En las páginas precedentes hemos expuesto una selección representativa
de los escritos científicos de los períodos alejandrino y grecorromano. Pero
nuestro estudio no ha agotado el tema. Para ser desarrollado con mayor
extensión exigiría por parte del que esto escribe un grado de especialización
en las diversas ramas de la ciencia más elevado que el que puede legítimamente
atribuirse. Pero, aunque mucho más podría decirse, tal vez se haya dicho lo
suficiente para reflejar el alcance y el brillo de la ciencia en la antigüedad
clásica. Nos sentimos pasmados al encontrarnos en el umbral de la ciencia
moderna. Y no hay que suponer que por algún truco de traducción los extractos
aquí reproducidos han recibido cierto aire de modernidad. Muy por el contrario,
el vocabulario de esos escritos y su estilo son las fuentes de las cuales han
derivado nuestro propio léxico y nuestro propio estilo. Aquí no hay ilusión que
valga. Con la ciencia alejandrina y romana nos encontramos realmente en el
umbral del mundo moderno. Cuando la ciencia moderna comenzó a desarrollarse en
el siglo XVI, retomó el estudio allí donde los griegos lo habían dejado. Copérnico,
Vesalio y Galileo son los continuadores de Tolomeo, Galeno y Arquímedes.
Pero, aunque nuestra primera impresión sea favorable, pronto le sucede
una extraña duda. Los griegos y los romanos llegaron hasta el umbral del mundo
moderno. ¿Por qué, entonces, no abrieron la puerta? La situación es paradójica
en extremo. Hemos examinado aquí un período de unos quinientos años, desde la
muerte de Aristóteles en el año 322 a. C., hasta la muerte de Galeno, en
el año 199 d. C. Pero mucho antes de finalizar este período ya había sido
completado el trabajo inicial. Antes de terminar el siglo III a. C., Teofrasto, Estratón, Herófilo y Erasístrato, Ctesibio y
Arquímedes, habían aportado ya sus obras respectivas. En el Liceo y en el Museo
la labor de investigación había alcanzado un alto grado de eficacia. Era grande
la capacidad para organizar lógicamente el conocimiento. El alcance de la
información positiva era impresionante, y el ritmo con que se la iba
adquiriendo más impresionante aún. Se había llegado a dominar la teoría del
experimento. No faltaban aplicaciones de la ciencia a diversos mecanismos
ingeniosos. No fue, pues, sólo en la época de Tolomeo y de Galeno cuando los
antiguos llegaron al umbral de la ciencia moderna. Para esa fecha tardía ya
hacía cuatro siglos que se mantenían ociosos ante su puerta. Por cierto que
habían demostrado terminantemente su incapacidad de cruzarla.
Aquí tenemos, por consiguiente, la prueba de una verdadera parálisis de
la ciencia. Durante cuatrocientos años se habían producido, según vimos,
numerosas ampliaciones del conocimiento, muchas reorganizaciones del cuerpo del
saber, nuevas adquisiciones en cuanto a la habilidad en la exposición. Pero no
hubo ningún gran impulso hacia adelante, ninguna aplicación general de la
ciencia a la vida. La ciencia había dejado de ser o no había llegado a
convertirse en una fuerza real en la vida de la sociedad. Por el contrario,
había surgido una concepción de ella como un ciclo de estudios liberales para
una minoría privilegiada. Se había convertido en un entretenimiento, en un
adorno, en su asunto de contemplación. Había dejado de ser un medio de
transformar las condiciones de vida. Aun artes establecidas, necesarias para el
mantenimiento de la sociedad —profesiones como la del arquitecto y la del
médico— estaban casi al margen de la respetabilidad y sólo se las aceptaba en
la medida en que el profesional pudiera ser contemplado como poseedor de un
conocimiento puramente técnico, mediante el cual dirigía la labor de otros.
Cuando buscamos las causas de esta parálisis, es evidente que ella no
se debió a ningún fallo del individuo. La pretensión de explicar los grandes movimientos
sociales mediante la psicología de los individuos es uno de los más funestos
errores de nuestros tiempos. No, aunque la ciencia en su conjunto fuera presa
de una parálisis creciente, no escaseaban el talento individual ni el genio
personal, como lo demuestran abundantemente las páginas que anteceden. La falla
era social, y su remedio residía en métodos políticos y públicos que estaban
fuera del alcance de la época. Los antiguos organizaron rigurosamente los
aspectos lógicos de la ciencia, los aislaron del cuerpo de la actividad
técnica, en el cual habían crecido o en el cual hubieran debido hallar su
aplicación, y los colocaron aparte del mundo de la práctica y por encima de él.
