Mirando hacia el exterior
El
conocimiento que tenía la mayor parte de los griegos sobre el mundo que les
rodeaba era necesariamente poco preciso y escasamente detallado. La
inexistencia de mapas o de atlas que reflejaran de forma gráfica y descriptiva
los contornos geográficos, siquiera los más próximos e inmediatos, provocaba
una falta absoluta de elementos referenciales seguros como de los que
disponemos en la actualidad. Pero no sólo no existían dichos instrumentos
cartográficos, sino ni tan siquiera la percepción del mundo que los hizo
posibles un tiempo después. La representación del mundo imperante tenía un
carácter mítico, que se reducía en la práctica al reconocimiento de la
existencia de un centro y una periferia como sus dos elementos fundamentales.
El centro era el mundo conocido, en mayor o menor extensión, desde el que
radiaban todas las miradas hacia el exterior, a veces concretado en un lugar
emblemático como el santuario de Apolo en Delfos, situado en la Grecia central.
La periferia era, en cambio, un espacio vago y difuso que, más allá de los
límites conocidos, se iba progresivamente difuminando a medida que se alejaba
del centro de referencia, hasta llegar a los extremos del orbe, donde sólo
regían las pautas de pura fantasía onírica. La imagen más difundida parece
haber sido la de un mundo circular y plano rodeado por todas partes por las
aguas primordiales de un río espectacular denominado Océano, a tenor sobre todo
de la ironía con que se refiere a tales ideas el historiador Heródoto en sus
descripciones geográficas.
Las
condiciones de viaje no eran tampoco las más idóneas para propiciar el mejor
conocimiento de los territorios limítrofes. La ruta hacia cualquier parte que
se consideraba más rápida y segura era el mar, a pesar de las prevenciones y
terrores que el insondable espacio marino suscitaba en la mentalidad griega.
Muchos de los peligros del mar aparecen mencionados o transformados en los
relatos de navegantes que acabaron, transfigurados poéticamente, en la Odisea homérica. Allí hacen acto de
presencia pueblos declaradamente hostiles para los viajeros, como los
gigantescos y despiadados Cíclopes o los violentos Lestrígones, espantosos
monstruos siempre dispuestos a devorar a los marinos que caían en sus garras,
como las espeluznantes Escila y Caribdis, islas misteriosas y apartadas
habitadas por inquietantes divinidades, como la maga Circe o la ninfa Calipso,
lugares tenebrosos, como en el que moraban las engañosas Sirenas, y algunos de
sus temores omnipresentes más reales, como las devastadoras tempestades y la presencia
infausta de los piratas, que surcaban las aguas del Egeo con absoluta
impunidad. Este recelo del mar se ve también reflejado en la poesía de Hesíodo,
cuando exhorta a su hermano a que olvide la insensata idea de hacerse a la mar
en busca de fortuna.
Pero aun con
todos estos serios inconvenientes, el viaje por mar seguía siendo preferible al
itinerario por tierra, más dificultoso, costoso y repleto también de peligros
innumerables. Conviene recordar que el acceso principal al santuario de Delfos
se hacía desde el mar, por el golfo de Corinto desde la costa de Itea, lugar
desde el que los peregrinos ascendían hasta el santuario, en lugar de utilizar
la ruta por tierra que parte de Atenas, frecuentada en la actualidad por todos
los tour operators. Los peligros que
entrañaba el viaje por tierra han quedado también reflejados en el mito griego,
en forma de bestias temibles, como las que son exterminadas por Heracles en sus
muchos trabajos, casi todos en el continente, o de malhechores impíos como los
que son víctimas de las hazañas de Teseo o del mismo Heracles. La literatura
también se ha hecho eco de estas incomodidades, como las indicaciones acerca de
la inseguridad de los caminos que aparecen en una especie de guía local de la
Grecia central en pleno siglo IV a.C. Los únicos viajeros habituales eran
algunos colectivos de especialistas privilegiados, como los médicos, los
artesanos del metal, los adivinos y los poetas, que tenían casi siempre garantizada
una buena acogida en cualquier lugar por el prestigio y respeto de que gozaban
por doquier dada la imperiosa necesidad de sus servicios. Cualquier viajero
potencial fuera de estas categorías resultaba peligrosamente sospechoso casi
por definición en un mundo como el griego, disperso en un paisaje austero y
hostil donde minúsculas comunidades se disputaban continuamente el dominio de
las mejores tierras de pasto o de labor. Más allá de los límites más o menos
seguros de la propia comunidad se abrían los dominios de las ciudades vecinas
poco acogedoras o espacios baldíos y deshabitados, como los montes y bosques,
reducidos éstos muchas veces a escasos matorrales sin mayor interés. Sólo
algunos oficios marginales, como los pastores los leñadores, que extraían su
sustento de aquellos desolados parajes frecuentaban esta clase de lugares,
donde lo habitual era no encontrar a nadie. Era en estos confines, deminados en
griego eschatiaí (límites extremos de
las regiones habitadas), donde se exponía a los niños no deseados, como se
refleja en el mito de Edipo, que fue abandonado a su suerte en el inhóspito
monte Citerón. La vida de la mayor parte de la población transcurría así
enclaustrada dentro de los horizontes familiares que podían contemplarse desde
su aldea o ciudad, sin otra expectativa de realizar un gran viaje como no fuera
la visita ocasional a una feria vecina o la peregrinación a alguno de los
grandes santuarios panhelénicos más próximos, situados por norma en el centro
del continente, como los de Olimpia o Delfos, en determinadas épocas del año,
aprovechando además la tregua general que garantizaba la suspensión de
hostilidades y facilitaba las condiciones de traslado.
Había, sin
embargo, quien por necesidad o deseo de aventura emprendía largos viajes para
prestar sus servicios como mercenario en la corte de un príncipe oriental, como
hemos visto en el capítulo anterior, o para conseguir un provechoso intercambio
en otros puertos allende los mares. Se trataba, no obstante, en el conjunto
global de la población, de una minoría, que sólo se amplió con las expediciones
a ultramar en busca de mejores tierras, a pesar de que tan sólo en casos
excepcionales se hallaba implicada toda la población, como en el caso de Focea
ya comentado. No es de extrañar, por tanto, que, bajo estas condiciones tan
restrictivas, el contacto y las relaciones con otras gentes resultaran un hecho
relativamente poco frecuente para la mayoría de los griegos. La única vía de
conocimiento del mundo exterior era, así, la información contenida en los
relatos de quienes regresaban a su patria después de una empresa de aquéllas o
de los viajeros accidentales que pasaban por ella dejando constancia de lo que
habían conocido más allá. No existía, sin embargó ninguna posibilidad de controlar
la veracidad absoluta de tales relatos, y por ello era normal que en ellos
predominaran una descarada fantasía y una exageración manifiesta e interesada,
que tendían respectivamente a suscitar el embobado asombro del auditorio y a
resaltar los méritos contraidos por el arriesgado viajero, más que cualquier
honesta intención de reproducir, cosa no siempre tan sencilla, la experiencia
real vivida. No resulta así nada sorprendente que la visión de los «otros» que
aparece reflejada en la mitología y la literatura griegas se ajuste sobre todo,
no sólo en las primeras etapas, a la imagen exótica y fabulosa de un mundo
ajeno, poblado de seres extraordinarios, como los que aparecen en la Odisea o en el Catálogo de las mujeres atribuido a Hesíodo, o de pueblos indígenas
tan singulares y extraños como los que ocupan los confines del mundo habitado
en la descripción de Heródoto, un extravagante repertorio ampliado más tarde
por Ctesias, en su enumeración de los pueblos que habitaban la India, o por el
historiador helenístico Agatárquides, en su catálogo de poblaciones del sur de
Egipto.
Ciertamente
todas las generalizaciones resultan necesariamente abusivas y más seguramente
en este caso, ya que la situación a este respecto no era la misma en todos los
rincones del mundo griego. En algunas regiones, como las zonas más
septentrionales del Egeo limítrofes con el hinterland
tracio o en algunos puertos donde recalaban con frecuencia naves procedentes de
diferentes lugares, como los de Corinto y las islas de Eubea y Rodas, la presencia
casi constante de gentes ajenas al mundo griego era un fenómeno mucho más
normal y cotidiano que en las ciudades de la Grecia central o del interior del
Peloponeso. Esta relativa familiaridad con el «otro» pudo habituar su
percepción de las realidades ajenas con mucha mayor facilidad que la de las
demás comunidades griegas más encerradas dentro de su reducido y excluyente
universo. Sin embargo, al igual que sucedía con los viajes, eran también la
excepción y no la norma, que seguía siendo en este terreno el desconocimiento
proverbial de las otras gentes y costumbres y un fuerte sentimiento etnocéntrico,
favorecido por la ausencia de parámetros comparativos neutrales y objetivos,
como los que en teoría proporciona una disciplina general como la antropología
en la actualidad. En Grecia, por tanto, de forma no muy diferente del resto de
las otras culturas, desde el antiguo Egipto hasta la China, la visión del mundo
dominante tenía este carácter etnocéntrico que propiciaba los prejuicios, los
estereotipos simplistas y reductores de una realidad mucho más variada y
compleja y una interpretación abusiva e interesada de los pocos e imprecisos
testimonios disponibles.
