Mientras los primeros Tolomeos consolidaban su imperio sobre Egipto, un
hecho histórico de importancia todavía mayor se había ido concretando en
Occidente. La ciudad de Roma había conquistado y organizado Italia. Las
comunidades italianas no estaban separadas de sus conquistadores por ninguna
brecha cultural ni racial considerable, y los romanos encontraron en el robusto
y populoso campesinado italiano un vasto depósito de poderío militar. Fueron en
esto más afortunados que los Tolomeos de Alejandría, quienes se vieron en la
necesidad de mantenerse en Egipto con un ejército exclusivamente griego al
principio y principalmente heleno siempre, o que los fenicios de Cartago, cuyas
ambiciones imperiales se fundaban en la base poco segura de ejércitos
mercenarios constituidos por miembros de tribus bereberes. Roma e Italia eran
capaces de un grado tal de unidad como nunca podían alcanzar Alejandría y
Egipto, por un lado, o Cartago y África por otro. Gracias a esta circunstancia
pudo Roma llegar a ser dueña del mundo.
La fuerza de la nueva potencia pronto hubo de revelarse. Pirro de
Epiro, que aspiraba a desempeñar el papel de Alejandro en el Occidente, invadió
a Italia con su ejército, en la esperanza de lograr una fácil conquista. Si
hubiera podido dominar a Roma, hubiera conducido luego a los griegos de la
Magna Grecia contra Cartago. Pero su carrera fue truncada antes de alcanzar
gran impulso por la decisiva derrota que los romanos le infligieron en 275 a.
C. De este modo la hegemonía sobre los griegos de Italia primero, y de Sicilia
después, pasó a manos de Roma, dando comienzo a la cooperación grecorromana.
Antes de finalizar el siglo III Cartago había sido
abatida en dos guerras tan largas como encarnizadas. Al comenzar el siglo II los romanos estaban avanzando hacia el Este, y antes de la mitad de
dicho siglo habían terminado con los sucesores orientales de Alejandro, a
saber, los Antigónidas de Macedonia y los Seléucidas de Siria. Las ciudades
griegas, tanto del Asia Menor como de la Península, habían pasado a reunirse
con las del sur de Italia y con las de Sicilia para adornar el mundo romano.
Sólo Egipto quedaba por conquistar, y Augusto se encargó de incorporarlo al
Imperio.
Éstos fueron los acontecimientos que originaron la época cultural
llamada Era Grecorromana. Los romanos, que con soberbia destreza política
efectuaron la unificación de Italia, no eran un pueblo culto. No tenían
literatura. Su idioma, que con excepción de algunas guarniciones y colonias
estaba confinado al distrito del Lacio, en las cercanías de Roma y del Tíber,
había comenzado en verdad a convertirse en una lengua apta para las discusiones
y las decisiones políticas, pero nunca había sido empleado para la expresión de
ideas filosóficas o científicas. En cambio ahora, dueños los romanos
sucesivamente de las ciudades de la Magna Grecia, de Grecia misma y de la
Jonia, se encontraron hablando el idioma poco desarrollado de un pequeño
distrito de Italia, pese a ser los dominadores, en el aspecto político, del mar
Mediterráneo, que culturalmente no era sino un lago griego. Ellos, que antes de
sus contactos con los griegos no tenían literatura, se vieron amos de un pueblo
cuya literatura tenía una antigüedad de cinco o seis siglos, y se había
convertido ya en asunto de apreciación sutil y erudita. Era inevitable, pues,
que sus hijos comenzaran a ser instruidos por gramáticos griegos, y sus
estadistas por políticos griegos. Sus diversiones, sus profesiones liberales, quedaron
en manos de los griegos, y su literatura naciente se modeló sobre la de éstos.
La cultura del mundo romano tornóse bilingüe. Aprende bien los dos idiomas,
aconsejaba Ovidio en su Arte de amar, si no quieres aburrir a tu querida. Este
consejo fue aceptado y seguido en otras esferas. Todo romano que deseara
llamarse culto en cierta medida tenía que aprender griego, y todo griego que
quisiera vender su cultura tenía que aprender el idioma de sus amos, los
romanos. Los griegos poseían el saber, pero el dominio romano no era un simple
hecho político, sino que tenía también su significado en la esfera espiritual.
Roma había triunfado allí donde Grecia fracasara, y la responsabilidad del
poder pesaba sobre los hombros de los romanos. La literatura romana no es una
mera imitación de la griega, sino la expresión de una nueva era. Los romanos se
formaron intelectualmente a través de sus esfuerzos por digerir una cultura
extranjera, pero se propusieron digerirla con fines propios. La cultura romana,
aunque menos original, tiene una nueva complejidad y una nueva madurez. Cicerón
imita a Platón, pero discurre acerca del gobierno real y efectivo, y no sobre
la justicia ideal. Lucrecio se instala a descansar en el Jardín de Epicuro,
pero desde éste se dirige al Senado y al Pueblo romanos. Virgilio imita a
Hesíodo en su granja, pero lo hace por sugestión del Emperador. Tácito estudia
la declinación de la oratoria, pero da lecciones sobre la historia de una
revolución política. Esta nueva conciencia, que caracteriza a la literatura de
Roma, corresponde a una nueva configuración social y política del mundo. Una
vasta zona del orbe se había unificado mediante la construcción de carreteras,
el perfeccionamiento de los navíos y de los puertos, los movimientos de los
ejércitos, la invención de nuevas formas políticas y la posesión de un idioma
común. El oikoumene,
el mundo habitado, era un organismo más complicado que cualquier ciudad-estado,
y los problemas de su administración comenzaron a definirse poco a poco en las
mentes de sus dueños romanos y de sus maestros griegos. Tan aplastantes
parecían esos problemas en su mayor parte, que los hombres se resignaban al
misticismo, el cinismo, el destino, las estrellas, los dioses y el emperador.
Al mismo tiempo qué progresaban las ciencias en esta época se difundían también
las religiones orientales, y las diversas filosofías degeneraban en escuelas de
resignación. Pero en los libros y en los escritores de que hablaremos a
continuación veremos algunas pruebas alentadoras de la capacidad que el hombre
tiene para tomar su destino en sus propias manos.
CULTURA BILINGÜE: EL
GRAMÁTICO, EL ENCICLOPEDISTA, EL TRADUCTOR
La condición bilingüe del mundo grecorromano significa que desde el año
100 a. C. aproximadamente la ciencia europea tuvo dos idiomas; sin embargo, el
trabajo se distribuía entre ambos de modo desigual. La tarea de desarrollar las
ramas de la ciencia ya entonces tradicionales continuó efectuándose en griego.
En latín se efectuó una tarea de asimilación y adaptación a las necesidades
romanas, que involucró crítica, selección y organización, y produjo algunas
obras maestras de un nuevo tipo.
Una consecuencia de esta relación de la ciencia romana con la griega
fue que la gramática, que se contaba entre las últimas ciencias constituidas
por los griegos, resultó ser, en cambio, la primera que los romanos llegaron a
dominar, y en ella cumplieron una de sus mayores hazañas, pues al estudiar en
griego y escribir en latín tomaron de esta disciplina una conciencia diferente.
