domingo, 24 de diciembre de 2017

Gomez Espelosin Javier Los griegos Un legado universal Capitulo 3 Griegos y "Barbaros"

Mirando hacia el exterior

El conocimiento que tenía la mayor parte de los griegos sobre el mundo que les rodeaba era necesariamente poco preciso y escasamente detallado. La inexistencia de mapas o de atlas que reflejaran de forma gráfica y descriptiva los contornos geográficos, siquiera los más próximos e inmediatos, provocaba una falta absoluta de elementos referenciales seguros como de los que disponemos en la actualidad. Pero no sólo no existían dichos instrumentos cartográficos, sino ni tan siquiera la percepción del mundo que los hizo posibles un tiempo después. La representación del mundo imperante tenía un carácter mítico, que se reducía en la práctica al reconocimiento de la existencia de un centro y una periferia como sus dos elementos fundamentales. El centro era el mundo conocido, en mayor o menor extensión, desde el que radiaban todas las miradas hacia el exterior, a veces concretado en un lugar emblemático como el santuario de Apolo en Delfos, situado en la Grecia central. La periferia era, en cambio, un espacio vago y difuso que, más allá de los límites conocidos, se iba progresivamente difuminando a medida que se alejaba del centro de referencia, hasta llegar a los extremos del orbe, donde sólo regían las pautas de pura fantasía onírica. La imagen más difundida parece haber sido la de un mundo circular y plano rodeado por todas partes por las aguas primordiales de un río espectacular denominado Océano, a tenor sobre todo de la ironía con que se refiere a tales ideas el historiador Heródoto en sus descripciones geográficas.
Las condiciones de viaje no eran tampoco las más idóneas para propiciar el mejor conocimiento de los territorios limítrofes. La ruta hacia cualquier parte que se consideraba más rápida y segura era el mar, a pesar de las prevenciones y terrores que el insondable espacio marino suscitaba en la mentalidad griega. Muchos de los peligros del mar aparecen mencionados o transformados en los relatos de navegantes que acabaron, transfigurados poéticamente, en la Odisea homérica. Allí hacen acto de presencia pueblos declaradamente hostiles para los viajeros, como los gigantescos y despiadados Cíclopes o los violentos Lestrígones, espantosos monstruos siempre dispuestos a devorar a los marinos que caían en sus garras, como las espeluznantes Escila y Caribdis, islas misteriosas y apartadas habitadas por inquietantes divinidades, como la maga Circe o la ninfa Calipso, lugares tenebrosos, como en el que moraban las engañosas Sirenas, y algunos de sus temores omnipresentes más reales, como las devastadoras tempestades y la presencia infausta de los piratas, que surcaban las aguas del Egeo con absoluta impunidad. Este recelo del mar se ve también reflejado en la poesía de Hesíodo, cuando exhorta a su hermano a que olvide la insensata idea de hacerse a la mar en busca de fortuna.
Pero aun con todos estos serios inconvenientes, el viaje por mar seguía siendo preferible al itinerario por tierra, más dificultoso, costoso y repleto también de peligros innumerables. Conviene recordar que el acceso principal al santuario de Delfos se hacía desde el mar, por el golfo de Corinto desde la costa de Itea, lugar desde el que los peregrinos ascendían hasta el santuario, en lugar de utilizar la ruta por tierra que parte de Atenas, frecuentada en la actualidad por todos los tour operators. Los peligros que entrañaba el viaje por tierra han quedado también reflejados en el mito griego, en forma de bestias temibles, como las que son exterminadas por Heracles en sus muchos trabajos, casi todos en el continente, o de malhechores impíos como los que son víctimas de las hazañas de Teseo o del mismo Heracles. La literatura también se ha hecho eco de estas incomodidades, como las indicaciones acerca de la inseguridad de los caminos que aparecen en una especie de guía local de la Grecia central en pleno siglo IV a.C. Los únicos viajeros habituales eran algunos colectivos de especialistas privilegiados, como los médicos, los artesanos del metal, los adivinos y los poetas, que tenían casi siempre garantizada una buena acogida en cualquier lugar por el prestigio y respeto de que gozaban por doquier dada la imperiosa necesidad de sus servicios. Cualquier viajero potencial fuera de estas categorías resultaba peligrosamente sospechoso casi por definición en un mundo como el griego, disperso en un paisaje austero y hostil donde minúsculas comunidades se disputaban continuamente el dominio de las mejores tierras de pasto o de labor. Más allá de los límites más o menos seguros de la propia comunidad se abrían los dominios de las ciudades vecinas poco acogedoras o espacios baldíos y deshabitados, como los montes y bosques, reducidos éstos muchas veces a escasos matorrales sin mayor interés. Sólo algunos oficios marginales, como los pastores los leñadores, que extraían su sustento de aquellos desolados parajes frecuentaban esta clase de lugares, donde lo habitual era no encontrar a nadie. Era en estos confines, deminados en griego eschatiaí (límites extremos de las regiones habitadas), donde se exponía a los niños no deseados, como se refleja en el mito de Edipo, que fue abandonado a su suerte en el inhóspito monte Citerón. La vida de la mayor parte de la población transcurría así enclaustrada dentro de los horizontes familiares que podían contemplarse desde su aldea o ciudad, sin otra expectativa de realizar un gran viaje como no fuera la visita ocasional a una feria vecina o la peregrinación a alguno de los grandes santuarios panhelénicos más próximos, situados por norma en el centro del continente, como los de Olimpia o Delfos, en determinadas épocas del año, aprovechando además la tregua general que garantizaba la suspensión de hostilidades y facilitaba las condiciones de traslado.
Había, sin embargo, quien por necesidad o deseo de aventura emprendía largos viajes para prestar sus servicios como mercenario en la corte de un príncipe oriental, como hemos visto en el capítulo anterior, o para conseguir un provechoso intercambio en otros puertos allende los mares. Se trataba, no obstante, en el conjunto global de la población, de una minoría, que sólo se amplió con las expediciones a ultramar en busca de mejores tierras, a pesar de que tan sólo en casos excepcionales se hallaba implicada toda la población, como en el caso de Focea ya comentado. No es de extrañar, por tanto, que, bajo estas condiciones tan restrictivas, el contacto y las relaciones con otras gentes resultaran un hecho relativamente poco frecuente para la mayoría de los griegos. La única vía de conocimiento del mundo exterior era, así, la información contenida en los relatos de quienes regresaban a su patria después de una empresa de aquéllas o de los viajeros accidentales que pasaban por ella dejando constancia de lo que habían conocido más allá. No existía, sin embargó ninguna posibilidad de controlar la veracidad absoluta de tales relatos, y por ello era normal que en ellos predominaran una descarada fantasía y una exageración manifiesta e interesada, que tendían respectivamente a suscitar el embobado asombro del auditorio y a resaltar los méritos contraidos por el arriesgado viajero, más que cualquier honesta intención de reproducir, cosa no siempre tan sencilla, la experiencia real vivida. No resulta así nada sorprendente que la visión de los «otros» que aparece reflejada en la mitología y la literatura griegas se ajuste sobre todo, no sólo en las primeras etapas, a la imagen exótica y fabulosa de un mundo ajeno, poblado de seres extraordinarios, como los que aparecen en la Odisea o en el Catálogo de las mujeres atribuido a Hesíodo, o de pueblos indígenas tan singulares y extraños como los que ocupan los confines del mundo habitado en la descripción de Heródoto, un extravagante repertorio ampliado más tarde por Ctesias, en su enumeración de los pueblos que habitaban la India, o por el historiador helenístico Agatárquides, en su catálogo de poblaciones del sur de Egipto.
Ciertamente todas las generalizaciones resultan necesariamente abusivas y más seguramente en este caso, ya que la situación a este respecto no era la misma en todos los rincones del mundo griego. En algunas regiones, como las zonas más septentrionales del Egeo limítrofes con el hinterland tracio o en algunos puertos donde recalaban con frecuencia naves procedentes de diferentes lugares, como los de Corinto y las islas de Eubea y Rodas, la presencia casi constante de gentes ajenas al mundo griego era un fenómeno mucho más normal y cotidiano que en las ciudades de la Grecia central o del interior del Peloponeso. Esta relativa familiaridad con el «otro» pudo habituar su percepción de las realidades ajenas con mucha mayor facilidad que la de las demás comunidades griegas más encerradas dentro de su reducido y excluyente universo. Sin embargo, al igual que sucedía con los viajes, eran también la excepción y no la norma, que seguía siendo en este terreno el desconocimiento proverbial de las otras gentes y costumbres y un fuerte sentimiento etnocéntrico, favorecido por la ausencia de parámetros comparativos neutrales y objetivos, como los que en teoría proporciona una disciplina general como la antropología en la actualidad. En Grecia, por tanto, de forma no muy diferente del resto de las otras culturas, desde el antiguo Egipto hasta la China, la visión del mundo dominante tenía este carácter etnocéntrico que propiciaba los prejuicios, los estereotipos simplistas y reductores de una realidad mucho más variada y compleja y una interpretación abusiva e interesada de los pocos e imprecisos testimonios disponibles.
