domingo, 24 de diciembre de 2017

Benjamin Ferrington.-La ciencia griega Segunda parte Resumen y conclusión

En las páginas precedentes hemos expuesto una selección representativa de los escritos científicos de los períodos alejandrino y grecorromano. Pero nuestro estudio no ha agotado el tema. Para ser desarrollado con mayor extensión exigiría por parte del que esto escribe un grado de especialización en las diversas ramas de la ciencia más elevado que el que puede legítimamente atribuirse. Pero, aunque mucho más podría decirse, tal vez se haya dicho lo suficiente para reflejar el alcance y el brillo de la ciencia en la antigüedad clásica. Nos sentimos pasmados al encontrarnos en el umbral de la ciencia moderna. Y no hay que suponer que por algún truco de traducción los extractos aquí reproducidos han recibido cierto aire de modernidad. Muy por el contrario, el vocabulario de esos escritos y su estilo son las fuentes de las cuales han derivado nuestro propio léxico y nuestro propio estilo. Aquí no hay ilusión que valga. Con la ciencia alejandrina y romana nos encontramos realmente en el umbral del mundo moderno. Cuando la ciencia moderna comenzó a desarrollarse en el siglo XVI, retomó el estudio allí donde los griegos lo habían dejado. Copérnico, Vesalio y Galileo son los continuadores de Tolomeo, Galeno y Arquímedes.
Pero, aunque nuestra primera impresión sea favorable, pronto le sucede una extraña duda. Los griegos y los romanos llegaron hasta el umbral del mundo moderno. ¿Por qué, entonces, no abrieron la puerta? La situación es paradójica en extremo. Hemos examinado aquí un período de unos quinientos años, desde la muerte de Aristóteles en el año 322 a. C., hasta la muerte de Galeno, en el año 199 d. C. Pero mucho antes de finalizar este período ya había sido completado el trabajo inicial. Antes de terminar el siglo III a. C., Teofrasto, Estratón, Herófilo y Erasístrato, Ctesibio y Arquímedes, habían aportado ya sus obras respectivas. En el Liceo y en el Museo la labor de investigación había alcanzado un alto grado de eficacia. Era grande la capacidad para organizar lógicamente el conocimiento. El alcance de la información positiva era impresionante, y el ritmo con que se la iba adquiriendo más impresionante aún. Se había llegado a dominar la teoría del experimento. No faltaban aplicaciones de la ciencia a diversos mecanismos ingeniosos. No fue, pues, sólo en la época de Tolomeo y de Galeno cuando los antiguos llegaron al umbral de la ciencia moderna. Para esa fecha tardía ya hacía cuatro siglos que se mantenían ociosos ante su puerta. Por cierto que habían demostrado terminantemente su incapacidad de cruzarla.
Aquí tenemos, por consiguiente, la prueba de una verdadera parálisis de la ciencia. Durante cuatrocientos años se habían producido, según vimos, numerosas ampliaciones del conocimiento, muchas reorganizaciones del cuerpo del saber, nuevas adquisiciones en cuanto a la habilidad en la exposición. Pero no hubo ningún gran impulso hacia adelante, ninguna aplicación general de la ciencia a la vida. La ciencia había dejado de ser o no había llegado a convertirse en una fuerza real en la vida de la sociedad. Por el contrario, había surgido una concepción de ella como un ciclo de estudios liberales para una minoría privilegiada. Se había convertido en un entretenimiento, en un adorno, en su asunto de contemplación. Había dejado de ser un medio de transformar las condiciones de vida. Aun artes establecidas, necesarias para el mantenimiento de la sociedad —profesiones como la del arquitecto y la del médico— estaban casi al margen de la respetabilidad y sólo se las aceptaba en la medida en que el profesional pudiera ser contemplado como poseedor de un conocimiento puramente técnico, mediante el cual dirigía la labor de otros.
