domingo, 24 de diciembre de 2017

Gomez Espelosin Javier Los griegos Un legado universal 1. Falsas apariencias

Grecia y los griegos

Grecia no fue nunca en la Antigüedad un estado político unitario a la manera de otras civilizaciones que formaron imperios como el asirio, el persa o el romano. Ni siquiera la ciudad de Atenas, que emerge como protagonista privilegiado —y hasta tardío— de nuestra documentación con su imponente acrópolis y su floreciente vida intelectual y artística, tuvo nunca el estatus de capital como sí lo tuvieron otras ciudades de la Antigüedad como Babilonia, Cartago o la propia Roma. Su hegemonía indiscutible en el terreno cultural viene determinada por el azar de la tradición, que ha conservado fundamentalmente sus testimonios literarios en detrimento de otros estados, y su papel histórico a la cabeza de un imperio marítimo a mediados del siglo V a.C, que la situó en el primer plano de la política griega durante un período de tiempo decisivo y que ha marcado la pauta de la historia de Grecia para toda la historiografía, antigua y moderna, posterior. Otros estados fueron en su día tan importantes como Atenas. Argos, por ejemplo, figuraba a la cabeza de las genealogías míticas griegas y fue siempre el enemigo a batir por Esparta en su lucha por la hegemonía dentro del Peloponeso. Corinto alcanzó una enorme pujanza comercial y se erigió en un auténtico imperio marítimo a juzgar por la extensión que alcanzaron sus inconfundibles cerámicas por todo el Mediterráneo. La ya mencionada Esparta se situó pronto en la cúspide del poderío militar con un ejército bien organizado y disciplinado que representó una seria amenaza y a veces un obstáculo insalvable para los intereses de Atenas. Sin embargo, unos y otros quedaron relegados casi al olvido por las circunstancias antedichas, desfigurando así por completo el panorama histórico de un mundo griego mucho más complejo y diversificado de lo que la aparente supremacía indiscutible de Atenas nos deja adivinar.
La existencia de Grecia como tal queda incluso descartada en el simple terreno terminológico. Los griegos no utilizaron nunca para denominarse a sí mismos de forma genérica dicho término, Grecia, que es de origen romano e hizo fortuna en Occidente. En su lugar utilizaron, y utilizan todavía, la palabra Hélade, que definía más bien una comunidad cultural que una entidad territorial y política, un poco a la manera como se hablaba de la Cristiandad en el mundo medieval o del Islam en la actualidad. Este concepto, que se ha conservado hasta nuestros días en el nombre del estado griego moderno, no abarcaba en la Antigüedad unos límites territoriales bien definidos. Por principio incluía las regiones donde habitaban todos aquellos que hablaban griego y practicaban una forma de vida bien reconocible a través de sus ritos religiosos y de sus costumbres más características, abarcando dentro de este campo genérico tanto a los que se hallaban instalados desde antiguo en la península balcánica y las islas adyacentes del Egeo como a las comunidades más dispersas que jalonaban casi todas las riberas mediterráneas y una buena parte de las costas del mar Negro.
Los griegos se extendían, efectivamente, por numerosos puntos de la cuenca mediterránea, desde Ampurias en la costa catalana hasta los confines del mar Negro en la zona de la actual Georgia. Desde muy temprano hubo griegos instalados en las costas de Asia Menor, en la península que ocupa la actual Turquía, posiblemente desde los inicios del primer milenio a.C. Eran comunidades relativamente prósperas que alcanzaron muy pronto un gran desarrollo económico y cultural que superó con creces los tímidos balbuceos de las ciudades del continente propiamente helénico, que tardaron todavía algún tiempo en alcanzar el nivel de aquéllas, aprovechando sin duda el declive producido en muchas de ellas por el incontenible avance del imperio persa a finales del siglo VI a.C. Ciudades como Éfeso, Mileto, Colofón, Esmirna o Priene fueron la cuna de los principales géneros literarios griegos como la épica, surgida seguramente en este contexto, la lírica, la historia y la filosofía. A partir de mediados del siglo VIII a.C. los establecimientos griegos se multiplicaron también en regiones como el sur de la península itálica y Sicilia, donde se erigieron ciudades florecientes como Siracusa, Acragante, Crotona o Metaponto que albergaron también importantes movimientos culturales, como algunas escuelas médicas o el pitagorismo. Las imponentes ruinas de los templos ubicados en cualquiera de estas dos zonas ilustran de forma clara la pujanza alcanzada por los griegos que habitaron estas regiones, dejando en un plano mucho más modesto los restos materiales menos generosos del viejo mundo continental. Fuera del continente helénico y de las regiones mencionadas, había también importantes comunidades griegas, como la actual Marsella en el sur de Francia o Cirene en la costa norteafricana, cerca de la actual Bengasi en Libia, cuya brillante historia sólo podemos atisbar a través de los testimonios dispersos con que contamos. No se trató en modo alguno de un imperio colonial extendido que progresaba al amparo de una metrópolis poderosa y bien organizada que enviaba a los nuevos emplazamientos a algunos de los más ilustres miembros de la élite dirigente a hacer sus carreras, como sucedió en el imperio británico. Cada una de estas ciudades controlaba su propio territorio y era extremadamente celosa de su propia autonomía política. Con independencia de los vínculos tradicionales establecidos con sus comunidades de origen, los nuevos emplazamientos adquirieron en seguida su propia mitología de fundación, asociando el nombre de la nueva fundación a alguna de las gestas realizadas en el curso de los periplos occidentales por los grandes héroes griegos como Ulises, Heracles o Perseo. Los intentos por crear un imperio resultaron vanos tanto por parte de Corinto como de Atenas, las dos grandes potencias comerciales griegas de los períodos arcaico y clásico de la historia griega. Atenas, que gobernó el Egeo con mano dura durante un amplio período del siglo V a.C, nunca llegó a controlar las regiones ultramarinas, y cuando lo intentó sufrió el más estrepitoso de los fracasos con su expedición a Sicilia en el año 415 a.C.
Griegos eran también los habitantes de las regiones continentales aparentemente más atrasadas como el Epiro, Tesalia, Etolia, Lócride o Acarnania, en las que la ciudad (la polis) no era el centro político fundamental de su estructura político-social. El desconocimiento de su historia, reducida casi estrictamente a las menciones y alusiones que aparecen en los historiadores clásicos cuando entraron de alguna manera en la órbita política de los grandes estados como Atenas, y el peso considerablemente menor que han ejercido en la tradición posterior han acabado relegándolas a un plano secundario de la historia griega. Incluso su pertenencia de pleno derecho a la comunidad helénica no fue siempre reconocida de manera unánime. Los propios griegos que han construido nuestra visión del pasado, es decir, fundamentalmente los intelectuales de Atenas, no admitían de buena gana dentro de la Hélade a unos pueblos que presentaban unas características algo diferenciadas de los esquemas tradicionales admitidos en los estados de la Grecia central y del sur, en cuya economía la agricultura desempeñaba el papel preponderante. Su lengua, considerada a veces ininteligible, su forma de vida en aldeas fortificadas o las costumbres primitivas de sus habitantes, que portaban siempre armas consigo y practicaban la piratería o el bandidaje, constituían desde la óptica de las sociedades urbanas establecidas en el centro y sur de la península unos rasgos más que discutibles para ser considerados en plano de igualdad con ellos. Este carácter ajeno a lo griego de las regiones más septentrionales y occidentales de la península griega se plasmó incluso en el terreno de la geografía, ya que autores del siglo IV a.C, como el historiador Éforo, consideraban que el territorio propiamente griego comenzaba al sur de Acarnania por occidente y culminaba por oriente en el valle del Tempe, situado en la región de Tesalia.
La unidad de la Hélade, cimentada según un célebre pasaje de las historias de Heródoto en la comunidad de sangre, lengua, religión y costumbres, aparecía en la realidad histórica mucho menos consistente de lo que se pretendía desde perspectivas ideológicas y propagandistas. El griego, a diferencia del latín, no era una lengua unitaria, sino que presentaba diferentes variedades dialectales. Las diferencias de carácter fonético y morfológico entre algunos dialectos eran considerables, y es muy posible que en algunos casos existieran ciertas dificultades para la comunicación. Dialectos como el etolio, hablado en la región montañosa que se extiende al otro lado del Peloponeso en la zona occidental del continente, era considerado por el historiador Tucídides una lengua irreconocible para un ateniense del siglo V a.C. Una consideración similar aparece también en Eurípides, que tilda de lengua bárbara el habla de los etolios. Tampoco la singularidad y variedad de los alfabetos locales con sus peculiaridades distintivas favorecía precisamente la sensación de homogeneidad en el campo de la escritura. Dos indicios evidentes de esta disparidad lingüística son la propia composición de los poemas homéricos, quizá uno de los auténticos puntales de la unidad cultural helénica, en un dialecto completamente artificial que no se correspondía en la práctica con el de ninguna de las diferentes áreas dialectales que conformaban el panorama griego, y la emergencia de una lengua común unificada (la denominada koiné) a finales del siglo IV a.C, en unos momentos en los que el mundo griego empezaba a alcanzar una cierta unidad cultural y económica. Ambas medidas revelan la imperiosa necesidad de implantar una forma de comunicación generalizada capaz de superar las diferencias existentes y de facilitar los contactos e intercambios de toda índole.