La proverbial desconfianza griega hacia el extranjero (xénos), una categoría elástica que incluía también a veces a los griegos procedentes de otros lugares, encuentra su grado de expresión más extremo en las célebres xenelasíai (expulsiones de extranjeros en masa), que tenían lugar de forma cíclica en Esparta, y un tono algo más moderado en el estatus particular reservado a los extranjeros residentes (metecos) en otras ciudades griegas, como Atenas, donde debían pagar un impuesto especial y estaban desprovistos de derechos políticos. Existían también importantes limitaciones en el conocimiento de otras culturas ajenas. La experiencia griega de otros pueblos afectó principalmente a las regiones costeras, en las que instalaban sus emporios comerciales o sus emplazamientos más definitivos sin que se aventuraran habitualmente hacia el interior. Por lo general no llegaron a cruzar las grandes barreras orográficas, como los Alpes o los Cárpatos, que separan las regiones del centro y del norte de Europa de las más meridionales. Sólo algunos pocos aventureros se arriesgaron tierra adentro, seguramente de manera ocasional y esporádica, con propósitos comerciales bien definidos, como los que transportaron la famosa y monumental crátera de Vix, hallada a unos 100 km de París en la tumba de una princesa indígena, cuyas indicaciones para montarla in situ escritas en griego no dejan mucho espacio a la duda, o el desafortunado y anónimo navegante que terminó sus días en el fondo de un río en el interior de Rusia junto con toda su mercancía en metal. Es también probable que pueda detectarse la presencia de un arquitecto o cantero griego en la construcción de los muros de Heuneburg en Alemania, a juzgar por su acomodación a los principios de la arquitectura militar griega. En resumen, y aun contando con nuestra posible ignorancia de otros muchos casos similares, poca cosa. No resulta, así, demasiado sorprendente que el desconocimiento griego del interior de la península ibérica, separado por cadenas de montañas de las áreas costeras, perdurase hasta el siglo II a.C, cuando el historiador Polibio tuvo la oportunidad de viajar hasta allí acompañando el avance de las legiones romanas, convirtiéndose seguramente en el primer griego que había podido conocer de primera mano la realidad peninsular interior, a pesar de que los contactos griegos con las costas ibéricas se remontan nada menos que al siglo VIII a.C.
A las dificultades orográficas se sumaban las barreras lingüísticas, que no facilitaban precisamente la tarea de comunicación, acentuadas además por el hecho de que los griegos nunca se molestaron en aprender ninguna lengua ajena, ni siquiera el latín cuando a partir del siglo II a.C. el territorio heleno se convirtió en una provincia más del imperio romano. Es probable que la noticia que nos trasmite Heródoto acerca de la presencia necesaria de nada menos que siete intérpretes para poder llevar a cabo las transacciones entre algunos pueblos de la zona de las estepas rusas constituya una simple exageración, pero su misma mención en el curso de su relato viene a reflejar sin duda la incuestionable complejidad del proceso de comunicación entre pueblos de culturas tan diferentes. Las garantías de precisión en la trasmisión del mensaje en esa larga y enrevesada cadena que mediaba entre el emisor inicial (el griego) y el receptor terminal (el indígena de turno) eran prácticamente inexistentes, dando asi lugar a todo tipo de tergiversaciones y malentendidos. El mencionado Polibio (III, 58) advierte acerca de las enormes dificultades que encontraron en este terreno los pocos griegos que se atrevieron a explorar las regiones más apartadas, hasta el punto de que resultaba del todo imposible una descripción de ellas ajustada a una mínima realidad objetiva.
El desinterés, también proverbial, de los griegos por todo lo ajeno tampoco favorecía mucho el conocimiento objetivo de realidades diferentes de la suya. Su aparente curiosidad en este sentido sólo perseguía una mejor definición de su propia identidad e idiosincrasia a través de la contemplación satisfecha de costumbres y formas de vida extrañas que reforzaban su sensación de superioridad o impulsaban la reflexión acerca de las propias instituciones con un afán perfeccionista o demoledor. Operaban mediante los principios de la polaridad y de la analogía, que, según señaló en su momento el estudioso británico de la ciencia griega Geoffrey Lloyd, constituían los principales mecanismos reguladores de la mentalidad griega. Un tipo de procedimiento que ha sido definido después por el especialista francés François Hartog como una «retórica de la alteridad» tras su análisis detallado del relato de Heródoto sobre los escitas. Así, estas descripciones aparentemente objetivas de los países lejanos proceden, sin embargo, a la selección y a la acentuación o reducción de los datos disponibles, que tampoco son, por otra parte, todo lo exhaustivos que sería preciso para llevar a cabo una operación de estas características, con el fin de ajustarlos a los esquemas referenciales del auditorio griego al que iban dirigidas, para propiciar a través de ellas el reconocimiento de su propia cultura con todas sus inequívocas señas de identidad, utilizando el relato «etnográfico» como un simple espejo refractor que estimulase, por contraste, una reflexión más a fondo sobre sí mismos.

La «colonización»: El primer marco de encuentro

Aunque resulta casi imposible señalar con precisión el momento exacto en el que los griegos tomaron contacto por primera vez con otros pueblos que poseían un nivel cultural y tecnológico inferior al suyo, es probable que debamos retrotraerlos a los mismos comienzos de su historia. Ya desde el período micénico, a lo largo de los siglos XIV y XIII a.C, se detectan contactos con las regiones más occidentales del Mediterráneo, al menos hasta las islas de Sicilia y de Cerdeña junto con las costas del sur de Italia, donde han aparecido restos importantes de cerámica de aquella procedencia. Es igualmente posible que existieran contactos con las regiones adriáticas, donde desembocaban las rutas comerciales de productos tan preciados como el ámbar o el estaño, que discurrían a través de la Europa central y occidental desde las remotas zonas de producción situadas en las costas de Bretaña y las islas adyacentes o en el mar Báltico. Los pueblos y culturas existentes en dichas regiones no alcanzaban sin duda el esplendor de los imperios orientales ni el nivel de desarrollo político y cultural de las ciudades de la costa sirio-palestina con las que los micénicos habían entrado también en contacto por aquellos tiempos y cuyas realizaciones tuvieron un impacto tan decisivo en el inicio y posterior desarrollo de la propia cultura griega, desde la Edad del Bronce hasta los comienzos del período arcaico.
Dichos contactos no quedaron interrumpidos de forma brusca y definitiva tras la destrucción de los palacios micénicos y el derrumbamiento progresivo de toda la civilización micénica a finales del siglo XII a.C, como parecen empeñados en proclamar los hallazgos arqueológicos más recientes, que detectan una cierta continuidad de estas relaciones con el exterior, aunque sin duda mucho menos intensa y más esporádica que antes, que se extienden a lo largo de buena parte de la denominada época oscura hasta enlazar con los inicios de la época arcaica, cuando empiezan ya a cristalizar en formas más visibles y estables mediante la progresiva instalación de establecimientos griegos más permanentes que la mera factoría ocasional en muchos de estos territorios. No cabe situar, por tanto, el primer encuentro de griegos con este tipo de poblaciones en el marco exclusivo de las denominadas colonizaciones que tuvieron lugar a lo largo de los siglos VIII al VI a.C. extendiendo los horizontes del mundo griego por toda la cuenca del Mediterráneo desde las riberas del mar Negro hasta las costas levantinas y meridionales de la península ibérica.
La larga fase previa, que se ha denominado «precolonización», estuvo caracterizada por viajes esporádicos y dispersos a lo largo de los mares siguiendo unas rutas prefijadas por una tradición comercial milenaria, que iba descubriendo a su vez progresivamente en el curso del trayecto nuevos emplazamientos favorables o desechando zonas más conflictivas por la actitud hostil de los habitantes del lugar o por la escasez de recursos aprovechables. Una buena parte de dicha experiencia ha quedado reflejada a su manera en la Odisea y en algunos de los viejos periplos que fueron confeccionados inicialmente con una orientación esencialmente práctica y en los que se resaltaban precisamente esta clase de informaciones por encima de cualquier otro elemento descriptivo más general, tal y como todavía puede apreciarse en algunos de los raros especímenes subsistentes, aunque ya tardíos con relación a sus modelos originales, como los denominados Periplos del Pseudo Escílax, datable en el siglo IV a.C., o el del mar Eritreo, perteneciente ya al I d.C. En el transcurso de esta fase debieron de producirse ya numerosos encuentros con las poblaciones locales de los territorios visitados que generaron toda una rica gama de variadas experiencias. Una circunstancia que debió de condicionar el futuro de los emplazamientos griegos en dichas regiones, bien preparando el camino para una fácil apropiación del territorio mediante el uso de la fuerza, bien alentando el establecimiento de buenas y fructíferas relaciones con los reyezuelos indígenas, que podían facilitar extraordinariamente sus transacciones con otras zonas del interior, o bien, finalmente, aconsejando el mantenimiento de una postura cordial en apariencia pero siempre vigilante y recelosa que incitaba al empleo de la astucia y la prudencia como recursos fundamentales en el trato con los indígenas.
