¿Dos mundos bajo una etiqueta común?
De los
diferentes pueblos con los que los griegos entraron en contacto a lo largo de
su historia, los romanos fueron seguramente los que ocuparon una posición más
privilegiada, tanto para la propia conciencia griega contemporánea como para
toda la tradición posterior, que está basada en el legado común de ambas
culturas. Ciertamente la entrada de Roma en la historia griega fue ya tardía si
la juzgamos desde un punto de vista global, ya que se hizo efectiva a lo largo
del período helenístico y no afectó en modo alguno a las épocas precedentes, la
arcaica y la clásica, que vivieron completamente de espaldas a la emergente
realidad de la nueva potencia del Mediterráneo occidental. Sin embargo, su
aparición en escena tuvo consecuencias mucho más decisivas en la forma de vida
griega que la del imperio persa en los albores del siglo V a.C, ya que, a
diferencia de éste, los romanos acabaron conquistando y asimilando dentro de su
estructura imperial todo el territorio griego, convirtiéndolo, en suma, en una
simple provincia más de sus dominios europeos. Dicha conquista no fue tampoco
el resultado, desafortunado en este caso, de una campaña unitaria encabezada
por los principales estados griegos como Esparta y Atenas contra el invasor,
como sucedió con los persas. Los antiguos protagonistas se hallaban ahora en
franca decadencia respecto a su glorioso pasado anterior y el enfrentamiento
más directo contra las legiones romanas fue ahora asumido por estados con menos
lustre a sus espaldas, como la confederación aquea, un estado federal compuesto
inicialmente por ciudades del norte del Peloponeso que impusieron finalmente su
hegemonía sobre toda la península. La épica triunfalista resultante de la
resistencia ateniense a la experiencia persa dio paso ahora a una resignación
abnegaba y derrotista que buscaba como último consuelo un digno lugar bajo el
sol dentro de la nueva hegemonía dominante.
La
unificación final del mundo griego bajo la dominación imperial romana ha tenido
también sus consecuencias en el terreno de la cultura moderna. Resulta así un
hecho habitual fundir ambas culturas dentro de una misma etiqueta designativa
como es la de mundo clásico o civilización grecorromana como punto de partida
inevitable de toda nuestra tradición europea. Esta unidad se ve frecuentemente
reflejada en los programas académicos universitarios y en las programaciones
curriculares de la enseñanza secundaria donde aparecen materias con títulos
semejantes, que presentan bajo la misma cobertura la historia y la civilización
de griegos y romanos en la idea de que ambas constituyen a fin de cuentas una
misma realidad cultural en la que los rasgos comunes se imponen sobradamente
sobre las tímidas y a veces inapreciables diferencias entre unos y otros. Es
cierto que los romanos adoptaron y adaptaron la cultura griega hasta convertirla
en algo propio y que gracias a ellos subsistió después convertida en patrimonio
común de toda la tradición europea y en uno de sus códigos referenciales, a
diferencia de lo que sucedió con otros pueblos como los etruscos y cartagineses,
que quedaron desde su destrucción final a manos de Roma sumidos en el más
completo olvido, a expensas de azarosos descubrimientos arqueológicos que
puedan revelar algunas facetas de sus desconocidas, y en buena medida
irrecuperables, culturas respectivas. Si todavía puede hablarse hoy en día de
un legado clásico en nuestra civilización moderna, aunque cada vez más esté
puesto en entredicho, es gracias a la acción conservadora de Roma, que supo
absorber en una misma civilización, dotándola además de nuevos bríos y
enfoques, la herencia creativa de sus antecesores griegos.
Sin embargo,
dando por sentadas estas obviedades, lo cierto es que la pretendida
homogeneidad cultural entre griegos y romanos resulta prácticamente inexistente
desde un punto de vista histórico más riguroso. Ambos pueblos compartían un
mismo espacio geográfico, como era la cuenca del Mediterráneo, con todos sus
respectivos condicionantes climáticos y paisajísticos que incidían de forma
determinante en su forma de vida general, pero ahí acaban prácticamente las
similitudes entre unos y otros. El apego a la tierra era también sin duda una
característica común a los dos pueblos, pero las actitudes vitales que se
derivaron en uno y otro caso fueron completamente diferentes. La rabiosa
sensación de autonomía y el particularismo endémico de los diminutos estados
griegos contrastaban con la inequívoca vocación hegemónica y unificadora puesta
en evidencia por Roma desde los comienzos de su historia. Es cierto que en el
mundo griego hubo también estados que mostraron esa misma voluntad de hegemonía,
como los ya mencionados Esparta y Atenas e incluso Tebas o Tesalia, pero sus tentativas
nunca concluyeron en la constitución de un estado sólido y estable, como
sucedió en Roma, cuya soberanía apenas resultó puesta en entredicho a lo largo
de su trayectoria. Sólo amenazas exteriores como las de galos o cartagineses
pusieron seriamente en peligro la continuidad de la nueva potencia, que, tras
sus victoria frente a ambos, consolidó todavía más sus bases y eliminó casi de
forma definitiva cualquier riesgo serio de sediciones internas en el seno de
sus aliados itálicos. La unanimidad y extensión de la hegemonía romana
contrasta con los breves períodos de dominio de las grandes potencias griegas
como la mismísima Atenas que, además de tener siempre enfrente rivales
alternativos, dejaba fuera de su control extensos territorios habitados por griegos
como Tesalia o el Epiro. La dispersión política y militar del mundo griego,
extensible también en buena medida al ámbito cultural y lingüístico, choca así
frontalmente con la fachada de aparente identidad que presenta Roma en todos
estos terrenos. La diversidad cultural inicial de la península itálica acabó
siendo subsumida por la imposición general del latín y de la cultura romana por
todos los territorios conquistados, desde el mismo corazón de la ciudad del Tíber
hasta las provincias más remotas en las fronteras del Danubio o del Eufrates.
La adopción de una lengua y una cultura comunes en el lado griego se produjo
sólo a raíz de las conquistas de Alejandro, un príncipe macedonio que aunó en
sus afanes de conquista universal las ambiciones puramente macedonias y las
prácticas culturales helénicas, asimiladas desde su niñez hasta convertirlas en
algo propio. Esta uniformidad cultural griega continuó durante el período de
dominación romana hasta culminar precisamente en la fundación de la nueva Roma,
Constantinopla, que tras el hundimiento del imperio romano de Occidente prosiguió
su andadura hasta el siglo XV, cuando cayó de forma definitiva bajo el empuje
de los turcos. Un imperio el bizantino que, bajo su apariencia griega,
utilizaba sin embargo el nombre de Roma, rhomaioi,
para designarse a sí mismo en una muestra sorprendente de la unidad final que
la cultura y la lengua, griegas, habían alcanzado bajo unas formas políticas y
administrativas propiamente romanas.
Dejando a un
lado los estereotipos étnicos que circulaban en los medios intelectuales
romanos oponiendo la proverbial grauitas
(seriedad y austeridad) latina a la leuitas
(ligereza o frivolidad) característica griega, que como todos los tópicos
reflejan una percepción reductora de la realidad basada en una generalización
abusiva o en la exageración de unos rasgos inequívocamente existentes, las
diferencias en actitudes y temperamento eran también sustanciales. El
tradicionalismo inveterado de los romanos, que sacralizaron el mos maiorum (la forma de vida de sus
antepasados) como guía incuestionable de su comportamiento diario, contrasta
con la mayor apertura de la mentalidad griega hacia las novedades procedentes
del exterior o las propias innovaciones gestadas en el interior de la cultura
griega, contando eso sí con la renuencia común hacia todo lo que pudiera
comportar un brusco cambio del orden social establecido. El escaso entusiasmo
por la especulación que demostraron los romanos queda patente en la ausencia de
una filosofía que pueda denominarse con pleno derecho romana, ya que las
figuras de Cicerón y Séneca, que suelen ocupar el lugar privilegiado en las
respectivas secciones que llevan dicho título, representan tan sólo una
adaptación, ciertamente lograda en algunos casos, de las corrientes filosóficas
griegas a la vida y a la mentalidad romanas. Las insuficiencias romanas dentro
de este ámbito son claramente señaladas por las quejas del poeta Lucrecio
acerca de la inadecuación de la lengua latina para crear abstractos, que le tocó
experimentar en su intento por trasladar la filosofía atomista de Epicuro a un
poema didáctico en el siglo I a.C.
La curiosidad
griega por todos los fenómenos, naturales y humanos, concretada en su rica
producción científica y filosófica, de la que poseemos tan sólo una leve
muestra no siempre bien representativa, contrasta con la relativa esterilidad romana
en este campo, cuyas figuras más destacadas, como la del enciclopedista Plinio
el Viejo, representan sólo la recopilación abreviada y compendiada de los
saberes griegos en diferentes terrenos. El carácter esencialmente pragmático
latino condujo más bien a la creación de una disciplina como la ciencia jurídica,
que articulaba en un sistema organizado los principios derivados de las normas
más concretas y específicas que regulaban a diario su vida social. La experiencia
griega en este campo había desembocado en la formación de algunos códigos
legales como el de Gortina en Creta, pero no había traspasado el umbral de la
casuística concreta para alcanzar el nivel de generalización que encontramos en
los juristas romanos.
Este
pragmatismo innato de los romanos que les llevaba a apegarse a la realidad
cotidiana se refleja también en la ausencia de una verdadera tradición
mitológica, al menos que pueda resultar parangonable con la griega, con toda su
variedad y riqueza de significaciones y figuras emblemáticas. Podría llegar a
afirmarse incluso la no existencia en absoluto de una mitología propiamente
romana a juzgar por el reducido espacio que recibe su tratamiento en los
manuales generales de la materia, que dedican de forma abrumadora sus páginas a
los ciclos legendarios griegos. Los héroes legendarios latinos más destacados,
como el fundador inicial Eneas o el omnipresente Hércules, proceden a todas
luces del esplendoroso elenco griego. Los héroes más propiamente romanos, como
Horacio Cocles, Mucio Escévola o Coriolano, pertenecen a una categoría bien
diferente de la de los héroes griegos, que por su genealogía y por el contexto
en que llevaban a cabo muchas de sus hazañas, en una geografía imaginaria que
no resulta localizable en los mapas, se hallaban mucho más alejados de la
realidad histórica cotidiana. Por el contrario, los protagonistas de las
leyendas romanas proceden más bien de un proceso de magnificación sufrido por
una serie de personajes históricos de carne y hueso, que fueron capaces de
autoinmolarse en la defensa de su patria o que encarnaban de la mejor manera
sus ideales más representativos. No existe, de hecho, en la historiografía
latina ninguna diferencia notoria entre la época legendaria Y más propiamente
histórica, en contraste con la griega, que reconoce en un momento dado una
cierta frontera entre el mito y la historia, aunque sin estar del todo bien
delimitada. En Roma ambos períodos se desarrollan dentro del mismo esquema que
toma como punto de partida la epopeya real de la conquista romana de los
territorios vecinos y su lucha constante con los pueblos limítrofes por la
soberanía, con mayor o menor despliegue del heroísmo colectivo o individual.