Esta deletérea separación entre lógica y práctica fue producto de la división
universal de la sociedad entre hombres libres y esclavos. Y tal separación no
fue buena, ni para la práctica ni para la teoría. Como dijera Francis Bacon,
examinando, de acuerdo con los conocimientos de su época, los mismos datos que
hemos estudiado aquí, si uno convierte a la ciencia en una virgen vestal no
puede esperar que dé frutos. A la hora de su decadencia la ciencia antigua se
había convertido en una reverenda solterona, de la cual no podían esperarse
frutos tales como el mejoramiento general de las condiciones de vida y la
emancipación general del yugo de la superstición.
Para nosotros, en la actualidad, el concepto de ciencia implica la idea
de un poder transformador de las condiciones de vida. Aunque estemos acertados
al defender el ideal de la ciencia como expresión de devoción desinteresada a
la verdad —en rigor, este ideal es en sí mismo un producto de la historia
social, y nunca ha brillado más que entre aquellos de nuestros contemporáneos
que reconocen y aceptan las responsabilidades del poder científico—,
comprendemos al mismo tiempo que del manantial de la ciencia pura surgen las
corrientes fertilizadoras que sirven a la industria. Casi todos somos bastante
baconianos en cuanto imaginamos la ciencia no sólo como conocimiento de la naturaleza,
sino también como poder sobre ella. La verdad complementaria, a saber, que la
industria fomenta la ciencia tanto como la ciencia fomenta la industria, es
también parte de nuestras opiniones corrientes. La acción recíproca de la
ciencia sobre la vida y de la vida sobre la ciencia es un elemento básico de
nuestras concepciones mentales. Pero no ocurría lo mismo durante la decadencia
del mundo antiguo. En aquel entonces el poder sobre la naturaleza era
incrementado, en la medida en que ello resultaba posible, aumentando el número
de esclavos.
CONQUISTAS Y LIMITACIONES
DE LA CIENCIA ANTIGUA
El fracaso de la ciencia antigua residió en el uso que de ella se hizo.
Fracasó en su función social. Aun cuando la adquisición de esclavos se volvió
más y más difícil, los antiguos no recurrieron a una aplicación sistemática de
la ciencia a la producción. Nadie pretende que tales aplicaciones no se hayan
producido jamás. Bromehead, por ejemplo, aporta pruebas que vienen a modificar
la conclusión de Neuburger, según la cual «el arte de la minería parece no
haber hecho casi progreso técnico alguno en toda la antigüedad, es decir, desde
la época de los primeros vestigios que se han encontrado, hasta la caída del
Imperio Romano».[1] Con todo, sigue
en pie la verdad general de que la sociedad antigua había impuesto un molde que
excluía toda posibilidad de buscar activamente una fuerza que no consistiera en
los músculos de los esclavos. Tal dependencia de la sociedad con respecto al
esclavo se refleja doquiera en la conciencia de la época. Para Platón y
Aristóteles, en el siglo IV a. C., era
axiomático que la civilización no podía existir sin esclavos. Tres siglos más
tarde, aunque la captura de esclavos se había vuelto mucho más difícil, el
filósofo alejandrino Filón sigue opinando lo mismo. Como la vida sin esclavos
le parecía inconcebible, sacó la conclusión (pues era un celoso moralista) de
que la ley moral permite la adquisición de esclavos. Sus reglas para el
tratamiento de éstos, imaginadas, al igual que las de Platón, como algo justo y
humanitario, revelan con bastante elocuencia la conciencia culpable reprimida y
la horrible realidad social. Establece que el amo que mata a un esclavo debe
ser muerto, pero agrega que «si el esclavo vive aún dos días después de haber
sido azotado», el amo debe ser absuelto.