Sin embargo, a pesar de la importancia de esta fase previa, el encuentro masivo entre el mundo griego y las poblaciones indígenas que habitaban esos territorios o se hallaban en sus inmediaciones tuvo lugar a lo largo del período de expansión por ultramar, conocido de forma no muy afortunada como colonizaciones, que se produjo a lo largo de la época arcaica. La fase inicial de tanteos y exploraciones fue seguida de la instalación definitiva de emplazamientos estables, que siguió habitualmente, casi siempre, una misma dinámica consistente en la fundación inicial sobre una isla cercana a la costa o en la desembocadura de un río, como lugares idóneos que permitían una mejor defensa de cualquier eventual ataque y ofrecían mayores facilidades de comunicación con el lugar de procedencia, al tiempo que posibilitaban también una cómoda vía de acceso al interior del país, seguido de una instalación más duradera, ya en tierra firme, cuando las circunstancias lo permitían y se habían apaciguado los recelos y temores de las poblaciones locales. En algunos casos esta expansión hacia el interior, que implicaba la adquisición de tierras de cultivo, comportaba el enfrentamiento con sus actuales habitantes, haciendo necesaria una conducta mucho más agresiva de implantación que la que existió en una fase anterior. Algunos de estos emplazamientos prosperaron en sus nuevos territorios y llegaron a convertirse en representes privilegiados de la cultura griega en las zonas más apartadas del Mediterráneo, como sucedió con Marsella y Cirene en la cuenca oriental o con Olbia en el mar Negro. Otros resultaron, en cambio, finalmente absorbidos por el medio indígena circundante al mostrarse incapaces de resistir la presión de un entorno hostil o por el surgimiento de nuevas potencias hegemónicas en las regiones circundantes, como sucedió con algunos de los establecimientos griegos del sur Anatolia, que fueron anegados por el expansionismo asirio durante los siglos VIII y VII a.C, o con la parte más occidental de Sicilia, que quedó sometida finalmente al dominio cartaginés, o con la mayoría de las colonias itálicas, que terminaron siendo presa de los pueblos indígenas dominantes en la zona, como los lucanios, los brutios o los campanos. Sin embargo, no siempre fueron los enfrentamientos con el elemento indígena los responsables directos de la decadencia de algunos establecimientos griegos. En seguida surgieron en estos nuevos territorios helénicos las viejas disputas y rivalidades por el control de la tierra que caracterizaron toda la historia griega, provocando la destrucción de un lugar como Síbaris a manos de sus vecinos de Crotona.
La cuenca occidental del Mediterráneo y las orillas del mar Negro, donde se desplegó una casi constante instalación de establecimientos griegos a lo largo de este período, presentaban algunas singularidades respecto a las regiones orientales, relativamente mejor conocidas por los griegos ya que habían entrado en contacto con ellas al menos desde la mitad del segundo milenio a.C. Además, la diversidad étnica y cultural de estas regiones quedaba reducida a ojos de los griegos dentro de una realidad política más amplia y homogénea como la de los grandes imperios que se fueron sucediendo en la zona, desde el asirio en el siglo VIII a.C. y el neobabilonio, casi un siglo después, hasta culminar en el persa, presentando así al menos una fachada exterior uniforme de un mundo interior mucho más diverso y variado. La utilidad de dicha referencia única queda patente en el relato de Heródoto, que utiliza como hilo conductor de su descripción del mundo conocido el esquema clarificador y ordenado que representaba el imperio aqueménida. Cuando todavía no existía en el horizonte esta cómoda referencia global y su principal contacto se hacía a través de las poblaciones arameas del norte de Siria y de la costa levantina, los griegos utilizaron también para referirse a estas gentes una única etiqueta generalizadora, como la de fenicios, que se aplicaba indistintamente a pueblos bien diferentes que habitaban aquellas regiones cuyo denominador común era su implicación en las actividades comerciales que desembocaban en la zona del Egeo transportando en sus barcos tanto producciones locales como de otras procedencias más lejanas.
Por el contrario, en las regiones del Mediterráneo occidental no existía ninguna entidad política de la envergadura de los imperios antes citados que pudiera englobar bajo un único nombre toda una realidad más diversificada y concreta. El único candidato visible era Cartago, pero diversas circunstancias impedían esta operación aglutinante. Una era su tardía aparición en escena, ya que fue sólo a partir del siglo VI a.C. cuando emergió en la conciencia griega como una comunidad política plenamente desarrollada. Otra no menos determinante fue la reducción de sus dominios a las regiones norteafricanas y a algunas de las islas occidentales, que dejaba fuera de su área de influencia todo el interior del continente europeo, considerado además el más grande y extenso de los existentes. Cartago era considerada por los griegos una gran potencia naval que había extendido sus dominios por las regiones más remotas del mar exterior a las Columnas de Heracles (el estrecho de Gibraltar) que cerraban el mundo conocido. Así lo revela el hecho significativo de que un texto de ficción de la literatura helenística, el denominado Periplo de Hanón, que en los cálculos más optimistas reflejaría una expedición cartaginesa de las costas atlánticas africanas, sea atribuido, como un acto evidente de legitimación literaria, precisamente a un almirante cartaginés, considerado el protagonista más creíble en un tipo de expedición similar. Su constitución política y sus instituciones fueron objeto de la admiración de Aristóteles que la incluyó sin dudar entre el elenco de los 158 diferentes sistemas políticos que conformaban la base experimental para un estudio más a fondo de la forma de gobierno ideal. Sin embargo, su estatura como imperio no alcanzó nunca la consideración de los grandes imperios orientales como el persa a pesar de las constantes luchas habidas en el ámbito del Mediterráneo occidental entre cartagineses y griegos por el dominio de la Sicilia occidental. Las pretensiones propagandísticas de los griegos de Occidente por parangonar su guerra contra los cartagineses con las grandes campañas contra los persas del primer tercio del siglo V a.C, intentando infructuosamente hacer coincidir en la misma fecha la batalla de Hímera con la de Salamina, hablan a las claras del estéril esfuerzo realizado por elevar la categoría de un rival que dentro del imaginario griego no gozaba del mismo peso y entidad que los mucho más emblemáticos persas.
Al igual que en Oriente, pero con mayor diversidad, los griegos recurrieron también a etiquetas de carácter genérico para denominar a las numerosas etnias que fueron encontrando a lo largo de todo este período en su expansión por tierras de ultramar. Las distinciones eran ahora mucho más abiertas y menos concretas, ya que apenas encontraban referentes geográficos bien definidos, como sucedía en el caso de Egipto articulado territorialmente en torno al Nilo, o de los fenicios, escalonados a lo largo de la costa sirio-palestina. Utilizaron así el término genérico de escitas para englobar a todas las etnias de cultura nómada que habitaban las interminables estepas rusas a partir de las costas del mar Negro. Designaron como tracios a los habitantes de un amplio territorio que abarcaba desde las riberas occidentales del mar Negro hasta las zonas más septentrionales del Egeo, pasando por el curso inferior del Danubio. Para las pueblos que habitaban todo el interior del continente europeo, especialmente en sus regiones más occidentales, utilizaron el término de celtas, que les acompañó también durante sus conocidas migraciones hacia Oriente cuando en el siglo III a.C irrumpieron violentamente en suelo griego llegando hasta el mismísimo santuario de Delfos. Estas etiquetas de carácter globalizador, cuya utilidad descriptiva ha quedado bien probada por la continuidad de su uso hasta nuestros días, a pesar de sus reconocidas y a veces insalvables diferencias culturales, no carecían de cierto sentido histórico. Servían, en la práctica, para aunar dentro de una categoría más amplia ciertas peculiaridades etnográficas comunes que habían sido observadas de manera más empírica en una realidad mucho más difuminada en tribus y pueblos singulares y concretos con sus propias costumbres e idiosincrasia. Los propios griegos eran bien conscientes del valor global que poseían esta clase de términos, ya que cuando tenían un mejor conocimiento directo del territorio en cuestión recurrían a designaciones más específicas, como las de las numerosas tribus tracias o escitas que se mencionan en el relato de Heródoto correspondiente a estas regiones del orbe. De hecho, este abanico de designaciones se amplió de forma considerable durante el período romano, cuando el imparable avance de las legiones por el interior de Europa permitió un conocimiento más inmediato y directo de su realidad, tal y como puede comprobarse en el caso de la península ibérica, donde categorías más amplias como las de iberos y celtíberos son expandidas en un sinfín de pueblos concretos que desfilan ante nosotros en las páginas del libro III de la Geografía de Estrabón o de la Historia romana de Apiano.
Bien fuera a través de designaciones globales o más específicas, el hecho cierto es que los griegos reconocían una clara superioridad de su nivel cultural respecto al de casi todas estas poblaciones. La mayoría de ellas practicaban una forma de vida nómada, siempre considerada primitiva y desafiante por las comunidades sedentarias, cuyo modus vivendi era considerado, lógicamente, el prototipo ideal de la civilización. Muchos de los denominados pueblos bárbaros habitaban en aldeas y no en ciudades, iban siempre armados y se dedicaban preferentemente al saqueo y la piratería, una practica que, como nos recuerda Heródoto, era considerada entre los tracios una manera de vida honorable. Sus costumbres y sus comportamientos resultaban un tanto sorprendentes vistos desde la óptica griega, llegando a rozar en algunos casos el estadio de vida animal, como se refleja en muchos de los comentarios desplegados al hilo de la descripción de sus formas de relación sexual o de sus hábitos funerarios. Esta sensación de distancia entre un mundo y otro, que quizá resultaba evidente ya desde el principio, se fue, sin embargo, consolidando con el paso del tiempo al irrumpir en el mundo griego, ya en época clásica, una importante masa de esclavos procedentes de esas regiones del norte que ilustraban de forma inmediata los estereotipos establecidos.
