Grecia y los griegos
Grecia no fue
nunca en la Antigüedad un estado político unitario a la manera de otras
civilizaciones que formaron imperios como el asirio, el persa o el romano. Ni
siquiera la ciudad de Atenas, que emerge como protagonista privilegiado —y
hasta tardío— de nuestra documentación con su imponente acrópolis y su
floreciente vida intelectual y artística, tuvo nunca el estatus de capital como
sí lo tuvieron otras ciudades de la Antigüedad como Babilonia, Cartago o la
propia Roma. Su hegemonía indiscutible en el terreno cultural viene determinada
por el azar de la tradición, que ha conservado fundamentalmente sus testimonios
literarios en detrimento de otros estados, y su papel histórico a la cabeza de
un imperio marítimo a mediados del siglo V a.C, que la situó en el primer plano
de la política griega durante un período de tiempo decisivo y que ha marcado la
pauta de la historia de Grecia para toda la historiografía, antigua y moderna,
posterior. Otros estados fueron en su día tan importantes como Atenas. Argos,
por ejemplo, figuraba a la cabeza de las genealogías míticas griegas y fue
siempre el enemigo a batir por Esparta en su lucha por la hegemonía dentro del
Peloponeso. Corinto alcanzó una enorme pujanza comercial y se erigió en un
auténtico imperio marítimo a juzgar por la extensión que alcanzaron sus
inconfundibles cerámicas por todo el Mediterráneo. La ya mencionada Esparta se
situó pronto en la cúspide del poderío militar con un ejército bien organizado
y disciplinado que representó una seria amenaza y a veces un obstáculo
insalvable para los intereses de Atenas. Sin embargo, unos y otros quedaron
relegados casi al olvido por las circunstancias antedichas, desfigurando así
por completo el panorama histórico de un mundo griego mucho más complejo y
diversificado de lo que la aparente supremacía indiscutible de Atenas nos deja
adivinar.
La existencia
de Grecia como tal queda incluso descartada en el simple terreno terminológico.
Los griegos no utilizaron nunca para denominarse a sí mismos de forma genérica
dicho término, Grecia, que es de origen romano e hizo fortuna en Occidente. En
su lugar utilizaron, y utilizan todavía, la palabra Hélade, que definía más
bien una comunidad cultural que una entidad territorial y política, un poco a
la manera como se hablaba de la Cristiandad en el mundo medieval o del Islam en
la actualidad. Este concepto, que se ha conservado hasta nuestros días en el
nombre del estado griego moderno, no abarcaba en la Antigüedad unos límites
territoriales bien definidos. Por principio incluía las regiones donde
habitaban todos aquellos que hablaban griego y practicaban una forma de vida
bien reconocible a través de sus ritos religiosos y de sus costumbres más
características, abarcando dentro de este campo genérico tanto a los que se
hallaban instalados desde antiguo en la península balcánica y las islas
adyacentes del Egeo como a las comunidades más dispersas que jalonaban casi
todas las riberas mediterráneas y una buena parte de las costas del mar Negro.
Los griegos
se extendían, efectivamente, por numerosos puntos de la cuenca mediterránea,
desde Ampurias en la costa catalana hasta los confines del mar Negro en la zona
de la actual Georgia. Desde muy temprano hubo griegos instalados en las costas
de Asia Menor, en la península que ocupa la actual Turquía, posiblemente desde
los inicios del primer milenio a.C. Eran comunidades relativamente prósperas
que alcanzaron muy pronto un gran desarrollo económico y cultural que superó
con creces los tímidos balbuceos de las ciudades del continente propiamente
helénico, que tardaron todavía algún tiempo en alcanzar el nivel de aquéllas,
aprovechando sin duda el declive producido en muchas de ellas por el
incontenible avance del imperio persa a finales del siglo VI a.C. Ciudades como
Éfeso, Mileto, Colofón, Esmirna o Priene fueron la cuna de los principales
géneros literarios griegos como la épica, surgida seguramente en este contexto,
la lírica, la historia y la filosofía. A partir de mediados del siglo VIII a.C.
los establecimientos griegos se multiplicaron también en regiones como el sur
de la península itálica y Sicilia, donde se erigieron ciudades florecientes
como Siracusa, Acragante, Crotona o Metaponto que albergaron también
importantes movimientos culturales, como algunas escuelas médicas o el
pitagorismo. Las imponentes ruinas de los templos ubicados en cualquiera de
estas dos zonas ilustran de forma clara la pujanza alcanzada por los griegos
que habitaron estas regiones, dejando en un plano mucho más modesto los restos
materiales menos generosos del viejo mundo continental. Fuera del continente
helénico y de las regiones mencionadas, había también importantes comunidades
griegas, como la actual Marsella en el sur de Francia o Cirene en la costa
norteafricana, cerca de la actual Bengasi en Libia, cuya brillante historia
sólo podemos atisbar a través de los testimonios dispersos con que contamos. No
se trató en modo alguno de un imperio colonial extendido que progresaba al
amparo de una metrópolis poderosa y bien organizada que enviaba a los nuevos
emplazamientos a algunos de los más ilustres miembros de la élite dirigente a hacer
sus carreras, como sucedió en el imperio británico. Cada una de estas ciudades
controlaba su propio territorio y era extremadamente celosa de su propia
autonomía política. Con independencia de los vínculos tradicionales
establecidos con sus comunidades de origen, los nuevos emplazamientos
adquirieron en seguida su propia mitología de fundación, asociando el nombre de
la nueva fundación a alguna de las gestas realizadas en el curso de los
periplos occidentales por los grandes héroes griegos como Ulises, Heracles o
Perseo. Los intentos por crear un imperio resultaron vanos tanto por parte de Corinto
como de Atenas, las dos grandes potencias comerciales griegas de los períodos
arcaico y clásico de la historia griega. Atenas, que gobernó el Egeo con mano
dura durante un amplio período del siglo V a.C, nunca llegó a controlar las
regiones ultramarinas, y cuando lo intentó sufrió el más estrepitoso de los
fracasos con su expedición a Sicilia en el año 415 a.C.
Griegos eran
también los habitantes de las regiones continentales aparentemente más
atrasadas como el Epiro, Tesalia, Etolia, Lócride o Acarnania, en las que la
ciudad (la polis) no era el centro político fundamental de su estructura
político-social. El desconocimiento de su historia, reducida casi estrictamente
a las menciones y alusiones que aparecen en los historiadores clásicos cuando
entraron de alguna manera en la órbita política de los grandes estados como
Atenas, y el peso considerablemente menor que han ejercido en la tradición
posterior han acabado relegándolas a un plano secundario de la historia griega.
Incluso su pertenencia de pleno derecho a la comunidad helénica no fue siempre
reconocida de manera unánime. Los propios griegos que han construido nuestra
visión del pasado, es decir, fundamentalmente los intelectuales de Atenas, no
admitían de buena gana dentro de la Hélade a unos pueblos que presentaban unas
características algo diferenciadas de los esquemas tradicionales admitidos en
los estados de la Grecia central y del sur, en cuya economía la agricultura
desempeñaba el papel preponderante. Su lengua, considerada a veces ininteligible,
su forma de vida en aldeas fortificadas o las costumbres primitivas de sus
habitantes, que portaban siempre armas consigo y practicaban la piratería o el
bandidaje, constituían desde la óptica de las sociedades urbanas establecidas
en el centro y sur de la península unos rasgos más que discutibles para ser
considerados en plano de igualdad con ellos. Este carácter ajeno a lo griego de
las regiones más septentrionales y occidentales de la península griega se
plasmó incluso en el terreno de la geografía, ya que autores del siglo IV a.C,
como el historiador Éforo, consideraban que el territorio propiamente griego
comenzaba al sur de Acarnania por occidente y culminaba por oriente en el valle
del Tempe, situado en la región de Tesalia.
La unidad de
la Hélade, cimentada según un célebre pasaje de las historias de Heródoto en la
comunidad de sangre, lengua, religión y costumbres, aparecía en la realidad
histórica mucho menos consistente de lo que se pretendía desde perspectivas
ideológicas y propagandistas. El griego, a diferencia del latín, no era una
lengua unitaria, sino que presentaba diferentes variedades dialectales. Las
diferencias de carácter fonético y morfológico entre algunos dialectos eran
considerables, y es muy posible que en algunos casos existieran ciertas
dificultades para la comunicación. Dialectos como el etolio, hablado en la
región montañosa que se extiende al otro lado del Peloponeso en la zona
occidental del continente, era considerado por el historiador Tucídides una
lengua irreconocible para un ateniense del siglo V a.C. Una consideración
similar aparece también en Eurípides, que tilda de lengua bárbara el habla de
los etolios. Tampoco la singularidad y variedad de los alfabetos locales con
sus peculiaridades distintivas favorecía precisamente la sensación de
homogeneidad en el campo de la escritura. Dos indicios evidentes de esta disparidad
lingüística son la propia composición de los poemas homéricos, quizá uno de los
auténticos puntales de la unidad cultural helénica, en un dialecto completamente
artificial que no se correspondía en la práctica con el de ninguna de las
diferentes áreas dialectales que conformaban el panorama griego, y la
emergencia de una lengua común unificada (la denominada koiné) a finales del siglo IV a.C, en unos momentos en los que el
mundo griego empezaba a alcanzar una cierta unidad cultural y económica. Ambas
medidas revelan la imperiosa necesidad de implantar una forma de comunicación
generalizada capaz de superar las diferencias existentes y de facilitar los contactos
e intercambios de toda índole.