Filón nació en el año 25 a. C., pero aun al cabo de varios siglos de
cristianismo la sociedad continuaba vaciada en el mismo molde. San Agustín
(354-430 d. C.) aceptaba la esclavitud como juicio de Dios sobre un mundo
culpable del pecado original. Estas opiniones, paganas y cristianas, no indican
el carácter de los individuos, sino el de los tiempos. El lento desarrollo de
las fuerzas de la historia había ocasionado el sistema esclavista. Sólo otras
poderosas fuerzas históricas podían barrer con él. La naturaleza de tales
fuerzas y el lento cambio que ellas introdujeron en la mentalidad social han
sido bien descritos por Engels. «La esclavitud —escribe en El origen de la familia— ya no
era provechosa, y por tal motivo desapareció. Pero al sucumbir dejó tras de sí
su aguijón emponzoñado: el estigma acarreado por el trabajo productivo de los
hombres libres. Tal era el callejón sin salida en que se hallaba encerrado sin
remedio el mundo romano: la esclavitud era económicamente imposible, y la labor
de los hombres libres estaba moralmente proscrita. La primera ya no podía ser
la forma básica de la producción social; la segunda, todavía no podía serlo. Lo
único que cabía esperar era una completa revolución». Esa revolución, obra de
los bárbaros del Norte, se produjo entre los años 400 y 800 d. C. «Aunque
al final —continúa Engels— encontramos casi las mismas clases que al principio,
los seres humanos que las formaban eran diferentes. La esclavitud antigua había
desaparecido, al igual que el hombre libre menesteroso que despreciaba el
trabajo como cosa reservada a los esclavos. Entre el colonus romano y el nuevo
siervo había existido el libre campesino franco. Las “inútiles memorias y las
fútiles contiendas” de la decadente cultura romana estaban muertas y
enterradas. Las clases sociales del siglo IX se habían
formado, no en la corrupción de una civilización decadente, sino entre los
dolores del parto de una nueva civilización».
Esta nueva civilización, que surgió de la tumba de la sociedad
esclavista, pronto floreció en una serie de nuevas invenciones que
transformaron la base económica de la vida. En un artículo publicado en Le Mercure de France
(mayo de 1932), Des Noëttes ofrece una breve relación de los principales
inventos del Medievo. Incluye en él al molino de agua, que fue conocido en la
antigüedad, pero, al parecer, poco utilizado.[2] He aquí la
lista en cuestión.
Siglo IX. — Los modernos arneses del animal de tiro, con la collera, las varas,
la disposición en filo y las herraduras clavadas.
Siglo X. — Los modernos arneses del caballo de
montar, con la silla, los estribos, el bocado y las herraduras clavadas.
Siglo XII. — El molino de agua, el molino de
viento, la sierra mecánica, la forja con martinete de báscula, los fuelles con
tablas rígidas y válvula, los vidrios de las ventanas y las vidrieras, la
chimenea doméstica, la vela y el cirio, los caminos pavimentados[3] y la
carretilla.
Siglo XIV. — Las compuertas en los canales, la
pólvora, el reloj de pesas, la acepilladora.
Siglo XV. — La imprenta.
En otro de sus escritos, obra maestra de investigación y de análisis
histórico,[5] Des Noëttes
discute las consecuencias sociales de esta serie de invenciones. No está
equivocado cuando insiste en que «al transformar fundamentalmente los medios de
producción, transformaron fundamentalmente el organismo social». Ni disminuye
la importancia de su conclusión cuando comprendemos que una de esas
transformaciones del organismo social consistió en la desaparición de los
últimos vestigios de esclavitud y en la posibilidad de emprender inmensas
construcciones con trabajadores libres; obras tales que hubieran sido
normalmente cumplidas en la antigüedad empleando el trabajo forzado de los
esclavos. Esto acarreó una inmensa mejora de la conciencia del mundo moderno en
relación con la del antiguo. Pues, como subraya Des Noëttes, «los antiguos nada
sabían de los derechos del hombre; para ellos sólo existían los del ciudadano».
Este mismo punto ha sido examinado más recientemente por un
investigador norteamericano, cuyas conclusiones son dignas de mención.[6] «El efecto
acumulativo de las nuevas fuerzas disponibles, o sea la de los animales, la
hidráulica y la eólica, sobre la cultura de Europa, no ha sido estudiada
atentamente. Pero desde el siglo XII, y aun desde el XI se produjo un rápido reemplazo de la energía humana por la no humana
allí donde se necesitaban grandes fuerzas o donde se requerían movimientos tan
sencillos y tan monótonos que el hombre podía ser reemplazado por un mecanismo.
La gloria principal de la Edad Media no se funda en sus catedrales, en sus
epopeyas ni en su escolástica: se cifra en haber edificado por primera vez en
la historia una compleja civilización que no descansaba sobre las sudorosas
espaldas de los esclavos o de los peones, sino principalmente sobre fuerzas no
humanas».