Las relaciones de los griegos con todos los pueblos indígenas que habitaban las regiones por las que se desplegó su expansión a lo largo del período arcaico no se ajustan en modo alguno a un único patrón común, sino que configuran una amplia gama de situaciones bien diferentes. Encontramos así casos de ambos extremos, como aquellos en los que las relaciones fueron ya desde un principio de abierta hostilidad e implicaron la imposición violenta de los recién llegados sobre la población local, junto con otros en los que las normas imperantes fueron, en cambio, la colaboración y el entendimiento con los indígenas. Entre ambos extremos se produjeron también otras muchas posibilidades, como aquellas situaciones en las que la amistad inicial fue seguida de un importante deterioro y provocó incluso la desaparición final del establecimiento griego a manos de los ataques de los pueblos circundantes o aquella otra en la que se produjo el mantenimiento de una relación interesada por ambas partes a la vista de los mutuos beneficios que comportaba. En la marcha de las cosas influían diferentes factores, como la actitud más o menos amigable de las poblaciones locales, su mayor o menor capacidad militar para amedrentar a los recién llegados, la disponibilidad de los medios humanos suficientes para abordar con plenas garantías una ocupación completa del territorio, la necesidad circustancial de colaboración entre unos y otros frente a enemigos comunes más poderosos o la simple eficacia y agilidad en la circulación de los productos de intercambio que compraban lealtades en las élites dirigentes y satisfacían algunas carencias de la población local. Conviene recordar a este respecto que los emplazamientos griegos prestaban una considerable gama de servicios a las comunidades indígenas, y en particular a sus élites dirigentes, desde la provisión de productos como el vino, la cerámica y otros utensilios de lujo, que contribuían a realzar el prestigio social de sus propietarios, hasta la acuñación de moneda o la colaboración y asesoramiento militar en las luchas internas o en la defensa contra agresiones externas.
Casos de ocupación violenta del territorio tras la llegada de los primeros griegos están ampliamente atestiguados en nuestras fuentes. La presencia de los corintios en la isla de Ortigia en Sicilia comportó la expulsión de los pobladores sículos previos que habitaban la zona. Una situación de enfrentamiento se dio también en la isla de Tasos y la costa adyacente cuando los parios intentaron establecerse en la región frente a la hostilidad de los belicosos tracios que ya la ocupaban, tal y como conocemos por el testimonio del poeta Arquíloco en el siglo VII a.C, que podría haber tomado parte en la empresa. En otras ocasiones los intentos de ocupación griega fracasaron de forma estrepitosa ante la fuerte resistencia opuesta por los indígenas, como sucedió en la región de Tracia cercana a la ciudad de Abdera, cuando los colonos llegados de Clazómenas en Asia Menor tuvieron que renunciar a la tentativa, o en la parte occidental de Sicilia, donde los élimos, con la inestimable colaboración de los cartagineses, rechazaron todos los intentos de penetración griega en la zona. La situación de hostilidad abierta concluyó, en algunos casos con el sometimiento de las poblaciones indígenas al estatus de mano de obra servil dependiente, que era utilizada en el cultivo de las tierras que ahora pertenecían a la nueva comunidad griega asentada en el lugar, como sucedió con los kilirios de Siracusa en Sicilia o con los mariandinos en la ciudad de Heraclea Póntica en la costa norte de Asia Menor. En otros, lo que en un principio había sido una ocupación pactada y pacífica acabó convirtiéndose con el paso del tiempo en una confrontación abierta con los indígenas tras iniciarse la expansión griega hacia las tierras del interior que ocupaban aquéllos, como ocurrió en el caso de Cirene en el norte de África o en el de Síbaris en el sur de Italia.
Los enfrentamientos violentos con los indígenas no siempre tenían lugar durante la primera fase de instalación y consolidación del establecimiento griego. En muchos casos se produjo la circunstancia de que, con el paso del tiempo, estas comunidades indígenas del interior desarrollaron, precisamente a través de la influencia griega, nuevas formas de organización social, política y militar que condujeron a la constitución de nuevas élites semihelenizadas cuya aspiración era ocupar ahora el lugar privilegiado desde un punto de vista comercial y estratégico en que había acabado convirtiéndose el establecimiento griego de su entorno. Los ataques, en algunos casos definitivos, sufridos por algunas de las ciudades griegas de Italia por parte de los pueblos circundantes, como Cumas por los etruscos, Tarento por los yápigos, Síbaris por los brutios y Capua por los campanos, obedecen a esta dinámica. La emergencia de los elementos indígenas del sur de Italia y Sicilia, que tuvo lugar a lo largo de los siglos V y IV a.C, provocó un violento proceso de «descolonización» que llevó a afirmar a algún autor del período helenístico, utilizado por Estrabón como fuente, que toda la región denominada Magna Grecia se había ahora barbarizado hasta tal punto que, a excepción de las comunidades de Tarento, Regio y Nápoles, el resto de la zona había sido finalmente absorbido por los indígenas lucanios, brutios y campanos. El desarrollo progresivo de algunos reinos indígenas comportó, en efecto, la inclusión de las comunidades griegas existentes en sus contornos o en su área de influencia, como sucedió con las ciudades griegas existentes en los reinos tracios al norte del Egeo o con la promoción de Panticapeo como nuevo centro urbano del emergente reino del Bosforo en la actual región de Crimea.
El encuentro violento con otros pueblos dentro del ámbito de expansión griega no siempre tuvo como antagonistas a la población local. En algunas ocasiones fue más bien el resultado de la repentina irrupción de poblaciones nómadas en la zona, como la de los cimerios en Asia Menor durante el siglo VII a.C. que provocó una oleada de destrucciones masivas por toda la región, concretándose a veces en ciudades griegas como Sínope, que fueron blanco directo de la acción agresora de los invasores. En otros casos los responsables directos de la desaparición o de la decadencia irreversible de las comunidades griegas establecidas en su área de influencia fueron los imperios dominantes del momento, como los asirios en el siglo VIII a.C. en el caso de Tarso en el sur de Asia Menor, o los cartagineses en el VI a.C, en el de las ciudades sicilianas de Hímera, Agrigento y Gela. Los efectos provocados por dichas acciones debieron de marcar, sin duda, de forma decisiva la conciencia griega a la hora de percibir al «otro», trasladándolo de manera metafórica a lugares de la geografía imaginaria tan siniestros como el Hades, como pudo haber sido el caso de los citados cimerios convertidos en un pueblo muy parecido, que recordaba sin duda el nombre de los temidos invasores del norte, situado en las inmediaciones del mundo de los muertos en la Odisea homérica, donde aparecen rodeados de oscuridad y tinieblas como una simbólica venganza de sus terribles devastaciones. También la imagen negativa de los cartagineses que aparecía reflejada en algunas de las fuentes sicilianas que han dejado sus ecos en la tradición posterior recogida por Timeo es, seguramente, consecuencia directa de la rivalidad sostenida con ellos por el control y el dominio de la parte occidental de la isla durante un largo período de tiempo.
La relación de los griegos con los indígenas se mantuvo también, en muchas ocasiones, en términos de cordialidad y colaboración, como revelan los establecimientos de carácter comercial cuya finalidad principal era el comercio con las poblaciones del interior a través de una compleja red de intercambios que se iniciaba en el emporio griego y en la que participaban también activamente los reyezuelos locales, garantizando la seguridad de las vías utilizadas y la agilidad en la circulación de los bienes y productos que discurrían por ellas por ser parte interesada en sus beneficios. Estas buenas relaciones se tradujeron en la erección de altares y en la construcción de santuarios extraurbanos que fueron conjuntamente utilizados por griegos e indígenas, en la celebración de mercados comunes o en la determinación de zonas neutrales entre los dominios de ambas comunidades que facilitaban las transacciones. Muchas de estas fundaciones surgieron por concesión directa de los reyezuelos locales, que estaban muy interesados en la prestación de servicios que el establecimiento griego les garantizaba. El caso de Náucratis, cuyo establecimiento fue propiciado por el faraón egipcio Amasis, es seguramente el más emblemático de esta clase de situaciones, pero hubo también otros quizá menos conocidos, como el de la siciliana Megara Hiblea, que fue el resultado de la concesión del rey sículo Hiblón, o el de Isa en el Adriático, cuyo asentamiento se consiguió tras el pertinente contrato establecido con los príncipes ilirios de la zona. Es también muy probable, aunque las evidencias disponibles no resultan todo lo contundentes que quisiéramos que en algunos lugares determinados, como Incoronata en Italia o Huelva en la península ibérica, dos emplazamientos indígenas que presentan inequívocos rasgos arqueológicos que permiten detectar la presencia de griegos establecidos en el lugar y donde se produjeron intensos procesos de intercambio de bienes de distintas procedencias, se dieran casos de una cohabitación pacífica de griegos e indígenas.
