domingo, 24 de diciembre de 2017

Gomez Espelosin Javier Los griegos Un legado universal Capitulo 2 Los griegos y Oriente

La falacia del «milagro griego»

La civilización griega adquirió a partir del Renacimiento un prestigio indiscutible que ha mantenido casi desde entonces hasta nuestros días como civilización modélica y representativa de los mejores logros del ser humano. Su superioridad sobre el resto de las culturas parecía un hecho incuestionable a la vista de unas realizaciones que no admitían parangón en ninguno de los terrenos. Esta idea cobró todavía mayor fuerza a lo largo de los siglos XVIII y XIX, cuando los ideales románticos crearon una Grecia imaginaria, casi intangible, fuera por completo del tiempo y de la historia, que constituía el frasco de las más puras esencias espirituales, capaces de insuflar los más profundos sentimientos y experiencias a quienes, por actitud y temperamento, estaban ya preparados para recibir su poderoso influjo. El nacionalismo emergente en aquellos momentos consagró además la idea de que la cultura espiritual era patrimonio exclusivo de un solo pueblo, de una tribu o de una raza determinada, y su configuración final, resultado de ese genio particular, no debía, por tanto, apenas nada a las influencias que pudiera haber recibido del exterior. Se impuso de este modo la idea de una cultura tribal pura y exclusivamente griega, detentadora celosa de todos sus logros. Una visión de las cosas que adquirió también carta de ley en el terreno académico con la consagración de la filología clásica como pieza angular de todo el sistema educativo alemán a comienzos del XIX, de la mano de Wilhelm von Humboldt, un modelo que luego irradiaría su influencia hacia el resto de los países europeos y de América.
Este proceso de sacralización de lo griego no se vio seriamente afectado por el creciente descubrimiento de las civilizaciones orientales que empezaba a llevarse a cabo por aquellos mismos momentos. Por el contrario, la aparición en escena de la cuestión indoeuropea, que proclamaba la existencia de una patria y una lengua comunes, originarias de las principales culturas de Europa y Asia como resultado de una invasión escalonada desde algún lugar en el centro de las estepas euroasiáticas, acentuó todavía mis la creencia en la singularidad extraordinaria de la civilización griega, ilustre heredera de aquellos remotos orígenes septentrionales, frente a un mundo oriental cada vez más marginado por razones académicas e ideológicas. La separación creciente de los estudios bíblicos de la filología clásica que se apuntaba en Alemania coincidió con un cierto desdén hacia todo lo semítico en una peligrosa carrera que acabaría teniendo nefastas consecuencias. Esta reafirmación de la cultura griega como representante en exclusiva de los valores fundamentales del mundo occidental la convertía en un fenómeno histórico de carácter excepcional y único, explicable sólo por sí mismo sin necesidad de recurrir a otros paralelos, como surgido de la noche a la mañana en un rincón del Mediterráneo.
Surgía así el denominado «milagro griego», según la fórmula acuñada por el célebre orientalista francés Ernest Renan para calificar el sorprendente e inesperado auge de la civilización griega a partir del período arcaico, prácticamente ex nihilo, que culminaría de forma brillante con el florecimiento extraordinario de la literatura y las artes en el período clásico. Grecia representaba, de esta forma, el pleno desenvolvimiento de la individualidad y del pensamiento y se convertía en la creadora indiscutible de los conceptos de humanidad, libertad, belleza y sabiduría que han constituido las pautas definitorias de toda la civilización occidental posterior. Se reconocían veladamente algunos avances experimentados por otras culturas anteriores en terrenos como las matemáticas, la astronomía o la medicina, pero ello no socavaba apenas la posición hegemónica de la cultura griega, que habría sabido adoptar y adaptar aquellos logros dentro de su propia dinámica, desarrollándolos luego dentro de un nuevo contexto más racional y emprendedor desde el punto de vista científico.
Sin embargo, una mirada más atenta a la realidad de las cosas y ajena por completo a la ideología y a los prejuicios culturales nos enseña una historia bien diferente. El mundo griego nunca estuvo aislado de su entorno geográfico e histórico. El mar que rodeaba las costas peninsulares y las islas no constituyó nunca una barrera, sino más bien una vía de comunicación constantemente abierta entre los territorios colindantes que conformaban la cuenca oriental del Mediterráneo. Las relaciones y los intercambios entre unos pueblos y otros eran un fenómeno frecuente que trataba de compensar de esta forma el desequilibrio natural en la distribución de los recursos naturales. La pretendida homogeneidad cultural ni siquiera existió en el punto de partida. Casi desde el principio se advierte la presencia activa de elementos culturales diversos en la configuración de ese complejo que con el paso del tiempo se convertiría en la civilización griega. La llegada de gentes de indudable origen indoeuropeo, que arrivaron a la península balcánica en diferentes momentos del segundo milenio a.C, separados quizá por espacios de tiempo considerables, no se produjo en medio de un vacío histórico ni significó la completa destrucción o eliminación de las poblaciones precedentes que ocupaban dicho territorio. Las transformaciones culturales no se explican ya con la simple referencia a una invasión que sustituye con sus objetos materiales y su modelo social a la cultura precedente, sino por medio de un proceso mucho más complejo y dilatado en el tiempo en el que intervienen tanto la influencia de nuevas gentes venidas de fuera como la evolución interna natural producida por el paso del tiempo, que tiende a desarrollar a veces, dentro de una misma cultura, cambios espectaculares. La continuidad de las culturas prehelénicas precedentes se deja sentir, así, en rasgos tan característicos como algunos términos significativos del propio vocabulario griego. La palabra específica para designar el mar, thálassa, es de origen prehelénico y contrasta con los términos restantes utilizados para este ámbito, de inequívoca raigambre griega, como pontos, pélagos o hals, que tienen un sentido originario propio como el de «camino», «superficie extensa» y «elemento salado» respectivamente y sólo se han empleado como nombres del mar de forma tangencial y derivativa. El mar como tal no era, evidentemente, un elemento de la realidad inmediata de los primeros hablantes griegos que se vieron obligados a utilizar perífrasis descriptivas para denominar un medio que les era en principio desconocido y al que fueron sucesivamente aplicando otros calificativos en función de su utilización (como vía de comunicación), de su aspecto o de su contenido. Algo similar sucedió con algunos términos que designaban rasgos característicos de la naturaleza o el paisaje griego, como los nombres de pájaros y plantas, o con determinados topónimos, que permanecieron anclados como tales en la memoria colectiva griega y fueron incorporados a su vocabulario. Los numerosos nombres acabados en -nthos, como Corinto o Tirinto, o en -ssos, como el emblemático monte Parnaso o la ciudad cretense de Cnossos, son algunos ejemplos.
Las primeras etapas de la historia que pueden considerarse propiamente griegas muestran claros indicios de sus relaciones con el exterior. La civilización micénica no surge de la nada y sus conexiones con etapas anteriores han sido puestas de manifiesto por los hallazgos arqueológicos. Son también evidentes las señales de influencia de las civilizaciones egeas precedentes como la cretense, no sólo en la configuración política y social de la cultura micénica, que tenía su centro en el palacio, sino en todo el desarrollo de sus principales manifestaciones artísticas, como los frescos murales y los objetos de lujo. Constituye igualmente una realidad innegable la existencia de un entramado cultural de carácter internacional en toda la cuenca oriental del Egeo en el que intervenían activamente todas las culturas integradas dentro de dicho contexto geográfico, desde la Grecia continental y las islas hasta las costas sirio-palestinas y Egipto.
Las etapas formativas del período arcaico reflejan también la presencia activa de las influencias exteriores, desde los últimos momentos de la denominada época oscura, que siguió al período de destrucciones masivas que asoló buena parte del conglomerado político y cultural egeo de la Edad del Bronce, hasta el siglo VIII a.C, un momento conocido como período orientalizante, por los signos inequívocos que delatan dicha procedencia en casi todas las manifestaciones artísticas y culturales de la época. El pretendido aislacionismo griego se ha mostrado, así, como una tesis completamente inviable a la luz de la documentación disponible, procedente de los hallazgos arqueológicos y del desciframiento de los textos de la literatura del Próximo Oriente, que nos revela la existencia de una compleja red de influencias actuando de manera eficaz allí donde antes sólo se quería ver el surgimiento aparentemente espontáneo de muchos de los fenómenos que caracterizan el denominado renacimiento griego del período arcaico.
Los indicios probatorios de la existencia de estos contactos e influencias de las civilizaciones orientales en la cultura griega son ciertamente, cada día que pasa, más abundante y consistentes. La propia adopción del alfabeto, de inequívoca procedencia fenicia, que se convirtió en uno de los instrumentos centrales que posibilitaron el desarrollo político y cultural de la civilización griega, constituye un claro testimonio de la existencia de relaciones estrechas con otras culturas en unos momentos trascendentales en los que el mundo griego estaba buscando y tratando de definir su propia fisonomía. La masiva presencia de objetos de factura oriental en los grandes santuarios griegos, como los de Zeus en Olimpia o el de Hera en la isla de Samos, constituye otro de los testimonios que avalan la existencia de un activo intercambio material, que seguramente no discurrió del todo ajeno a una circulación paralela de ideas e individuos entre las diferentes costas de la cuenca oriental del Mediterráneo. La realidad incuestionable de estas transferencias culturales se pone de manifiesto en los paralelos bien establecidos entre un complejo poema cosmogónico como es la Teogonia de Hesíodo y la mitología oriental, desde ángulos tan diversos como los textos hititas que trasmiten el mito de Kumarbi, el paralelo del Cronos griego, la antigua literatura babilonia entorno a la figura divina de su dios Marduk o los más recientes testimonios de la literatura cananea, descubiertos en Ugarit, en la costa sirio-palestina.