La proverbial
desconfianza griega hacia el extranjero (xénos),
una categoría elástica que incluía también a veces a los griegos procedentes de
otros lugares, encuentra su grado de expresión más extremo en las célebres xenelasíai (expulsiones de extranjeros
en masa), que tenían lugar de forma cíclica en Esparta, y un tono algo más
moderado en el estatus particular reservado a los extranjeros residentes (metecos) en otras ciudades griegas, como
Atenas, donde debían pagar un impuesto especial y estaban desprovistos de
derechos políticos. Existían también importantes limitaciones en el
conocimiento de otras culturas ajenas. La experiencia griega de otros pueblos
afectó principalmente a las regiones costeras, en las que instalaban sus
emporios comerciales o sus emplazamientos más definitivos sin que se
aventuraran habitualmente hacia el interior. Por lo general no llegaron a
cruzar las grandes barreras orográficas, como los Alpes o los Cárpatos, que
separan las regiones del centro y del norte de Europa de las más meridionales.
Sólo algunos pocos aventureros se arriesgaron tierra adentro, seguramente de manera
ocasional y esporádica, con propósitos comerciales bien definidos, como los que
transportaron la famosa y monumental crátera de Vix, hallada a unos 100 km de
París en la tumba de una princesa indígena, cuyas indicaciones para montarla in situ escritas en griego no dejan
mucho espacio a la duda, o el desafortunado y anónimo navegante que terminó sus
días en el fondo de un río en el interior de Rusia junto con toda su mercancía
en metal. Es también probable que pueda detectarse la presencia de un arquitecto
o cantero griego en la construcción de los muros de Heuneburg en Alemania, a
juzgar por su acomodación a los principios de la arquitectura militar griega.
En resumen, y aun contando con nuestra posible ignorancia de otros muchos casos
similares, poca cosa. No resulta, así, demasiado sorprendente que el
desconocimiento griego del interior de la península ibérica, separado por
cadenas de montañas de las áreas costeras, perdurase hasta el siglo II a.C,
cuando el historiador Polibio tuvo la oportunidad de viajar hasta allí
acompañando el avance de las legiones romanas, convirtiéndose seguramente en el
primer griego que había podido conocer de primera mano la realidad peninsular
interior, a pesar de que los contactos griegos con las costas ibéricas se remontan
nada menos que al siglo VIII a.C.
A las
dificultades orográficas se sumaban las barreras lingüísticas, que no
facilitaban precisamente la tarea de comunicación, acentuadas además por el
hecho de que los griegos nunca se molestaron en aprender ninguna lengua ajena,
ni siquiera el latín cuando a partir del siglo II a.C. el territorio heleno se
convirtió en una provincia más del imperio romano. Es probable que la noticia
que nos trasmite Heródoto acerca de la presencia necesaria de nada menos que
siete intérpretes para poder llevar a cabo las transacciones entre algunos
pueblos de la zona de las estepas rusas constituya una simple exageración, pero
su misma mención en el curso de su relato viene a reflejar sin duda la
incuestionable complejidad del proceso de comunicación entre pueblos de
culturas tan diferentes. Las garantías de precisión en la trasmisión del
mensaje en esa larga y enrevesada cadena que mediaba entre el emisor inicial
(el griego) y el receptor terminal (el indígena de turno) eran prácticamente inexistentes,
dando asi lugar a todo tipo de tergiversaciones y malentendidos. El mencionado
Polibio (III, 58) advierte acerca de las enormes dificultades que encontraron
en este terreno los pocos griegos que se atrevieron a explorar las regiones más
apartadas, hasta el punto de que resultaba del todo imposible una descripción
de ellas ajustada a una mínima realidad objetiva.
El
desinterés, también proverbial, de los griegos por todo lo ajeno tampoco
favorecía mucho el conocimiento objetivo de realidades diferentes de la suya.
Su aparente curiosidad en este sentido sólo perseguía una mejor definición de
su propia identidad e idiosincrasia a través de la contemplación satisfecha de
costumbres y formas de vida extrañas que reforzaban su sensación de superioridad
o impulsaban la reflexión acerca de las propias instituciones con un afán
perfeccionista o demoledor. Operaban mediante los principios de la polaridad y
de la analogía, que, según señaló en su momento el estudioso británico de la
ciencia griega Geoffrey Lloyd, constituían los principales mecanismos
reguladores de la mentalidad griega. Un tipo de procedimiento que ha sido
definido después por el especialista francés François Hartog como una «retórica
de la alteridad» tras su análisis detallado del relato de Heródoto sobre los
escitas. Así, estas descripciones aparentemente objetivas de los países lejanos
proceden, sin embargo, a la selección y a la acentuación o reducción de los
datos disponibles, que tampoco son, por otra parte, todo lo exhaustivos que sería
preciso para llevar a cabo una operación de estas características, con el fin
de ajustarlos a los esquemas referenciales del auditorio griego al que iban
dirigidas, para propiciar a través de ellas el reconocimiento de su propia
cultura con todas sus inequívocas señas de identidad, utilizando el relato
«etnográfico» como un simple espejo refractor que estimulase, por contraste,
una reflexión más a fondo sobre sí mismos.
La «colonización»: El primer marco de encuentro
Aunque
resulta casi imposible señalar con precisión el momento exacto en el que los
griegos tomaron contacto por primera vez con otros pueblos que poseían un nivel
cultural y tecnológico inferior al suyo, es probable que debamos retrotraerlos
a los mismos comienzos de su historia. Ya desde el período micénico, a lo largo
de los siglos XIV y XIII a.C, se detectan contactos con las regiones más
occidentales del Mediterráneo, al menos hasta las islas de Sicilia y de Cerdeña
junto con las costas del sur de Italia, donde han aparecido restos importantes
de cerámica de aquella procedencia. Es igualmente posible que existieran
contactos con las regiones adriáticas, donde desembocaban las rutas comerciales
de productos tan preciados como el ámbar o el estaño, que discurrían a través
de la Europa central y occidental desde las remotas zonas de producción
situadas en las costas de Bretaña y las islas adyacentes o en el mar Báltico.
Los pueblos y culturas existentes en dichas regiones no alcanzaban sin duda el
esplendor de los imperios orientales ni el nivel de desarrollo político y
cultural de las ciudades de la costa sirio-palestina con las que los micénicos
habían entrado también en contacto por aquellos tiempos y cuyas realizaciones
tuvieron un impacto tan decisivo en el inicio y posterior desarrollo de la
propia cultura griega, desde la Edad del Bronce hasta los comienzos del período
arcaico.
Dichos
contactos no quedaron interrumpidos de forma brusca y definitiva tras la
destrucción de los palacios micénicos y el derrumbamiento progresivo de toda la
civilización micénica a finales del siglo XII a.C, como parecen empeñados en
proclamar los hallazgos arqueológicos más recientes, que detectan una cierta
continuidad de estas relaciones con el exterior, aunque sin duda mucho menos
intensa y más esporádica que antes, que se extienden a lo largo de buena parte
de la denominada época oscura hasta enlazar con los inicios de la época arcaica,
cuando empiezan ya a cristalizar en formas más visibles y estables mediante la
progresiva instalación de establecimientos griegos más permanentes que la mera
factoría ocasional en muchos de estos territorios. No cabe situar, por tanto,
el primer encuentro de griegos con este tipo de poblaciones en el marco exclusivo
de las denominadas colonizaciones que tuvieron lugar a lo largo de los siglos
VIII al VI a.C. extendiendo los horizontes del mundo griego por toda la cuenca
del Mediterráneo desde las riberas del mar Negro hasta las costas levantinas y
meridionales de la península ibérica.
La larga fase
previa, que se ha denominado «precolonización», estuvo caracterizada por viajes
esporádicos y dispersos a lo largo de los mares siguiendo unas rutas prefijadas
por una tradición comercial milenaria, que iba descubriendo a su vez
progresivamente en el curso del trayecto nuevos emplazamientos favorables o
desechando zonas más conflictivas por la actitud hostil de los habitantes del
lugar o por la escasez de recursos aprovechables. Una buena parte de dicha
experiencia ha quedado reflejada a su manera en la Odisea y en algunos de los viejos periplos que fueron
confeccionados inicialmente con una orientación esencialmente práctica y en los
que se resaltaban precisamente esta clase de informaciones por encima de
cualquier otro elemento descriptivo más general, tal y como todavía puede apreciarse
en algunos de los raros especímenes subsistentes, aunque ya tardíos con
relación a sus modelos originales, como los denominados Periplos del Pseudo
Escílax, datable en el siglo IV a.C., o el del mar Eritreo, perteneciente ya al
I d.C. En el transcurso de esta fase debieron de producirse ya numerosos
encuentros con las poblaciones locales de los territorios visitados que
generaron toda una rica gama de variadas experiencias. Una circunstancia que
debió de condicionar el futuro de los emplazamientos griegos en dichas
regiones, bien preparando el camino para una fácil apropiación del territorio
mediante el uso de la fuerza, bien alentando el establecimiento de buenas y
fructíferas relaciones con los reyezuelos indígenas, que podían facilitar
extraordinariamente sus transacciones con otras zonas del interior, o bien,
finalmente, aconsejando el mantenimiento de una postura cordial en apariencia
pero siempre vigilante y recelosa que incitaba al empleo de la astucia y la
prudencia como recursos fundamentales en el trato con los indígenas.
