifiesto algunos aspectos interesantes de la helenización romana, como el conocimiento por parte de su auditorio de las historias más comunes de la mitología griega o de algunos de los nombres más ilustres de su historia, la comprensión de muchas palabras griegas que formaban parte del lexico de la moda femenina, de los negocios o del comercio o la preferencia por la Grecia oriental en lugar del mucho más cercano universo que representaban la Magna Grecia y Sicilia. Sin embargo, la audiencia romana debió de experimentar una serie de extrañas sensaciones a la hora de contemplar un mundo muy diferente que no se ajustaba para nada a los cánones habituales de la sociedad romana, ya que los asuntos y temas plautinos estaban extraídos directamente de la comedia nueva ateniense, representada por autores como Menandro. Sucedía así que el público tenía la oportunidad de apreciar cómo los jóvenes y los esclavos alcanzaban sus objetivos con mucha mayor facilidad de lo que ocurría en su mundo real más inmediato de Roma. Algunos de sus prototipos más célebres, como el del miles gloriosas (soldado fanfarrón), no se ajustaban tampoco a la figura más familiar del soldado romano y sí, en cambio, a la de los mercenarios profesionales de los ejércitos helenísticos. Sin embargo, esta sensación de extrañeza se traslada a menudo al terreno mejor conocido de los prejuicios populares de carácter antigriego, reflejando quizá de esta manera la extensión de esta clase de sentimientos entre su auditorio. Hasta las propias palabras relacionadas por su raíz con el término «griego» como los verbos congraecare o pergraecari, que significaban literalmente «comportarse a la manera griega», aparecían como sinónimos de todo tipo de excesos y de libertinaje. Plauto se mofa también de los filósofos griegos y presenta un sombrío panorama de los rituales báquicos y sus consecuencias. Es posible, como ha señalado Erich Gruen, que Plauto tratara de satirizar dichos prejuicios más que secundarlos, ya que pone tales críticas en boca de esclavos griegos, sin embargo, sea como fuere y se interpreten de una manera o de otra, lo que parece segura es su existencia, a lo que parece firmemente asentada, dentro de la mentalidad romana. Esta ambigüedad y ambivalencia se dan incluso en la persona que mejor representa la reacción romana contra las modas y la influencia griegas, como es la figura ya menciona de Catón. Los ejemplos de su cruzada antihelénica son numerosos. Criticó severamente a Escipión por vestir a la griega, visitar el gimnasio y leer libros, atacó la práctica de colocar estatuas de los dioses en el interior de la casa y costumbres tan licenciosas como el hecho de gastar dinero en la jarra de pescado en salmuera y en un esclavo guapo. Se mostró abiertamente contrario a los docti griegos, a quienes consideraba una raza disoluta y desobediente, y manifestó su desprecio por la filosofía como un simple galimatías,llegando incluso a tildar de revolucionario peligroso al mismisimo Sócrates. Sus actitudes hostiles se tradujeron en hechos como la expulsión de los filósofos de la ciudad de Roma en el 173 y en el 161 a.C. o en promover la pronta resolución de los asuntos que mantenían en el 155 a una embajada griega en Roma para que regresaran así cuanto antes a Grecia y dejaran que los jóvenes romanos recuperasen sus obligaciones y ocupaciones habituales, abandonadas al parecer por escuchar sus lecciones. Sin embargo, aliado de estas aparentemente incuestionables manifestaciones de hostilidad hacia lo griego, conocemos igualmente otra faceta de la conducta de Catón que invita a un serio replanteamiento de su actitud general a este respecto. Así, había estudiado literatura griega con el poeta épico Ennio, a quien trajo hasta Roma desde Cerdeña, donde servía como centurión. Fue además el creador virtual de la prosa latina en discursos cuidadosamente elaborados que revelan a todas luces su familiaridad con las obras de Tucídides y Demóstenes. Sus escritos más destacados, como el tratado de agricultura y su historia de Roma, están concebidos a la manera griega, como ponen de manifiesto sus referencias a las correspondientes historias de fundación. Como censor emprendió también obras de construcción como las de la basílica, donde se trataban los negocios a la griega, que acabarían transformando el burgo atrasado y poco espectacular que hasta entonces era Roma, a pesar de su creciente poder, en la espléndida ciudad de los inicios del período imperial.