Cuando buscamos las causas de esta parálisis, es evidente que ella no se debió a ningún fallo del individuo. La pretensión de explicar los grandes movimientos sociales mediante la psicología de los individuos es uno de los más funestos errores de nuestros tiempos. No, aunque la ciencia en su conjunto fuera presa de una parálisis creciente, no escaseaban el talento individual ni el genio personal, como lo demuestran abundantemente las páginas que anteceden. La falla era social, y su remedio residía en métodos políticos y públicos que estaban fuera del alcance de la época. Los antiguos organizaron rigurosamente los aspectos lógicos de la ciencia, los aislaron del cuerpo de la actividad técnica, en el cual habían crecido o en el cual hubieran debido hallar su aplicación, y los colocaron aparte del mundo de la práctica y por encima de él. Esta deletérea separación entre lógica y práctica fue producto de la división universal de la sociedad entre hombres libres y esclavos. Y tal separación no fue buena, ni para la práctica ni para la teoría. Como dijera Francis Bacon, examinando, de acuerdo con los conocimientos de su época, los mismos datos que hemos estudiado aquí, si uno convierte a la ciencia en una virgen vestal no puede esperar que dé frutos. A la hora de su decadencia la ciencia antigua se había convertido en una reverenda solterona, de la cual no podían esperarse frutos tales como el mejoramiento general de las condiciones de vida y la emancipación general del yugo de la superstición.
Para nosotros, en la actualidad, el concepto de ciencia implica la idea de un poder transformador de las condiciones de vida. Aunque estemos acertados al defender el ideal de la ciencia como expresión de devoción desinteresada a la verdad —en rigor, este ideal es en sí mismo un producto de la historia social, y nunca ha brillado más que entre aquellos de nuestros contemporáneos que reconocen y aceptan las responsabilidades del poder científico—, comprendemos al mismo tiempo que del manantial de la ciencia pura surgen las corrientes fertilizadoras que sirven a la industria. Casi todos somos bastante baconianos en cuanto imaginamos la ciencia no sólo como conocimiento de la naturaleza, sino también como poder sobre ella. La verdad complementaria, a saber, que la industria fomenta la ciencia tanto como la ciencia fomenta la industria, es también parte de nuestras opiniones corrientes. La acción recíproca de la ciencia sobre la vida y de la vida sobre la ciencia es un elemento básico de nuestras concepciones mentales. Pero no ocurría lo mismo durante la decadencia del mundo antiguo. En aquel entonces el poder sobre la naturaleza era incrementado, en la medida en que ello resultaba posible, aumentando el número de esclavos.
CONQUISTAS Y LIMITACIONES DE LA CIENCIA ANTIGUA
El fracaso de la ciencia antigua residió en el uso que de ella se hizo. Fracasó en su función social. Aun cuando la adquisición de esclavos se volvió más y más difícil, los antiguos no recurrieron a una aplicación sistemática de la ciencia a la producción. Nadie pretende que tales aplicaciones no se hayan producido jamás. Bromehead, por ejemplo, aporta pruebas que vienen a modificar la conclusión de Neuburger, según la cual «el arte de la minería parece no haber hecho casi progreso técnico alguno en toda la antigüedad, es decir, desde la época de los primeros vestigios que se han encontrado, hasta la caída del Imperio Romano».[1] Con todo, sigue en pie la verdad general de que la sociedad antigua había impuesto un molde que excluía toda posibilidad de buscar activamente una fuerza que no consistiera en los músculos de los esclavos. Tal dependencia de la sociedad con respecto al esclavo se refleja doquiera en la conciencia de la época. Para Platón y Aristóteles, en el siglo IV a. C., era axiomático que la civilización no podía existir sin esclavos. Tres siglos más tarde, aunque la captura de esclavos se había vuelto mucho más difícil, el filósofo alejandrino Filón sigue opinando lo mismo. Como la vida sin esclavos le parecía inconcebible, sacó la conclusión (pues era un celoso moralista) de que la ley moral permite la adquisición de esclavos. Sus reglas para el tratamiento de éstos, imaginadas, al igual que las de Platón, como algo justo y humanitario, revelan con bastante elocuencia la conciencia culpable reprimida y la horrible realidad social. Establece que el amo que mata a un esclavo debe ser muerto, pero agrega que «si el esclavo vive aún dos días después de haber sido azotado», el amo debe ser absuelto.