Las situaciones de interdependencia entre griegos e indígenas fueron numerosas y variadas. Algunas comunidades hubieron de garantizarse la inmunidad mediante una serie de tributos pactados con los indígenas de la región, como fue el caso de Bizancio o de algunas de las ciudades del mar Negro como Olbia, sometidas a esta especie de chantaje para conseguir su supervivencia y estabilidad. Otras propiciaron mediante su actividad en el entorno el surgimiento de comunidades mixtas instaladas en los alrededores del establecimiento griego, como parece que fue el caso de las ciudades del mar Negro o de Cirene en el norte de África, que consiguieron la sedentarización parcial de algunas poblaciones escitas y libias respectivamente, que adoptaron usos y costumbres griegas según nos informa Heródoto. En otras ocasiones, los intereses comunes facilitaron la integración de las dos comunidades dentro del mismo recinto fortificado, como fue el caso de Ampurias en la península ibérica, que acogió dentro de las mismas murallas a griegos e indicetas. Esta coexistencia aparentemente pacífica ha quedado también confirmada por la arqueología, que ha detectado comunidades mixtas sículo-calcidenses en el área de Sicilia en lugares como Licodia o Morgantina. Muchas ciudades griegas del ámbito «colonial», entre las que destacan las actuales Nápoles o Marsella, se convirtieron con el paso del tiempo en comunidades de esta clase. Los matrimonios mixtos estuvierón desde el principio a la orden del día, ya que lo norma era que los primeros contingentes griegos que arrian a un nuevo emplazamiento fueran exclusivamente masculinos y tuvieran que recurrir, por tanto, necesariamente a la unión con mujeres indígenas de la zona. Una situación en la que caben también todo tipo de variedades, desde la libre aceptación de las elegidas hasta la utilización del rapto y la violencia, como ha quedado bien reflejado en numerosas leyendas, como la relativa al tabú existente entre las mujeres de Mileto que nunca se sentaban a la mesa con los maridos ni pronunciaban sus nombres en recuerdo de la muerte violenta de sus padres y maridos por obra de los recién llegados, o en historias de carácter más romántico y emblemático como la de la fundación de Marsella, según la cual, la princesa local se decantó por el recién llegado frente al resto de los pretendientes locales que aspiraban a conseguir su mano.
Sin embargo, tampoco el cuadro general resulta tan idilico como pudiera parecer a primera vista según se desprende de algunos de estos testimonios. La coexistencia diaria de griegos e indígenas, aun con la presencia innegable de comunidades mixtas, generaba importantes problemas y situaciones conflictivas cuya realidad específica se nos escapa por completo en la mayoría de los casos. No obstante, disponemos de algunos testimonios que pudieran resultar indicativos de las dimensiones concretas o de los resultados específicos a que condujeron tales situaciones de conflicto, sabemos así que algunas de las comunidades mixtas compartían tan sólo las mismas murallas defensivas hacia el exterior, ya que los barrios griego e indígena se hallaban cuidadosamente delimitados y separados, como parece que sucedía tanto en Nápoles como en Ampurias, donde, en este último caso, se nos dice incluso que un muro separaba desde el interior a ambas comunidades y un magistrado especial tenía por encargo la vigilancia continua de la única puerta que daba acceso al recinto indígena. Tampoco algunos casos aparentes de concordia son lo que parecen, como la elección de magistrados especiales como el denominado «vendedor» en la ciudad griega de Epidamno, en la costa del Adriático, que se ha considerado a veces como un claro indicio de 1os procedimientos de apertura y normalización en las relaciones mutuas de griegos e indígenas. Si atendemos al tenor completo de la noticia, que procede de Plutarco, se dice en ella que dicha magistratura se instituyó como una forma de canalizar a través de un solo individuo las relaciones con la comunidad indígena e impedir así las masivas y reiteradas visitas de los nativos a la ciudad griega, un hecho que a juzgar por los resultados debía de suscitar inquietud y disgusto entre sus habitantes. Incluso en un caso como el de Marsella, cuya historia de fundación posee aparentemente tintes tan románticos, las cosas se complicaron posteriormente entre las dos comunidades y de hecho fue necesario fundar una serie de plazas fuertes a lo largo de la costa para protegerse de los indígenas que habitaban las inmediaciones del Ródano, según el testimonio de Estrabón.
Tampoco los casos antes mencionados de colonias como Bizancio u Olbia, obligadas a conservar su seguridad mediante el pago de un tributo a los reyezuelos indígenas de la zona, debieron de generar una actitud muy favorable o receptiva por parte de los griegos del lugar hacia sus coactivos «protectores». Una gama de situaciones compleja y variada, en suma, que, si las sumamos a aquellas que reflejan hostilidad sin más atenuantes, configuran un cuadro general más bien poco optimista a la hora de encontrar un marco de convivencia entre la cultura griega y las de los pueblos indígenas presidido por el mestizaje cultural abierto y cosmopolita y sí, en cambio, un panorama mucho más sombrío y complejo de la realidad de cada lugar y cada tiempo que diluía las virtudes y defectos particulares dentro de un esquema de percepción mental más general y duradero, al menos a tenor de los resultados posteriores dentro de la propia cultura griega, cuyos elementos determinantes eran el distanciamiento, el recelo y el abierto menosprecio de unas formas de vida que eran consideradas inferiores.

Las conquistas de Alejandro: Segundo marco de encuentro

La conquista del imperio persa por Alejandro significó una apertura inesperada de horizontes para el mundo griego. Con ella se abrían de manera casi definitiva para muchos numerosas oportunidades de mejorar su situación. Existía, en efecto, la posibilidad de trasladarse a los nuevos establecimientos orientales que, tras la muerte de Alejandro y la pacificación final, al menos momentánea, entre sus sucesores aspirantes a ostentar la hegemonía, se habían convertido en prósperas y florecientes capitales de los nuevos reinos helenísticos. Las nuevas monarquías requerían urgentemente una cantidad ingente de funcionarios y soldados con los que llenar las filas de una imponente burocracia y un descomunal ejército que tenían respectivamente la misión de administrar y controlar los nuevos territorios frente a la posible rebelión de los nuevos súbditos, a una agresión exterior de los pueblos que habían quedado fuera del ámbito de las conquistas macedonias o a un ataque de alguno de los reinos vecinos, instalados desde su nacimiento en una rivalidad endémica por el dominio de los territorios limítrofes. Fueron muchos los griegos que acudieron a la llamada de los monarcas que aspiraban a cubrir sus respectivos reinos de una pátina griega mediante la creciente fundación de nuevas ciudades y la concesión de importantes privilegios y beneficios a los griegos que se instalaban en ellas.
Los reinos helenísticos así creados, sobre todo el de los Tolomeos en Egipto y el de los seléucidas que ocupaba los antiguos dominios del imperio aqueménida, desde Asia Menor hasta la India, constituyeron el nuevo marco de relaciones que definió el encuentro masivo entre los griegos y otros pueblos, esta vez ya preferentemente orientales. Los griegos formaban parte, al menos inicialmente, del estamento dominante de los colonizadores, aplicando aquí el término con todas sus consecuencias, dado el carácter eminenterne colonial de la sociedad helenística, como ya demostró en su día el gran helenista francés Édouard Will. Ocupaban sus puestos en la administración y el ejército, y ostentaban casi por norma la posesión de un lote de tierra que era cultivado por los indígenas que habían acabado convirtiéndose en mano de obra dependiente de los nuevos señores del territorio. Habitaban por lo general en ciudades de nueva planta o en colonias de veteranos estables que actuaban como guarniciones en puntos estratégicos del país. En el caso de las primeras, las ciudades fundadas por los reyes que sumaban casi 160 nuevos establecimientos urbanos, gozaban incluso de las instituciones características de la polis griega clásica. La separación del medio indígena era manifiesta a todos los niveles. En las ciudades que habían surgido a partir de los establecimientos coloniales situados al lado de aldeas, unos y otros ocupaban barrios claramente diferenciados, como puede detectarse incluso a nivel arqueológico en casos como el de Dura Europos, en Siria, donde pueden apreciarse perfectamente sobre el plano de las ruinas de la ciudad el conglomerado arracimado de la vieja aldea o ciudad indígena por una parte y por otra los barrios de nueva planta ocupados por los griegos. Incluso en Egipto, donde las ciudades no constituían la norma general y eran muy numerosos los griegos que habitaban en pequeños establecimientos como funcionarios de rango secundario, cuya misión asignada era controlar en directo las actividades agrícolas del campesinado egipcio, los establecimientos donde había griegos se dotaron en todos los casos de instituciones tan representativas y emblemáticas como el gimnasio, donde se reafirmaban constantemente los valores distintivos de la cultura griega y reforzaba así el marco de segregación respecto a la población local.
Hubo evidentemente numerosos casos de mestizaje en casi todos los niveles, pero especialmente en los estratos más bajos de la población griega. Muchos de sus efectivos, empujados por una desafortunada carrera o por una mala gestión de sus propios recursos, se vieron obligados a convivir estrechamente con la población indígena, se casaron con mujeres del lugar y fueron progresivamente engullidos por la presión asfixiante del medio local del que sus descendientes directos fueron ya una parte más. También en los medios urbanos se produjeron situaciones de mezcla y mestizaje, como parece que sucedió en la propia capital tolemaica, Alejandría, cuya población mayoritaria, que estaba escindida inicialmente en numerosas etnias y culturas diferenciadas, acabó con el paso del tiempo convirtiéndose en una masa informe más homogénea de carácter híbrido si hacemos caso de las impresiones de Polibio, que visitó la ciudad a mediados del siglo II a.C, cuando afirma que el grupo mayoritario de sus habitantes estaba formado por un conjunto híbrido y heterogéneo, los que el historiador denomina «alejandrinos», que si bien conservaban todavía algunas costumbres griegas habían acabado practicando la forma de vida egipcia.