La diferencia
entre ambas culturas se pone igualmente de manifiesto en la postura adoptada
ante los pactos y juramentos. Mientras que los romanos consideraban la fides (lealtad) como una de sus virtudes
tradicionales más definitorias, que se traducía en la práctica en una fidelidad
incondicional y un respeto escrupuloso hacia este tipo de acuerdos, sagrados y
profanos, al menos como lema dentro de la mentalidad colectiva y social, los
griegos mantenían en este terreno una actitud mucho más laxa, lo que les
permitía elevar a la categoría de héroe a un personaje taimado y mentiroso como
Ulises o venerar a una deidad como Hermes, cuya andadura se había iniciado con
el robo de las vacas de su hermano Apolo y era, en consonancia, protector de
los ladrones. Existía así una importante falta de adecuación entre los
parámetros valorativos de unos y otros, cuyas consecuencias se dejaron notar en
diferentes momentos de la historia, especialmente para los griegos, que jugaban
en esta partida el papel perdedor. Un ejemplo muy ilustrativo de esta clase de
malentendidos sucedió precisamente durante el Período inicial de la conquista
romana de Grecia, cuando el principal interlocutor griego en este terreno era
la confederación etolia. Es cierto que los etolios no gozaban precisamente de
muy buena fama entre los demás griegos por el escrupuloso respecto hacia los
pactos contraídos, sobre todo si hacemos caso a Polibio. Sin embargo, debe
recordarse tanto el esfuerzo realizado por los etolios para ingresar con todos
los honores dentro de la comunidad helénica tras su defensa decisiva del
santuario de Delfos contra los celtas invasores a comienzos del siglo III a.C.
como los numerosos casos de asylía
(derecho de inviolabilidad) establecidos con muchas comunidades griegas, que,
es de imaginar, al menos tenían una ligera esperanza de que fueran respetados.
En su relación con Roma, sin embargo, las cosas no les fueron tan bien. Rompieron
por su cuenta y riesgo el pacto y esta circunstancia les acarreó funestas
consecuencias en el desarrollo de los acontecimientos posteriores, puestas de
manifiesto en sus conflictivas relaciones con el consul Flaminino, artífice de
la conquista romana, a comienzos del siglo II a.C. o en los dramáticos
episodios de su final como comunidad todavía independiente con masacres
colectivas provocadas por los enfrentamientos internos que los romanos,
convertidos entonces en los auténticos gendarmes de Grecia, avivaron todavía
más con su intervención o se limitaron a contemplar impávidos sin intervenir de
forma decidida. Uno de estos episodios ilustra el desconocimiento proverbial
griego de las implicaciones que aportaban las precisas fórmulas jurídicas
romanas, llamando los etolios, tras haber accedido a la deditio in fidem (entrega total a la discreción del vencedor) que
el cónsul romano de turno solicitaba, reclamaron la correspondiente explicación
de su significado, aquél ordenó que los condujeram ante su presencia encadenados
de la cabeza a los pies, en una demostración palmaria y contundente de la
conveniencia de informarse adecuadamente de las obligaciones asumidas antes de
aceptarlas alegremente.
Otro notorio
malentendido entre griegos y romanos provocado por el desconocimiento absoluto
griego de las aplicaciones que comportaban las normas y tratados romanos se
produjo con motivo de la famosa proclamación de la libertad de los griegos por
el ya mencionado Flaminino tras su aplastante victoria sobre el monarca
macedonio Filipo V en la batalla de Cinoscéfalas en el 198 a.C, que asestaba el
primer golpe decisivo en el proceso de conquista romana del Oriente
helenístico. Una victoria que debió de impactar sin duda profundamente en la
conciencia griega, acostumbrada desde la batalla de Queronea en el 338 a.C. a
la supremacía militar macedonia como un hecho incontestable. Flaminino optó por
un gesto conciliador y propagandístico, cuyo principal objetivo era conseguir
el favor de los estados griegos sometidos hasta entonces a Macedonia y alienar,
de esta forma, para el futuro el mayor número de aliados posibles del bando
macedonio, de cara a nuevos conflictos. Flaminino actuaba también dentro de la
más elemental lógica romana, entendiendo esta generosa concesión de la libertad
a los griegos como un beneficio que exigía de quien lo recibía la debida
gratitud y reconocimiento hacia su benefactor. Los griegos no supieron
entenderlo de esta forma sino como un gesto más de reconocimiento hacia su
tradición legendaria. No actuaron, en consecuencia, como era de esperar desde
la perspectiva romana y mantuvieron su política habitual, que no tomaba para
nada en cuenta las obligaciones asumidas mediante aquel acto, desencadenando
así la cólera romana en el curso de los acontecimientos posteriores.
Estas
diferencias de talante se reflejan incluso en el terreno de las formas de
diversión. Sin necesidad de recurrir a los estereotipos culturales, quedan
pocas dudas acerca de las distintas preferencias en este campo de unos y otros.
El particular gusto romano por los espectáculos sangrientos que se
desarrollaban en el anfiteatro, como las luchas de gladiadores o los certámenes
con fieras salvajes, no encuentra paralelo en el mundo griego, a pesar de la
violencia innegable que implicaban los juegos atléticos, sobre todo en algunas
de us modalidades como el boxeo o la lucha total (pancracio). Sin embargo,
nunca alcanzaron el grado de truculencia y brutalidad demostrado en aquellas
populares exhibiciones. Los juegos de gladiadores fueron considerados por los
griegos una extravagancia ajena que nunca atrajo su participación. Ni siquiera
en el terreno aparentemente común del teatro los gustos eran parecidos. El
auditorio romano se decantó siempre de manera incuestionable en favor de la comedia,
que, aunque imitada en lo fundamental del correspondiente género griego,
desarrolló también sus propias bromas y temas en la denominada fabula togata. Tampoco la comedia latina
era exactamente el mismo tipo de espectáculo ingenioso y disparatado que representan
las obras de Aristófanes, que sometían la actualidad política y social
contemporánea a una crítica inclemente y desaforada recurriendo a menudo a la
fantasía y a las especulaciones utópicas más estrafalarias. Las obras de Plauto
y Terencio eran más bien herederas de la comedia de enredo de Menandro, mucho
más ligera y trivial, que jugueteaba con los estereotipos sacados de la
sociedad burguesa ateniense de finales del siglo IV a.C. La tragedia, en
cambio, apenas caló en Roma. Sus producciones más destacadas son sin duda las
de Séneca, que posiblemente nunca llegaron a representarse ya que estaban
concebidas más bien para su lectura en público dentro de los refinados
cenáculos literarios de la aristocracia romana, capacitados para apreciar la
sofisticación formal de estas obras.
Por parte
griega existió también una cierta impermeabilidad hacia muchas de las
costumbres romanas, como la práctica de utilizar plantas aromáticas en los
ritos funerarios, que mostraban también otras diferencias, como la posición del
difunto, situado a la derecha en lugar de a la izquierda, su desprecio del
latín, lengua que muy pocos hasta la época imperial se molestaron en aprender e
incluso en esos momentos quedó limitado a las élites aristocráticas e
intelectuales que tenían un contacto directo con los dominadores, dependían de
ellos para su promoción o lo necesitaban como funcionarios del imperio que
eran, casos de Apiano, procurador en los tribunales, o Arriano, legado
imperial. Hubo también una aparente reluctancia a aceptar la ciudadanía romana
ya en los últimos tiempos de la República, en ciudades del denominado «ámbito
colonial» como Nápoles, Heraclea o Ampurias, donde los indígenas de la región
asumieron dicha condición antes que los propios griegos. La vitalidad de las
instituciones griegas, que se mantuvieron con fuerza incluso después de la
conquista y durante el imperio, y la convencida asunción de su indiscutible
superioridad cultural no constituían tampoco el terreno apropiado para
conseguir una fácil equiparación entre ambos mundos. El contraste entre las dos
culturas se vio también alimentado por una serie de tópicos y estereotipos, que
tenían como finalidad principal establecer la propia definición de la identidad
romana a través de un contraste frontal con los griegos, especialmente en unos
momentos, los que siguieron a la conquista y supusieron la llegada masiva de
gentes, productos e ideas griegas, que parecían desafiar, y en opinión de los
más radicales hasta quebrar, el marco tradicional de las costumbres y de la
forma de vida romana. Los griegos aparecían así dentro de este esquema como
mentirosos, corruptos, serviles, pero también como arrogantes e intrépidos. Se
decía que vivían de forma lujosa y que no soportaban el esfuerzo y la dureza,
que no eran buenos soldados, ya que sus entrenamientos deportivos resultaban
del todo inútiles para el cometido de la guerra y sólo servían para degenerar
las costumbres morales con la práctica del denominado amor graecorum (amor
griego) que conducía al descuido de la familia y de las obligaciones
fundamentales hacia la patria. Eran leídos, sutiles y también elocuentes, pero
sufrían la ineptía, es decir, la
tendencia a argumentar a destiempo y con exceso de teoría, hablando de manera
excitada y muy deprisa, al tiempo que alardeaban continuamente de sus logros.
Para ellos eran más importantes las palabras que los hechos. Eran prolíficos en
la creación de ficciones sobre los países. Sobrevaloraban las artes visuales y
la música, y trataban a los actores y músicos con excesivo respeto.
Los romanos,
en cambio, se tenían por un pueblo de campesinos y soldados que anteponían a
cualquier otra causa la defensa a ultranza de la patria, justificando todas sus
guerras bajo el pretexto de la autodefensa o de la ayuda a sus aliados en virtud
de los pactos y tratados contraídos. Su reconocido afán de conquista y de
dominio no pretendía, así, la mera acumulación de todos los territorios bajo un
solo yugo, sino la justa defensa de los oprimidos y el establecimiento
universal de las leyes que regulan la conducta de los hombres. Esta visión de
las cosas adquiere, no por casualidad, su formulación más emblemática en unos
versos del libro VI de la Eneida de
Virgilio (VI, 847—853), una obra cuya finalidad política era precisamente crear
un conciencia nacional romana, un procedimiento que en estos momentos pasaba de
manera inexorable por su contraste con los griegos:
Otros forjarán mejor unos
bronces que casi respiren
(bien que lo creo), del
mármol podrán extraer rostros vivos,
defenderán con más tino los
pleitos y el giro celeste
con el compás medirán y
expondrán el surgir de los astros.
Tú piensa siempre, romano,
en regir con tu mando a los pueblos
(tal tendrás tú por oficio):
a la paz imponer unas leyes,
dar tu perdón al humilde y vencer con la guerra al soberbio.
Una relación larga y complicada
La relación
de Roma con el mundo griego se remonta seguramente a los mismos orígenes de la
ciudad, ya que desde mediados del siglo VIII a.C., fecha en la que se suele
datar la fundación tradicional de Roma, existía ya un emplazamiento griego de
carácter permanente en Pitecusas, la actual Isquia, en la bahía de Nápoles,
que, a juzgar por los testimonios materiales disponibles, desplegó una intensa
actividad comercial y de intercambios con el entorno circundante. Roma se
hallaba expuesta casi por todas partes a la influencia de la cultura griega,
bien directamente a través de las ciudades griegas del sur de Italia por su
lado meridional, bien por el norte a través de los gustos helenizantes de las
aristocracias etruscas, que ejercieron un considerable peso en la historia
antigua de la ciudad. La fuerza de esta influencia varió sensiblemente con el
paso del tiempo. Fue intensa a lo largo de los tres siglos siguientes, el VII,
VI y V a.C., concretándose en hechos tan palpables como la creciente
identificación de algunos de los principales dioses romanos con las divinidades
del panteón griego y el proceso de antropomorfización de sus figuras, dejando
atrás el aniconismo que caracterizaba la multitud de deidades romanas agrupadas
a veces bajo el término neutro de indigitamenta.