Las
diferencias dialectales separaban el mundo griego en al menos cuatro grupos
bien distintos como eran el jonio, el dorio, el eolio y el arcadio-chipriota,
desigualmente repartidos por toda la imprecisa geografía griega. Así, hablaban
el dialecto jonio los habitantes de la costa central de Asia Menor junto con
los del Ática y la mayoría de las islas, a pesar de estar separados por el mar.
El eolio se hablaba en Beocia, región vecina del Ática, en Tesalia, al norte del
continente, y en la parte septentrional de la costa anatólica. El dorio era el
dialecto imperante en el Peloponeso, en algunas islas importantes como Rodas y
Creta y en la región meridional de la costa minorasiática. Relacionado con este
último se hallaba un grupo de dialectos hablados en las regiones del noroeste
de la península balcánica como el etolio, el acarnanio o el locrio. Por último,
el arcadio-chipriota constituía un caso ejemplar de esta dispersión, ya que
compartían dialecto la región central del Peloponeso, aislada del mar, y una
isla como Chipre, que constituía a su vez un verdadero crisol de culturas por
la presencia de gentes procedentes de Oriente y de las costas sirio-palestinas
que se habían instalado allí desde tiempos remotos.
Esta diversidad
lingüística encubría quizá algún tipo de diferenciación étnica original,
posiblemente no muy significativa en el desarrollo efectivo de la dinámica
histórica pero que ha dejado sus huellas en la tradición posterior en forma de
una confrontación permanente entre jonios y dorios, considerados los dos
elementos más activos de toda la historia de la Grecia antigua. Sus adalides
respectivos, Atenas y Esparta, capitalizaron este protagonismo, especialmente a
lo largo del período clásico, y utilizaron de forma notoria dichas categorías
en su mutuo enfrentamiento, tanto a nivel propagandístico como en el
comportamiento práctico que se derivaba de la asunción más o menos consciente
de esta clase de estereotipos. Tucídides señala la pérdida de una batalla por
parte de los argivos, de reconocida ascendencia doria y confiados en exceso en
las prerrogativas que se derivaban de dicha condición, por haber infravalorado
a sus oponentes jonios, que sobre el papel al menos no debían haber
representado ningún serio desafío. La presencia activa de esta clase de
motivaciones en la historia griega antigua fue tenazmente rechazada por el
historiador francés Édouard Will, maestro siempre brillante de helenistas in situ y en la distancia, que se
mostraba justificadamente temeroso de sus dolorosas implicaciones más
recientes. Sin embargo, una lectura minuciosa de los testimonios disponibles
parece poner de manifiesto la importancia de estos mecanismos a la hora de
actuar sobre la imaginación colectiva, aunque nunca llegaron a alcanzar las
dimensiones «racistas» de tiempos más recientes. La identidad original del
pueblo griego sobre bases étnicas queda así también puesta en entredicho por
una realidad más tozuda y rebelde que los intentos uniformadores realizados sin
duda desde una perspectiva interesada.
La unidad
política griega fue un objetivo completamente irrealizable que sólo se llevó a
efecto bajo la imposición de los conquistadores, como los macedonios primero y
los romanos después. El ideal panhelénico parece haber estado ausente de la
conciencia griega salvo en esta clase de circunstancias desfavorables que
amenazaban la independencia y autonomía de los diferentes estados griegos. Pero
incluso en estos momentos de incertidumbre, eran muchos más los que abogaban
por el mantenimiento de la política independiente de las respectivas
comunidades helénicas, aun asumiendo el coste del sometimiento temporal al
enemigo exterior, que los que promocionaban la unidad; por lo general las
grandes potencias como Atenas o Esparta, que veían más seriamente amenazados
sus intereses hegemónicos. Durante el enfrentamiento con los persas en el
primer tercio del siglo V a.C, no fueron, así, pocos los estados griegos que
optaron por un entendimiento con el enemigo aparente frente a la posibilidad de
llegar a una alianza con estados vecinos con los que mantenían desde antiguo
hostilidades atávicas por motivos territoriales o de los que tenían sobradas
razones para temer sus ansias de hegemonía, que se vería reforzada mediante
este tipo de alianzas defensivas. Así ocurrió, efectivamente, después de la
derrota persa, cuando Atenas construyó un auténtico imperio con sus antiguos
aliados, obligados más tarde a la fuerza a permanecer dentro de él. Las
enemistades tradicionales que enfrentaban a unos estados con otros en
irreconciliables querellas resultaron así más fuertes que el sentimiento de
unidad panhelénica auspiciado por las grandes potencias con el pretexto de
hacer frente a un enemigo común. La postura de neutralidad adoptada por algunos
estados o el decantamiento claramente propersa de algunos otros reflejan la
fragmentación existente dentro del mosaico de los estados griegos, incluso en
circunstancias excepcionales que podían propiciar la emergencia y propagación
de esta clase de sentimientos de unidad frente a una amenaza del exterior,
percibida, sin embargo, siempre como un peligro menos evidente e inmediato que
las antiguas rivalidades internas.
La propaganda
ateniense a favor del panhelenismo, que ha dejado sus ecos manifiestos en
nuestras percepciones modernas y ha condicionado en buena medida nuestra
actitud al respecto, era sin duda alguna interesada, ya que sus aspiraciones
políticas iban más allá de las fronteras del Ática. La posterior consolidación
del imperio ateniense tras la victoria sobre los persas, que empezó como una
supuesta alianza de carácter defensivo para culminar en una verdadera hegemonía
política y económica, pone de relieve las verdaderas dimensiones del movimiento
panhelénico en la mentalidad de sus promotores atenienses. La defensa de la
Hélade se convirtió en seguida en la excusa perfecta para disimular las
pretensiones imperialistas de las grandes potencias griegas como Atenas,
primero, y Esparta y Tebas, después. El discurso calaba hondo en algunas
sensibilidades a juzgar por la repercusión que tuvo su utilización consciente y
descarada por el monarca macedonio Filipo II, cuando camufló su dominio de
Grecia bajo la etiqueta institucional de una alianza panhelénica, o por su hijo
Alejandro, que maquilló su expedición de conquista del imperio persa como una
campaña a favor de la causa helénica con el fin de vengar los agravios
inferidos por los persas casi doscientos años antes. Los monarcas helenísticos,
que aspiraban al dominio de Grecia como parte de su imperio, no fueron tampoco
del todo ajenos a esta clase de estratagemas propagandísticas. La proclamación
de la libertad de los griegos o la defensa del helenismo frente a los bárbaros
fueron dos de sus modalidades preferidas. Finalmente también los romanos
recurrieron en momentos puntuales a este tipo de procedimientos, conscientes de
la importancia de contar en su favor con una opinión pública griega que viera
en ellos a los nuevos protectores de la causa helénica en un mundo que
amenazaba con la disgregación interna y la siempre latente intrusión de
enemigos «bárbaros» procedentes del exterior.
El mundo de
las creencias religiosas griegas tampoco constituía un ámbito indiscutidamente
uniforme probatorio de la identidad colectiva helénica sin más matizaciones. Existía
ciertamente un panteón común presidido por Zeus y secundado por otras
divinidades que establecían su lugar dentro de él a través de sus vínculos de
parentesco con el que parecía su indiscutible dios soberano. Sin embargo, lo
cierto es que cada ciudad poseía su propia divinidad protectora, que acaparaba
en cierta medida los principales actos de reconocimiento comunitario y relegaba
a una posición más secundaria a los demás dioses que no eran objeto de este
tratamiento privilegiado, reservado casi en exclusiva a la divinidad
preeminente. Éste era el caso de Atenea, que ejercía su patronazgo sobre
Atenas, o el de Hera en Argos, y en buena medida el de Ártemis en Esparta.
Además estos dioses comunes del panteón panhelénico asumían a menudo atributos
locales que los hacían a veces perfectamente irreconocibles fuera de su ámbito
de influencia, como sucedía con la célebre diosa de los múltiples pechos de
Éfeso, que en nada recordaba el perfil esencial de una diosa virgen como
Ártemis. La gran diosa efesia, la cruel Lafria a la que se sacrificaba
anualmente en Patras un holocausto de aves y bestias salvajes, y la diosa para
la que las jóvenes danzaban en la localidad ática de Braurón son claramente
diferentes a pesar de que todas ellas reciben en común el nombre de Ártemis.
Incluso el tipo de culto rendido a la misma divinidad variaba de forma
considerable de una ciudad a otra. En muchas ocasiones los nombres olímpicos se
limitaban a rebautizar a una antigua divinidad local. Divinidades de carácter
puramente local como la diosa Afaia en la isla de Egina resultaban asociadas a
alguno de los grandes nombres del panteón griego. Las estatuas de culto, a
pesar de la apariencia engañosa que puede resultar de la contemplación de las
grandes obras escultóricas realizadas por artistas célebres como Fidias o
Praxiteles, eran considerablemente diferentes según los lugares. La mayoría de
ellas, generalmente antiguas efigies de madera denominadas xóana, eran ejemplares únicos e irreemplazables más que modelos
estereotípicos difundidos e imitados por todas partes.
