La falacia del «milagro griego»
La
civilización griega adquirió a partir del Renacimiento un prestigio
indiscutible que ha mantenido casi desde entonces hasta nuestros días como
civilización modélica y representativa de los mejores logros del ser humano. Su
superioridad sobre el resto de las culturas parecía un hecho incuestionable a
la vista de unas realizaciones que no admitían parangón en ninguno de los
terrenos. Esta idea cobró todavía mayor fuerza a lo largo de los siglos XVIII y
XIX, cuando los ideales románticos crearon una Grecia imaginaria, casi
intangible, fuera por completo del tiempo y de la historia, que constituía el
frasco de las más puras esencias espirituales, capaces de insuflar los más
profundos sentimientos y experiencias a quienes, por actitud y temperamento,
estaban ya preparados para recibir su poderoso influjo. El nacionalismo
emergente en aquellos momentos consagró además la idea de que la cultura
espiritual era patrimonio exclusivo de un solo pueblo, de una tribu o de una
raza determinada, y su configuración final, resultado de ese genio particular,
no debía, por tanto, apenas nada a las influencias que pudiera haber recibido
del exterior. Se impuso de este modo la idea de una cultura tribal pura y
exclusivamente griega, detentadora celosa de todos sus logros. Una visión de
las cosas que adquirió también carta de ley en el terreno académico con la
consagración de la filología clásica como pieza angular de todo el sistema educativo
alemán a comienzos del XIX, de la mano de Wilhelm von Humboldt, un modelo que
luego irradiaría su influencia hacia el resto de los países europeos y de
América.
Este proceso
de sacralización de lo griego no se vio seriamente afectado por el creciente
descubrimiento de las civilizaciones orientales que empezaba a llevarse a cabo
por aquellos mismos momentos. Por el contrario, la aparición en escena de la
cuestión indoeuropea, que proclamaba la existencia de una patria y una lengua
comunes, originarias de las principales culturas de Europa y Asia como
resultado de una invasión escalonada desde algún lugar en el centro de las
estepas euroasiáticas, acentuó todavía mis la creencia en la singularidad
extraordinaria de la civilización griega, ilustre heredera de aquellos remotos
orígenes septentrionales, frente a un mundo oriental cada vez más marginado por
razones académicas e ideológicas. La separación creciente de los estudios
bíblicos de la filología clásica que se apuntaba en Alemania coincidió con un
cierto desdén hacia todo lo semítico en una peligrosa carrera que acabaría
teniendo nefastas consecuencias. Esta reafirmación de la cultura griega como
representante en exclusiva de los valores fundamentales del mundo occidental la
convertía en un fenómeno histórico de carácter excepcional y único, explicable
sólo por sí mismo sin necesidad de recurrir a otros paralelos, como surgido de
la noche a la mañana en un rincón del Mediterráneo.
Surgía así el
denominado «milagro griego», según la fórmula acuñada por el célebre orientalista
francés Ernest Renan para calificar el sorprendente e inesperado auge de la
civilización griega a partir del período arcaico, prácticamente ex nihilo, que culminaría de forma
brillante con el florecimiento extraordinario de la literatura y las artes en
el período clásico. Grecia representaba, de esta forma, el pleno
desenvolvimiento de la individualidad y del pensamiento y se convertía en la
creadora indiscutible de los conceptos de humanidad, libertad, belleza y
sabiduría que han constituido las pautas definitorias de toda la civilización
occidental posterior. Se reconocían veladamente algunos avances experimentados
por otras culturas anteriores en terrenos como las matemáticas, la astronomía o
la medicina, pero ello no socavaba apenas la posición hegemónica de la cultura
griega, que habría sabido adoptar y adaptar aquellos logros dentro de su propia
dinámica, desarrollándolos luego dentro de un nuevo contexto más racional y
emprendedor desde el punto de vista científico.
Sin embargo,
una mirada más atenta a la realidad de las cosas y ajena por completo a la
ideología y a los prejuicios culturales nos enseña una historia bien diferente.
El mundo griego nunca estuvo aislado de su entorno geográfico e histórico. El
mar que rodeaba las costas peninsulares y las islas no constituyó nunca una
barrera, sino más bien una vía de comunicación constantemente abierta entre los
territorios colindantes que conformaban la cuenca oriental del Mediterráneo.
Las relaciones y los intercambios entre unos pueblos y otros eran un fenómeno
frecuente que trataba de compensar de esta forma el desequilibrio natural en la
distribución de los recursos naturales. La pretendida homogeneidad cultural ni
siquiera existió en el punto de partida. Casi desde el principio se advierte la
presencia activa de elementos culturales diversos en la configuración de ese
complejo que con el paso del tiempo se convertiría en la civilización griega.
La llegada de gentes de indudable origen indoeuropeo, que arrivaron a la península
balcánica en diferentes momentos del segundo milenio a.C, separados quizá por
espacios de tiempo considerables, no se produjo en medio de un vacío histórico
ni significó la completa destrucción o eliminación de las poblaciones
precedentes que ocupaban dicho territorio. Las transformaciones culturales no
se explican ya con la simple referencia a una invasión que sustituye con sus
objetos materiales y su modelo social a la cultura precedente, sino por medio
de un proceso mucho más complejo y dilatado en el tiempo en el que intervienen
tanto la influencia de nuevas gentes venidas de fuera como la evolución interna
natural producida por el paso del tiempo, que tiende a desarrollar a veces,
dentro de una misma cultura, cambios espectaculares. La continuidad de las
culturas prehelénicas precedentes se deja sentir, así, en rasgos tan
característicos como algunos términos significativos del propio vocabulario
griego. La palabra específica para designar el mar, thálassa, es de origen prehelénico y contrasta con los términos
restantes utilizados para este ámbito, de inequívoca raigambre griega, como pontos, pélagos o hals, que
tienen un sentido originario propio como el de «camino», «superficie extensa» y
«elemento salado» respectivamente y sólo se han empleado como nombres del mar
de forma tangencial y derivativa. El mar como tal no era, evidentemente, un
elemento de la realidad inmediata de los primeros hablantes griegos que se
vieron obligados a utilizar perífrasis descriptivas para denominar un medio que
les era en principio desconocido y al que fueron sucesivamente aplicando otros
calificativos en función de su utilización (como vía de comunicación), de su
aspecto o de su contenido. Algo similar sucedió con algunos términos que
designaban rasgos característicos de la naturaleza o el paisaje griego, como
los nombres de pájaros y plantas, o con determinados topónimos, que
permanecieron anclados como tales en la memoria colectiva griega y fueron
incorporados a su vocabulario. Los numerosos nombres acabados en -nthos, como Corinto o Tirinto, o en -ssos, como el emblemático monte Parnaso
o la ciudad cretense de Cnossos, son algunos ejemplos.
Las primeras
etapas de la historia que pueden considerarse propiamente griegas muestran
claros indicios de sus relaciones con el exterior. La civilización micénica no
surge de la nada y sus conexiones con etapas anteriores han sido puestas de
manifiesto por los hallazgos arqueológicos. Son también evidentes las señales
de influencia de las civilizaciones egeas precedentes como la cretense, no sólo
en la configuración política y social de la cultura micénica, que tenía su
centro en el palacio, sino en todo el desarrollo de sus principales
manifestaciones artísticas, como los frescos murales y los objetos de lujo.
Constituye igualmente una realidad innegable la existencia de un entramado
cultural de carácter internacional en toda la cuenca oriental del Egeo en el
que intervenían activamente todas las culturas integradas dentro de dicho
contexto geográfico, desde la Grecia continental y las islas hasta las costas
sirio-palestinas y Egipto.
Las etapas
formativas del período arcaico reflejan también la presencia activa de las
influencias exteriores, desde los últimos momentos de la denominada época
oscura, que siguió al período de destrucciones masivas que asoló buena parte
del conglomerado político y cultural egeo de la Edad del Bronce, hasta el siglo
VIII a.C, un momento conocido como período orientalizante, por los signos
inequívocos que delatan dicha procedencia en casi todas las manifestaciones
artísticas y culturales de la época. El pretendido aislacionismo griego se ha
mostrado, así, como una tesis completamente inviable a la luz de la
documentación disponible, procedente de los hallazgos arqueológicos y del
desciframiento de los textos de la literatura del Próximo Oriente, que nos
revela la existencia de una compleja red de influencias actuando de manera
eficaz allí donde antes sólo se quería ver el surgimiento aparentemente
espontáneo de muchos de los fenómenos que caracterizan el denominado
renacimiento griego del período arcaico.
Los indicios
probatorios de la existencia de estos contactos e influencias de las
civilizaciones orientales en la cultura griega son ciertamente, cada día que
pasa, más abundante y consistentes. La propia adopción del alfabeto, de
inequívoca procedencia fenicia, que se convirtió en uno de los instrumentos
centrales que posibilitaron el desarrollo político y cultural de la
civilización griega, constituye un claro testimonio de la existencia de relaciones
estrechas con otras culturas en unos momentos trascendentales en los que el mundo
griego estaba buscando y tratando de definir su propia fisonomía. La masiva
presencia de objetos de factura oriental en los grandes santuarios griegos,
como los de Zeus en Olimpia o el de Hera en la isla de Samos, constituye otro
de los testimonios que avalan la existencia de un activo intercambio material,
que seguramente no discurrió del todo ajeno a una circulación paralela de ideas
e individuos entre las diferentes costas de la cuenca oriental del Mediterráneo.
La realidad incuestionable de estas transferencias culturales se pone de
manifiesto en los paralelos bien establecidos entre un complejo poema
cosmogónico como es la Teogonia de
Hesíodo y la mitología oriental, desde ángulos tan diversos como los textos
hititas que trasmiten el mito de Kumarbi, el paralelo del Cronos griego, la antigua
literatura babilonia entorno a la figura divina de su dios Marduk o los más
recientes testimonios de la literatura cananea, descubiertos en Ugarit, en la
costa sirio-palestina.