Se ha enseñado, ingenuamente, y todavía se cree, a veces con igual
candidez, que la ciencia del Renacimiento surgió con la llegada a Europa de los
libros griegos de Constantinopla. Si en esto residiera toda la verdad del
asunto, bien podríamos preguntarnos por qué el mundo moderno no nació en
Alejandría, en Roma o en Constantinopla, donde sobrevivían los viejos libros.
Hay otro hecho que debe ser considerado. La ciencia grecorromana era buena simiente,
pero no podía crecer en el suelo rocoso de la antigua sociedad esclavista. La
revolución técnica del Medievo era necesaria para preparar la tierra de la
Europa occidental a fin de que recibiera la semilla, y el recurso técnico de la
imprenta era necesario para multiplicar y desparramar la semilla antes de que
la sabiduría antigua pudiera rendir una cosecha satisfactoria.
Este punto ha sido admirablemente expuesto por el profesor Fawcett.[7] «Los pueblos de
la Europa occidental tenían la ventaja de vivir en una región donde tres de los
recursos naturales importantes para las formas más simples de energía eran más
abundantes que en los territorios de las civilizaciones antiguas. El clima les
suministraba una vegetación más continua, permitiéndoles así contar con más
animales de trabajo; también los proveyó de viento suficiente en todas las
estaciones del año para impulsar a los barcos en sus mares y a sus sencillos
molinos de viento en tierra; y la abundancia de lluvias, sumada a la ausencia
de una estación seca, les permitió contar con múltiples fuentes de energía
hidráulica en pequeña escala, a lo largo de sus cursos de agua. Así, una vez
que aprendieron cómo emplear esos recursos, construyeron una sociedad en la
cual los seres humanos se veían libres de una gran parte de las tareas
necesarias Estos progresos técnicos condujeron a cambios sociales, pues los
esclavos domésticos y los galeotes ya no eran necesarios, y estas crudas formas
de trabajo obligatorio fueron desapareciendo lentamente. Fueron reemplazadas en
parte por la servidumbre y en parte por las organizaciones de artesanos, hasta
que una y otras se fundieron posteriormente en el sistema de salarios de la
moderna democracia capitalista».
LA DEUDA DE LA CIENCIA
MODERNA PARA CON LA ANTIGUA
Los creadores de la ciencia moderna en el siglo XVI, trabajando nuevamente en una era de progresos técnicos en la cual
iban siendo barridos los antiguos abusos sociales, no sólo rehabilitaron el
afán científico de la antigua Jonia, sino que también resucitaron su celo
humanitario. Al leer sus escritos nos parece respirar un aire más puro y más
libre. Cuando Platón escribió sus utopías estaba obsesionado por la necesidad
de reprimir a los trabajadores esclavos. En la Utopía de Tomás Moro los
trabajadores son hombres libres, y la sociedad está organizada de acuerdo con
sus intereses. «El objeto principal de la constitución es el de regular el
trabajo de acuerdo con las necesidades de la comunidad y facilitar al pueblo
todo el tiempo necesario para el perfeccionamiento de su espíritu, en lo que
consiste, según ellos creen, la felicidad de la vida». No debe pasar
inadvertida esta nueva concepción de una clase trabajadora con necesidades y
alegrías espirituales. En la analogía de Platón entre el hombre y la sociedad,
los gobernantes habían sido identificados con la cabeza; la policía, con el
pecho, y los trabajadores, con el vientre y las espaldas.
En la literatura de esta época esta nueva tendencia encuentra frecuente
expresión. Mientras Arquímedes había expresado su desprecio por las
aplicaciones útiles de la ciencia, Simon Stevin (1548-1620), conocido como el
Arquímedes de los Países Bajos, siente por encima de todo el anhelo de ser
útil. Al presentar al público su sistema de notación decimal, dice
humildemente: «No será una gran invención, pero es útil en grado sumo para todo
el mundo».
¿Dónde hallaríamos en toda la antigüedad un tratado erudito sobre la
minería? Al promediar el siglo XVI aparece el libro De Re Metallica,
de Agrícola en el cual se expone todo el proceso de la extracción de los
minerales. Resulta aleccionador leer en sus primeras páginas la lista de las
ciencias básicas que el autor considera necesarias para esta industria. La
relación entre una teoría en desarrollo activo y sus aplicaciones prácticas es
revelada en la forma característica del mundo moderno, pero extraña a la
ciencia antigua en su período decadente. No menos admirable que sus
descripciones de máquinas y de procesos es su defensa de la utilidad social de
la industria.