Las
tradiciones míticas tampoco presentan un cuadro unitario. Es bien sabido que, a
diferencia de otros pueblos como el judío, los griegos no poseyeron ningún
texto sagrado como la Biblia que estableciese de manera definitiva el orden y
la jerarquía de las tradiciones legendarias que constituían la memoria
colectiva de la comunidad. Los grandes poetas épicos, Homero y Hesíodo, que
serían lo más aproximado que encontramos en este terreno dentro de la cultura
griega, ordenaron y dieron forma a muchas de estas tradiciones pero no
establecieron ni mucho menos su fijación definitiva, a salvo de nuevas
variantes y modificaciones posteriores, o significaron la desaparición
definitiva de tradiciones divergentes. El caudal mítico griego continuó
discurriendo imparable a lo largo de los tiempos, desde sus primeras
manifestaciones escritas en los poemas homéricos y en los catálogos hesiódicos
hasta las recopilaciones más tardías en forma de manuales como el de la Biblioteca de Apolodoro, perteneciente
ya al final de la época helenística, que constituye un buen ejemplo de este
tipo de obras. Diferentes ciudades griegas disputaban por el honor de la
primacía y la mayor antigüedad mediante estrategias como la autoctonía (el
origen en la propia tierra que habitaban), en el caso de los atenienses y los
arcadios, o la presencia entre ellos del primer ser humano, como en el caso de
los argivos. Cada ciudad poseía sus propias y a veces oscuras tradiciones,
algunas de las cuales han llegado hasta nosotros recogidas en la descripción de
Grecia elaborada por Pausanias en el siglo II d.C. La multiplicidad de héroes
locales a los que se rendía el culto apropiado en el centro de la ciudad o en
un santuario cercano, que sólo en determinadas y esporádicas ocasiones resulta
posible conectar con las grandes sagas heroicas panhelénicas, constituye un
testimonio palpable de la enorme diversidad de tradiciones míticas existentes
en toda la Hélade.
Tampoco la
forma de vida constituía un rasgo característico de la uniformidad u
homogeneidad del panorama helénico. Los núcleos urbanos del centro y del sur
del continente o de las áreas denominadas con poca fortuna coloniales (el sur
de Italia y las costas de Asia Menor) contrastaban con las aldeas o las
aglomeraciones rurales de las regiones más septentrionales y occidentales. La
forma de vestir era también diferente en unas regiones y otras en función de la
climatología o del tipo de economía predominante, de carácter agrícola o
pastoril. Un aspecto destacado como la posición social de la mujer, que es
considerado esencial hoy en día, presentaba importantes diferencias dependiendo
de la región a examen, ya que si en Atenas la mujer ocupaba un lugar secundario
dentro de la sociedad, relegada prácticamente a sus funciones domésticas y
apartada por completo de la vida pública, en otros lugares la situación era
bien diferente, como en Esparta, donde realizaba ejercicios deportivos a la par
con los varones y poseía la capacidad jurídica de adquirir propiedades; en la
isla de Lesbos, donde, a juzgar por los poemas de Safo, la vida de las mujeres
parece haber disfrutado de un alto grado de autonomía, ajena por completo a los
ambientes masculinos, o en las regiones del noroeste, donde incluso poseía
importantes potestades testamentarias según sabemos por el testimonio de
algunas inscripciones. Ni siquiera la forma de organización sociopolítica más
característica del mundo griego, la polis,
era universal. A su lado coexistía otra forma alternativa, el denominado ethnos, en la que diversos pueblos
vivían repartidos en aldeas en torno a un santuario común sin que existieran
verdaderos centros urbanos. A pesar de las apariencias, que hicieron creer a
algunos que el ethnos era una forma de organización más primitiva que la polis,
hacia cuyos esquemas iría progresivamente evolucionando, hoy en día casi nadie
duda ya que se trata de dos formas paralelas en su desarrollo que coexistieron
durante largo tiempo sin que la segunda, la polis, demostrase indicios de
superioridad sobre la primera, el ethnos. Algunas regiones donde el modo de
vida imperante era el ethnos, como el Epiro y Tesalia, alcanzaron una enorme
importancia en el desarrollo de la historia griega y ofrecieron sobradas
muestras de su solidez institucional y de su dinamismo político y económico.
La diversidad
constituye, en suma, la característica más definitoria de la civilización
griega en todos los terrenos, por encima de la falsa impresión de uniformidad
que han producido siglos y siglos de idealización de una cultura elevada a los
altares de una forma indiscriminada y acrítica, sacada a la fuerza de los
caminos habituales de la historia para convertirla en un modelo político,
social, moral y artístico del que derivan todavía hoy numerosos malentendidos.
Los peligros del atenocentrismo
La idea de
Atenas como la quintaesencia de la cultura griega y como su imagen más
característica y representativa, que ha predominado durante mucho tiempo y que
todavía ocupa importantes parcelas de la imaginación moderna, viene de muy lejos.
La hegemonía política de la ciudad, que alcanzó su cima en los momentos
centrales del siglo V a.C, se vio precedida de una cierta supremacía comercial,
puesta de manifiesto en la creciente imposición de su cerámica por numerosos
rincones del Mediterráneo, superando el tradicional predominio de Corinto, que
se convertiría a partir de entonces en una de sus más enconadas rivales. El
desarrollo de géneros como la tragedia, la historia o la oratoria convirtió a
la ciudad en el centro indiscutible de la literatura griega y los programas
arquitectónicos impulsados por Pericles en la Acrópolis de Atenas la
embellecieron de forma definitiva, poniéndola a la cabeza por su esplendor y
magnificencia del resto de las ciudades griegas.
El
hundimiento del imperio ateniense, tras la derrota sufrida a manos de Esparta
en la guerra del Peloponeso al final de este período, no significó su completa
desaparición de la escena. El prestigio cultural de la ciudad, alentado por la
confluencia allí de las diferentes escuelas filosóficas, a pesar de que sus
fundadores procedían por lo general de otros lugares del mundo griego,
sustituyó a las antiguas pretensiones hegemónicas. Durante la época helenística
Atenas no figuró entre los protagonistas en el terreno político o militar,
sobre todo comparada con la brillante trayectoria de nuevas agrupaciones de
carácter federal, como las confederaciones etolia o aquea, con la floreciente
isla de Rodas y hasta con la mismísima Esparta, a pesar de que ésta había
entrado en una fase de decadencia demográfica que debilitó de forma
considerable sus posibilidades hegemónicas. Sin embargo, Atenas continuó siendo
el punto de referencia cultural que los sucesivos monarcas helenísticos
buscaron como principal soporte propagandístico a la hora de cimentar sus pretensiones
de representar el baluarte del helenismo. Tras la conquista romana las cosas no
cambiaron de forma sustancial, y fue a Atenas a donde acudieron algunos de los
romanos más ilustres en busca de la formación académica pertinente, como el
propio Cicerón, su amigo Ático y algunos emperadores como Adriano, declarado
admirador de la grandeza pasada de la ciudad y promotor distinguido de su
renovación urbanística con proyectos tan ambiciosos como la culminación del
gran templo dedicado a Zeus, iniciado por los Pisistrátidas setecientos años
antes, y la construcción de una nueva zona residencial.
Esta
hegemonía política y cultural ha quedado reflejada en nuestras fuentes de
información. De las 158 constituciones recogidas por la escuela aristotélica
para el estudio del régimen político ideal sólo ha sobrevivido la de Atenas,
descubierta en un papiro egipcio en 1890. Incluso antes de su descubrimiento ya
era la mejor conocida de todas a juzgar por las numerosas citas que aparecen en
otros autores antiguos. A la gran riqueza de escritos contemporáneos, que
engloban desde las tragedias y comedias conservadas hasta obras monográficas
como las historias de Heródoto, Tucídides o Jenofonte, pasando por los
numerosos discursos de los oradores, hay que sumar la abundante documentación
de carácter epigráfico, que traduce en la práctica el compromiso ideológico de
publicar todos los registros públicos. La tiranía de la evidencia, como algunos
han calificado esta situación, ha decantado así fácilmente las cosas a favor de
la ciudad de Atenea, ya que no sólo estamos en situación de poder responder con
mayor fiabilidad a cualquier tipo de cuestión sobre la historia de la ciudad
que sobre cualquier otro estado griego, sino que la existencia de esta rica y
variada documentación ha propiciado el surgimiento de toda una especialización
académica que no resulta factible en otros ámbitos mucho peor documentados de
la historia griega.
Ni siquiera
el caso de Esparta, que parece contradecir en principio este panorama desigual,
ya que contamos con numerosas noticias acerca de su peculiar sistema de
gobierno y sus singulares instituciones educativas, es significativo si
atendemos al hecho de que las fuentes sobre las que se basa nuestra información
al respecto son igualmente atenienses. Los responsables directos de esta
supuesta abundancia de noticias no son autores espartanos contemporáneos ni
inscripciones procedentes de la región, sino la denominada «laconofilia»
(inclinación política a favor de Esparta) de algunos intelectuales atenienses
de la talla de Platón o Jenofonte, que tradujeron su descontento y contrariedad
sobre la marcha de las cosas en la Atenas de su tiempo en la construcción de un
modelo imaginario que por contraposición exaltaba e idealizaba la peculiar
constitución espartana. La preocupación ateniense por Esparta es, así, el
resultado de los propios intentos de autodefinición de los intelectuales
descontentos de Atenas. Esparta se convertía en el «otro» referencial
arquetípico que, mediante este proceso de inversión o contraste, positivo o
negativo, servía para definir y catalogar las propias instituciones atenienses.