Sin embargo,
a pesar de la importancia de esta fase previa, el encuentro masivo entre el
mundo griego y las poblaciones indígenas que habitaban esos territorios o se
hallaban en sus inmediaciones tuvo lugar a lo largo del período de expansión
por ultramar, conocido de forma no muy afortunada como colonizaciones, que se
produjo a lo largo de la época arcaica. La fase inicial de tanteos y
exploraciones fue seguida de la instalación definitiva de emplazamientos
estables, que siguió habitualmente, casi siempre, una misma dinámica
consistente en la fundación inicial sobre una isla cercana a la costa o en la
desembocadura de un río, como lugares idóneos que permitían una mejor defensa
de cualquier eventual ataque y ofrecían mayores facilidades de comunicación con
el lugar de procedencia, al tiempo que posibilitaban también una cómoda vía de
acceso al interior del país, seguido de una instalación más duradera, ya en
tierra firme, cuando las circunstancias lo permitían y se habían apaciguado los
recelos y temores de las poblaciones locales. En algunos casos esta expansión
hacia el interior, que implicaba la adquisición de tierras de cultivo,
comportaba el enfrentamiento con sus actuales habitantes, haciendo necesaria
una conducta mucho más agresiva de implantación que la que existió en una fase
anterior. Algunos de estos emplazamientos prosperaron en sus nuevos territorios
y llegaron a convertirse en representes privilegiados de la cultura griega en
las zonas más apartadas del Mediterráneo, como sucedió con Marsella y Cirene en
la cuenca oriental o con Olbia en el mar Negro. Otros resultaron, en cambio,
finalmente absorbidos por el medio indígena circundante al mostrarse incapaces
de resistir la presión de un entorno hostil o por el surgimiento de nuevas potencias
hegemónicas en las regiones circundantes, como sucedió con algunos de los
establecimientos griegos del sur Anatolia, que fueron anegados por el
expansionismo asirio durante los siglos VIII y VII a.C, o con la parte más
occidental de Sicilia, que quedó sometida finalmente al dominio cartaginés, o
con la mayoría de las colonias itálicas, que terminaron siendo presa de los
pueblos indígenas dominantes en la zona, como los lucanios, los brutios o los
campanos. Sin embargo, no siempre fueron los enfrentamientos con el elemento
indígena los responsables directos de la decadencia de algunos establecimientos
griegos. En seguida surgieron en estos nuevos territorios helénicos las viejas
disputas y rivalidades por el control de la tierra que caracterizaron toda la
historia griega, provocando la destrucción de un lugar como Síbaris a manos de
sus vecinos de Crotona.
La cuenca
occidental del Mediterráneo y las orillas del mar Negro, donde se desplegó una
casi constante instalación de establecimientos griegos a lo largo de este
período, presentaban algunas singularidades respecto a las regiones orientales,
relativamente mejor conocidas por los griegos ya que habían entrado en contacto
con ellas al menos desde la mitad del segundo milenio a.C. Además, la
diversidad étnica y cultural de estas regiones quedaba reducida a ojos de los
griegos dentro de una realidad política más amplia y homogénea como la de los
grandes imperios que se fueron sucediendo en la zona, desde el asirio en el
siglo VIII a.C. y el neobabilonio, casi un siglo después, hasta culminar en el
persa, presentando así al menos una fachada exterior uniforme de un mundo
interior mucho más diverso y variado. La utilidad de dicha referencia única
queda patente en el relato de Heródoto, que utiliza como hilo conductor de su
descripción del mundo conocido el esquema clarificador y ordenado que
representaba el imperio aqueménida. Cuando todavía no existía en el horizonte
esta cómoda referencia global y su principal contacto se hacía a través de las
poblaciones arameas del norte de Siria y de la costa levantina, los griegos
utilizaron también para referirse a estas gentes una única etiqueta generalizadora,
como la de fenicios, que se aplicaba indistintamente a pueblos bien diferentes
que habitaban aquellas regiones cuyo denominador común era su implicación en
las actividades comerciales que desembocaban en la zona del Egeo transportando
en sus barcos tanto producciones locales como de otras procedencias más
lejanas.
Por el
contrario, en las regiones del Mediterráneo occidental no existía ninguna
entidad política de la envergadura de los imperios antes citados que pudiera
englobar bajo un único nombre toda una realidad más diversificada y concreta.
El único candidato visible era Cartago, pero diversas circunstancias impedían
esta operación aglutinante. Una era su tardía aparición en escena, ya que fue
sólo a partir del siglo VI a.C. cuando emergió en la conciencia griega como una
comunidad política plenamente desarrollada. Otra no menos determinante fue la
reducción de sus dominios a las regiones norteafricanas y a algunas de las
islas occidentales, que dejaba fuera de su área de influencia todo el interior
del continente europeo, considerado además el más grande y extenso de los
existentes. Cartago era considerada por los griegos una gran potencia naval que
había extendido sus dominios por las regiones más remotas del mar exterior a
las Columnas de Heracles (el estrecho de Gibraltar) que cerraban el mundo
conocido. Así lo revela el hecho significativo de que un texto de ficción de la
literatura helenística, el denominado Periplo
de Hanón, que en los cálculos más optimistas reflejaría una expedición
cartaginesa de las costas atlánticas africanas, sea atribuido, como un acto
evidente de legitimación literaria, precisamente a un almirante cartaginés,
considerado el protagonista más creíble en un tipo de expedición similar. Su
constitución política y sus instituciones fueron objeto de la admiración de
Aristóteles que la incluyó sin dudar entre el elenco de los 158 diferentes
sistemas políticos que conformaban la base experimental para un estudio más a
fondo de la forma de gobierno ideal. Sin embargo, su estatura como imperio no
alcanzó nunca la consideración de los grandes imperios orientales como el persa
a pesar de las constantes luchas habidas en el ámbito del Mediterráneo
occidental entre cartagineses y griegos por el dominio de la Sicilia
occidental. Las pretensiones propagandísticas de los griegos de Occidente por
parangonar su guerra contra los cartagineses con las grandes campañas contra
los persas del primer tercio del siglo V a.C, intentando infructuosamente hacer
coincidir en la misma fecha la batalla de Hímera con la de Salamina, hablan a
las claras del estéril esfuerzo realizado por elevar la categoría de un rival
que dentro del imaginario griego no gozaba del mismo peso y entidad que los
mucho más emblemáticos persas.
Al igual que
en Oriente, pero con mayor diversidad, los griegos recurrieron también a
etiquetas de carácter genérico para denominar a las numerosas etnias que fueron
encontrando a lo largo de todo este período en su expansión por tierras de
ultramar. Las distinciones eran ahora mucho más abiertas y menos concretas, ya
que apenas encontraban referentes geográficos bien definidos, como sucedía en
el caso de Egipto articulado territorialmente en torno al Nilo, o de los
fenicios, escalonados a lo largo de la costa sirio-palestina. Utilizaron así el
término genérico de escitas para englobar a todas las etnias de cultura nómada
que habitaban las interminables estepas rusas a partir de las costas del mar
Negro. Designaron como tracios a los habitantes de un amplio territorio que
abarcaba desde las riberas occidentales del mar Negro hasta las zonas más
septentrionales del Egeo, pasando por el curso inferior del Danubio. Para las
pueblos que habitaban todo el interior del continente europeo, especialmente en
sus regiones más occidentales, utilizaron el término de celtas, que les
acompañó también durante sus conocidas migraciones hacia Oriente cuando en el
siglo III a.C irrumpieron violentamente en suelo griego llegando hasta el
mismísimo santuario de Delfos. Estas etiquetas de carácter globalizador, cuya
utilidad descriptiva ha quedado bien probada por la continuidad de su uso hasta
nuestros días, a pesar de sus reconocidas y a veces insalvables diferencias
culturales, no carecían de cierto sentido histórico. Servían, en la práctica,
para aunar dentro de una categoría más amplia ciertas peculiaridades
etnográficas comunes que habían sido observadas de manera más empírica en una
realidad mucho más difuminada en tribus y pueblos singulares y concretos con
sus propias costumbres e idiosincrasia. Los propios griegos eran bien
conscientes del valor global que poseían esta clase de términos, ya que cuando tenían
un mejor conocimiento directo del territorio en cuestión recurrían a
designaciones más específicas, como las de las numerosas tribus tracias o
escitas que se mencionan en el relato de Heródoto correspondiente a estas
regiones del orbe. De hecho, este abanico de designaciones se amplió de forma
considerable durante el período romano, cuando el imparable avance de las
legiones por el interior de Europa permitió un conocimiento más inmediato y
directo de su realidad, tal y como puede comprobarse en el caso de la península
ibérica, donde categorías más amplias como las de iberos y celtíberos son
expandidas en un sinfín de pueblos concretos que desfilan ante nosotros en las
páginas del libro III de la Geografía
de Estrabón o de la Historia romana de Apiano.
Bien fuera a
través de designaciones globales o más específicas, el hecho cierto es que los
griegos reconocían una clara superioridad de su nivel cultural respecto al de
casi todas estas poblaciones. La mayoría de ellas practicaban una forma de vida
nómada, siempre considerada primitiva y desafiante por las comunidades
sedentarias, cuyo modus vivendi era
considerado, lógicamente, el prototipo ideal de la civilización. Muchos de los
denominados pueblos bárbaros habitaban en aldeas y no en ciudades, iban siempre
armados y se dedicaban preferentemente al saqueo y la piratería, una practica
que, como nos recuerda Heródoto, era considerada entre los tracios una manera
de vida honorable. Sus costumbres y sus comportamientos resultaban un tanto
sorprendentes vistos desde la óptica griega, llegando a rozar en algunos casos
el estadio de vida animal, como se refleja en muchos de los comentarios
desplegados al hilo de la descripción de sus formas de relación sexual o de sus
hábitos funerarios. Esta sensación de distancia entre un mundo y otro, que
quizá resultaba evidente ya desde el principio, se fue, sin embargo, consolidando
con el paso del tiempo al irrumpir en el mundo griego, ya en época clásica, una
importante masa de esclavos procedentes de esas regiones del norte que
ilustraban de forma inmediata los estereotipos establecidos.