Pronto también la química, que en la antigüedad había vivido una
existencia subterránea, debido a que sus practicantes —los bataneros, los
tintoreros, los fabricantes de vidrio, los alfareros, los drogueros— estaban
proscritos de la sociedad, comenzó a clamar por su derecho a ser una ciencia
honorable, con muchas protestas por parte de los iniciadores en el sentido de
que no era ocupación para quienes por exceso de orgullo desdeñaban ensuciarse
las manos. La química es una materia que hemos descuidado en este volumen, pues
sus orígenes son desusadamente oscuros. Pero que las dificultades que esta
ciencia experimentó al salir a luz fueron más sociales que inherentes a la
naturaleza del asunto a investigar es cosa sugerida tanto por los escritos de
Bolos Democritus (hacia el 200 a. C.), en la antigüedad, como por los de Juan
Rodolfo Glauber (1604-70), en tiempos modernos.
Glauber, como Agrícola, tenía un perspicaz sentido de la contribución
que la ciencia podía aportar a la vida.[8] Cuando este
aspecto de la ciencia volvió nuevamente a primer plano, no pasó mucho tiempo
sin que el efecto de sus aplicaciones industriales sobre la salud de los
trabajadores llamara poderosamente la atención. Este efecto había sido
observado pero descuidado en la antigüedad, cuando los esclavos y los
criminales condenados eran enviados a las canteras y a las minas, y los oficios
peligrosos, en general, no eran motivo de seria preocupación para los
gobiernos. Los médicos hipocráticos habían escrito sobre el efecto del ambiente
sobre la salud, pero sólo consideraron el ambiente natural. Al mundo moderno le
restaba descubrir que el más importante aspecto del ambiente para el trabajador
es su trabajo. Paracelso (1490-1541) es el primero que señala este vacío en la
teoría médica de la antigüedad. Al discutir los terribles efectos del oficio de
los mineros y de los obreros metalúrgicos, a saber, el asma, la tisis y los
vómitos, hace el siguiente comentario: «Nada en absoluto se encuentra sobre
estas enfermedades en la tradición médica antigua, y por ello ningún remedio se
les conoce hasta el presente». Estas conclusiones fueron extendidas después a
casi todas las ocupaciones conocidas por el gran Ramazzini (1633-1714), cuya
obra clásica De
Morbis Artificum rivaliza con los méritos de las más grandes
obras de la antigüedad y las supera en contenido humanitario.
Probablemente la más decisiva derrota del espíritu científico en la
antigüedad haya sido la pérdida del sentido de la historia. La historia es la
ciencia más fundamental, pues no hay conocimiento humano que no pueda perder su
carácter científico cuando se olvidan las condiciones en las cuales se originó,
las incógnitas a las cuales respondía y la función para la cual fue creado.
Gran parte del misticismo y de la superstición de los hombres instruidos
consisten en conocimientos que han roto sus amarras históricas. Es por esta
razón que hemos subrayado los bosquejos de la civilización trazados por
Demócrito y por Lucrecio, y que los hemos caracterizado como la más importante
conquista de la ciencia antigua.
El proceso mediante el cual el saber de una generación puede
transformarse en la superstición de la siguiente puede ser adecuadamente
estudiado del De
Rerum Natura de Lucrecio a la Eneida de Virgilio, aunque la
motivación de Virgilio para ensartar oráculos, augurios, portentos y milagros
tan gordos en su fibra épica, merecería sin duda un paciente análisis. También
puede comprobarse examinando lo que la erudición alejandrina hizo de las
escrituras hebreas cuando éstas fueron traducidas al griego. Podría haberse
esperado que la adición a la literatura griega del registro histórico de un
pueblo extraño profundizara su sentido de la historia. Sin embargo, la
interpretación histórica de las escrituras hebreas es producto de épocas
recientes. El mundo clásico había convertido en mito su propia historia antes
de llegar a conocer el Antiguo Testamento, y desde un principio lo encaró en
forma a-histórica. Difícilmente podría haber alguien más erudito que Orígenes
(186-254 d. C.), quien aplicó todos los recursos de la erudición
alejandrina a la tarea de la crítica bíblica. Sin embargo, se admite que por
falta de todo sentido histórico, sus interpretaciones son enteramente
arbitrarias. Lo que perdió la historia lo ganó la teología, y el desarrollo
histórico de la humanidad se redujo a las proporciones de un breve acto en un