Las diferencias dialectales separaban el mundo griego en al menos cuatro grupos bien distintos como eran el jonio, el dorio, el eolio y el arcadio-chipriota, desigualmente repartidos por toda la imprecisa geografía griega. Así, hablaban el dialecto jonio los habitantes de la costa central de Asia Menor junto con los del Ática y la mayoría de las islas, a pesar de estar separados por el mar. El eolio se hablaba en Beocia, región vecina del Ática, en Tesalia, al norte del continente, y en la parte septentrional de la costa anatólica. El dorio era el dialecto imperante en el Peloponeso, en algunas islas importantes como Rodas y Creta y en la región meridional de la costa minorasiática. Relacionado con este último se hallaba un grupo de dialectos hablados en las regiones del noroeste de la península balcánica como el etolio, el acarnanio o el locrio. Por último, el arcadio-chipriota constituía un caso ejemplar de esta dispersión, ya que compartían dialecto la región central del Peloponeso, aislada del mar, y una isla como Chipre, que constituía a su vez un verdadero crisol de culturas por la presencia de gentes procedentes de Oriente y de las costas sirio-palestinas que se habían instalado allí desde tiempos remotos.
Esta diversidad lingüística encubría quizá algún tipo de diferenciación étnica original, posiblemente no muy significativa en el desarrollo efectivo de la dinámica histórica pero que ha dejado sus huellas en la tradición posterior en forma de una confrontación permanente entre jonios y dorios, considerados los dos elementos más activos de toda la historia de la Grecia antigua. Sus adalides respectivos, Atenas y Esparta, capitalizaron este protagonismo, especialmente a lo largo del período clásico, y utilizaron de forma notoria dichas categorías en su mutuo enfrentamiento, tanto a nivel propagandístico como en el comportamiento práctico que se derivaba de la asunción más o menos consciente de esta clase de estereotipos. Tucídides señala la pérdida de una batalla por parte de los argivos, de reconocida ascendencia doria y confiados en exceso en las prerrogativas que se derivaban de dicha condición, por haber infravalorado a sus oponentes jonios, que sobre el papel al menos no debían haber representado ningún serio desafío. La presencia activa de esta clase de motivaciones en la historia griega antigua fue tenazmente rechazada por el historiador francés Édouard Will, maestro siempre brillante de helenistas in situ y en la distancia, que se mostraba justificadamente temeroso de sus dolorosas implicaciones más recientes. Sin embargo, una lectura minuciosa de los testimonios disponibles parece poner de manifiesto la importancia de estos mecanismos a la hora de actuar sobre la imaginación colectiva, aunque nunca llegaron a alcanzar las dimensiones «racistas» de tiempos más recientes. La identidad original del pueblo griego sobre bases étnicas queda así también puesta en entredicho por una realidad más tozuda y rebelde que los intentos uniformadores realizados sin duda desde una perspectiva interesada.
La unidad política griega fue un objetivo completamente irrealizable que sólo se llevó a efecto bajo la imposición de los conquistadores, como los macedonios primero y los romanos después. El ideal panhelénico parece haber estado ausente de la conciencia griega salvo en esta clase de circunstancias desfavorables que amenazaban la independencia y autonomía de los diferentes estados griegos. Pero incluso en estos momentos de incertidumbre, eran muchos más los que abogaban por el mantenimiento de la política independiente de las respectivas comunidades helénicas, aun asumiendo el coste del sometimiento temporal al enemigo exterior, que los que promocionaban la unidad; por lo general las grandes potencias como Atenas o Esparta, que veían más seriamente amenazados sus intereses hegemónicos. Durante el enfrentamiento con los persas en el primer tercio del siglo V a.C, no fueron, así, pocos los estados griegos que optaron por un entendimiento con el enemigo aparente frente a la posibilidad de llegar a una alianza con estados vecinos con los que mantenían desde antiguo hostilidades atávicas por motivos territoriales o de los que tenían sobradas razones para temer sus ansias de hegemonía, que se vería reforzada mediante este tipo de alianzas defensivas. Así ocurrió, efectivamente, después de la derrota persa, cuando Atenas construyó un auténtico imperio con sus antiguos aliados, obligados más tarde a la fuerza a permanecer dentro de él. Las enemistades tradicionales que enfrentaban a unos estados con otros en irreconciliables querellas resultaron así más fuertes que el sentimiento de unidad panhelénica auspiciado por las grandes potencias con el pretexto de hacer frente a un enemigo común. La postura de neutralidad adoptada por algunos estados o el decantamiento claramente propersa de algunos otros reflejan la fragmentación existente dentro del mosaico de los estados griegos, incluso en circunstancias excepcionales que podían propiciar la emergencia y propagación de esta clase de sentimientos de unidad frente a una amenaza del exterior, percibida, sin embargo, siempre como un peligro menos evidente e inmediato que las antiguas rivalidades internas.
La propaganda ateniense a favor del panhelenismo, que ha dejado sus ecos manifiestos en nuestras percepciones modernas y ha condicionado en buena medida nuestra actitud al respecto, era sin duda alguna interesada, ya que sus aspiraciones políticas iban más allá de las fronteras del Ática. La posterior consolidación del imperio ateniense tras la victoria sobre los persas, que empezó como una supuesta alianza de carácter defensivo para culminar en una verdadera hegemonía política y económica, pone de relieve las verdaderas dimensiones del movimiento panhelénico en la mentalidad de sus promotores atenienses. La defensa de la Hélade se convirtió en seguida en la excusa perfecta para disimular las pretensiones imperialistas de las grandes potencias griegas como Atenas, primero, y Esparta y Tebas, después. El discurso calaba hondo en algunas sensibilidades a juzgar por la repercusión que tuvo su utilización consciente y descarada por el monarca macedonio Filipo II, cuando camufló su dominio de Grecia bajo la etiqueta institucional de una alianza panhelénica, o por su hijo Alejandro, que maquilló su expedición de conquista del imperio persa como una campaña a favor de la causa helénica con el fin de vengar los agravios inferidos por los persas casi doscientos años antes. Los monarcas helenísticos, que aspiraban al dominio de Grecia como parte de su imperio, no fueron tampoco del todo ajenos a esta clase de estratagemas propagandísticas. La proclamación de la libertad de los griegos o la defensa del helenismo frente a los bárbaros fueron dos de sus modalidades preferidas. Finalmente también los romanos recurrieron en momentos puntuales a este tipo de procedimientos, conscientes de la importancia de contar en su favor con una opinión pública griega que viera en ellos a los nuevos protectores de la causa helénica en un mundo que amenazaba con la disgregación interna y la siempre latente intrusión de enemigos «bárbaros» procedentes del exterior.
El mundo de las creencias religiosas griegas tampoco constituía un ámbito indiscutidamente uniforme probatorio de la identidad colectiva helénica sin más matizaciones. Existía ciertamente un panteón común presidido por Zeus y secundado por otras divinidades que establecían su lugar dentro de él a través de sus vínculos de parentesco con el que parecía su indiscutible dios soberano. Sin embargo, lo cierto es que cada ciudad poseía su propia divinidad protectora, que acaparaba en cierta medida los principales actos de reconocimiento comunitario y relegaba a una posición más secundaria a los demás dioses que no eran objeto de este tratamiento privilegiado, reservado casi en exclusiva a la divinidad preeminente. Éste era el caso de Atenea, que ejercía su patronazgo sobre Atenas, o el de Hera en Argos, y en buena medida el de Ártemis en Esparta. Además estos dioses comunes del panteón panhelénico asumían a menudo atributos locales que los hacían a veces perfectamente irreconocibles fuera de su ámbito de influencia, como sucedía con la célebre diosa de los múltiples pechos de Éfeso, que en nada recordaba el perfil esencial de una diosa virgen como Ártemis. La gran diosa efesia, la cruel Lafria a la que se sacrificaba anualmente en Patras un holocausto de aves y bestias salvajes, y la diosa para la que las jóvenes danzaban en la localidad ática de Braurón son claramente diferentes a pesar de que todas ellas reciben en común el nombre de Ártemis. Incluso el tipo de culto rendido a la misma divinidad variaba de forma considerable de una ciudad a otra. En muchas ocasiones los nombres olímpicos se limitaban a rebautizar a una antigua divinidad local. Divinidades de carácter puramente local como la diosa Afaia en la isla de Egina resultaban asociadas a alguno de los grandes nombres del panteón griego. Las estatuas de culto, a pesar de la apariencia engañosa que puede resultar de la contemplación de las grandes obras escultóricas realizadas por artistas célebres como Fidias o Praxiteles, eran considerablemente diferentes según los lugares. La mayoría de ellas, generalmente antiguas efigies de madera denominadas xóana, eran ejemplares únicos e irreemplazables más que modelos estereotípicos difundidos e imitados por todas partes.