Otras muchas facetas de la cultura romana recibieron también el impacto de las
formas griegas correspondientes, como los festivales con carreras de carros,
las obras de arte, el alfabeto utilizado para escribir el latín o las numerosas
palabras adoptadas en préstamo, que reflejaban las deficiencias latinas en
campos como el de la tecnología o el de la medicina. Incluso en el terreno de
las instituciones políticas, que fue siempre mantenido a buen resguardo de las
influencias ajenas por la aristocracia romana dominante, es bien conocida la
atribución decisiva de la acción legislativa de Solón en un hecho tan
trascendental en la historia de la Roma arcaica como fue la adquisición de un
código de leyes escritas como el de las XII tablas.
A finales del
siglo V y durante buena parte del IV a.C. se produjo un relativo aislamiento de
Roma respecto al mundo griego a causa de las intensas luchas por la hegemonía
en la península itálica contra los pueblos vecinos de los alrededores, como los
samnitas o los galos, que concentraron en tan decisivo empeño todas las
energías romanas. Curiosamente es durante este período de distanciamiento
obligado cuando emergió el modelo del romano, que tras ser sometido al correspondiente
proceso de idealización acabó convirtiéndose en el estereotipo definitorio de
sus señas de identidad. El mundo griego pasó a ser, así, un elemento ajeno más
a pesar de las aproximaciones que se habían efectuado entre ambas culturas en
los tiempos precedentes. De hecho, el siglo IV a.C. concluyó con la conquista
militar de las regiones griegas de Italia y Sicilia, que supuso su inclusión
dentro del área de hegemonía romana como un simple territorio más de los muchos
que habían sido absorbidos a lo largo del proceso de conquista. Precisamente
será ahora también cuando Roma aparezca por primera vez a los ojos del mundo
griego oriental como una gran potencia occidental después de un largo silencio
al respecto, bien significativo de la simple ignorancia y del desinterés por un
lugar apartado del ámbito egeo. Pasamos así de las confusas y escasas noticias
que aparecen en Aristóteles y de los apuntes dispersos de su discípulo
Teofrasto a la imagen mucho más definida de Roma que debió de ofrecer el historiador
siciliano Timeo, que, como ya señaló Momigliano, fue el verdadero descubridor
del nuevo poder emergente en el horizonte occidental para la conciencia griega.
Hasta entonces parece que apenas suscitó la curiosidad del mundo griego, pues
ni siquiera un acontecimiento tan decisivo como el saqueo de la ciudad por los
galos en los inicios de los años ochenta del siglo IV a.C. provocó otra cosa
que algunas noticias inciertas al respecto, cuyos ecos se dejan sentir en las
obras de Aristóteles y de Heraclides Póntico. En cambio, la penetración romana
en Campania, su alianza con la ciudad griega de Napoles y sus luchas contra los
samnitas suscitaron ya de forma clara el interés por la nueva potencia del
Mediterráneo occidental.
Otro punto de
inflexión determinante en este proceso fue la presencia del condotiero griego
Pirro, rey del Epiro y primo segundo de Alejandro Magno, que en el primer
cuarto del siglo III a.C. acudió a la llamada de Tarento para encabezar la
resistencia de las ciudades griegas contra Roma en suelo itálico. El sonado
fracaso de su pretendida campaña occidental, caracterizada por sus célebres
«victorias pírricas» contra los romanos y por el abandono de su tentativa de
atacar Cartago debido a la negativa de sus aliados sicilianos a secundar sus
planes, sirvió sobre todo para que alguien procedente del mundo griego
constatara en persona la impresionante capacidad militar de los romanos. La
retirada definitiva de Pirro selló el destino final de las ciudades griegas del
sur de Italia, que hubieron de capitular finalmente ante la creciente presión
romana. El mundo griego oriental asistía así por primera vez al imparable
ascenso hegemónico de Roma, una ciudad semibárbara y todavía poco conocida que
se estaba convirtiendo a pasos agigantados en la dueña y señora de toda la
península itálica.
La presencia
griega en Roma se acrecentó de forma notoria tras estas conquistas. Un esclavo
de Tarento, Livio Andrónico, puso en escena en el 240 a.C. tragedias y comedias
griegas y llevó a cabo una traducción al latín de la Odisea que constituye el inicio emblemático de la literatura romana.
Así mismo se instaló en Roma la primera escuela que proporcionaba una educación
de estilo griego. Con la captura de ciudades como Tarento y Siracusa, que
contaban con un importante patrimonio artístico y monumental, afluyeron también
a Roma numerosas obras de arte griegas destacadas y una masa considerable de
esclavos que dejaron su impronta, no siempre favorable, en la percepción romana
de lo griego. Incluso en el terreno militar, donde parecía que los romanos
podían aprender bien poco de sus vecinos, resultaron también profundamente
impresionados por los ingenios bélicos de Arquímedes, que había colaborado de
forma decisiva con sus inventos a la defensa, aunque a la postre resultara
inútil, de su patria siciliana.
Sin embargo,
el paso decisivo responsable de que Roma ocupara un lugar ya de privilegio
obligado dentro de la contienda griega se produjo en el 264 a.C, cuando las
legiones romanas cruzaron por primera vez el Adriático e iniciaron de esta
forma la que sería la definitiva fase de expansión romana en el Oriente griego,
que concluiría en el 146 a.C. con la emblemática captura y destrucción de la
ciudad de Corinto. Las primeras acciones romanas en suelo griego tuvieron lugar
durante la denominada primera guerra macedonia, en la que combatieron contra el
expansionismo macedonio emprendido por el rey Filipo V, en apoyo de los
etolios. El objetivo prioritario de Roma era entonces simplemente obstaculizar
lo más posible las acciones de Filipo, de quien quizá temían una alianza con
los cartagineses, prestando ayuda a sus más irreconciliables enemigos griegos,
los etolios, sin despreciar, claro está, la adquisición circustancial de botín
que deparase el curso de los enfrentamientos. Todavía no se les había pasado
por la cabeza ninguna clase de ocupación permanente del territorio conquistado,
que preferían dejar bajo el control de sus ocasionales aliados, los etolios,
tal y como quedó explicitado en el tratado suscrito con ellos del que
conservamos una copia a través de una inscripción fragmentaria. De hecho,
cuando las cosas parecieron ir encaminadas en el sentido de sus expectativas,
los romanos abandonaron a su suerte a los etolios para ocuparse de asuntos más
urgentes que demandaban su atención en el frente occidental. La imagen dejada
por los romanos con sus actuaciones de saqueo indiscriminado en suelo griego
resultó lógicamente muy negativa, asociada además a los etolios, que, como ya
se ha dicho, no gozaban en este sentido de muy buena fama entre los propios
griegos.
Las cosas
cambiaron de forma sustancial con el estallido de la segunda guerra contra
Filipo V que, ahora sí, desembocó en un enfrentamiento directo de las legiones
rornana con la falange macedonia en la batalla más arriba mencionada de
Cinoscéfalas. Algunos dirigentes romanos eran conscientes de la mala imagen que
había dejado su actuación anterior y, en consecuencia, trataron de canalizar
esta vez su comportamiento por nuevos derroteros, sobre todo tras haber tomado conciencia
de la importancia que tenían la opinión pública y la propaganda en el
desarrollo efectivo de la política dentro del contexto helénico. El papel de
Flaminino, un buen conocedor de la situación del país, resultó determinante en
todo este proceso, que culminó con la ya mencionada proclamación de la libertad
de los griegos. Aunque se ha atribuido la medida a la disposición progriega del
cónsul, considerado uno de los primeros filohelenos de la historia, el factor
decisivo debió de ser más bien su inteligencia política, que, a diferencia de
lo que había ocurrido con sus antecesores y sucedería después con muchos de los
que desempeñaron su cargo, le había servido para entender el inefable juego
perverso de la política griega y saber aprovechar en su propio beneficio todas
sus artimañas y debilidades.
Flaminino
preparaba así también un marco de alianzas favorable dentro del mundo griego
ante la perspectiva de un más que inminente conflicto con otro de los grandes
monarcas helenísticos de la época, el seléucida Antíoco III, cuyas acciones
expansionistas en las costas del norte del Egeo y Asia Menor hacían inevitable
el choque de intereses con el nuevo protectorado romano en Grecia. De hecho la
postura mayoritaria ante el conflicto de los estados griegos, incluida la del
propio Filipo V, se decantó del lado romano, haciendo del todo ineficaces las
estratagemas propagandísticas de Antioco, asesorado ahora por los etolios como
sus nuevos promotores dentro del suelo griego, que llegó a casarse incluso con
una joven de la ciudad de Calcis. La forzada retirada emprendida por el rey
sirio desde sus cuarteles griegos culmino en la desastrosa batalla de Magnesia
del Sipilo en Asia Menor en el 190 a.C., donde las legiones romanas bajo el
mandato de Escipión Africano volvieron a demostrar de manera contundente y
efectiva su superioridad táctica sobre la falange macedonia, como ya había
sucedido antes en Cinoscéfalas. La resonante victoria amplió el área de influencia
de la hegemonía romana, que saltó ahora el Egeo para abarcar incluso buena
parte de Asia Menor hasta la cordillera del Tauro, establecida como nuevo
límite de separación entre las zonas de influencia romana y seléucida. La campaña
significó además la consecución de un impresionante botín, ya que las ciudades de
la zona asiática eran mucho más ricas y prósperas que las de la península
balcánica, hasta el punto de que algunos autores romanos situaron en estos
precisos momentos el inicio de la decadencia moral y de la corrupción de las
costumbres en Roma.
A pesar de
que Roma todavía no había impuesto sobre el mundo griego ningún tipo de
dominación directa que implicara la percepción de tributos o la entrega total
de su soberanía, los espectaculares triunfos obtenidos en tan corto espacio de
tiempo, apenas siete años, sobre las que eran en esos instantes las dos grandes
monarquías del momento, pues el Egipto tolemaico había dejado clara su posición
de colaboración abierta con los romanos, despejaron de forma considerable el
panorama político internacional. Roma aparecía ahora como el poder hegemónico
incuestionable con cuya opinión cabía contar en todo momento. Así se demostró
en el curso de la tercera, y última, guerra contra el reino macedonio,
gobernado ahora por Perseo, el hijo de Filipo V, que aspiraba a recobrar sin
grandes aspavientos, pero consciente todavía de su potencial, la posición
hegemónica dentro del espacio balcánico y egeo que le correspondía por
tradición. La apariencia de independencia de que gozaban todavía los estados
griegos quedó abiertamente en entredicho cuando algunos de ellos, como la isla
de Rodas o la pujante Confederación Aquea, a pesar de que siempre habían
demostrado su posicionamiento prorromano debido a su frontal oposición a
Macedonia, decidieron, ingenuamente, mantener en este caso la neutralidad. La
dura respuesta romana tras su nueva victoria sobre Perseo en Pidna en el 168
a.C., que significó el final de la monarquía macedonia, con todos aquellos que
no se habían decantado claramente de su bando mostró la verdadera cara de la nueva
situación. Los romanos exigieron a los aqueos la entrega de mil rehenes,
salidos de las filas de la élite dirigente del país, entre los que figuraba
Polibio, y hundieron la pujanza comercial de Rodas con la declaración de puerto
franco de la isla de Delos, sin olvidar la ejecución de aquellos de sus
dirigentes que habían destacado en la promoción de la causa macedonia. Ahora,
eliminadas ya de manera definitiva de la escena política las principales
potencias helenísticas, Roma mostraba su rostro más brutal y despiadado con el
mundo griego, dejando atrás las iniciativas más conciliadoras de un Flaminino o
los intentos por conseguir una buena imagen entre los griegos como poder
filohelénico. Su intromisión en los asuntos internos de los estados griegos fue
cada vez más constante y se generó un amplio descontento en su contra por todas
partes, que acabaría conduciendo irremisiblemente al último episodio de
resistencia armada contra la hegemonía romana, la denominada guerra acaica del
146 a.C., que concluyó con la destrucción y el saqueo de la ciudad de Corinto,
donde se habían refugiado los últimos rebeldes, sellando de esta manera
cualquier posibilidad de recuperar de nuevo la libertad y autonomía griegas.