drama cósmico. Los verdaderos acontecimientos pasaron a ser la Rebelión de los
Ángeles, la Creación, el Pecado Original, la Redención, el Milenario y el
Juicio Final. Perdido en tales misterios, el tiempo se redujo a los límites de
seis mil años, y la historia humana llegó a tener significado sólo en relación con
el marco trascendental en que estaba contenida. La más grande conquista de la
ciencia moderna ha sido el renacimiento del sentido histórico. Es éste un tema
en el cual no podemos entrar aquí, pero una breve alusión a él servirá de
apropiada conclusión para nuestro libro. Hemos mencionado los nombres de
algunos de los grandes fundadores de la ciencia moderna: Copérnico, Vesalio,
Galileo, Stevin y otros. El hombre que dio suprema expresión al espíritu de
esta época fue el inglés Francis Bacon (1561-1626), quien encaró toda la
cuestión del renacimiento de la ciencia con un agudo sentido histórico, notable
para su tiempo y poco entendido por sus sucesores. El cuerpo de los escritos
baconianos constituye un gran comentario sobre la historia humana, cuyo sentido
es que la verdadera historia de la humanidad sólo puede escribirse en términos
de la conquista por el hombre de su medio ambiente. Su tema era, en sus propias
palabras. La Interpretación de la Naturaleza y el Dominio del Hombre sobre
ella. Penetró, a través del velo de la política, hasta la realidad económica, y
juzgó las realizaciones pasadas del hombre y sus perspectivas futuras en
términos de su poder sobre la naturaleza, sin negar otros aspectos de su
cultura, pero relacionándolos con este hecho fundamental.
El sentido de la realidad del tiempo, de la realidad del cambio
histórico, y de la influencia del hombre sobre su propio destino, fueron
contribuciones a la profunda filosofía de Vico (1688-1744), quien, a la luz de
su intuición de que el Hombre hace su propia Historia, estaba justificado en su
afirmación de haber hecho de la historia La Nueva Ciencia. Bacon vislumbró la
verdad de que el hombre hace su historia mental en el proceso de conquistar su
mundo. Vico vio más claramente que Bacon que esto no lo hace el hombre aislado,
sino la sociedad. En las instituciones fundamentales de la sociedad humana vio
los instrumentos mediante los cuales el hombre, que comenzó por ser un bruto,
se ha transformado en un ser civilizado. Filósofos posteriores, principalmente
Hegel y Marx, han profundizado y desarrollado estas ideas, hasta que ellas han
cegado a convertirse en preciosas herramientas mediante las cuales el hombre
puede trabajar conscientemente por el mejoramiento de su propia sociedad. A la
luz de estas concepciones la historia de la ciencia asume una nueva
importancia. Se convierte, no en la historia de una, entre las diversas ramas
del conocimiento humano, sino en la llave esencial del proceso en el cual el
hombre cumple su autotransformación del reino animal al reino humano. Y este
estudio ha sido escrito en la convicción de que la mejor inteligencia de
cualquier etapa de este largo viaje deberá contribuir a la conquista del
objetivo final.
NOTA BIBLIOGRÁFICA
Para una exposición general de la técnica antigua, especialmente en la
era alejandrina, véase DIELS, Antike Technik, 3.ª ed.,
Leipzig, 1924. Los estudios esenciales sobre Bolos Democritus son los de WELLMAN en Abhandlungen
der Preussischen Akademie, Philosophisch-Historische Klasse,
1921, n. 4, 1928, n. 7. Con respecto al resurgimiento de los estudios
históricos en tiempos modernos, véase R. G. COLLINGWOOD, Autobiography
(Pelican) y Vico:
His Autobiography, por FISCH Y
BERGIN, 1945. Con respecto a la tecnología antigua para el período cubierto
por este libro, véase el Vol. II (The Mediterranean Civilizatiom and the
Middle Ages c. 700 B. C. to A. D. 1500) del quinto
volumen de la History
of Technology, publicada por Clarendon Press, Oxford, bajo la
dirección de Charles Singer y otros, en 1958; también el volumen
complementario, A
Short History of Technology (from the earliest times to A. D. 1900)
por Derry y Williams (Clarendon Press, 1960) [versión castellana: Historia de la tecnología,
siglo XXI, Madrid, 1977].
Son de gran interés filosófico: P. ROSSI, Sulla valutazione delle orti mecchaniche nei
secoli XVI e XVII (Rivista Critica de Storia della Filosofia,
1956); F. KLEMM, A History
of Western
Technology
(Allen and Unwin, 1959); y John NEF, The Conquest of the Material World
(Univ. of Chicago Press, 1964).
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