Filón nació en el año 25 a. C., pero aun al cabo de varios siglos de cristianismo la sociedad continuaba vaciada en el mismo molde. San Agustín (354-430 d. C.) aceptaba la esclavitud como juicio de Dios sobre un mundo culpable del pecado original. Estas opiniones, paganas y cristianas, no indican el carácter de los individuos, sino el de los tiempos. El lento desarrollo de las fuerzas de la historia había ocasionado el sistema esclavista. Sólo otras poderosas fuerzas históricas podían barrer con él. La naturaleza de tales fuerzas y el lento cambio que ellas introdujeron en la mentalidad social han sido bien descritos por Engels. «La esclavitud —escribe en El origen de la familia— ya no era provechosa, y por tal motivo desapareció. Pero al sucumbir dejó tras de sí su aguijón emponzoñado: el estigma acarreado por el trabajo productivo de los hombres libres. Tal era el callejón sin salida en que se hallaba encerrado sin remedio el mundo romano: la esclavitud era económicamente imposible, y la labor de los hombres libres estaba moralmente proscrita. La primera ya no podía ser la forma básica de la producción social; la segunda, todavía no podía serlo. Lo único que cabía esperar era una completa revolución». Esa revolución, obra de los bárbaros del Norte, se produjo entre los años 400 y 800 d. C. «Aunque al final —continúa Engels— encontramos casi las mismas clases que al principio, los seres humanos que las formaban eran diferentes. La esclavitud antigua había desaparecido, al igual que el hombre libre menesteroso que despreciaba el trabajo como cosa reservada a los esclavos. Entre el colonus romano y el nuevo siervo había existido el libre campesino franco. Las “inútiles memorias y las fútiles contiendas” de la decadente cultura romana estaban muertas y enterradas. Las clases sociales del siglo IX se habían formado, no en la corrupción de una civilización decadente, sino entre los dolores del parto de una nueva civilización».
Esta nueva civilización, que surgió de la tumba de la sociedad esclavista, pronto floreció en una serie de nuevas invenciones que transformaron la base económica de la vida. En un artículo publicado en Le Mercure de France (mayo de 1932), Des Noëttes ofrece una breve relación de los principales inventos del Medievo. Incluye en él al molino de agua, que fue conocido en la antigüedad, pero, al parecer, poco utilizado.[2] He aquí la lista en cuestión.
Siglo IX. — Los modernos arneses del animal de tiro, con la collera, las varas, la disposición en filo y las herraduras clavadas.
Siglo X. — Los modernos arneses del caballo de montar, con la silla, los estribos, el bocado y las herraduras clavadas.
Siglo XII. — El molino de agua, el molino de viento, la sierra mecánica, la forja con martinete de báscula, los fuelles con tablas rígidas y válvula, los vidrios de las ventanas y las vidrieras, la chimenea doméstica, la vela y el cirio, los caminos pavimentados[3] y la carretilla.
Siglo XIII. — Los anteojos, el arado con ruedas y con vertedera, el timón.[4]
Siglo XIV. — Las compuertas en los canales, la pólvora, el reloj de pesas, la acepilladora.
Siglo XV. — La imprenta.
En otro de sus escritos, obra maestra de investigación y de análisis histórico,[5] Des Noëttes discute las consecuencias sociales de esta serie de invenciones. No está equivocado cuando insiste en que «al transformar fundamentalmente los medios de producción, transformaron fundamentalmente el organismo social». Ni disminuye la importancia de su conclusión cuando comprendemos que una de esas transformaciones del organismo social consistió en la desaparición de los últimos vestigios de esclavitud y en la posibilidad de emprender inmensas construcciones con trabajadores libres; obras tales que hubieran sido normalmente cumplidas en la antigüedad empleando el trabajo forzado de los esclavos. Esto acarreó una inmensa mejora de la conciencia del mundo moderno en relación con la del antiguo. Pues, como subraya Des Noëttes, «los antiguos nada sabían de los derechos del hombre; para ellos sólo existían los del ciudadano».
Este mismo punto ha sido examinado más recientemente por un investigador norteamericano, cuyas conclusiones son dignas de mención.[6] «El efecto acumulativo de las nuevas fuerzas disponibles, o sea la de los animales, la hidráulica y la eólica, sobre la cultura de Europa, no ha sido estudiada atentamente. Pero desde el siglo XII, y aun desde el XI se produjo un rápido reemplazo de la energía humana por la no humana allí donde se necesitaban grandes fuerzas o donde se requerían movimientos tan sencillos y tan monótonos que el hombre podía ser reemplazado por un mecanismo. La gloria principal de la Edad Media no se funda en sus catedrales, en sus epopeyas ni en su escolástica: se cifra en haber edificado por primera vez en la historia una compleja civilización que no descansaba sobre las sudorosas espaldas de los esclavos o de los peones, sino principalmente sobre fuerzas no humanas».