Los griegos habían llegado a preocuparse de la gramática por la necesidad de
interpretar a sus propios escritores antiguos en su propio idioma, mientras que
los romanos se convirtieron en gramáticos debido a la necesidad de estudiar una
segunda lengua. Impulsados por su orgullo nacional a no convertirse
culturalmente en una provincia griega, y empeñados en el esfuerzo de traducir
al latín el acervo literario y científico de Grecia, comprobaron que era
precisamente la gramática la primera ciencia griega que tenían urgente
necesidad de adoptar y adaptar. Su primer gran gramático fue Lucio Aelio
Estilón (hacia 154-74 a. C.), quien estudió en Rodas cuando residía allí
Dionisio Tracio, expulsado hacía ya tiempo de Alejandría. El más grande
discípulo de Estilón fue Marco Terencio Varrón (116-27 a. C.), autor de
veinticinco libros sobre el idioma latino, de los cuales seis han llegado hasta
nosotros. La nómina de los gramáticos romanos es larga, y no tenemos por qué
reproducirla aquí. Pero al llegar al fin de una larga serie podemos mencionar
dos nombres: Donato, quien vivió a mediados del siglo IV d. C., fue tan famoso que, al igual que Euclides, dio su nombre
al asunto que estudiaba. A fines de la Edad Media se daba el nombre de «Donat»
a todo libro de gramática. Todavía más grande fue Prisciano, cuyas Institutiones Grammaticae
en dieciocho libros, aparecidas hacia el año 500 d. C., constituyen la más
famosa gramática antigua. A pesar de su formidable extensión (tanta como la de
la moderna gramática latina de Madvig) tuvo en un tiempo tal popularidad que no
había biblioteca que no tuviera de ella un ejemplar, y todavía hoy se la
conserva en unos mil manuscritos. Es inmensa la deuda de la cultura para con
los gramáticos romanos.
Los fenómenos lingüísticos nunca han sido material de fácil análisis
para la ciencia. Al respecto puede ilustrarnos un ejemplo de la forma en que
supieron encararlos los gramáticos romanos. Donato, en su Arte gramático, comienza por
definir Vox,
o sea la voz. «La voz es una vibración del aire, perceptible para el oído. Toda
emisión vocal es articulada, o bien confusa. Por articulada entiendo la que
puede ser expresada en letras, y por confusa, la que no puede así
representarse». Prisciano, evidentemente, cree que esta definición es justa,
pero inadecuada, y ofrece al principio de su libro I
un análisis más extenso. «Los filósofos definen la voz como una pequeña
cantidad de aire en vibración o como su efecto en los oídos. La primera
definición es de la sustancia; la segunda, del accidente. Pues ser oída es algo
que le ocurre a la voz. Hay cuatro clases de expresión vocal: articulada,
inarticulada, letrada e iletrada. Articulada es aquella dotada de un
significado por quien la emite. Inarticulada es la que no tiene ningún
significado. Letrada es la que puede ser escrita; iletrada, la que no puede
serlo. Ejemplo de expresión articulada y letrada es: “Canto a las armas y al
hombre”. Expresiones articuladas e iletradas son los gemidos, los silbidos y
los suspiros, que tienen un cierto sentido pero no pueden ser escritos.
Expresiones inarticuladas y letradas son por ejemplo “coax” o “cra”, que pueden
escribirse, pero nada significan. Expresiones inarticuladas e iletradas, que ni
tienen sentido ni pueden ser escritas, son los cotorreos y los mugidos».
Varrón, a quien mencionáramos hace unos instantes, no es solamente el
autor de la primera gramática latina de la cual se conserva una gran parte.
También es para nosotros el prototipo del enciclopedista antiguo. Su gramática
no era sino la primera parte de una vasta obra que incluía también lógica,
retórica, geometría, aritmética, astronomía, música, medicina y arquitectura.
Los romanos habían contemplado en un principio la cultura griega con cierto
recelo. Pero al llegar a Varrón, podemos decir que se habían convencido de que
era indispensable, y que se habían resuelto a asimilarla. Es también evidente
que se la asimilaron en forma realmente duradera. El concepto que Varrón se
formó de una enciclopedia del saber perduró durante toda la Edad Media y llegó
hasta los tiempos modernos: sólo en los últimos siglos se ha vuelto anticuado,
merced al desarrollo de las ciencias naturales e históricas.
CICERÓN Y LUCRECIO
Ahora bien: aunque de ningún modo puedan subestimarse los escritos de
gramáticos y enciclopedistas, ellos palidecen y se reducen a proporciones
insignificantes ante la proeza de dos hombres que, al sumar al trabajo de
selección, crítica y organización el brillo de su propio genio, hicieron más
que otro alguno para convertir al idioma latino en el introductor de la cultura
griega en la Europa occidental. Cicerón y Lucrecio, tan diferentes como
pudieran ser por sus dotes espirituales y mentales, dejaron ambos tras de sí
obras maestras imperecederas que, si excluimos las comedias de Plauto y de
Terencio, son los primeros monumentos del genio latino entre los que aún
ejercen una influencia viva sobre el pensamiento y el estilo del mundo moderno.
¿Cuál es el secreto de la influencia de estos dos hombres?
En el último siglo de la era pagana, dos escuelas griegas, la estoica y
la epicúrea, se disputaban la adhesión de aquellos romanos que alentaban
aspiraciones filosóficas. Otras sectas había fuera de estas dos, entre las
cuales sobresalían las diversas escuelas socráticas; pero como estaban mucho
más cerca del Pórtico que del Jardín, bien puede decirse que la única división
real era la existente entre los seguidores de Epicuro y todos los demás. Los
epicúreos, al igual que sus rivales, predicaban la creencia en los dioses, pero
limitaban la esfera de acción de éstos a lo más íntimo de la vida personal,
enseñando que los buenos entran en comunión con las sacras deidades, mientras
que los malos se obsesionan con temores imaginarios respecto a ellas. Diferían
terminantemente de las demás escuelas en cuanto excluían a los dioses de la
naturaleza y de la sociedad. Sus dioses no creaban mundos, ni los dirigían; no
habían enseñado a los hombres los rudimentos de la civilización, ni los habían
guiado en sus refinamientos; no eran los guardianes de la propiedad ni de la
moral pública, no lanzaban rayos sobre los rebeldes ni sobre los perjuros. Es
de imaginar que en una ciudad como Roma, que había sido fundada y guiada por
dioses, donde no se cumplía acto público alguno sin consultar primero la
voluntad divina, donde los dioses contribuían poderosamente al mantenimiento
del orden, los epicúreos no tenían mayor cabida en la vida pública. Por otra
parte, dondequiera los hombres estudiaron a la naturaleza, no como
manifestación de una providencia benévola, sino como un medio ambiente
extrahumano, para cuyo dominio el hombre había sentado las bases al iniciar su
vida civilizada; dondequiera los hombres estudiaron la historia, no para
investigar en ella los misteriosos designios de los dioses, sino como memoria
de las empresas y fracasos de la humanidad; dondequiera la naturaleza humana
fue estudiada como base para el control racional de la vida instintiva; allí
las enseñanzas de Epicuro fueron con suma frecuencia el fundamento. Tal era la
atmósfera filosófica del mundo en el cual nacieron Cicerón y Lucrecio, y en el
cual llegaron a convertirse, respectivamente, en los campeones de puntos de
vista tan opuestos.