La experiencia del «otro» durante el período helenístico no fue tampoco un modelo de abierto cosmopolitismo a pesar de la falsa apariencia que pueden ofrecer algunas grandes capitales, como la ya mencionada Alejandría. La realidad imperante tuvo un carácter bien distinto. Una etnia dominante compuesta por los grecomacedonios ejercía el poder sobre las culturas indígenas de los respectivos países, que constituían ahora los nuevos reinos. Los centros fundados por los monarcas helenísticos practicaban una forma de vida plenamente griega, provistos de sus instituciones más características, como el teatro o el gimnasio, que fomentaban incuestionablemente las señas de identidad helénica más distintivas y vivían por lo general de espaldas a una realidad indígena que sólo afectaba a sus vidas de forma tangencial y esporádica. Incluso los emplazamientos más distantes, como el de Ai Khanum, situado en el actual Afganistán, en cuyas ruinas se detecta la presencia de estructuras arquitectónicas claramente orientales y cuya población total debía de contener un importante contingente indígena, los signos manifiestos de su inequívoco carácter griego aparecen también por todas partes, desde los habituales edificios representativos, como el gimnasio, el teatro o los monumentos funerarios, hasta la presencia significativa de los aforismos délficos que resumían lo esencial de la denominada sabiduría griega, trasladados hasta aquellas remotas regiones a través de un epigrama dedicado en una tumba. Lo más sorprendente del lugar es sin duda esta fidelidad inquebrantable a sus orígenes griegos a pesar de la existencia, también incuestionable, de elementos orientales, especialmente en el ámbito religioso.

La helenizacióny sus límites

Se ha proclamado con demasiada frecuencia que el resultado habitual del encuentro de los griegos con otras culturas fue la correspondiente helenización de sus formas de vida, constatable en los numerosos artefactos de este origen hallados en sus tumbas, en la adopción de determinadas costumbres, como la del banquete con todo su ajuar correspondiente y en la imitación evidente de sus modelos artísticos hasta llegar a constituir formas artísticas propias que denuncian a todas luces la influencia decisiva operada en su factura por los modelos originales helénicos utilizados. No siempre se explicita del todo lo que se entiende por esta cómoda etiqueta de helenización. En un principio se entendería por tal la apropiación de las formas artísticas y de las costumbres griegas por parte de las poblaciones indígenas que entraron contacto con aquéllos. Dicho proceso, entendido en un principio como unidireccional, comportaría signos externos como la adopción de la onomástica griega, de su forma de vestir y de su dieta, sin que se produjeran en sentido contrario las contrapartidas esperadas, a no ser algún tímido influjo procedente del ámbito religioso, dada la conocida propensión de los griegos a aceptar influencias en este campo, como ya puso de manifiesto Heródoto, dispuesto a reconocer abiertamente el origen ajeno de la mayor parte de las divinidades y formas de culto helénicas.
Este proceso de helenización habría sido experimentado con mayor o menor fuerza por todas las sociedades indígenas que entraron en contacto con los griegos en algún momento de su historia, desde los iberos de nuestra península hasta los tracios y escitas, pasando inevitablemente por los propios romanos y el resto de los pueblos itálicos. Manifestaciones como la escultura ibérica reflejarían de forma evidente esta influencia en piezas tan emblemáticas como la célebre Dama de Elche o las esculturas de Porcuna (Jaén). Artistas griegos itinerantes, instalados, provisionalmente al menos, en establecimientos indígenas habrían sido los originadores de este tipo de productos, que irían haciendo con el paso del tiempo escuela local, en cuyas obras se detectan las lógicas deficiencias propias de quienes han aprendido, aun con destreza, un arte ajeno. Esta helenización habría alcanzado ya el paroxismo con las conquistas de Alejandro, empeñado según la visión optimista del historiador escocés Tarn en difundir por todas partes los ideales de vida griegos a través de su incesante fundación de establecimientos urbanos, llevada a cabo precisamente con vistas a cumplir este objetivo. La helenización de Oriente ha sido hasta hace bien poco uno de los axiomas fundamentales de la historia del período helenístico, como puede todavía comprobarse en algunos reputados manuales.
Este cuadro ha experimentado recientemente, sin embargo, importantes modificaciones. Ya en los años setenta del siglo XX el gran historiador italiano Arnaldo Momigliano advirtió en uno de sus libros más celebrados de los límites de la helenización que no constituía ni mucho menos un proceso tan amplio y absorbente como se había imaginado a la luz de algunas débiles y escasas constataciones bajo el ferviente credo de ese panhelenismo dominante en la mentalidad europea que ha denunciado el ya comentado libro de Martin Bernal. Las cosas eran bastante más complejas de lo que parecen a simple vista. Por lo que respecta a la helenización de culturas ajenas durante el período de las colonizaciones arcaicas, los estudios más precisos llevados a cabo sobre las formas artísticas indígenas, como la mencionada escultura ibérica, apuntan más bien hacia producciones claramente locales en sus rasgos artísticos predominantes, en su temática y en su estilo, que, sólo de forma muy leve y distante, se vieron influenciados por modelos griegos, todavía difíciles de identificar con precisión ante la falta de referentes inmediatos, al menos por lo que respecta a la escultura ibérica. Los autores de las célebres esculturas de Porcuna, antes citadas, eran conscientes de la existencia de modelos griegos, pero llevaron a cabo su trabajo elaborando un producto final que presenta todas las señas distintivas de la cultura local, que contrastan abiertamente en algunos casos con sus pretendidos modelos originales a la vista de su datación, el siglo V a.C. Puede afirmarse así que la escultura ibérica es, propiamente hablando, el producto de artistas locales que adoptaron de los griegos, pero también de otros como los fenicios, lo que les pareció oportuno manteniendo siempre intacta su independencia cultural, ideológica y artística.
Respecto a la adopción de costumbres y utensilios griegos por las sociedades indígenas, es necesario también realizar unas matizaciones importantes. Se trata por lo general de productos hallados en las tumbas de las élites dirigentes locales, considerados objetos de rango y prestigio por sus propiedades y valorados en tan alta estima por ese motivo que marcharon con ellos a su morada definitiva, donde han sido descubiertos. Uno de los objetos griegos más excepcionales hallados en ámbitos indígenas, la ya citada crátera de Vix, una vasija de bronce de dimensiones colosales que superaban el metro y medio de altura y que estaba espléndidamente decorada con figuras de guerreros, apareció en la tumba de una princesa gala, como se dijo anteriormente, en un lugar que ocupaba probablemente una posición clave en la ruta comercial que discurría hacia las fuentes del estaño y del ámbar desde la costa mediterránea atravesando el interior de Francia. Ése es también el rasgo distintivo de algunas de las piezas griegas halladas en otros lugares como el ya citado Heuneburg o en algunos lugares de la península ibérica, lugares que ocupaban una posición privilegiada dentro de una ruta comercial importante, cuyos príncipes o reyezuelos eran objeto de espléndidos regalos que realzaban su prestigio interno y prestaban su colaboración para agilizar los intercambios que se realizaban a lo largo de esas rutas, proporcionando a su vez amparo y seguridad a los agentes que los transportaban.
Este mecanismo del «regalo o del don», propio de una dinámica de comportamiento aristocrático de numerosas culturas y entre ellas la griega, constituyó el marco fundamental dentro del que se desarrollaron las relaciones de los «colonos» griegos con las poblaciones indígenas. La inmensa mayoría de los objetos griegos que circularon a través de estos países tenían este destino preferencial con un objetivo evidente como era el de ganar el favor y el apoyo de los dirigentes locales que favorecían así la presencia griega en la región por las indudables ventajas que se derivaban de ella. Con los objetos circulaban también los motivos iconográficos que los decoraban y el uso ritual o cotidiano al que estaban destinados. Es posible que en determinadas ocasiones el nivel de asimilación fuera efectivamente más allá de la mera apropiación material para adoptar también las significaciones culturales añadidas, pero en la mayoría de los casos se trató seguramente de un simple mimetismo cuyo principa valor simbólico era el aumento de prestigio interno dentro de su propia comunidad que comportaba la posesión de esos objetos, un poco a la manera, mutatis mutandis, en la que muchos viajeros modernos con recursos adquieren estatuillas simbólicas de los países exóticos que han visitado asumiendo con ellas su pretendida significación espiritual, cuya explicación del fenómeno no va frecuentemente mucho más allá de la escueta información que podemos encontrar en la etiqueta identificativa de la vitrina de un museo. Una mera adopción formal, en suma, sin un conocimiento profundo de su significado más ajustada a las circunstancias imperantes, que hacían difícil el trasvase completo de una cultura a la otra ante la falta de referentes universales reconocidos, como los que la religión (el cristianismo habitualmente) o el predominio global de los medios de comunicación han proporcionado en la historia más reciente.