Se ha enseñado, ingenuamente, y todavía se cree, a veces con igual candidez, que la ciencia del Renacimiento surgió con la llegada a Europa de los libros griegos de Constantinopla. Si en esto residiera toda la verdad del asunto, bien podríamos preguntarnos por qué el mundo moderno no nació en Alejandría, en Roma o en Constantinopla, donde sobrevivían los viejos libros. Hay otro hecho que debe ser considerado. La ciencia grecorromana era buena simiente, pero no podía crecer en el suelo rocoso de la antigua sociedad esclavista. La revolución técnica del Medievo era necesaria para preparar la tierra de la Europa occidental a fin de que recibiera la semilla, y el recurso técnico de la imprenta era necesario para multiplicar y desparramar la semilla antes de que la sabiduría antigua pudiera rendir una cosecha satisfactoria.
Este punto ha sido admirablemente expuesto por el profesor Fawcett.[7] «Los pueblos de la Europa occidental tenían la ventaja de vivir en una región donde tres de los recursos naturales importantes para las formas más simples de energía eran más abundantes que en los territorios de las civilizaciones antiguas. El clima les suministraba una vegetación más continua, permitiéndoles así contar con más animales de trabajo; también los proveyó de viento suficiente en todas las estaciones del año para impulsar a los barcos en sus mares y a sus sencillos molinos de viento en tierra; y la abundancia de lluvias, sumada a la ausencia de una estación seca, les permitió contar con múltiples fuentes de energía hidráulica en pequeña escala, a lo largo de sus cursos de agua. Así, una vez que aprendieron cómo emplear esos recursos, construyeron una sociedad en la cual los seres humanos se veían libres de una gran parte de las tareas necesarias Estos progresos técnicos condujeron a cambios sociales, pues los esclavos domésticos y los galeotes ya no eran necesarios, y estas crudas formas de trabajo obligatorio fueron desapareciendo lentamente. Fueron reemplazadas en parte por la servidumbre y en parte por las organizaciones de artesanos, hasta que una y otras se fundieron posteriormente en el sistema de salarios de la moderna democracia capitalista».
LA DEUDA DE LA CIENCIA MODERNA PARA CON LA ANTIGUA
Los creadores de la ciencia moderna en el siglo XVI, trabajando nuevamente en una era de progresos técnicos en la cual iban siendo barridos los antiguos abusos sociales, no sólo rehabilitaron el afán científico de la antigua Jonia, sino que también resucitaron su celo humanitario. Al leer sus escritos nos parece respirar un aire más puro y más libre. Cuando Platón escribió sus utopías estaba obsesionado por la necesidad de reprimir a los trabajadores esclavos. En la Utopía de Tomás Moro los trabajadores son hombres libres, y la sociedad está organizada de acuerdo con sus intereses. «El objeto principal de la constitución es el de regular el trabajo de acuerdo con las necesidades de la comunidad y facilitar al pueblo todo el tiempo necesario para el perfeccionamiento de su espíritu, en lo que consiste, según ellos creen, la felicidad de la vida». No debe pasar inadvertida esta nueva concepción de una clase trabajadora con necesidades y alegrías espirituales. En la analogía de Platón entre el hombre y la sociedad, los gobernantes habían sido identificados con la cabeza; la policía, con el pecho, y los trabajadores, con el vientre y las espaldas.
En la literatura de esta época esta nueva tendencia encuentra frecuente expresión. Mientras Arquímedes había expresado su desprecio por las aplicaciones útiles de la ciencia, Simon Stevin (1548-1620), conocido como el Arquímedes de los Países Bajos, siente por encima de todo el anhelo de ser útil. Al presentar al público su sistema de notación decimal, dice humildemente: «No será una gran invención, pero es útil en grado sumo para todo el mundo».
¿Dónde hallaríamos en toda la antigüedad un tratado erudito sobre la minería? Al promediar el siglo XVI aparece el libro De Re Metallica, de Agrícola en el cual se expone todo el proceso de la extracción de los minerales. Resulta aleccionador leer en sus primeras páginas la lista de las ciencias básicas que el autor considera necesarias para esta industria. La relación entre una teoría en desarrollo activo y sus aplicaciones prácticas es revelada en la forma característica del mundo moderno, pero extraña a la ciencia antigua en su período decadente. No menos admirable que sus descripciones de máquinas y de procesos es su defensa de la utilidad social de la industria.