Cicerón era un hombre público, y aunque entre sus amigos contaba muchos
epicúreos, nunca trata bien a la secta en sus escritos. Su filosofía era una
mezcla de platonismo y de estoicismo. Se inclinaba por la metafísica de Platón
y por la ética de Zenón, o mejor dicho, por las manifestaciones refinadas que
de sus enseñanzas introdujeron en dichas escuelas las generaciones posteriores.
Nadie lo considera como un pensador original, y no seré yo quien crea que sus
opiniones, tomadas de prestado, hayan sido sostenidas con tal sinceridad como
para que revistan el interés de ser el credo de un gran hombre. Ni siquiera él
mismo les concedió tal valor. A pesar de ello, merece nuestra atención y
nuestra admiración. El hombre que fuera autor, en política, de una República y
unas Leyes,
en las cuales las enseñanzas de Platón son aplicadas a la historia y a los
problemas del Estado romano; en metafísica, de las Cuestiones académicas, y de
las Tusculanas,
en las cuales se acuñan palabras y fórmulas para expresar en latín los
problemas fundamentales de la filosofía tradicional; en ética, de Los fines, y
Los oficios,
donde se hace lo mismo en el dominio de la conducta, dio tantos ejemplos de
explotación acertada de las fuentes griegas para producir nuevas obras latinas,
y de solución adecuada de los innumerables problemas que asedian al traductor,
como para merecer un lugar elevado en la historia de la transmisión de las
ideas. Por superficial que sea su pensamiento, tiene cierto encanto la ansiosa
respuesta de su mente al impacto de nuevas ideas, así como la virtuosidad con
que dota a su idioma nativo, todavía poco evolucionado, de todas las cualidades
necesarias para expresar el pensamiento de un Platón o de un Jenofonte, al
igual que en la inagotable maestría con que emplea las palabras. Fue un gran
literato, al igual que un gran orador y un gran político, y el sello de su
personalidad se distingue en toda su obra. Asimismo, en aquel terreno en el
cual la filosofía se toca con la ciencia, nos ha dejado una obra de gran
interés, a saber, una versión, parte de la cual se conserva, del Timeo
platónico, y una obra más o menos original sobre La adivinación, donde escribió,
una vez al menos, con sinceridad y pasión. Constituye un tratado en dos libros
y en forma dialogada. En el primero asigna a su hermano Quinto la tarea de
defender la antigua práctica de consultar la voluntad de los dioses mediante
los augurios, la aruspicina, la astrología y todos los demás recursos empleados
en la antigüedad. En el segundo, se reserva la tarea más grata, y más difícil
por cierto, de refutar semejante concepción. Lo hace con precisión y con
agudeza, sin vacilar siquiera en concluir con la expresión de su creencia de
que «rendiría un gran servicio a sí mismo y a su país si pudiera arrancar de
raíz esta superstición». Este impulso revolucionario en Cicerón, dirigido
contra instituciones probadas y establecidas, que en otros escritos había defendido
por su utilidad, es en verdad un fenómeno sorprendente.
Es el ataque contra la superstición lo que más aproxima a Cicerón,
aunque sólo sea por un momento, a su contemporáneo Lucrecio. Éste era
partidario de Epicuro, o sea miembro de aquella escuela que, casi sola en su
tiempo, luchó para eliminar de la naturaleza y de la historia la arbitraria
intervención de las fuerzas sobrenaturales. Su obra es mucho mejor ejemplo de
la capacidad de los escritores romanos para asimilar una masa de erudición griega
y crear a partir de ella un nuevo conjunto orgánico. La base de la filosofía de
Epicuro fue el atomismo de Leucipo y de Demócrito. Pero esta doctrina había
sufrido los ataques de las escuelas socráticas, y la tarea de Epicuro había
sido la de restaurar la teoría atomista superando las críticas de Platón y de
Aristóteles. El atomismo, tal como Epicuro lo reconstruyera, fue la filosofía
que Lucrecio trató de exponer a su público romano; pero es indudable que no se
limitó a los trescientos rollos que dejara su maestro, sino que también realizó
un estudio independiente de los presocráticos, en especial de Heráclito,
Anaxágoras y Demócrito. Había estudiado también los escritos hipocráticos y las
obras de Tucídides, material del cual hace uso en su sexto libro, y los errores
que ha cometido en su interpretación demuestran, si tal demostración fuera
necesaria, que no se trataba de estudios fáciles. Critica directamente
opiniones de Platón, aunque no menciona su nombre. Homero, Esquilo y Eurípides
también han dejado su marca en sus escritos. Tal fue el material griego
estudiado y asimilado por Lucrecio.
Pero queda otra fuente griega todavía por mencionar, a saber, el poema
filosófico Sobre la
Naturaleza, del filósofo presocrático Empédocles de Agrigento.
Lucrecio siguió su ejemplo al decidirse por la expresión versificada de su
asunto. Esta redacción en verso ha resultado un obstáculo para algunos
estudiosos de Lucrecio. Muchos coinciden con la protesta de Shelley: «Aborrezco
el poema didáctico. Todo lo que puede expresarse igualmente bien en prosa es
tedioso y rebuscado en verso». Ésta es una opinión superficial. La mitad de la
mejor poesía clásica es justamente didáctica. Cuando un autor tiene que exponer
un gran asunto, cuya importancia siente de modo profundo, que excita sus
emociones tanto como su pensamiento, que afecta tanto su imaginación como su
intelecto, y que él anhela llevar no sólo a las mentes sino también a los
corazones de sus oyentes; la poesía tiene muchos recursos de elocuencia para
captar la atención, despertar el interés e impresionar la memoria. Lucrecio
halló estas cualidades en Empédocles y se congratuló de tomar a un poeta por
modelo, pues el idioma latino de su época se había desarrollado mucho más en
verso que en prosa. En el verso filosófico ya había tenido un predecesor
latino: Ennio. La prosa filosófica sólo estaba siendo creada en esos días, en
parte por epicúreos, cuyas obras se han perdido, pero principalmente por
Cicerón.
Hubo un factor en su época que revistió al atomismo, ante los ojos de
Lucrecio, con los atributos de un evangelio. Según él, el mundo viviente de los
hombres gemía bajo la carga del temor: temor de caer en la implacable lucha por
la existencia, temor al desastre que podía sobrevenirles como castigo por el
pecado, temor a la muerte, temor al castigo en el más allá. Lucrecio trató de
calmar el primero de esos temores mediante una doctrina de anarquismo
filosófico. Creía que si los hombres se contentaran con una vida simple, habría
suficiente para todos. «Una vida sobria con un corazón tranquilo es gran
riqueza, y en ella nada se echa de menos», canta, prueba suficiente, si alguna
hacía falta, de que él mismo disfrutaba de seguridad y comodidad razonables.