Esta corriente de influjos orientales probados no constituye un fenómeno marginal y aislado, que podría resultar perfectamente asumible desde una visión clasicista, empeñada en seguir resaltando la pretendida originalidad de 1a cultura griega. Se ha demostrado, por el contrario, de forma contundente que los influjos orientales afectan incluso a los más sagrados bastiones de la cultura griega como son los poemas homéricos o las teorías de los primeros pensadores. El estudio de estas cuestiones se ve forzado en la actualidad a tomar en cuenta, desde una perspectiva más amplia, los temas, motivos y expresiones propias y características de la literatura y el pensamiento orientales. Es cierto que desde el siglo XVII se conocían los paralelismos existentes entre algunos pasajes del Antiguo Testamento y la poesía homérica, y se había llamado también la atención sobre la presencia de fenicios y egipcios en la Odisea. Sin embargo, dichas similitudes no pasaron de la mera anécdota hasta bien entrado el siglo XX, una vez superados, tímidamente en un principio y más decididamente después, los prejuicios ideológicos y culturales que impedían extraer las consecuencias más evidentes de tales paralelismos. Homero era considerado el paradigma del genio helénico y el verdadero iniciador de la cultura occidental, por lo que no resultaba aconsejable poner en entredicho su proclamada pureza helénica a la vista de lo que podrían ser tan sólo simples coincidencias. El primero que llamó la atención en este terreno fue el estudioso inglés William Gladstone, que debe su fama más a la condición de primer ministro de la corona británica que a su posición en el escalafón ilustre de la filología clásica. El reconocimiento de las influencias orientales en las principales obras de la literatura griega temprana se hizo más factible en la primera parte del siglo XX, cuando las constataciones aportadas por los textos hititas y ugaríticos, que confirmaban los paralelismos evidentes con la poesía hesiódica, hicieron ya prácticamente inviable el sostenimiento a ultranza de la postura aislacionista.
Sin embargo, tales evidencias no mermaron la confianza de quienes seguían manteniendo la primacía y originalidad del modelo cultural helénico. Los pocos estudiosos de mediados del siglo XX que se mostraron conscientes de la importancia que las culturas orientales habían desempeñado en la génesis y constitución de la literatura griega, como el alemán Franz Dornseiff, fueron condenados a ocupar un espacio marginal de la filología clásica, donde continuaban imperando los viejos esquemas de la indiscutible supremacía y singularidad de los griegos. A partir de la mitad del siglo, en cambio, la resistencia empezó, tímidamente, a ceder. La publicación de algunos textos hititas mostraba de forma inapelable la similitud con los esquemas y personajes de la poesía de Hesíodo, y el desciframiento de la escritura silábica encontrada en las tablillas de arcilla de los palacios micénicos, denominada lineal B, que demostraba que los habitantes de las grandes fortalezas descubiertas en su día por Schliemann eran griegos, condujo a algunos reputados especialistas a interesarse por estos períodos de la historia preclásica. La presencia indiscutible de elementos orientales en las primeras fases de la elaboración y trasmisión de los poemas homéricos empezaba a convertirse en un hecho incuestionable que entraba poco a poco a formar parte de los planteamientos clasicistas fundamentales. Hoy en día, los trabajos del suizo Walter Burkert, un ilustre estudioso de la religión griega que ha ahondado en la concreción de los agentes e itinerarios de muchas de las influencias, como es el caso de los adivinos y artesanos itinerantes cuya presencia parece demostrada en algunos lugares de Creta o del Ática, y más recientemente de Martin West, otro brillante filólogo a la vieja usanza, como revelan sus tratados sobre crítica textual o sobre la música griega junto con sus ediciones de los poemas hesiódicos, que ha recopilado todo el material disponible en un voluminoso libro pleno de constataciones y sugerencias, parecen confirmar de manera decidida cuál es el camino a seguir en este terreno.
El «milagro griego» ha empezado también a mostrar crecientes signos de debilidad desde su propia consistencia interna como modelo cultural inalterable. Algunos esquemas que parecían avalar la pretendida superioridad cultural griega sobre las civilizaciones orientales, como el paso decisivo desde el mito hacia la razón operado en algún momento a finales del período arcaico, el establecimiento de un canon de belleza a la medida humana basado en el naturalismo y en la armonía de las proporciones, que dejaba atrás los rígidos patrones de la escultura oriental, o la invención de un sistema político de carácter participativo e igualitario que contrastaba con las insuficiencias y limitaciones de las monarquías orientales, han sido recientemente puestos en entredicho. Una obra como Los griegos y lo irracional de Eric Dodds, aparecida en los años cincuenta del siglo XX, causó una especial conmoción en el olímpico ámbito de los estudios clásicos al demostrar la incuestionable presencia de elementos claramente irracionales, que no ocupaban una posición secundaria o marginal, dentro del universo mental y religioso griego. Corrientes como el orfismo o los misterios de Eleusis, que se celebraban a las mismísimas puertas de la luminosa y racional Atenas, revelaron su energía y su continuidad a lo largo de toda la historia griega. Tampoco resulta cierto que los esquemas míticos pasaran a un segundo plano ante el pretendido embate del discurso racional, como puede comprobarse en los relatos de Heródoto, considerado nada menos que el fundador de la historia. El papel capital de los oráculos o del destino en el desarrollo de los acontecimientos habla por sí solo acerca de la pretendida superación de los viejos patrones míticos que regulaban el mundo. Ni siquiera las ideas, aparentemente revolucionarias y rompedoras, de los primeros filósofos se hallan exentas de este legado. Principios como el agua de Tales deben mucho más de 1o que se pensaba a entidades míticas como el Océano, el río primordial y divino que rodeaba toda la tierra y del que procedían todos los cursos de agua. Por último, la pretendida universalización de un sistema como la democracia se ha visto reducida a un fenómeno parcial, casi limitado a Atenas y a su imperio marítimo, donde habría sido además impuesta a la fuerza, y repleto además de contradicciones, en cuya sacralización han intervenido de forma decisiva los eficaces  propagandísticos de la literatura ateniense contemporánea al contraponerla a los regímenes despóticos orientales.
El «milagro griego» aparece así cada vez más ajustado a sus propios términos, con sus limitaciones e inconsistencias, lejos de idealizaciones preconcebidas por motivos ajenos a su propia esencia y más cercano a una realidad histórica verosímil y acorde con sus posibilidades reales. La idea de una cultura griega grandiosa y espectacular, como resultado exclusivo de su propia dinámica interna sin haber sufrido apenas interferencias externas y situada en el cénit de las realizaciones humanas como paradigma a imitar, resulta hoy en día un modelo historiográfico obsoleto e insostenible, construido casi exclusivamente sobre presupuestos ideológicos apriorísticos que primaban caprichosamente unos elementos en detrimento de otros, que silenciaban, de forma consciente o como resultado de la ignorancia, cualquier clase de influencia exterior y que exageraban, llegando hasta la de formación grotesca en algunos casos, los rasgos definitorios de una civilización mucho más heterogénea y diversa de lo que dicho modelo permitía imaginar.

La polémica de la «Atenea Negra»

Una de las contribuciones más determinantes al proceso de desacralización del modelo griego clásico y su reintegración dentro del terreno de la historia en los últimos tiempos ha sido la obra de un sinólogo americano cuyos rotundos aldabonazos colean, todavía humeantes, en los foros de debate académico e intelectual. El libro de Martin Bernal, titulado ya de forma conscientemente provocadora Atenea Negra. Las raíces afroasiáticas de la civilización griega, cuyo primer volumen apareció publicado en el año 1987, ha desencadenado, efectivamente, una acalorada e intensa polémica que ha extendido sus ecos más allá de las aulas y los departamentos universitarios. Ha sido sobre todo en los Estados Unidos donde el libro ha levantado una mayor polémica convirtiéndose en la obra sobre el mundo antiguo más controvertida que se ha publicado en mucho tiempo. Las más prestigiosas asociaciones científicas le han dedicado sesiones monográficas, se han escrito numerosos artículos de debate al respecto, las revistas más generales e incluso los diarios le han dedicado un espacio considerable en sus páginas e incluso ha alcanzado con su estruendo a la televisión, el monstruo mediático actual por excelencia, convirtiendo el tema, o al menos algunas de sus derivaciones más políticas para la realidad cultural americana, y a su autor en protagonistas inesperados de la desenfrenada lucha por la audiencia.
El libro en sí representa un serio desafío a la concepción imperante de la Grecia antigua como fundamento indiscutible de toda la civilización occidental posterior. Su objetivo, en palabras de su autor, no era otro que reducir la arrogancia cultural europea que se había apropiado de manera indebida un legado cultural que en origen no le corresponde. La tesis principal de Bernal consiste, efectivamente, en demostrar que el pretendido legado griego tiene su origen en la civilización egipcia y que sólo la ocultación sistemática de esta realidad por parte de los estudiosos occidentales a causa de sus prejuicios ideológicos y racistas ha permitido consagrar un modelo histórico falso que se ha mantenido vigente hasta nuestros días. El «modelo ario», según lo denomina Bernal, que habría surgido con fuerza a partir del siglo XVIII para consagrarse de manera definitiva en el XIX y que ponía el acento fundamental sobre la contribución indoeuropea en la creación de la cultura griega, vino a sustituir un «modelo antiguo», siguiendo también la dominación del propio autor, que define la actitud generalizada de los intelectuales griegos antiguos, dispuestos a aceptar el hecho de que muchos aspectos fundamentales de su cultura eran el resultado de los préstamos efectuados por las civilizanes orientales, y especialmente por Egipto.