Las
relaciones de los griegos con todos los pueblos indígenas que habitaban las
regiones por las que se desplegó su expansión a lo largo del período arcaico no
se ajustan en modo alguno a un único patrón común, sino que configuran una
amplia gama de situaciones bien diferentes. Encontramos así casos de ambos
extremos, como aquellos en los que las relaciones fueron ya desde un principio
de abierta hostilidad e implicaron la imposición violenta de los recién
llegados sobre la población local, junto con otros en los que las normas
imperantes fueron, en cambio, la colaboración y el entendimiento con los
indígenas. Entre ambos extremos se produjeron también otras muchas
posibilidades, como aquellas situaciones en las que la amistad inicial fue
seguida de un importante deterioro y provocó incluso la desaparición final del
establecimiento griego a manos de los ataques de los pueblos circundantes o
aquella otra en la que se produjo el mantenimiento de una relación interesada
por ambas partes a la vista de los mutuos beneficios que comportaba. En la
marcha de las cosas influían diferentes factores, como la actitud más o menos
amigable de las poblaciones locales, su mayor o menor capacidad militar para amedrentar
a los recién llegados, la disponibilidad de los medios humanos suficientes para
abordar con plenas garantías una ocupación completa del territorio, la
necesidad circustancial de colaboración entre unos y otros frente a enemigos
comunes más poderosos o la simple eficacia y agilidad en la circulación de los
productos de intercambio que compraban lealtades en las élites dirigentes y
satisfacían algunas carencias de la población local. Conviene recordar a este
respecto que los emplazamientos griegos prestaban una considerable gama de
servicios a las comunidades indígenas, y en particular a sus élites dirigentes,
desde la provisión de productos como el vino, la cerámica y otros utensilios de
lujo, que contribuían a realzar el prestigio social de sus propietarios, hasta
la acuñación de moneda o la colaboración y asesoramiento militar en las luchas
internas o en la defensa contra agresiones externas.
Casos de
ocupación violenta del territorio tras la llegada de los primeros griegos están
ampliamente atestiguados en nuestras fuentes. La presencia de los corintios en
la isla de Ortigia en Sicilia comportó la expulsión de los pobladores sículos
previos que habitaban la zona. Una situación de enfrentamiento se dio también
en la isla de Tasos y la costa adyacente cuando los parios intentaron
establecerse en la región frente a la hostilidad de los belicosos tracios que
ya la ocupaban, tal y como conocemos por el testimonio del poeta Arquíloco en
el siglo VII a.C, que podría haber tomado parte en la empresa. En otras
ocasiones los intentos de ocupación griega fracasaron de forma estrepitosa ante
la fuerte resistencia opuesta por los indígenas, como sucedió en la región de
Tracia cercana a la ciudad de Abdera, cuando los colonos llegados de Clazómenas
en Asia Menor tuvieron que renunciar a la tentativa, o en la parte occidental
de Sicilia, donde los élimos, con la inestimable colaboración de los cartagineses,
rechazaron todos los intentos de penetración griega en la zona. La situación de
hostilidad abierta concluyó, en algunos casos con el sometimiento de las
poblaciones indígenas al estatus de mano de obra servil dependiente, que era
utilizada en el cultivo de las tierras que ahora pertenecían a la nueva
comunidad griega asentada en el lugar, como sucedió con los kilirios de
Siracusa en Sicilia o con los mariandinos en la ciudad de Heraclea Póntica en
la costa norte de Asia Menor. En otros, lo que en un principio había sido una
ocupación pactada y pacífica acabó convirtiéndose con el paso del tiempo en una
confrontación abierta con los indígenas tras iniciarse la expansión griega
hacia las tierras del interior que ocupaban aquéllos, como ocurrió en el caso
de Cirene en el norte de África o en el de Síbaris en el sur de Italia.
Los
enfrentamientos violentos con los indígenas no siempre tenían lugar durante la
primera fase de instalación y consolidación del establecimiento griego. En
muchos casos se produjo la circunstancia de que, con el paso del tiempo, estas
comunidades indígenas del interior desarrollaron, precisamente a través de la
influencia griega, nuevas formas de organización social, política y militar que
condujeron a la constitución de nuevas élites semihelenizadas cuya aspiración
era ocupar ahora el lugar privilegiado desde un punto de vista comercial y estratégico
en que había acabado convirtiéndose el establecimiento griego de su entorno.
Los ataques, en algunos casos definitivos, sufridos por algunas de las ciudades
griegas de Italia por parte de los pueblos circundantes, como Cumas por los
etruscos, Tarento por los yápigos, Síbaris por los brutios y Capua por los
campanos, obedecen a esta dinámica. La emergencia de los elementos indígenas
del sur de Italia y Sicilia, que tuvo lugar a lo largo de los siglos V y IV
a.C, provocó un violento proceso de «descolonización» que llevó a afirmar a
algún autor del período helenístico, utilizado por Estrabón como fuente, que
toda la región denominada Magna Grecia se había ahora barbarizado hasta tal
punto que, a excepción de las comunidades de Tarento, Regio y Nápoles, el resto
de la zona había sido finalmente absorbido por los indígenas lucanios, brutios
y campanos. El desarrollo progresivo de algunos reinos indígenas comportó, en
efecto, la inclusión de las comunidades griegas existentes en sus contornos o
en su área de influencia, como sucedió con las ciudades griegas existentes en
los reinos tracios al norte del Egeo o con la promoción de Panticapeo como
nuevo centro urbano del emergente reino del Bosforo en la actual región de
Crimea.
El encuentro
violento con otros pueblos dentro del ámbito de expansión griega no siempre
tuvo como antagonistas a la población local. En algunas ocasiones fue más bien
el resultado de la repentina irrupción de poblaciones nómadas en la zona, como
la de los cimerios en Asia Menor durante el siglo VII a.C. que provocó una
oleada de destrucciones masivas por toda la región, concretándose a veces en
ciudades griegas como Sínope, que fueron blanco directo de la acción agresora
de los invasores. En otros casos los responsables directos de la desaparición o
de la decadencia irreversible de las comunidades griegas establecidas en su
área de influencia fueron los imperios dominantes del momento, como los asirios
en el siglo VIII a.C. en el caso de Tarso en el sur de Asia Menor, o los
cartagineses en el VI a.C, en el de las ciudades sicilianas de Hímera,
Agrigento y Gela. Los efectos provocados por dichas acciones debieron de
marcar, sin duda, de forma decisiva la conciencia griega a la hora de percibir
al «otro», trasladándolo de manera metafórica a lugares de la geografía
imaginaria tan siniestros como el Hades, como pudo haber sido el caso de los
citados cimerios convertidos en un pueblo muy parecido, que recordaba sin duda
el nombre de los temidos invasores del norte, situado en las inmediaciones del
mundo de los muertos en la Odisea
homérica, donde aparecen rodeados de oscuridad y tinieblas como una simbólica venganza
de sus terribles devastaciones. También la imagen negativa de los cartagineses
que aparecía reflejada en algunas de las fuentes sicilianas que han dejado sus
ecos en la tradición posterior recogida por Timeo es, seguramente, consecuencia
directa de la rivalidad sostenida con ellos por el control y el dominio de la
parte occidental de la isla durante un largo período de tiempo.
La relación
de los griegos con los indígenas se mantuvo también, en muchas ocasiones, en
términos de cordialidad y colaboración, como revelan los establecimientos de
carácter comercial cuya finalidad principal era el comercio con las poblaciones
del interior a través de una compleja red de intercambios que se iniciaba en el
emporio griego y en la que participaban también activamente los reyezuelos
locales, garantizando la seguridad de las vías utilizadas y la agilidad en la
circulación de los bienes y productos que discurrían por ellas por ser parte
interesada en sus beneficios. Estas buenas relaciones se tradujeron en la
erección de altares y en la construcción de santuarios extraurbanos que fueron
conjuntamente utilizados por griegos e indígenas, en la celebración de mercados
comunes o en la determinación de zonas neutrales entre los dominios de ambas
comunidades que facilitaban las transacciones. Muchas de estas fundaciones
surgieron por concesión directa de los reyezuelos locales, que estaban muy
interesados en la prestación de servicios que el establecimiento griego les
garantizaba. El caso de Náucratis, cuyo establecimiento fue propiciado por el
faraón egipcio Amasis, es seguramente el más emblemático de esta clase de
situaciones, pero hubo también otros quizá menos conocidos, como el de la
siciliana Megara Hiblea, que fue el resultado de la concesión del rey sículo
Hiblón, o el de Isa en el Adriático, cuyo asentamiento se consiguió tras el pertinente
contrato establecido con los príncipes ilirios de la zona. Es también muy
probable, aunque las evidencias disponibles no resultan todo lo contundentes
que quisiéramos que en algunos lugares determinados, como Incoronata en Italia
o Huelva en la península ibérica, dos emplazamientos indígenas que presentan
inequívocos rasgos arqueológicos que permiten detectar la presencia de griegos
establecidos en el lugar y donde se produjeron intensos procesos de intercambio
de bienes de distintas procedencias, se dieran casos de una cohabitación
pacífica de griegos e indígenas.