Estos ejemplos tan significativos ilustran a la perfección el hecho de que no podemos reducir la actitud romana hacia la cultura griega a categorías y etiquetas simplistas y cerradas, que bien indican la admiración y la adopción de sus productos, o bien retratan su más firme rechazo y oposición. La atracción de la cultura griega —y entendemos aquí el término «cultura» en su sentido más amplio, que engloba actividades intelectuales y religiosas como formas de vida y comportamientos— sobre la aristocracia romana se remonta seguramente muy atrás en el tiempo, a pesar de que no tenemos la posibilidad de rastrearla tan bien como sucede durante el período de conquista del mundo griego. A finales del siglo IV a.C. algunos nobles romanos adoptaron ya cognomina griegos a sus nombres de familia, lo que constituye a primera vista un signo evidente de «helenización». Algunas figuras intelectuales de la Italia griega como Pitágoras ejercieron una profunda fascinación sobre los romanos, que tejieron historias que asociaban estrechamente a uno de sus reyes, Numa Pompilio, con el filósofo griego. Hubo también desde época temprana una gran receptividad hacia los cultos helénicos, como revelan algunos hechos como la temprana adquisición de los libros Sibilinos, una colección de pronunciamientos oraculares en hexámetros griegos, durante el reinado de Tarquinio el Soberbio, o la instalación de un culto de Apolo en Roma en la segunda mitad del siglo V a.C. La llegada de otras deidades helénicas como Asclepio o Afrodita bajo sus correspondientes advocaciones latinas de Esculapio y Venus a lo largo del siglo II a.C. confirma esta tendencia.
Los nobles y políticos romanos que conocían la lengua griega eran también numerosos. Desde el primer caso conocido, el del embajador romano en Tarento, que fue objeto de las burlas desconsideradas por parte de su auditorio griego a causa de sus errores, hasta el de Publio Licinio Craso, de quien se dice que era capaz de utilizar hasta cinco dialectos griegos diferentes cuando impartía justicia en Asia. La educación en las letras griegas constituía algo casi habitual entre las clases acomodadas, como revelan algunos indicios como el epitafio de un niño de seis años que iba a la escuela a aprender griego o la presencia de epigramas en las tumbas le los Escipiones. La estancia ocasional en Roma de destacados intelectuales griegos concitó siempre una expectación inusitada. Así el célebre gramático y filólogo Crates de Malos, que había acudido a la ciudad como embajador del rey de Pérgamo, donde dirigía la célebre biblioteca de la ciudad, rival por un tiempo de la de Alejandría, tras romperse una pierna durante su estancia en Roma aprovechó el período de forzada convalecencia para ofrecer muestras de sus habilidades a una numerosa audiencia, que, dada la labor filológica y gramatical del personaje, debía poseer una cierta familiaridad con el griego, aunque sólo fuera en grado superficial. Esa misma familiaridad que dejan suponer las obras de Plauto con sus numerosas frases en griego o sus palabras griegas latinizadas. Otro ejemplo ilustre es el del filósofo académico Carneades, que también vino a Roma con una misión diplomática y aprovechó el tiempo de dilación en la respuesta romana a su petición para dar conferencias que atraían al parecer por igual a los jóvenes y a sus progenitores. La premura de Catón en facilitar su regreso habla a las claras del profundo impacto que sus enseñanzas estaban provocando entre sus fascinados oyentes. Su brillantez argumentativa, que le permitía demostrar un día que la base del estado era la justicia y al siguiente que una cosa no tenía nada ver con la otra, representaba, efectivamente, un serio desafío a la educación tradicional romana basada en seguir de forma dócil el ejemplo de los mayores, como el hecho de asociarse a un noble de prestigio en el terreno militar y judicial como forma de adquirir la experiencia necesaria para su carrera.
La asociación de intelectuales griegos con la aristocra romana constituye un fenómeno bien conocido. Desde la relación, inicialmente forzada, de Polibio con los Escipines, a la que se sumó más tarde el filósofo estoico Panecio de Rodas, hasta la de otro prestigioso representante del estoicismo como Posidonio con personajes de la talla de Cicerón o de Pompeyo. Muchos grandes hombres de finales de la República tenían un filósofo griego en casa que hacía las labores de lector de las obras literarias griegas. Eran igualmente frecuentes los viajes de turismo cultural a la Grecia continental que pasaban casi de forma indefectible por los lugares catalogados como verdaderas cimas de la sabiduría helénica, como Atenas y Rodas, por donde se pasearon en su momento individuos como Cicerón, Horacio o Julio César. Los griegos que fueron atraídos a Roma, con la expectativa de hacer allí fortuna ejerciendo su carrera, fueron también muy numerosos, y entre ellos había doctores, filósofos, rétores, arquitectos y hasta un sinfín de especialistas técnicos. La cifra de más de cien griegos que estuvieron empleados en la corte imperial romana durante los reinados de Augusto y Tiberio constituye un dato suficientemente elocuente que pone de relieve la elevada valoración que lo griego tuvo siempre dentro de la sociedad romana, especialmente en sus más altas esferas. El reconocimiento, a menudo implícito, del alto valor de la sabiduría griega se refleja incluso en las materias más exclusivamente romanas, como las armas y el derecho. A pesar de su reconocida superioridad militar, que les había conducido casi sin demasiados problemas a la consecución de la hegemonía en Oriente, los romanos adoptaron, sin embargo, la tecnología militar griega, como podemos apreciar a través de las paginas de Vitrubio, que basaba su discusión sobre estos temas en fuentes de procedencia griega. Incluso los libros sobre leyes, otro de los productos más específicamente romanos, debían ser estructurados a la manera griega, según el parecer de Cicerón, un encendido defensor en otras ocasiones de la originalidad y hasta de la supremacía romana, aconsejando organizar un cuerpo de conocimientos con definiciones previas y proceder luego a una serie de divisiones y subdivisiones, tal y como se enseñaba en la retórica griega.