Esta controversia acerca de la mayor o menor importancia del legado egipcio sobre la cultura griega ha adquirido en Estados Unidos una particular relevancia política a causa de la asunción por la mayor parte de la intelectualidad de origen afroamericano del carácter típicamente africano de la civilización faraónica, cuya fundamental importancia en el desarrollo posterior de la historia universal podría devolver a sus legítimos herederos el prestigio y el respeto que la tradición occidental blanca les había hurtado al transferir sus principales logros a su propio terreno. La polémica viene de lejos, ya que en los años cincuenta del siglo XX se publicó un libro, poco conocido fuera de los Estados Unidos, que llevaba por título El legado robado, obra de un tal James, que fue profesor de griego y matemáticas en varios colleges de Arkansas, cuya tesis principal era que la filosofía griega, considerada desde siempre uno de los principales legados a la civilización occidental, provenía en su origen de Egipto. James abogaba por ideas tan curiosas como la de que Aristóteles «robó» su filosofía de la biblioteca de Alejandría, ya que, en su opinión, no resultaba factible imaginar que una sola persona pudiera poseer la capacidad de escribir acerca de tantos y diferentes temas como parece que hizo el fundador del Liceo. Estas falacias, fruto del simple desconocimiento o de la ingenuidad, han sido ahora retomadas por Bernal, quien, con mayor inteligencia y conocimientos, pero también con mayor sutileza y habilidad argumentativa, ha sabido presentar los términos del mismo debate salvando, al menos en una primera impresión, los disparates elementales tan elocuentes que cometió su antecesor.
La propuesta de Bernal no es, aparentemente, tan radical como la formulada en su día por James, ya que propone la sustitución del «modelo ario» en vigor por un «modelo antiguo modificado», pues aunque reconoce la contribución indoeuropea en la formación de la cultura griega, continúa subrayando la importancia fundamental del papel desempeñado por Fenicia y Egipto en la configuración definitiva de dicha cultura. La obra de Bernal contiene importantes errores de bulto, debido sobre todo a sus dimensiones monumentales, ya que el proyecto consta nada menos que de cuatro volúmenes, de los que hasta la fecha tan sólo han aparecido los dos primeros. Bernal revisa, de una manera un tanto apresurada y simplificadora, la tradición cultural europea tildando alegremente de racistas planteamientos historiográficos que no tenían como punto de partida dicha actitud, como los del alemán Herder. Propone también una nueva visión de la historia del segundo milenio a.C. en el Egeo sobre el modelo de una supuesta colonización egipcia de la zona para la que no existen al día de hoy pruebas documentales concluyentes y sí, en cambio, suficientes argumentos para contradecirla como una simple hipótesis disparatada. Sus interpretaciones de algunos textos clásicos resultan excesivamente descuidadas y están lejos de atenerse a los más elementales principios de la exégesis filológica. Sus conclusiones, en suma, son atrevidas, pero en la mayor parte de los casos se basan en indicios poco concluyentes, que podrían recibir otras interpretaciones bien distintas, y en ideas preconcebidas que fuerzan a la evidencia disponible a seguir  el camino trazado, incurriendo de esta forma en uno de los procedimientos tan criticados, muchas veces con razón, de sus antecesores y contemporáneos, defensores impenitentes del tan criticado «modelo ario».
De todas formas, su obra ha servido para insuflar un soplo de aire fresco dentro de un universo académico e intelectual que estaba fosilizado y anclado en viejos planteamientos irreductibles, con la consecuencia saludable de que ha impulsado a numerosos estudiosos del mundo clásico a repensar sobre nuevas bases, aunque con un talante más sosegado y mejor fundamentado en la evidencia que el del propio Bernal, el panorama complejo y difícil de las relaciones entre el mundo griego y las culturas orientales. Sus tesis no dejan de constituir el más serio desafío que ha experimentado en los últimos tiempos la historiografía moderna tradicional sobre la Grecia antigua. Muchas de las críticas vertidas por Bernal han sido reconocidas por prestigiosos helenistas como los citados Burkert y West o por especialistas en la civilización fenicia como la catalana Mª Eugenia Aubet. El desafío consiste, seguramente, en saber establecer, sin valoraciones apriorísticas de marcado contenido ideológico ni suspicacias gremialistas, y sobre la base de una evidencia cada vez más contundente y mejor elaborada desde un punto de vista crítico, nuevos lazos de conexión entre ambos campos de estudio, los estudios clásicos y la orientalística en general, que nos permitan comprender mejor el alcance y las dimensiones concretas que tuvieron los contactos y las relaciones entre estos dos mundos, así como evaluar, de manera sosegada y sin triunfalismos de ninguna de las dos partes, las decisivas consecuencias que tuvo para el desarrollo de la civilización un encuentro de tamaña envergadura histórica.

Evidencias e itinerarios

Las evidencias de contactos del mundo griego con las civilizaciones orientales se retrotraen como mínimo hasta la Edad de Bronce, a pesar de que se encuentran mucho peor documentados que los que tuvieron lugar a lo largo de los primeros siglos del período arcaico. La civilización micénica, que constituye la primera manifestación conocida de la cultura propiamente griega, pertenece de lleno a un mundo caracterizado por estructuras palaciales que se extiende por todo el Próximo Oriente, Anatolia y Egipto y del que los griegos micénicos constituirían su manifestación más occidental. De hecho, el mundo micénico encaja mucho más coherentemente, a la hora de explicar su andadura historica en el marco de las civilizaciones orientales que como capítulo inicial de la historia de la Grecia antigua, con la que muestra escasos paralelismos a pesar de las innegables líneas de continuidad existentes entre ambos períodos. El carácter centralizado de la sociedad y de la economía, dirigido desde los palacios, tal y como se refleja en las tablillas halladas en las fortalezas micénicas, pone de manifiesto los paralelismos existentes con otros lugares del Próximo Oriente, como Mari, en el curso alto del Eufrates, Ebla o Ugarit en la región de la costa sirio-palestina. No existe nada semejante en el curso posterior de la historia griega, donde se imponen por doquier realidades políticas bien diferentes como la polis o el ethnos, ambas muy lejos de cualquier parecido con la compleja estructura socioeconómica y el minucioso funcionamiento burocrático que imperaba en los palacios micénicos. Ni siquiera los poemas homéricos, que desde los descubrimientos sorprendentes de Schliemann se habían considerado un claro referente histórico de este lejano período, aunque sujetos a la deformación propia de una obra poética, reflejan nada parecido a la realidad histórica de los reinos micénicos tal y como la conocemos a través del testimonio de las tablillas escritas en lineal B.
La cuenca egea fue el escenario de una continua red de intercambios comerciales y culturales a lo largo del segundo milenio a.C. en la que participaron activamente todos los estados cuya geografía e intereses estaban estrechamente relacionados con la región. La civilización cretense, que precedió en pujanza y hegemonía al mundo micénico durante la primera mitad del milenio, mantuvo intensos contactos con Egipto y las costas sirio-palestinas, como ha quedado bien probado por diferentes tipos de testimonios. La presencia en sus yacimientos cretenses de materias como el marfil, las piedras preciosas y los huevos de avestruz, o de algunos objetos elaborados como vasijas de alabastro o piezas de adorno personal, pone de relieve la realidad tangible de dichos contactos. Algunos de estos objetos, como los célebres escarabeos, que eran utilizados por los egipcios como amuletos mortuorios y llevaban inscrita la identificación de los gobernantes implicados, contribuyeron de forma decisiva a la dificil tarea de la datación de una cultura como la cretense, que no ha producido hasta la fecha testimonios escritos de ninguna clase que puedan ser interpretados. Han aparecido también recientemente testimonios irrebatibles en la dirección contraria con el descubrimiento de pinturas murales de clara factura y temática cretenses en los restos de la ciudad de Avaris, que fue la capital de Egipto durante el período de la dominación de los hicsos. Ya antes eran de sobra conocidos otros testimonios, quizá menos contundentes, de la presencia de cretenses en Egipto, tanto a través de los textos egipcios, donde aparecen mencionados como keftiu, como en algunas pinturas funerarias, donde se les representa llevando ante el faraón de turno sus tributos de homenaje o intercambio.
Durante la segunda mitad del segundo milenio los contactos se mantuvieron a pesar del más que posible cambio de escenario político con la ascensión a la condición de potencia de primer orden de los reinos micénicos, que desplazaron a un segundo plano a los cretenses. Los testimonios arqueológicos de procedencia claramente micénica sustituyen progresivamente a los elementos cretenses anteriores en regiones tan significativas como la isla de Chipre, las costas sirio-palestinas y Egipto. La cerámica micénica hallada en estas regiones es ciertamente abundante, especialmente en lugares como Ugarit en la costa sirio-palestina o en Tell-el Amarna en Egipto, la que fue capital del faraón herético Amenofis IV. A diferencia de lo que sucedía con los cretenses, que aparecían mencionados en los documentos oficiales egipcios, no poseemos ninguna referencia de esta clase para los micénicos. Existe, sin embargo, la posibilidad de que bajo el reinado de Amenofis III, una misión diplomática egipcia hubiera llevado a cabo una visita de rigor a la región del Egeo, que aparece denominada en los textos egipcios como «la región del gran verde». Hacia dicha misión apunta la lista de lo que parecen topónimos egeos, que se hallan inscritos en la base de una estatua dedicada a dicho faraón, y algunas plaquetas de fayenza halladas en Micenas que llevan el cartucho de este gobernante egipcio. Se ha considerado también la posibilidad de que los micénicos hubieran sido utilizados como mercenarios por los egipcios a raíz de las escenas de batalla que aparecen representadas sobre los fragmentos de un papiro hallado también en Tell-el Amarna, donde algunos de los combatientes presentan rasgos tan característicos de los guerreros micénicos como el célebre casco de dientes de jabalí, al que aluden algunos epítetos de los poemas homéricos.