Las
situaciones de interdependencia entre griegos e indígenas fueron numerosas y
variadas. Algunas comunidades hubieron de garantizarse la inmunidad mediante
una serie de tributos pactados con los indígenas de la región, como fue el caso
de Bizancio o de algunas de las ciudades del mar Negro como Olbia, sometidas a
esta especie de chantaje para conseguir su supervivencia y estabilidad. Otras
propiciaron mediante su actividad en el entorno el surgimiento de comunidades
mixtas instaladas en los alrededores del establecimiento griego, como parece
que fue el caso de las ciudades del mar Negro o de Cirene en el norte de
África, que consiguieron la sedentarización parcial de algunas poblaciones
escitas y libias respectivamente, que adoptaron usos y costumbres griegas según
nos informa Heródoto. En otras ocasiones, los intereses comunes facilitaron la
integración de las dos comunidades dentro del mismo recinto fortificado, como
fue el caso de Ampurias en la península ibérica, que acogió dentro de las
mismas murallas a griegos e indicetas. Esta coexistencia aparentemente pacífica
ha quedado también confirmada por la arqueología, que ha detectado comunidades
mixtas sículo-calcidenses en el área de Sicilia en lugares como Licodia o
Morgantina. Muchas ciudades griegas del ámbito «colonial», entre las que
destacan las actuales Nápoles o Marsella, se convirtieron con el paso del
tiempo en comunidades de esta clase. Los matrimonios mixtos estuvierón desde el
principio a la orden del día, ya que lo norma era que los primeros contingentes
griegos que arrian a un nuevo emplazamiento fueran exclusivamente masculinos y
tuvieran que recurrir, por tanto, necesariamente a la unión con mujeres
indígenas de la zona. Una situación en la que caben también todo tipo de
variedades, desde la libre aceptación de las elegidas hasta la utilización del
rapto y la violencia, como ha quedado bien reflejado en numerosas leyendas,
como la relativa al tabú existente entre las mujeres de Mileto que nunca se
sentaban a la mesa con los maridos ni pronunciaban sus nombres en recuerdo de
la muerte violenta de sus padres y maridos por obra de los recién llegados, o
en historias de carácter más romántico y emblemático como la de la fundación de
Marsella, según la cual, la princesa local se decantó por el recién llegado
frente al resto de los pretendientes locales que aspiraban a conseguir su mano.
Sin embargo,
tampoco el cuadro general resulta tan idilico como pudiera parecer a primera
vista según se desprende de algunos de estos testimonios. La coexistencia diaria
de griegos e indígenas, aun con la presencia innegable de comunidades mixtas,
generaba importantes problemas y situaciones conflictivas cuya realidad
específica se nos escapa por completo en la mayoría de los casos. No obstante,
disponemos de algunos testimonios que pudieran resultar indicativos de las
dimensiones concretas o de los resultados específicos a que condujeron tales
situaciones de conflicto, sabemos así que algunas de las comunidades mixtas
compartían tan sólo las mismas murallas defensivas hacia el exterior, ya que
los barrios griego e indígena se hallaban cuidadosamente delimitados y
separados, como parece que sucedía tanto en Nápoles como en Ampurias, donde, en
este último caso, se nos dice incluso que un muro separaba desde el interior a
ambas comunidades y un magistrado especial tenía por encargo la vigilancia
continua de la única puerta que daba acceso al recinto indígena. Tampoco
algunos casos aparentes de concordia son lo que parecen, como la elección de
magistrados especiales como el denominado «vendedor» en la ciudad griega de
Epidamno, en la costa del Adriático, que se ha considerado a veces como un
claro indicio de 1os procedimientos de apertura y normalización en las relaciones
mutuas de griegos e indígenas. Si atendemos al tenor completo de la noticia,
que procede de Plutarco, se dice en ella que dicha magistratura se instituyó
como una forma de canalizar a través de un solo individuo las relaciones con la
comunidad indígena e impedir así las masivas y reiteradas visitas de los nativos
a la ciudad griega, un hecho que a juzgar por los resultados debía de suscitar
inquietud y disgusto entre sus habitantes. Incluso en un caso como el de
Marsella, cuya historia de fundación posee aparentemente tintes tan románticos,
las cosas se complicaron posteriormente entre las dos comunidades y de hecho
fue necesario fundar una serie de plazas fuertes a lo largo de la costa para
protegerse de los indígenas que habitaban las inmediaciones del Ródano, según
el testimonio de Estrabón.
Tampoco los
casos antes mencionados de colonias como Bizancio u Olbia, obligadas a
conservar su seguridad mediante el pago de un tributo a los reyezuelos
indígenas de la zona, debieron de generar una actitud muy favorable o receptiva
por parte de los griegos del lugar hacia sus coactivos «protectores». Una gama
de situaciones compleja y variada, en suma, que, si las sumamos a aquellas que
reflejan hostilidad sin más atenuantes, configuran un cuadro general más bien
poco optimista a la hora de encontrar un marco de convivencia entre la cultura
griega y las de los pueblos indígenas presidido por el mestizaje cultural
abierto y cosmopolita y sí, en cambio, un panorama mucho más sombrío y complejo
de la realidad de cada lugar y cada tiempo que diluía las virtudes y defectos
particulares dentro de un esquema de percepción mental más general y duradero,
al menos a tenor de los resultados posteriores dentro de la propia cultura
griega, cuyos elementos determinantes eran el distanciamiento, el recelo y el
abierto menosprecio de unas formas de vida que eran consideradas inferiores.
Las conquistas de Alejandro: Segundo marco de encuentro
La conquista
del imperio persa por Alejandro significó una apertura inesperada de horizontes
para el mundo griego. Con ella se abrían de manera casi definitiva para muchos
numerosas oportunidades de mejorar su situación. Existía, en efecto, la
posibilidad de trasladarse a los nuevos establecimientos orientales que, tras
la muerte de Alejandro y la pacificación final, al menos momentánea, entre sus
sucesores aspirantes a ostentar la hegemonía, se habían convertido en prósperas
y florecientes capitales de los nuevos reinos helenísticos. Las nuevas
monarquías requerían urgentemente una cantidad ingente de funcionarios y
soldados con los que llenar las filas de una imponente burocracia y un
descomunal ejército que tenían respectivamente la misión de administrar y
controlar los nuevos territorios frente a la posible rebelión de los nuevos súbditos,
a una agresión exterior de los pueblos que habían quedado fuera del ámbito de
las conquistas macedonias o a un ataque de alguno de los reinos vecinos,
instalados desde su nacimiento en una rivalidad endémica por el dominio de los
territorios limítrofes. Fueron muchos los griegos que acudieron a la llamada de
los monarcas que aspiraban a cubrir sus respectivos reinos de una pátina griega
mediante la creciente fundación de nuevas ciudades y la concesión de importantes
privilegios y beneficios a los griegos que se instalaban en ellas.
Los reinos
helenísticos así creados, sobre todo el de los Tolomeos en Egipto y el de los
seléucidas que ocupaba los antiguos dominios del imperio aqueménida, desde Asia
Menor hasta la India, constituyeron el nuevo marco de relaciones que definió el
encuentro masivo entre los griegos y otros pueblos, esta vez ya preferentemente
orientales. Los griegos formaban parte, al menos inicialmente, del estamento dominante
de los colonizadores, aplicando aquí el término con todas sus consecuencias,
dado el carácter eminenterne colonial de la sociedad helenística, como ya
demostró en su día el gran helenista francés Édouard Will. Ocupaban sus puestos
en la administración y el ejército, y ostentaban casi por norma la posesión de
un lote de tierra que era cultivado por los indígenas que habían acabado convirtiéndose
en mano de obra dependiente de los nuevos señores del territorio. Habitaban por
lo general en ciudades de nueva planta o en colonias de veteranos estables que
actuaban como guarniciones en puntos estratégicos del país. En el caso de las
primeras, las ciudades fundadas por los reyes que sumaban casi 160 nuevos
establecimientos urbanos, gozaban incluso de las instituciones características
de la polis griega clásica. La separación del medio indígena era manifiesta a
todos los niveles. En las ciudades que habían surgido a partir de los
establecimientos coloniales situados al lado de aldeas, unos y otros ocupaban
barrios claramente diferenciados, como puede detectarse incluso a nivel
arqueológico en casos como el de Dura Europos, en Siria, donde pueden
apreciarse perfectamente sobre el plano de las ruinas de la ciudad el
conglomerado arracimado de la vieja aldea o ciudad indígena por una parte y por
otra los barrios de nueva planta ocupados por los griegos. Incluso en Egipto,
donde las ciudades no constituían la norma general y eran muy numerosos los
griegos que habitaban en pequeños establecimientos como funcionarios de rango
secundario, cuya misión asignada era controlar en directo las actividades
agrícolas del campesinado egipcio, los establecimientos donde había griegos se
dotaron en todos los casos de instituciones tan representativas y emblemáticas
como el gimnasio, donde se reafirmaban constantemente los valores distintivos
de la cultura griega y reforzaba así el marco de segregación respecto a la población
local.
Hubo evidentemente
numerosos casos de mestizaje en casi todos los niveles, pero especialmente en
los estratos más bajos de la población griega. Muchos de sus efectivos,
empujados por una desafortunada carrera o por una mala gestión de sus propios
recursos, se vieron obligados a convivir estrechamente con la población
indígena, se casaron con mujeres del lugar y fueron progresivamente engullidos
por la presión asfixiante del medio local del que sus descendientes directos
fueron ya una parte más. También en los medios urbanos se produjeron
situaciones de mezcla y mestizaje, como parece que sucedió en la propia capital
tolemaica, Alejandría, cuya población mayoritaria, que estaba escindida
inicialmente en numerosas etnias y culturas diferenciadas, acabó con el paso
del tiempo convirtiéndose en una masa informe más homogénea de carácter híbrido
si hacemos caso de las impresiones de Polibio, que visitó la ciudad a mediados
del siglo II a.C, cuando afirma que el grupo mayoritario de sus habitantes estaba
formado por un conjunto híbrido y heterogéneo, los que el historiador denomina
«alejandrinos», que si bien conservaban todavía algunas costumbres griegas
habían acabado practicando la forma de vida egipcia.