La presencia de lo griego en Roma constituía así algo completamente habitual. La vida del ocio en las grandes uillae campestres se desarrollaba frecuentemente siguiendo las costumbres griegas, bien por la presencia física de libros y obras de arte, o sus aspectos más festivos como la gastronomía y la asistencia de músicos y bailarinas a los banquetes. El vino era también un producto muy apreciado en este tipo de contextos. Esta adopción de las modas griegas afectaba también al propio lenguaje. Se dice que la lengua del amor era esencialmente griega y que era con términos y frases griegas como las elegantes damas romanas flirteaban en los cenáculos y fiestas de la aristocracia. Existía la creencia en la superioridad de las habilidades eróticas de los griegos, aunque en muchos medios se consideraban de carácter desvergonzado, una circunstancia que pudo haber contribuido también de forma significativa a la combinación de fascinación y desprecio que los romanos mostraban en muchos momentos hacia la cultura griega. Algunas anécdotas ilustran el alcance de la penetración del griego en la conciencia de algunos romanos, que habrían llevado la cuestión hasta momentos tan decisivos como su propia muerte. Éste fue el caso de Catón el Joven, enemigo de César, que se preparo para el suicidio leyendo pasajes del Fedón de Platón, del propio César, que habría pronunciado las célebres palabras finales «tú también hijo» en griego, o incluso de su asesino Bruto, que se dio muerte recitando en momento tan decisivo versos de algunas tragedias griegas. El estudioso americano Ramsey MacMullen ha llegado a afirmar que si se nos concediera la oportunidad de entrar en alguna casa noble romana de la época hallaríamos en ella poco que pudiera ser catalogado como específica y propiamente romano.
Esta omnipresencia de lo griego contrasta, sin duda, con la escasa incidencia dejada por otras culturas que fueron también dominadas por Roma, como la mismísima Cartago, que pasó a ocupar un lugar privilegiado en ese repertorio de «civilizaciones desaparecidas» tan del gusto de muchos aficionados a la Antigüedad y sus «misterios», afición fomentada por tantas colecciones editoriales y vídeos documentales del ramo. Puede afirmarse incluso que la influencia de otras culturas, como la irania, la egipcia o la judaica y cristiana, se filtró en Roma también a través del griego. Incluso algo tan esencial para los propios romanos como su propia historia fue abordada desde los parámetros griegos y a veces incluso escrita también en griego, como fue el caso del primer historiador romano, Fabio Pictor, que recreó el pasado de su pueblo tratando además de justificar la política romana ante los griegos. La leyenda de los orígenes romanos fue inventada y concebida por los griegos como una forma de «acoger» e integrar dentro de su percepción del mundo a este nuevo poder emergente. Sin embargo, los propios romanos aceptaron la leyenda, especialmente la versión de ella que confería el protagonismo principal al héroe troyano Eneas seguramente a finales del silgo IV a.C. Esta apropiación le permitía a Roma aparecer estrechamente asociada con la trama rica y compleja de la tradición helénica, entrando así a través de ella dentro de este mundo cultural más amplio de reconocido prestigio que representaba el helenismo, al tiempo que a través de dicha elección anunciaba también el carácter netamente distintivo de Roma desde sus inicios dentro de esa trama general griega, como muy bien ha señalado Gruen.
Sin embargo no cabe hablar de una completa helenización de Roma a pesar de estos, por otra parte incuestionables indicios. La incidencia de la cultura griega en Roma no tuvo una respuesta homogénea y unívoca. Habría de hecho que hablar mejor de influencias griegas en lugar de un singular inexistente, ya que por un lado no existía nada comparable a un legado griego uniforme que pudiera ser asimilado en bloque y por otro los romanos eran capaces de discriminar y seleccionar aquellos aspectos que congeniaban mejor con su propia idiosincrasia o que se adaptaban más fácilmente a sus circunstancias particulares. Pero si el legado griego era complejo, también Roma se estaba haciendo progresivamente más compleja desde un punto de vista político y sociológico con el paso del tiempo. Había efectivamente un cierto carácter selectivo en la admiración y desaprobación de las costumbres e ideas griegas que se extendía a menudo a las distintas épocas que constituían el pasado griego, estableciendo diferencias entre la Grecia del glorioso pasado (la uetus Graecia), cuyas gestas militares eran reconocidas, y la de sus contemporáneos, que vivían un período mucho menos prestigioso y espectacular. Pero incluso dentro de estas diferencias más globales todavía cabían otras matizaciones posteriores. Así la democracia ateniense parecía perniciosa por el trato otorgado a sus principales protagonistas, que terminaron sus días en el exilio o en el patíbulo, y se profesaba, en cambio una sentida admiración por una institución de corte aristocrático como el Areópago. La antigua Esparta aparecía a los ojos romanos muy similar a la Roma de los primeros tiempos por la obediencia de los ciudadanos a las leyes. El estoicismo atrajo a los romanos por su moralidad austera, pero veían extremadamente difícil de realizar su ideal de sabio y eran numerosos los aspectos de su teoría que no les interesaban en absoluto. También fueron selectivos en su adopción del epicureismo, ya que no les resultaba grata su elevación del placer como máximo objetivo en la vida y su rechazo de la actividad pública resultaba poco compatible con los ideales vitales de la aristocracia romana.