Sin embargo, no se trataba sólo de un tráfico de materiales, objetos e individuos entre las riberas septentrionales y meridionales del mar Egeo. Si las corrientes marinas y los vientos favorecían el viaje de ida, la ruta de retorno a Creta resultaba, en cambio, difícil y complicada a causa de aquellas mismas circunstancias. El trayecto más cómodo y factible se efectuaba, en consecuencia, por las riberas levantinas de la costa sirio-palestina y por el sur de la península anatolia, tal y como han revelado los dramáticos testimonios de dos naufragios localizados en esta última región que se remontan a aquellos tiempos. Junto a las costas de Licia, al suroeste de Asia Menor, han aparecido, en efecto, los restos de dos barcos que hacían este trayecto e iban cargados de productos de todas clases. El Primero data de la segunda mitad del siglo XIV a.C. y fue localizado junto a Ulu Burun. El segundo se fecha más de un siglo después y apareció junto a las costas del cabo Gelidonya. La variedad de productos que ambos navios transportaban (desde lingotes metálicos de cobre y estaño, marfiles sin tallar madera de ébano hasta productos elaborados, como joyas, sellos, armas y utensilios caseros y agrícolas) y la diversidad de sus procedencias (desde Egipto y Mesopotamia hasta las regiones de Siria, Chipre y el Egeo) ponen de manifiesto la amplitud y el dinamismo de unas rutas comerciales que eran intensamente transitadas a lo largo de aquellos momentos por toda la cuenca del Mediterráneo oriental. Un tercer naufragio marino, esta vez en las costas de la Argólide y perteneciente, grosso modo, al mismo período que los dos anteriores, confirma este tipo de conclusiones. Las excavaciones llevadas a cabo en algunos puertos comerciales de la época, como el de Commos en la isla de Creta o el de Hala Sultan Tekke en Chipre, corroboran todavía más la complejidad de las vías comerciales de este período y su elevado nivel de organización.
Son también conocidas desde hace tiempo las relaciones del mundo micénico con el imperio hitita, que dominaba el centro de la península anatolia en los siglos centrales del segundo milenio a.C. Los documentos hititas correspondientes a los siglos XIV y XIII a.C. mencionan repetidas veces a un estado limítrofe, al que denominan Ahhiyawa, con el que mantienen continuas e inestables relaciones que culminaron a veces en conflictos armados. La mayor parte de los estudiosos está de acuerdo en identificar dicho término con el de aqueos (que en su forma griega más antigua sería ajaiuoi), es decir la denominación más genérica con la que se designa a los griegos en los poemas homéricos. La aparición en algunos de estos documentos oficiales hititas de determinados nombres como Millawanda presenta tentadoras resonancias con otros términos griegos posteriores como Mileto, que podría haberse convertido en un momento determinado de esta época en un punto limítrofe de contención entre ambas zonas de dominio. Las conexiones comerciales del mundo micénico con esta zona y con las regiones más meridionales de la península anatolia como Cilicia, que se hallaban también en la periferia de la zona de influencia hitita, parecen bien probadas por los hallazgos arqueológicos.
Las destrucciones que asolaron todo el espacio mediterráneo oriental, desde la península balcánica hasta Egipto, pasando por Anatolia y la costa sirio-palestina, a finales del siglo XII a.C. y que significaron a corto o medio plazo la caída de algunas de las grandes potencias de la región, como los mencionados hititas o los propios micenicos, no supusieron la interrupción brusca y definitiva de los contactos entre estas áreas, como se había creído en un principio a la vista de la aparente pobreza documental que presenta el período subsiguiente. Anthony Snodgrass, reputado arqueólogo británico considerado uno de los grandes especialistas en este período, dibujó con muy negras tintas toda esta época en su libro sobre el tema escrito en el año 1971, describiendo un panorama de despoblación, pobreza y aislamiento que significaba la interrupción casi absoluta de los contactos comerciales entre el mundo griego y las culturas orientales. Sin embargo, el progreso manifiesto de las excavaciones ha permitido matizar considerablemente esta perspectiva tan tremendista. Las tumbas halladas en Lefkandi, en la isla de Eubea, en los primeros años de la década de los ochenta del pasado siglo revelan la existencia de una próspera comunidad que mantuvo contactos evidentes con Oriente, por lo menos desde el siglo XI a.C, es decir en plena época oscura, los enterramientos allí excavados han mostrado una extraordinaria riqueza de productos importados del Próximo Oriente cuya procedencia apunta hacia la región sirio-palestina y hacia Egipto. Aparecen así cuencos de bronce con escenas grabadas que muestran claros esquemas decorativos, entonces en boga en el Próximo Oriente, como los grifos heráldicos o la palmeta elaborada que recuerda al árbol de la vida, diversos vasos de fayenza y pasta de vidrio en diferentes tormas, un collar de colgantes que representa a la diosa egipcia Isis, una diosa con cabeza de león que lleva una corona egipcia, numerosas cuentas de collar y algunos escarabeos. Fuera de Lefkandi se han descubierto también algunos objetos de procedencia o factura orientales, como en los santuarios de Creta, Tirinto o Filacopi en la isla de Melos, donde aparecen figuritas del denominado smitinggod (dios del rayo) de clara inspiración oriental, o en las tumbas de Perati en el Ática o en las de Tirinto, cuyos hallazgos presentan objetos importados de Chipre o de Oriente.
Las relaciones entre el mundo egeo y el oriental nunca llegaron a interrumpirse, al menos de la forma tan brusca que se había supuesto inicialmente. Los objetos continuaron llegando desde los emporios orientales instalados en las costas sirio-palestinas hasta diversos lugares de la geografía griega. La revitalización de las intercomunicaciones pudo deberse en parte a la diáspora de inmigrantes producida tras las destrucciones, cuyas consecuencias se dejan sentir en lugares como Creta, Chipre, el sur de Asia Menor y algún punto de la costa sirio-palestina. Estas conexiones se reforzaron en la segunda mitad del siglo X a.C. como demuestran los hallazgos de Lefkandi. La presencia de cerámica de procedencia eubea en algunos puntos de la costa sirio-palestina y en Chipre constituye la contrapartida evidente de estos contactos entre el mundo griego, representado aquí principalmente por la emergente isla de Eubea y sus activos centros, y el mundo oriental. Seguramente es posible hablar de la actividad de un agente intermediario que habría actuado como centro de redistribución, cuya candidatura recae casi de forma unánime sobre la isla de Chipre, que ya en plena Edad del Bronce había desempeñado un papel semejante. Sin embargo, es muy probable que los chipriotas limitaran su actuación a ejercer de guías e iniciadores del comercio eubeo en el Oriente, llegando incluso a operar con ellos en empresas conjuntas, pero en seguida dejaron toda la iniciativa a la parte eubea.
Otros activos intermediarios en la relación del mundo griego con Oriente en los primeros tiempos del período arcaico fueron sin duda los fenicios. Aunque no está del todo claro a quiénes se referían los griegos con esta denominación genérica, lo que parece más probable es que designaran de este modo a todos los habitantes orientales de las costas sirio-palestinas, incluyendo tanto a hablantes canaanitas de las ciudades costeras de Tiro, Biblos y Sidón como a arameos de la región septentrional de Siria. La activa presencia de estas gentes en las aguas egeas a lo largo de los siglos X y IX a.C. parece bien documentada por la arqueología y por las referencias harto significativas que aparecen en los poemas homéricos, especialmente en la Odisea. A lo largo del poema los denominados fenicios son presentados como un pueblo de comerciantes taimados y ambiciosos que practican la duplicidad en sus transacciones, una imagen negativa que, como ha señalado recientemente la estudiosa americana Irene Winter, es el resultado de una visión reductora y estereotipada de este pueblo. De cualquier forma, las frecuentes alusiones a los fenicios revelan la toma de conciencia por parte de los griegos de la actividad oriental en sus aguas, que se constata arqueológicamente en lugares como Chipre, Creta o Rodas, fuesen quienes fuesen sus agentes concretos. La búsqueda imperiosa de metales como el cobre o el hierro, que las necesidades armamentísticas del expansionismo asirio fomentaban de forma creciente, favoreció e intensificó el establecimiento de contactos entre ambas culturas. Kition, en la isla de Chipre, se convirtió muy pronto en una ciudad fenicia y en un punto impulsor de estos intercambios. También parece demostrada la presencia de comerciantes griegos en el sur de Anatolia y en la costa sirio-palestina, en lugares como Tarso, Al Mina y Tell Sukas a partir de finales del siglo IX a.C. Objetos de procedencia griega, especialmente cerámica, se han encontrado también en cantidades respetables en Tiro y Hama. La presencia conjunta de fenicios y eubeos en lugares como Pitecusas, en la isla italiana de Isquia, frente a las costas de Nápoles, que constituye la primera fundación colonial griega a mediados del siglo VIII a.C, revela el carácter complejo de dichos contactos, más propensos a ser interpretados en clave de mutua colaboración en empresas de esta envergadura que bajo la óptica largo tiempo imperante de una competencia feroz y desenfrenada entre ambos pueblos.
La constancia de la presencia griega en tierras orientales o en sus aledaños más próximos, como las regiones de Cilicia en Asia Menor o la isla de Chipre, procede también de los documentos reales asirios, que a mediados del siglo VIII a.C. mencionan por primera vez a los griegos, a los que denominan Yauna o Yaman, es decir jonios, como autores de correrías por la región que se hallaba por entonces bajo su esfera de influencia o soberanía. La aparición de algunas piezas destacadas, como las armaduras ecuestres de un rey sirio de finales del siglo IX a.C, como ofrendas votivas en los santuarios griegos de Apolo en Eretria en la isla de Eubea y en el de Hera en la isla de Samos revela la presencia militar activa de algunos griegos en aquella región, donde pudieron haber obtenido, seguramente en calidad de preciado botín, los objetos mencionados. Esta práctica continuó durante los siglos posteriores a juzgar por los testimonios de todas clases de que disponemos, tanto literarios y epigráficos como arqueológicos. Así tenemos noticias procedentes de los relatos de Heródoto y Diodoro acerca de la existencia de numerosos mercenarios griegos y carios que lucharon bajo las órdenes del faraón Psamético I en la segunda mitad del siglo VII a.C, confirmadas ahora por una inscripción procedente de las cercanías de la ciudad de Priene en Asia Menor, donde se registra la dedicatoria de un combatiente en aquellas tierras. Sabemos igualmente de las aventuras vividas en este sentido por Antiménidas, el hermano del poeta Alceo, combatiendo con éxito al lado de los babilonios, o conocemos los rastros anónimos de otros personajes similares, como ponen de manifiesto la figura de un soldado griego que aparece representada sobre un cuenco de plata procedente de Amatonte en Chipre o la presencia de unas grebas y un escudo griego entre las ruinas de la ciudad de Carquemish en el norte de Siria. Griegos y asirios estuvieron en contacto en la isla de Chipre, que desde la Edad del Bronce se hallaba habitada en parte por griegos y fue conquistada por los asirios a finales del siglo VIII a.C, como revela la estela del rey Esarhadón escrita en caracteres cuneiformes hallada en la isla.