Esta perspectiva ateniense se ha trasladado, más allá del umbral de los
tiempos, a los estudios modernos que debaten el carácter más o menos
democrático de los procedimientos políticos espartanos, olvidando que incurren
de este modo en esa misma lógica atenocéntrica, en lugar de replantear la
cuestión desde la propia perspectiva histórica espartana, que no compartía con
Atenas los mismos condicionantes políticos e ideológicos.
La
idealización del legado político de Atenas en la tradición europea posterior ha
constituido otro de los motivos de este predominio dentro de los estudios
griegos. La primera reacción del período moderno ante la democracia ateniense no
fue precisamente la de una admiración elogiosa. Se consideraba más bien un
peligro para la estabilidad de las instituciones políticas debido a los males
provocados por el gobierno incontrolado de la muchedumbre, que no suscitaba
otra respuesta entre los intelectuales europeos de la época que desprecio y
horror. Los primeros movimientos democráticos de finales del siglo XVIII y
comienzos del XIX trataron de combatir esta clase de riesgos mediante la
creación de cuerpos representativos que equilibraran y diluyeran los excesos
previstos por la participación popular directa en el gobierno del estado. La
valoración más positiva del viejo régimen ateniense sólo se inició de manera
clara a mediados del XIX y no partió de la obra de pensadores o teóricos de la
política, sino de un historiador como George Grote, uno de los padres
fundadores del estudio moderno de la Grecia antigua. Cuando las ideas
democráticas consiguieron la aceptación general en la escena política
internacional como el principio más legítimo de gobierno, la democrática Atenas
comenzó a ser considerada el antecesor adecuado hacia el que dirigían sus
miradas interesadas todos los estados modernos que compartían dicho sistema
político. La democracia ateniense se vio así implicada de lleno en los debates
contemporáneos acerca de la naturaleza y el éxito de este tipo de régimen. La
difusión de la democracia por todas partes a lo largo de los años noventa del
pasado siglo y su elevación automática a la categoría absoluta de régimen
político universal, que culmina una serie de etapas sucesivas de la historia,
han tenido como consecuencia la magnificación excesiva del papel desempeñado
por la democracia ateniense dentro del propio contexto de la política griega
antigua. La celebración por doquier, pero especialmente en los Estados Unidos,
de grandes fastos para conmemorar el 2500 aniversario del nacimiento de la
democracia en Atenas constituye un ejemplo relevante de esta forma de ver las
cosas que deja la historia real a un lado para decantarse claramente a favor de
la mitificación o idealización de un momento histórico determinado.
Sin embargo,
la naturaleza bien distinta de los dos tipos de sistemas, el que imperó en su
día en Atenas y el que domina en la actualidad por casi todas partes del mundo,
hace del todo inviable cualquier intento de establecer una vinculación directa,
en forma de legado, entre ambos. El contexto del sistema político ateniense era
fundamentalmente ajeno a los valores democráticos modernos, surgidos en parte
de la Revolución Francesa. Aunque la libertad de los ciudadanos era un ideal
fundamental del sistema, la pertenencia a este grupo selecto de individuos
estaba restringida por cuestiones como la descendencia y el género. El
estudioso británico Robin Osborne ha señalado con agudeza que la democracia
ateniense formaba parte de una forma de vida que nosotros catalogaríamos hoy
como antiliberal, culturalmente chauvinista e insoportablemente restrictiva.
Fue esencialmente el producto de una sociedad cerrada como la griega, que no
puede ofrecer, por tanto, un modelo adecuado para el funcionamiento normal y
eficaz de una sociedad mucho más heterogénea y abierta como la actual. Las
democracias liberales modernas no se parecen en nada, efectivamente, a la
antigua democracia ateniense, en la que se ejercía de forma directa el poder
por los individuos capacitados jurídicamente para su ejercicio, varones nacidos
de padre y madre ateniense mayores de 18 años. Se trata, por el contrario, de
gobiernos representativos, una especie de oligarquías elegidas, tal y como las
habrían denominado, no sin razón, los propios griegos.
La democracia
ateniense resulta además poco representativa del panorama político de las polis
griegas. Su población, mucho mayor que la de cualquier otro estado singular, y
su extensión territorial, también muy por encima de la media griega, le
otorgaron unas posibilidades enormes dentro del terreno militar para ejercer
una política exterior agresiva de marcado carácter expansionista. La
explotación de estas ventajas, como la recepción del famoso tributo de los
aliados, con el que financiaban el sistema democrático y las costosas obras
públicas, y su hegemonía comercial, facilitada por su dominio de los mares,
combinada con sus propios recursos extraídos de las minas de plata de Laurión,
cerca del famoso cabo Sunión, convirtieron a Atenas en el estado más rico y
poderoso del panorama helénico antes de la aparición en escena del reino
macedonio de la mano de Filipo II, el padre de Alejandro Magno. Su relativa
estabilidad política, en contra de la norma imperante en la mayoría de estados
griegos, que oscilaban continuamente entre la oligarquía y la democracia,
constituyó también un hecho inusual dentro de la política griega.
La
experiencia ateniense constituye así un hecho excepcional dentro de un mundo
griego constituido por una multiplicidad de pequeños estados de dimensiones
territoriales reducidas y con una población que apenas alcanzaba en la mayoría
de los casos los mil habitantes. La proverbial escasez de recursos y el tamaño
minúsculo de su potencial militar —una ciudad importante dentro del contexto
político griego como Platea en Beocia sólo podía poner en pie de guerra a
seiscientos hombres— limitaron de forma considerable las posibilidades de
actuación de la gran mayoría de las polis griegas, que se veían así obligadas a
luchar constantemente por la defensa de su territorio y la conservación de su
autonomía frente a las ambiciones expansionistas de estados más poderosos como
Atenas, Esparta o Argos, que constituyen más la excepción que la regla dentro
del panorama global de la política griega.
Una documentación con numerosas lagunas
El nivel de
nuestros conocimientos sobre los antiguos griegos ha ido aumentando de forma
considerable con el paso del tiempo. Hoy en día estamos en mejores condiciones
de valorar adecuadamente algunos períodos de la historia griega, como la
denominada edad oscura, que cincuenta años antes, cuando se creía que se había
producido una ruptura total con el pasado micénico y que la civilización griega
arcaica había tenido que comenzar de nuevo sobre bases completamente
diferentes. El propio pasado micénico, descubierto por el estrafalario y genial
Schliemann a finales del siglo XIX, ha sido considerablemente reevaluado en los
últimos años del siglo XX a la luz de la información proporcionada por las
tablillas escritas en lineal B, que se pueden leer con cierta confianza sólo
desde los años cincuenta, cuando el arquitecto inglés Michael Ventriss descifró
su escritura para averiguar que transcribía una forma muy arcaica de la lengua
griega. Se han producido también destacados avances dentro de los períodos más
tradicionales de la historia griega, como el arcaico o el helenístico, gracias
a la documentación proporcionada en el primer caso por las excavaciones arqueológicas
y su lectura más contextualizada y en segundo por la abundante información de
los papiros egipcios que han convertido el Egipto de los Tolomeos en una de las
áreas privilegiadas de estudio de la historia del mundo antiguo por la
sorprendente minuciosidad de los datos que se poseen sobre muchos aspectos de
su economía o del funcionamiento concreto de su sociedad. Incluso la época
clásica, la denominada tradicionalmente edad de Pericles, que ha gozado siempre
de una casi indiscutible hegemonía en los estudios modernos sobre la Grecia
antigua, ha experimentado recientemente ciertos cambios gracias a nuevas
lecturas de las fuentes disponibles menos influidas por los propios prejuicios
de la ideología ateniense que ha traspasado con éxito la barrera de los siglos.
Sin embargo,
aun con todos estos avances que nos permiten acercarnos hoy en día con mucha
mayor confianza al pasado griego que en tiempos precedentes, lo cierto es que
siguen existiendo numerosas lagunas y limitaciones en nuestra información. De
entrada disponemos tan sólo de una mínima parte de la literatura griega escrita
en su momento, que apenas alcanza a un 20% del total. Es cierto que la
selección efectuada no ha sido casual, ya que poseemos a Homero y los grandes
trágicos atenienses, a Heródoto y Tucídides prácticamente al completo y una
buena parte del legado filosófico de las escuelas de Platón y Aristóteles. No
obstante, las lagunas son numerosas, como puede apreciarse en esos mismos
campos. Del género épico sólo han sobrevivido hasta nosotros los dos poemas
homéricos y los dos de Hesíodo, dejando en el olvido otros ciclos épicos
importantes como el tebano o acontecimientos mitológicos fundamentales como las
hazañas de Heracles o la expedición de los Argonautas, que fueron también en su
día tema preferente de poemas de esta índole. La poesía lírica representa para
nosotros tan sólo un inmenso campo de ruinas del que emergen con vida propia
algunos nombres como Arquíloco de Paros o Safo de Lesbos, aunque notablemente
desencajados de su propio contexto histórico y artístico. En el teatro
disponemos sólo de una mínima parte del repertorio de los grandes autores,
siete obras en los casos de Esquilo y Sófocles y diecinueve en el de Eurípides,
cuando sabemos que compusieron cerca de un centenar cada uno de ellos. La
comedia antigua, tan importante como fuente de información para la vida
cotidiana de Atenas, ha quedado reducida para nosotros a las once obras que
conservamos de Aristófanes y a una serie de nombres que son ilustrados con
algún fragmento poco significativo de un conjunto mucho más rico y dinámico que
se ha perdido de forma irremediable. La historia del siglo IV a.C, cuando
florecieron autores de la talla de Éforo, el primero que compuso una historia
universal, o Teopompo, que centró su historia del período sobre la figura
emblemática de Filipo II de Macedonia, se limita a una serie de citas cuya mera
existencia plantea de hecho nuevas cuestiones en lugar de aportar soluciones a
nuestros viejos interrogantes.