Pronto también la química, que en la antigüedad había vivido una existencia subterránea, debido a que sus practicantes —los bataneros, los tintoreros, los fabricantes de vidrio, los alfareros, los drogueros— estaban proscritos de la sociedad, comenzó a clamar por su derecho a ser una ciencia honorable, con muchas protestas por parte de los iniciadores en el sentido de que no era ocupación para quienes por exceso de orgullo desdeñaban ensuciarse las manos. La química es una materia que hemos descuidado en este volumen, pues sus orígenes son desusadamente oscuros. Pero que las dificultades que esta ciencia experimentó al salir a luz fueron más sociales que inherentes a la naturaleza del asunto a investigar es cosa sugerida tanto por los escritos de Bolos Democritus (hacia el 200 a. C.), en la antigüedad, como por los de Juan Rodolfo Glauber (1604-70), en tiempos modernos.
Glauber, como Agrícola, tenía un perspicaz sentido de la contribución que la ciencia podía aportar a la vida.[8] Cuando este aspecto de la ciencia volvió nuevamente a primer plano, no pasó mucho tiempo sin que el efecto de sus aplicaciones industriales sobre la salud de los trabajadores llamara poderosamente la atención. Este efecto había sido observado pero descuidado en la antigüedad, cuando los esclavos y los criminales condenados eran enviados a las canteras y a las minas, y los oficios peligrosos, en general, no eran motivo de seria preocupación para los gobiernos. Los médicos hipocráticos habían escrito sobre el efecto del ambiente sobre la salud, pero sólo consideraron el ambiente natural. Al mundo moderno le restaba descubrir que el más importante aspecto del ambiente para el trabajador es su trabajo. Paracelso (1490-1541) es el primero que señala este vacío en la teoría médica de la antigüedad. Al discutir los terribles efectos del oficio de los mineros y de los obreros metalúrgicos, a saber, el asma, la tisis y los vómitos, hace el siguiente comentario: «Nada en absoluto se encuentra sobre estas enfermedades en la tradición médica antigua, y por ello ningún remedio se les conoce hasta el presente». Estas conclusiones fueron extendidas después a casi todas las ocupaciones conocidas por el gran Ramazzini (1633-1714), cuya obra clásica De Morbis Artificum rivaliza con los méritos de las más grandes obras de la antigüedad y las supera en contenido humanitario.
Probablemente la más decisiva derrota del espíritu científico en la antigüedad haya sido la pérdida del sentido de la historia. La historia es la ciencia más fundamental, pues no hay conocimiento humano que no pueda perder su carácter científico cuando se olvidan las condiciones en las cuales se originó, las incógnitas a las cuales respondía y la función para la cual fue creado. Gran parte del misticismo y de la superstición de los hombres instruidos consisten en conocimientos que han roto sus amarras históricas. Es por esta razón que hemos subrayado los bosquejos de la civilización trazados por Demócrito y por Lucrecio, y que los hemos caracterizado como la más importante conquista de la ciencia antigua.
El proceso mediante el cual el saber de una generación puede transformarse en la superstición de la siguiente puede ser adecuadamente estudiado del De Rerum Natura de Lucrecio a la Eneida de Virgilio, aunque la motivación de Virgilio para ensartar oráculos, augurios, portentos y milagros tan gordos en su fibra épica, merecería sin duda un paciente análisis. También puede comprobarse examinando lo que la erudición alejandrina hizo de las escrituras hebreas cuando éstas fueron traducidas al griego. Podría haberse esperado que la adición a la literatura griega del registro histórico de un pueblo extraño profundizara su sentido de la historia. Sin embargo, la interpretación histórica de las escrituras hebreas es producto de épocas recientes. El mundo clásico había convertido en mito su propia historia antes de llegar a conocer el Antiguo Testamento, y desde un principio lo encaró en forma a-histórica. Difícilmente podría haber alguien más erudito que Orígenes (186-254 d. C.), quien aplicó todos los recursos de la erudición alejandrina a la tarea de la crítica bíblica. Sin embargo, se admite que por falta de todo sentido histórico, sus interpretaciones son enteramente arbitrarias. Lo que perdió la historia lo ganó la teología, y el desarrollo histórico de la humanidad se redujo a las proporciones de un breve acto en un drama cósmico. Los