La implicación del mundo griego en los asuntos orientales y, por tanto, las posibilidades de percepción y asimilación de nuevas ideas por parte de numerosos individuos que viajaron de un ámbito a otro alcanzaron su punto culminante con la aparición en escena del imperio persa, a finales del siglo VI a.C. De repente, en un breve lapso de tiempo, todo el Oriente, ese conglomerado de pueblos y culturas que los griegos habían percibido de forma fragmentaria como entidades políticas y culturales separadas a pesar de que recibieron el impacto considerable de sus realizaciones culturales y religiosas, quedó unificado de manera definitiva bajo la completa hegemonía de los aqueménidas. Oriente quedaba así equiparado en la difusa mentalidad geográfica griega con el imperio persa, una concepción de las cosas que queda perfectamente reflejada en la propia arquitectura textual de la historia de Heródoto, que procede a una revisión global del mundo habitado, desde una perspectiva fundamentalmente oriental, tomando como hilo conductor de su relato la descripción de las diferentes provincias y dominios del imperio.
Las ciudades jonias establecidas a lo largo de las costas de Asia Menor constituyeron sin duda la avanzadilla griega en estos contactos y las que primero experimentaron el peso, más o menos liviano, de su expansionismo occidental. Dichas ciudades habían mantenido necesariamente continuos contactos con los poderes indígenas anatolios existentes en la zona antes de la llegada de los persas, primero los frigios y después los lidios, que habían ocupado el vacío dejado en la región tras la desaparición ya lejana del imperio hitita. De la relación griega con los frigios no es mucho lo que se sabe a ciencia cierta, a excepción de la fuerte impresión dejada en la memoria colectiva griega por la inmensa riqueza de su legendario rey Midas. Ésta ha quedado reflejada a su manera en el mito y en el lenguaje popular a través de historias inmortales como la que lo presenta como un ambicioso personaje que contempla trágicamente satisfecho su insaciable deseo de riquezas al concedérsele que todo lo que tocara se convirtiera en oro, haciendo así del todo imposible su propia supervivencia por no poder impedir que, al alimentarse, la vianda correspondiente se transformara también en oro; o aquella otra según la cual adquirió orejas de asno en castigo por su osadía de haber desafiado el veredicto que otorgaba a Apolo el triunfo en un certamen de lira. Según el testimonio de Heródoto, su ofrenda de un trono en el santuario de Apolo en Delfos era la más antigua que había sido hecha por un monarca oriental. Las relaciones parecen haber discurrido por lo general en buenos términos a juzgar por la noticia, trasmitida también por el historiador jonio, acerca del matrimonio del mismo Midas o de otro rey que llevaba el mismo nombre con una joven griega de la ciudad de Cumas, cuyo padre llevaba el significativo nombre de Agamenón. La deuda de los griegos hacia los frigios no parece ser de ninguna entidad considerable, si exceptuamos ciertas tonalidades musicales. En cambio, parece que la corriente de influencias discurrió más bien en dirección contraria si tenemos en cuenta que hasta la fecha son más abundantes los materiales griegos hallados en los yacimientos frigios excavados, como la propia capital, Gordion, situada en las proximidades de Ankara, que los frigios en territorio griego. Sin embargo, es muy probable que nuestro desconocimiento de la situación global sea, en buena parte, el responsable de este pobre panorama, si consideramos que los frigios fueron en muchos terrenos los herederos de la civilización hitita y que fue posiblemente a través de ellos como entraron en el ámbito helénico, quizá primero en el eolio, algunos elementos de la mitología oriental que aparecen reflejados con toda nitidez en la Teogonia hesiódica. La existencia de una vía de comunicación entre los centros de poder frigios situados en la meseta anatolia y las costas meridionales de la península en la región de Cilicia, que después los persas consolidarían como la primera etapa de la famosa vía real que conducía de Sardes a Susa, garantizaba además los continuos contactos con el Próximo Oriente. Unos contactos a los que los griegos no debieron de resultar del todo ajenos a la vista de su presencia en Cilicia desde una época tan temprana como los inicios del primer milenio a.C. La adopción del culto de Cibeles, la gran diosa madre, por parte griega y la adaptación del alfabeto por parte frigia, seguramente por intermediación griega en aquella región, son el resultado evidente de tales relaciones.
Al intermedio destructivo marcado por los cimerios, que arrasaron con sus correrías una buena parte de Asia Menor a comienzos del siglo VII a.C. y acabaron con el reino frigio, siguió la aparición de Lidia, el nuevo reino anatolio que asumió el relevo de los frigios en el dominio de toda esta zona. El panorama no experimentó cambios notables si recordamos que, al igual que los frigios, los lidios aparecen asociados en la memoria griega a la inmensa riqueza de su monarca más emblemático, el famoso Creso, protagonista también de diversas leyendas con tintes moralizantes acerca del sano ejercicio de la moderación y sobre el cambio espectacular que a veces experimenta la fortuna humana. También se atribuyen a Creso, como a Midas, importantes ofrendas en el santuario de Delfos, reveladoras de la interacción manifiesta del monarca lidio con uno de los centros más emblemáticos del helenismo. Contamos también con algunas referencias alusivas a los lujos y esplendores de su capital, la ciudad de Sardes, en los fragmentos poéticos de Safo, que parece percibirla como una especie de París de la época donde culminaban su andadura algunas de las muchachas que recibieron sus enseñanzas y dieron sus primeros pasos en la adolescencia dentro de su thíasos de Lesbos. Aunque el panorama arqueológico tampoco es excesivamente prometedor en este sentido a la hora de ilustrar las dimensiones concretas de estos intercambios entre griegos y lidios, parece claro que buena parte de la prosperidad experimentada por las ciudades griegas de la zona a lo largo del siglo VII a.C. se debió a la simbiosis establecida con el nuevo reino. No en vano es a través de autores griegos residentes en esta zona bajo la hegemonía lidia cuando recibimos las primeras impresiones acerca del mundo oriental, entremezcladas en los fragmentos de la poesía de Safo, Alceo o Focilides, que muestran conciencia de la existencia de Babilonia o de la grandeza de Nínive, sumida después en la desolación.
Fue, sin embargo, la llegada de Persia ante el horizonte griego a finales del siglo VI a.C. la que marcó un giro radical y definitivo en este terreno. Las ciudades griegas de la costa de Asia Menor entraron directamente a formar parte del imperio aqueménida con todas sus ventajas e inconvenientes. La consolidación de la vía real, antes mencionada, facilitaba extraordinariamente las comunicaciones y los contactos entre unas regiones y otras del imperio. La presencia griega en tierras persas adquiere ahora proporciones considerables a la vista de la utilización casi masiva de especialistas griegos de toda índole en las filas de la cancillería imperial. Conocemos, por ejemplo, a través de Heródoto, la exploración llevada a cabo por Escílax de Carianda en la región de la India al servicio de Darío I, una empresa de envergadura en la que también tomaron parte otros griegos de la zona que no son mencionados de forma explícita por el historiador, quiza por no haber adquirido el renombre posterior del primero, que escribió al parecer un relato de viaje de su andadura. Sabemos igualmente, a través de esta misma fuente, que médicos griegos ilustres como Demócedes de Crotona estaban al servicio de la corte persa, y la evidencia epigráfica ha confirmado también la presencia de numerosos canteros, artesanos y escultores en las espectaculares obras de la capital real Persépolis. Incluso en otros lugares del imperio, como la ciudad de Pasargada, otra de sus capitales, el arqueólogo sueco Nylander cree haber encontrado firmes evidencias que atestiguan el trabajo de canteros griegos en la construcción del palacio real ante las enormes similitudes desde el punto de vista técnico y estilístico que presenta con el Artemision de Éfeso. Lo cierto es que en los dos siglos que preceden a la conquista del imperio persa por Alejandro Magno conocemos cerca de trescientos nombres de griegos que estuvieron al servicio de la casa real. No es casualidad, por tanto, que sea precisamente a partir de estos momentos cuando surjan en el escenario griego las primeras obras en prosa que tratan de establecer un balance geográfico del mundo conocido, como la Periégesis de Hecateo de Mileto, que pudo servir de referente al posterior relato de Heródoto en muchos aspectos. Quizá tampoco es del todo ajeno a la entrada definitiva del mundo griego en la órbita persa el impulso que experimenta el ámbito de la pura especulación con la aparición de los primeros pensadores, los denominados presocráticos, cuyas afinidades con algunas ideas y doctrinas orientales fueron ya señaladas en su día por el mencionado West, entre otros.
Sin embargo, no hay que olvidar tampoco la otra cara de la moneda. Muchos griegos sintieron que la presencia persa en la zona ponía seriamente en peligro toda su forma de vida. De hecho algunos griegos proyectaron su futuro en lugares lejanos como Cerdeña o Tartesos, en el sur de la península ibérica, donde los habitantes de Focea recibieron la oferta de asentarse en su territorio en caso de necesidad por boca de su mismísimo monarca, Argantonio. Algunas de estas iniciativas se llevaron a cabo por parte de foceos y de los habitantes de la vecina Teos, si bien el lugar elegido para su forzado exilio fueron las costas de Italia y el norte del Egeo respectivamente. Sin entrar de lleno en el juego casi diabólico auspiciado por la propaganda ateniense, que presentó la irrupción de los persas como un ataque frontal del despotismo oriental a la libertad y autonomía griegas, no podemos obviar el hecho de que la inserción de las ciudades griegas en el contexto imperial persa provocó importantes desajustes en su tejido político y social que acabarían desembocando en la revuelta jonia del 499 a.C, la llama que sería después el inicio de las denominadas guerras médicas.