La filosofía
clásica, aparentemente bien representada en los nombres de Platón y Aristóteles
queda, tras un examen más detenido, reducida también a escombros, aunque, eso
sí, algo más presentables. Las doctrinas asociadas con sus nombres son en
ocasiones, como nos ha recordado Geoffrey Lloyd, el gran especialista en la
historia de la filosofía y la ciencia antigua, el producto final de complejos
desarrollos intelectuales que tiene sólo un origen apenas reconocible en los
propios filósofos, de forma que tenemos la impresión de estudiar a menudo no
tanto la historia de las ideas que se originaron en el mundo antiguo como su
mitología. De Platón tan sólo conservamos, en efecto, las obras que iban
dirigidas al entorno inmediato de sus discípulos, lo que explica la ausencia
desesperante de cualquier carácter sistemático y el que no presenten a los ojos
del no iniciado, es decir de todos nosotros, los rasgos definitorios de un
tratado organizado. Las obras de Aristóteles son, por su lado, tan sólo el resultado
de la dedicación puesta por algunos de sus discípulos a la hora de recoger los
pensamientos fundamentales del maestro, una especie de apuntes, por tanto,
descontextualizados e incoherentes, fruto de esta particular redacción que
nunca fue la exposición meditada de su autor original. El resto de las
escuelas, estoicos, epicúreos, cínicos o escépticos, son tan sólo una colección
de citas indirectas, de testimonios posteriores y tardíos que han adquirido
ante la situación de escasez y penuria en que nos encontramos un valor a veces
desmedido y fuera de contexto.
La lista de
autores y obras perdidas de las que la tradición ha conservado la memoria es
considerable en todos los campos. Basta echar un simple vistazo a alguna de las
grandes obras de la erudición filológica alemana de comienzos del XX, como la
todavía impresionante colección de fragmentos de los historiadores griegos
perdidos recopilada por Félix Jacoby, para comprobar hasta qué punto nos
hallamos en una situación de desamparo a la hora de extraer informaciones de
autores destacados, que han quedado reducidos a simples nombres y unos pocos
fragmentos de su obra, llegados hasta nosotros a través de cauces problemáticos
y heterogéneos, como son las menciones descontextualizadas de algunas obras de
la Antigüedad tardía como el Banquete de
los sabios de Ateneo o las Noches
áticas de Aulo Gelio, en las que la cita de segunda o tercera mano ha
quedado, además, subsumida dentro del propio contexto literario de la obra en
cuestión, cuyos autores no poseían ni mucho menos los mismos objetivos
científicos ni la paciente y escrupulosa dedicación del citado Jacoby. Eso por
no mencionar los léxicos o enciclopedias todavía más tardíos que alcanzan hasta
la época bizantina, en los que la «digestión» de la literatura clásica ha
debido seguir unos procesos todavía mucho más complejos y degradantes que nos
apartan un poco más del supuesto original que nos afanamos, muchas veces
inútilmente, por reconstruir. Ya casi nadie sostiene hoy en día la ingenua
suposición de que los autores tardíos o de cualidad secundaria, que no
figuraban en las antologías de la literatura griega, como Diodoro, Apiano,
Eliano o el ya mencionado Ateneo, no poseían sus propios objetivos literarios,
por modestos que fueran, y que, por tanto, se limitaron a copiar sin más los
pasajes seleccionados de las obras de autores anteriores que les sirvieron de
inspiración o de fuente de conocimientos. Sabemos más bien, por el contrario,
que procedieron a una verdadera reelaboración de esos materiales primarios
extraídos de obras precedentes hasta un grado que los ha dejado prácticamente
irreconocibles. La famosa Quellenforschung
(«investigación sobre las fuentes de información»), que suscitó los mayores
entusiasmos en la parte final del siglo XIX entre los filólogos alemanes más
reconocidos, ha producido resultados poco consistentes. La determinación de la
procedencia precisa de una información o de un pasaje concreto se ha revelado
como una tarea prácticamente imposible, dadas las condiciones en que trabajaban
los autores antiguos en un mundo sin libros, en el que la cita exacta no
resultaba factible, ya que requería una relectura de toda la obra (había que
volver a desenrollar el rollo de papiro), y en el que no se prodigaban —más
bien todo lo contrario— las citas a la manera de nuestras modernas notas a pie
de página que reconocen la paternidad de una noticia. La presencia esporádica
de algunos nombres esparcidos por el texto tampoco representa ninguna ventaja
en este sentido, dado que casi nunca tenemos absoluta seguridad a la hora de
delimitar la extensión concreta de la cita en cuestión (¡desgraciadamente no
utilizaban las comillas tan útiles en este terreno!) ni tenemos constancia
firme de la existencia real del autor mencionado como fuente, que podría
tratarse de una mera invención con el fin de legitimar con la pátina de lo
antiguo un contenido puramente ficticio.
A la escasez
de nuestros testimonios y su condición fragmentaria hay que añadir el carácter
literario de la mayoría de ellos, ya que la literatura griega en su conjunto
continúa siendo nuestra principal fuente de información sobre aquel mundo. A
diferencia de lo que sucede en la práctica historiográfica corriente en el
estudio de otros períodos, que utilizan de forma prioritaria informaciones
extraídas de archivos y documentos, en el caso de Grecia hemos de vérnoslas
habitualmente con obras de una sofisticada elaboración cuyo objetivo principal
no es reflejar puntualmente la realidad circundante. La transparencia entre la
palabra escrita y el mundo (between the
word and the world como señala Irene Winter) no constituye ni mucho menos
la norma habitual. Por el contrario, entre ambos suele existir toda una
barrera, a menudo infranqueable, compuesta por los requerimientos del género,
por los tópicos manejados dentro del mismo, por la eficacia retórica del
mensaje y por la manipulación personal, consciente o no, de una experiencia
real que nunca es percibida de la misma forma ni afecta por igual a todas las
sensibilidades. Aunque la utilización de la literatura como fuente de información
histórica constituye un hecho frecuente en casi todas las épocas, lo cierto es
que nuestra imagen de la vida cotidiana y de los problemas sociales de la
España del siglo XIX no sería la misma si la basáramos casi en exclusiva en las
novelas de Galdós, sin contar con la abundante documentación que poseemos
procedente de otras instancias como los periódicos de la época o los archivos
documentales, más cercanos necesariamente a la realidad de su tiempo sin el
grado tan grande de estilización y recreación personal que comporta por
definición una obra literaria. Esta situación imaginaria viene a ser casi la
norma en el campo de la historia de la Grecia antigua. No conservamos más que
escasos restos de lo que podríamos denominar de forma generosa archivos de la época
en forma de inscripciones, en buena parte defectuosas y fragmentarias, y sólo
disponemos de escuetos, y en ocasiones confusos, indicios de su vida cotidiana
a través de los restos materiales recuperados por la arqueología. De esta
forma, el grueso de nuestra documentación lo componen todavía las obras
literarias que han llegado hasta nosotros a través de un largo y complicado
proceso de trasmisión en el que se mezclan la selección operada en cada época a
la hora de elegir las obras a copiar, las faltas de los copistas sucesivos, las
interpolaciones y glosas que han dejado una huella más o menos visible en la
propia integridad del texto y las numerosas lagunas y pasajes corruptos que
delatan las dificultades de lectura y comprensión que se vienen arrastrando
desde tiempos pasados.
La literatura
griega no constituye una documentación histórica neutra y desinteresada, presta
a ser utilizada como fuente de información objetiva e imparcial sin parar
atención a las importantes cuestiones de forma y de contenido que limitan su
valor informativo. Cada texto se nos presenta como un relato con su propia
arquitectura y su lógica, que se despliega entre el narrador y el destinatario
e interactúa además también con relación a otros textos, contemporáneos o no, a
un género, a todo un saber compartido, y se inscribe, cuando se publica, en lo
que la corriente estética de la recepción ha denominado «un horizonte de
expectativa». A esta dimensión horizontal del texto hay que sumar también otra
de carácter vertical, dado que el texto posee también su propia historia,
concretada en cuestiones básicas como la forma de su trasmisión, el tipo de
lectores a quien iba dirigido, la finalidad de la obra e incluso las diferentes
interpretaciones de ella que han mediado hasta nosotros. Una
pluridimensionalidad, en suma, que no permite que los textos sean tratados de
manera ingenua como simples fuentes dispuestas a proporcionar información
puntual, veraz y objetiva al historiador dispuesto a utilizarlas de esta forma.