A veces la imitación o adopción de lo griego se quedaba en simple moda pasajera propia de la juventud, como afirma Polibio que sucedía con muchos jóvenes romanos que absorbían sólo los aspectos más superficiales del modo de vida heleno, como las fiestas con música, el amor homosexual y el rechazo de los deberes militares. Otros se excedían de tal modo en la imitación que rozaban el más absoluto de los ridículos a los ojos de sus contemporáneos, siendo objeto de crueles burlas por su parte, como fue el caso de individuos como Aulo Postumio Albino, quien tras haber compuesto una historia en griego pedía disculpas en el prefacio por los errores cometidos en el uso de esta lengua y solicitaba la indulgencia de sus lectores, o como Tito Albucio, que fue objeto de reprobación, más abierta en el poeta satírico Lucilio y con mayor dosis de ironía en Cicerón, por su ostentación de sabiduría y costumbres griegas. Sin embargo, a veces los estereotipos se rompían por completo cuando se llegaba al punto de saber coordinar a la perfección la admiración y la práctica de las costumbres griegas con los patrones tradicionales de conducta romanos, como sucedió por ejemplo en el caso de Emilio Paulo, que en el curso de su campaña en suelo griego adquirió la biblioteca real macedonia, visitó los lugares más representativos de Grecia y contempló embelesado la estatua del Zeus de Olimpia, pero era a la vez disciplinado en la guerra y consciente de sus deberes tradicionales como noble romano. Otro ejemplo ilustre de esta dualidad perfectamente coordinada es el de Ático, el amigo de Cicerón destinatario de buena parte de su correspondencia, que ilustra la existencia de aristócratas romanos capaces de comprender la mayor parte de los aspectos de la cultura griega sin que esta afición les hiciera rebajar un ápice su devoción patriótica por todo lo que se consideraba más exclusivamente romano.
Cicerón también fue capaz de fusionar las tradiciones griega y romana, pues no sólo supo dotar a la prosa latina de flexibilidad y elegancia propias de la prosa griega sino que amplió además el vocabulario que precisaba para poder discutir de filosofía con términos clave como el de essentia. Las cartas privadas de Cicerón se encuentran así repletas de palabras griegas. Su educación se llevó a cabo con maestros griegos en retórica y filosofía. Sin embargo nunca se resignó a admitir la dependencia o inferioridad de la cultura romana respecto de la griega en ningún ámbito. Ante lo que parecía un complejo de inferioridad romana en un campo determinado, Cicerón reaccionaba reconociendo la desventaja de su patria respecto a los griegos con el poderoso argumento de haber llegado más tarde a un campo donde los griegos habían iniciado su andadura mucho tiempo antes. En cambio, redondeaba su razonamiento, cuando habían tomado ya la decisión inapelable de tomar cartas en el asunto, demostraron con creces que eran capaces de alcanzar un nivel de paridad con los logros griegos y, en algún caso incluso, habían puesto de manifiesto su indiscutible superioridad, no teniendo que envidiar en modo alguno las producciones originales griegas. Así el retórico Quintiliano se sentía capaz de trazar a finales del siglo I d.C. un balance de igualdad entre Grecia y Roma, aunque no se atrevía a proclamar descaradamente la superioridad romana.
La admiración selectiva y discriminada por lo griego afectó también a la conducta de algunos emperadores. El propio Augusto, que fue iniciado en los misterios de Eleusis, disfrutaba con la comedia griega y otros tipos de literatura, promocionó un arte oficial de clara matriz helénica, tal como se muestra en el Ara Pacis, y mantuvo a los filósofos griegos en la corte; Claudio entrego el poder en manos de los libertos griegos; Nerón, por su parte, sentía devoción por la tragedia y viajó a los festivales griegos, imitando y parodiando el triunfo romano; Domiciano trató de introducir competiciones al estilo griego en poesía y oratoria en los festivales romanos; el celebérrimo Adriano se mostraba fascinado por los aspectos más intelectuales y religiosos del helenismo, llegando a fundar incluso el denominado Panhelenion, una especie de federación religiosa que tenía su centro en Atenas en la que sólo podían ser acogidas aquellas ciudades capace de probar sus bien fundados orígenes helénicos; finalmente Marco Aurelio, el emperador filósofo, escribió un tratado en griego y se sintió profundamente atraído por el pasado ateniense y por sus escuelas filosóficas. En suma, una serie de actitudes divergentes hacia lo griego que vienen a ejemplificar sus diferentes posicionamientos dentro del debate romano acerca de la propia naturaleza de la cultura superior, tal y como ha señalado Greg Woolf. No puede, por tanto, hablarse de un sentimiento filohelénico generalizado y uniforme que compartían por igual cada uno de ellos, de la misma forma que no lo compartieron tampoco sus antecesores aristocráticos en tiempos de la República. La cultura griega no constituía un kit único e irreemplazable de servicios que se adquiría en bloque con todas sus virtudes y defectos, quedando a la discreción y buen juicio del comprador proceder a la oportuna selección de sus mejores prestaciones. Desde un principio había sido más bien un marco referencial extraordinariamente rico y variado que permitía confrontar las propias posibilidades de cada uno en terrenos bien diferentes sin que ello implicase por necesidad el abandono de los presupuestos fundamentales que regulaban la idiosincrasia romana. Más bien al contrario, significaba a menudo, a través de la confrontación de esquemas y estereotipos, una mejor definición de aquélla al salir considerablemente reforzada de la operación.