La
experiencia del «otro» durante el período helenístico no fue tampoco un modelo
de abierto cosmopolitismo a pesar de la falsa apariencia que pueden ofrecer
algunas grandes capitales, como la ya mencionada Alejandría. La realidad
imperante tuvo un carácter bien distinto. Una etnia dominante compuesta por los
grecomacedonios ejercía el poder sobre las culturas indígenas de los
respectivos países, que constituían ahora los nuevos reinos. Los centros
fundados por los monarcas helenísticos practicaban una forma de vida plenamente
griega, provistos de sus instituciones más características, como el teatro o el
gimnasio, que fomentaban incuestionablemente las señas de identidad helénica
más distintivas y vivían por lo general de espaldas a una realidad indígena que
sólo afectaba a sus vidas de forma tangencial y esporádica. Incluso los
emplazamientos más distantes, como el de Ai Khanum, situado en el actual
Afganistán, en cuyas ruinas se detecta la presencia de estructuras
arquitectónicas claramente orientales y cuya población total debía de contener
un importante contingente indígena, los signos manifiestos de su inequívoco
carácter griego aparecen también por todas partes, desde los habituales
edificios representativos, como el gimnasio, el teatro o los monumentos
funerarios, hasta la presencia significativa de los aforismos délficos que
resumían lo esencial de la denominada sabiduría griega, trasladados hasta
aquellas remotas regiones a través de un epigrama dedicado en una tumba. Lo más
sorprendente del lugar es sin duda esta fidelidad inquebrantable a sus orígenes
griegos a pesar de la existencia, también incuestionable, de elementos
orientales, especialmente en el ámbito religioso.
La helenizacióny sus límites
Se ha
proclamado con demasiada frecuencia que el resultado habitual del encuentro de
los griegos con otras culturas fue la correspondiente helenización de sus
formas de vida, constatable en los numerosos artefactos de este origen hallados
en sus tumbas, en la adopción de determinadas costumbres, como la del banquete
con todo su ajuar correspondiente y en la imitación evidente de sus modelos
artísticos hasta llegar a constituir formas artísticas propias que denuncian a
todas luces la influencia decisiva operada en su factura por los modelos
originales helénicos utilizados. No siempre se explicita del todo lo que se
entiende por esta cómoda etiqueta de helenización. En un principio se
entendería por tal la apropiación de las formas artísticas y de las costumbres griegas
por parte de las poblaciones indígenas que entraron contacto con aquéllos.
Dicho proceso, entendido en un principio como unidireccional, comportaría
signos externos como la adopción de la onomástica griega, de su forma de vestir
y de su dieta, sin que se produjeran en sentido contrario las contrapartidas
esperadas, a no ser algún tímido influjo procedente del ámbito religioso, dada
la conocida propensión de los griegos a aceptar influencias en este campo, como
ya puso de manifiesto Heródoto, dispuesto a reconocer abiertamente el origen
ajeno de la mayor parte de las divinidades y formas de culto helénicas.
Este proceso
de helenización habría sido experimentado con mayor o menor fuerza por todas
las sociedades indígenas que entraron en contacto con los griegos en algún
momento de su historia, desde los iberos de nuestra península hasta los tracios
y escitas, pasando inevitablemente por los propios romanos y el resto de los
pueblos itálicos. Manifestaciones como la escultura ibérica reflejarían de
forma evidente esta influencia en piezas tan emblemáticas como la célebre Dama
de Elche o las esculturas de Porcuna (Jaén). Artistas griegos itinerantes,
instalados, provisionalmente al menos, en establecimientos indígenas habrían
sido los originadores de este tipo de productos, que irían haciendo con el paso
del tiempo escuela local, en cuyas obras se detectan las lógicas deficiencias
propias de quienes han aprendido, aun con destreza, un arte ajeno. Esta
helenización habría alcanzado ya el paroxismo con las conquistas de Alejandro,
empeñado según la visión optimista del historiador escocés Tarn en difundir por
todas partes los ideales de vida griegos a través de su incesante fundación de
establecimientos urbanos, llevada a cabo precisamente con vistas a cumplir este
objetivo. La helenización de Oriente ha sido hasta hace bien poco uno de los
axiomas fundamentales de la historia del período helenístico, como puede
todavía comprobarse en algunos reputados manuales.
Este cuadro
ha experimentado recientemente, sin embargo, importantes modificaciones. Ya en
los años setenta del siglo XX el gran historiador italiano Arnaldo Momigliano
advirtió en uno de sus libros más celebrados de los límites de la helenización
que no constituía ni mucho menos un proceso tan amplio y absorbente como se
había imaginado a la luz de algunas débiles y escasas constataciones bajo el
ferviente credo de ese panhelenismo dominante en la mentalidad europea que ha
denunciado el ya comentado libro de Martin Bernal. Las cosas eran bastante más
complejas de lo que parecen a simple vista. Por lo que respecta a la
helenización de culturas ajenas durante el período de las colonizaciones
arcaicas, los estudios más precisos llevados a cabo sobre las formas artísticas
indígenas, como la mencionada escultura ibérica, apuntan más bien hacia
producciones claramente locales en sus rasgos artísticos predominantes, en su
temática y en su estilo, que, sólo de forma muy leve y distante, se vieron
influenciados por modelos griegos, todavía difíciles de identificar con
precisión ante la falta de referentes inmediatos, al menos por lo que respecta
a la escultura ibérica. Los autores de las célebres esculturas de Porcuna,
antes citadas, eran conscientes de la existencia de modelos griegos, pero
llevaron a cabo su trabajo elaborando un producto final que presenta todas las
señas distintivas de la cultura local, que contrastan abiertamente en algunos
casos con sus pretendidos modelos originales a la vista de su datación, el
siglo V a.C. Puede afirmarse así que la escultura ibérica es, propiamente
hablando, el producto de artistas locales que adoptaron de los griegos, pero
también de otros como los fenicios, lo que les pareció oportuno manteniendo
siempre intacta su independencia cultural, ideológica y artística.
Respecto a la
adopción de costumbres y utensilios griegos por las sociedades indígenas, es
necesario también realizar unas matizaciones importantes. Se trata por lo
general de productos hallados en las tumbas de las élites dirigentes locales, considerados
objetos de rango y prestigio por sus propiedades y valorados en tan alta estima
por ese motivo que marcharon con ellos a su morada definitiva, donde han sido
descubiertos. Uno de los objetos griegos más excepcionales hallados en ámbitos
indígenas, la ya citada crátera de Vix, una vasija de bronce de dimensiones
colosales que superaban el metro y medio de altura y que estaba espléndidamente
decorada con figuras de guerreros, apareció en la tumba de una princesa gala,
como se dijo anteriormente, en un lugar que ocupaba probablemente una posición
clave en la ruta comercial que discurría hacia las fuentes del estaño y del
ámbar desde la costa mediterránea atravesando el interior de Francia. Ése es
también el rasgo distintivo de algunas de las piezas griegas halladas en otros
lugares como el ya citado Heuneburg o en algunos lugares de la península
ibérica, lugares que ocupaban una posición privilegiada dentro de una ruta
comercial importante, cuyos príncipes o reyezuelos eran objeto de espléndidos
regalos que realzaban su prestigio interno y prestaban su colaboración para
agilizar los intercambios que se realizaban a lo largo de esas rutas,
proporcionando a su vez amparo y seguridad a los agentes que los transportaban.
Este
mecanismo del «regalo o del don», propio de una dinámica de comportamiento
aristocrático de numerosas culturas y entre ellas la griega, constituyó el
marco fundamental dentro del que se desarrollaron las relaciones de los
«colonos» griegos con las poblaciones indígenas. La inmensa mayoría de los
objetos griegos que circularon a través de estos países tenían este destino
preferencial con un objetivo evidente como era el de ganar el favor y el apoyo
de los dirigentes locales que favorecían así la presencia griega en la región
por las indudables ventajas que se derivaban de ella. Con los objetos
circulaban también los motivos iconográficos que los decoraban y el uso ritual
o cotidiano al que estaban destinados. Es posible que en determinadas ocasiones
el nivel de asimilación fuera efectivamente más allá de la mera apropiación
material para adoptar también las significaciones culturales añadidas, pero en
la mayoría de los casos se trató seguramente de un simple mimetismo cuyo
principa valor simbólico era el aumento de prestigio interno dentro de su
propia comunidad que comportaba la posesión de esos objetos, un poco a la
manera, mutatis mutandis, en la que
muchos viajeros modernos con recursos adquieren estatuillas simbólicas de los
países exóticos que han visitado asumiendo con ellas su pretendida
significación espiritual, cuya explicación del fenómeno no va frecuentemente
mucho más allá de la escueta información que podemos encontrar en la etiqueta
identificativa de la vitrina de un museo. Una mera adopción formal, en suma,
sin un conocimiento profundo de su significado más ajustada a las
circunstancias imperantes, que hacían difícil el trasvase completo de una
cultura a la otra ante la falta de referentes universales reconocidos, como los
que la religión (el cristianismo habitualmente) o el predominio global de los
medios de comunicación han proporcionado en la historia más reciente.