Mayor atención dedicó a los demás temores, los cuales, naturales como eran en
los hombres, especialmente en los ignorantes, eran también inculcados en las
masas por razones de estado. Polibio, Varrón, Cicerón, todos abogan por el uso
de la superstición para gobernar a la multitud. Habiendo citado las opiniones
de estos autores en otro lugar,[1] copiaré aquí un
pasaje de otra fuente. Estrabón, que escribía hacia el año 30 a. C., dice: «No
fueron sólo los poetas quienes pusieron los mitos en circulación. Mucho antes
que los poetas, las ciudades y sus legisladores los habían sancionado como
útiles recursos. Tenían cierta penetración en cuanto a la naturaleza emotiva
del animal racional. Los hombres iletrados e incultos, afirmaban, no son más
que niños, y al igual que ellos, les agrada que les cuenten cuentos. Cuando a
través de narraciones descriptivas o de otras formas del arte representativo
saben cuán terribles son los castigos y las amenazas divinas, evitan por temor
incurrir en fechorías. Ningún filósofo, por medio de exhortaciones razonadas,
podría inducir a una muchedumbre de mujeres, o a cualquier multitud extraviada,
a la reverencia, la piedad o la fe. Tiene que recurrir también a su
superstición, y esto no puede hacerse sin mitos y milagros. De modo que los
fundadores de los Estados dieron su sanción a estas cosas como espantajos para
asustar a los simples. Ésta es la función de la mitología, y así es como ella
ha llegado a tener su lugar reconocido en el antiguo plan de la sociedad civil,
al igual que en las explicaciones de la naturaleza de la realidad». (Geografía,
I, 2, 8.)[2]
El epicureismo, para Lucrecio, significaba guerra a cuchillo contra
esta concepción del plan de la sociedad civil. Al comenzar su poema proclama
que la filosofía por él ofrecida puede dar al hombre la victoria sobre la religio, o
sea sobre la mitología oficial. Advierte a quienes deseen seguirlo que su
camino no estará libre de asperezas, sino que tendrán que tropezar con la
oposición de hombres a quienes llama vates, o videntes, que explotarán sus temores de lo que
puede ocurrir a dos incrédulos después de la muerte. Una verdadera filosofía de
la naturaleza es el arma con la cual él combate esos temores. Dos veces en su
poema declara que los viejos filósofos griegos de la naturaleza, y no el
oráculo de Apolo en Delfos, deben ser reverenciados como fuente de la verdad.
Tal era la situación en la cual Lucrecio se propuso influir, y tal fue su
mensaje.
Su poema quedó inconcluso, pero el plan de los seis libros que nos
quedan es amplio y claro, y poco faltó para que lo completara. Los dos primeros
exponen los principios fundamentales de la teoría atómica como explicación de
la naturaleza del mundo físico. Los dos siguientes tratan del hombre: el
primero de ellos expone la naturaleza del alma y la forma en que ésta se
relaciona con el cuerpo, dando pruebas de la mortalidad de aquélla, y tratando
de conjurar el miedo a la muerte; el segundo trata de la sensación, del
pensamiento y de las funciones biológicas. El quinto libro se refiere a nuestro
mundo y a su historia, describiendo su formación, la naturaleza y movimientos
de los astros, y los comienzos de la vida y de la civilización; el sexto libro
se ocupa de los fenómenos meteorológicos, de hechos curiosos de la tierra, de
las pestes en general, y en particular de la gran peste de Atenas durante la
guerra del Peloponeso. En ninguna del mundo moderno, se registra un esfuerzo
comparable por reunir todos los fenómenos de la naturaleza y de la historia
como testimonio conjunto para lograr una visión unificada de las cosas. Este
libro es una verdadera enciclopedia, pero desde otro punto de vista no se
parece a una enciclopedia en modo alguno, pues cada elemento de información que
contiene no es sino una parte de un mismo argumento general. Una intensa
excitación intelectual recorre toda la obra, y a ella contribuye, por otra
parte, la circunstancia de que se halle inconclusa. Se experimenta la sensación
de que Lucrecio debe haber muerto como Buckle, exclamando: «¡Mi libro, mi
libro!».
De la inagotable variedad de los asuntos contenidos en estas nutridas
páginas, hay un tópico —el bosquejo del origen y progreso de la civilización,
contenido en la segunda parte del libro quinto— que nos interesa aquí
particularmente. Ya subrayamos especialmente (cap. VI de la Primera Parte), como verdadera culminación de la ciencia
presocrática, un breve resumen de la civilización tomado de Demócrito[3] y conservado
para nosotros por el historiador Diodoro. Lucrecio, contemporáneo de Diodoro,
nos da en unos setecientos versos lo que parece ser una elaboración del mismo
esbozo que adoptara la escuela epicúrea. Por su eliminación de la acción de la
providencia y por su búsqueda de causas inteligibles en el dominio de la
historia humana, constituye quizá la más madura contribución de la antigüedad a
la ciencia del mundo moderno, motivo por el cual lo expondremos con cierta
amplitud.
La tierra, nos dice el poeta, produjo primero la vida vegetal, y luego
los seres vivos. Los primeros de éstos fueron las aves, nacidas de huevos;
luego aparecieron los animales, nacidos de úteros arraigados en la tierra. Ésta
ios alimentó, los vistió y los proveyó de un clima adecuado. Pero con el tiempo
envejeció y cesó de alumbrar, y los seres vivientes comenzaron a propagarse por
sí mismos. Sin embargo, antes de perder su fecundidad, la tierra produjo
numerosos monstruos, hoy extinguidos. En verdad, sucumbieron todas las especies
que no pudieron hallar alimento, reproducirse, protegerse o, en última
instancia, ganarse la protección del hombre en pago de sus servicios a éste.
El hombre primitivo era más robusto que el actual, y más longevo. No
producía alimentos, sino que los recolectaba. No conocía el fuego, las ropas,
ni las casas, sino que vivía en los bosques o en las cavernas de las montañas,
y se ayuntaba de manera promiscua. Evitaba a las fieras más peligrosas, y
cazaba a otras con garrotes y piedras. La civilización comenzó cuando el hombre
adquirió el fuego, llegó a vestirse con pieles, y se construyó chozas. Entonces
comenzaron a unirse en pareja duradera el hombre y la mujer, llegando así a
conocer las ternuras de la paternidad. La sociedad civil comenzó con la amistad
y los pactos entre vecinos. El lenguaje fue producto de la sociedad. No podría
haber sido inventado por un hombre e impartido por éste a sus semejantes, sino
que, así como los perros, caballos y aves expresan la variedad de sus emociones
mediante sonidos diversos, así el hombre empleó diferentes sonidos para
designar diferentes cosas, hasta que por convención llegó a establecerse el
lenguaje.
El conocimiento del fuego se originó ya sea en algún incendio causado
por el rayo o en la ignición de las ramas de los árboles que el viento frotaba
entre sí. El sol enseñó a los hombres a cocinar. Luego, gradualmente, aquellos
que por su inventiva técnica adquirieron predominio fueron surgiendo como reyes
y se construyeron ciudades, cada una con su ciudadela como baluarte y refugio
del monarca. Estos reyes distribuyeron rebaños y tierras entre sus súbditos, en
un principio de acuerdo con sus dotes personales, ya fueran éstas mentales o
físicas. Pero la invención de la moneda y el incremento de la propiedad
alteraron por completo las condiciones de vida. Las riquezas llegaron a ser más
importantes que las cualidades personales, y en la sociedad envidiosa y
ambiciosa que de ello resultó, la monarquía fue derribada y prevaleció la anarquía.