De cualquier manera parece evidente que la mayor o menor incidencia de la cultura griega sobre las sociedades indígenas se produjo en sus medios aristocráticos, que resultaron, por lo general, los principales beneficiarios directos del comercio, del tributo o de la colaboración que implicaba la presencia griega en la región. Sus esfuerzos por helenizar sus respectivas cortes, al menos desde un punto de vista formal, aparecen continuadamente en nuestras fuentes, como sucede con el reino odrisio de los tracios, que utilizaba la lengua griega en sus inscripciones tanto sobre objetos de lujo, como el famoso tesoro de Rogozen, como para los asuntos relativos al funcionamiento interno del propio estado indígena, sabemos incluso que algunos de sus representantes, como Seutes II, poseían un buen manejo de la lengua griega. Otros, como el ibero Baspedas de la ciudad de Sagunto, eran también capaces de entenderse en griego con su corresponsal de Empórion (Ampurias) a juzgar por el testimonio de una carta escrita sobre una lámina de plomo que da cuenta de las transacciones comerciales que interesaban a las dos partes. Este acercamiento, seguramente siempre interesado, de los miembros de las élites indígenas a los «colonos» o comerciantes griegos se tradujo a veces en la apropiación no menos interesada por su parte de las estrategias genealógicas míticas mediante las cuales se vinculaban a un antepasado heroico de la talla de Heracles, como sucedió con la casa real macedonia de los Argéadas a la que pertenecía el propio Alejandro Magno o con la asunción de la presencia en su territorio de los restos o huellas visibles de uno de estos gloriosos personajes del mito helénico, como pudo suceder en algunos lugares de la península ibérica con Ulises o con el troyano Antenor en la región del mar Adriático. Un procedimiento tan puramente griego, mediante el cual se asimilaban nuevos territorios y sus gentes dentro del mapa mental del orbe confeccionado por el mito, contribuyendo así, decisivamente, a legitimar los nuevos dominios, pudo, efectivamente, mostrar sus ventajas desde la vertiente indígena al ser adoptado como un modo de acercamiento privilegiado por parte de sus dirigentes con el fin de favorecer un tratamiento preferencial (caso de los macedonios) o de mitigar las demandas inherentes a la dominación.
Este carácter interesado de la helenización se comprueba de forma más fehaciente durante el período helenístico, cuando en los nuevos reinos los miembros de las antiguas aristocracias dominantes, iranias o egipcias, deseaban seguir ocupando sus posiciones privilegiadas de poder o pretendían ganarse el favor de los nuevos monarcas que habían sustituido ahora a las dinastías indígenas tradicionales y veían que el único camino existente para conseguir tales objetivos pasaba por la adopción de las costumbres y formas de vida griegas. Muchos se vieron incluso forzados a cambiar de nombre y a adoptar un tipo de dieta alimenticia que repugnaba sus hábitos más antiguos. Un resultado frecuente de esta situación debió de ser el robustecimiento de un rencor latente hacia los nuevos señores y la cultura que los representaba por parte de quienes se vieron obligados a emprender esta clase de iniciativas, una actitud de resentimiento alimentada además, a menudo, por los frecuentes desplantes y menosprecios que hubieron de sufrir de parte de quienes los seguían considerando inferiores a pesar de su decidido esfuerzo y, quizá, de su mejor intención por tratar de aparentar lo contrario y jugar en un terreno de imposible equidad. Estos rencores, aunque para nosotros salen a la superficie en muy contadas ocasiones, revelan su intensidad cuando aparecen traducidos en actos de rebelión abierta contra los dominadores, en el primer momento en que muestran indicios de debilidad, como parece que fue el caso de un noble egipcio llamado Dionisio Petosarapis que había alcanzado una importante posición en el ejército —muestras ambas, el nombre y el estatus, inequívocas de su grado de helenización— pero que aprovechó los disturbios internos en la corte alejandrina para encabezar un movimiento de sedición de carácter nacionalista egipcio contra el dominio tolemaico. Desconocemos desgraciadamente cuántos casos más, probablemente infinitos, quedaron en el tintero por no encontrar un momento tan propicio para expresar el malestar y la inquina que habían generado tantos años de sumisión.
Hay que contar además con los numerosos ejemplos de decidida resistencia al helenismo que encontramos en ambos períodos de difusión aparente de la cultura griega por las sociedades indígenas. La hostilidad general de los escitas hacia todo lo griego ha quedado bien reflejada en el relato de Heródoto. Su rechazo del culto a una divinidad tan emblemática como Dioniso, que sí adoptaron por ejemplo otros pueblos como los tracios, quedaba ejemplificado en su uso inmoderado y suicida de un producto tan característico y definitorio de la civilización griega como era el vino, que bebían sin mezclarlo con agua con desastrosas consecuencias para su propia integridad física. Una noticia extraordinariamente reveladora, con todo el peso que quepa quitarle a su indudable valor anecdótico y ejemplar, es la célebre historia de Esciles, el monarca escita que, según nos cuenta Heródoto, abandonaba periódicamente su tribu para adentrarse en la ciudad griega de Olbia, donde poseía una casa y una esposa griega a escondidas de sus súbditos, y que, cuando fue descubierto por aquéllos, acabó sus días siendo asesinado por estas secretas aficiones. No sólo muestra la distancia infranqueable que mediaba entre los dirigentes indígenas, que se sentían atraídos por las costumbres y el modo de vida griegos, y sus propios súbditos, más apegados a la cultura tradicional, sino que pone también de manifiesto el rechazo y la hostilidad que provocaban en amplios sectores de la sociedad local unas formas de comportamiento que ponían en tela de juicio los presupuestos de esa cultura, por lo general perfectamente incompatibles con las de los recién llegados.
La resistencia a la cultura griega dominante durante el período helenístico ha quedado también reflejada en algunos curiosos documentos egipcios de la época, como el Oráculo del alfarero, un texto de características apocalípticas que predice el final de la dominación extranjera sobre el país, precedida de una profunda alteración del curso de la naturaleza y seguida de la aparición en escena de un monarca indígena que recuperaría las antiguas tradiciones dinásticas y religiosas. El oráculo, procedente de los medios sacerdotales egipcios, que había sido curiosamente uno de los estamentos favorecidos por la política de los Tolomeos, tratando de granjearse así su apoyo sabedores de la poderosa influencia que ejercían sobre el conjunto de la población, demuestra que el descontento con la situación afectaba de lleno incluso a los sectores más privilegiados como el del clero, en el que existía igualmente un firme deseo de acabar de forma drástica y expeditiva con el dominio griego sobre Egipto. Desgraciadamente no disponemos de una documentado similar que nos permita constatar los mismos fenómenos en los inmensos dominios de los seléucidas, a lo largo y ancho de la meseta irania y el interior de Asia en general, donde debieron de producirse circustancias muy similares. Sin embargo, puede afirmarse una hipótesis similar a la vista de los escasos resultados de la pretendida helenización del Oriente proclamada por Tarn y sus seguidores. Efectivamente, las ciudades de planta griega fundadas por los seléucidas fueron completamente absorbidas por el medio indígena circundante a medida que el dominio grecomacedonio en esta zona iba disminuyendo de forma notoria para terminar reducido a comienzos del siglo I a.C. a la región de Siria y su fachada mediterránea. Al mismo tiempo se consolidaron nuevos poderes emergentes en toda esta área, como los partos o los armenios, o se vieron reforzadas con renovadas energías antiguas culturas ancestrales de estas regiones, como la irania o la judía. Nadie duda ya en la actualidad que la intención de Alejandro al fundar ciudades, al igual que las de sus sucesores, no era la de propagar el helenismo entre las sociedades indígenas, sino la de afianzar puestos de control militar, administrativo y fiscal a través del único medio que conocían, como era la ciudad, un medio además que les resultaba familiar y que era también el más adecuado para atraer y asentar a los nuevos colonos griegos llamados a constituir el andamiaje básico de los nuevos reinos.
La pretendida helenización se revela así, lejos de los eslóganes ideales preconcebidos y más cerca de una más tozuda y compleja realidad histórica, aunque reflejada de manera parcial en la evidencia disponible, como una prerrogativa de las élites para consolidar su distinción social y afianzar su estatus durante el período arcaico y como una estrategia de dominación de los conquistadores grecomacedonios durante el período helenístico, consistente en la configuración de un tejido urbano de fundaciones reales y de colonias militares cuyo objetivo esencial era el control efectivo y duradero del territorio. Hubo, sin embargo, algún efecto más duradero aunque reducido en escala, de la larga presencia de la educación griega en los medios orientales, que muestra sus frutos a través de la aparición no casual de varias de las personalidades más destacadas de la cultura griega de época helenística e imperial que tienen su origen precisamente en estas zonas, como es el caso del filósofo estoico Posidonio, procedente de Apamea en Siria, o del brillante e inclasificable Luciano, originario de Samósata, dentro de la misma región. Un helenismo convertido ya desde hacía tiempo más en una cuestión de educación (paideía) que de raza, al menos desde finales del siglo V a.C. cuando el orador Isócrates proclamaba orgullosamente este sentimiento con una frase que servía muy bien para describir la situación emergente de los tiempos futuros.

La fortuna de un término

Hemos hablado hasta el momento de sociedades indígenas para referirnos a todos aquellos pueblos con los que los griegos entraron en contacto a lo largo de dos períodos fundamentales de su historia como son la expansión griega por ultramar de la época arcaica y la ampliación de fronteras del mundo helénico que siguió a las conquistas de Alejandro Sin embargo, los griegos acuñaron un término global y generalizador para designar a todos estos pueblos que hizo fortuna a lo largo de la cultura griega y posteriormente entre los romanos, para pasar a ocupar después un lugar también destacado dentro del lenguaje académico y coloquial en la mayor parte de las lenguas modernas: los bárbaros. Su aparición inicial en los poemas homéricos formando parte de un nombre compuesto —barbaróphonoi— como alusión a lengua hablada por los carios, habitantes de Asia Menor qu eran aliados de los troyanos, ha desatado la polémica acerca de su significado originario con la presencia o ausencia las connotaciones peyorativas que iba a adquirir después. Lo que parece más probable es que, en un primer momento se tratase simplemente de un término descriptivo de la realidad cultural ajena que tomaba como punto de partida la lengua, ya que la explicación más factible del mismo es la de una repetición de carácter onomatopéyico (bar-bar) para reflejar el sonido ininteligible que emitían todos los que no hablaban griego.