De cualquier
manera parece evidente que la mayor o menor incidencia de la cultura griega
sobre las sociedades indígenas se produjo en sus medios aristocráticos, que
resultaron, por lo general, los principales beneficiarios directos del
comercio, del tributo o de la colaboración que implicaba la presencia griega en
la región. Sus esfuerzos por helenizar sus respectivas cortes, al menos desde
un punto de vista formal, aparecen continuadamente en nuestras fuentes, como
sucede con el reino odrisio de los tracios, que utilizaba la lengua griega en
sus inscripciones tanto sobre objetos de lujo, como el famoso tesoro de Rogozen,
como para los asuntos relativos al funcionamiento interno del propio estado
indígena, sabemos incluso que algunos de sus representantes, como Seutes II,
poseían un buen manejo de la lengua griega. Otros, como el ibero Baspedas de la
ciudad de Sagunto, eran también capaces de entenderse en griego con su
corresponsal de Empórion (Ampurias) a juzgar por el testimonio de una carta
escrita sobre una lámina de plomo que da cuenta de las transacciones
comerciales que interesaban a las dos partes. Este acercamiento, seguramente
siempre interesado, de los miembros de las élites indígenas a los «colonos» o
comerciantes griegos se tradujo a veces en la apropiación no menos interesada
por su parte de las estrategias genealógicas míticas mediante las cuales se
vinculaban a un antepasado heroico de la talla de Heracles, como sucedió con la
casa real macedonia de los Argéadas a la que pertenecía el propio Alejandro
Magno o con la asunción de la presencia en su territorio de los restos o
huellas visibles de uno de estos gloriosos personajes del mito helénico, como
pudo suceder en algunos lugares de la península ibérica con Ulises o con el
troyano Antenor en la región del mar Adriático. Un procedimiento tan puramente
griego, mediante el cual se asimilaban nuevos territorios y sus gentes dentro
del mapa mental del orbe confeccionado por el mito, contribuyendo así,
decisivamente, a legitimar los nuevos dominios, pudo, efectivamente, mostrar
sus ventajas desde la vertiente indígena al ser adoptado como un modo de
acercamiento privilegiado por parte de sus dirigentes con el fin de favorecer
un tratamiento preferencial (caso de los macedonios) o de mitigar las demandas
inherentes a la dominación.
Este carácter
interesado de la helenización se comprueba de forma más fehaciente durante el
período helenístico, cuando en los nuevos reinos los miembros de las antiguas
aristocracias dominantes, iranias o egipcias, deseaban seguir ocupando sus
posiciones privilegiadas de poder o pretendían ganarse el favor de los nuevos
monarcas que habían sustituido ahora a las dinastías indígenas tradicionales y
veían que el único camino existente para conseguir tales objetivos pasaba por
la adopción de las costumbres y formas de vida griegas. Muchos se vieron
incluso forzados a cambiar de nombre y a adoptar un tipo de dieta alimenticia
que repugnaba sus hábitos más antiguos. Un resultado frecuente de esta
situación debió de ser el robustecimiento de un rencor latente hacia los nuevos
señores y la cultura que los representaba por parte de quienes se vieron
obligados a emprender esta clase de iniciativas, una actitud de resentimiento
alimentada además, a menudo, por los frecuentes desplantes y menosprecios que hubieron
de sufrir de parte de quienes los seguían considerando inferiores a pesar de su
decidido esfuerzo y, quizá, de su mejor intención por tratar de aparentar lo
contrario y jugar en un terreno de imposible equidad. Estos rencores, aunque
para nosotros salen a la superficie en muy contadas ocasiones, revelan su
intensidad cuando aparecen traducidos en actos de rebelión abierta contra los
dominadores, en el primer momento en que muestran indicios de debilidad, como
parece que fue el caso de un noble egipcio llamado Dionisio Petosarapis que
había alcanzado una importante posición en el ejército —muestras ambas, el
nombre y el estatus, inequívocas de su grado de helenización— pero que
aprovechó los disturbios internos en la corte alejandrina para encabezar un
movimiento de sedición de carácter nacionalista egipcio contra el dominio
tolemaico. Desconocemos desgraciadamente cuántos casos más, probablemente
infinitos, quedaron en el tintero por no encontrar un momento tan propicio para
expresar el malestar y la inquina que habían generado tantos años de sumisión.
Hay que
contar además con los numerosos ejemplos de decidida resistencia al helenismo
que encontramos en ambos períodos de difusión aparente de la cultura griega por
las sociedades indígenas. La hostilidad general de los escitas hacia todo lo
griego ha quedado bien reflejada en el relato de Heródoto. Su rechazo del culto
a una divinidad tan emblemática como Dioniso, que sí adoptaron por ejemplo
otros pueblos como los tracios, quedaba ejemplificado en su uso inmoderado y
suicida de un producto tan característico y definitorio de la civilización
griega como era el vino, que bebían sin mezclarlo con agua con desastrosas
consecuencias para su propia integridad física. Una noticia extraordinariamente
reveladora, con todo el peso que quepa quitarle a su indudable valor anecdótico
y ejemplar, es la célebre historia de Esciles, el monarca escita que, según nos
cuenta Heródoto, abandonaba periódicamente su tribu para adentrarse en la
ciudad griega de Olbia, donde poseía una casa y una esposa griega a escondidas
de sus súbditos, y que, cuando fue descubierto por aquéllos, acabó sus días
siendo asesinado por estas secretas aficiones. No sólo muestra la distancia
infranqueable que mediaba entre los dirigentes indígenas, que se sentían
atraídos por las costumbres y el modo de vida griegos, y sus propios súbditos,
más apegados a la cultura tradicional, sino que pone también de manifiesto el
rechazo y la hostilidad que provocaban en amplios sectores de la sociedad local
unas formas de comportamiento que ponían en tela de juicio los presupuestos de
esa cultura, por lo general perfectamente incompatibles con las de los recién
llegados.
La
resistencia a la cultura griega dominante durante el período helenístico ha
quedado también reflejada en algunos curiosos documentos egipcios de la época,
como el Oráculo del alfarero, un
texto de características apocalípticas que predice el final de la dominación
extranjera sobre el país, precedida de una profunda alteración del curso de la
naturaleza y seguida de la aparición en escena de un monarca indígena que
recuperaría las antiguas tradiciones dinásticas y religiosas. El oráculo,
procedente de los medios sacerdotales egipcios, que había sido curiosamente uno
de los estamentos favorecidos por la política de los Tolomeos, tratando de
granjearse así su apoyo sabedores de la poderosa influencia que ejercían sobre
el conjunto de la población, demuestra que el descontento con la situación
afectaba de lleno incluso a los sectores más privilegiados como el del clero,
en el que existía igualmente un firme deseo de acabar de forma drástica y
expeditiva con el dominio griego sobre Egipto. Desgraciadamente no disponemos
de una documentado similar que nos permita constatar los mismos fenómenos en los
inmensos dominios de los seléucidas, a lo largo y ancho de la meseta irania y
el interior de Asia en general, donde debieron de producirse circustancias muy
similares. Sin embargo, puede afirmarse una hipótesis similar a la vista de los
escasos resultados de la pretendida helenización del Oriente proclamada por
Tarn y sus seguidores. Efectivamente, las ciudades de planta griega fundadas
por los seléucidas fueron completamente absorbidas por el medio indígena
circundante a medida que el dominio grecomacedonio en esta zona iba
disminuyendo de forma notoria para terminar reducido a comienzos del siglo I
a.C. a la región de Siria y su fachada mediterránea. Al mismo tiempo se
consolidaron nuevos poderes emergentes en toda esta área, como los partos o los
armenios, o se vieron reforzadas con renovadas energías antiguas culturas
ancestrales de estas regiones, como la irania o la judía. Nadie duda ya en la
actualidad que la intención de Alejandro al fundar ciudades, al igual que las
de sus sucesores, no era la de propagar el helenismo entre las sociedades
indígenas, sino la de afianzar puestos de control militar, administrativo y
fiscal a través del único medio que conocían, como era la ciudad, un medio
además que les resultaba familiar y que era también el más adecuado para atraer
y asentar a los nuevos colonos griegos llamados a constituir el andamiaje
básico de los nuevos reinos.
La pretendida
helenización se revela así, lejos de los eslóganes ideales preconcebidos y más
cerca de una más tozuda y compleja realidad histórica, aunque reflejada de
manera parcial en la evidencia disponible, como una prerrogativa de las élites
para consolidar su distinción social y afianzar su estatus durante el período
arcaico y como una estrategia de dominación de los conquistadores grecomacedonios
durante el período helenístico, consistente en la configuración de un tejido
urbano de fundaciones reales y de colonias militares cuyo objetivo esencial era
el control efectivo y duradero del territorio. Hubo, sin embargo, algún efecto
más duradero aunque reducido en escala, de la larga presencia de la educación
griega en los medios orientales, que muestra sus frutos a través de la
aparición no casual de varias de las personalidades más destacadas de la
cultura griega de época helenística e imperial que tienen su origen
precisamente en estas zonas, como es el caso del filósofo estoico Posidonio,
procedente de Apamea en Siria, o del brillante e inclasificable Luciano,
originario de Samósata, dentro de la misma región. Un helenismo convertido ya desde
hacía tiempo más en una cuestión de educación (paideía) que de raza, al menos desde finales del siglo V a.C.
cuando el orador Isócrates proclamaba orgullosamente este sentimiento con una
frase que servía muy bien para describir la situación emergente de los tiempos
futuros.
La fortuna de un término
Hemos hablado
hasta el momento de sociedades indígenas para referirnos a todos aquellos
pueblos con los que los griegos entraron en contacto a lo largo de dos períodos
fundamentales de su historia como son la expansión griega por ultramar de la
época arcaica y la ampliación de fronteras del mundo helénico que siguió a las
conquistas de Alejandro Sin embargo, los griegos acuñaron un término global y
generalizador para designar a todos estos pueblos que hizo fortuna a lo largo
de la cultura griega y posteriormente entre los romanos, para pasar a ocupar
después un lugar también destacado dentro del lenguaje académico y coloquial en
la mayor parte de las lenguas modernas: los bárbaros. Su aparición inicial en
los poemas homéricos formando parte de un nombre compuesto —barbaróphonoi— como alusión a lengua
hablada por los carios, habitantes de Asia Menor qu eran aliados de los troyanos,
ha desatado la polémica acerca de su significado originario con la presencia o
ausencia las connotaciones peyorativas que iba a adquirir después. Lo que
parece más probable es que, en un primer momento se tratase simplemente de un
término descriptivo de la realidad cultural ajena que tomaba como punto de
partida la lengua, ya que la explicación más factible del mismo es la de una
repetición de carácter onomatopéyico (bar-bar) para reflejar el sonido
ininteligible que emitían todos los que no hablaban griego.