verdaderos acontecimientos pasaron a ser la Rebelión de los Ángeles, la Creación, el Pecado Original, la Redención, el Milenario y el Juicio Final. Perdido en tales misterios, el tiempo se redujo a los límites de seis mil años, y la historia humana llegó a tener significado sólo en relación con el marco trascendental en que estaba contenida. La más grande conquista de la ciencia moderna ha sido el renacimiento del sentido histórico. Es éste un tema en el cual no podemos entrar aquí, pero una breve alusión a él servirá de apropiada conclusión para nuestro libro. Hemos mencionado los nombres de algunos de los grandes fundadores de la ciencia moderna: Copérnico, Vesalio, Galileo, Stevin y otros. El hombre que dio suprema expresión al espíritu de esta época fue el inglés Francis Bacon (1561-1626), quien encaró toda la cuestión del renacimiento de la ciencia con un agudo sentido histórico, notable para su tiempo y poco entendido por sus sucesores. El cuerpo de los escritos baconianos constituye un gran comentario sobre la historia humana, cuyo sentido es que la verdadera historia de la humanidad sólo puede escribirse en términos de la conquista por el hombre de su medio ambiente. Su tema era, en sus propias palabras. La Interpretación de la Naturaleza y el Dominio del Hombre sobre ella. Penetró, a través del velo de la política, hasta la realidad económica, y juzgó las realizaciones pasadas del hombre y sus perspectivas futuras en términos de su poder sobre la naturaleza, sin negar otros aspectos de su cultura, pero relacionándolos con este hecho fundamental.
El sentido de la realidad del tiempo, de la realidad del cambio histórico, y de la influencia del hombre sobre su propio destino, fueron contribuciones a la profunda filosofía de Vico (1688-1744), quien, a la luz de su intuición de que el Hombre hace su propia Historia, estaba justificado en su afirmación de haber hecho de la historia La Nueva Ciencia. Bacon vislumbró la verdad de que el hombre hace su historia mental en el proceso de conquistar su mundo. Vico vio más claramente que Bacon que esto no lo hace el hombre aislado, sino la sociedad. En las instituciones fundamentales de la sociedad humana vio los instrumentos mediante los cuales el hombre, que comenzó por ser un bruto, se ha transformado en un ser civilizado. Filósofos posteriores, principalmente Hegel y Marx, han profundizado y desarrollado estas ideas, hasta que ellas han cegado a convertirse en preciosas herramientas mediante las cuales el hombre puede trabajar conscientemente por el mejoramiento de su propia sociedad. A la luz de estas concepciones la historia de la ciencia asume una nueva importancia. Se convierte, no en la historia de una, entre las diversas ramas del conocimiento humano, sino en la llave esencial del proceso en el cual el hombre cumple su autotransformación del reino animal al reino humano. Y este estudio ha sido escrito en la convicción de que la mejor inteligencia de cualquier etapa de este largo viaje deberá contribuir a la conquista del objetivo final.
NOTA BIBLIOGRÁFICA
Para una exposición general de la técnica antigua, especialmente en la era alejandrina, véase DIELS, Antike Technik, 3.ª ed., Leipzig, 1924. Los estudios esenciales sobre Bolos Democritus son los de WELLMAN en Abhandlungen der Preussischen Akademie, Philosophisch-Historische Klasse, 1921, n. 4, 1928, n. 7. Con respecto al resurgimiento de los estudios históricos en tiempos modernos, véase R. G. COLLINGWOOD, Autobiography (Pelican) y Vico: His Autobiography, por FISCH Y BERGIN, 1945. Con respecto a la tecnología antigua para el período cubierto por este libro, véase el Vol. II (The Mediterranean Civilizatiom and the Middle Ages c. 700 B. C. to A. D. 1500) del quinto volumen de la History of Technology, publicada por Clarendon Press, Oxford, bajo la dirección de Charles Singer y otros, en 1958; también el volumen complementario, A Short History of Technology (from the earliest times to A. D. 1900) por Derry y Williams (Clarendon Press, 1960) [versión castellana: Historia de la tecnología, siglo XXI, Madrid, 1977].

Son de gran interés filosófico: P. ROSSI, Sulla valutazione delle orti mecchaniche nei secoli XVI e XVII (Rivista Critica de Storia della Filosofia, 1956); F. KLEMM, A History of Western Technology (Allen and Unwin, 1959); y John NEF, The Conquest of the Material World (Univ. of Chicago Press, 1964).

No hay comentarios:

Publicar un comentario