Los poemas
homéricos, que los descubrimientos de Schliemann en Troya y Micenas parecieron
consagrar como fuente histórica de primer orden sobre el pasado griego más
antiguo, han sido así reconducidos a su verdadera dimensión literaria en los
estudios más recientes. Hoy en día sólo son considerados como la recreación
poética de una época heroica ideal en la que, debido a las especiales
circunstancias de la trasmisión épica, se han entremezclado vagas
rememoraciones, desprovistas de todo valor «fáctico», de tiempos pasados que
podrían remontar incluso hasta el segundo milenio. La sociedad recreada en los
poemas homéricos no se parece en nada, efectivamente, a la que parece
vislumbrarse a través del testimonio mucho más prosaico y realista de las
tablillas de los palacios micénicos, con sus inventarios detallados de objetos
manufacturados, productos agrícolas y la mano de obra encargada de su
fabricación, elaboración y transporte. Nadie considera hoy en día que la sola
utilización de la Iliada, con sus
héroes combatiendo en busca de la gloria y el botín, pueda servirnos de guía,
siquiera aproximada, de la compleja realidad histórica de los reinos micénicos,
que practicaban un tipo de economía palacial que encontramos bien documentada
en el Próximo Oriente contemporáneo, como componentes activos de una comunidad
cultural internacional de más amplios horizontes en la que, además de la cuenca
mediterránea oriental, participaban también Egipto y las civilizaciones
mesopotámicas, un hecho que apenas se ve reflejado en el curso de los poemas.
Los poetas
líricos griegos constituyen otro buen ejemplo de las distorsiones que se
derivan de una aceptación literal de sus contenidos como información histórica
sin tener en cuenta un factor tan decisivo como los condicionantes del género
utilizado. La utilización repetitiva de determinados tópicos literarios, como
la posición marginal del poeta en la sociedad, ha conducido a algunos a la
pretensión de que contamos así con el testimonio inapreciable de personajes de
las capas inferiores de la sociedad, como en el caso de Hiponacte de Éfeso, que
adopta el papel de mendigo desprotegido que debe reclamar constantemente la
compasión y la generosidad de sus conciudadanos, o del propio Hesíodo,
considerado en ocasiones un campesino dedicado por completo a las labores
agrícolas, que demuestra conocer con detalle en el curso de sus poemas. La
realidad era bien diferente de estas ingenuas suposiciones. Es más que
improbable que un mendigo tuviera siquiera la oportunidad de componer poemas y
que éstos hayan llegado, aun de forma fragmentaria, hasta nosotros a lo largo
de la tradición posterior. Es igualmente difícil de imaginar que un campesino
en activo contara con el tiempo necesario para elaborar una genealogía divina
tan complicada como la que aparece en la Teogonia
hesiódica, que debe además buena parte de su originalidad a modelos orientales
anteriores cuyo conocimiento y familiaridad no se hallarían al alcance de un
personaje de estas características. Resulta mucho más factible suponer la
existencia de un poeta profesional que, según su propio testimonio, tomaba
parte en certámenes de esta clase en la isla de Eubea, donde resultó vencedor,
y que por experiencia y tradición familiar poseía los recursos agrícolas
necesarios para, bien administrados, como propone en su segundo poema
conservado, Trabajos y Días,
asegurarle una supervivencia digna y confortable. La poesía lírica griega no se
ajusta además a nuestras concepciones modernas acerca de dicho género como
expresión sincera de la personalidad y los sentimientos más íntimos de sus
autores. En la mayor parte de los casos el «yo» del poeta no se corresponde
necesariamente con su persona, sino que refleja simplemente la asunción de un
determinado papel dentro de la comunidad a la que iba dirigida dicha poesía,
incorporada casi siempre en contextos rituales, como el banquete o un festival,
donde era ejecutada (performed) como
una forma de socialización o de educación cultural en el más amplio sentido de
la expresión.
Todas las
obras literarias estaban destinadas a un público determinado que constituía su
auditorio natural y, por tanto se ajustaban a los horizontes de expectativas
del mismo, que no coinciden para nada con los nuestros. Las recitaciones de los
poetas se realizaban dentro de contextos muy determinados como los simposia o banquetes ceremoniales, que
constituían una de las principales instituciones aristocráticas griegas, o en
el curso de las celebraciones en honor de los dioses, que conformaban los
famosos festivales religiosos como los de Delfos, Olimpia o el istmo de
Corinto. Poeta y auditorio compartían unas referencias ideológicas que aparecen
necesariamente entreveradas en la propia producción literaria en forma de
simples alusiones o sugeridas más calladamente a través de una lectura entre
líneas que nosotros no estamos en condiciones de realizar por hallarnos fuera
del marco de referencia adecuado. Desconocemos buena parte del contexto
ambiental en el que se realizaron esta clase de composiciones y no poseemos,
así, una clara conciencia de las implicaciones que se derivaban de ello, en
forma de complicidades y sugerencias que no podemos aspirar a comprender de la
misma manera que lo harían el autor y sus espectadores más inmediatos,
plenamente imbuidos de ese «saber compartido» que implica el formar parte de
una misma comunidad y de una misma cultura. En este sentido, un estudioso del
teatro griego como Baldry ha señalado que sería necesaria una cápsula del
tiempo que nos trasladase a la Atenas del siglo V a.C. para poder revivir
plenamente la experiencia de una de sus representaciones, mucho más difícil de
captar en sus verdaderas dimensiones a través de los textos, uno de los pocos
elementos que nos han quedado de ellas.
Ni siquiera
los historiadores estaban exentos de estas limitaciones si tenemos en cuenta
que la historia no era una actividad profesional o académica, sino que
constituía también un género literario más, provisto de sus propias reglas y
convenciones formales. Algunas de las más habituales son, por ejemplo, la
desautorización de sus predecesores, poniendo de manifiesto la propia
superioridad y la mayor enjundia y trascendencia del tema elegido, la imitación
consciente, aunque disimulada, de los modelos épicos o la utilización, a veces
tan sutil que ha conseguido engatusar a muchos estudiosos modernos, de ciertas
estrategias de veracidad cuyo principal objetivo era dotar de autoridad y
legitimidad a un relato por naturaleza inestable, siempre moviéndose en la
delicada frontera entre la realidad y la ficción. El recurso constante a los
más variados testimonios, como la propia contemplación (la célebre autopsia) o las informaciones
procedentes de testigos oculares o de gentes bien informadas por tradición,
como los sacerdotes de los santuarios, avalaba estas pretensiones de veracidad,
que intentaban paliar las numerosas deficiencias, y en algunos casos el patente
descuido o desinterés, de su conocimiento del pasado. Una manera habitual de
recrear el pasado era «reconstruir» los discursos que fueron pronunciados en su
momento como catalizadores de los acontecimientos que tuvieron lugar, sin que
pareciera importarles demasiado la casi absoluta imposibilidad de dicho
procedimiento, que habría de suscitar necesariamente la sospecha del auditorio,
limitándose tan sólo a adecuar el discurso al carácter de los personajes que
los pronunciaron y a las circunstancias en que se produjo. La historia se
convertía así en una reflexión sobre el presente más que en una descripción
rigurosa del pasado. A la manera de la épica, a la que vino en cierta manera a
sustituir, la historia siguió ocupándose de grandes acontecimientos decisivos
como las guerras y de rememorar las grandes hazañas de sus principales héroes,
con el fin de proporcionar a la sociedad un código de valores morales. La
guerra de Troya, motivo central de los poemas homéricos, fue sustituida y superada
por el enfrentamiento con los persas, tema de las Historias de Heródoto, que pasó, a su vez, a un segundo término
cuando Tucídides elevó al primer plano de la actualidad la guerra del
Peloponeso, afirmando con orgullo su manifiesta superioridad sobre los
conflictos anteriores.
La historia,
a diferencia de lo que sucede en la actualidad, estaba escrita por personajes
directamente implicados en los acontecimientos, como el mencionado Tucídides,
que había comandado una expedición militar de la misma guerra que era objeto de
su relato, o Polibio, que narró las meteóricas conquistas romanas desde la
privilegiada atalaya de su cómodo cautiverio al lado de los Escipiones,
destacados protagonistas de los hechos narrados. Los autores de historia
contaban, en efecto, con una experiencia política y militar a sus espaldas que
no suele ser el bagaje habitual de los historiadores modernos. Jenofonte estuvo
al frente de un ejército de mercenarios, los célebres diez mil, que hubieron de
luchar por su supervivencia atravesando territorios desconocidos desde el
corazón del imperio persa hasta las costas del mar Negro. Jerónimo de Cardia,
uno de los principales historiadores del siglo IV a.C, tuvo la inmejorable
oportunidad de conocer de primera mano los acontecimientos que siguieron a la
muerte de Alejandro al haber servido como secretario de los principales
sucesores del conquistador macedonio, desde su compatriota Eumenes hasta los
fundadores de la dinastía antigónida que iba a regir los destinos de Macedonía
hasta la conquista romana. No es de extrañar, por tanto, que sean los aspectos
políticos y militares los que centran el interés principal de sus autores,
dejando en un plano más secundario o en el silencio más absoluto otro tipo de
informaciones que afectan a la sociedad o la economía, temas de mucha mayor
predilección entre los historiadores modernos.