De ésta surgió a su vez el gobierno constitucional. Se nombraron magistrados,
se promulgaron leyes, y el crimen fue reprimido con sanciones legales. El poeta
analiza luego la religión. ¿Cuál es la causa de su imperio universal? Se la
encuentra en todos los grandes pueblos. Ha llenado las ciudades de altares y ha
inspirado ceremonias anuales que sobrecogen de terror escalofriante a los
mortales, quienes a su vez propagan el mal y erigen nuevos templos en el mundo
entero, con nuevas multitudes de adoradores.[4] La religión
procede de una confusión de ideas en aquellas personas que no poseen una
filosofía natural verdadera. Los hombres, tanto dormidos como despiertos, ven a
los dioses en toda su gloria y (acertadamente) les asignan beatitud e
inmortalidad. Contemplan también los fenómenos de los cielos, majestuosos,
regulares e incomprensibles. Así llegan a imaginar que los dioses viven en el
cielo y guían con sus voluntades todos esos fenómenos celestes. «¡Pobre de la
especie humana cuando enhoramala atribuyó a los dioses tales actos y los
imaginó al mismo tiempo capaces de amarga ira! ¡Qué de lamentaciones engendró
para sí misma, qué de heridas para nosotros, qué de lágrimas para los hijos de
nuestros hijos! Pues no consiste la piedad en hacerse ver a menudo con la
cabeza cubierta, frente a una piedra, ni en acercarse a cada altar y caer
postrado en el suelo, ni en extender las palmas de las manos ante las estatuas
de los dioses, ni en rociar los altares con mucha sangre de animales, ni en
proferir un voto tras otro, sino en ser capaz de contemplar todas las cosas con
una mente en paz».
Las primeras lecciones de metalurgia las adquirió el hombre cuando los
incendios de los bosques fundieron el oro, la plata, el plomo, el cobre y el
hierro, y le sugirieron la posibilidad de forjar armas y herramientas. Antes de
llegar a conocer los metales, las armas e instrumentos, el hombre había
utilizado sólo sus propias manos, uñas y dientes, así como piedras, ramas
arrancadas a los árboles, y llamas y fuego cuando halló éste. Supo montar a
caballo antes de inventar los carros de guerra. Los cartagineses introdujeron
el empleo del elefante con fines bélicos. Las vestiduras hechas con pieles cosidas
precedieron a los tejidos, pues el telar no llegó a construirse antes de la
invención del hierro. Los primeros tejedores fueron los varones, quienes más
tarde dejaron esta tarea a las mujeres y se fueron a trabajar en las faenas
campestres. La siembra y el injerto fueron enseñados por la misma naturaleza, y
la gradual extensión de la labranza fue relegando los bosques a las colinas,
brindándonos así los paisajes sonrientes que hoy disfrutamos. La música fue al
principio una imitación del canto de las aves y de los silbidos del viento. El
sol y la luna enseñaron al hombre la regularidad de las estaciones, y cómo
adaptar a ellas su trabajo. A su debido tiempo llegaron las ciudades
amuralladas, la navegación, los tratados y la celebración de los grandes acontecimientos
en forma cantada. «Los barcos y la labranza; las murallas, las leyes, las
armas, los caminos, las ropas y todo lo semejante; todos los valores y también
todas las galas de la vida, sin excepción: los poemas, los cuadros y el
cincelado de estatuas bien esculpidas, todas estas cosas fueron enseñadas lenta
y gradualmente al hombre por la práctica, más el conocimiento adquirido por una
mente infatigable, a medida que avanzaba paso a paso en su sendero. De este
modo el tiempo ofrece por grados diversas cosas a los ojos de los hombres, y la
razón las introduce en el dominio de la luz, pues en las diversas artes los
objetos deben ser enfocados uno tras otro y en su debido orden, hasta que ellas
alcanzan su punto más alto de desarrollo».
Muchas de las características principales de este bosquejo del progreso
humano han contribuido, y tal vez sean todavía capaces de seguir contribuyendo,
al desarrollo de la ciencia histórica. Podemos notar la fundamental importancia
asignada a las grandes invenciones técnicas. Hay todavía mucha historia por
escribir de nuevo, a la luz de esta concepción. Podemos advertir, también, la
concepción de la ciencia como una imitación de la naturaleza, mediante la cual
el hombre aprende a dominar, para su propio bien, su medio ambiente natural. Es
muy notable el sentido que se advierte de la dependencia de la vida intelectual
y moral del hombre, de sus circunstancias externas. El dominio del fuego,
enseña Lucrecio, hizo del hombre un animal social: la sociedad dio ser al
lenguaje. La arquitectura rudimentaria permitió a la pareja recién constituida
compartir una choza; así comenzó a desarrollarse el amor conyugal y paternal.
Pero el proceso tiene sus contradicciones inherentes. El fuego, que hace
posible la civilización, debilita físicamente al hombre, y la invención de la
propiedad y del dinero precipita a la sociedad en la confusión. La religión
contiene, según se ve, elementos de verdad, pero se halla trágicamente mezclada
con el error procedente de la ignorancia de la ciencia, y es cruelmente
explotada por los gobernantes para mantener su poder. Finalmente, Lucrecio
comprende que la historia sigue determinadas leyes, por cuanto «los objetos, en
las diversas artes, deben ser enfocados uno tras otro y en su debido orden».
El poema de Lucrecio es descrito a menudo como un texto versificado de
física atómica. Los que mantienen este punto de vista pensarán que hemos dado
de él una interpretación parcial, al concentrar nuestra atención en una sola
parte: a saber, el bosquejo del progreso humano. Pero nuestro acento sobre esa
sección no está equivocado. El poema es esencialmente un análisis de la
historia y de la sociedad humanas que en la mente de Lucrecio continuaban la
historia del universo físico. El principal tema de la obra está constituido por
las consecuencias sociales y psicológicas de la acción humana sobre la
naturaleza, del conocimiento o la ignorancia humana sobre ésta, de las mentiras
humanas a su respecto.
Este poema se halla extrañamente aislado en medio de la literatura romana.
Puede decirse que contiene las opiniones del partido derrotado en la filosofía
antigua. Sus ideas fundamentales, sobrevivientes de las escuelas presocráticas,
resultaron ser incompatibles con el desarrollo, o con la decadencia, de la
sociedad antigua. Virgilio, en su juventud, estudió profundamente a Epicuro, y
siempre continuó amando el poema de Lucrecio, pero abandonó las ideas de estos
dos hombres a medida que se convertía en el poeta de la reforma octaviana.
Desde entonces la providencia fue su tema, y la historia humana se transformó
para él en una sucesión de milagros y oráculos. Las artes fundamentales de la
vida pasaron a ser representadas como revelaciones de los dioses. La dureza de
la suerte humana fue explicada como una cuidadosa disposición de Júpiter para
adiestrar al hombre moral e intelectualmente.
Ahora bien, aunque las ideas de Lucrecio procedían de la Jonia y
ostentaban ciertas características de una época en la cual los hombres aún
tenían confianza en su capacidad para modelar sus propios destinos, no debe
creerse que él compartiera tal confianza. Su epicureismo le enseñó a ver, en la
filosofía natural, los medios para combatir el mito político-religioso; pero,
como buen epicúreo, una vez excluida la intervención sobrenatural, mostró su
indiferencia por saber cuál de las varias posibles explicaciones naturales de
un fenómeno era la verdadera. Tampoco esta indiferencia fue atenuada por la
necesidad de probar la verdad de una teoría en la práctica, así que, como
epicúreo, aspiró a hacer la vida tolerable más por medio de un retorno a la
primitiva simplicidad que por cualquier gran ataque técnico a la naturaleza.