Esta
corriente de influjos orientales probados no constituye un fenómeno marginal y
aislado, que podría resultar perfectamente asumible desde una visión
clasicista, empeñada en seguir resaltando la pretendida originalidad de 1a
cultura griega. Se ha demostrado, por el contrario, de forma contundente que
los influjos orientales afectan incluso a los más sagrados bastiones de la
cultura griega como son los poemas homéricos o las teorías de los primeros
pensadores. El estudio de estas cuestiones se ve forzado en la actualidad a tomar
en cuenta, desde una perspectiva más amplia, los temas, motivos y expresiones
propias y características de la literatura y el pensamiento orientales. Es
cierto que desde el siglo XVII se conocían los paralelismos existentes entre
algunos pasajes del Antiguo Testamento y la poesía homérica, y se había llamado
también la atención sobre la presencia de fenicios y egipcios en la Odisea. Sin embargo, dichas similitudes
no pasaron de la mera anécdota hasta bien entrado el siglo XX, una vez
superados, tímidamente en un principio y más decididamente después, los
prejuicios ideológicos y culturales que impedían extraer las consecuencias más
evidentes de tales paralelismos. Homero era considerado el paradigma del genio
helénico y el verdadero iniciador de la cultura occidental, por lo que no
resultaba aconsejable poner en entredicho su proclamada pureza helénica a la
vista de lo que podrían ser tan sólo simples coincidencias. El primero que
llamó la atención en este terreno fue el estudioso inglés William Gladstone,
que debe su fama más a la condición de primer ministro de la corona británica
que a su posición en el escalafón ilustre de la filología clásica. El
reconocimiento de las influencias orientales en las principales obras de la
literatura griega temprana se hizo más factible en la primera parte del siglo
XX, cuando las constataciones aportadas por los textos hititas y ugaríticos,
que confirmaban los paralelismos evidentes con la poesía hesiódica, hicieron ya
prácticamente inviable el sostenimiento a ultranza de la postura aislacionista.
Sin embargo,
tales evidencias no mermaron la confianza de quienes seguían manteniendo la
primacía y originalidad del modelo cultural helénico. Los pocos estudiosos de
mediados del siglo XX que se mostraron conscientes de la importancia que las
culturas orientales habían desempeñado en la génesis y constitución de la
literatura griega, como el alemán Franz Dornseiff, fueron condenados a ocupar
un espacio marginal de la filología clásica, donde continuaban imperando los
viejos esquemas de la indiscutible supremacía y singularidad de los griegos. A
partir de la mitad del siglo, en cambio, la resistencia empezó, tímidamente, a
ceder. La publicación de algunos textos hititas mostraba de forma inapelable la
similitud con los esquemas y personajes de la poesía de Hesíodo, y el desciframiento
de la escritura silábica encontrada en las tablillas de arcilla de los palacios
micénicos, denominada lineal B, que demostraba que los habitantes de las
grandes fortalezas descubiertas en su día por Schliemann eran griegos, condujo
a algunos reputados especialistas a interesarse por estos períodos de la
historia preclásica. La presencia indiscutible de elementos orientales en las
primeras fases de la elaboración y trasmisión de los poemas homéricos empezaba
a convertirse en un hecho incuestionable que entraba poco a poco a formar parte
de los planteamientos clasicistas fundamentales. Hoy en día, los trabajos del
suizo Walter Burkert, un ilustre estudioso de la religión griega que ha
ahondado en la concreción de los agentes e itinerarios de muchas de las
influencias, como es el caso de los adivinos y artesanos itinerantes cuya
presencia parece demostrada en algunos lugares de Creta o del Ática, y más
recientemente de Martin West, otro brillante filólogo a la vieja usanza, como
revelan sus tratados sobre crítica textual o sobre la música griega junto con
sus ediciones de los poemas hesiódicos, que ha recopilado todo el material
disponible en un voluminoso libro pleno de constataciones y sugerencias,
parecen confirmar de manera decidida cuál es el camino a seguir en este
terreno.
El «milagro
griego» ha empezado también a mostrar crecientes signos de debilidad desde su
propia consistencia interna como modelo cultural inalterable. Algunos esquemas
que parecían avalar la pretendida superioridad cultural griega sobre las
civilizaciones orientales, como el paso decisivo desde el mito hacia la razón
operado en algún momento a finales del período arcaico, el establecimiento de
un canon de belleza a la medida humana basado en el naturalismo y en la armonía
de las proporciones, que dejaba atrás los rígidos patrones de la escultura
oriental, o la invención de un sistema político de carácter participativo e
igualitario que contrastaba con las insuficiencias y limitaciones de las
monarquías orientales, han sido recientemente puestos en entredicho. Una obra
como Los griegos y lo irracional de
Eric Dodds, aparecida en los años cincuenta del siglo XX, causó una especial
conmoción en el olímpico ámbito de los estudios clásicos al demostrar la
incuestionable presencia de elementos claramente irracionales, que no ocupaban
una posición secundaria o marginal, dentro del universo mental y religioso
griego. Corrientes como el orfismo o los misterios de Eleusis, que se
celebraban a las mismísimas puertas de la luminosa y racional Atenas, revelaron
su energía y su continuidad a lo largo de toda la historia griega. Tampoco
resulta cierto que los esquemas míticos pasaran a un segundo plano ante el
pretendido embate del discurso racional, como puede comprobarse en los relatos
de Heródoto, considerado nada menos que el fundador de la historia. El papel
capital de los oráculos o del destino en el desarrollo de los acontecimientos
habla por sí solo acerca de la pretendida superación de los viejos patrones
míticos que regulaban el mundo. Ni siquiera las ideas, aparentemente
revolucionarias y rompedoras, de los primeros filósofos se hallan exentas de
este legado. Principios como el agua de Tales deben mucho más de 1o que se
pensaba a entidades míticas como el Océano, el río primordial y divino que
rodeaba toda la tierra y del que procedían todos los cursos de agua. Por
último, la pretendida universalización de un sistema como la democracia se ha visto
reducida a un fenómeno parcial, casi limitado a Atenas y a su imperio marítimo,
donde habría sido además impuesta a la fuerza, y repleto además de
contradicciones, en cuya sacralización han intervenido de forma decisiva los
eficaces propagandísticos de la
literatura ateniense contemporánea al contraponerla a los regímenes despóticos
orientales.
El «milagro
griego» aparece así cada vez más ajustado a sus propios términos, con sus
limitaciones e inconsistencias, lejos de idealizaciones preconcebidas por
motivos ajenos a su propia esencia y más cercano a una realidad histórica verosímil
y acorde con sus posibilidades reales. La idea de una cultura griega grandiosa
y espectacular, como resultado exclusivo de su propia dinámica interna sin
haber sufrido apenas interferencias externas y situada en el cénit de las
realizaciones humanas como paradigma a imitar, resulta hoy en día un modelo
historiográfico obsoleto e insostenible, construido casi exclusivamente sobre
presupuestos ideológicos apriorísticos que primaban caprichosamente unos elementos
en detrimento de otros, que silenciaban, de forma consciente o como resultado
de la ignorancia, cualquier clase de influencia exterior y que exageraban,
llegando hasta la de formación grotesca en algunos casos, los rasgos
definitorios de una civilización mucho más heterogénea y diversa de lo que
dicho modelo permitía imaginar.
La polémica de la «Atenea Negra»
Una de las
contribuciones más determinantes al proceso de desacralización del modelo
griego clásico y su reintegración dentro del terreno de la historia en los
últimos tiempos ha sido la obra de un sinólogo americano cuyos rotundos aldabonazos
colean, todavía humeantes, en los foros de debate académico e intelectual. El libro
de Martin Bernal, titulado ya de forma conscientemente provocadora Atenea Negra. Las raíces afroasiáticas de la
civilización griega, cuyo primer volumen apareció publicado en el año 1987,
ha desencadenado, efectivamente, una acalorada e intensa polémica que ha
extendido sus ecos más allá de las aulas y los departamentos universitarios. Ha
sido sobre todo en los Estados Unidos donde el libro ha levantado una mayor
polémica convirtiéndose en la obra sobre el mundo antiguo más controvertida que
se ha publicado en mucho tiempo. Las más prestigiosas asociaciones científicas
le han dedicado sesiones monográficas, se han escrito numerosos artículos de
debate al respecto, las revistas más generales e incluso los diarios le han
dedicado un espacio considerable en sus páginas e incluso ha alcanzado con su
estruendo a la televisión, el monstruo mediático actual por excelencia,
convirtiendo el tema, o al menos algunas de sus derivaciones más políticas para
la realidad cultural americana, y a su autor en protagonistas inesperados de la
desenfrenada lucha por la audiencia.
El libro en
sí representa un serio desafío a la concepción imperante de la Grecia antigua
como fundamento indiscutible de toda la civilización occidental posterior. Su
objetivo, en palabras de su autor, no era otro que reducir la arrogancia
cultural europea que se había apropiado de manera indebida un legado cultural
que en origen no le corresponde. La tesis principal de Bernal consiste,
efectivamente, en demostrar que el pretendido legado griego tiene su origen en
la civilización egipcia y que sólo la ocultación sistemática de esta realidad
por parte de los estudiosos occidentales a causa de sus prejuicios ideológicos
y racistas ha permitido consagrar un modelo histórico falso que se ha mantenido
vigente hasta nuestros días. El «modelo ario», según lo denomina Bernal, que
habría surgido con fuerza a partir del siglo XVIII para consagrarse de manera
definitiva en el XIX y que ponía el acento fundamental sobre la contribución
indoeuropea en la creación de la cultura griega, vino a sustituir un «modelo
antiguo», siguiendo también la dominación del propio autor, que define la actitud
generalizada de los intelectuales griegos antiguos, dispuestos a aceptar el hecho
de que muchos aspectos fundamentales de su cultura eran el resultado de los
préstamos efectuados por las civilizanes orientales, y especialmente por
Egipto.
Esta
controversia acerca de la mayor o menor importancia del legado egipcio sobre la
cultura griega ha adquirido en Estados Unidos una particular relevancia
política a causa de la asunción por la mayor parte de la intelectualidad de
origen afroamericano del carácter típicamente africano de la civilización
faraónica, cuya fundamental importancia en el desarrollo posterior de la
historia universal podría devolver a sus legítimos herederos el prestigio y el
respeto que la tradición occidental blanca les había hurtado al transferir sus
principales logros a su propio terreno. La polémica viene de lejos, ya que en
los años cincuenta del siglo XX se publicó un libro, poco conocido fuera de los
Estados Unidos, que llevaba por título El
legado robado, obra de un tal James, que fue profesor de griego y
matemáticas en varios colleges de
Arkansas, cuya tesis principal era que la filosofía griega, considerada desde
siempre uno de los principales legados a la civilización occidental, provenía
en su origen de Egipto. James abogaba por ideas tan curiosas como la de que
Aristóteles «robó» su filosofía de la biblioteca de Alejandría, ya que, en su
opinión, no resultaba factible imaginar que una sola persona pudiera poseer la
capacidad de escribir acerca de tantos y diferentes temas como parece que hizo
el fundador del Liceo. Estas falacias, fruto del simple desconocimiento o de la
ingenuidad, han sido ahora retomadas por Bernal, quien, con mayor inteligencia
y conocimientos, pero también con mayor sutileza y habilidad argumentativa, ha
sabido presentar los términos del mismo debate salvando, al menos en una
primera impresión, los disparates elementales tan elocuentes que cometió su
antecesor.