Los prejuicios y las tensiones competitivas sobrevivieron así largo tiempo y aparecen por todas partes. Unas veces de forma un tanto desinhibida, como el manifiesto desapego mostrado por Mario, que además de jactarse de no poseer una educación griega proclamaba a los cuatro vientos el profundo desprecio que profesaba hacia ella. En otras ocasiones hacía acto de presencia de manera más velada pero no menos evidente, como el que queda reflejado en el célebre lema virgiliano del timeo Danaos et dona ferentes («temo a los dánaos aunque traigan regalos»). La existencia generazada de prejuicios hacia los griegos se detecta también en el tratamiento de los personajes que hace Cornelio Nepote en sus biografías, que iban dirigidas a un público no muy leído. En ellas destaca precisamente la relativa imparcialidad con la que son enfocados, bajo la idea de que las culturas deben ser juzgadas por sus propias normas y patrones, en lo que parece una invitación evidente a su auditorio para que deseche los prejuicios previos e infundados que condicionaban su actitud. Incluso Luciano, en una época ya posterior, todavía reconoce la existencia de los reproches romanos acerca de la leuitas griega con la que se hacía referencia a su comportamiento moral disoluto.

Adalides griegos de Roma

Dentro de esta tensión dinámica que estructuró la compleja relación entre las dos culturas no faltaron tampoco en el lado griego algunos convencidos defensores de Roma. La lista de intelectuales que estuvieron de una u otra manera al servicio de Roma se inició ya durante la República, con figuras tan destacadas como Polibio o Posidonio, continuó después bajo el gobierno de Augusto con Diodoro, Estrabón y Dionisio de Halicarnaso y prosiguió finalmente a lo largo de todo el período imperial con Elio Arístides, Apiano, Arriano, Dión Casio, Herodiano y Amiano Marcelino. La mayoría de ellos escribieron en griego dirigiéndose a un auditorio mixto integrado por igual por las capas más ilustradas de la sociedad romana, que poseían un manejo fluido de la lengua griega, y por el público griego, que era el destinatario habitual de esta clase de obras. Algunos eran ya funcionarios romanos en pleno desempeño de sus cargos, como Apiano, procurador en los tribunales de Roma, Arriano, degado imperial en Capadocia en Asia Menor, o Dión Casio, cónsul en Roma y gobernador de África. Otros, especialmente en la época más tardía del imperio, escribieron ya correctamente en latín, como el poeta Claudiano o el historiador Amiano Marcelino, que a pesar de sus orígenes y su cultura griega entran ya por su obra dentro de la literatura latina.
Polibio fue seguramente el primero que hizo de Roma su tema histórico principal, tratando de explicar a su auditorio helénico las razones que habían conducido a la pequeña ciudad del Lacio desde sus humildes orígenes hasta la cumbre del poder y a la hegemonía sobre todo el mundo conocido. Sus propias circunstancias personales habían contribuido de manera decisiva a fomentar su admiración por Roma. Había formado parte de los rehenes de la Confederación Aquea y, a diferencia del resto de sus paisanos, tuvo la fortuna de contar con el apoyo de los Escipiones, que lo acogieron como tutor en su familia y pudo acompañar a uno de los más destacados miembros del clan en sus expediciones militares por la península ibérica y por África. Fue así testigo privilegiado de la eficacia militar romana frente a enemigos valerosos que poco pudieron hacer para frenar el imparable avance de las legiones salvo oponer una resistencia tan heroica y tenaz como inútil y desesperada. Hizo así una de las descripciones más célebres de la maquinaria bélica romana y de sus principales efectivos que se ha convertido desde entonces en uno de los textos clásicos a este respecto.