El «orientalismo» griego

La forzada relación con el imperio persa significó también el surgimiento de un enorme interés por todo lo relacionado con Persia y sus dominios que se tradujo en obras como las de Heródoto, Ctesias y Jenofonte. Se trataba por lo general de un género híbrido, a medio camino entre la historia y la novela, con inequívocos toques de fabulación etnográfica y moralizante, que encontró al parecer una gran aceptación entre los medios intelectuales griegos a juzgar por las numerosas obras dedicadas al asunto, denominadas por lo general Persiká, que podríamos traducir como «asuntos sobre Persia». La fascinación por todo lo oriental, reflejada de manera discontinua en algunas fugaces instantáneas de los poetas líricos arcaicos, como las ya comentadas de Safo y Alceo, se concentró ahora casi de manera definitiva en lo persa, en sus costumbres y en sus instituciones, en sus monarcas y en su imperio, que había asumido e incorporado a su vez otros imperios anteriores como el asirio y el babilonio.
Sin embargo el interés por Persia coincidió también con su derrota a manos de la coalición griega comandada por atenienses y espartanos, que con sus resonantes victorias de Salamina y Platea habían atemperado de forma considerable el mito de la grandeza e imbatibilidad de los persas. La reacción inmediata de la propaganda ateniense, encargada de difundir por todas partes la superioridad política, militar y moral de los griegos sobre sus adversarios orientales, no hacía otra cosa que tratar de encubrir de alguna manera el temor generalizado que la irrupción del imperio persa en la vida política griega había provocado desde un principio. El trauma que supuso para muchos griegos de la región de Asia Menor la aparición repentina de los persas en la zona desarbolando en pocos días las imponentes fortificaciones de la capital lidia, Sardes, se ve reflejado en los versos de Jenófanes de Colofón, que abandonó su lugar de nacimiento tras la conquista persa. La pregunta acerca de la edad que uno tenía a la llegada del invasor constituye, según Jenófanes, una de esas cuestiones esenciales que pueden formularse al calor del hogar en el invierno y después de una reconfortante comida.
El temor a los persas se hallaba muy extendido en el mundo griego a juzgar por la presteza con que se constituyó la liga defensiva de Delos, auspiciada por los atenienses tras las impactantes victorias conseguidas de forma tan sorprendente. Un temor que no se había extinguido del todo casi un siglo después, cuando el orador Isócrates se vio obligado a utilizar dicho motivo en su brillante discurso con el que esperaba persuadir a una parte importante de la audiencia griega, que al parecer todavía temía y respetaba a los persas, a favor del incipiente movimiento panhelénico. Resulta igualmente significativo de la continuidad de estos sentimientos de temor y rencor hacia Persia entre los griegos el hecho de que Alejandro utilizara el tema de la venganza contra las ofensas inferidas por los persas casi dos siglos antes como uno de los resortes principales de su propaganda a la hora de legitimar su posición a la cabeza de la expedición oriental, No parece probable que la cancillería macedonia, que se hallaba perfectamente al corriente de las tendencias de la opinión pública griega, recurriera en este caso a un motivo trivial y carente de interés para la mayoría cuando se trataba de «motivar» a un colectivo como el griego, poco dispuesto a prestar su apoyo a un conquistador extranjero al que consideraba responsable directo de su pérdida de autonomía política.
El sentimiento de superioridad cultural y política impulsado desde Atenas se convirtió así en un ingrediente inevitable de la actitud griega hacia Oriente a partir de la victoria conseguida en el primer tercio del siglo V a.C. A partir de entonces coexistieron, de forma más o menos ambigua y contradictoria, estas dos clases de posturas, que reflejaban a su manera la fascinación por la riqueza e inmensidad de un imperio que había permanecido inmutable sin haber visto alterados sus espectaculares dominios tras la derrota sufrida a manos de los griegos y el miedo visceral inesperadamente superado por la sensación liberadora de un triunfo tan repentino y precipitado. Es precisamente en estos momentos cuando surge el estereotipo de Oriente que perdurará a lo largo de toda la cultura occidental posterior, con todas sus luces y sombras, tal y como ha puesto de relieve el escritor palestino Edward Said en su célebre estudio sobre el tema. Una imagen artificial e ideológica construida sobre ciertos tópicos como la riqueza exuberante, el poder excesivo de las mujeres y los eunucos en la corte real, el despotismo absoluto de los monarcas o la cobardía y servilismo de sus soldados, malinterpretados unos y manipulados los otros, cuya finalidad principal era ratificar mediante una especie de espejo invertido la propia definición de los valores fundamentales griegos, asentados sobre las cualidades contrarias, y reforzar el sentimiento de identidad helénico.
La realidad histórica persa era mucho más compleja y difícil de conocer, sobre todo para quienes como los griegos desconocían por completo las lenguas habladas en el imperio y por tanto se hallaban de entrada incapacitados para acceder a su no muy abundante documentación oficial o a su propaganda religiosa. Pero la barrera lingüística no era el único obstáculo existente entre unos y otros. A pesar de las mencionadas facilidades existentes con la implantación del imperio y la organización y pacificación de las rutas internas, no fueron muchos los griegos que, voluntariamente, visitaron el núcleo del imperio que giraba en torno a las grandes capitales persas. Persépolis fue casi una perfecta desconocida en la conciencia griega hasta que las tropas de Alejandro incendiaron la ciudad en el 331 a.C. A Susa acudieron emisarios y embajadores griegos, pero tampoco han dejado en la evidencia existente demasiadas muestras de entusiasmo o admiración por la monumentalidad y fastuosidad de los edificios imperiales allí presentes. El desconocimiento de la realidad persa por los griegos se pone especialmente de manifiesto en la utilización del término «medo» para designar de forma indiferenciada dos entidades políticas muy distintas, como eran medos y persas, evidenciando que su fuente de información originaria para tal designación eran los lidios, que habían mantenido importantes conflictos fronterizos con los medos en la época de su primera expansión occidental.
Tampoco los relatos que llegaban hasta el mundo griego de quienes habían pisado aquellas apartadas regiones con sus propios pies aportaban mucho a su mejor conocimiento. La información veraz y objetiva carecía de todo interés para quienes no se hallaban en condiciones de aprovecharla o no eran capaces de confrontarla con otra clase de medios o referencias, como sucede en la actualidad con nuestros modernos atlas y enciclopedias. Resultaba mucho más rentable para el narrador permanecer dentro de los esquemas prefijados que demandaban las expectativas del público: maravillas, exotismo e intrigas de corte. En ese ámbito se movieron relatos como el de Escílax de Carianda, cuyos ecos sensacionalistas colean por toda la literatura posterior en forma de pueblos extraños que habitaban bajo tierra, poseían una cabeza enorme o se hacían sombra con sus propios pies. Tampoco Ctesias, un médico griego que pasó largo tiempo en la corte persa a finales del siglo V a.C, fue un reportero absolutamente fiable al transformar toda la actualidad política de la corte persa en interminables y turbulentas disputas de harén. Jenofonte, que tuvo también su correspondiente cuota de experiencia real en el imperio, con su participación en la famosa expedición de los diez mil a comienzos del siglo IV a.C, tampoco fue más explícito a este respecto. De hecho, en la célebre Anábasis, donde relata la expedición por territorio persa, estaba mucho más interesado en referir el sufrimiento y la constancia de sus hombres o su propia intervención como dirigente en busca de la salvación final de los expedicionarios que en dar noticia exacta de las condiciones territoriales y humanas del imperio, concentradas para nosotros en simples alusiones tangenciales hechas de pasada a lo largo del relato. Su biografía de Ciro, el fundador del imperio, en la Ciropedia (la educación de Ciro) no constituye tampoco un instrumento adecuado en este terreno, ya que la obra transcurre casi en todo momento dentro de un espacio imaginario carente por completo de referentes reales, pues su objetivo principal era confeccionar el retrato del buen gobernante, que aparecía encarnado ahora en un utópico e idealizado monarca persa.
El interés griego por los persas iba, efectivamente, mucho más allá de la mera información factual acerca de un territorio determinado y sus gentes. Persia se convirtió para la mentalidad griega en un marco referente ideal para la reflexión y el debate políticos. Una de sus manifestaciones fue la constante contraposición del modelo político griego, basado en la defensa de la libertad y en el gobierno de las leyes con el oriental, entendido como el prototipo de la tiranía y del despotismo, tal y como queda reflejado en un famoso pasaje de las Leyes de Platón, en el que se describe a Persia como el modelo de la autocracia. El famoso pasaje de las Historias de Heródoto acerca del debate sobre el mejor de los regímenes políticos, puesto en boca de un grupo de nobles persas, constituye otro ejemplo ilustrativo de esta tendencia. Persia servía así de espejo invertido de la historia y el desarrollo institucional propiamente griego con todos sus problemas, como el paso de una aristocracia cultural a una cultura de principios más democráticos, o la dosis inevitable de decadencia moral y educativa, con sus consecuencias en el terreno militar, que esta clase de procesos políticos y sociales comportaban.
Pero no se trataba sólo de una cuestión relativa al valor y al carácter de las instituciones públicas del estado como tal. Los propios personajes de los monarcas persas encarnaban también para los griegos una serie de enseñanzas morales o de modelos ilustrativos sobre los giros inesperados que adopta la fortuna en los asuntos humanos. Personajes de la talla de Ciro, Darío, Jerjes o Cambises, a los que podían sumarse otros como el frigio Midas o los lidios Giges o Creso, constituían excelentes modelos referenciales capaces de asumir, por el distanciamiento en el tiempo y la alienidad cultural, un valor paradigmático semejante al de los viejos protagonistas del mito. Persia incorporó, en definitiva, la figura necesaria del enemigo común al helenismo que precisaban los propagandistas de la unidad griega, con intereses claramente partidistas como los atenienses en su empeño por consagrar su hegemonía en la liga délica o más abiertamente partidarios de un panhelenismo cultural como el defendido por el orador Isócrates, que propugnaba la unidad de todos los griegos en contra del bárbaro persa como remedio ideal a los males que aquejaban al mundo griego en las primeras décadas del siglo IV a.C.