Sin embargo,
las cosas no cambiaron de forma sustancial en la propia dinámica de la política
griega. En ningún momento se articuló ningún frente de resistencia común ni se
produjo una división de la sociedad griega en dos bloques irreconciliables, las
clases dirigentes, que contaban con el apoyo y la connivencia de Roma, y las
masas populares, decididamente contrarias a la dominación y dispuestas siempre a
la rebelión. Como bien demostró en su día el estudioso hebreo Doron Mendels,
las claves del comportamiento griego en estos conflictivos y difíciles momentos
fueron el oportunismo y la pura conveniencia estratégica más que una división
radical y preestablecida de carácter socioeconómico. La atávica lucha por el
poder dentro de los estados griegos se acentuó todavía más en estos tiempos de
confusión. La actividad implacable de las diferentes facciones aristocráticas
fecundadas por sus respectivas clientelas políticas continuó siendo la pauta de
comportamiento general. La injerencia romana se limitó a sacar el mayor partido
de este peligroso e inestable caldo de cultivo, prestando los apoyos necesarios
cuando se le reclamaban desde alguna de estas facciones, sin importarles
tampoco proporcionar el soporte necesario a políticos descaradamente
demagógicos y oportunistas que equilibraban así su inferioridad política respecto
a sus rivales, mucho más populares y con mayor número de seguidores. Una serie
de retratos inolvidables de esta clase de personajes desfilan por las páginas
de las historias de Polibio y del romano Tito Livio, que utilizó las
informaciones de su antecesor en este terreno. El propio Polibio fue víctima de
una situación de esta índole y vuelca en su obra todo su rencor contra esta
clase de individuos, que en la visión, sin duda también partidista, del
historiador aparecen como gentes sin escrúpulos capaces de anteponer sus
propios intereses a los de su comunidad.
La creación
de la provincia de Acaya, que fue el resultado final de la derrota aquea en
Corinto, no significó ninguna mejora sustancial de la situación de
inestabilidad galopante que vivía el mundo griego de aquel entonces, acosado
por las luchas partidistas en su interior y por una seria crisis económica que
sumía a sus gentes en la confusión, la pobreza, la criminalidad y la
desesperación conducente a una rebelión condenada de antemano al fracaso. El
descontento generalizado alcanzó tales niveles que hicieron aconsejable
utilizar otro tipo de medidas más disuasorias en lugar de la simple represión
armada. La intervención de Polibio actuando como mediador de los romanos y
tratando de conseguir un cierto consenso a favor de la moderación se inscribe
dentro de esta línea. Sin embargo, las buenas intenciones del historiador no
sirvieron de mucho, a pesar de que su labor fue debidamente reconocida a través
de una inscripción conmemorativa. Sirva de muestra el caso emblemático de la
ciudad aquea de Dime, cuyo intento de sedición contra el nuevo orden impuesto
por Roma conocemos gracias a un decreto que ha llegado hasta nosotros en el que
se detallan algunas de las medidas represoras. La rebelión estaba encabezada
por algunos de los magistrados de la propia ciudad que decidieron emprender una
serie de medidas radicales como solución desesperada a una situación
insostenible provocada por el dominio romano. Es más que probable que hubiera
otros casos similares que no han llegado a nuestro conocimiento.
El incremento
de la presencia romana se dejó sentir en las regiones griegas, especialmente en
lugares como la isla de Delos, donde existía una importante comunidad de
mercaderes romanos e itálicos, o en las ciudades de Asia Menor, donde campaban
a sus anchas las compañías de publicanos, encargadas por el estado romano de la
recaudación de impuestos, que era llevada a cabo casi siempre de forma abusiva.
El descontento y el odio generado por la actuación romana, especialmente por la
desidia y el desprecio demostrado por sus representantes oficiales, estallaron
de forma dramática con motivo del último intento de combatir la hegemonía
romana en Oriente que tuvo lugar a comienzos del siglo I a.C. Su protagonista
destacado fue Mitrídates VI, el rey del Ponto, una de las monarquías
helenísticas menores que habían ido surgiendo de la descomposición progresiva
del gigantesco estado seléucida a lo largo de los últimos tiempos. El impetuoso
y sagaz monarca guardaba un profundo rencor a los romanos por la
desconsideración que habían demostrado hacia su padre al haberle desposeído de
algunas de las regiones anatolias a cuya posesión aspiraba, a pesar de que
había prestado toda su colaboración en la represión de la rebelión de
Aristónico en el 133 a.C, cuando un pretendiente ilegítimo había intentado sin
éxito restaurar la dinastia atálida en el trono de Pérgamo después de que su
último ley legara el reino a Roma. Mitrídates trató de engrosar sus filas con
todos los griegos de las ciudades de Asia Menor presentándose como el nuevo
salvador capaz de liberarlas de sus nuevos opresores. Su proclama, que instaba
a dar muerte a todos los romanos residentes en la zona, fue seguida de forma
masiva en muchas de estas ciudades con desastrosas y trágicas consecuencias,
primero para los muchos romanos e itálicos que fueron víctimas inocentes de la
violencia indiscriminada y después para los propios verdugos, que pagaron con
creces su acto de rebeldía con la implacable represión posterior llevada a cabo
por el sanguinario Sila. Este trágico y fatal acontecimiento, conocido como las
«vísperas asiáticas», demuestra la difusión e intensidad del odio que se había
acumulado contra Roma en aquellas regiones. Este descontento alcanzó también a
la mismísima Atenas, que secundó de forma entusiasta y mayoritaria la
iniciativa de Mitrídates. Aunque la violencia no alcanzó el grado de Asia
Menor, la rabia contra Roma fue la responsable de la masacre de ciudadanos
itálicos en Delos. Al igual que Asia, Atenas también sufrió en sus carnes la
represión de Sila, que asedió la ciudad y causó importantes destrozos en ella
con sus acciones de pillaje.
Los saqueos
de obras de arte griegas existentes en las ciudades o en los grandes santuarios
panhelénicos y en otros de menor entidad fueron una de las secuelas más
habituales de los sucesivos triunfos romanos en Grecia. Las acciones de Mumio,
el vencedor de los aqueos en Corinto, y de Sila en Atenas son quizá las más
emblemáticas en este sentido por la cantidad del botín conseguido y por el
talante demostrado en el curso de la expoliación. La escena descrita por
Plutarco en la que unos soldados romanos juegan a los dado sobre una pintura
griega que hacían servir a modo de tapete ilustra la actitud y el respeto que los
saqueadores mostraban hacia tales productos del ingenio griego. Esta forma de
proceder ya había sido puesta anteriormente en práctica en las ciudades griegas
del sur de Italia y Sicilia, con el saqueo de Siracusa por Marcelo, que acarreó
entre otras pérdidas irremediables la propia muerte del inefable Arquímedes a
manos de un soldado romano que desconocía la envergadura de su víctima
ocasional. Ciudades como Atenas y Corinto o santuarios de la talla de Delfos y
Olimpia, que eran centros emblemáticos de la civilización griega, sufrieron
estas consecuencias y quedaron profundamente mermados en su riqueza
patrimonial. Pero las acciones de saqueo afectaron también a otros lugares de
la geografía griega que contaban aparentemente con un menor peso específico dentro
del conjunto general como Tegea, Tespias, Argos, Tritea, Faras o Alalcómenas.
Este intermitente trasvase de obras artísticas griegas desde sus lugares de
origen hacia las mansiones privadas y los espacios públicos romanos continuó
incluso una vez concluidas las conquistas, como ponen de manifiesto los saqueos
del pretor Verres en Sicilia, que fue acusado por Cicerón de malversación.
También durante el imperio prosiguió este trasiego con las acciones de Augusto,
Calígula o Nerón. Sirva de muestra el hecho de que sólo este último se llevó
del santuario de Delfos cerca de 500 obras.
Otra de las
consecuencias de las conquistas fue la llegada masiva de esclavos griegos a
Roma, que fueron utilizados como pedagogos por muchos nobles romanos como el
misísimo Catón el censor, considerado, parece que no con toda justicia como ha
demostrado Gruen, el defensor a ultranza de las tradiciones romanas frente a la
nefasta influencia de los productos griegos. Además de esclavos, llegaron
también numerosos intelectuales, filósofos de las escuelas atenienses y
profesores de gramática y retórica, que se ganaron la vida impartiendo sus
lecciones entre una aristocracia romana que había mostrado desde muy temprano
una cierta inclinación hacia todo lo griego, desde la pura ornamentación de sus
estancias privadas con objetos suntuarios de factura griega que no reflejan más
que el seguimiento de una corriente de moda hasta el seguimiento más formal de
sus obras literarias o de algunos de los principios más asequibles de su
sabiduría filosófica.
La
inestabilidad en Oriente, que alcanzó su más alto grado con las guerras
mitridáticas, provocó el traslado masivo de este tipo de gentes en busca de las
mejores condiciones de vida y de la seguridad que garantizaba la ciudad de
Roma, un espacio cada vez más abierto y generoso que iba arrebatando
progresivamente su lugar privilegiado como capital de la cultura a la
cosmopolita y esplendorosa Alejandría de los Tolomeos, donde las cosas se
empezaron también a complicar a partir de mediados del siglo II a.C. con las
disensiones internas de la dinastía real y el inicio de rebeliones indigenistas
en el interior del país. Cientos de griegos encontraron trabajo en Roma como
profesionales de numerosos oficios y como expertos en toda clase de disciplinas,
provocando con ello la situación que describe un poco después, a finales del
siglo I d.C, el poeta satírico Juvenal en una de sus sátiras (III, 60), donde
lamenta el espectáculo bochornoso e insoportable que le ofrece una Roma plagada
de griegos por todas partes en su afán por desarrollar toda clase de
actividades, desde gramático, orador, geómetra y pintor hasta masajista, augur
o equilibrista. Roma recibía así poco a poco la herencia de una sabiduría
griega que había encontrado antes acogida en las grandes capitales
helenísticas, ahora ya en un estado de franca decadencia ante el empuje
creciente e imparable de la nueva capital del orbe.
La conquista
romana del Oriente griego no fue percibida como un hecho irremediable y
definitivo hasta mucho despues de la derrota final. A pesar de las resonantes
victorias romanas sobre macedonios y seléucidas, los estados griegos creyeron
hallarse todavía en condiciones de seguir operando según los parámetros
tradicionales que habían guiado comportamiento ancestral. Rodas y otras muchas
ciudades griegas eligieron la neutralidad durante el conflicto con Perseo
pensando que la guerra conseguiría un balance de fuerzas entre los dos grandes
poderes hegemónicos que pugnaban entonces por el predominio en la zona, Roma y
el recientemente reforzado reino macedonio. La Confederación Aquea actuó de
manera similar en los momentos previos al desencadenamiento del conflicto
final, que concluyó con el saqueo de Corinto, creyendo, quizá ingenuamente,
pero conviene recordar que no poseían como nosotros un conocimiento de las
cosas a posteriori, que todavía eran capaces de ejercer sin demasiadas trabas
su libertad de acción sin que ello supusiera entrar en abierto conflicto con la
supremacía romana. Incluso después de la abrumadora derrota sufrida y de las
desastrosas consecuencias que implicó para los estados griegos, la confianza en
poder revertir la situación subsistía todavía medio siglo más tarde, cuando
Mitrídates VI lanzó su ofensiva contra el dominio romano en Asia. Sólo las
impresionantes campañas de Pompeyo, que acabó además de forma ya definitiva con
la amenaza mitridática, dejaron claro de una vez por todas que la dominaron
romana en Oriente era un hecho irreversible contra el que no cabía ya solución
o esperanza alguna que no fuera la mera acomodación más o menos bien dispuesta
hacia los nuevos dominadores.