Su valoración
del pasado no se corresponde tampoco con una actitud neutral y desinteresada.
Las tradiciones orales que recoge Heródoto en el curso de su historia para
describir los siglos precedentes del período arcaico no estaban desprovistas de
parcialidad a la hora de reflejar lo sucedido. Resultan por ello mucho más
útiles a la hora de conocer la actitud contemporánea hacia aquellos tiempos que
como fuente de información veraz sobre ellos. Acontecimientos decisivos de la
historia ateniense de dicho período, como las reformas de Solón o la tiranía de
Pisístrato, quedan manifiestamente tamizados por el color con que fueron
percibidos e interesadamente recreados a mediados del siglo V a.C, cuando
Heródoto compuso su obra y recabó las informaciones pertinentes al respecto. Se
trata, por tanto, de una historia, quizá como todas, elaborada desde el
presente y que configura su imagen del pasado a instancias de los propios
requerimientos actuales, sin tener en cuenta los condicionantes efectivos de un
tiempo remoto que resultaba difícil recuperar.
Tampoco sus
informaciones puntuales merecen la condición de datos firmes y consistentes, si
prescindimos del contexto y las motivaciones internas que explican su presencia
y les dan sentido en el interior del relato. Los historiadores antiguos no
escribían con vistas a la posteridad, sino para un auditorio determinado. Esto
significa que, aunque parezca una constatación evidente, las noticias que
aparecen en el curso de su narración obedecen a la lógica interna que preside
todo su relato y que no tienen en ningún momento el objetivo de suplir, con la
información oportuna, nuestras carencias correspondientes. Una obra como la
vieja edición de las fuentes clásicas sobre la España antigua, compilada por el
estudioso alemán Adolph Schulten en los años cincuenta del siglo, pierde buena
parte de su eficacia al presentar descontextualizadas las noticias recogidas al
respecto, extrayendo del texto, con una muy arriesgada cirugía, unos materiales
que estaban estrechamente integrados dentro de un contexto narrativo más amplio
que no se puede obviar sin más. El interés de los autores griegos por la
península ibérica no se corresponde con el de los estudiosos modernos de la
historia de España ni pretendían con sus noticias aportarnos las claves
informativas necesarias. Su presencia responde a otra clase de razones que
conviene desvelar por completo si se pretende que las informaciones
proporcionadas adquieran el valor que realmente poseen.
Todas las
informaciones de carácter geográfico y etnográfico que aparecen en el curso de
los relatos históricos griegos, como el de Heródoto, están más condicionadas
por los propios deseos de autodefinición del pueblo griego que por la necesidad
objetiva de conocer un mundo exterior ajeno y desconocido. Las expectativas de
viaje eran reducidas, los atlas y mapas inexistentes, y, en consecuencia, poco
importaba la veracidad absoluta de las descripciones o la mayor o menor
precisión de la ubicación geográfica de los lugares descritos. El estudioso
francés Francois Hartog ha demostrado de forma convincente que todo el discurso
etnográfico de Heródoto, expuesto a lo largo de los cinco primeros libros de su
historia que describen todo el mundo conocido, constituye en realidad una
reflexión acerca del carácter específicamente griego (tó hellenikón), que se ve así reflejado de forma invertida en el
espejo deformante de unos «otros», que han sido expresamente fabricados con
esta finalidad. Una vez más, a pesar de las apariencias, los griegos se
mostraron muy poco interesados en el mundo exterior a ellos mismos, salvo como
un intento de incorporar en una realidad ajena, y en buena parte ficticia, las
condiciones materiales y humanas que, por contraste, contribuían a su propia
autodefinición como comunidad y como individuos enfrentados a un mundo que
debían dominar para sobrevivir como tales.
No conviene,
por fin, olvidar tampoco las enormes distancias que separan algunos testimonios
antiguos de los acontecimientos que reflejan. Un ejemplo ilustrativo es el caso
de Diodoro de Sicilia, autor de una historia universal en el siglo I a.C, que
constituye nuestra fuente más antigua acerca de la figura de Alejandro Magno,
que vivió casi trescientos años antes. O, siguiendo con el mismo tema,
Alejandro, el hecho de que la historia más fiable con que contamos sea la
compuesta por Flavio Arriano en el siglo II d.C, es decir, nada menos que
quinientos años después de la desaparición del monarca macedonio. Algo similar
sucede con algunos de los personajes clave de la historia de la Atenas clásica,
como Solón o Pericles, cuya personalidad sólo conocemos a través de los
perfiles biográficos trazados por Plutarco a comienzos del siglo II d.C, cuando
habían transcurrido ya casi setecientos años desde la época aludida.
Ciertamente, tanto los unos como los otros utilizaron fuentes de información
más antiguas que les sirvieron de guía en la confección de sus relatos, como
Arriano, que recurrió a las historias de personajes contemporáneos de Alejandro
como sus colaboradores Tolomeo y Aristóbulo. Sin embargo, el tiempo no había
pasado en vano y los objetivos perseguidos con la recreación del pasado no eran
los mismos en unos tiempos y en otros. Cada uno de ellos era deudor de su
propia época recurriendo a las fuentes precedentes más como depositarías de los
datos necesarios para elaborar su propia versión personal que como un
procedimiento crítico de investigación histórica de tiempos más remotos.
En el terreno
material las pérdidas han sido igualmente considerables. Las ciudades han
desaparecido prácticamente de la faz de la tierra dejando tan sólo tristes
ruinas para la contemplación que casi nunca reflejan el estado original de las
construcciones. Los templos, a pesar de los intentos de reconstrucción llevados
a cabo, han perdido irremediablemente su policromía y las estatuas que
decoraban sus frontones, metopas y frisos, en el mejor de los casos sólo pueden
contemplarse ahora por separado y de forma dispersa y fragmentaria en los
museos modernos. Los santuarios han quedado reducidos a un montón de escombros inteligibles
que apenas permiten vislumbrar la imagen de su pasado esplendor, con sus
caminos repletos de estelas votivas y ofrendas de todas clases por los que
discurrían brillantes procesiones ceremoniales en honor de la divinidad venerada
en el lugar. Se han perdido también de manera casi definitiva las pinturas
murales que decoraban los grandes pórticos de las ciudades como la famosa stoa poikile (el paseo porticado
cubierto de pinturas variadas) y que eran sorprendentemente el género artístico
más admirado entre los propios griegos. Hoy debemos limitarnos a contemplar su
reflejo en artes menores como la cerámica y el mosaico o al intento de
restituir el colorido y el brillo a los tímidos restos hallados en las tumbas
de los reyes macedonios. Han desaparecido las esculturas monumentales que
albergaban los grandes templos, como las estatuas de Zeus y Atenea que ocupaban
con su imponente presencia el interior del templo principal de Olimpia y del
Partenón ateniense, convertidas ambas en un objeto de admiración para todos los
que las habían contemplado. Los grandes grupos escultóricos que adornaban algunos
santuarios y que estaban destinados a ser contemplados como conjuntos, como el
célebre auriga de Delfos o los gálatas de Pérgamo en el período helenístico,
han quedado reducidos a su mínima expresión a pesar de la belleza de sus
imponentes restos, como la propia estatua del auriga que aparece ahora exenta y
descontextualizada, o de la imagen transmitida por las copias romanas
existentes del monumento pergameno. Pérdidas lamentables son también la de la
mayor parte de los suntuosos objetos artísticos que figuraban como ofrenda en
los santuarios y despertaban la admiración embobada de sus visitantes. Algunos
ejemplares aislados que han sobrevivido accidentalmente, como la imponente y
majestuosa crátera de Vix, hallada en una tumba celta del centro de Francia, o
la no menos espectacular de Derveni, encontrada en el norte de la península
griega, nos ofrecen sólo una idea aproximada de la magnificencia de esta clase
de productos y elevan hasta el infinito la frustración experimentada por la
desaparición irreversible de tales muestras del talento artístico de los
artesanos griegos. El hallazgo submarino de las mejores esculturas en bronce
griegas que poseemos en la actualidad, como los famosos guerreros de Riace
encontrados en los años setenta del siglo pasado en el sur de Italia,
constituye también un claro indicio de las dimensiones colosales de la pérdida
sufrida dentro de este campo.