Dentro de la fascinación griega por todo lo oriental, Egipto cupa necesariamente una posición privilegiada. Ya desde los primeros testimonios de la literatura griega se percibe una cierta aureola de admiración y misterio hacia una tierra remota y feraz, capaz de proporcionar drogas casi milagrosas que poseen cualidades curativas sorprendentes o esplendorosos regalos que testimonian su asombrosa riqueza. Éste es el Egipto que se vislumbra en los poemas homéricos, especialmente en la Odisea, donde se alude también a las arriesgadas expediciones en busca de un cuantioso botín que algunos griegos realizaban como reflejo inequívoco de su carácter de lejana tierra de promisión. El mejor conocimiento del país a partir del establecimiento del emporio griego de Náucratis en una de las bocas del Nilo a finales del siglo VII a.C. facilitó el surgimiento de una cierta egiptomanía, puesta de manifiesto en el interés de la ciencia jonia por buscar explicaciones racionales al extraño fenómeno de las crecidas del Nilo y en el catálogo de maravillas que aparece recogido en el libro segundo de las Historias de Heródoto, dedicado en su integridad a dicho país.
Egipto adquirió un lugar destacado en la representación del mundo de los griegos a través de la posición que en dicho esquema desempeñaba el Nilo como uno de sus ejes articuladores junto con el Danubio, que se contraponían mutuamente a ambos lados del Mediterráneo. Egipto era además la cuna de la sabiduría humana por su carácter de tierra primordial en la que los seres humanos habían habitado desde los tiempos más remotos y habían aprendido a establecer el modo de relación más correcto con los dioses. No era extraño que se derivaran de allí casi todas las prácticas y ceremonias griegas, como pretendía Heródoto en una manifestación avant la lettre del famoso modelo antiguo que propugnaba Martin Bernal. El estudioso americano olvidaba sin embargo, que, a pesar de estos reconocimientos, el historiador jonio establecía determinantes diferencias entre un cultura y la otra en lo que respecta a cuestiones tan fundamentales como las prácticas sacrificiales o los rituales funerarios, que no implicaban en modo alguno la superioridad de la cultura más antigua sobre la más reciente. A pesar de su descripción de Egipto como un pueblo muy antiguo, piadoso para con los dioses y sabio en cuestiones relacionadas con la religión o la medicina, lo cierto es que, como señaló en su día François Hartog, la cultura egipcia en conjunto cae del lado de los bárbaros en la línea divisoria fundamental que atraviesa longitudinal e imaginariamente todas sus historias. Ciertamente, Egipto no dejó nunca de ser considerado un arsenal de sabiduría hasta el punto de que la mayoría de los sabios griegos hubieron de recalar invariablemente en el país en el curso de sus vidas, desde el propio Homero hasta Platón, pasando por Tales, Solón o Demócrito, tal y como figuran en una larga lista que aparece en el primer libro de la historia universal de Diodoro, compuesta el siglo I a.C. Sin embargo esta condición privilegiada fue cediendo su lugar a partir del período helenístico a otros países como la India, donde primero el mismísimo Alejandro Magno y después un taumaturgo como Apolonio de Tiana habían ido a confrontar su sabiduría con los célebres brahmanes. La sabiduria egipcia quedaba relegada al estricto terreno de la religión con una creciente inclinación hacia su vertiente más esotérica, que acabaría desembocando en los escritos de Hermes Trismegisto, denominación griega del dios Thoth, donde confluían componentes místicos y filosóficos surgidos más de las filas del neoplatonismo griego que de la propia doctrina egipcia. Egipto fue también perdiendo poco a poco su pátina singular de país privilegiado del saber para convertirse progresivamente en una tierra de costumbres salvajes y bárbaras como las que describen algunos autores griegos del período helenístico como el poeta Teócrito, que alaba la represión tolemaica de las viejas prácticas egipcias a favor de las griegas, o los historiadores Polibio y Diodoro, que refieren horrorizados el espectáculo de la inusual violencia de las masas egipcias, capaces de desgarrar en su furor los cuerpos de sus infortunadas víctimas, fueran éstas los miembros de la camarilla real contra los que se sublevaron los alejandrinos o un legionario romano que había pisado un gato.

Buscando el fiel de la balanza

Es imposible dejar constancia de forma detallada y minuciosa de todos los aspectos y campos de la cultura griega que experimentaron en mayor o menor grado de intensidad la influencia de motivos, temas, ideas o esquemas artísticos orientales, pues su número aumenta de día en día tal y como progresa nuestro conocimiento de las propias civilizaciones orientales. Basta para comprobarlo un simple vistazo al volumen del último libro de Martin West, que presenta un exhaustivo estado de la cuestión al respecto. Éstos afectan a casi todos los campos, desde la mitología y la religión hasta la literatura y las formas artísticas.
A los conocidos paralelismos de la poesía épica griega con el Antiguo Testamento y más tarde con obras como la famosa epopeya de Gilgamesh, se han venido a sumar algunas correspondencias más recientes que nos remiten hacia las diferentes literaturas del antiguo Oriente, desde la egipcia y la sumerio-acadia hasta la hitita y ugarítica, descubiertas en el primer cuarto del siglo XX. Destacan así algunas semejanzas en el estilo épico como los epítetos, el amplio uso del discurso directo, el recurso a los símiles, las fórmulas estereotipadas para describir el alba y el crepúsculo o el reposo y la acción y las escenas típicas como la asamblea de los dioses y las batallas. Incluso algunas técnicas narrativas más complejas como la incorporación al relato de acontecimientos pasados mediante la propia voz del protagonista, aparecen por igual en la Odisea y el poema de Gilgamesh. Algunos pasajes de la Ilíada relativos a las escenas con dioses guardan una estrecha correspondencia con pasajes fundamentales de los poemas épicos acadios como el Gilgamesh o el Atrahasis. Se trata así de algo más que de coincidencias fortuitas o de paralelismos culturales independientes que obedecen pura y simplemente al motivo de base, común para todos los seres humanos, que este tipo de poemas desarrollan.
Se han detectado incluso influencias más precisas, como en el famoso pasaje del «engaño de Hera», cuando la diosa trata de seducir a Zeus para distraerle del curso de la acción de la guerra y llevar así a cabo sus propias maquinaciones. Se trata del único pasaje de todos los poemas homéricos que presenta un tema de carácter cosmogónico al mencionar a Océano y Tetis como la pareja primordial origen de todas las cosas, que se ve reflejado en la dimensión naturalista y cósmica que asumen ambas divinidades, en este caso Zeus y Hera, en el momento de su unión, y hasta en la propia terminología empleada, ya que el propio nombre de Tetis podría derivar del de Tiamat, la madre primordial en el poema de la creación babilonia, el Enuma Elish. Otros elementos de clara ascendencia oriental son también el cinto bordado que Afrodita le presta a Hera para su utilización como hechizo amoroso, el catálogo de las mujeres amadas por Zeus y el jumento de los dioses.
Existen también estructuras parecidas entre la tripartición de dominios por las tres divinidades principales en la Iliada Y el poema épico acadio del Atrahasis, que no había sido publicado hasta el año 1969. En los dos poemas existen tres zonas distintas del cosmos, el cielo, la profundidad de la tierra y las aguas, y las tres son además asignadas por sorteo y las tres divinidades masculinas supremas del panteón divino. Se trata de una estructura extraña al mito griego y que no desempeña tampoco dentro de la lógica narrativa del poema homérico ningún papel fundamental, a diferencia de lo que sucede en el caso oriental. Todo apuntaría, por tanto, hacia el resultado habido de la reelaboración de un material épico ajeno, en este caso acadio, que habría acabado insertándose dentro del poema griego. De la misma forma, existe también un sorprendente paralelismo entre la idea de una catástrofe de la humanidad, concretada finalmente en un diluvio y decretada por la decisión del dios dominador, como forma de poner freno al crecimiento desmesurado de la humanidad y a su excesivo ruido, expresada en el Atrahasis acadio, y el inicio de la guerra de Troya, provocado por una motivación y decisión similares, tal y como aparecen reflejados, aunque de forma fragmentaria, en los Cantos ciprios y en el Catálogo de las mujeres de Hesíodo. De nuevo aparecen aquí sorprendentes analogías entre la terminología empleada si comparamos el Momo mencionado en el resumen de Proclo de los Cantos ciprios, que actúa como consejero de Zeus, y el Mummu que hace una labor similar al lado del dios Apsu, el padre primordial al inicio del Enuma Elish, el ya mencionado poema babilonio de la creación. La referencia a Chipre que aparece en el título del poema griego (cantos chipriotas) no haría más que contextualizar en la isla, un lugar en el que griegos y asirios cohabitaron durante un tiempo, algunas de estas trasferencias culturales.
Son también sorprendentes los paralelismos entre algunas escenas de los dioses, como aquella en la que una diosa que ha sido injuriada por un mortal acude en busca de consuelo ante su padre y se gana una reprimenda por ello, tal y como sucede en la famosa escena de la Ilíada en la que Afrodita, tras haber sido herida por Diomedes, acude al Olimpo y es recriminada suavemente por Zeus al indicarle cuál debe ser su ámbito de actuación predilecto, comparable en esos términos al encuentro entre el héroe Gilgamesh y la diosa Ishtar. Los protagonistas son en ambos casos los mismos: el dios del cielo y su hija, la diosa del amor, con la intervención ocasional de la madre, Dione en el caso griego y Antu en el acadio, que podrían representar sólo la formación femenina del nombre correspondiente del dios soberano, Zeus y Anu, con la posibilidad añadida de que la forma griega no fuera más que un calco de la forma acadia. Sin embargo, como ha señalado Walter Burkert, es necesario recordar que si en el caso oriental los episodios comentados se corresponden con un trasfondo mítico o ritual muy determinado, en el caso griego aparecen simplemente como una escena de género que ha quedado privada de toda otra función ulterior. Nos hallamos, por tanto, ante elementos que en el poema oriental formaban parte integrante de la estructura narrativa principal y que en la Ilíada son, en cambio, utilizados únicamente como motivos ocasionales o improvisaciones aisladas sin más consecuencias. No debe olvidarse que los pasajes de matriz orientalizante hasta ahora señalados figuran en el inicio del Enuma Elish y del Atrahasis, que seguramente se hallaban entre los textos utilizados en la enseñanza escolar. Si tenemos en cuenta que la adopción del alfabeto se produjo dentro de un contexto de esta clase, es muy posible que quepa imaginar el mismo camino para la trasferencia de estos pasajes y episodios hacia la épica griega.