Vivía en una civilización decadente y en tiempos en los cuales toda perspectiva
de mejora fundamental estaba todavía por debajo de los horizontes mentales.
Creía que el mundo se hallaba desgastado y que pronto se desintegraría lanzando
en forma de lluvia sus átomos sueltos por el espacio. Sus pensamientos eran el
eco de un mundo más notable, ya desaparecido. En medio de su vergüenza ante el
mundo de intrigas políticas en que vivía, sus calificativos favoritos para los
viejos filósofos materialistas eran los de «serios» y «santos».
VITRUVIO
Entretanto el mundo, tal como era, continuaba existiendo, y los romanos
siguieron tomando de los griegos no sólo su filosofía, sino también sus artes
más prácticas. La obra romana de selección y reorganización de las fuentes
griegas está particularmente bien representada en el tratado de Vitruvio Sobre la Arquitectura.
Este libro, escrito para Octavio poco antes de que asumiera el título de
Augusto en el año 27 a. C., es mucho más amplio de lo que su título sugiere.
Sus diez subdivisiones abarcan los principios generales de la arquitectura, la
evolución del arte de construir y del empleo de los materiales, los diversos
estilos de templos (jónico, dórico y corintio), los edificios públicos
(teatros, baños y puertos), las viviendas urbanas y rurales, la decoración
interior, el suministro de agua, los cuadrantes solares y los relojes, la
ingeniería mecánica y militar. Es probable que una obra tan vasta y tan
ordenada fuera toda una novedad. En el prefacio del sexto libro menciona
(párrafo 12) a una docena de arquitectos griegos que habían hecho descripciones
de obras maestras de su propio diseño y construcción, y (párrafo 14) a una
docena de autores griegos que habían escrito sobre mecánica. Y por cierto que
no se trata de un mero despliegue de erudición, sino que había estudiado y
asimilado algunas o todas las obras de esos autores, si no perfectamente, al
máximo de su capacidad. Pero la intención y la idoneidad necesarias para
reducir todo ese variado y difícil material escrito en lengua extranjera a un
manual práctico escrito en lengua extranjera a un manual práctico escrito para
«el capataz y el director de obra», son mérito exclusivo de Vitruvio. El
arquitecto —se lamenta Briggs— está ausente de la historia. Tenemos los nombres
y los epitafios pomposos de arquitectos egipcios, pero ni siquiera los nombres
de los mesopotámicos, y nada en absoluto de los hebreos o de los cretenses.
Conocemos muchos nombres de arquitectos griegos, pero sus escritos se han
perdido. Para nosotros la literatura arquitectónica comienza con Vitruvio, y
tal vez esto no se deba a un accidente histórico, sino al mérito, vale decir, a
la amplitud, ordenamiento y utilidad práctica de su obra.
Uno de los encantos de Vitruvio consiste en que nos brinda muchos
atisbos autobiográficos de su propio carácter, íntegro y libre de
complicaciones. Recuerda (libro VI, Intr. 3 y 4) que
mientras las leyes de todos los Estados griegos exigían que los hijos
mantuvieran a sus padres, las atenienses añadían a ello una cláusula según la
cual esa disposición sólo podía aplicarse a padres que hubieran instruido a sus
hijos en algún arte u oficio. «De aquí —añade— que yo esté muy agradecido a mis
padres por su sujeción a esta ley ateniense. Se preocuparon de que aprendiera
un arte, y, por otra parte, uno que no puede ser adquirido de modo perfecto sin
un vasto estudio de las artes liberales. Gracias a mis padres y a mis maestros
obtuve una amplia educación, soy capaz de apreciar el arte y la literatura, y
he llegado a ser yo mismo autor». El vasto alcance de sus inquietudes y su
saber, y la finura de su gusto se revelan en su obra, que es una fuente muy importante
para nuestro conocimiento de la ciencia y de la civilización antiguas.
Las opiniones de Vitruvio deben ser leídas a veces entre líneas. Así
recomienda (lib. I, 2, 7) elegir «ubicaciones muy saludables,
con manantiales adecuados, para la construcción de santuarios, particularmente
de los consagrados a Esculapio y a Higea, dioses cuyos poderes curativos
aparentemente sanan a muchos enfermos. Pues cuando sus cuerpos dolientes son
transportados de un lugar insano a otro saludable, y son tratados con aguas
medicinales, sin duda han de recobrarse con mayor rapidez. Como consecuencia,
la divinidad ganará mayor fama y dignidad, gracias a la naturaleza del sitio».
Un escepticismo igualmente discreto se revela en otro pasaje (IX, 6, 2), en el que Vitruvio desahucia muy pulidamente a la astrología,
superstición casi universal en su época.
Hemos descrito en el capítulo anterior la firmeza con que la ciencia
griega, llegada a su culminación, había captado, a través de Teofrasto,
Estratón y Arquímedes, la idea del experimento. Vitruvio nos ilustrará tanto
acerca de la supervivencia de esta idea como de la inseguridad con que se
mantenía en su tiempo. Entre los pasajes mejor conocidos de su obra se
encuentra la Introducción al libro IX, en el que describe el
experimento que condujo a Arquímedes al descubrimiento del peso específico. En
otro pasaje (libro VII, 8, 3) recomienda que
dicho experimento sea repetido con mercurio. Una piedra que pesa cien libras
flota en este metal, mientras que un escrúpulo de oro se sumerge en él. «De
aquí la segura inferencia de que la gravedad de una sustancia no depende de la
magnitud de su peso, sino de la naturaleza de la sustancia». Pero sus
apelaciones al experimento aparecen más a menudo como ilustraciones de una
opinión ya formada, que bien podría ser falsa. El libro I
(6, 1 y 2) nos ofrece de ello un buen ejemplo. Vitruvio entabla aquí una
animada discusión sobre el asiento adecuado de una ciudad con relación al
viento dominante. Mitilene, nos dice, está magníficamente construida, pero no
bien situada, pues en ella, «cuando sopla el viento sur, los habitantes se
enferman; cuando sopla el noroeste, tosen; cuando sopla el norte recuperan la
salud, pero sufren tanto frío que no pueden permanecer en los pasillos ni en
las calles». Estas excelentes observaciones lo conducen a una disquisición
sobre la naturaleza del viento. No sabe que el viento es simplemente aire en
movimiento, sino que supone que se suma al aire ya existente. «Se produce
cuando el calor se encuentra con la humedad, y su ímpetu genera una poderosa
corriente de aire. Esta circunstancia la conocemos gracias a las eolípilas de
bronce, invención técnica suficiente para sacar a luz una verdad divina oculta
en las leyes de los cielos. Las eolípilas son esferas huecas bronce, con una
pequeña abertura en la cual se vierte agua. Si se las coloca junto al fuego, ni
un soplo sale de ellas mientras no se han calentado bastante, pero en cuanto
comienzan a hervir, sale un fuerte chorro causado por el calor. Gracias a este
experimento, tan modesto como fácilmente realizable, podemos comprender las
poderosas y maravillosas leyes de los cielos y la naturaleza de los vientos».