Las tradiciones míticas tampoco presentan un cuadro unitario. Es bien sabido que, a diferencia de otros pueblos como el judío, los griegos no poseyeron ningún texto sagrado como la Biblia que estableciese de manera definitiva el orden y la jerarquía de las tradiciones legendarias que constituían la memoria colectiva de la comunidad. Los grandes poetas épicos, Homero y Hesíodo, que serían lo más aproximado que encontramos en este terreno dentro de la cultura griega, ordenaron y dieron forma a muchas de estas tradiciones pero no establecieron ni mucho menos su fijación definitiva, a salvo de nuevas variantes y modificaciones posteriores, o significaron la desaparición definitiva de tradiciones divergentes. El caudal mítico griego continuó discurriendo imparable a lo largo de los tiempos, desde sus primeras manifestaciones escritas en los poemas homéricos y en los catálogos hesiódicos hasta las recopilaciones más tardías en forma de manuales como el de la Biblioteca de Apolodoro, perteneciente ya al final de la época helenística, que constituye un buen ejemplo de este tipo de obras. Diferentes ciudades griegas disputaban por el honor de la primacía y la mayor antigüedad mediante estrategias como la autoctonía (el origen en la propia tierra que habitaban), en el caso de los atenienses y los arcadios, o la presencia entre ellos del primer ser humano, como en el caso de los argivos. Cada ciudad poseía sus propias y a veces oscuras tradiciones, algunas de las cuales han llegado hasta nosotros recogidas en la descripción de Grecia elaborada por Pausanias en el siglo II d.C. La multiplicidad de héroes locales a los que se rendía el culto apropiado en el centro de la ciudad o en un santuario cercano, que sólo en determinadas y esporádicas ocasiones resulta posible conectar con las grandes sagas heroicas panhelénicas, constituye un testimonio palpable de la enorme diversidad de tradiciones míticas existentes en toda la Hélade.
Tampoco la forma de vida constituía un rasgo característico de la uniformidad u homogeneidad del panorama helénico. Los núcleos urbanos del centro y del sur del continente o de las áreas denominadas con poca fortuna coloniales (el sur de Italia y las costas de Asia Menor) contrastaban con las aldeas o las aglomeraciones rurales de las regiones más septentrionales y occidentales. La forma de vestir era también diferente en unas regiones y otras en función de la climatología o del tipo de economía predominante, de carácter agrícola o pastoril. Un aspecto destacado como la posición social de la mujer, que es considerado esencial hoy en día, presentaba importantes diferencias dependiendo de la región a examen, ya que si en Atenas la mujer ocupaba un lugar secundario dentro de la sociedad, relegada prácticamente a sus funciones domésticas y apartada por completo de la vida pública, en otros lugares la situación era bien diferente, como en Esparta, donde realizaba ejercicios deportivos a la par con los varones y poseía la capacidad jurídica de adquirir propiedades; en la isla de Lesbos, donde, a juzgar por los poemas de Safo, la vida de las mujeres parece haber disfrutado de un alto grado de autonomía, ajena por completo a los ambientes masculinos, o en las regiones del noroeste, donde incluso poseía importantes potestades testamentarias según sabemos por el testimonio de algunas inscripciones. Ni siquiera la forma de organización sociopolítica más característica del mundo griego, la polis, era universal. A su lado coexistía otra forma alternativa, el denominado ethnos, en la que diversos pueblos vivían repartidos en aldeas en torno a un santuario común sin que existieran verdaderos centros urbanos. A pesar de las apariencias, que hicieron creer a algunos que el ethnos era una forma de organización más primitiva que la polis, hacia cuyos esquemas iría progresivamente evolucionando, hoy en día casi nadie duda ya que se trata de dos formas paralelas en su desarrollo que coexistieron durante largo tiempo sin que la segunda, la polis, demostrase indicios de superioridad sobre la primera, el ethnos. Algunas regiones donde el modo de vida imperante era el ethnos, como el Epiro y Tesalia, alcanzaron una enorme importancia en el desarrollo de la historia griega y ofrecieron sobradas muestras de su solidez institucional y de su dinamismo político y económico.
La diversidad constituye, en suma, la característica más definitoria de la civilización griega en todos los terrenos, por encima de la falsa impresión de uniformidad que han producido siglos y siglos de idealización de una cultura elevada a los altares de una forma indiscriminada y acrítica, sacada a la fuerza de los caminos habituales de la historia para convertirla en un modelo político, social, moral y artístico del que derivan todavía hoy numerosos malentendidos.

Los peligros del atenocentrismo

La idea de Atenas como la quintaesencia de la cultura griega y como su imagen más característica y representativa, que ha predominado durante mucho tiempo y que todavía ocupa importantes parcelas de la imaginación moderna, viene de muy lejos. La hegemonía política de la ciudad, que alcanzó su cima en los momentos centrales del siglo V a.C, se vio precedida de una cierta supremacía comercial, puesta de manifiesto en la creciente imposición de su cerámica por numerosos rincones del Mediterráneo, superando el tradicional predominio de Corinto, que se convertiría a partir de entonces en una de sus más enconadas rivales. El desarrollo de géneros como la tragedia, la historia o la oratoria convirtió a la ciudad en el centro indiscutible de la literatura griega y los programas arquitectónicos impulsados por Pericles en la Acrópolis de Atenas la embellecieron de forma definitiva, poniéndola a la cabeza por su esplendor y magnificencia del resto de las ciudades griegas.
El hundimiento del imperio ateniense, tras la derrota sufrida a manos de Esparta en la guerra del Peloponeso al final de este período, no significó su completa desaparición de la escena. El prestigio cultural de la ciudad, alentado por la confluencia allí de las diferentes escuelas filosóficas, a pesar de que sus fundadores procedían por lo general de otros lugares del mundo griego, sustituyó a las antiguas pretensiones hegemónicas. Durante la época helenística Atenas no figuró entre los protagonistas en el terreno político o militar, sobre todo comparada con la brillante trayectoria de nuevas agrupaciones de carácter federal, como las confederaciones etolia o aquea, con la floreciente isla de Rodas y hasta con la mismísima Esparta, a pesar de que ésta había entrado en una fase de decadencia demográfica que debilitó de forma considerable sus posibilidades hegemónicas. Sin embargo, Atenas continuó siendo el punto de referencia cultural que los sucesivos monarcas helenísticos buscaron como principal soporte propagandístico a la hora de cimentar sus pretensiones de representar el baluarte del helenismo. Tras la conquista romana las cosas no cambiaron de forma sustancial, y fue a Atenas a donde acudieron algunos de los romanos más ilustres en busca de la formación académica pertinente, como el propio Cicerón, su amigo Ático y algunos emperadores como Adriano, declarado admirador de la grandeza pasada de la ciudad y promotor distinguido de su renovación urbanística con proyectos tan ambiciosos como la culminación del gran templo dedicado a Zeus, iniciado por los Pisistrátidas setecientos años antes, y la construcción de una nueva zona residencial.
Esta hegemonía política y cultural ha quedado reflejada en nuestras fuentes de información. De las 158 constituciones recogidas por la escuela aristotélica para el estudio del régimen político ideal sólo ha sobrevivido la de Atenas, descubierta en un papiro egipcio en 1890. Incluso antes de su descubrimiento ya era la mejor conocida de todas a juzgar por las numerosas citas que aparecen en otros autores antiguos. A la gran riqueza de escritos contemporáneos, que engloban desde las tragedias y comedias conservadas hasta obras monográficas como las historias de Heródoto, Tucídides o Jenofonte, pasando por los numerosos discursos de los oradores, hay que sumar la abundante documentación de carácter epigráfico, que traduce en la práctica el compromiso ideológico de publicar todos los registros públicos. La tiranía de la evidencia, como algunos han calificado esta situación, ha decantado así fácilmente las cosas a favor de la ciudad de Atenea, ya que no sólo estamos en situación de poder responder con mayor fiabilidad a cualquier tipo de cuestión sobre la historia de la ciudad que sobre cualquier otro estado griego, sino que la existencia de esta rica y variada documentación ha propiciado el surgimiento de toda una especialización académica que no resulta factible en otros ámbitos mucho peor documentados de la historia griega.