La propuesta
de Bernal no es, aparentemente, tan radical como la formulada en su día por
James, ya que propone la sustitución del «modelo ario» en vigor por un «modelo
antiguo modificado», pues aunque reconoce la contribución indoeuropea en la
formación de la cultura griega, continúa subrayando la importancia fundamental
del papel desempeñado por Fenicia y Egipto en la configuración definitiva de
dicha cultura. La obra de Bernal contiene importantes errores de bulto, debido
sobre todo a sus dimensiones monumentales, ya que el proyecto consta nada menos
que de cuatro volúmenes, de los que hasta la fecha tan sólo han aparecido los
dos primeros. Bernal revisa, de una manera un tanto apresurada y
simplificadora, la tradición cultural europea tildando alegremente de racistas
planteamientos historiográficos que no tenían como punto de partida dicha
actitud, como los del alemán Herder. Propone también una nueva visión de la
historia del segundo milenio a.C. en el Egeo sobre el modelo de una supuesta
colonización egipcia de la zona para la que no existen al día de hoy pruebas
documentales concluyentes y sí, en cambio, suficientes argumentos para
contradecirla como una simple hipótesis disparatada. Sus interpretaciones de
algunos textos clásicos resultan excesivamente descuidadas y están lejos de
atenerse a los más elementales principios de la exégesis filológica. Sus
conclusiones, en suma, son atrevidas, pero en la mayor parte de los casos se
basan en indicios poco concluyentes, que podrían recibir otras interpretaciones
bien distintas, y en ideas preconcebidas que fuerzan a la evidencia disponible
a seguir el camino trazado, incurriendo
de esta forma en uno de los procedimientos tan criticados, muchas veces con
razón, de sus antecesores y contemporáneos, defensores impenitentes del tan
criticado «modelo ario».
De todas
formas, su obra ha servido para insuflar un soplo de aire fresco dentro de un
universo académico e intelectual que estaba fosilizado y anclado en viejos
planteamientos irreductibles, con la consecuencia saludable de que ha impulsado
a numerosos estudiosos del mundo clásico a repensar sobre nuevas bases, aunque
con un talante más sosegado y mejor fundamentado en la evidencia que el del propio
Bernal, el panorama complejo y difícil de las relaciones entre el mundo griego
y las culturas orientales. Sus tesis no dejan de constituir el más serio
desafío que ha experimentado en los últimos tiempos la historiografía moderna
tradicional sobre la Grecia antigua. Muchas de las críticas vertidas por Bernal
han sido reconocidas por prestigiosos helenistas como los citados Burkert y
West o por especialistas en la civilización fenicia como la catalana Mª Eugenia
Aubet. El desafío consiste, seguramente, en saber establecer, sin valoraciones
apriorísticas de marcado contenido ideológico ni suspicacias gremialistas, y
sobre la base de una evidencia cada vez más contundente y mejor elaborada desde
un punto de vista crítico, nuevos lazos de conexión entre ambos campos de
estudio, los estudios clásicos y la orientalística en general, que nos permitan
comprender mejor el alcance y las dimensiones concretas que tuvieron los
contactos y las relaciones entre estos dos mundos, así como evaluar, de manera
sosegada y sin triunfalismos de ninguna de las dos partes, las decisivas
consecuencias que tuvo para el desarrollo de la civilización un encuentro de
tamaña envergadura histórica.
Evidencias e itinerarios
Las
evidencias de contactos del mundo griego con las civilizaciones orientales se
retrotraen como mínimo hasta la Edad de Bronce, a pesar de que se encuentran
mucho peor documentados que los que tuvieron lugar a lo largo de los primeros
siglos del período arcaico. La civilización micénica, que constituye la primera
manifestación conocida de la cultura propiamente griega, pertenece de lleno a
un mundo caracterizado por estructuras palaciales que se extiende por todo el
Próximo Oriente, Anatolia y Egipto y del que los griegos micénicos constituirían
su manifestación más occidental. De hecho, el mundo micénico encaja mucho más
coherentemente, a la hora de explicar su andadura historica en el marco de las
civilizaciones orientales que como capítulo inicial de la historia de la Grecia
antigua, con la que muestra escasos paralelismos a pesar de las innegables
líneas de continuidad existentes entre ambos períodos. El carácter centralizado
de la sociedad y de la economía, dirigido desde los palacios, tal y como se
refleja en las tablillas halladas en las fortalezas micénicas, pone de
manifiesto los paralelismos existentes con otros lugares del Próximo Oriente,
como Mari, en el curso alto del Eufrates, Ebla o Ugarit en la región de la
costa sirio-palestina. No existe nada semejante en el curso posterior de la
historia griega, donde se imponen por doquier realidades políticas bien
diferentes como la polis o el ethnos, ambas muy lejos de cualquier
parecido con la compleja estructura socioeconómica y el minucioso
funcionamiento burocrático que imperaba en los palacios micénicos. Ni siquiera
los poemas homéricos, que desde los descubrimientos sorprendentes de Schliemann
se habían considerado un claro referente histórico de este lejano período,
aunque sujetos a la deformación propia de una obra poética, reflejan nada
parecido a la realidad histórica de los reinos micénicos tal y como la
conocemos a través del testimonio de las tablillas escritas en lineal B.
La cuenca
egea fue el escenario de una continua red de intercambios comerciales y culturales
a lo largo del segundo milenio a.C. en la que participaron activamente todos
los estados cuya geografía e intereses estaban estrechamente relacionados con
la región. La civilización cretense, que precedió en pujanza y hegemonía al
mundo micénico durante la primera mitad del milenio, mantuvo intensos contactos
con Egipto y las costas sirio-palestinas, como ha quedado bien probado por
diferentes tipos de testimonios. La presencia en sus yacimientos cretenses de
materias como el marfil, las piedras preciosas y los huevos de avestruz, o de
algunos objetos elaborados como vasijas de alabastro o piezas de adorno personal,
pone de relieve la realidad tangible de dichos contactos. Algunos de estos objetos,
como los célebres escarabeos, que eran utilizados por los egipcios como
amuletos mortuorios y llevaban inscrita la identificación de los gobernantes
implicados, contribuyeron de forma decisiva a la dificil tarea de la datación
de una cultura como la cretense, que no ha producido hasta la fecha testimonios
escritos de ninguna clase que puedan ser interpretados. Han aparecido también
recientemente testimonios irrebatibles en la dirección contraria con el
descubrimiento de pinturas murales de clara factura y temática cretenses en los
restos de la ciudad de Avaris, que fue la capital de Egipto durante el período
de la dominación de los hicsos. Ya antes eran de sobra conocidos otros testimonios,
quizá menos contundentes, de la presencia de cretenses en Egipto, tanto a
través de los textos egipcios, donde aparecen mencionados como keftiu, como en algunas pinturas
funerarias, donde se les representa llevando ante el faraón de turno sus tributos
de homenaje o intercambio.
Durante la
segunda mitad del segundo milenio los contactos se mantuvieron a pesar del más
que posible cambio de escenario político con la ascensión a la condición de
potencia de primer orden de los reinos micénicos, que desplazaron a un segundo
plano a los cretenses. Los testimonios arqueológicos de procedencia claramente
micénica sustituyen progresivamente a los elementos cretenses anteriores en regiones
tan significativas como la isla de Chipre, las costas sirio-palestinas y
Egipto. La cerámica micénica hallada en estas regiones es ciertamente
abundante, especialmente en lugares como Ugarit en la costa sirio-palestina o
en Tell-el Amarna en Egipto, la que fue capital del faraón herético Amenofis
IV. A diferencia de lo que sucedía con los cretenses, que aparecían mencionados
en los documentos oficiales egipcios, no poseemos ninguna referencia de esta
clase para los micénicos. Existe, sin embargo, la posibilidad de que bajo el
reinado de Amenofis III, una misión diplomática egipcia hubiera llevado a cabo
una visita de rigor a la región del Egeo, que aparece denominada en los textos
egipcios como «la región del gran verde». Hacia dicha misión apunta la lista de
lo que parecen topónimos egeos, que se hallan inscritos en la base de una
estatua dedicada a dicho faraón, y algunas plaquetas de fayenza halladas en
Micenas que llevan el cartucho de este gobernante egipcio. Se ha considerado
también la posibilidad de que los micénicos hubieran sido utilizados como
mercenarios por los egipcios a raíz de las escenas de batalla que aparecen
representadas sobre los fragmentos de un papiro hallado también en Tell-el Amarna,
donde algunos de los combatientes presentan rasgos tan característicos de los
guerreros micénicos como el célebre casco de dientes de jabalí, al que aluden
algunos epítetos de los poemas homéricos.
Sin embargo,
no se trataba sólo de un tráfico de materiales, objetos e individuos entre las
riberas septentrionales y meridionales del mar Egeo. Si las corrientes marinas
y los vientos favorecían el viaje de ida, la ruta de retorno a Creta resultaba,
en cambio, difícil y complicada a causa de aquellas mismas circunstancias. El
trayecto más cómodo y factible se efectuaba, en consecuencia, por las riberas
levantinas de la costa sirio-palestina y por el sur de la península anatolia,
tal y como han revelado los dramáticos testimonios de dos naufragios localizados
en esta última región que se remontan a aquellos tiempos. Junto a las costas de
Licia, al suroeste de Asia Menor, han aparecido, en efecto, los restos de dos
barcos que hacían este trayecto e iban cargados de productos de todas clases.