Es de subrayar que esta falsedad «experimentalmente» establecida persistió hasta
tiempos bien modernos. En el siglo XVIII el ilustrado viajero
Rhyne, hombre de ciencia bien conocido en su tiempo, ubicó en la nube que se
forma sobre la Montaña de la Tabla, en el Cabo de Buena Esperanza, la fuente
desde la cual el poderoso viento del sudeste era «vertido» en la atmósfera.
El «experimento» de la eolípila no es en realidad experimento alguno,
sino un argumento por analogía. Un mal uso aún más extraordinario de este tipo
de argumento aparece en el libro VI (1, 5 y 6). Vitruvio
acepta sin discutir una opinión, corriente en su época, según la cual los
pueblos septentrionales tendrían voces de tono bajo, y los pueblos meridionales
voces de tono agudo. Imagina que este fenómeno humano puede ser explicado por
la estructura misma del universo. Los griegos estaban familiarizados con un
instrumento de cuerdas triangular llamado sambuca. Ahora bien: un diagrama
formado por el círculo del horizonte, un diámetro perpendicular de norte a sur
y una línea oblicua trazada desde el punto del sur hasta la estrella polar
«indica claramente que el mundo tiene la forma de una sambuca». Si imaginamos
que la cuerda más larga de este instrumento cósmico cae desde la estrella polar
hasta el diámetro del horizonte, y que el resto de las cuerdas paralelas va
disminuyendo progresivamente su longitud en dirección sur, ¡podemos entender,
por analogía, por qué la voz humana se vuelve más baja a medida que vamos hacia
el norte!
Podemos referirnos a otros dos pasajes para ilustrar el alcance de este
libro, que, aparte de sus méritos como manual de arquitectura, es rico en
material para los historiadores de casi todas las ramas de la ciencia antigua.
El libro II (1, 1-8) proporciona un bosquejo del desarrollo cultural del hombre
primitivo, incluyendo el descubrimiento del fuego, el origen del lenguaje, y en
particular, la evolución de la arquitectura. El capítulo es importante para la
historia primitiva de la antropología. Se hace alusión a los métodos
contemporáneos de construcción en la Galia, España, Portugal y Aquitania, y a
la arquitectura de la Cólquida, en el Ponto, «donde hay abundancia de bosques»,
en contraste con la de los frigios, «que viven en país abierto, no tienen
bosques y, en consecuencia, carecen de madera». En un excelente pasaje del
mismo libro (cap. IX), cuya información deriva de Teofrasto,
se examina la adaptabilidad de los diversos tipos de madera para la
construcción. De él citaremos unas pocas normas sobre la preparación de madera
curada. «Al derribar un árbol, el tronco debe ser cortado hasta el mismo
corazón, y debe mantenerse erecto hasta que la savia salga de él por completo.
Así el líquido inútil correrá por la albura, y no se deteriorará la calidad de
la madera. Entonces, y no antes, el árbol será derribado, y se hallará en
óptimo estado de utilidad». Es probable que esta práctica fuera muy antigua. En
la Odisea,
Calipo conduce a Ulises a un lugar donde puede derribar para su balsa troncos
curados. La idea de madera curada y sin derribar resultó tan extraña a Samuel
Butler, que tomó este detalle como ejemplo de la ignorancia de los asuntos
masculinos que probaría que la Odisea fue escrita por una mujer.
Pruebas de la competencia de Vitruvio en materia de arte podemos
encontrar en su capítulo sobre «La decadencia de la pintura al fresco»
(Libro VII, 5). Su fina sensibilidad no está en modo alguno fuera de tono
con el carácter llano y práctico de su obra.
FRONTINO
El espíritu práctico llevado al extremo distingue la obra que en los
acueductos de Roma realizó Frontino. Sexto Julio Frontino fue un experto
estadista, acostumbrado a las más elevadas responsabilidades. Luego de su
primer consulado fue enviado como gobernador a Bretaña, donde triunfó de los
belicosos siluros y de su inhóspito territorio. En el año 97 d. C. fue
nombrado por Nerva comisario de las obras hidráulicas. Ya era en ese entonces
un autor experimentado —su Arte de la guerra, que se ha perdido, y sus Estratagemas,
que se conservan, deben de haber sido escritos entre su regreso de la Bretaña y
su nombramiento como comisario—, y cuando se hubo familiarizado a fondo con
todos los conocimientos necesarios para sus nuevas tareas, a fin, según nos
dice, de independizarse del asesoramiento de sus subordinados, llegado a un
punto en que el éxito de su administración era ya evidente, resumió los
resultados de sus estudios y de su práctica en su breve y brillante tratado
sobre el suministro de agua a la ciudad de Roma. La falta de adornos, es parte
del mérito de su obra. Sus hechos hablan por sí mismos. En efecto: nos cuenta
que durante 441 años a partir de la fundación de la ciudad los romanos se
conformaron con el agua que extraían del Tíber. En tiempos de Frontino, por el
contrario, los siguientes acueductos transportaban el agua a la ciudad, desde
puntos cercanos o distantes: el Apiano, el Viejo Anio, el Marcio, el Tepulo, el
Julio, el Virgo, el Alsietino o Augusto, el Claudio, y el Nuevo Anio. A
continuación da detalles esenciales: las longitudes de los acueductos;
características interesantes tales como la presa para la sedimentación del agua
del Nuevo Anio; la calidad de las diversas fuentes de abastecimiento de agua
(la del Augusto era turbia e impotable); un relato del saqueo clandestino del
Julio por cañerías laterales, y cómo éstas eran descubiertas y destruidas.
Luego de unos cuantos párrafos, colmados de detalles informativos, se permite
una breve y tajante reflexión: «Comparad, si os place, este despliegue de
estructuras indispensables, que transportan tal cantidad de agua, con las
ociosas pirámides, o con las inútiles aunque famosas obras de los griegos».
Este comentario es memorable, si bien un Vitruvio no se hubiera expresado con
tan poca simpatía respecto a los templos de los griegos.
Es probable, como lo sugiere su más reciente editor, que la composición
del libro de Frontino haya sido dictada por un propósito político tanto como
por un fin administrativo. Puede haber sido un golpe asestado en favor de la
política de Nerva, de debilitar el poder de los libertos en la administración y
de fortalecer el poder del Senado. Sea cual fuere su propósito, no altera en
absoluto su valor como testimonio del espíritu público y de la capacidad de su
autor. Muy raramente en escrito antiguo alguno se experimenta la sensación de
ser introducido con tal competencia en una rama de la ciencia aplicada. Leemos
en él acerca de los planos de los acueductos, trazados para ayudar al cálculo
del costo de mantenimiento, y también acerca de los constructores, fecha,
fuentes, longitudes y altura de los acueductos; volumen del caudal, número de
presas, calidad del agua y fin al cual ésta se destinaba. Se presta especial
atención a las boquillas que se utilizaban para calcular el caudal. Nos
enteramos de que existían boquillas de dimensiones inexactas, y de que otras no
ostentaban la marca oficial. Frontino comprende muy bien la dificultad de los
cálculos, pero añade secamente: «Cuando la cantidad de agua resulta ser menor
en las boquillas de entrega, y mayor en las de recepción, es evidente que no se
trata de error, sino de fraude». Y él estaba dispuesto a no tolerar ni una cosa
ni otra. De Aquis
es una obra de ciencia aplicada solamente, y tiene menos título para aparecer
en una historia de la ciencia que el De Architectura, que, aun siendo estrictamente un libro
de ciencia aplicada, es rico en reflexiones sobre la teoría en la que se funda
la práctica. Pero el sentido del servicio público se está convirtiendo en una
parte de la moderna concepción de la ciencia, y es difícil hallar un ejemplo de
ciencia al servicio del público mejor que el proporcionado por Frontino. Su
sentido de los beneficios que puede brindar a la humanidad es bellamente
expresado en la declaración tan directa como simple con la que concluiremos
nuestro resumen de su libro: «El efecto del celo desplegado por el emperador
Nerva, el gobernante dotado de más espíritu público, redunda crecientemente,
día a día, y llegará a redundar más aún en la salud de la ciudad… Ni siquiera
las aguas residuales se pierden. La apariencia de la ciudad ha cambiado y es
ahora limpia. El aire es más puro, y las causas de la atmósfera insalubre que
dieron tan mala fama a la ciudad en generaciones anteriores han sido
eliminadas».