Ni siquiera el caso de Esparta, que parece contradecir en principio este panorama desigual, ya que contamos con numerosas noticias acerca de su peculiar sistema de gobierno y sus singulares instituciones educativas, es significativo si atendemos al hecho de que las fuentes sobre las que se basa nuestra información al respecto son igualmente atenienses. Los responsables directos de esta supuesta abundancia de noticias no son autores espartanos contemporáneos ni inscripciones procedentes de la región, sino la denominada «laconofilia» (inclinación política a favor de Esparta) de algunos intelectuales atenienses de la talla de Platón o Jenofonte, que tradujeron su descontento y contrariedad sobre la marcha de las cosas en la Atenas de su tiempo en la construcción de un modelo imaginario que por contraposición exaltaba e idealizaba la peculiar constitución espartana. La preocupación ateniense por Esparta es, así, el resultado de los propios intentos de autodefinición de los intelectuales descontentos de Atenas. Esparta se convertía en el «otro» referencial arquetípico que, mediante este proceso de inversión o contraste, positivo o negativo, servía para definir y catalogar las propias instituciones atenienses. Esta perspectiva ateniense se ha trasladado, más allá del umbral de los tiempos, a los estudios modernos que debaten el carácter más o menos democrático de los procedimientos políticos espartanos, olvidando que incurren de este modo en esa misma lógica atenocéntrica, en lugar de replantear la cuestión desde la propia perspectiva histórica espartana, que no compartía con Atenas los mismos condicionantes políticos e ideológicos.
La idealización del legado político de Atenas en la tradición europea posterior ha constituido otro de los motivos de este predominio dentro de los estudios griegos. La primera reacción del período moderno ante la democracia ateniense no fue precisamente la de una admiración elogiosa. Se consideraba más bien un peligro para la estabilidad de las instituciones políticas debido a los males provocados por el gobierno incontrolado de la muchedumbre, que no suscitaba otra respuesta entre los intelectuales europeos de la época que desprecio y horror. Los primeros movimientos democráticos de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX trataron de combatir esta clase de riesgos mediante la creación de cuerpos representativos que equilibraran y diluyeran los excesos previstos por la participación popular directa en el gobierno del estado. La valoración más positiva del viejo régimen ateniense sólo se inició de manera clara a mediados del XIX y no partió de la obra de pensadores o teóricos de la política, sino de un historiador como George Grote, uno de los padres fundadores del estudio moderno de la Grecia antigua. Cuando las ideas democráticas consiguieron la aceptación general en la escena política internacional como el principio más legítimo de gobierno, la democrática Atenas comenzó a ser considerada el antecesor adecuado hacia el que dirigían sus miradas interesadas todos los estados modernos que compartían dicho sistema político. La democracia ateniense se vio así implicada de lleno en los debates contemporáneos acerca de la naturaleza y el éxito de este tipo de régimen. La difusión de la democracia por todas partes a lo largo de los años noventa del pasado siglo y su elevación automática a la categoría absoluta de régimen político universal, que culmina una serie de etapas sucesivas de la historia, han tenido como consecuencia la magnificación excesiva del papel desempeñado por la democracia ateniense dentro del propio contexto de la política griega antigua. La celebración por doquier, pero especialmente en los Estados Unidos, de grandes fastos para conmemorar el 2500 aniversario del nacimiento de la democracia en Atenas constituye un ejemplo relevante de esta forma de ver las cosas que deja la historia real a un lado para decantarse claramente a favor de la mitificación o idealización de un momento histórico determinado.
Sin embargo, la naturaleza bien distinta de los dos tipos de sistemas, el que imperó en su día en Atenas y el que domina en la actualidad por casi todas partes del mundo, hace del todo inviable cualquier intento de establecer una vinculación directa, en forma de legado, entre ambos. El contexto del sistema político ateniense era fundamentalmente ajeno a los valores democráticos modernos, surgidos en parte de la Revolución Francesa. Aunque la libertad de los ciudadanos era un ideal fundamental del sistema, la pertenencia a este grupo selecto de individuos estaba restringida por cuestiones como la descendencia y el género. El estudioso británico Robin Osborne ha señalado con agudeza que la democracia ateniense formaba parte de una forma de vida que nosotros catalogaríamos hoy como antiliberal, culturalmente chauvinista e insoportablemente restrictiva. Fue esencialmente el producto de una sociedad cerrada como la griega, que no puede ofrecer, por tanto, un modelo adecuado para el funcionamiento normal y eficaz de una sociedad mucho más heterogénea y abierta como la actual. Las democracias liberales modernas no se parecen en nada, efectivamente, a la antigua democracia ateniense, en la que se ejercía de forma directa el poder por los individuos capacitados jurídicamente para su ejercicio, varones nacidos de padre y madre ateniense mayores de 18 años. Se trata, por el contrario, de gobiernos representativos, una especie de oligarquías elegidas, tal y como las habrían denominado, no sin razón, los propios griegos.
La democracia ateniense resulta además poco representativa del panorama político de las polis griegas. Su población, mucho mayor que la de cualquier otro estado singular, y su extensión territorial, también muy por encima de la media griega, le otorgaron unas posibilidades enormes dentro del terreno militar para ejercer una política exterior agresiva de marcado carácter expansionista. La explotación de estas ventajas, como la recepción del famoso tributo de los aliados, con el que financiaban el sistema democrático y las costosas obras públicas, y su hegemonía comercial, facilitada por su dominio de los mares, combinada con sus propios recursos extraídos de las minas de plata de Laurión, cerca del famoso cabo Sunión, convirtieron a Atenas en el estado más rico y poderoso del panorama helénico antes de la aparición en escena del reino macedonio de la mano de Filipo II, el padre de Alejandro Magno. Su relativa estabilidad política, en contra de la norma imperante en la mayoría de estados griegos, que oscilaban continuamente entre la oligarquía y la democracia, constituyó también un hecho inusual dentro de la política griega.
La experiencia ateniense constituye así un hecho excepcional dentro de un mundo griego constituido por una multiplicidad de pequeños estados de dimensiones territoriales reducidas y con una población que apenas alcanzaba en la mayoría de los casos los mil habitantes. La proverbial escasez de recursos y el tamaño minúsculo de su potencial militar —una ciudad importante dentro del contexto político griego como Platea en Beocia sólo podía poner en pie de guerra a seiscientos hombres— limitaron de forma considerable las posibilidades de actuación de la gran mayoría de las polis griegas, que se veían así obligadas a luchar constantemente por la defensa de su territorio y la conservación de su autonomía frente a las ambiciones expansionistas de estados más poderosos como Atenas, Esparta o Argos, que constituyen más la excepción que la regla dentro del panorama global de la política griega.

Una documentación con numerosas lagunas

El nivel de nuestros conocimientos sobre los antiguos griegos ha ido aumentando de forma considerable con el paso del tiempo. Hoy en día estamos en mejores condiciones de valorar adecuadamente algunos períodos de la historia griega, como la denominada edad oscura, que cincuenta años antes, cuando se creía que se había producido una ruptura total con el pasado micénico y que la civilización griega arcaica había tenido que comenzar de nuevo sobre bases completamente diferentes. El propio pasado micénico, descubierto por el estrafalario y genial Schliemann a finales del siglo XIX, ha sido considerablemente reevaluado en los últimos años del siglo XX a la luz de la información proporcionada por las tablillas escritas en lineal B, que se pueden leer con cierta confianza sólo desde los años cincuenta, cuando el arquitecto inglés Michael Ventriss descifró su escritura para averiguar que transcribía una forma muy arcaica de la lengua griega. Se han producido también destacados avances dentro de los períodos más tradicionales de la historia griega, como el arcaico o el helenístico, gracias a la documentación proporcionada en el primer caso por las excavaciones arqueológicas y su lectura más contextualizada y en segundo por la abundante información de los papiros egipcios que han convertido el Egipto de los Tolomeos en una de las áreas privilegiadas de estudio de la historia del mundo antiguo por la sorprendente minuciosidad de los datos que se poseen sobre muchos aspectos de su economía o del funcionamiento concreto de su sociedad. Incluso la época clásica, la denominada tradicionalmente edad de Pericles, que ha gozado siempre de una casi indiscutible hegemonía en los estudios modernos sobre la Grecia antigua, ha experimentado recientemente ciertos cambios gracias a nuevas lecturas de las fuentes disponibles menos influidas por los propios prejuicios de la ideología ateniense que ha traspasado con éxito la barrera de los siglos.