Atribuyó la clave de los éxitos de Roma a su constitución, que, en su opinión, estaba compuesta por una sabia mezcla de los tres elementos políticos fundamentales: la monarquia, la aristocracia y el pueblo, representados en sus organos correspondientes como los cónsules, el Senado y los comicios. Creó de esta forma el mito de la constitución mixta, un invento sofisticado extraído de la especulación política griega que nada tenía que ver con la realidad institucional romana, cuyo complejo mecanismo de funcionamiento Polibio nunca llegó a comprender del todo, demostrando de este modo la proverbial incapacidad griega para entender a fondo las culturas ajenas. Estaba favorablemente impresiodo por la disciplina romana en la guerra, que ya había suscitado antes la admiración de Pirro, por su tenacidad, por su extraordinaria capacidad en la movilización de recursos humanos, por la inspiración que la aristocracia hallaba en los antepasados y por cómo la piedad que demostraban hacia sus dioses les aseguraba la obediencia de los pobres y la integridad de los magistrados. Explicó a los griegos las razones por las que los romanos consiguieron el éxito y a los romanos el significado y las condiciones de su propio triunfo. Como griego que era no contempló con indiferencia las acciones romanas en suelo griego, que acabaron conduciendo a la perdición final de su patria. Consideró pertinente incluso mostrar a los dirigentes romanos, que podían estar entre los principales destinatarios de su historia, algunas de las opiniones negativas que florecían por aquel entonces entre sus compatriotas griegos. Sin embargo nunca cuestionó los principios básicos del expansionismo romano, limitándose tan sólo a probar a sus dirigentes que el camino de la represión y el terror hacia el que se habían abocado podía traer a la larga nefastas consecuencias para su propia supervivencia como estado.
Este intento de Polibio de persuadir a los líderes romanos a comportarse de una forma que no supusiera la necesaria alienación de la mayoría de sus súbditos, poniendo así en peligro la posición de las clases dirigentes locales que habían identificado la salvaguarda de sus intereses con la supremacía de Roma, fue la tendencia seguida después también por otros intelectuales griegos que como él aceptaban la dominación romana y colaboraron con ella. Éste fue el caso de los filósofos estoicos Panecio y Posidonio, especialmente de este último, algunos de cuyos fragmentos han llegado hasta nosotros. El medio siglo que había transcurrido desde la época de Polibio había afianzado todavía más la dominación romana y la consiguiente identificación de los intereses de las clases dirigentes griegas con ella. El interés de Posidonio era recordar a los gobernantes romanos sus errores y torpezas en el ejercicio de su hegemonía, más con la sana intención de cuestionar los procedimientos utilizados en el proceso de conquista que de ponerla en cuestión como tal. En su opinión, Roma debía ocupar su lugar correspondiente como ilustre miembro de la comunidad civilizada que constituía el universo cultural helénico. Esta idea de asimilación pone de nuevo en evidencia la ignorancia de los verdaderos fundamentos de la realidad social e institucional romana, como ya le había sucedido antes a Polibio. Los métodos descriptivos, basados en una perspectiva de distanciamiento, que uno y otro aplicaron a las sociedades indígenas del Occidente mediterráneo no fueron aplicados a los romanos, a quienes juzgaban en cambio ateniéndose a los patrones e intereses griegos, a pesar de que no les eran menos ajenos que aquéllas. El desinterés fundamental de estos autores por la cultura romana se pone especialmente de manifiesto cuando comprobamos la ausencia en sus obras de cualquier mención de la emergente literatura latina de la que eran estrictos contemporáneos. Quedaron así fuera de su consideración cuestiones fundamentales del modo de vida romano y algunas de las claves que habían fundamentado su éxito como potencia militar, como su posición dentro de la península itálica y la colaboración e implicación de sus élites dirigentes en sus empresas exteriores.
La helenización de Roma, entendido aquí este término como el intento por integrar la realidad romana dentro de los parámetros culturales helénicos, continuó con Dionisio de Halicarnaso, ya en plena época de Augusto. Dionisio fue un encendido panegirista de todo lo romano al mismo tiempo que intentaba demostrar su origen verdaderamente griego, llegando hasta el extremo de postular también para el latín un origen como dialecto griego. Contestaba así a las afirmaciones vertidas al parecer por otros intelectuales griegos menos propensos a aceptar el predominio romano, que propugnaban un origen mucho menos ilustre para la ciudad del Tíber, fundada en su opinión por gentes bárbaras de extracción esclava, y que defendían la tesis de que sólo la fortuna había conducido a Roma a ostentar la posición que ocupaba. El entusiasmo de Dionisio por Roma alcanzó todavía cotas mayores cuando sostenía que no sólo Roma tenía orígenes griegos sino que, a diferencia de las ciudades griegas que habían olvidado con el paso del tiempo su herencia, los dirigentes romanos, en cambio, se habían revelado como los auténticos depositarios del helenismo. Roma había venido a ocupar de este modo el lugar definitivo dentro del esquema griego tradicional de la sucesión de los imperios. Ponía al servicio de la vieja idea, ya expresada en los Orígenes de Catón de que los primeros habitantes de Italia (los famosos aborígenes) eran griegos, todo el aparato conceptual y erudito que los intelectuales griegos aplicaban en terrenos como la crítica literaria o el estudio de las antigüedades, dos campos en los que precisamente Dionisio era también un reputado especialista. De esta forma el mensaje fundamental de su obra, dirigida también a una audiencia mixta compuesta de griegos y romanos, no sólo era que los romanos en su origen eran griegos, sino que los propios griegos se convertían también de este modo en romanos a través de ese lejano parentesco y, por tanto, su imperio era en buena medida también el suyo. Dionisio, como sus antecesores en este terreno, se revelaba también como una parte interesada en la construcción de una representación nueva de las relaciones entre griegos y romanos de la que ambas partes podían obtener sus respectivos dividendos.