El Primero data de la segunda mitad del siglo XIV a.C. y fue localizado junto a
Ulu Burun. El segundo se fecha más de un siglo después y apareció junto a las
costas del cabo Gelidonya. La variedad de productos que ambos navios
transportaban (desde lingotes metálicos de cobre y estaño, marfiles sin tallar
madera de ébano hasta productos elaborados, como joyas, sellos, armas y
utensilios caseros y agrícolas) y la diversidad de sus procedencias (desde
Egipto y Mesopotamia hasta las regiones de Siria, Chipre y el Egeo) ponen de
manifiesto la amplitud y el dinamismo de unas rutas comerciales que eran
intensamente transitadas a lo largo de aquellos momentos por toda la cuenca del
Mediterráneo oriental. Un tercer naufragio marino, esta vez en las costas de la
Argólide y perteneciente, grosso modo,
al mismo período que los dos anteriores, confirma este tipo de conclusiones.
Las excavaciones llevadas a cabo en algunos puertos comerciales de la época,
como el de Commos en la isla de Creta o el de Hala Sultan Tekke en Chipre, corroboran
todavía más la complejidad de las vías comerciales de este período y su elevado
nivel de organización.
Son también
conocidas desde hace tiempo las relaciones del mundo micénico con el imperio
hitita, que dominaba el centro de la península anatolia en los siglos centrales
del segundo milenio a.C. Los documentos hititas correspondientes a los siglos
XIV y XIII a.C. mencionan repetidas veces a un estado limítrofe, al que
denominan Ahhiyawa, con el que mantienen continuas e inestables relaciones que
culminaron a veces en conflictos armados. La mayor parte de los estudiosos está
de acuerdo en identificar dicho término con el de aqueos (que en su forma
griega más antigua sería ajaiuoi), es
decir la denominación más genérica con la que se designa a los griegos en los
poemas homéricos. La aparición en algunos de estos documentos oficiales hititas
de determinados nombres como Millawanda presenta tentadoras resonancias con
otros términos griegos posteriores como Mileto, que podría haberse convertido
en un momento determinado de esta época en un punto limítrofe de contención
entre ambas zonas de dominio. Las conexiones comerciales del mundo micénico con
esta zona y con las regiones más meridionales de la península anatolia como
Cilicia, que se hallaban también en la periferia de la zona de influencia
hitita, parecen bien probadas por los hallazgos arqueológicos.
Las
destrucciones que asolaron todo el espacio mediterráneo oriental, desde la
península balcánica hasta Egipto, pasando por Anatolia y la costa sirio-palestina,
a finales del siglo XII a.C. y que significaron a corto o medio plazo la caída
de algunas de las grandes potencias de la región, como los mencionados hititas
o los propios micenicos, no supusieron la interrupción brusca y definitiva de
los contactos entre estas áreas, como se había creído en un principio a la
vista de la aparente pobreza documental que presenta el período subsiguiente.
Anthony Snodgrass, reputado arqueólogo británico considerado uno de los grandes
especialistas en este período, dibujó con muy negras tintas toda esta época en
su libro sobre el tema escrito en el año 1971, describiendo un panorama de
despoblación, pobreza y aislamiento que significaba la interrupción casi
absoluta de los contactos comerciales entre el mundo griego y las culturas
orientales. Sin embargo, el progreso manifiesto de las excavaciones ha
permitido matizar considerablemente esta perspectiva tan tremendista. Las
tumbas halladas en Lefkandi, en la isla de Eubea, en los primeros años de la
década de los ochenta del pasado siglo revelan la existencia de una próspera
comunidad que mantuvo contactos evidentes con Oriente, por lo menos desde el
siglo XI a.C, es decir en plena época oscura, los enterramientos allí excavados
han mostrado una extraordinaria riqueza de productos importados del Próximo Oriente
cuya procedencia apunta hacia la región sirio-palestina y hacia Egipto.
Aparecen así cuencos de bronce con escenas grabadas que muestran claros
esquemas decorativos, entonces en boga en el Próximo Oriente, como los grifos
heráldicos o la palmeta elaborada que recuerda al árbol de la vida, diversos
vasos de fayenza y pasta de vidrio en diferentes tormas, un collar de colgantes
que representa a la diosa egipcia Isis, una diosa con cabeza de león que lleva
una corona egipcia, numerosas cuentas de collar y algunos escarabeos. Fuera de
Lefkandi se han descubierto también algunos objetos de procedencia o factura
orientales, como en los santuarios de Creta, Tirinto o Filacopi en la isla de
Melos, donde aparecen figuritas del denominado smitinggod (dios del rayo) de clara inspiración oriental, o en las
tumbas de Perati en el Ática o en las de Tirinto, cuyos hallazgos presentan
objetos importados de Chipre o de Oriente.
Las
relaciones entre el mundo egeo y el oriental nunca llegaron a interrumpirse, al
menos de la forma tan brusca que se había supuesto inicialmente. Los objetos
continuaron llegando desde los emporios orientales instalados en las costas
sirio-palestinas hasta diversos lugares de la geografía griega. La
revitalización de las intercomunicaciones pudo deberse en parte a la diáspora
de inmigrantes producida tras las destrucciones, cuyas consecuencias se dejan
sentir en lugares como Creta, Chipre, el sur de Asia Menor y algún punto de la
costa sirio-palestina. Estas conexiones se reforzaron en la segunda mitad del
siglo X a.C. como demuestran los hallazgos de Lefkandi. La presencia de
cerámica de procedencia eubea en algunos puntos de la costa sirio-palestina y
en Chipre constituye la contrapartida evidente de estos contactos entre el
mundo griego, representado aquí principalmente por la emergente isla de Eubea y
sus activos centros, y el mundo oriental. Seguramente es posible hablar de la
actividad de un agente intermediario que habría actuado como centro de
redistribución, cuya candidatura recae casi de forma unánime sobre la isla de
Chipre, que ya en plena Edad del Bronce había desempeñado un papel semejante.
Sin embargo, es muy probable que los chipriotas limitaran su actuación a
ejercer de guías e iniciadores del comercio eubeo en el Oriente, llegando
incluso a operar con ellos en empresas conjuntas, pero en seguida dejaron toda
la iniciativa a la parte eubea.
Otros activos
intermediarios en la relación del mundo griego con Oriente en los primeros
tiempos del período arcaico fueron sin duda los fenicios. Aunque no está del
todo claro a quiénes se referían los griegos con esta denominación genérica, lo
que parece más probable es que designaran de este modo a todos los habitantes
orientales de las costas sirio-palestinas, incluyendo tanto a hablantes
canaanitas de las ciudades costeras de Tiro, Biblos y Sidón como a arameos de
la región septentrional de Siria. La activa presencia de estas gentes en las
aguas egeas a lo largo de los siglos X y IX a.C. parece bien documentada por la
arqueología y por las referencias harto significativas que aparecen en los
poemas homéricos, especialmente en la Odisea. A lo largo del poema los
denominados fenicios son presentados como un pueblo de comerciantes taimados y
ambiciosos que practican la duplicidad en sus transacciones, una imagen
negativa que, como ha señalado recientemente la estudiosa americana Irene
Winter, es el resultado de una visión reductora y estereotipada de este pueblo.
De cualquier forma, las frecuentes alusiones a los fenicios revelan la toma de
conciencia por parte de los griegos de la actividad oriental en sus aguas, que
se constata arqueológicamente en lugares como Chipre, Creta o Rodas, fuesen
quienes fuesen sus agentes concretos. La búsqueda imperiosa de metales como el
cobre o el hierro, que las necesidades armamentísticas del expansionismo asirio
fomentaban de forma creciente, favoreció e intensificó el establecimiento de
contactos entre ambas culturas. Kition, en la isla de Chipre, se convirtió muy
pronto en una ciudad fenicia y en un punto impulsor de estos intercambios.
También parece demostrada la presencia de comerciantes griegos en el sur de Anatolia
y en la costa sirio-palestina, en lugares como Tarso, Al Mina y Tell Sukas a
partir de finales del siglo IX a.C. Objetos de procedencia griega,
especialmente cerámica, se han encontrado también en cantidades respetables en
Tiro y Hama. La presencia conjunta de fenicios y eubeos en lugares como
Pitecusas, en la isla italiana de Isquia, frente a las costas de Nápoles, que
constituye la primera fundación colonial griega a mediados del siglo VIII a.C, revela
el carácter complejo de dichos contactos, más propensos a ser interpretados en
clave de mutua colaboración en empresas de esta envergadura que bajo la óptica
largo tiempo imperante de una competencia feroz y desenfrenada entre ambos
pueblos.
La constancia
de la presencia griega en tierras orientales o en sus aledaños más próximos,
como las regiones de Cilicia en Asia Menor o la isla de Chipre, procede también
de los documentos reales asirios, que a mediados del siglo VIII a.C. mencionan
por primera vez a los griegos, a los que denominan Yauna o Yaman, es decir
jonios, como autores de correrías por la región que se hallaba por entonces
bajo su esfera de influencia o soberanía. La aparición de algunas piezas
destacadas, como las armaduras ecuestres de un rey sirio de finales del siglo
IX a.C, como ofrendas votivas en los santuarios griegos de Apolo en Eretria en
la isla de Eubea y en el de Hera en la isla de Samos revela la presencia
militar activa de algunos griegos en aquella región, donde pudieron haber
obtenido, seguramente en calidad de preciado botín, los objetos mencionados.
Esta práctica continuó durante los siglos posteriores a juzgar por los
testimonios de todas clases de que disponemos, tanto literarios y epigráficos
como arqueológicos. Así tenemos noticias procedentes de los relatos de Heródoto
y Diodoro acerca de la existencia de numerosos mercenarios griegos y carios que
lucharon bajo las órdenes del faraón Psamético I en la segunda mitad del siglo
VII a.C, confirmadas ahora por una inscripción procedente de las cercanías de
la ciudad de Priene en Asia Menor, donde se registra la dedicatoria de un
combatiente en aquellas tierras. Sabemos igualmente de las aventuras vividas en
este sentido por Antiménidas, el hermano del poeta Alceo, combatiendo con éxito
al lado de los babilonios, o conocemos los rastros anónimos de otros personajes
similares, como ponen de manifiesto la figura de un soldado griego que aparece
representada sobre un cuenco de plata procedente de Amatonte en Chipre o la
presencia de unas grebas y un escudo griego entre las ruinas de la ciudad de
Carquemish en el norte de Siria. Griegos y asirios estuvieron en contacto en la
isla de Chipre, que desde la Edad del Bronce se hallaba habitada en parte por
griegos y fue conquistada por los asirios a finales del siglo VIII a.C, como
revela la estela del rey Esarhadón escrita en caracteres cuneiformes hallada en
la isla.