Sin embargo, aun con todos estos avances que nos permiten acercarnos hoy en día con mucha mayor confianza al pasado griego que en tiempos precedentes, lo cierto es que siguen existiendo numerosas lagunas y limitaciones en nuestra información. De entrada disponemos tan sólo de una mínima parte de la literatura griega escrita en su momento, que apenas alcanza a un 20% del total. Es cierto que la selección efectuada no ha sido casual, ya que poseemos a Homero y los grandes trágicos atenienses, a Heródoto y Tucídides prácticamente al completo y una buena parte del legado filosófico de las escuelas de Platón y Aristóteles. No obstante, las lagunas son numerosas, como puede apreciarse en esos mismos campos. Del género épico sólo han sobrevivido hasta nosotros los dos poemas homéricos y los dos de Hesíodo, dejando en el olvido otros ciclos épicos importantes como el tebano o acontecimientos mitológicos fundamentales como las hazañas de Heracles o la expedición de los Argonautas, que fueron también en su día tema preferente de poemas de esta índole. La poesía lírica representa para nosotros tan sólo un inmenso campo de ruinas del que emergen con vida propia algunos nombres como Arquíloco de Paros o Safo de Lesbos, aunque notablemente desencajados de su propio contexto histórico y artístico. En el teatro disponemos sólo de una mínima parte del repertorio de los grandes autores, siete obras en los casos de Esquilo y Sófocles y diecinueve en el de Eurípides, cuando sabemos que compusieron cerca de un centenar cada uno de ellos. La comedia antigua, tan importante como fuente de información para la vida cotidiana de Atenas, ha quedado reducida para nosotros a las once obras que conservamos de Aristófanes y a una serie de nombres que son ilustrados con algún fragmento poco significativo de un conjunto mucho más rico y dinámico que se ha perdido de forma irremediable. La historia del siglo IV a.C, cuando florecieron autores de la talla de Éforo, el primero que compuso una historia universal, o Teopompo, que centró su historia del período sobre la figura emblemática de Filipo II de Macedonia, se limita a una serie de citas cuya mera existencia plantea de hecho nuevas cuestiones en lugar de aportar soluciones a nuestros viejos interrogantes.
La filosofía clásica, aparentemente bien representada en los nombres de Platón y Aristóteles queda, tras un examen más detenido, reducida también a escombros, aunque, eso sí, algo más presentables. Las doctrinas asociadas con sus nombres son en ocasiones, como nos ha recordado Geoffrey Lloyd, el gran especialista en la historia de la filosofía y la ciencia antigua, el producto final de complejos desarrollos intelectuales que tiene sólo un origen apenas reconocible en los propios filósofos, de forma que tenemos la impresión de estudiar a menudo no tanto la historia de las ideas que se originaron en el mundo antiguo como su mitología. De Platón tan sólo conservamos, en efecto, las obras que iban dirigidas al entorno inmediato de sus discípulos, lo que explica la ausencia desesperante de cualquier carácter sistemático y el que no presenten a los ojos del no iniciado, es decir de todos nosotros, los rasgos definitorios de un tratado organizado. Las obras de Aristóteles son, por su lado, tan sólo el resultado de la dedicación puesta por algunos de sus discípulos a la hora de recoger los pensamientos fundamentales del maestro, una especie de apuntes, por tanto, descontextualizados e incoherentes, fruto de esta particular redacción que nunca fue la exposición meditada de su autor original. El resto de las escuelas, estoicos, epicúreos, cínicos o escépticos, son tan sólo una colección de citas indirectas, de testimonios posteriores y tardíos que han adquirido ante la situación de escasez y penuria en que nos encontramos un valor a veces desmedido y fuera de contexto.
La lista de autores y obras perdidas de las que la tradición ha conservado la memoria es considerable en todos los campos. Basta echar un simple vistazo a alguna de las grandes obras de la erudición filológica alemana de comienzos del XX, como la todavía impresionante colección de fragmentos de los historiadores griegos perdidos recopilada por Félix Jacoby, para comprobar hasta qué punto nos hallamos en una situación de desamparo a la hora de extraer informaciones de autores destacados, que han quedado reducidos a simples nombres y unos pocos fragmentos de su obra, llegados hasta nosotros a través de cauces problemáticos y heterogéneos, como son las menciones descontextualizadas de algunas obras de la Antigüedad tardía como el Banquete de los sabios de Ateneo o las Noches áticas de Aulo Gelio, en las que la cita de segunda o tercera mano ha quedado, además, subsumida dentro del propio contexto literario de la obra en cuestión, cuyos autores no poseían ni mucho menos los mismos objetivos científicos ni la paciente y escrupulosa dedicación del citado Jacoby. Eso por no mencionar los léxicos o enciclopedias todavía más tardíos que alcanzan hasta la época bizantina, en los que la «digestión» de la literatura clásica ha debido seguir unos procesos todavía mucho más complejos y degradantes que nos apartan un poco más del supuesto original que nos afanamos, muchas veces inútilmente, por reconstruir. Ya casi nadie sostiene hoy en día la ingenua suposición de que los autores tardíos o de cualidad secundaria, que no figuraban en las antologías de la literatura griega, como Diodoro, Apiano, Eliano o el ya mencionado Ateneo, no poseían sus propios objetivos literarios, por modestos que fueran, y que, por tanto, se limitaron a copiar sin más los pasajes seleccionados de las obras de autores anteriores que les sirvieron de inspiración o de fuente de conocimientos. Sabemos más bien, por el contrario, que procedieron a una verdadera reelaboración de esos materiales primarios extraídos de obras precedentes hasta un grado que los ha dejado prácticamente irreconocibles. La famosa Quellenforschung («investigación sobre las fuentes de información»), que suscitó los mayores entusiasmos en la parte final del siglo XIX entre los filólogos alemanes más reconocidos, ha producido resultados poco consistentes. La determinación de la procedencia precisa de una información o de un pasaje concreto se ha revelado como una tarea prácticamente imposible, dadas las condiciones en que trabajaban los autores antiguos en un mundo sin libros, en el que la cita exacta no resultaba factible, ya que requería una relectura de toda la obra (había que volver a desenrollar el rollo de papiro), y en el que no se prodigaban —más bien todo lo contrario— las citas a la manera de nuestras modernas notas a pie de página que reconocen la paternidad de una noticia. La presencia esporádica de algunos nombres esparcidos por el texto tampoco representa ninguna ventaja en este sentido, dado que casi nunca tenemos absoluta seguridad a la hora de delimitar la extensión concreta de la cita en cuestión (¡desgraciadamente no utilizaban las comillas tan útiles en este terreno!) ni tenemos constancia firme de la existencia real del autor mencionado como fuente, que podría tratarse de una mera invención con el fin de legitimar con la pátina de lo antiguo un contenido puramente ficticio.
A la escasez de nuestros testimonios y su condición fragmentaria hay que añadir el carácter literario de la mayoría de ellos, ya que la literatura griega en su conjunto continúa siendo nuestra principal fuente de información sobre aquel mundo. A diferencia de lo que sucede en la práctica historiográfica corriente en el estudio de otros períodos, que utilizan de forma prioritaria informaciones extraídas de archivos y documentos, en el caso de Grecia hemos de vérnoslas habitualmente con obras de una sofisticada elaboración cuyo objetivo principal no es reflejar puntualmente la realidad circundante. La transparencia entre la palabra escrita y el mundo (between the word and the world como señala Irene Winter) no constituye ni mucho menos la norma habitual. Por el contrario, entre ambos suele existir toda una barrera, a menudo infranqueable, compuesta por los requerimientos del género, por los tópicos manejados dentro del mismo, por la eficacia retórica del mensaje y por la manipulación personal, consciente o no, de una experiencia real que nunca es percibida de la misma forma ni afecta por igual a todas las sensibilidades. Aunque la utilización de la literatura como fuente de información histórica constituye un hecho frecuente en casi todas las épocas, lo cierto es que nuestra imagen de la vida cotidiana y de los problemas sociales de la España del siglo XIX no sería la misma si la basáramos casi en exclusiva en las novelas de Galdós, sin contar con la abundante documentación que poseemos procedente de otras instancias como los periódicos de la época o los archivos documentales, más cercanos necesariamente a la realidad de su tiempo sin el grado tan grande de estilización y recreación personal que comporta por definición una obra literaria. Esta situación imaginaria viene a ser casi la norma en el campo de la historia de la Grecia antigua. No conservamos más que escasos restos de lo que podríamos denominar de forma generosa archivos de la época en forma de inscripciones, en buena parte defectuosas y fragmentarias, y sólo disponemos de escuetos, y en ocasiones confusos, indicios de su vida cotidiana a través de los restos materiales recuperados por la arqueología. De esta forma, el grueso de nuestra documentación lo componen todavía las obras literarias que han llegado hasta nosotros a través de un largo y complicado proceso de trasmisión en el que se mezclan la selección operada en cada época a la hora de elegir las obras a copiar, las faltas de los copistas sucesivos, las interpolaciones y glosas que han dejado una huella más o menos visible en la propia integridad del texto y las numerosas lagunas y pasajes corruptos que delatan las dificultades de lectura y comprensión que se vienen arrastrando desde tiempos pasados.
La literatura griega no constituye una documentación histórica neutra y desinteresada, presta a ser utilizada como fuente de información objetiva e imparcial sin parar atención a las importantes cuestiones de forma y de contenido que limitan su valor informativo. Cada texto se nos presenta como un relato con su propia arquitectura y su lógica, que se despliega entre el narrador y el destinatario e interactúa además también con relación a otros textos, contemporáneos o no, a un género, a todo un saber compartido, y se inscribe, cuando se publica, en lo que la corriente estética de la recepción ha denominado «un horizonte de expectativa». A esta dimensión horizontal del texto hay que sumar también otra de carácter vertical, dado que el texto posee también su propia historia, concretada en cuestiones básicas como la forma de su trasmisión, el tipo de lectores a quien iba dirigido, la finalidad de la obra e incluso las diferentes interpretaciones de ella que han mediado hasta nosotros. Una pluridimensionalidad, en suma, que no permite que los textos sean tratados de manera ingenua como simples fuentes dispuestas a proporcionar información puntual, veraz y objetiva al historiador dispuesto a utilizarlas de esta forma.