La valoración por parte griega de la acción civilizadora de Roma queda igualmente patente en la Geografía de Estrabón, compuesta también durante la época de Augusto. El espació geográfico que recorre a lo largo de su descripción del orbe es ahora ya exclusivamente romano y aparece constantemente avalado por los beneficios patentes de la conquista romana, como el establecimiento de vías de comunicación entre los diferentes pueblos del imperio y la puesta en funcionamiento de los necesarios mecanismos de protección contra la barbarie de los confines que han quedado fuera de este ámbito privilegiado. El largo período de paz, estabilidad y prosperidad que significó la llegada de Augusto al poder, tras el desastroso y prolongado interludio representado por las guerras civiles romanas, que habían dejado sus marcas imborrables en suelo griego como el saqueo de Rodas en el año 42 a.C., constituía un motivo más que justificado de admiración para muchos griegos. Después de mucho tiempo las condiciones reinantes permitían mirar con cierto optimismo un futuro constantemente empañado hasta entonces por las revoluciones internas, por los conflictos de amplio calado como las guerras mitridáticas o por los efectos más que colaterales de las mencionadas contiendas civiles. Una situación que debió de ser especialmente apreciada por los intelectuales en busca de patronazgo que andaban hasta entonces algo perdidos a causa de la incertidumbre de las circunstancias imperantes por todas partes. Seguramente una buena parte de ese agradecimiento y de la admiración por los logros conseguidos ha quedado reflejada en algunas de las manifestaciones más destacadas de la literatura griega de época imperial, como las célebres biografías de Plutarco, en las que aparecen griegos y romanos puestos en paralelo como modelos de conducta moral, o los discursos del rétor Elio Arístides, capaz de entonar un elogio de Roma en el que se detallan y exaltan una a una todas sus celebradas virtudes.
Nuevamente, sin embargo, tampoco es oro todo lo que reluce. Las reticencias y los resentimientos dejados en el camino por una ocupación que se había convertido con el paso el tiempo en la situación definitiva e inamovible no desaparecieron del todo, a pesar de la lenta pero firme transformación de los sentimientos y las lealtades que empieza a detectarse ya en muchos de los intelectuales griegos de tiempos de la República. La protesta airada y abierta contra la dominación romana y sus abusos era ya del todo inviable, No existía en el horizonte ninguna alternativa tras la definitiva derrota de Mitrídates VI a manos de Pompeyo. La colaboración de los intelectuales de talla con el poder romano se hizo cada vez más frecuente y algunos sobrepasaron incluso el nivel de simples clientes para alcanzar una posición más elevada, como fue el caso del historiador Teófanes de Mitilene, que se convirtió en consejero y amigo del mencionado Pompeyo. Las alabanzas del imperio constituyen un lugar común dentro de la literatura griega de la época. La comparación de Roma con los imperios precedentes, incluido el del mismísimo Alejandro, que el historiador Apiano lleva a cabo en el prefacio de su historia, resulta clara y contundentemente favorable a los intereses romanos, afirmando que ha superado a sus antecesores en todo tipo de méritos. Sin embargo, de las páginas de esta literatura emerge también, a veces, un irremediable sentimiento de nostalgia por la grandeza del pasado griego que no parece terminar de resignarse del todo a poner sus señas de identidad en manos ajenas. Ésa es la visión que se desprende de la descripción de Pausanias en su curiosa y sorprendente Guía de Grecia, donde evoca vigorosamente una Hélade imaginaria recorrida todavía por los antiguos dioses y héroes aunque sumida ahora en la decadencia y el abandono. La preocupación constante por el ilustre pasado griego constituye sin duda uno de los elementos definitorios de la intelectualidad griega de finales del siglo II d.C. que se ha denominado segunda sofística. Sus autores buscaban en él la guía más adecuada para digerir y soportar las insatisfacciones provocadas por un presente mucho menos estimulante y prometedor a pesar de las evidentes ventajas materiales que reportaba la nueva situación política.