Se ha puesto también de relieve la posible incidencia en la Odisea de historias similares acerca de viajes fantásticos por tierras lejanas y el encuentro con seres extraordinarios como magas y monstruos que aparecen en las literaturas orientales, como por ejemplo el célebre relato del marinero náufrago, el viaje de Wen—Amón o el de Sinuhé en la literatura egipcia, o las aventuras de Gilgamesh, que es calificado también al inicio de la versión babilonia del poema como un individuo que había viajado por todas partes y que extraía su sabiduría de las muchas tierras y gentes que había visto, al igual que Odiseo. Son bien conocidos también los manifiestos paralelismos, y seguramente dependencias, de la cosmogonía hesiódica con respecto a sus modelos orientales, sean estos babilonios, egipcios, hititas o ugaríticos. Al igual que Hesíodo, la primera filosofía griega debe mucho a las tradiciones orientales precedentes en lo que respecta sobre todo a la cosmogonía o historias de creación y a la literatura sapiencial, géneros ambos que aparecen en los dos poemas hesiódicos, la Teogonia y los Trabajos. Tanto una clase de literatura como la otra tenían tras de sí una larga historia en Oriente. Los proverbios y las fábulas animales, que constituyen dos versiones de la literatura sapiencial oriental, reaparecen también en los poetas líricos con curiosas resonancias con sus antecesores, como la que presenta uno de los nuevos fragmentos de Arquiloco («la perra deseosa dio a luz cachorros ciegos») con un extraño consejo del monarca asirio Shamshi-Adad I a su hijo perteneciente al siglo XVIII a.C. expresado en términos muy similares. La medida dentro del orden cósmico, que parecía patrimonio exclusivo del pensamiento griego, está igualmente presente en esta clase de literatura sapiencial, donde el orden (Maat o Misharu) acompaña siempre al sol en su recorrido.
Dentro de un ámbito más racional se halla la deuda indudable de los griegos con las culturas orientales en lo que respecta a matemáticas y astronomía. Cuestiones como los nombres de los planetas, que son traducciones de los términos acadios, o la división del círculo en 360 grados, que constituye una herencia de los babilonios que desarrollaron en este campo métodos de cálculo racionales, son algunos ejemplos ilustrativos de dicha deuda. Tales y Pitágoras ya conocían en pleno siglo VI a.C. los elementos esenciales de las matemáticas babilonias y Anaximandro «inventó» el gnomon o reloj de sombra que había sido utilizado desde antiguo en la práctica de la astronomía babilonia.
Son también considerables las deudas en el terreno de los rituales mágicos y religiosos, como los ritos de purificación y el uso del chivo expiatorio (el phármakos griego), la práctica de enterrar depósitos fundacionales bajo los nuevos edificios, las diversas formas de magia simpatética, como las efigies sustitutorias de las posibles víctimas, la adivinación mediante el examen de los líquidos derramados sobre un plato o de las entrañas de un animal sacrificado y los presagios mediante la observación del vuelo de las aves, especialmente águilas y garzas. La existencia por escrito de muchos de estos rituales, que fueron reunidos y redactados en grandes manuales, y la presencia de adivinos itinerantes de procedencia oriental en el mundo griego arcaico como postuló en su día Walter Burkert son circustancias que podrían explicar algunas de estas trasferencias y adopciones. Estas correspondencias se dan también en el terreno de la iconografía entre determinadas divinidades o demonios orientales y sus correspondientes traslaciones griegas. Éste podría ser el caso del dios Asclepio, representado a veces en sueños como un perro o acompañado por él, y la diosa babilonia de la curación, Gula, que era simbolizada por un animal de esta clase. Algunos demonios populares griegos como las célebres Gello y Lamia no son al parecer otra cosa que la correspondiente trascripción de los demonios acadios gallu y lamastu. De la misma forma poseen también una clara ascendencia oriental algunos de los monstruos de la mitología griega a los que hubieron de enfrentarse los principales héroes, como la terrorífica Gorgona, cuya imagen deriva de las máscaras del gigante Humbaba, contra el que tuvo que luchar Gilgamesh, que se colgaban encima de los umbrales de las casas como forma de protección, influidas quizá también por la iconografía del demonio infernal Pazuzu, de procedencia asirio-babilonia. Algo similar sucede con los monstruosos cíclopes enemigos de Odiseo, que aparecen representados en sellos mesopotámicos, o con la incombustible hidra de numerosas cabezas a la que se enfrentó Heracles, que presenta numerosas similitudes con criaturas semejantes salios del mito oriental.
Resta mencionar, por último, las numerosas influencias en el terreno artístico que quedaron reflejadas en la arquitectura, en la escultura, en determinados motivos y esquemas decorativos o en la recreación de algunos patrones iconográficos y en la adquisición de algunas técnicas como el labrado del marfil. Precisamente fue en este terreno donde la evidencia de una innegable influencia oriental fue admitida más temprano con la creación de un período de la historia del arte griego denominada orientalizante que abarcaría la última parte del siglo VIII y todo el VII a.C. Se suponía, sin embargo, que representaba tan sólo una fase de transición en la que los artistas griegos crearon una serie de obras de arte en metal, marfil o terracota guiados por el estímulo de prototipos orientales que fueron importados durante el período de expansión comercial a lo largo del siglo VIII a.C hasta poder afirmar por encima de estos esquemas adquiridos su propia originalidad e independencia artísticas. La identificación de sus fuentes de inspiración se hacía en función de unos esquemas artificiales creados por los estudiosos modernos que contraponían las características inequívocas del arte griego, como el naturalismo, el dinamismo y la capacidad narrativa, frente a rasgos típicamente orientales, como la estilización, el carácter estático y la obsesión decorativa. Era precisamente esta condición estática del arte oriental la que permitía retrotraer sus modelos hasta productos similares de épocas muy anteriores que se habían mantenido inmutables a pesar del paso del tiempo. Se imaginaba además la existencia de contactos indirectos a través de intermediarios como los comerciantes o determinada clase de objetos como los textiles y se limitaba su influencia al simple préstamo de motivos ornamentales aislados.
Sin embargo, un examen más detenido de los elementos orientales en el arte griego de este período revela el papel fundamental desempeñado por el arte de los palacios neoasirios, cuyo lenguaje figurativo y sus tradiciones narrativas fueron conocidos y emulados por los artistas griegos contemporáneos para la ilustración tanto de temas seculares como mitológicos. Los trabajos al respecto de Ann Gunter han demostrado cómo el arte palacial neoasirio constituyó la principal fuente de inspiración para la tradición iconográfica griega del comportamiento aristocrático, tal y como se refleja en una pieza clave del arte de este período como es el celebérrimo Vaso Chigi, datado a mediados del siglo VII a.C. La conducta propia de los reyes asirios aparece trasladada a representaciones pictóricas de la cerámica griega o de placas de terracota decorativas, y aplicada a las divinidades y los héroes, que adoptan poses rituales a la hora de someter monstruos, saludar a sus iguales con gestos propios de la corte y reclinarse sobre lechos en el curso de un banquete. La iconografía oriental fue así objeto de un riguroso y preciso proceso de selección a partir de una diversa variedad de fuentes fundándose en su nuevo significado dentro del contexto en el que eran reutilizadas y en la adecuación de sus formas artísticas. La existencia de palacios asirios en el norte de Siria confirma la relativa disponibilidad de estos modelos, sin descartar tampoco la posibilidad de que artistas y artesanos griegos hubieran sido empleados por los monarcas asirios como Senaquerib, facilitando de esta forma la percepción directa de dichos modelos por parte griega. El examen de los elementos orientales en la pintura de vasos griega del siglo VII a.C. sugiere así que las semejanzas con el arte a gran escala de los palacios neoasirios iba mucho más allá de la adopción de temas y motivos aislados, abarcando también relaciones de carácter temático, patrones de composición, elementos estilísticos y convenciones narrativas y espaciales que eran esenciales para la creación y significado de las propias obras.
Una balanza, en definitiva, de interacciones e influencias dinámicas y complejas que no pueden solventarse con un simple reconocimiento de pasada para no menoscabar la reconocida creatividad y capacidad de inventiva griega. No se trata ahora de volver el péndulo a su lado opuesto y pretender negar de manera tajante la originalidad e inspiración sempiternamente repetida de la cultura griega, dando la razón a quienes como Bernal no ven en dicha tradición más que el encumbramiento ideológico y artificial de una civilización a través del enmascaramiento consciente de sus deudas con Oriente. Mucho antes de él hubo quienes, aunque de manera marginal y esporádica, reconocieron abiertamente el peso decisivo de las influencias orientales en la formación y desarrollo de la cultura griega arcaica. Su ataque frontal a dichos postulados y la publicidad de que han sido objeto han estimulado la agudeza de los planteamientos y han contribuido a modular las conclusiones partiendo de una evidencia innegable que los nuevos hallazgos y sus correspondientes constataciones ponen cada vez más al descubierto. La cultura griega no surgió de la nada, gracias únicamente a su genio extraordinario y a su infinita capacidad creadora, sino que recibió el poderoso y fértil influjo de las culturas y civilizaciones colindantes con las que mantuvo contactos y relaciones fructíferas que van mucho más allá, como se ha comprobado en el terreno del arte, de las meras confluencias esporádicas y casuales para establecer tejidos complejos cuyos agentes se nos escapan muy a menudo a través de una maraña de testimonios dispersos y poco estructurados que no siempre son capaces de ofrecer un nítido panorama de un mundo más interconectado de lo que algunos esquemas simplistas y apriorísticos habían imaginado.

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