Los poemas homéricos, que los descubrimientos de Schliemann en Troya y Micenas parecieron consagrar como fuente histórica de primer orden sobre el pasado griego más antiguo, han sido así reconducidos a su verdadera dimensión literaria en los estudios más recientes. Hoy en día sólo son considerados como la recreación poética de una época heroica ideal en la que, debido a las especiales circunstancias de la trasmisión épica, se han entremezclado vagas rememoraciones, desprovistas de todo valor «fáctico», de tiempos pasados que podrían remontar incluso hasta el segundo milenio. La sociedad recreada en los poemas homéricos no se parece en nada, efectivamente, a la que parece vislumbrarse a través del testimonio mucho más prosaico y realista de las tablillas de los palacios micénicos, con sus inventarios detallados de objetos manufacturados, productos agrícolas y la mano de obra encargada de su fabricación, elaboración y transporte. Nadie considera hoy en día que la sola utilización de la Iliada, con sus héroes combatiendo en busca de la gloria y el botín, pueda servirnos de guía, siquiera aproximada, de la compleja realidad histórica de los reinos micénicos, que practicaban un tipo de economía palacial que encontramos bien documentada en el Próximo Oriente contemporáneo, como componentes activos de una comunidad cultural internacional de más amplios horizontes en la que, además de la cuenca mediterránea oriental, participaban también Egipto y las civilizaciones mesopotámicas, un hecho que apenas se ve reflejado en el curso de los poemas.
Los poetas líricos griegos constituyen otro buen ejemplo de las distorsiones que se derivan de una aceptación literal de sus contenidos como información histórica sin tener en cuenta un factor tan decisivo como los condicionantes del género utilizado. La utilización repetitiva de determinados tópicos literarios, como la posición marginal del poeta en la sociedad, ha conducido a algunos a la pretensión de que contamos así con el testimonio inapreciable de personajes de las capas inferiores de la sociedad, como en el caso de Hiponacte de Éfeso, que adopta el papel de mendigo desprotegido que debe reclamar constantemente la compasión y la generosidad de sus conciudadanos, o del propio Hesíodo, considerado en ocasiones un campesino dedicado por completo a las labores agrícolas, que demuestra conocer con detalle en el curso de sus poemas. La realidad era bien diferente de estas ingenuas suposiciones. Es más que improbable que un mendigo tuviera siquiera la oportunidad de componer poemas y que éstos hayan llegado, aun de forma fragmentaria, hasta nosotros a lo largo de la tradición posterior. Es igualmente difícil de imaginar que un campesino en activo contara con el tiempo necesario para elaborar una genealogía divina tan complicada como la que aparece en la Teogonia hesiódica, que debe además buena parte de su originalidad a modelos orientales anteriores cuyo conocimiento y familiaridad no se hallarían al alcance de un personaje de estas características. Resulta mucho más factible suponer la existencia de un poeta profesional que, según su propio testimonio, tomaba parte en certámenes de esta clase en la isla de Eubea, donde resultó vencedor, y que por experiencia y tradición familiar poseía los recursos agrícolas necesarios para, bien administrados, como propone en su segundo poema conservado, Trabajos y Días, asegurarle una supervivencia digna y confortable. La poesía lírica griega no se ajusta además a nuestras concepciones modernas acerca de dicho género como expresión sincera de la personalidad y los sentimientos más íntimos de sus autores. En la mayor parte de los casos el «yo» del poeta no se corresponde necesariamente con su persona, sino que refleja simplemente la asunción de un determinado papel dentro de la comunidad a la que iba dirigida dicha poesía, incorporada casi siempre en contextos rituales, como el banquete o un festival, donde era ejecutada (performed) como una forma de socialización o de educación cultural en el más amplio sentido de la expresión.
Todas las obras literarias estaban destinadas a un público determinado que constituía su auditorio natural y, por tanto se ajustaban a los horizontes de expectativas del mismo, que no coinciden para nada con los nuestros. Las recitaciones de los poetas se realizaban dentro de contextos muy determinados como los simposia o banquetes ceremoniales, que constituían una de las principales instituciones aristocráticas griegas, o en el curso de las celebraciones en honor de los dioses, que conformaban los famosos festivales religiosos como los de Delfos, Olimpia o el istmo de Corinto. Poeta y auditorio compartían unas referencias ideológicas que aparecen necesariamente entreveradas en la propia producción literaria en forma de simples alusiones o sugeridas más calladamente a través de una lectura entre líneas que nosotros no estamos en condiciones de realizar por hallarnos fuera del marco de referencia adecuado. Desconocemos buena parte del contexto ambiental en el que se realizaron esta clase de composiciones y no poseemos, así, una clara conciencia de las implicaciones que se derivaban de ello, en forma de complicidades y sugerencias que no podemos aspirar a comprender de la misma manera que lo harían el autor y sus espectadores más inmediatos, plenamente imbuidos de ese «saber compartido» que implica el formar parte de una misma comunidad y de una misma cultura. En este sentido, un estudioso del teatro griego como Baldry ha señalado que sería necesaria una cápsula del tiempo que nos trasladase a la Atenas del siglo V a.C. para poder revivir plenamente la experiencia de una de sus representaciones, mucho más difícil de captar en sus verdaderas dimensiones a través de los textos, uno de los pocos elementos que nos han quedado de ellas.
Ni siquiera los historiadores estaban exentos de estas limitaciones si tenemos en cuenta que la historia no era una actividad profesional o académica, sino que constituía también un género literario más, provisto de sus propias reglas y convenciones formales. Algunas de las más habituales son, por ejemplo, la desautorización de sus predecesores, poniendo de manifiesto la propia superioridad y la mayor enjundia y trascendencia del tema elegido, la imitación consciente, aunque disimulada, de los modelos épicos o la utilización, a veces tan sutil que ha conseguido engatusar a muchos estudiosos modernos, de ciertas estrategias de veracidad cuyo principal objetivo era dotar de autoridad y legitimidad a un relato por naturaleza inestable, siempre moviéndose en la delicada frontera entre la realidad y la ficción. El recurso constante a los más variados testimonios, como la propia contemplación (la célebre autopsia) o las informaciones procedentes de testigos oculares o de gentes bien informadas por tradición, como los sacerdotes de los santuarios, avalaba estas pretensiones de veracidad, que intentaban paliar las numerosas deficiencias, y en algunos casos el patente descuido o desinterés, de su conocimiento del pasado. Una manera habitual de recrear el pasado era «reconstruir» los discursos que fueron pronunciados en su momento como catalizadores de los acontecimientos que tuvieron lugar, sin que pareciera importarles demasiado la casi absoluta imposibilidad de dicho procedimiento, que habría de suscitar necesariamente la sospecha del auditorio, limitándose tan sólo a adecuar el discurso al carácter de los personajes que los pronunciaron y a las circunstancias en que se produjo. La historia se convertía así en una reflexión sobre el presente más que en una descripción rigurosa del pasado. A la manera de la épica, a la que vino en cierta manera a sustituir, la historia siguió ocupándose de grandes acontecimientos decisivos como las guerras y de rememorar las grandes hazañas de sus principales héroes, con el fin de proporcionar a la sociedad un código de valores morales. La guerra de Troya, motivo central de los poemas homéricos, fue sustituida y superada por el enfrentamiento con los persas, tema de las Historias de Heródoto, que pasó, a su vez, a un segundo término cuando Tucídides elevó al primer plano de la actualidad la guerra del Peloponeso, afirmando con orgullo su manifiesta superioridad sobre los conflictos anteriores.
La historia, a diferencia de lo que sucede en la actualidad, estaba escrita por personajes directamente implicados en los acontecimientos, como el mencionado Tucídides, que había comandado una expedición militar de la misma guerra que era objeto de su relato, o Polibio, que narró las meteóricas conquistas romanas desde la privilegiada atalaya de su cómodo cautiverio al lado de los Escipiones, destacados protagonistas de los hechos narrados. Los autores de historia contaban, en efecto, con una experiencia política y militar a sus espaldas que no suele ser el bagaje habitual de los historiadores modernos. Jenofonte estuvo al frente de un ejército de mercenarios, los célebres diez mil, que hubieron de luchar por su supervivencia atravesando territorios desconocidos desde el corazón del imperio persa hasta las costas del mar Negro. Jerónimo de Cardia, uno de los principales historiadores del siglo IV a.C, tuvo la inmejorable oportunidad de conocer de primera mano los acontecimientos que siguieron a la muerte de Alejandro al haber servido como secretario de los principales sucesores del conquistador macedonio, desde su compatriota Eumenes hasta los fundadores de la dinastía antigónida que iba a regir los destinos de Macedonía hasta la conquista romana. No es de extrañar, por tanto, que sean los aspectos políticos y militares los que centran el interés principal de sus autores, dejando en un plano más secundario o en el silencio más absoluto otro tipo de informaciones que afectan a la sociedad o la economía, temas de mucha mayor predilección entre los historiadores modernos.