La
implicación del mundo griego en los asuntos orientales y, por tanto, las
posibilidades de percepción y asimilación de nuevas ideas por parte de
numerosos individuos que viajaron de un ámbito a otro alcanzaron su punto
culminante con la aparición en escena del imperio persa, a finales del siglo VI
a.C. De repente, en un breve lapso de tiempo, todo el Oriente, ese conglomerado
de pueblos y culturas que los griegos habían percibido de forma fragmentaria
como entidades políticas y culturales separadas a pesar de que recibieron el
impacto considerable de sus realizaciones culturales y religiosas, quedó
unificado de manera definitiva bajo la completa hegemonía de los aqueménidas.
Oriente quedaba así equiparado en la difusa mentalidad geográfica griega con el
imperio persa, una concepción de las cosas que queda perfectamente reflejada en
la propia arquitectura textual de la historia de Heródoto, que procede a una
revisión global del mundo habitado, desde una perspectiva fundamentalmente
oriental, tomando como hilo conductor de su relato la descripción de las
diferentes provincias y dominios del imperio.
Las ciudades
jonias establecidas a lo largo de las costas de Asia Menor constituyeron sin
duda la avanzadilla griega en estos contactos y las que primero experimentaron
el peso, más o menos liviano, de su expansionismo occidental. Dichas ciudades
habían mantenido necesariamente continuos contactos con los poderes indígenas
anatolios existentes en la zona antes de la llegada de los persas, primero los
frigios y después los lidios, que habían ocupado el vacío dejado en la región
tras la desaparición ya lejana del imperio hitita. De la relación griega con
los frigios no es mucho lo que se sabe a ciencia cierta, a excepción de la
fuerte impresión dejada en la memoria colectiva griega por la inmensa riqueza
de su legendario rey Midas. Ésta ha quedado reflejada a su manera en el mito y
en el lenguaje popular a través de historias inmortales como la que lo presenta
como un ambicioso personaje que contempla trágicamente satisfecho su insaciable
deseo de riquezas al concedérsele que todo lo que tocara se convirtiera en oro,
haciendo así del todo imposible su propia supervivencia por no poder impedir
que, al alimentarse, la vianda correspondiente se transformara también en oro;
o aquella otra según la cual adquirió orejas de asno en castigo por su osadía
de haber desafiado el veredicto que otorgaba a Apolo el triunfo en un certamen
de lira. Según el testimonio de Heródoto, su ofrenda de un trono en el
santuario de Apolo en Delfos era la más antigua que había sido hecha por un
monarca oriental. Las relaciones parecen haber discurrido por lo general en
buenos términos a juzgar por la noticia, trasmitida también por el historiador
jonio, acerca del matrimonio del mismo Midas o de otro rey que llevaba el mismo
nombre con una joven griega de la ciudad de Cumas, cuyo padre llevaba el
significativo nombre de Agamenón. La deuda de los griegos hacia los frigios no
parece ser de ninguna entidad considerable, si exceptuamos ciertas tonalidades
musicales. En cambio, parece que la corriente de influencias discurrió más bien
en dirección contraria si tenemos en cuenta que hasta la fecha son más
abundantes los materiales griegos hallados en los yacimientos frigios
excavados, como la propia capital, Gordion, situada en las proximidades de
Ankara, que los frigios en territorio griego. Sin embargo, es muy probable que
nuestro desconocimiento de la situación global sea, en buena parte, el
responsable de este pobre panorama, si consideramos que los frigios fueron en
muchos terrenos los herederos de la civilización hitita y que fue posiblemente
a través de ellos como entraron en el ámbito helénico, quizá primero en el eolio,
algunos elementos de la mitología oriental que aparecen reflejados con toda
nitidez en la Teogonia hesiódica. La
existencia de una vía de comunicación entre los centros de poder frigios
situados en la meseta anatolia y las costas meridionales de la península en la
región de Cilicia, que después los persas consolidarían como la primera etapa
de la famosa vía real que conducía de Sardes a Susa, garantizaba además los
continuos contactos con el Próximo Oriente. Unos contactos a los que los
griegos no debieron de resultar del todo ajenos a la vista de su presencia en
Cilicia desde una época tan temprana como los inicios del primer milenio a.C.
La adopción del culto de Cibeles, la gran diosa madre, por parte griega y la
adaptación del alfabeto por parte frigia, seguramente por intermediación griega
en aquella región, son el resultado evidente de tales relaciones.
Al intermedio
destructivo marcado por los cimerios, que arrasaron con sus correrías una buena
parte de Asia Menor a comienzos del siglo VII a.C. y acabaron con el reino
frigio, siguió la aparición de Lidia, el nuevo reino anatolio que asumió el
relevo de los frigios en el dominio de toda esta zona. El panorama no
experimentó cambios notables si recordamos que, al igual que los frigios, los
lidios aparecen asociados en la memoria griega a la inmensa riqueza de su
monarca más emblemático, el famoso Creso, protagonista también de diversas
leyendas con tintes moralizantes acerca del sano ejercicio de la moderación y
sobre el cambio espectacular que a veces experimenta la fortuna humana. También
se atribuyen a Creso, como a Midas, importantes ofrendas en el santuario de
Delfos, reveladoras de la interacción manifiesta del monarca lidio con uno de
los centros más emblemáticos del helenismo. Contamos también con algunas referencias
alusivas a los lujos y esplendores de su capital, la ciudad de Sardes, en los
fragmentos poéticos de Safo, que parece percibirla como una especie de París de
la época donde culminaban su andadura algunas de las muchachas que recibieron
sus enseñanzas y dieron sus primeros pasos en la adolescencia dentro de su thíasos de Lesbos. Aunque el panorama
arqueológico tampoco es excesivamente prometedor en este sentido a la hora de
ilustrar las dimensiones concretas de estos intercambios entre griegos y
lidios, parece claro que buena parte de la prosperidad experimentada por las
ciudades griegas de la zona a lo largo del siglo VII a.C. se debió a la
simbiosis establecida con el nuevo reino. No en vano es a través de autores
griegos residentes en esta zona bajo la hegemonía lidia cuando recibimos las
primeras impresiones acerca del mundo oriental, entremezcladas en los
fragmentos de la poesía de Safo, Alceo o Focilides, que muestran conciencia de
la existencia de Babilonia o de la grandeza de Nínive, sumida después en la
desolación.
Fue, sin
embargo, la llegada de Persia ante el horizonte griego a finales del siglo VI
a.C. la que marcó un giro radical y definitivo en este terreno. Las ciudades
griegas de la costa de Asia Menor entraron directamente a formar parte del
imperio aqueménida con todas sus ventajas e inconvenientes. La consolidación de
la vía real, antes mencionada, facilitaba extraordinariamente las
comunicaciones y los contactos entre unas regiones y otras del imperio. La
presencia griega en tierras persas adquiere ahora proporciones considerables a
la vista de la utilización casi masiva de especialistas griegos de toda índole
en las filas de la cancillería imperial. Conocemos, por ejemplo, a través de
Heródoto, la exploración llevada a cabo por Escílax de Carianda en la región de
la India al servicio de Darío I, una empresa de envergadura en la que también
tomaron parte otros griegos de la zona que no son mencionados de forma
explícita por el historiador, quiza por no haber adquirido el renombre
posterior del primero, que escribió al parecer un relato de viaje de su
andadura. Sabemos igualmente, a través de esta misma fuente, que médicos
griegos ilustres como Demócedes de Crotona estaban al servicio de la corte
persa, y la evidencia epigráfica ha confirmado también la presencia de
numerosos canteros, artesanos y escultores en las espectaculares obras de la
capital real Persépolis. Incluso en otros lugares del imperio, como la ciudad
de Pasargada, otra de sus capitales, el arqueólogo sueco Nylander cree haber
encontrado firmes evidencias que atestiguan el trabajo de canteros griegos en
la construcción del palacio real ante las enormes similitudes desde el punto de
vista técnico y estilístico que presenta con el Artemision de Éfeso. Lo cierto
es que en los dos siglos que preceden a la conquista del imperio persa por
Alejandro Magno conocemos cerca de trescientos nombres de griegos que
estuvieron al servicio de la casa real. No es casualidad, por tanto, que sea
precisamente a partir de estos momentos cuando surjan en el escenario griego
las primeras obras en prosa que tratan de establecer un balance geográfico del
mundo conocido, como la Periégesis de
Hecateo de Mileto, que pudo servir de referente al posterior relato de Heródoto
en muchos aspectos. Quizá tampoco es del todo ajeno a la entrada definitiva del
mundo griego en la órbita persa el impulso que experimenta el ámbito de la pura
especulación con la aparición de los primeros pensadores, los denominados
presocráticos, cuyas afinidades con algunas ideas y doctrinas orientales fueron
ya señaladas en su día por el mencionado West, entre otros.
Sin embargo,
no hay que olvidar tampoco la otra cara de la moneda. Muchos griegos sintieron
que la presencia persa en la zona ponía seriamente en peligro toda su forma de
vida. De hecho algunos griegos proyectaron su futuro en lugares lejanos como
Cerdeña o Tartesos, en el sur de la península ibérica, donde los habitantes de
Focea recibieron la oferta de asentarse en su territorio en caso de necesidad
por boca de su mismísimo monarca, Argantonio. Algunas de estas iniciativas se
llevaron a cabo por parte de foceos y de los habitantes de la vecina Teos, si
bien el lugar elegido para su forzado exilio fueron las costas de Italia y el
norte del Egeo respectivamente. Sin entrar de lleno en el juego casi diabólico
auspiciado por la propaganda ateniense, que presentó la irrupción de los persas
como un ataque frontal del despotismo oriental a la libertad y autonomía
griegas, no podemos obviar el hecho de que la inserción de las ciudades griegas
en el contexto imperial persa provocó importantes desajustes en su tejido
político y social que acabarían desembocando en la revuelta jonia del 499 a.C,
la llama que sería después el inicio de las denominadas guerras médicas.