La conquistadora conquistada
Grecia una vez conquistada, conquistó a su feroz conquistador e
introdujo la cultura en el agreste Lacio.
Son de sobra
bien conocidos estos célebres versos del poeta latino Horacio en su Epístola a los Pisones o Arte Poética (156-157), que proclaman
la aparente sumisión cultural de Roma a la cultura griega a pesar de su
conquista militar. Han servido también de lema a la tan traída y llevada
cuestión de la helenización de Roma, cuyos principales dirigentes habrían
experimentado una irresistible atracción hacia la cultura griega que habría
irrumpido, a veces casi de forma violenta, en el escenario social romano,
confundiendo y marginando las antiguas y venerables costumbres de los
antepasados, el célebre mos maiorum
que configuraba la práctica vital romana desde sus inicios. Un proceso de
helenización que habría tenido importantes altibajos y habría contado con
importantes resistencias por parte de quienes consideraban las innovaciones
introducidas en la vida social romana una seria amenaza a sus instituciones
fundamentales y un peligro potencial para la educación de los más jóvenes. La
figura sobresaliente de Catón el censor destaca aquí por encima de todas las
demás.
Sin embargo,
las cosas no son tan claras como parecen a primera vista. La supuesta
helenización de Roma no significó en modo alguno la transformación radical de
los presupuestos básicos de la cultura romana tradicional ni la entronización definitiva
de las formas de vida y pensamiento griegos. Se trata más bien de una relación
mucho más compleja y enrevesada que puso de manifiesto la idiosincrasia
cultural respectiva acentuando el sentimiento de identidad colectiva de un
pueblo como el romano que entraba ahora, tras las grandes conquistas
mediterráneas, en la escena internacional como principal y casi único
protagonista. Las respuestas romanas a la cultura griega no pueden escindirse como
a menudo se ha venido haciendo, en dos haces de luz contrapuestos, teniendo en
un lado los fervientes partidarios de las novedades que dicha adopción
significaba y en el otro los airados oponentes que defendían los modos de vida
más tradicionales. Filohelenos y antihelenos no constituyen categorías unívocas
e irreversibles. Representan por el contra los aspectos más visibles y sonoros
de un proceso más extenso y matizado en el que se entremezclaban, a veces hasta
en los mismos personajes, actitudes tan diferentes como las de adopción,
adaptación, imitación, rechazo y censura.
Ciertamente
no faltan los ejemplos estereotípicos bien conocidos que delatan una u otra
faceta sobresaliente de esta gama de comportamientos, desde las aficiones
artísticas de Marcelo, el conquistador de Sicilia, o el interés por la educación
griega que mostraron personajes de la talla de Emilio Paulo, el vencedor de
Perseo, o de su hijo Escipión Emiliano, que contó con el adecuado asesoramiento
de Polibio en este campo, hasta actos de represión tan ostensibles como la
prohibición de las Bacanales en honor de Dioniso por decreto del Senado, la
quema pública de libros pitagóricos o las intransigentes posturas del ya
mencionado Catón el censor. Sin embargo son las ambigüedades e incongruencias
las que parecen dominar la escena general con mayor frecuencia, como ilustra el
caso emblemático de Cicerón. En sus numerosas obras hallamos, en efecto, una
amplia gama de matices al respecto, que van desde el reconocimiento sincero de
la superioridad griega en muchos campos y muestras constantes de admiración por
muchos de sus logros hasta mostrar una renuencia total a admitir este lugar
secundario de la cultura romana e incluso una rebelión abierta contra dicha
supuesta supremacía y una crítica desenfrenada de los modelos griegos. No se
trata, sin embargo, de un caso evidente de esquizofrenia cultural como algunos
han llegado a tildar la actitud tan poco clara y definida del gran escritor
latino respecto a sus modelos helénicos.
Hay que ser,
efectivamente, precavidos a la hora de manejar los testimonios de Cicerón como
informaciones provistas de un valor absoluto que refleja siempre de manera inequivoca
el pensamiento y la actitud de su autor. Casi todos ellos tienen lugar dentro
de un contexto literario determinado que condiciona el alcance de su validez
testimonial. Muchos de ellos se producen dentro de un discurso judicial en el
que Cicerón debe persuadir al tribunal e impresionar favorablemente a su
auditorio, tratando de desacreditar además los postulados de su adversario y
rival. Así su demoledor ataque contra lo griego tiene como objetivo principal
desacreditar a los testigos favorables a su acusado, Verres, el gobernador de
Sicilia que había demostrado una particular afición por el arte griego durante
su polémico mandato en la isla. Parece evidente a todas luces que la
utilización de tales argumentos indica la existencia de prejuicios
generalizados entre las clases altas que componían el jurado y también entre
las clases populares que conformaban el auditorio, pero no conviene olvidar
tampoco que el propio Cicerón era considerado en algunos medios un graeculus, a causa de su afición a los
estudios griegos y por algunas de sus manifestaciones en las que expresaba la
idea de que Grecia era la cuna de la civilización a la que Roma debía rendir
por ello la gratitud correspondiente.
Esta actitud
ambivalente hacia lo griego queda ya reflejada en las comedias de Plauto, que
constituyen el indicio testimonial más antiguo con que contamos para explorar
el pretendido proceso de helenización de Roma y estudiar la historia de las
actitudes romanas hacia la cultura griega. Plauto representa el testimonio de
un individuo que no formaba parte de la élite dirigente y cuya obra iba
dirigida en principio a capas más amplias de la población. Pone así de
manifiesto algunos aspectos interesantes de la helenización romana, como el
conocimiento por parte de su auditorio de las historias más comunes de la
mitología griega o de algunos de los nombres más ilustres de su historia, la
comprensión de muchas palabras griegas que formaban parte del lexico de la moda
femenina, de los negocios o del comercio o la preferencia por la Grecia
oriental en lugar del mucho más cercano universo que representaban la Magna
Grecia y Sicilia. Sin embargo, la audiencia romana debió de experimentar una
serie de extrañas sensaciones a la hora de contemplar un mundo muy diferente
que no se ajustaba para nada a los cánones habituales de la sociedad romana, ya
que los asuntos y temas plautinos estaban extraídos directamente de la comedia
nueva ateniense, representada por autores como Menandro. Sucedía así que el
público tenía la oportunidad de apreciar cómo los jóvenes y los esclavos
alcanzaban sus objetivos con mucha mayor facilidad de lo que ocurría en su
mundo real más inmediato de Roma. Algunos de sus prototipos más célebres, como
el del miles gloriosas (soldado fanfarrón), no se ajustaban tampoco a la figura
más familiar del soldado romano y sí, en cambio, a la de los mercenarios
profesionales de los ejércitos helenísticos. Sin embargo, esta sensación de
extrañeza se traslada a menudo al terreno mejor conocido de los prejuicios
populares de carácter antigriego, reflejando quizá de esta manera la extensión
de esta clase de sentimientos entre su auditorio. Hasta las propias palabras
relacionadas por su raíz con el término «griego» como los verbos congraecare o pergraecari, que significaban literalmente «comportarse a la manera
griega», aparecían como sinónimos de todo tipo de excesos y de libertinaje.
Plauto se mofa también de los filósofos griegos y presenta un sombrío panorama
de los rituales báquicos y sus consecuencias. Es posible, como ha señalado
Erich Gruen, que Plauto tratara de satirizar dichos prejuicios más que
secundarlos, ya que pone tales críticas en boca de esclavos griegos, sin
embargo, sea como fuere y se interpreten de una manera o de otra, lo que parece
segura es su existencia, a lo que parece firmemente asentada, dentro de la
mentalidad romana. Esta ambigüedad y ambivalencia se dan incluso en la persona
que mejor representa la reacción romana contra las modas y la influencia
griegas, como es la figura ya menciona de Catón. Los ejemplos de su cruzada
antihelénica son numerosos. Criticó severamente a Escipión por vestir a la
griega, visitar el gimnasio y leer libros, atacó la práctica de colocar
estatuas de los dioses en el interior de la casa y costumbres tan licenciosas
como el hecho de gastar dinero en la jarra de pescado en salmuera y en un
esclavo guapo. Se mostró abiertamente contrario a los docti griegos, a quienes consideraba una raza disoluta y
desobediente, y manifestó su desprecio por la filosofía como un simple
galimatías,llegando incluso a tildar de revolucionario peligroso al mismisimo
Sócrates. Sus actitudes hostiles se tradujeron en hechos como la expulsión de
los filósofos de la ciudad de Roma en el 173 y en el 161 a.C. o en promover la
pronta resolución de los asuntos que mantenían en el 155 a una embajada griega
en Roma para que regresaran así cuanto antes a Grecia y dejaran que los jóvenes
romanos recuperasen sus obligaciones y ocupaciones habituales, abandonadas al
parecer por escuchar sus lecciones. Sin embargo, aliado de estas aparentemente
incuestionables manifestaciones de hostilidad hacia lo griego, conocemos
igualmente otra faceta de la conducta de Catón que invita a un serio
replanteamiento de su actitud general a este respecto. Así, había estudiado
literatura griega con el poeta épico Ennio, a quien trajo hasta Roma desde
Cerdeña, donde servía como centurión. Fue además el creador virtual de la prosa
latina en discursos cuidadosamente elaborados que revelan a todas luces su
familiaridad con las obras de Tucídides y Demóstenes. Sus escritos más
destacados, como el tratado de agricultura y su historia de Roma, están
concebidos a la manera griega, como ponen de manifiesto sus referencias a las
correspondientes historias de fundación. Como censor emprendió también obras de
construcción como las de la basílica, donde se trataban los negocios a la
griega, que acabarían transformando el burgo atrasado y poco espectacular que hasta
entonces era Roma, a pesar de su creciente poder, en la espléndida ciudad de
los inicios del período imperial.
Estos
ejemplos tan significativos ilustran a la perfección el hecho de que no podemos
reducir la actitud romana hacia la cultura griega a categorías y etiquetas
simplistas y cerradas, que bien indican la admiración y la adopción de sus
productos, o bien retratan su más firme rechazo y oposición. La atracción de la
cultura griega —y entendemos aquí el término «cultura» en su sentido más
amplio, que engloba actividades intelectuales y religiosas como formas de vida
y comportamientos— sobre la aristocracia romana se remonta seguramente muy
atrás en el tiempo, a pesar de que no tenemos la posibilidad de rastrearla tan
bien como sucede durante el período de conquista del mundo griego. A finales
del siglo IV a.C. algunos nobles romanos adoptaron ya cognomina griegos a sus nombres de familia, lo que constituye a
primera vista un signo evidente de «helenización». Algunas figuras
intelectuales de la Italia griega como Pitágoras ejercieron una profunda
fascinación sobre los romanos, que tejieron historias que asociaban
estrechamente a uno de sus reyes, Numa Pompilio, con el filósofo griego. Hubo
también desde época temprana una gran receptividad hacia los cultos helénicos,
como revelan algunos hechos como la temprana adquisición de los libros
Sibilinos, una colección de pronunciamientos oraculares en hexámetros griegos,
durante el reinado de Tarquinio el Soberbio, o la instalación de un culto de
Apolo en Roma en la segunda mitad del siglo V a.C. La llegada de otras deidades
helénicas como Asclepio o Afrodita bajo sus correspondientes advocaciones
latinas de Esculapio y Venus a lo largo del siglo II a.C. confirma esta
tendencia.