Los efectos de la distancia
A pesar de
las constantes apelaciones a la comunidad esencial con el pasado griego que han
sido proclamadas a lo largo de los siglos, lo cierto es que existen importantes
diferencias entre su mundo y el nuestro que resultan prácticamente insalvables
a la hora de establecer continuidades afectivas o trazar una línea firme y
decidida en la recepción de su legado hasta nosotros. Como ha destacado el
historiador francés Pierre Cabanes, se trata de un universo que nos resulta
sensiblemente próximo pero intelectualmente lejano. El mundo griego aparece
ante nosotros como una civilización exótica y remota a la que no se aplican
necesariamente nuestros modos habituales de razonamiento. Muchos de los
conceptos válidos hoy en día no son aplicables a la Antigüedad griega. Existe
una falta de homogeneidad en el pensamiento griego puesta de manifiesto en
expresiones claramente contradictorias que desde la perspectiva moderna se
intenta reducir a una regularidad inexistente y ficticia, impulsados por
nuestra obsesión de dotar de una coherencia intelectual propia a planteamientos
ajenos por completo a ella. La presencia directa de cualquier habitante moderno
en la Grecia antigua, hecha posible a través de una supuesta máquina del
tiempo, resultaría insoportable por causas aparentemente tan nimias como el
fuerte olor que impregnaba por todos lados su vida cotidiana debido a razones
tan primarias como la falta general de higiene, la presencia constante de
desperdicios y aguas residuales o el humo procedente de los sacrificios donde
se inmolaban en vivo y en directo los animales ofrendados a los dioses. La
presencia de enfermedades y epidemias incurables, de la guerra y sus
consecuencias más inmediatas como la esclavitud, o la insensibilidad manifiesta
a determinadas cuestiones como la infancia o la vejez, que conmueven nuestra
conciencia actual, tampoco contribuirían a hacer más agradable la estancia en
aquel tiempo. Filtros históricos fundamentales como el cristianismo, la
Revolución Francesa y la Revolución Industrial han cambiado por completo la
fisonomía física y espiritual del mundo en el que habitamos haciendo irreconocible
cualquier escenario anterior.
La
comprensión de un aspecto tan fundamental como el religioso, que implicaba
todos los campos de la actividad humana hasta el punto de confundir esferas tan
bien delimitadas en el mundo moderno como lo laico y lo sagrado, no siempre
resulta fácil desde la perspectiva moderna. Actividades aparentemente laicas
como los juegos deportivos, las competiciones musicales y poéticas, el teatro o
la guerra estaban estrechamente asociadas a la vida religiosa de la comunidad e
imbuidas de un carácter sagrado que se ponía de manifiesto por medio de los
sacrificios y ceremonias que rodeaban su realización. La conservación de un
documento como las listas de los tributos atenienses o las cuentas de la
construcción de algunos templos, como el Erecteon de Atenas, se debe
fundamentalmente a este motivo, ya que dichos documentos, claramente
administrativos desde nuestra perspectiva actual, entraban, en cambio, de lleno
dentro del ámbito de lo sagrado como actividades relacionadas con la rendición
del culto a las divinidades protectoras de la ciudad.
Eran también
notoriamente diferentes las estructuras sociales y el tenor de las actividades
económicas. Las barreras y prejuicios de una sociedad tradicional y cerrada
chocan frontalmente con los criterios más abiertos y cosmopolitas de las
sociedades modernas. El concepto de una economía capitalista eficiente y
productiva era completamente desconocido de la mentalidad griega, que nunca
trató de aplicar las posibles ventajas de la ciencia y la técnica a la mejora y
aumento de la producción, limitándose a utilizarlas como un simple
divertimento. Una constante de la mentalidad griega es el desprecio del trabajo
manual, propiciado por un talante decididamente aristocrático que valoraba
sobre todo la posesión de la tierra y la disposición del ocio necesario,
facilitado además por la existencia de esclavos, para llevar a cabo otro tipo
de actividades como la caza, los juegos de todas clases o la literatura que
garantizaban el prestigio y la gloria. La escala de las operaciones e
intercambios económicos estaba también en consonancia con las dimensiones
reducidas de este mundo, fuera de toda comparación con fenómenos similares de
la actualidad o incluso de tiempos más recientes.
Los códigos
morales eran en consecuencia también muy diferentes, con actitudes
aparentemente reprobables en la actualidad, como la aprobación social de la
venganza, que era admitida incluso como una motivación justificable a la hora
de presentar cargos en los tribunales contra un adversario. Las distancias
insalvables que median entre su concepción del mundo y la nuestra son
evidentes. Las tensiones entre individuo y comunidad, latentes en obras como la
Antígona de Sófocles, eran mucho más
traumáticas que en la actualidad, dado que no se contemplaba la posibilidad de
una vida privada «alejada del mundanal ruido» y se consideraba «idiotas» a los
que no tomaban parte activamente en la vida pública (ése es precisamente el
significado originario del término). Los conflictos suscitados entre diferentes
generaciones, que aparecen reflejados, aunque de manera un tanto exagerada, en
obras como el Edipo Rey de Sófocles,
eran mucho más ásperos e intensos que en la actualidad, ya que los más ancianos
basaban sus únicas posibilidades de supervivencia en el soporte de sus hijos,
dada la falta de instituciones sociales como los centros sanitarios o los
asilos o la existencia misma de pensiones, y esta circunstancia apremiante
generaba constantes tensiones en las relaciones familiares y cotidianas.
Existía igualmente una desmedida obsesión por el triunfo y la competición,
reflejada por doquier en todos los aspectos de la vida griega y reconocida como
uno de sus elementos definitorios, que alcanzaba grados insospechados hasta el
punto de que los meritorios segundo y tercer puesto de nuestras competiciones
deportivas serían considerados tan vergonzosos como la derrota más humillante.
Su concepción
del mundo era, quizá, más limitada pero seguramente mucho más inmediata y
directa, como se refleja en su contemplación y percepción de la naturaleza. El
entorno natural que rodeaba las vidas de los griegos antiguos estaba poblado de
toda clase de divinidades. El paisaje era un espacio emblemático, dotado casi
de vida, en el que todos sus elementos, los árboles, las rocas, las plantas,
los ríos, adquirían una significación especial y un protagonismo destacado que
va mucho más lejos que la moderna percepción estética de la naturaleza o su
elogio como paraíso de evasión. Los dioses y los héroes habían dejado su
impronta por doquier, revelando así su presencia a los hombres y marcándoles al
mismo tiempo los contornos imaginarios que definían su espacio geográfico y
mental, un escenario pleno de sentido por el que debía discurrir activa y
pasivamente su existencia. Las escasas alusiones al paisaje natural que
encontramos dentro de la literatura griega se explican desde esta perspectiva
más que con la simple suposición de su familiaridad para el auditorio. Por
ello, los paisajes que aparecen recreados obedecen a esta percepción de la
naturaleza, más espiritual o imaginaria, y son el resultado de esta actitud más
afectiva y partícipe, cómplice incluso, hacia el mundo natural que una
descripción puntual del entorno concreto en el que habitaban.
Es necesario
tener en cuenta algunas consideraciones que condicionaban de manera decisiva su
relación con el medio natural, como la presencia imponente e intimidatoria de
la noche con su oscuridad absoluta, que dividía de manera radical la vida
diaria, a diferencia de lo que sucede en la actualidad, en que las horas
nocturnas se han transformado en una prolongación de la actividad diurna,
acentuada con la aparición de la electricidad y la confianza generada por ella
en una aparente continuidad del espacio vital. Las actividades humanas se suspendían
casi por completo y sólo quedaba lugar para el sueño reparador, la emergencia
de terrores atávicos o la contemplación extasiada del firmamento. De las tres
posibilidades, la última al menos ha quedado relegada totalmente al olvido por
la cegadora atmósfera luminosa de las ciudades, que impide la observación
precisa de los astros, contribuyendo de esta forma al alejamiento progresivo de
la connivencia entre el individuo y su entorno natural. Sólo los apagones
imprevistos que desatan el caos más absoluto en las sociedades modernas, como
el célebre de Nueva York, nos devuelven aunque sólo sea por un instante a las
condiciones habituales que rodeaban la vida de los antiguos y nos permiten
apreciar quizá mejor algunas de las importantes implicaciones que dichos
imponderables tenían en la configuración de sus actitudes cotidianas ante el
mundo circundante.
No conocemos
tampoco en detalle el mundo interior de los antiguos griegos, su forma de
pensar, sus sentimientos profundos y sus emociones más inmediatas, a pesar de
las apariencias que pueda suscitar una literatura considerable. No existe nada
parecido a las confesiones o a los diarios íntimos, que son frecuentes, en
cambio, en otras etapas de la historia de la literatura. No poseemos nada
similar a las cartas de Cicerón en la literatura latina, que nos permiten
adentrarnos en la intimidad del personaje en cuestión, o a las Confesiones de San Agustín, donde se
refieren algunas de sus más íntimas experiencias personales. La caracterización
de los individuos en la biografía griega ignora la intimidad del yo. La
aparición de la conciencia individual desde la perspectiva moderna tiene lugar
en época imperial, a lo largo de los siglos III y IV d.C. La idea colectiva de
la comunidad o el estado, que aparece reflejada en las tragedias griegas, primó
de manera casi absoluta sobre las tendencias más individuales y personalistas.
Sólo en el período helenístico se reconocieron como propiamente griegas las
manifestaciones individualistas representadas en los poetas líricos griegos. De
esta forma, nos hallamos lejos de poder entender un mundo que se nos escapa
casi por todas partes, ajeno e indescifrable en muchos de sus elementos,
primitivo y exótico en algunos otros, incluso deplorable y ridículo en algunos
de ellos, y, en definitiva, desesperadamente ajeno, como señaló en su día el
estudioso inglés Jones al calificar de esta forma el universo de la tragedia
griega, una expresión que hizo luego fortuna al ser aplicada al panorama global
de la Antigüedad por un historiador de la talla del americano Moses Finley.
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