El «orientalismo» griego
La forzada
relación con el imperio persa significó también el surgimiento de un enorme
interés por todo lo relacionado con Persia y sus dominios que se tradujo en
obras como las de Heródoto, Ctesias y Jenofonte. Se trataba por lo general de
un género híbrido, a medio camino entre la historia y la novela, con
inequívocos toques de fabulación etnográfica y moralizante, que encontró al
parecer una gran aceptación entre los medios intelectuales griegos a juzgar por
las numerosas obras dedicadas al asunto, denominadas por lo general Persiká, que podríamos traducir como
«asuntos sobre Persia». La fascinación por todo lo oriental, reflejada de
manera discontinua en algunas fugaces instantáneas de los poetas líricos
arcaicos, como las ya comentadas de Safo y Alceo, se concentró ahora casi de
manera definitiva en lo persa, en sus costumbres y en sus instituciones, en sus
monarcas y en su imperio, que había asumido e incorporado a su vez otros
imperios anteriores como el asirio y el babilonio.
Sin embargo
el interés por Persia coincidió también con su derrota a manos de la coalición
griega comandada por atenienses y espartanos, que con sus resonantes victorias
de Salamina y Platea habían atemperado de forma considerable el mito de la
grandeza e imbatibilidad de los persas. La reacción inmediata de la propaganda
ateniense, encargada de difundir por todas partes la superioridad política,
militar y moral de los griegos sobre sus adversarios orientales, no hacía otra
cosa que tratar de encubrir de alguna manera el temor generalizado que la
irrupción del imperio persa en la vida política griega había provocado desde un
principio. El trauma que supuso para muchos griegos de la región de Asia Menor
la aparición repentina de los persas en la zona desarbolando en pocos días las
imponentes fortificaciones de la capital lidia, Sardes, se ve reflejado en los
versos de Jenófanes de Colofón, que abandonó su lugar de nacimiento tras la
conquista persa. La pregunta acerca de la edad que uno tenía a la llegada del invasor
constituye, según Jenófanes, una de esas cuestiones esenciales que pueden
formularse al calor del hogar en el invierno y después de una reconfortante
comida.
El temor a
los persas se hallaba muy extendido en el mundo griego a juzgar por la presteza
con que se constituyó la liga defensiva de Delos, auspiciada por los atenienses
tras las impactantes victorias conseguidas de forma tan sorprendente. Un temor
que no se había extinguido del todo casi un siglo después, cuando el orador
Isócrates se vio obligado a utilizar dicho motivo en su brillante discurso con
el que esperaba persuadir a una parte importante de la audiencia griega, que al
parecer todavía temía y respetaba a los persas, a favor del incipiente movimiento
panhelénico. Resulta igualmente significativo de la continuidad de estos
sentimientos de temor y rencor hacia Persia entre los griegos el hecho de que
Alejandro utilizara el tema de la venganza contra las ofensas inferidas por los
persas casi dos siglos antes como uno de los resortes principales de su
propaganda a la hora de legitimar su posición a la cabeza de la expedición oriental,
No parece probable que la cancillería macedonia, que se hallaba perfectamente
al corriente de las tendencias de la opinión pública griega, recurriera en este
caso a un motivo trivial y carente de interés para la mayoría cuando se trataba
de «motivar» a un colectivo como el griego, poco dispuesto a prestar su apoyo a
un conquistador extranjero al que consideraba responsable directo de su pérdida
de autonomía política.
El
sentimiento de superioridad cultural y política impulsado desde Atenas se
convirtió así en un ingrediente inevitable de la actitud griega hacia Oriente a
partir de la victoria conseguida en el primer tercio del siglo V a.C. A partir
de entonces coexistieron, de forma más o menos ambigua y contradictoria, estas
dos clases de posturas, que reflejaban a su manera la fascinación por la
riqueza e inmensidad de un imperio que había permanecido inmutable sin haber
visto alterados sus espectaculares dominios tras la derrota sufrida a manos de
los griegos y el miedo visceral inesperadamente superado por la sensación
liberadora de un triunfo tan repentino y precipitado. Es precisamente en estos
momentos cuando surge el estereotipo de Oriente que perdurará a lo largo de
toda la cultura occidental posterior, con todas sus luces y sombras, tal y como
ha puesto de relieve el escritor palestino Edward Said en su célebre estudio
sobre el tema. Una imagen artificial e ideológica construida sobre ciertos
tópicos como la riqueza exuberante, el poder excesivo de las mujeres y los
eunucos en la corte real, el despotismo absoluto de los monarcas o la cobardía
y servilismo de sus soldados, malinterpretados unos y manipulados los otros,
cuya finalidad principal era ratificar mediante una especie de espejo invertido
la propia definición de los valores fundamentales griegos, asentados sobre las
cualidades contrarias, y reforzar el sentimiento de identidad helénico.
La realidad
histórica persa era mucho más compleja y difícil de conocer, sobre todo para
quienes como los griegos desconocían por completo las lenguas habladas en el
imperio y por tanto se hallaban de entrada incapacitados para acceder a su no
muy abundante documentación oficial o a su propaganda religiosa. Pero la barrera
lingüística no era el único obstáculo existente entre unos y otros. A pesar de
las mencionadas facilidades existentes con la implantación del imperio y la
organización y pacificación de las rutas internas, no fueron muchos los griegos
que, voluntariamente, visitaron el núcleo del imperio que giraba en torno a las
grandes capitales persas. Persépolis fue casi una perfecta desconocida en la
conciencia griega hasta que las tropas de Alejandro incendiaron la ciudad en el
331 a.C. A Susa acudieron emisarios y embajadores griegos, pero tampoco han
dejado en la evidencia existente demasiadas muestras de entusiasmo o admiración
por la monumentalidad y fastuosidad de los edificios imperiales allí presentes.
El desconocimiento de la realidad persa por los griegos se pone especialmente
de manifiesto en la utilización del término «medo» para designar de forma
indiferenciada dos entidades políticas muy distintas, como eran medos y persas,
evidenciando que su fuente de información originaria para tal designación eran
los lidios, que habían mantenido importantes conflictos fronterizos con los
medos en la época de su primera expansión occidental.
Tampoco los
relatos que llegaban hasta el mundo griego de quienes habían pisado aquellas
apartadas regiones con sus propios pies aportaban mucho a su mejor
conocimiento. La información veraz y objetiva carecía de todo interés para quienes
no se hallaban en condiciones de aprovecharla o no eran capaces de confrontarla
con otra clase de medios o referencias, como sucede en la actualidad con
nuestros modernos atlas y enciclopedias. Resultaba mucho más rentable para el
narrador permanecer dentro de los esquemas prefijados que demandaban las
expectativas del público: maravillas, exotismo e intrigas de corte. En ese
ámbito se movieron relatos como el de Escílax de Carianda, cuyos ecos
sensacionalistas colean por toda la literatura posterior en forma de pueblos
extraños que habitaban bajo tierra, poseían una cabeza enorme o se hacían
sombra con sus propios pies. Tampoco Ctesias, un médico griego que pasó largo
tiempo en la corte persa a finales del siglo V a.C, fue un reportero
absolutamente fiable al transformar toda la actualidad política de la corte
persa en interminables y turbulentas disputas de harén. Jenofonte, que tuvo
también su correspondiente cuota de experiencia real en el imperio, con su
participación en la famosa expedición de los diez mil a comienzos del siglo IV
a.C, tampoco fue más explícito a este respecto. De hecho, en la célebre Anábasis, donde relata la expedición por
territorio persa, estaba mucho más interesado en referir el sufrimiento y la
constancia de sus hombres o su propia intervención como dirigente en busca de
la salvación final de los expedicionarios que en dar noticia exacta de las
condiciones territoriales y humanas del imperio, concentradas para nosotros en
simples alusiones tangenciales hechas de pasada a lo largo del relato. Su
biografía de Ciro, el fundador del imperio, en la Ciropedia (la educación de Ciro) no constituye tampoco un
instrumento adecuado en este terreno, ya que la obra transcurre casi en todo
momento dentro de un espacio imaginario carente por completo de referentes
reales, pues su objetivo principal era confeccionar el retrato del buen
gobernante, que aparecía encarnado ahora en un utópico e idealizado monarca
persa.
El interés
griego por los persas iba, efectivamente, mucho más allá de la mera información
factual acerca de un territorio determinado y sus gentes. Persia se convirtió
para la mentalidad griega en un marco referente ideal para la reflexión y el
debate políticos. Una de sus manifestaciones fue la constante contraposición
del modelo político griego, basado en la defensa de la libertad y en el
gobierno de las leyes con el oriental, entendido como el prototipo de la
tiranía y del despotismo, tal y como queda reflejado en un famoso pasaje de las
Leyes de Platón, en el que se
describe a Persia como el modelo de la autocracia. El famoso pasaje de las Historias de Heródoto acerca del debate
sobre el mejor de los regímenes políticos, puesto en boca de un grupo de nobles
persas, constituye otro ejemplo ilustrativo de esta tendencia. Persia servía
así de espejo invertido de la historia y el desarrollo institucional
propiamente griego con todos sus problemas, como el paso de una aristocracia cultural
a una cultura de principios más democráticos, o la dosis inevitable de
decadencia moral y educativa, con sus consecuencias en el terreno militar, que
esta clase de procesos políticos y sociales comportaban.
Pero no se
trataba sólo de una cuestión relativa al valor y al carácter de las
instituciones públicas del estado como tal. Los propios personajes de los
monarcas persas encarnaban también para los griegos una serie de enseñanzas
morales o de modelos ilustrativos sobre los giros inesperados que adopta la
fortuna en los asuntos humanos. Personajes de la talla de Ciro, Darío, Jerjes o
Cambises, a los que podían sumarse otros como el frigio Midas o los lidios
Giges o Creso, constituían excelentes modelos referenciales capaces de asumir,
por el distanciamiento en el tiempo y la alienidad cultural, un valor
paradigmático semejante al de los viejos protagonistas del mito. Persia
incorporó, en definitiva, la figura necesaria del enemigo común al helenismo
que precisaban los propagandistas de la unidad griega, con intereses claramente
partidistas como los atenienses en su empeño por consagrar su hegemonía en la liga
délica o más abiertamente partidarios de un panhelenismo cultural como el
defendido por el orador Isócrates, que propugnaba la unidad de todos los
griegos en contra del bárbaro persa como remedio ideal a los males que
aquejaban al mundo griego en las primeras décadas del siglo IV a.C.