Los nobles y
políticos romanos que conocían la lengua griega eran también numerosos. Desde
el primer caso conocido, el del embajador romano en Tarento, que fue objeto de
las burlas desconsideradas por parte de su auditorio griego a causa de sus
errores, hasta el de Publio Licinio Craso, de quien se dice que era capaz de
utilizar hasta cinco dialectos griegos diferentes cuando impartía justicia en
Asia. La educación en las letras griegas constituía algo casi habitual entre las
clases acomodadas, como revelan algunos indicios como el epitafio de un niño de
seis años que iba a la escuela a aprender griego o la presencia de epigramas en
las tumbas le los Escipiones. La estancia ocasional en Roma de destacados
intelectuales griegos concitó siempre una expectación inusitada. Así el célebre
gramático y filólogo Crates de Malos, que había acudido a la ciudad como
embajador del rey de Pérgamo, donde dirigía la célebre biblioteca de la ciudad,
rival por un tiempo de la de Alejandría, tras romperse una pierna durante su
estancia en Roma aprovechó el período de forzada convalecencia para ofrecer
muestras de sus habilidades a una numerosa audiencia, que, dada la labor
filológica y gramatical del personaje, debía poseer una cierta familiaridad con
el griego, aunque sólo fuera en grado superficial. Esa misma familiaridad que
dejan suponer las obras de Plauto con sus numerosas frases en griego o sus
palabras griegas latinizadas. Otro ejemplo ilustre es el del filósofo académico
Carneades, que también vino a Roma con una misión diplomática y aprovechó el tiempo
de dilación en la respuesta romana a su petición para dar conferencias que
atraían al parecer por igual a los jóvenes y a sus progenitores. La premura de
Catón en facilitar su regreso habla a las claras del profundo impacto que sus
enseñanzas estaban provocando entre sus fascinados oyentes. Su brillantez
argumentativa, que le permitía demostrar un día que la base del estado era la
justicia y al siguiente que una cosa no tenía nada ver con la otra,
representaba, efectivamente, un serio desafío a la educación tradicional romana
basada en seguir de forma dócil el ejemplo de los mayores, como el hecho de
asociarse a un noble de prestigio en el terreno militar y judicial como forma
de adquirir la experiencia necesaria para su carrera.
La asociación
de intelectuales griegos con la aristocra romana constituye un fenómeno bien
conocido. Desde la relación, inicialmente forzada, de Polibio con los
Escipines, a la que se sumó más tarde el filósofo estoico Panecio de Rodas,
hasta la de otro prestigioso representante del estoicismo como Posidonio con
personajes de la talla de Cicerón o de Pompeyo. Muchos grandes hombres de
finales de la República tenían un filósofo griego en casa que hacía las labores
de lector de las obras literarias griegas. Eran igualmente frecuentes los
viajes de turismo cultural a la Grecia continental que pasaban casi de forma
indefectible por los lugares catalogados como verdaderas cimas de la sabiduría
helénica, como Atenas y Rodas, por donde se pasearon en su momento individuos
como Cicerón, Horacio o Julio César. Los griegos que fueron atraídos a Roma,
con la expectativa de hacer allí fortuna ejerciendo su carrera, fueron también
muy numerosos, y entre ellos había doctores, filósofos, rétores, arquitectos y
hasta un sinfín de especialistas técnicos. La cifra de más de cien griegos que
estuvieron empleados en la corte imperial romana durante los reinados de
Augusto y Tiberio constituye un dato suficientemente elocuente que pone de
relieve la elevada valoración que lo griego tuvo siempre dentro de la sociedad
romana, especialmente en sus más altas esferas. El reconocimiento, a menudo
implícito, del alto valor de la sabiduría griega se refleja incluso en las
materias más exclusivamente romanas, como las armas y el derecho. A pesar de su
reconocida superioridad militar, que les había conducido casi sin demasiados
problemas a la consecución de la hegemonía en Oriente, los romanos adoptaron,
sin embargo, la tecnología militar griega, como podemos apreciar a través de
las paginas de Vitrubio, que basaba su discusión sobre estos temas en fuentes
de procedencia griega. Incluso los libros sobre leyes, otro de los productos
más específicamente romanos, debían ser estructurados a la manera griega, según
el parecer de Cicerón, un encendido defensor en otras ocasiones de la
originalidad y hasta de la supremacía romana, aconsejando organizar un cuerpo
de conocimientos con definiciones previas y proceder luego a una serie de
divisiones y subdivisiones, tal y como se enseñaba en la retórica griega.
La presencia
de lo griego en Roma constituía así algo completamente habitual. La vida del
ocio en las grandes uillae campestres
se desarrollaba frecuentemente siguiendo las costumbres griegas, bien por la
presencia física de libros y obras de arte, o sus aspectos más festivos como la
gastronomía y la asistencia de músicos y bailarinas a los banquetes. El vino
era también un producto muy apreciado en este tipo de contextos. Esta adopción
de las modas griegas afectaba también al propio lenguaje. Se dice que la lengua
del amor era esencialmente griega y que era con términos y frases griegas como
las elegantes damas romanas flirteaban en los cenáculos y fiestas de la
aristocracia. Existía la creencia en la superioridad de las habilidades
eróticas de los griegos, aunque en muchos medios se consideraban de carácter
desvergonzado, una circunstancia que pudo haber contribuido también de forma
significativa a la combinación de fascinación y desprecio que los romanos
mostraban en muchos momentos hacia la cultura griega. Algunas anécdotas
ilustran el alcance de la penetración del griego en la conciencia de algunos
romanos, que habrían llevado la cuestión hasta momentos tan decisivos como su
propia muerte. Éste fue el caso de Catón el Joven, enemigo de César, que se
preparo para el suicidio leyendo pasajes del Fedón de Platón, del propio César,
que habría pronunciado las célebres palabras finales «tú también hijo» en
griego, o incluso de su asesino Bruto, que se dio muerte recitando en momento
tan decisivo versos de algunas tragedias griegas. El estudioso americano Ramsey
MacMullen ha llegado a afirmar que si se nos concediera la oportunidad de
entrar en alguna casa noble romana de la época hallaríamos en ella poco que
pudiera ser catalogado como específica y propiamente romano.
Esta omnipresencia
de lo griego contrasta, sin duda, con la escasa incidencia dejada por otras
culturas que fueron también dominadas por Roma, como la mismísima Cartago, que
pasó a ocupar un lugar privilegiado en ese repertorio de «civilizaciones
desaparecidas» tan del gusto de muchos aficionados a la Antigüedad y sus
«misterios», afición fomentada por tantas colecciones editoriales y vídeos
documentales del ramo. Puede afirmarse incluso que la influencia de otras
culturas, como la irania, la egipcia o la judaica y cristiana, se filtró en
Roma también a través del griego. Incluso algo tan esencial para los propios
romanos como su propia historia fue abordada desde los parámetros griegos y a
veces incluso escrita también en griego, como fue el caso del primer historiador
romano, Fabio Pictor, que recreó el pasado de su pueblo tratando además de
justificar la política romana ante los griegos. La leyenda de los orígenes
romanos fue inventada y concebida por los griegos como una forma de «acoger» e
integrar dentro de su percepción del mundo a este nuevo poder emergente. Sin
embargo, los propios romanos aceptaron la leyenda, especialmente la versión de
ella que confería el protagonismo principal al héroe troyano Eneas seguramente
a finales del silgo IV a.C. Esta apropiación le permitía a Roma aparecer
estrechamente asociada con la trama rica y compleja de la tradición helénica,
entrando así a través de ella dentro de este mundo cultural más amplio de
reconocido prestigio que representaba el helenismo, al tiempo que a través de
dicha elección anunciaba también el carácter netamente distintivo de Roma desde
sus inicios dentro de esa trama general griega, como muy bien ha señalado
Gruen.
Sin embargo
no cabe hablar de una completa helenización de Roma a pesar de estos, por otra
parte incuestionables indicios. La incidencia de la cultura griega en Roma no
tuvo una respuesta homogénea y unívoca. Habría de hecho que hablar mejor de
influencias griegas en lugar de un singular inexistente, ya que por un lado no
existía nada comparable a un legado griego uniforme que pudiera ser asimilado
en bloque y por otro los romanos eran capaces de discriminar y seleccionar
aquellos aspectos que congeniaban mejor con su propia idiosincrasia o que se
adaptaban más fácilmente a sus circunstancias particulares. Pero si el legado
griego era complejo, también Roma se estaba haciendo progresivamente más
compleja desde un punto de vista político y sociológico con el paso del tiempo.
Había efectivamente un cierto carácter selectivo en la admiración y desaprobación
de las costumbres e ideas griegas que se extendía a menudo a las distintas
épocas que constituían el pasado griego, estableciendo diferencias entre la
Grecia del glorioso pasado (la uetus
Graecia), cuyas gestas militares eran reconocidas, y la de sus contemporáneos,
que vivían un período mucho menos prestigioso y espectacular. Pero incluso
dentro de estas diferencias más globales todavía cabían otras matizaciones
posteriores. Así la democracia ateniense parecía perniciosa por el trato
otorgado a sus principales protagonistas, que terminaron sus días en el exilio
o en el patíbulo, y se profesaba, en cambio una sentida admiración por una
institución de corte aristocrático como el Areópago. La antigua Esparta
aparecía a los ojos romanos muy similar a la Roma de los primeros tiempos por
la obediencia de los ciudadanos a las leyes. El estoicismo atrajo a los romanos
por su moralidad austera, pero veían extremadamente difícil de realizar su
ideal de sabio y eran numerosos los aspectos de su teoría que no les interesaban
en absoluto. También fueron selectivos en su adopción del epicureismo, ya que
no les resultaba grata su elevación del placer como máximo objetivo en la vida
y su rechazo de la actividad pública resultaba poco compatible con los ideales
vitales de la aristocracia romana.
A veces la
imitación o adopción de lo griego se quedaba en simple moda pasajera propia de
la juventud, como afirma Polibio que sucedía con muchos jóvenes romanos que
absorbían sólo los aspectos más superficiales del modo de vida heleno, como las
fiestas con música, el amor homosexual y el rechazo de los deberes militares.
Otros se excedían de tal modo en la imitación que rozaban el más absoluto de
los ridículos a los ojos de sus contemporáneos, siendo objeto de crueles burlas
por su parte, como fue el caso de individuos como Aulo Postumio Albino, quien
tras haber compuesto una historia en griego pedía disculpas en el prefacio por
los errores cometidos en el uso de esta lengua y solicitaba la indulgencia de
sus lectores, o como Tito Albucio, que fue objeto de reprobación, más abierta
en el poeta satírico Lucilio y con mayor dosis de ironía en Cicerón, por su
ostentación de sabiduría y costumbres griegas. Sin embargo, a veces los
estereotipos se rompían por completo cuando se llegaba al punto de saber
coordinar a la perfección la admiración y la práctica de las costumbres griegas
con los patrones tradicionales de conducta romanos, como sucedió por ejemplo en
el caso de Emilio Paulo, que en el curso de su campaña en suelo griego adquirió
la biblioteca real macedonia, visitó los lugares más representativos de Grecia
y contempló embelesado la estatua del Zeus de Olimpia, pero era a la vez
disciplinado en la guerra y consciente de sus deberes tradicionales como noble
romano. Otro ejemplo ilustre de esta dualidad perfectamente coordinada es el de
Ático, el amigo de Cicerón destinatario de buena parte de su correspondencia,
que ilustra la existencia de aristócratas romanos capaces de comprender la
mayor parte de los aspectos de la cultura griega sin que esta afición les
hiciera rebajar un ápice su devoción patriótica por todo lo que se consideraba
más exclusivamente romano.