De cualquier forma, estos sentimientos de nostalgia se revelaban a veces en un terreno mucho más peligroso, como era la celebración del valor heroico de los enemigos de Roma, simples bárbaros que habían sabido, sin embargo, resistir con entereza y tenacidad el imparable empuje de sus legiones. Es cierto que la magnificación del enemigo juega casi siempre a favor del adversario vencedor, que resulta de esta forma mucho más valorado, pero en algunos pasajes de la obra de Apiano aparecen, por ejemplo, leves pero innegables indicios de un tipo de intención muy diferente. Podrían apuntar en esta dirección el escueto pero significativo comentario que le merecen los aguerridos combatientes de Numancia, temibles incluso en el momento de su rendición final ante Roma, la imagen favorable del incansable Viriato, sometido únicamente mediante el soborno de sus colaboradores inmediatos, o la significativa alusión a la acción suicida de los bandidos sedetanos que prefirieron hundir las barcas que les trasladaban a Italia antes que vivir bajo la esclavitud. Es ciertamente curioso que sea precisamente también Apiano el autor que nos permite recuperar, aunque de forma indirecta y sesgada, algunos de los comentarios desfavorables a Roma procedentes de los historiadores helenísticos partidarios de las monarquías rivales. La literatura y la propaganda de carácter antirromano han dejado lógicamente muy escasas muestras en nuestra tradición. Sin embargo todavía colean desperdigados por ella algunos ecos de la misma, como la polémica existente acerca de las posibilidades que habría tenido Roma de haberse enfrentado a Alejandro, que Tito Livio se ve obligado a refutar de manera contundente, o las historias que debe combatir Dionisio de Halicarnaso acerca de los orígenes espurios de Roma. A veces incluso nos llegan algo más que los ecos, a través de la enérgica respuesta de sus apasionados apologistas. Las críticas a la dominación romana que aparecen en el historiador  de origen galo Trogo Pompeyo, que conocemos a través del resumen hecho por Justino en el siglo III d.C, o piezas tan emblemáticas como la famosa carta de Mitrídates que aparecía recogida en las Historias de Salustio pertenecen en su origen a este tipo de materiales, al igual que algunos residuos marginales salidos de la literatura oracular como el oráculo de Histaspes o el libro tercero de los oráculos sibilinos.
No puede hablarse ciertamente de una oposición frontal a la dominación romana en ninguno de los autores griegos que escribieron durante el período imperial, y en la mayoría de los casos ni siquiera podemos encontrarla enmascarada en la metáfora y demás artificios literarios. Prácticamente todos reconocían los méritos de Roma y eran además receptores directos de los beneficios del imperio. Seguramente no cabe hablar de hipocresía interesada o de simple adulación. Los elogios de la grandeza romana son probablemente sinceros y reflejan en unos casos el agradecimiento por la notable mejora que habían experimentado por doquier las precarias condiciones de vida de tiempos anteriores y en otros constituyen la simple expresión de quienes se sienten plenamente identificados con tales logros por considerarse ya como un romano más. No pueden separarse con facilidad y nitidez las carreras públicas, que eran ya casi únicamente romanas, de los sentimientos privados que podían (o no) quedar todavía relegados dentro del universo mental y afectivo griego. La distinción entre griego y romano en la realidad del imperio era mucho más fluida y dinámica de lo que dejan imaginar tales etiquetas. Arriano era en términos literarios un griego, pero su nombre, Lucianus Flavius Arrianus, y su posición como cónsul sufecto y como gobernador de Capadocia apuntan claramente hacia su identidad romana. De la misma forma cabe recordar también el significativo ejemplo de Eliano, autor de algunas eruditas y heterogéneas obras en griego como las Historias misceláneas o Sobre la naturaleza de los animales, que se jactaba al parecer de no haber abandonado nunca Italia en el curso de su vida. En sentido opuesto es preciso mencionar el caso del emperador Marco Aurelio, que llevaba la típica barba griega y escribió sus célebres Meditaciones en griego. Como nos ha recordado recientemente Whitmarsh, en un mundo anterior al surgimiento de las «nacionalidades» y de los pasaportes, el entrecruzamiento cultural resultaba mucho más sencillo y coherente, y uno podía ser al tiempo un judío de Alejandría que se sentía por igual griego y romano. Incluso puede decirse que la mitificación de la Grecia libre del pasado sólo fue posible tras la conquista romana, ya que la noción de que todo el territorio griego podía comportar una unidad política superior a la de los estados individuales que lo componían se produjo en aquellos momentos. Al fin y al cabo sólo tras la creación de la provincia de Acaya bajo Augusto los estados griegos estuvieron gobernados por primera vez por una administración única y centralizada y fue durante el reinado de Adriano, con la creación del Panhelenion, cuando resultó necesario definir con precisión los criterios de helenidad que daban acceso a los beneficios que deparaba la pertenencia a dicha institución. De esta forma el helenismo del imperio romano continuó, con elevadas dosis de ambivalencia y ambigüedad, como en los días de la República, siendo ese terreno cambiante en el que las identidades se creaban, inventaban, debatían, negaban o reafirmaban de manera incesante y continuada. Quizá la diferencia fundamental con el período precedente es que a este marco conceptual e imaginario se habían, por fin, sumado las dos partes supuestamente en litigio: griegos y romanos.

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