Dentro de la
fascinación griega por todo lo oriental, Egipto cupa necesariamente una
posición privilegiada. Ya desde los primeros testimonios de la literatura
griega se percibe una cierta aureola de admiración y misterio hacia una tierra
remota y feraz, capaz de proporcionar drogas casi milagrosas que poseen
cualidades curativas sorprendentes o esplendorosos regalos que testimonian su
asombrosa riqueza. Éste es el Egipto que se vislumbra en los poemas homéricos,
especialmente en la Odisea, donde se
alude también a las arriesgadas expediciones en busca de un cuantioso botín que
algunos griegos realizaban como reflejo inequívoco de su carácter de lejana
tierra de promisión. El mejor conocimiento del país a partir del
establecimiento del emporio griego de Náucratis en una de las bocas del Nilo a
finales del siglo VII a.C. facilitó el surgimiento de una cierta egiptomanía,
puesta de manifiesto en el interés de la ciencia jonia por buscar explicaciones
racionales al extraño fenómeno de las crecidas del Nilo y en el catálogo de
maravillas que aparece recogido en el libro segundo de las Historias de Heródoto, dedicado en su integridad a dicho país.
Egipto
adquirió un lugar destacado en la representación del mundo de los griegos a
través de la posición que en dicho esquema desempeñaba el Nilo como uno de sus
ejes articuladores junto con el Danubio, que se contraponían mutuamente a ambos
lados del Mediterráneo. Egipto era además la cuna de la sabiduría humana por su
carácter de tierra primordial en la que los seres humanos habían habitado desde
los tiempos más remotos y habían aprendido a establecer el modo de relación más
correcto con los dioses. No era extraño que se derivaran de allí casi todas las
prácticas y ceremonias griegas, como pretendía Heródoto en una manifestación avant la lettre del famoso modelo
antiguo que propugnaba Martin Bernal. El estudioso americano olvidaba sin
embargo, que, a pesar de estos reconocimientos, el historiador jonio establecía
determinantes diferencias entre un cultura y la otra en lo que respecta a
cuestiones tan fundamentales como las prácticas sacrificiales o los rituales
funerarios, que no implicaban en modo alguno la superioridad de la cultura más
antigua sobre la más reciente. A pesar de su descripción de Egipto como un
pueblo muy antiguo, piadoso para con los dioses y sabio en cuestiones
relacionadas con la religión o la medicina, lo cierto es que, como señaló en su
día François Hartog, la cultura egipcia en conjunto cae del lado de los
bárbaros en la línea divisoria fundamental que atraviesa longitudinal e
imaginariamente todas sus historias. Ciertamente, Egipto no dejó nunca de ser
considerado un arsenal de sabiduría hasta el punto de que la mayoría de los
sabios griegos hubieron de recalar invariablemente en el país en el curso de
sus vidas, desde el propio Homero hasta Platón, pasando por Tales, Solón o
Demócrito, tal y como figuran en una larga lista que aparece en el primer libro
de la historia universal de Diodoro, compuesta el siglo I a.C. Sin embargo esta
condición privilegiada fue cediendo su lugar a partir del período helenístico a
otros países como la India, donde primero el mismísimo Alejandro Magno y
después un taumaturgo como Apolonio de Tiana habían ido a confrontar su
sabiduría con los célebres brahmanes. La sabiduria egipcia quedaba relegada al
estricto terreno de la religión con una creciente inclinación hacia su
vertiente más esotérica, que acabaría desembocando en los escritos de Hermes
Trismegisto, denominación griega del dios Thoth, donde confluían componentes
místicos y filosóficos surgidos más de las filas del neoplatonismo griego que
de la propia doctrina egipcia. Egipto fue también perdiendo poco a poco su
pátina singular de país privilegiado del saber para convertirse progresivamente
en una tierra de costumbres salvajes y bárbaras como las que describen algunos
autores griegos del período helenístico como el poeta Teócrito, que alaba la
represión tolemaica de las viejas prácticas egipcias a favor de las griegas, o
los historiadores Polibio y Diodoro, que refieren horrorizados el espectáculo
de la inusual violencia de las masas egipcias, capaces de desgarrar en su furor
los cuerpos de sus infortunadas víctimas, fueran éstas los miembros de la
camarilla real contra los que se sublevaron los alejandrinos o un legionario
romano que había pisado un gato.
Buscando el fiel de la balanza
Es imposible
dejar constancia de forma detallada y minuciosa de todos los aspectos y campos
de la cultura griega que experimentaron en mayor o menor grado de intensidad la
influencia de motivos, temas, ideas o esquemas artísticos orientales, pues su
número aumenta de día en día tal y como progresa nuestro conocimiento de las
propias civilizaciones orientales. Basta para comprobarlo un simple vistazo al
volumen del último libro de Martin West, que presenta un exhaustivo estado de
la cuestión al respecto. Éstos afectan a casi todos los campos, desde la
mitología y la religión hasta la literatura y las formas artísticas.
A los
conocidos paralelismos de la poesía épica griega con el Antiguo Testamento y
más tarde con obras como la famosa epopeya de Gilgamesh, se han venido a sumar algunas correspondencias más
recientes que nos remiten hacia las diferentes literaturas del antiguo Oriente,
desde la egipcia y la sumerio-acadia hasta la hitita y ugarítica, descubiertas en
el primer cuarto del siglo XX. Destacan así algunas semejanzas en el estilo
épico como los epítetos, el amplio uso del discurso directo, el recurso a los
símiles, las fórmulas estereotipadas para describir el alba y el crepúsculo o
el reposo y la acción y las escenas típicas como la asamblea de los dioses y
las batallas. Incluso algunas técnicas narrativas más complejas como la
incorporación al relato de acontecimientos pasados mediante la propia voz del protagonista,
aparecen por igual en la Odisea y el
poema de Gilgamesh. Algunos pasajes
de la Ilíada relativos a las escenas
con dioses guardan una estrecha correspondencia con pasajes fundamentales de
los poemas épicos acadios como el Gilgamesh
o el Atrahasis. Se trata así de algo
más que de coincidencias fortuitas o de paralelismos culturales independientes
que obedecen pura y simplemente al motivo de base, común para todos los seres
humanos, que este tipo de poemas desarrollan.
Se han
detectado incluso influencias más precisas, como en el famoso pasaje del
«engaño de Hera», cuando la diosa trata de seducir a Zeus para distraerle del
curso de la acción de la guerra y llevar así a cabo sus propias maquinaciones.
Se trata del único pasaje de todos los poemas homéricos que presenta un tema de
carácter cosmogónico al mencionar a Océano y Tetis como la pareja primordial
origen de todas las cosas, que se ve reflejado en la dimensión naturalista y
cósmica que asumen ambas divinidades, en este caso Zeus y Hera, en el momento
de su unión, y hasta en la propia terminología empleada, ya que el propio
nombre de Tetis podría derivar del de Tiamat, la madre primordial en el poema
de la creación babilonia, el Enuma Elish.
Otros elementos de clara ascendencia oriental son también el cinto bordado que
Afrodita le presta a Hera para su utilización como hechizo amoroso, el catálogo
de las mujeres amadas por Zeus y el jumento de los dioses.
Existen
también estructuras parecidas entre la tripartición de dominios por las tres
divinidades principales en la Iliada
Y el poema épico acadio del Atrahasis,
que no había sido publicado hasta el año 1969. En los dos poemas existen tres
zonas distintas del cosmos, el cielo, la profundidad de la tierra y las aguas,
y las tres son además asignadas por sorteo y las tres divinidades masculinas
supremas del panteón divino. Se trata de una estructura extraña al mito griego
y que no desempeña tampoco dentro de la lógica narrativa del poema homérico
ningún papel fundamental, a diferencia de lo que sucede en el caso oriental.
Todo apuntaría, por tanto, hacia el resultado habido de la reelaboración de un
material épico ajeno, en este caso acadio, que habría acabado insertándose
dentro del poema griego. De la misma forma, existe también un sorprendente
paralelismo entre la idea de una catástrofe de la humanidad, concretada
finalmente en un diluvio y decretada por la decisión del dios dominador, como
forma de poner freno al crecimiento desmesurado de la humanidad y a su excesivo
ruido, expresada en el Atrahasis
acadio, y el inicio de la guerra de Troya, provocado por una motivación y
decisión similares, tal y como aparecen reflejados, aunque de forma
fragmentaria, en los Cantos ciprios y
en el Catálogo de las mujeres de
Hesíodo. De nuevo aparecen aquí sorprendentes analogías entre la terminología
empleada si comparamos el Momo mencionado en el resumen de Proclo de los Cantos ciprios, que actúa como consejero
de Zeus, y el Mummu que hace una labor similar al lado del dios Apsu, el padre
primordial al inicio del Enuma Elish,
el ya mencionado poema babilonio de la creación. La referencia a Chipre que
aparece en el título del poema griego (cantos chipriotas) no haría más que
contextualizar en la isla, un lugar en el que griegos y asirios cohabitaron
durante un tiempo, algunas de estas trasferencias culturales.
Son también
sorprendentes los paralelismos entre algunas escenas de los dioses, como
aquella en la que una diosa que ha sido injuriada por un mortal acude en busca
de consuelo ante su padre y se gana una reprimenda por ello, tal y como sucede
en la famosa escena de la Ilíada en
la que Afrodita, tras haber sido herida por Diomedes, acude al Olimpo y es
recriminada suavemente por Zeus al indicarle cuál debe ser su ámbito de
actuación predilecto, comparable en esos términos al encuentro entre el héroe
Gilgamesh y la diosa Ishtar. Los protagonistas son en ambos casos los mismos:
el dios del cielo y su hija, la diosa del amor, con la intervención ocasional
de la madre, Dione en el caso griego y Antu en el acadio, que podrían
representar sólo la formación femenina del nombre correspondiente del dios
soberano, Zeus y Anu, con la posibilidad añadida de que la forma griega no
fuera más que un calco de la forma acadia. Sin embargo, como ha señalado Walter
Burkert, es necesario recordar que si en el caso oriental los episodios
comentados se corresponden con un trasfondo mítico o ritual muy determinado, en
el caso griego aparecen simplemente como una escena de género que ha quedado
privada de toda otra función ulterior. Nos hallamos, por tanto, ante elementos
que en el poema oriental formaban parte integrante de la estructura narrativa
principal y que en la Ilíada son, en
cambio, utilizados únicamente como motivos ocasionales o improvisaciones
aisladas sin más consecuencias. No debe olvidarse que los pasajes de matriz
orientalizante hasta ahora señalados figuran en el inicio del Enuma Elish y del Atrahasis, que seguramente se hallaban entre los textos utilizados
en la enseñanza escolar. Si tenemos en cuenta que la adopción del alfabeto se
produjo dentro de un contexto de esta clase, es muy posible que quepa imaginar
el mismo camino para la trasferencia de estos pasajes y episodios hacia la
épica griega.