Cicerón
también fue capaz de fusionar las tradiciones griega y romana, pues no sólo
supo dotar a la prosa latina de flexibilidad y elegancia propias de la prosa
griega sino que amplió además el vocabulario que precisaba para poder discutir
de filosofía con términos clave como el de essentia.
Las cartas privadas de Cicerón se encuentran así repletas de palabras griegas.
Su educación se llevó a cabo con maestros griegos en retórica y filosofía. Sin
embargo nunca se resignó a admitir la dependencia o inferioridad de la cultura
romana respecto de la griega en ningún ámbito. Ante lo que parecía un complejo
de inferioridad romana en un campo determinado, Cicerón reaccionaba
reconociendo la desventaja de su patria respecto a los griegos con el poderoso
argumento de haber llegado más tarde a un campo donde los griegos habían
iniciado su andadura mucho tiempo antes. En cambio, redondeaba su razonamiento,
cuando habían tomado ya la decisión inapelable de tomar cartas en el asunto,
demostraron con creces que eran capaces de alcanzar un nivel de paridad con los
logros griegos y, en algún caso incluso, habían puesto de manifiesto su indiscutible
superioridad, no teniendo que envidiar en modo alguno las producciones
originales griegas. Así el retórico Quintiliano se sentía capaz de trazar a
finales del siglo I d.C. un balance de igualdad entre Grecia y Roma, aunque no
se atrevía a proclamar descaradamente la superioridad romana.
La admiración
selectiva y discriminada por lo griego afectó también a la conducta de algunos
emperadores. El propio Augusto, que fue iniciado en los misterios de Eleusis,
disfrutaba con la comedia griega y otros tipos de literatura, promocionó un
arte oficial de clara matriz helénica, tal como se muestra en el Ara Pacis, y
mantuvo a los filósofos griegos en la corte; Claudio entrego el poder en manos
de los libertos griegos; Nerón, por su parte, sentía devoción por la tragedia y
viajó a los festivales griegos, imitando y parodiando el triunfo romano;
Domiciano trató de introducir competiciones al estilo griego en poesía y
oratoria en los festivales romanos; el celebérrimo Adriano se mostraba
fascinado por los aspectos más intelectuales y religiosos del helenismo,
llegando a fundar incluso el denominado Panhelenion, una especie de federación
religiosa que tenía su centro en Atenas en la que sólo podían ser acogidas
aquellas ciudades capace de probar sus bien fundados orígenes helénicos;
finalmente Marco Aurelio, el emperador filósofo, escribió un tratado en griego
y se sintió profundamente atraído por el pasado ateniense y por sus escuelas
filosóficas. En suma, una serie de actitudes divergentes hacia lo griego que
vienen a ejemplificar sus diferentes posicionamientos dentro del debate romano
acerca de la propia naturaleza de la cultura superior, tal y como ha señalado
Greg Woolf. No puede, por tanto, hablarse de un sentimiento filohelénico
generalizado y uniforme que compartían por igual cada uno de ellos, de la misma
forma que no lo compartieron tampoco sus antecesores aristocráticos en tiempos
de la República. La cultura griega no constituía un kit único e irreemplazable
de servicios que se adquiría en bloque con todas sus virtudes y defectos,
quedando a la discreción y buen juicio del comprador proceder a la oportuna
selección de sus mejores prestaciones. Desde un principio había sido más bien
un marco referencial extraordinariamente rico y variado que permitía confrontar
las propias posibilidades de cada uno en terrenos bien diferentes sin que ello
implicase por necesidad el abandono de los presupuestos fundamentales que
regulaban la idiosincrasia romana. Más bien al contrario, significaba a menudo,
a través de la confrontación de esquemas y estereotipos, una mejor definición
de aquélla al salir considerablemente reforzada de la operación.
Los
prejuicios y las tensiones competitivas sobrevivieron así largo tiempo y
aparecen por todas partes. Unas veces de forma un tanto desinhibida, como el
manifiesto desapego mostrado por Mario, que además de jactarse de no poseer una
educación griega proclamaba a los cuatro vientos el profundo desprecio que
profesaba hacia ella. En otras ocasiones hacía acto de presencia de manera más
velada pero no menos evidente, como el que queda reflejado en el célebre lema virgiliano
del timeo Danaos et dona ferentes
(«temo a los dánaos aunque traigan regalos»). La existencia generazada de prejuicios
hacia los griegos se detecta también en el tratamiento de los personajes que
hace Cornelio Nepote en sus biografías, que iban dirigidas a un público no muy
leído. En ellas destaca precisamente la relativa imparcialidad con la que son
enfocados, bajo la idea de que las culturas deben ser juzgadas por sus propias
normas y patrones, en lo que parece una invitación evidente a su auditorio para
que deseche los prejuicios previos e infundados que condicionaban su actitud.
Incluso Luciano, en una época ya posterior, todavía reconoce la existencia de
los reproches romanos acerca de la leuitas
griega con la que se hacía referencia a su comportamiento moral disoluto.
Adalides griegos de Roma
Dentro de
esta tensión dinámica que estructuró la compleja relación entre las dos
culturas no faltaron tampoco en el lado griego algunos convencidos defensores
de Roma. La lista de intelectuales que estuvieron de una u otra manera al
servicio de Roma se inició ya durante la República, con figuras tan destacadas
como Polibio o Posidonio, continuó después bajo el gobierno de Augusto con
Diodoro, Estrabón y Dionisio de Halicarnaso y prosiguió finalmente a lo largo
de todo el período imperial con Elio Arístides, Apiano, Arriano, Dión Casio,
Herodiano y Amiano Marcelino. La mayoría de ellos escribieron en griego
dirigiéndose a un auditorio mixto integrado por igual por las capas más
ilustradas de la sociedad romana, que poseían un manejo fluido de la lengua
griega, y por el público griego, que era el destinatario habitual de esta clase
de obras. Algunos eran ya funcionarios romanos en pleno desempeño de sus
cargos, como Apiano, procurador en los tribunales de Roma, Arriano, degado
imperial en Capadocia en Asia Menor, o Dión Casio, cónsul en Roma y gobernador
de África. Otros, especialmente en la época más tardía del imperio, escribieron
ya correctamente en latín, como el poeta Claudiano o el historiador Amiano
Marcelino, que a pesar de sus orígenes y su cultura griega entran ya por su
obra dentro de la literatura latina.
Polibio fue
seguramente el primero que hizo de Roma su tema histórico principal, tratando
de explicar a su auditorio helénico las razones que habían conducido a la
pequeña ciudad del Lacio desde sus humildes orígenes hasta la cumbre del poder
y a la hegemonía sobre todo el mundo conocido. Sus propias circunstancias
personales habían contribuido de manera decisiva a fomentar su admiración por
Roma. Había formado parte de los rehenes de la Confederación Aquea y, a
diferencia del resto de sus paisanos, tuvo la fortuna de contar con el apoyo de
los Escipiones, que lo acogieron como tutor en su familia y pudo acompañar a
uno de los más destacados miembros del clan en sus expediciones militares por
la península ibérica y por África. Fue así testigo privilegiado de la eficacia
militar romana frente a enemigos valerosos que poco pudieron hacer para frenar
el imparable avance de las legiones salvo oponer una resistencia tan heroica y
tenaz como inútil y desesperada. Hizo así una de las descripciones más célebres
de la maquinaria bélica romana y de sus principales efectivos que se ha convertido
desde entonces en uno de los textos clásicos a este respecto.
Atribuyó la
clave de los éxitos de Roma a su constitución, que, en su opinión, estaba
compuesta por una sabia mezcla de los tres elementos políticos fundamentales:
la monarquia, la aristocracia y el pueblo, representados en sus organos
correspondientes como los cónsules, el Senado y los comicios. Creó de esta
forma el mito de la constitución mixta, un invento sofisticado extraído de la
especulación política griega que nada tenía que ver con la realidad
institucional romana, cuyo complejo mecanismo de funcionamiento Polibio nunca
llegó a comprender del todo, demostrando de este modo la proverbial incapacidad
griega para entender a fondo las culturas ajenas. Estaba favorablemente
impresiodo por la disciplina romana en la guerra, que ya había suscitado antes
la admiración de Pirro, por su tenacidad, por su extraordinaria capacidad en la
movilización de recursos humanos, por la inspiración que la aristocracia
hallaba en los antepasados y por cómo la piedad que demostraban hacia sus
dioses les aseguraba la obediencia de los pobres y la integridad de los
magistrados. Explicó a los griegos las razones por las que los romanos
consiguieron el éxito y a los romanos el significado y las condiciones de su propio
triunfo. Como griego que era no contempló con indiferencia las acciones romanas
en suelo griego, que acabaron conduciendo a la perdición final de su patria.
Consideró pertinente incluso mostrar a los dirigentes romanos, que podían estar
entre los principales destinatarios de su historia, algunas de las opiniones
negativas que florecían por aquel entonces entre sus compatriotas griegos. Sin
embargo nunca cuestionó los principios básicos del expansionismo romano,
limitándose tan sólo a probar a sus dirigentes que el camino de la represión y
el terror hacia el que se habían abocado podía traer a la larga nefastas
consecuencias para su propia supervivencia como estado.
Este intento
de Polibio de persuadir a los líderes romanos a comportarse de una forma que no
supusiera la necesaria alienación de la mayoría de sus súbditos, poniendo así
en peligro la posición de las clases dirigentes locales que habían identificado
la salvaguarda de sus intereses con la supremacía de Roma, fue la tendencia
seguida después también por otros intelectuales griegos que como él aceptaban
la dominación romana y colaboraron con ella. Éste fue el caso de los filósofos
estoicos Panecio y Posidonio, especialmente de este último, algunos de cuyos
fragmentos han llegado hasta nosotros. El medio siglo que había transcurrido
desde la época de Polibio había afianzado todavía más la dominación romana y la
consiguiente identificación de los intereses de las clases dirigentes griegas
con ella. El interés de Posidonio era recordar a los gobernantes romanos sus
errores y torpezas en el ejercicio de su hegemonía, más con la sana intención
de cuestionar los procedimientos utilizados en el proceso de conquista que de
ponerla en cuestión como tal. En su opinión, Roma debía ocupar su lugar
correspondiente como ilustre miembro de la comunidad civilizada que constituía
el universo cultural helénico. Esta idea de asimilación pone de nuevo en
evidencia la ignorancia de los verdaderos fundamentos de la realidad social e
institucional romana, como ya le había sucedido antes a Polibio. Los métodos
descriptivos, basados en una perspectiva de distanciamiento, que uno y otro
aplicaron a las sociedades indígenas del Occidente mediterráneo no fueron
aplicados a los romanos, a quienes juzgaban en cambio ateniéndose a los
patrones e intereses griegos, a pesar de que no les eran menos ajenos que
aquéllas. El desinterés fundamental de estos autores por la cultura romana se
pone especialmente de manifiesto cuando comprobamos la ausencia en sus obras de
cualquier mención de la emergente literatura latina de la que eran estrictos
contemporáneos. Quedaron así fuera de su consideración cuestiones fundamentales
del modo de vida romano y algunas de las claves que habían fundamentado su
éxito como potencia militar, como su posición dentro de la península itálica y
la colaboración e implicación de sus élites dirigentes en sus empresas
exteriores.