Su valoración del pasado no se corresponde tampoco con una actitud neutral y desinteresada. Las tradiciones orales que recoge Heródoto en el curso de su historia para describir los siglos precedentes del período arcaico no estaban desprovistas de parcialidad a la hora de reflejar lo sucedido. Resultan por ello mucho más útiles a la hora de conocer la actitud contemporánea hacia aquellos tiempos que como fuente de información veraz sobre ellos. Acontecimientos decisivos de la historia ateniense de dicho período, como las reformas de Solón o la tiranía de Pisístrato, quedan manifiestamente tamizados por el color con que fueron percibidos e interesadamente recreados a mediados del siglo V a.C, cuando Heródoto compuso su obra y recabó las informaciones pertinentes al respecto. Se trata, por tanto, de una historia, quizá como todas, elaborada desde el presente y que configura su imagen del pasado a instancias de los propios requerimientos actuales, sin tener en cuenta los condicionantes efectivos de un tiempo remoto que resultaba difícil recuperar.
Tampoco sus informaciones puntuales merecen la condición de datos firmes y consistentes, si prescindimos del contexto y las motivaciones internas que explican su presencia y les dan sentido en el interior del relato. Los historiadores antiguos no escribían con vistas a la posteridad, sino para un auditorio determinado. Esto significa que, aunque parezca una constatación evidente, las noticias que aparecen en el curso de su narración obedecen a la lógica interna que preside todo su relato y que no tienen en ningún momento el objetivo de suplir, con la información oportuna, nuestras carencias correspondientes. Una obra como la vieja edición de las fuentes clásicas sobre la España antigua, compilada por el estudioso alemán Adolph Schulten en los años cincuenta del siglo, pierde buena parte de su eficacia al presentar descontextualizadas las noticias recogidas al respecto, extrayendo del texto, con una muy arriesgada cirugía, unos materiales que estaban estrechamente integrados dentro de un contexto narrativo más amplio que no se puede obviar sin más. El interés de los autores griegos por la península ibérica no se corresponde con el de los estudiosos modernos de la historia de España ni pretendían con sus noticias aportarnos las claves informativas necesarias. Su presencia responde a otra clase de razones que conviene desvelar por completo si se pretende que las informaciones proporcionadas adquieran el valor que realmente poseen.
Todas las informaciones de carácter geográfico y etnográfico que aparecen en el curso de los relatos históricos griegos, como el de Heródoto, están más condicionadas por los propios deseos de autodefinición del pueblo griego que por la necesidad objetiva de conocer un mundo exterior ajeno y desconocido. Las expectativas de viaje eran reducidas, los atlas y mapas inexistentes, y, en consecuencia, poco importaba la veracidad absoluta de las descripciones o la mayor o menor precisión de la ubicación geográfica de los lugares descritos. El estudioso francés Francois Hartog ha demostrado de forma convincente que todo el discurso etnográfico de Heródoto, expuesto a lo largo de los cinco primeros libros de su historia que describen todo el mundo conocido, constituye en realidad una reflexión acerca del carácter específicamente griego (tó hellenikón), que se ve así reflejado de forma invertida en el espejo deformante de unos «otros», que han sido expresamente fabricados con esta finalidad. Una vez más, a pesar de las apariencias, los griegos se mostraron muy poco interesados en el mundo exterior a ellos mismos, salvo como un intento de incorporar en una realidad ajena, y en buena parte ficticia, las condiciones materiales y humanas que, por contraste, contribuían a su propia autodefinición como comunidad y como individuos enfrentados a un mundo que debían dominar para sobrevivir como tales.
No conviene, por fin, olvidar tampoco las enormes distancias que separan algunos testimonios antiguos de los acontecimientos que reflejan. Un ejemplo ilustrativo es el caso de Diodoro de Sicilia, autor de una historia universal en el siglo I a.C, que constituye nuestra fuente más antigua acerca de la figura de Alejandro Magno, que vivió casi trescientos años antes. O, siguiendo con el mismo tema, Alejandro, el hecho de que la historia más fiable con que contamos sea la compuesta por Flavio Arriano en el siglo II d.C, es decir, nada menos que quinientos años después de la desaparición del monarca macedonio. Algo similar sucede con algunos de los personajes clave de la historia de la Atenas clásica, como Solón o Pericles, cuya personalidad sólo conocemos a través de los perfiles biográficos trazados por Plutarco a comienzos del siglo II d.C, cuando habían transcurrido ya casi setecientos años desde la época aludida. Ciertamente, tanto los unos como los otros utilizaron fuentes de información más antiguas que les sirvieron de guía en la confección de sus relatos, como Arriano, que recurrió a las historias de personajes contemporáneos de Alejandro como sus colaboradores Tolomeo y Aristóbulo. Sin embargo, el tiempo no había pasado en vano y los objetivos perseguidos con la recreación del pasado no eran los mismos en unos tiempos y en otros. Cada uno de ellos era deudor de su propia época recurriendo a las fuentes precedentes más como depositarías de los datos necesarios para elaborar su propia versión personal que como un procedimiento crítico de investigación histórica de tiempos más remotos.
En el terreno material las pérdidas han sido igualmente considerables. Las ciudades han desaparecido prácticamente de la faz de la tierra dejando tan sólo tristes ruinas para la contemplación que casi nunca reflejan el estado original de las construcciones. Los templos, a pesar de los intentos de reconstrucción llevados a cabo, han perdido irremediablemente su policromía y las estatuas que decoraban sus frontones, metopas y frisos, en el mejor de los casos sólo pueden contemplarse ahora por separado y de forma dispersa y fragmentaria en los museos modernos. Los santuarios han quedado reducidos a un montón de escombros inteligibles que apenas permiten vislumbrar la imagen de su pasado esplendor, con sus caminos repletos de estelas votivas y ofrendas de todas clases por los que discurrían brillantes procesiones ceremoniales en honor de la divinidad venerada en el lugar. Se han perdido también de manera casi definitiva las pinturas murales que decoraban los grandes pórticos de las ciudades como la famosa stoa poikile (el paseo porticado cubierto de pinturas variadas) y que eran sorprendentemente el género artístico más admirado entre los propios griegos. Hoy debemos limitarnos a contemplar su reflejo en artes menores como la cerámica y el mosaico o al intento de restituir el colorido y el brillo a los tímidos restos hallados en las tumbas de los reyes macedonios. Han desaparecido las esculturas monumentales que albergaban los grandes templos, como las estatuas de Zeus y Atenea que ocupaban con su imponente presencia el interior del templo principal de Olimpia y del Partenón ateniense, convertidas ambas en un objeto de admiración para todos los que las habían contemplado. Los grandes grupos escultóricos que adornaban algunos santuarios y que estaban destinados a ser contemplados como conjuntos, como el célebre auriga de Delfos o los gálatas de Pérgamo en el período helenístico, han quedado reducidos a su mínima expresión a pesar de la belleza de sus imponentes restos, como la propia estatua del auriga que aparece ahora exenta y descontextualizada, o de la imagen transmitida por las copias romanas existentes del monumento pergameno. Pérdidas lamentables son también la de la mayor parte de los suntuosos objetos artísticos que figuraban como ofrenda en los santuarios y despertaban la admiración embobada de sus visitantes. Algunos ejemplares aislados que han sobrevivido accidentalmente, como la imponente y majestuosa crátera de Vix, hallada en una tumba celta del centro de Francia, o la no menos espectacular de Derveni, encontrada en el norte de la península griega, nos ofrecen sólo una idea aproximada de la magnificencia de esta clase de productos y elevan hasta el infinito la frustración experimentada por la desaparición irreversible de tales muestras del talento artístico de los artesanos griegos. El hallazgo submarino de las mejores esculturas en bronce griegas que poseemos en la actualidad, como los famosos guerreros de Riace encontrados en los años setenta del siglo pasado en el sur de Italia, constituye también un claro indicio de las dimensiones colosales de la pérdida sufrida dentro de este campo.