Se ha puesto
también de relieve la posible incidencia en la Odisea de historias similares acerca de viajes fantásticos por
tierras lejanas y el encuentro con seres extraordinarios como magas y monstruos
que aparecen en las literaturas orientales, como por ejemplo el célebre relato
del marinero náufrago, el viaje de Wen—Amón o el de Sinuhé en la literatura
egipcia, o las aventuras de Gilgamesh, que es calificado también al inicio de
la versión babilonia del poema como un individuo que había viajado por todas
partes y que extraía su sabiduría de las muchas tierras y gentes que había
visto, al igual que Odiseo. Son bien conocidos también los manifiestos
paralelismos, y seguramente dependencias, de la cosmogonía hesiódica con
respecto a sus modelos orientales, sean estos babilonios, egipcios, hititas o
ugaríticos. Al igual que Hesíodo, la primera filosofía griega debe mucho a las
tradiciones orientales precedentes en lo que respecta sobre todo a la
cosmogonía o historias de creación y a la literatura sapiencial, géneros ambos
que aparecen en los dos poemas hesiódicos, la Teogonia y los Trabajos.
Tanto una clase de literatura como la otra tenían tras de sí una larga historia
en Oriente. Los proverbios y las fábulas animales, que constituyen dos
versiones de la literatura sapiencial oriental, reaparecen también en los
poetas líricos con curiosas resonancias con sus antecesores, como la que
presenta uno de los nuevos fragmentos de Arquiloco («la perra deseosa dio a luz
cachorros ciegos») con un extraño consejo del monarca asirio Shamshi-Adad I a
su hijo perteneciente al siglo XVIII a.C. expresado en términos muy similares.
La medida dentro del orden cósmico, que parecía patrimonio exclusivo del
pensamiento griego, está igualmente presente en esta clase de literatura
sapiencial, donde el orden (Maat o Misharu) acompaña siempre al sol en su
recorrido.
Dentro de un
ámbito más racional se halla la deuda indudable de los griegos con las culturas
orientales en lo que respecta a matemáticas y astronomía. Cuestiones como los
nombres de los planetas, que son traducciones de los términos acadios, o la
división del círculo en 360 grados, que constituye una herencia de los
babilonios que desarrollaron en este campo métodos de cálculo racionales, son
algunos ejemplos ilustrativos de dicha deuda. Tales y Pitágoras ya conocían en
pleno siglo VI a.C. los elementos esenciales de las matemáticas babilonias y
Anaximandro «inventó» el gnomon o
reloj de sombra que había sido utilizado desde antiguo en la práctica de la
astronomía babilonia.
Son también
considerables las deudas en el terreno de los rituales mágicos y religiosos,
como los ritos de purificación y el uso del chivo expiatorio (el phármakos griego), la práctica de
enterrar depósitos fundacionales bajo los nuevos edificios, las diversas formas
de magia simpatética, como las efigies sustitutorias de las posibles víctimas,
la adivinación mediante el examen de los líquidos derramados sobre un plato o
de las entrañas de un animal sacrificado y los presagios mediante la
observación del vuelo de las aves, especialmente águilas y garzas. La
existencia por escrito de muchos de estos rituales, que fueron reunidos y
redactados en grandes manuales, y la presencia de adivinos itinerantes de
procedencia oriental en el mundo griego arcaico como postuló en su día Walter
Burkert son circustancias que podrían explicar algunas de estas trasferencias y
adopciones. Estas correspondencias se dan también en el terreno de la
iconografía entre determinadas divinidades o demonios orientales y sus
correspondientes traslaciones griegas. Éste podría ser el caso del dios
Asclepio, representado a veces en sueños como un perro o acompañado por él, y
la diosa babilonia de la curación, Gula, que era simbolizada por un animal de esta
clase. Algunos demonios populares griegos como las célebres Gello y Lamia no
son al parecer otra cosa que la correspondiente trascripción de los demonios
acadios gallu y lamastu. De la misma forma poseen también una clara ascendencia
oriental algunos de los monstruos de la mitología griega a los que hubieron de
enfrentarse los principales héroes, como la terrorífica Gorgona, cuya imagen
deriva de las máscaras del gigante Humbaba, contra el que tuvo que luchar
Gilgamesh, que se colgaban encima de los umbrales de las casas como forma de
protección, influidas quizá también por la iconografía del demonio infernal
Pazuzu, de procedencia asirio-babilonia. Algo similar sucede con los
monstruosos cíclopes enemigos de Odiseo, que aparecen representados en sellos mesopotámicos,
o con la incombustible hidra de numerosas cabezas a la que se enfrentó
Heracles, que presenta numerosas similitudes con criaturas semejantes salios
del mito oriental.
Resta
mencionar, por último, las numerosas influencias en el terreno artístico que
quedaron reflejadas en la arquitectura, en la escultura, en determinados
motivos y esquemas decorativos o en la recreación de algunos patrones
iconográficos y en la adquisición de algunas técnicas como el labrado del
marfil. Precisamente fue en este terreno donde la evidencia de una innegable
influencia oriental fue admitida más temprano con la creación de un período de
la historia del arte griego denominada orientalizante que abarcaría la última
parte del siglo VIII y todo el VII a.C. Se suponía, sin embargo, que
representaba tan sólo una fase de transición en la que los artistas griegos
crearon una serie de obras de arte en metal, marfil o terracota guiados por el
estímulo de prototipos orientales que fueron importados durante el período de
expansión comercial a lo largo del siglo VIII a.C hasta poder afirmar por
encima de estos esquemas adquiridos su propia originalidad e independencia
artísticas. La identificación de sus fuentes de inspiración se hacía en función
de unos esquemas artificiales creados por los estudiosos modernos que
contraponían las características inequívocas del arte griego, como el
naturalismo, el dinamismo y la capacidad narrativa, frente a rasgos típicamente
orientales, como la estilización, el carácter estático y la obsesión decorativa.
Era precisamente esta condición estática del arte oriental la que permitía
retrotraer sus modelos hasta productos similares de épocas muy anteriores que
se habían mantenido inmutables a pesar del paso del tiempo. Se imaginaba además
la existencia de contactos indirectos a través de intermediarios como los
comerciantes o determinada clase de objetos como los textiles y se limitaba su
influencia al simple préstamo de motivos ornamentales aislados.
Sin embargo,
un examen más detenido de los elementos orientales en el arte griego de este
período revela el papel fundamental desempeñado por el arte de los palacios
neoasirios, cuyo lenguaje figurativo y sus tradiciones narrativas fueron
conocidos y emulados por los artistas griegos contemporáneos para la
ilustración tanto de temas seculares como mitológicos. Los trabajos al respecto
de Ann Gunter han demostrado cómo el arte palacial neoasirio constituyó la
principal fuente de inspiración para la tradición iconográfica griega del
comportamiento aristocrático, tal y como se refleja en una pieza clave del arte
de este período como es el celebérrimo Vaso Chigi, datado a mediados del siglo
VII a.C. La conducta propia de los reyes asirios aparece trasladada a
representaciones pictóricas de la cerámica griega o de placas de terracota
decorativas, y aplicada a las divinidades y los héroes, que adoptan poses
rituales a la hora de someter monstruos, saludar a sus iguales con gestos
propios de la corte y reclinarse sobre lechos en el curso de un banquete. La
iconografía oriental fue así objeto de un riguroso y preciso proceso de
selección a partir de una diversa variedad de fuentes fundándose en su nuevo
significado dentro del contexto en el que eran reutilizadas y en la adecuación
de sus formas artísticas. La existencia de palacios asirios en el norte de
Siria confirma la relativa disponibilidad de estos modelos, sin descartar
tampoco la posibilidad de que artistas y artesanos griegos hubieran sido
empleados por los monarcas asirios como Senaquerib, facilitando de esta forma
la percepción directa de dichos modelos por parte griega. El examen de los
elementos orientales en la pintura de vasos griega del siglo VII a.C. sugiere
así que las semejanzas con el arte a gran escala de los palacios neoasirios iba
mucho más allá de la adopción de temas y motivos aislados, abarcando también
relaciones de carácter temático, patrones de composición, elementos
estilísticos y convenciones narrativas y espaciales que eran esenciales para la
creación y significado de las propias obras.
Una balanza,
en definitiva, de interacciones e influencias dinámicas y complejas que no
pueden solventarse con un simple reconocimiento de pasada para no menoscabar la
reconocida creatividad y capacidad de inventiva griega. No se trata ahora de
volver el péndulo a su lado opuesto y pretender negar de manera tajante la originalidad
e inspiración sempiternamente repetida de la cultura griega, dando la razón a
quienes como Bernal no ven en dicha tradición más que el encumbramiento
ideológico y artificial de una civilización a través del enmascaramiento
consciente de sus deudas con Oriente. Mucho antes de él hubo quienes, aunque de
manera marginal y esporádica, reconocieron abiertamente el peso decisivo de las
influencias orientales en la formación y desarrollo de la cultura griega
arcaica. Su ataque frontal a dichos postulados y la publicidad de que han sido
objeto han estimulado la agudeza de los planteamientos y han contribuido a
modular las conclusiones partiendo de una evidencia innegable que los nuevos
hallazgos y sus correspondientes constataciones ponen cada vez más al
descubierto. La cultura griega no surgió de la nada, gracias únicamente a su
genio extraordinario y a su infinita capacidad creadora, sino que recibió el
poderoso y fértil influjo de las culturas y civilizaciones colindantes con las
que mantuvo contactos y relaciones fructíferas que van mucho más allá, como se
ha comprobado en el terreno del arte, de las meras confluencias esporádicas y
casuales para establecer tejidos complejos cuyos agentes se nos escapan muy a
menudo a través de una maraña de testimonios dispersos y poco estructurados que
no siempre son capaces de ofrecer un nítido panorama de un mundo más
interconectado de lo que algunos esquemas simplistas y apriorísticos habían
imaginado.
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