La
helenización de Roma, entendido aquí este término como el intento por integrar
la realidad romana dentro de los parámetros culturales helénicos, continuó con
Dionisio de Halicarnaso, ya en plena época de Augusto. Dionisio fue un
encendido panegirista de todo lo romano al mismo tiempo que intentaba demostrar
su origen verdaderamente griego, llegando hasta el extremo de postular también para
el latín un origen como dialecto griego. Contestaba así a las afirmaciones
vertidas al parecer por otros intelectuales griegos menos propensos a aceptar
el predominio romano, que propugnaban un origen mucho menos ilustre para la
ciudad del Tíber, fundada en su opinión por gentes bárbaras de extracción
esclava, y que defendían la tesis de que sólo la fortuna había conducido a Roma
a ostentar la posición que ocupaba. El entusiasmo de Dionisio por Roma alcanzó
todavía cotas mayores cuando sostenía que no sólo Roma tenía orígenes griegos
sino que, a diferencia de las ciudades griegas que habían olvidado con el paso
del tiempo su herencia, los dirigentes romanos, en cambio, se habían revelado
como los auténticos depositarios del helenismo. Roma había venido a ocupar de
este modo el lugar definitivo dentro del esquema griego tradicional de la
sucesión de los imperios. Ponía al servicio de la vieja idea, ya expresada en
los Orígenes de Catón de que los
primeros habitantes de Italia (los famosos aborígenes) eran griegos, todo el
aparato conceptual y erudito que los intelectuales griegos aplicaban en
terrenos como la crítica literaria o el estudio de las antigüedades, dos campos
en los que precisamente Dionisio era también un reputado especialista. De esta
forma el mensaje fundamental de su obra, dirigida también a una audiencia mixta
compuesta de griegos y romanos, no sólo era que los romanos en su origen eran
griegos, sino que los propios griegos se convertían también de este modo en
romanos a través de ese lejano parentesco y, por tanto, su imperio era en buena
medida también el suyo. Dionisio, como sus antecesores en este terreno, se
revelaba también como una parte interesada en la construcción de una
representación nueva de las relaciones entre griegos y romanos de la que ambas
partes podían obtener sus respectivos dividendos.
La valoración
por parte griega de la acción civilizadora de Roma queda igualmente patente en
la Geografía de Estrabón, compuesta
también durante la época de Augusto. El espació geográfico que recorre a lo
largo de su descripción del orbe es ahora ya exclusivamente romano y aparece
constantemente avalado por los beneficios patentes de la conquista romana, como
el establecimiento de vías de comunicación entre los diferentes pueblos del
imperio y la puesta en funcionamiento de los necesarios mecanismos de
protección contra la barbarie de los confines que han quedado fuera de este
ámbito privilegiado. El largo período de paz, estabilidad y prosperidad que
significó la llegada de Augusto al poder, tras el desastroso y prolongado
interludio representado por las guerras civiles romanas, que habían dejado sus
marcas imborrables en suelo griego como el saqueo de Rodas en el año 42 a.C.,
constituía un motivo más que justificado de admiración para muchos griegos.
Después de mucho tiempo las condiciones reinantes permitían mirar con cierto
optimismo un futuro constantemente empañado hasta entonces por las revoluciones
internas, por los conflictos de amplio calado como las guerras mitridáticas o
por los efectos más que colaterales de las mencionadas contiendas civiles. Una
situación que debió de ser especialmente apreciada por los intelectuales en
busca de patronazgo que andaban hasta entonces algo perdidos a causa de la
incertidumbre de las circunstancias imperantes por todas partes. Seguramente
una buena parte de ese agradecimiento y de la admiración por los logros
conseguidos ha quedado reflejada en algunas de las manifestaciones más
destacadas de la literatura griega de época imperial, como las célebres biografías
de Plutarco, en las que aparecen griegos y romanos puestos en paralelo como
modelos de conducta moral, o los discursos del rétor Elio Arístides, capaz de
entonar un elogio de Roma en el que se detallan y exaltan una a una todas sus
celebradas virtudes.
Nuevamente,
sin embargo, tampoco es oro todo lo que reluce. Las reticencias y los
resentimientos dejados en el camino por una ocupación que se había convertido
con el paso el tiempo en la situación definitiva e inamovible no desaparecieron
del todo, a pesar de la lenta pero firme transformación de los sentimientos y
las lealtades que empieza a detectarse ya en muchos de los intelectuales
griegos de tiempos de la República. La protesta airada y abierta contra la
dominación romana y sus abusos era ya del todo inviable, No existía en el
horizonte ninguna alternativa tras la definitiva derrota de Mitrídates VI a
manos de Pompeyo. La colaboración de los intelectuales de talla con el poder
romano se hizo cada vez más frecuente y algunos sobrepasaron incluso el nivel
de simples clientes para alcanzar una posición más elevada, como fue el caso
del historiador Teófanes de Mitilene, que se convirtió en consejero y amigo del
mencionado Pompeyo. Las alabanzas del imperio constituyen un lugar común dentro
de la literatura griega de la época. La comparación de Roma con los imperios
precedentes, incluido el del mismísimo Alejandro, que el historiador Apiano
lleva a cabo en el prefacio de su historia, resulta clara y contundentemente
favorable a los intereses romanos, afirmando que ha superado a sus antecesores
en todo tipo de méritos. Sin embargo, de las páginas de esta literatura emerge
también, a veces, un irremediable sentimiento de nostalgia por la grandeza del
pasado griego que no parece terminar de resignarse del todo a poner sus señas
de identidad en manos ajenas. Ésa es la visión que se desprende de la
descripción de Pausanias en su curiosa y sorprendente Guía de Grecia, donde evoca vigorosamente una Hélade imaginaria
recorrida todavía por los antiguos dioses y héroes aunque sumida ahora en la
decadencia y el abandono. La preocupación constante por el ilustre pasado
griego constituye sin duda uno de los elementos definitorios de la
intelectualidad griega de finales del siglo II d.C. que se ha denominado segunda
sofística. Sus autores buscaban en él la guía más adecuada para digerir y
soportar las insatisfacciones provocadas por un presente mucho menos
estimulante y prometedor a pesar de las evidentes ventajas materiales que
reportaba la nueva situación política.
De cualquier
forma, estos sentimientos de nostalgia se revelaban a veces en un terreno mucho
más peligroso, como era la celebración del valor heroico de los enemigos de
Roma, simples bárbaros que habían sabido, sin embargo, resistir con entereza y
tenacidad el imparable empuje de sus legiones. Es cierto que la magnificación
del enemigo juega casi siempre a favor del adversario vencedor, que resulta de
esta forma mucho más valorado, pero en algunos pasajes de la obra de Apiano
aparecen, por ejemplo, leves pero innegables indicios de un tipo de intención
muy diferente. Podrían apuntar en esta dirección el escueto pero significativo
comentario que le merecen los aguerridos combatientes de Numancia, temibles
incluso en el momento de su rendición final ante Roma, la imagen favorable del
incansable Viriato, sometido únicamente mediante el soborno de sus
colaboradores inmediatos, o la significativa alusión a la acción suicida de los
bandidos sedetanos que prefirieron hundir las barcas que les trasladaban a
Italia antes que vivir bajo la esclavitud. Es ciertamente curioso que sea
precisamente también Apiano el autor que nos permite recuperar, aunque de forma
indirecta y sesgada, algunos de los comentarios desfavorables a Roma
procedentes de los historiadores helenísticos partidarios de las monarquías
rivales. La literatura y la propaganda de carácter antirromano han dejado
lógicamente muy escasas muestras en nuestra tradición. Sin embargo todavía
colean desperdigados por ella algunos ecos de la misma, como la polémica existente
acerca de las posibilidades que habría tenido Roma de haberse enfrentado a
Alejandro, que Tito Livio se ve obligado a refutar de manera contundente, o las
historias que debe combatir Dionisio de Halicarnaso acerca de los orígenes
espurios de Roma. A veces incluso nos llegan algo más que los ecos, a través de
la enérgica respuesta de sus apasionados apologistas. Las críticas a la
dominación romana que aparecen en el historiador de origen galo Trogo Pompeyo, que conocemos a
través del resumen hecho por Justino en el siglo III d.C, o piezas tan
emblemáticas como la famosa carta de Mitrídates que aparecía recogida en las Historias de Salustio pertenecen en su
origen a este tipo de materiales, al igual que algunos residuos marginales
salidos de la literatura oracular como el oráculo de Histaspes o el libro
tercero de los oráculos sibilinos.
No puede
hablarse ciertamente de una oposición frontal a la dominación romana en ninguno
de los autores griegos que escribieron durante el período imperial, y en la mayoría
de los casos ni siquiera podemos encontrarla enmascarada en la metáfora y demás
artificios literarios. Prácticamente todos reconocían los méritos de Roma y
eran además receptores directos de los beneficios del imperio. Seguramente no
cabe hablar de hipocresía interesada o de simple adulación. Los elogios de la
grandeza romana son probablemente sinceros y reflejan en unos casos el
agradecimiento por la notable mejora que habían experimentado por doquier las
precarias condiciones de vida de tiempos anteriores y en otros constituyen la
simple expresión de quienes se sienten plenamente identificados con tales
logros por considerarse ya como un romano más. No pueden separarse con
facilidad y nitidez las carreras públicas, que eran ya casi únicamente romanas,
de los sentimientos privados que podían (o no) quedar todavía relegados dentro
del universo mental y afectivo griego. La distinción entre griego y romano en
la realidad del imperio era mucho más fluida y dinámica de lo que dejan
imaginar tales etiquetas. Arriano era en términos literarios un griego, pero su
nombre, Lucianus Flavius Arrianus, y su posición como cónsul sufecto y como
gobernador de Capadocia apuntan claramente hacia su identidad romana. De la
misma forma cabe recordar también el significativo ejemplo de Eliano, autor de
algunas eruditas y heterogéneas obras en griego como las Historias misceláneas o Sobre
la naturaleza de los animales, que se jactaba al parecer de no haber
abandonado nunca Italia en el curso de su vida. En sentido opuesto es preciso
mencionar el caso del emperador Marco Aurelio, que llevaba la típica barba
griega y escribió sus célebres Meditaciones
en griego. Como nos ha recordado recientemente Whitmarsh, en un mundo anterior
al surgimiento de las «nacionalidades» y de los pasaportes, el entrecruzamiento
cultural resultaba mucho más sencillo y coherente, y uno podía ser al tiempo un
judío de Alejandría que se sentía por igual griego y romano. Incluso puede
decirse que la mitificación de la Grecia libre del pasado sólo fue posible tras
la conquista romana, ya que la noción de que todo el territorio griego podía
comportar una unidad política superior a la de los estados individuales que lo
componían se produjo en aquellos momentos. Al fin y al cabo sólo tras la
creación de la provincia de Acaya bajo Augusto los estados griegos estuvieron
gobernados por primera vez por una administración única y centralizada y fue
durante el reinado de Adriano, con la creación del Panhelenion, cuando resultó
necesario definir con precisión los criterios de helenidad que daban acceso a
los beneficios que deparaba la pertenencia a dicha institución. De esta forma
el helenismo del imperio romano continuó, con elevadas dosis de ambivalencia y
ambigüedad, como en los días de la República, siendo ese terreno cambiante en
el que las identidades se creaban, inventaban, debatían, negaban o reafirmaban
de manera incesante y continuada. Quizá la diferencia fundamental con el
período precedente es que a este marco conceptual e imaginario se habían, por
fin, sumado las dos partes supuestamente en litigio: griegos y romanos.
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