La situación
no está ni mucho menos clara, pues es posible que ya en época arcaica existan
algunos matices despectivos, bien sea simplemente hacia formas de
comportamiento que resultaban extrañas e inaceptables para las normas griegas.
Algunos afirman que el término adquirió su pleno valor semántico con todas sus
connotaciones de inferioridad y salvajismo al comienzo de la época clásica tras
la victoria final sobre los persas, como ha intentado demostrar brillantemente
la estudiosa inglesa Edith Hall en un libro cuyo significativo título es La invención del bárbaro. En cambio, el
francés Edmund Lévy, en su estudio del vocablo, sugiere más bien que el término
«bárbaro» posee ya desde su origen un valor peyorativo que desembocará en la
noción cultural y moral que se le añade con valor descriptivo en el siglo VI
a.C, como forma de designar a los no-griegos. Más allá de toda polémica
especializada, parece factible pensar que lo que en un principio englobaba sólo
una diferencia de lengua, de vestimenta y de educación se convirtió tras la
victoria sobre los persas en un concepto más amplio que enfatizaba sobre todo
las diferencias políticas, contraponiendo un bárbaro por excelencia,
personificado ahora en el persa y extendido después a todos los demás pueblos,
sometido a la tiranía y la esclavitud, con un griego que hacía de la libertad u
emblema más distintivo. Los notorios excesos de la retórica de la victoria
ateniense en las guerras médicas y la llegada masiva de esclavos de las
regiones del norte a la ciudad, donde constituían colectivos bien
diferenciados, como las matronas tracias distinguibles por sus tatuajes o los
arqueros escitas encargados del mantenimiento del orden en las asambleas y
teatros, contribuyeron a acentuar en su vertiente más peyorativa el valor
descriptivo del término y a magnificar sus implicaciones políticas mediante su
contraposición con lo helénico, adquiriendo así a partir de entonces su valor
más paradigmático dentro de la cultura griega para designar a todos los pueblos
no griegos.
Esta retórica
de la alteridad se complicó con la inclusión de ciertas consideraciones de
carácter determinista que condicionaban el comportamiento y la forma de ser de
las personas en función del clima y de las características geográficas del
territorio que habitaban. Estos principios, que aparecen expresados de la
manera más solemne en un breve tratado incluido dentro del conjunto de obras
atribuido al médico Hipócrates titulado Aires,
aguas y lugares, no implican ningún sentimiento racista, ya que las
diferencias nunca se establecieron en el mundo griego a partir del color de la
piel. Se trataba tan sólo de explicar las diferencias culturales y
caracteriológicas en función de la situación en el mundo, partiendo del lugar
privilegiado que ocupaba Grecia y particularmente Jonia como espacio intermedio
donde tenía lugar una fertilizadora mezcla de las estaciones (eukrasía ton horón) frente a los excesos
del norte o del sur, en los que predominaban respectivamente el frío y el calor
extremos con sus consecuencias irreversibles sobre la conducta de los hombres.
Fueron siempre las diferencias culturales y especialmente las de naturaleza
política, que oponían la libertad al despotismo y la servidumbre, las que
separaban a la humanidad en grupos diferenciados a los ojos de los griegos Ni
siquiera en la época helenística, cuando los griegos se vieron rodeados casi
por todas partes por la presencia masiva de etnias diferentes, encontramos
rastros de un planteamiento racista en el rechazo de la población indígena.
Textos como algunos Idilios de
Teócrito, un poeta de la corte alejandrina, en los que se alaba la acción de
los monarcas tolemaicos por haber mantenido a raya a la población local o se muestra
un manifiesto desprecio hacia los habitantes egipcios de Alejandría, inciden de
manera clara sobre sus costumbres salvajes y su comportamiento incivilizado y
en modo alguno sobre el color de su piel.
«Sabidurías bárbaras»
El
reconocimiento casi universal de la separación entre griegos y bárbaros dentro
del mundo griego no impidió que algunos intelectuales como Platón criticaran la
simpleza palmaria de dicha dicotomía, que oponía una minúscula parte del orbe a
otra mucho más extensa y numerosa, o que otros como los estoicos reconocieran
la ineficacia moral de una tal separación dada la igualdad esencial del género
humano, diferenciado más bien por el carácter bueno o malo de los respectivos
individuos que por caracterizaciones colectivas y globales de esta índole. Una
actitud más abierta de comprensión hacia los otros ya había hecho acto de
presencia en las Historias de
Heródoto, que reflexionó ampliamente sobre el carácter relativo de las
costumbres humanas. Su célebre historia acerca de las reacciones opuestas que
manifiestan un griego y un indio ante un posible intercambio de sus respectivas
prácticas funerarias, considerando un sacrilegio y una ofensa gravísima lo que
en la cultura del otro constituía la costumbre habitual, es quizá su formulación
más emblemática al concluir con la resonante afirmación «la costumbre (nomos) es la reina del mundo». Sin embargo,
éstas no dejaban de ser actitudes minoritarias, como revela el hecho
significativo de que el mencionado Heródoto fuese considerado posteriormente un
filobárbaros (amigo de los bárbaros),
según se deja constancia en un tratado de Plutarco destinado a criticar esta
faceta del historiador, testimonio además especialmente relevante en unos momentos,
como los del imperio romano, en los que se estaba intentando de redefinir, quizá
más bien de recuperar, la identidad griega.
No obstante
esta actitud generalizada, hubo también desde el inicio de los contactos griegos
con otras culturas ajenas cierto sentimiento de fascinación por lo extraño que
desembocó en la idealización de sus costumbres y de su primitiva forma de vida,
consideradas reliquias todavía visibles de una mítica edad de oro de la
humanidad, que había sido transformada ahora, por la acción insidiosa y
corruptora de la civilización, en un mundo bien diferente dominado por la exibición
y la impiedad. De hecho, ya en la Ilíada
se menciona fugazmente a un pueblo del norte, los abios, a quienes se consideraba
los más justos de todos los hombres. Dicho estereotipo de una sociedad idílica
que habitaba países remotos y apartados, lugares privilegiados a resguardo del
contacto contaminante con el resto de la humanidad, hace también acto de
presencia en las páginas de Heródoto, en ejemplos tan significativos como los
pueblos que habitaban al pie de las elevadas montañas que delimitaban los
espacios septentrionales más extremos o de los propios etíopes, considerados
los más hermosos de todos los hombres. Esta ubicación dual de sociedades
ideales en los dos extremos del orbe, al norte los hiperbóreos y los etíopes al
sur, ya había dejado sus huellas también en el mito mucho tiempo antes. El
propio Heródoto, apegado todavía a los encantos del mito pero abierto también a
un talante más racionalista, trataba así de reintegrar esta clase de relatos
dentro de un discurso más homogéneo modulando, en la medida de lo posible, sus
aspectos más fabulosos y disparatados.
El
conocimiento creciente de nuevos espacios geográficos hacia el este y el oeste
tras las conquistas de Alejandro no significó la desaparición de estas
tendencias, sino simplemente su transformación o adecuación a las expectativas de
los nuevos tiempos. Los países fabulosos, y de manera particular las islas, reaparecieron
en los océanos oriental y occidental con gran profusión a lo largo de la
literatura helenística, que descubría sociedades ideales que gozaban de todas
las ventajas imaginables como la prosperidad sin fin, la longevidad, la
justicia igualitaria, la comunidad de los bienes y la afinidad con los dioses.
Constituían una especie de bárbaros imaginarios cuya concreción geográfica en
zonas más específicas como las montañas de la India, donde habitaban los
famosos cabezas de perro, quienes a pesar de su aspecto animal poseían algunas
de estas virtudes ideales, ayudó a convertirlos, ya fuera del todo del ámbito
del mito, en el estereotipo del buen salvaje, utilizado más tarde por la
Ilustración europea como una estrategia literaria que ayudaba a poner de
relieve los principales defectos de la civilización moderna.
Incluso entre
los pueblos mejor conocidos, como los celtas, los indios, los persas e incluso
los escitas, se reconocía la existencia de una cierta sabiduría bárbara, tal
como fue denominada por Momigliano, que aparecía encarnada en las personas de
sus sacerdotes, como los druidas, los brahmanes o los magos, y en el caso
escita por un personaje de la talla de Anacarsis, que aparece ya como un sabio
en el relato de Heródoto, fue luego objeto de la atención de Plutarco, que lo
menciona en relación con el ateniense Solón, y figuró finalmente como
protagonista de un diálogo de Luciano. La admiración por este tipo de personajes
se consolidó durante el período helenístico y se hizo también extensible al
caso de Egipto que había suscitado ya desde el principio la fascinaron entre
los griegos por la antigüedad de su civilización. Ya mucho antes encontramos
algunas noticias acerca del viaje e los más prestigiosos filósofos griegos a
Oriente, especialmente a Egipto, como fue el caso de Tales, Demócrito o Platón.
Tras la aventura de Alejandro, fue la India la que se contó en el nuevo punto
de referencia, sobre todo después del pretendido encuentro del conquistador macedonio
con los denominados «sabios desnudos» o gimnosofistas,
un episodio que hizo fortuna en la historiografía posterior. Resulta indicativo
que un personaje como el taumaturgo Apolonio de Tiana, cuya biografía popularizó
el sofista Filóstrato, hubiera de confirmar su estatus de sabio universalmente
reconocido mediante una gira por estos emblemáticos lugares con el objetivo de
constatar su experiencia con la de tan prestigiosos especialistas.
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