Los efectos de la distancia

A pesar de las constantes apelaciones a la comunidad esencial con el pasado griego que han sido proclamadas a lo largo de los siglos, lo cierto es que existen importantes diferencias entre su mundo y el nuestro que resultan prácticamente insalvables a la hora de establecer continuidades afectivas o trazar una línea firme y decidida en la recepción de su legado hasta nosotros. Como ha destacado el historiador francés Pierre Cabanes, se trata de un universo que nos resulta sensiblemente próximo pero intelectualmente lejano. El mundo griego aparece ante nosotros como una civilización exótica y remota a la que no se aplican necesariamente nuestros modos habituales de razonamiento. Muchos de los conceptos válidos hoy en día no son aplicables a la Antigüedad griega. Existe una falta de homogeneidad en el pensamiento griego puesta de manifiesto en expresiones claramente contradictorias que desde la perspectiva moderna se intenta reducir a una regularidad inexistente y ficticia, impulsados por nuestra obsesión de dotar de una coherencia intelectual propia a planteamientos ajenos por completo a ella. La presencia directa de cualquier habitante moderno en la Grecia antigua, hecha posible a través de una supuesta máquina del tiempo, resultaría insoportable por causas aparentemente tan nimias como el fuerte olor que impregnaba por todos lados su vida cotidiana debido a razones tan primarias como la falta general de higiene, la presencia constante de desperdicios y aguas residuales o el humo procedente de los sacrificios donde se inmolaban en vivo y en directo los animales ofrendados a los dioses. La presencia de enfermedades y epidemias incurables, de la guerra y sus consecuencias más inmediatas como la esclavitud, o la insensibilidad manifiesta a determinadas cuestiones como la infancia o la vejez, que conmueven nuestra conciencia actual, tampoco contribuirían a hacer más agradable la estancia en aquel tiempo. Filtros históricos fundamentales como el cristianismo, la Revolución Francesa y la Revolución Industrial han cambiado por completo la fisonomía física y espiritual del mundo en el que habitamos haciendo irreconocible cualquier escenario anterior.
La comprensión de un aspecto tan fundamental como el religioso, que implicaba todos los campos de la actividad humana hasta el punto de confundir esferas tan bien delimitadas en el mundo moderno como lo laico y lo sagrado, no siempre resulta fácil desde la perspectiva moderna. Actividades aparentemente laicas como los juegos deportivos, las competiciones musicales y poéticas, el teatro o la guerra estaban estrechamente asociadas a la vida religiosa de la comunidad e imbuidas de un carácter sagrado que se ponía de manifiesto por medio de los sacrificios y ceremonias que rodeaban su realización. La conservación de un documento como las listas de los tributos atenienses o las cuentas de la construcción de algunos templos, como el Erecteon de Atenas, se debe fundamentalmente a este motivo, ya que dichos documentos, claramente administrativos desde nuestra perspectiva actual, entraban, en cambio, de lleno dentro del ámbito de lo sagrado como actividades relacionadas con la rendición del culto a las divinidades protectoras de la ciudad.
Eran también notoriamente diferentes las estructuras sociales y el tenor de las actividades económicas. Las barreras y prejuicios de una sociedad tradicional y cerrada chocan frontalmente con los criterios más abiertos y cosmopolitas de las sociedades modernas. El concepto de una economía capitalista eficiente y productiva era completamente desconocido de la mentalidad griega, que nunca trató de aplicar las posibles ventajas de la ciencia y la técnica a la mejora y aumento de la producción, limitándose a utilizarlas como un simple divertimento. Una constante de la mentalidad griega es el desprecio del trabajo manual, propiciado por un talante decididamente aristocrático que valoraba sobre todo la posesión de la tierra y la disposición del ocio necesario, facilitado además por la existencia de esclavos, para llevar a cabo otro tipo de actividades como la caza, los juegos de todas clases o la literatura que garantizaban el prestigio y la gloria. La escala de las operaciones e intercambios económicos estaba también en consonancia con las dimensiones reducidas de este mundo, fuera de toda comparación con fenómenos similares de la actualidad o incluso de tiempos más recientes.
Los códigos morales eran en consecuencia también muy diferentes, con actitudes aparentemente reprobables en la actualidad, como la aprobación social de la venganza, que era admitida incluso como una motivación justificable a la hora de presentar cargos en los tribunales contra un adversario. Las distancias insalvables que median entre su concepción del mundo y la nuestra son evidentes. Las tensiones entre individuo y comunidad, latentes en obras como la Antígona de Sófocles, eran mucho más traumáticas que en la actualidad, dado que no se contemplaba la posibilidad de una vida privada «alejada del mundanal ruido» y se consideraba «idiotas» a los que no tomaban parte activamente en la vida pública (ése es precisamente el significado originario del término). Los conflictos suscitados entre diferentes generaciones, que aparecen reflejados, aunque de manera un tanto exagerada, en obras como el Edipo Rey de Sófocles, eran mucho más ásperos e intensos que en la actualidad, ya que los más ancianos basaban sus únicas posibilidades de supervivencia en el soporte de sus hijos, dada la falta de instituciones sociales como los centros sanitarios o los asilos o la existencia misma de pensiones, y esta circunstancia apremiante generaba constantes tensiones en las relaciones familiares y cotidianas. Existía igualmente una desmedida obsesión por el triunfo y la competición, reflejada por doquier en todos los aspectos de la vida griega y reconocida como uno de sus elementos definitorios, que alcanzaba grados insospechados hasta el punto de que los meritorios segundo y tercer puesto de nuestras competiciones deportivas serían considerados tan vergonzosos como la derrota más humillante.
Su concepción del mundo era, quizá, más limitada pero seguramente mucho más inmediata y directa, como se refleja en su contemplación y percepción de la naturaleza. El entorno natural que rodeaba las vidas de los griegos antiguos estaba poblado de toda clase de divinidades. El paisaje era un espacio emblemático, dotado casi de vida, en el que todos sus elementos, los árboles, las rocas, las plantas, los ríos, adquirían una significación especial y un protagonismo destacado que va mucho más lejos que la moderna percepción estética de la naturaleza o su elogio como paraíso de evasión. Los dioses y los héroes habían dejado su impronta por doquier, revelando así su presencia a los hombres y marcándoles al mismo tiempo los contornos imaginarios que definían su espacio geográfico y mental, un escenario pleno de sentido por el que debía discurrir activa y pasivamente su existencia. Las escasas alusiones al paisaje natural que encontramos dentro de la literatura griega se explican desde esta perspectiva más que con la simple suposición de su familiaridad para el auditorio. Por ello, los paisajes que aparecen recreados obedecen a esta percepción de la naturaleza, más espiritual o imaginaria, y son el resultado de esta actitud más afectiva y partícipe, cómplice incluso, hacia el mundo natural que una descripción puntual del entorno concreto en el que habitaban.
Es necesario tener en cuenta algunas consideraciones que condicionaban de manera decisiva su relación con el medio natural, como la presencia imponente e intimidatoria de la noche con su oscuridad absoluta, que dividía de manera radical la vida diaria, a diferencia de lo que sucede en la actualidad, en que las horas nocturnas se han transformado en una prolongación de la actividad diurna, acentuada con la aparición de la electricidad y la confianza generada por ella en una aparente continuidad del espacio vital. Las actividades humanas se suspendían casi por completo y sólo quedaba lugar para el sueño reparador, la emergencia de terrores atávicos o la contemplación extasiada del firmamento. De las tres posibilidades, la última al menos ha quedado relegada totalmente al olvido por la cegadora atmósfera luminosa de las ciudades, que impide la observación precisa de los astros, contribuyendo de esta forma al alejamiento progresivo de la connivencia entre el individuo y su entorno natural. Sólo los apagones imprevistos que desatan el caos más absoluto en las sociedades modernas, como el célebre de Nueva York, nos devuelven aunque sólo sea por un instante a las condiciones habituales que rodeaban la vida de los antiguos y nos permiten apreciar quizá mejor algunas de las importantes implicaciones que dichos imponderables tenían en la configuración de sus actitudes cotidianas ante el mundo circundante.

No conocemos tampoco en detalle el mundo interior de los antiguos griegos, su forma de pensar, sus sentimientos profundos y sus emociones más inmediatas, a pesar de las apariencias que pueda suscitar una literatura considerable. No existe nada parecido a las confesiones o a los diarios íntimos, que son frecuentes, en cambio, en otras etapas de la historia de la literatura. No poseemos nada similar a las cartas de Cicerón en la literatura latina, que nos permiten adentrarnos en la intimidad del personaje en cuestión, o a las Confesiones de San Agustín, donde se refieren algunas de sus más íntimas experiencias personales. La caracterización de los individuos en la biografía griega ignora la intimidad del yo. La aparición de la conciencia individual desde la perspectiva moderna tiene lugar en época imperial, a lo largo de los siglos III y IV d.C. La idea colectiva de la comunidad o el estado, que aparece reflejada en las tragedias griegas, primó de manera casi absoluta sobre las tendencias más individuales y personalistas. Sólo en el período helenístico se reconocieron como propiamente griegas las manifestaciones individualistas representadas en los poetas líricos griegos. De esta forma, nos hallamos lejos de poder entender un mundo que se nos escapa casi por todas partes, ajeno e indescifrable en muchos de sus elementos, primitivo y exótico en algunos otros, incluso deplorable y ridículo en algunos de ellos, y, en definitiva, desesperadamente ajeno, como señaló en su día el estudioso inglés Jones al calificar de esta forma el universo de la tragedia griega, una expresión que hizo luego fortuna al ser aplicada al panorama global de la Antigüedad por un historiador de la talla del americano Moses Finley.

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