La situación no está ni mucho menos clara, pues es posible que ya en época arcaica existan algunos matices despectivos, bien sea simplemente hacia formas de comportamiento que resultaban extrañas e inaceptables para las normas griegas. Algunos afirman que el término adquirió su pleno valor semántico con todas sus connotaciones de inferioridad y salvajismo al comienzo de la época clásica tras la victoria final sobre los persas, como ha intentado demostrar brillantemente la estudiosa inglesa Edith Hall en un libro cuyo significativo título es La invención del bárbaro. En cambio, el francés Edmund Lévy, en su estudio del vocablo, sugiere más bien que el término «bárbaro» posee ya desde su origen un valor peyorativo que desembocará en la noción cultural y moral que se le añade con valor descriptivo en el siglo VI a.C, como forma de designar a los no-griegos. Más allá de toda polémica especializada, parece factible pensar que lo que en un principio englobaba sólo una diferencia de lengua, de vestimenta y de educación se convirtió tras la victoria sobre los persas en un concepto más amplio que enfatizaba sobre todo las diferencias políticas, contraponiendo un bárbaro por excelencia, personificado ahora en el persa y extendido después a todos los demás pueblos, sometido a la tiranía y la esclavitud, con un griego que hacía de la libertad u emblema más distintivo. Los notorios excesos de la retórica de la victoria ateniense en las guerras médicas y la llegada masiva de esclavos de las regiones del norte a la ciudad, donde constituían colectivos bien diferenciados, como las matronas tracias distinguibles por sus tatuajes o los arqueros escitas encargados del mantenimiento del orden en las asambleas y teatros, contribuyeron a acentuar en su vertiente más peyorativa el valor descriptivo del término y a magnificar sus implicaciones políticas mediante su contraposición con lo helénico, adquiriendo así a partir de entonces su valor más paradigmático dentro de la cultura griega para designar a todos los pueblos no griegos.
Esta retórica de la alteridad se complicó con la inclusión de ciertas consideraciones de carácter determinista que condicionaban el comportamiento y la forma de ser de las personas en función del clima y de las características geográficas del territorio que habitaban. Estos principios, que aparecen expresados de la manera más solemne en un breve tratado incluido dentro del conjunto de obras atribuido al médico Hipócrates titulado Aires, aguas y lugares, no implican ningún sentimiento racista, ya que las diferencias nunca se establecieron en el mundo griego a partir del color de la piel. Se trataba tan sólo de explicar las diferencias culturales y caracteriológicas en función de la situación en el mundo, partiendo del lugar privilegiado que ocupaba Grecia y particularmente Jonia como espacio intermedio donde tenía lugar una fertilizadora mezcla de las estaciones (eukrasía ton horón) frente a los excesos del norte o del sur, en los que predominaban respectivamente el frío y el calor extremos con sus consecuencias irreversibles sobre la conducta de los hombres. Fueron siempre las diferencias culturales y especialmente las de naturaleza política, que oponían la libertad al despotismo y la servidumbre, las que separaban a la humanidad en grupos diferenciados a los ojos de los griegos Ni siquiera en la época helenística, cuando los griegos se vieron rodeados casi por todas partes por la presencia masiva de etnias diferentes, encontramos rastros de un planteamiento racista en el rechazo de la población indígena. Textos como algunos Idilios de Teócrito, un poeta de la corte alejandrina, en los que se alaba la acción de los monarcas tolemaicos por haber mantenido a raya a la población local o se muestra un manifiesto desprecio hacia los habitantes egipcios de Alejandría, inciden de manera clara sobre sus costumbres salvajes y su comportamiento incivilizado y en modo alguno sobre el color de su piel.

«Sabidurías bárbaras»

El reconocimiento casi universal de la separación entre griegos y bárbaros dentro del mundo griego no impidió que algunos intelectuales como Platón criticaran la simpleza palmaria de dicha dicotomía, que oponía una minúscula parte del orbe a otra mucho más extensa y numerosa, o que otros como los estoicos reconocieran la ineficacia moral de una tal separación dada la igualdad esencial del género humano, diferenciado más bien por el carácter bueno o malo de los respectivos individuos que por caracterizaciones colectivas y globales de esta índole. Una actitud más abierta de comprensión hacia los otros ya había hecho acto de presencia en las Historias de Heródoto, que reflexionó ampliamente sobre el carácter relativo de las costumbres humanas. Su célebre historia acerca de las reacciones opuestas que manifiestan un griego y un indio ante un posible intercambio de sus respectivas prácticas funerarias, considerando un sacrilegio y una ofensa gravísima lo que en la cultura del otro constituía la costumbre habitual, es quizá su formulación más emblemática al concluir con la resonante afirmación «la costumbre (nomos) es la reina del mundo». Sin embargo, éstas no dejaban de ser actitudes minoritarias, como revela el hecho significativo de que el mencionado Heródoto fuese considerado posteriormente un filobárbaros (amigo de los bárbaros), según se deja constancia en un tratado de Plutarco destinado a criticar esta faceta del historiador, testimonio además especialmente relevante en unos momentos, como los del imperio romano, en los que se estaba intentando de redefinir, quizá más bien de recuperar, la identidad griega.
No obstante esta actitud generalizada, hubo también desde el inicio de los contactos griegos con otras culturas ajenas cierto sentimiento de fascinación por lo extraño que desembocó en la idealización de sus costumbres y de su primitiva forma de vida, consideradas reliquias todavía visibles de una mítica edad de oro de la humanidad, que había sido transformada ahora, por la acción insidiosa y corruptora de la civilización, en un mundo bien diferente dominado por la exibición y la impiedad. De hecho, ya en la Ilíada se menciona fugazmente a un pueblo del norte, los abios, a quienes se consideraba los más justos de todos los hombres. Dicho estereotipo de una sociedad idílica que habitaba países remotos y apartados, lugares privilegiados a resguardo del contacto contaminante con el resto de la humanidad, hace también acto de presencia en las páginas de Heródoto, en ejemplos tan significativos como los pueblos que habitaban al pie de las elevadas montañas que delimitaban los espacios septentrionales más extremos o de los propios etíopes, considerados los más hermosos de todos los hombres. Esta ubicación dual de sociedades ideales en los dos extremos del orbe, al norte los hiperbóreos y los etíopes al sur, ya había dejado sus huellas también en el mito mucho tiempo antes. El propio Heródoto, apegado todavía a los encantos del mito pero abierto también a un talante más racionalista, trataba así de reintegrar esta clase de relatos dentro de un discurso más homogéneo modulando, en la medida de lo posible, sus aspectos más fabulosos y disparatados.
El conocimiento creciente de nuevos espacios geográficos hacia el este y el oeste tras las conquistas de Alejandro no significó la desaparición de estas tendencias, sino simplemente su transformación o adecuación a las expectativas de los nuevos tiempos. Los países fabulosos, y de manera particular las islas, reaparecieron en los océanos oriental y occidental con gran profusión a lo largo de la literatura helenística, que descubría sociedades ideales que gozaban de todas las ventajas imaginables como la prosperidad sin fin, la longevidad, la justicia igualitaria, la comunidad de los bienes y la afinidad con los dioses. Constituían una especie de bárbaros imaginarios cuya concreción geográfica en zonas más específicas como las montañas de la India, donde habitaban los famosos cabezas de perro, quienes a pesar de su aspecto animal poseían algunas de estas virtudes ideales, ayudó a convertirlos, ya fuera del todo del ámbito del mito, en el estereotipo del buen salvaje, utilizado más tarde por la Ilustración europea como una estrategia literaria que ayudaba a poner de relieve los principales defectos de la civilización moderna.
Incluso entre los pueblos mejor conocidos, como los celtas, los indios, los persas e incluso los escitas, se reconocía la existencia de una cierta sabiduría bárbara, tal como fue denominada por Momigliano, que aparecía encarnada en las personas de sus sacerdotes, como los druidas, los brahmanes o los magos, y en el caso escita por un personaje de la talla de Anacarsis, que aparece ya como un sabio en el relato de Heródoto, fue luego objeto de la atención de Plutarco, que lo menciona en relación con el ateniense Solón, y figuró finalmente como protagonista de un diálogo de Luciano. La admiración por este tipo de personajes se consolidó durante el período helenístico y se hizo también extensible al caso de Egipto que había suscitado ya desde el principio la fascinaron entre los griegos por la antigüedad de su civilización. Ya mucho antes encontramos algunas noticias acerca del viaje e los más prestigiosos filósofos griegos a Oriente, especialmente a Egipto, como fue el caso de Tales, Demócrito o Platón. Tras la aventura de Alejandro, fue la India la que se contó en el nuevo punto de referencia, sobre todo después del pretendido encuentro del conquistador macedonio con los denominados «sabios desnudos» o gimnosofistas, un episodio que hizo fortuna en la historiografía posterior. Resulta indicativo que un personaje como el taumaturgo Apolonio de Tiana, cuya biografía popularizó el sofista Filóstrato, hubiera de confirmar su estatus de sabio universalmente reconocido mediante una gira por estos emblemáticos lugares con el objetivo de constatar su experiencia con la de tan prestigiosos especialistas.

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