CELSO
Algunos historiadores de la ciencia han visto en Cornelio Celso, que
nos ha dejado el mejor tratado general de medicina del mundo antiguo, un
ejemplo supremo de la capacidad romana de asimilar y organizar la ciencia
creada por los griegos. Esto es un error. Los méritos de Celso quedan
suficientemente reconocidos cuando vemos en él a un, admirable estilista. La
obra Sobre la
Medicina, que nos ha llegado bajo su nombre, es una traducción,
con adaptaciones que se reducen principalmente a omisiones, del libro de un
siciliano llamado Tito Aufidio, quien escribió en griego. La medicina griega se
había puesto de moda en Roma durante la primera mitad del siglo I
d. C., luego de la llegada a la capital del atractivo y enérgico médico
bitinio Asclepíades. Éste tuvo unos cuantos discípulos distinguidos, entre los
que se contaba Aufidio, el escritor cuya obra eligió Celso para su traducción.
La deuda de Celso para con Aufidio permaneció en la oscuridad hasta que fue
revelada por el paciente análisis de su editor moderno, F. Marx. Samuel Butler
observa en alguna parte que los autores se inclinan a omitir la mención de
aquellas autoridades con las que mayor deuda tienen. Y esta cínica observación
se aplica, desgraciadamente, al propio Celso. Menciona a Asclepíades y a su
discípulo Temison, pero no nombra para nada a Aufidio. Así consiguió hacerse
con la reputación de haber compuesto él mismo el excelente tratado que lleva su
nombre. Había sido mejor para su fama que se hubiera conformado con que se lo
conociera como traductor y estilista, terreno en el cual su labor es
inexpugnable. Es, como lo ha llamado Sir Clifford Allbutt, el creador del latín
científico.
Los escritores romanos que se refieren a Celso lo describen como un
hombre de limitado talento. Sin duda, sabían que sólo era un traductor. En
cambio Aufidio era un genio singular. Tenía un estilo realmente intelectual. Su
superioridad se revela en el dominio que tiene de la historia de su materia, así
como de sus valores potenciales presentes; en su adhesión a los más nobles
principios de la práctica médica, en la escrupulosidad con que reconoce los
méritos de médicos más antiguos cuando tales méritos existen, y en su
disposición para criticar a sus contemporáneos siempre que es necesario. Tanto
su equidad como su intrepidez surgen de su consciente dignidad. Tenía que
aportar a la práctica médica una contribución de gran importancia, mayor de lo
que podría parecer a primera vista. No estaba dispuesto a contemplar regla
alguna como panacea universal. Reconociendo la eficacia de las sangrías, de las
purgas, del vómito y del masaje, insistía en que el momento y el grado de su
empleo debían determinarse siempre de acuerdo con el estado de las fuerzas del paciente.
Esto implicaba un enorme énfasis en la importancia de la observación clínica
directa. Sus pacientes eran sus libros. Estudiaba enfermos, no enfermedades.
Pertenecía a la casta de los grandes curadores. Por su humanidad, por su
integridad intelectual y por su respeto a la profesión, tiene entre sus
antecesores a Hipócrates, y entre sus sucesores a los grandes clínicos
modernos. Ilustraremos estas cualidades con una cita:
Ésta es una
descripción bastante completa de las fiebres.
Los métodos de tratamiento varían de acuerdo con las autoridades.
Asclepíades dice que la misión del médico es efectuar una cura segura, rápida y
placentera. Todo ello es muy de desear, pero tanto el exceso de prisa como el
exceso de placer pueden ser peligrosos. Tenemos que considerar en cada etapa
del tratamiento cómo conseguir el máximo de seguridad, rapidez y complacencia,
mientras volvemos al paciente a su estado saludable original.
El primer punto a resolver es el tratamiento que se aplicará al
paciente durante los primeros días. Los médicos antiguos trataban de promover
la cocción administrando determinadas medicinas, pues el mayor de sus temores
era el estado opuesto de crudeza. Luego trataban, mediante evacuaciones
frecuentes, de librarlo de lo que parecía ser la materia nociva. Asclepíades
prescindió de las medicinas. No empleaba las evacuaciones tan frecuentemente,
pero sí en todas las enfermedades. Sostenía que la mejor cura de la fiebre
misma. Creía que las fuerzas del paciente debían ser debilitadas mediante una fuerte
iluminación, vigilia y sed. Ni siquiera permitía que se le lavara la cara el
primer día. ¡Cuán equivocados están los que creen que su régimen era en todo
momento placentero! El hecho es que si en los últimos días servía de alcahuete
a los antojos del paciente, en los primeros se le aparecía como un torturador.
Mi propia opinión es que las sangrías y las evacuaciones sólo deben emplearse
en raras ocasiones, y que su objeto no debe ser el de debilitar las fuerzas del
paciente, pues la debilidad es el peor de los peligros. En consecuencia, deberá
reducirse todo exceso de materia, pero ésta será digerida naturalmente si nada
nuevo se le añade. Por lo tanto, deberá mantenerse abstinencia de alimentos
durante los primeros días. El paciente, a menos que esté debilitado, deberá ser
mantenido a la luz durante el día. La sed y el sueño deben ser administrados en
forma tal que aseguren la vigilia diurna. Durante la noche, si es posible, debe
dormir. Aun sin beber es posible beber, podrán humedecerse los labios y la cara
del paciente, si estuvieran secos y le causaran mortificación. Muy sutilmente
observaba Erasístrato que la boca y la garganta a menudo necesitan líquido
cuando las partes internas no lo requieren, y que no hay por qué hacer sufrir
al paciente. Tal debe ser el tratamiento al principio.
La mejor de todas las medicinas es el alimento suministrado en el
momento oportuno. Queda por determinar ese momento. Muchos de los antiguos lo
postergaban mucho, hasta el quinto o aun hasta el sexto día. Probablemente el
clima del Asia o el de Egipto lo permitan. Asclepíades, después de cansar al
paciente en toda forma durante tres días, proponía alimentarlo en el cuarto.
Una autoridad muy reciente, Temison, tomaba en consideración, no el comienzo de
la fiebre, sino su cesación o alivio, y daba alimentos dos días después
—inmediatamente, si no había habido acceso de fiebre; si se producía, esperaba
hasta que terminara; o bien, si era persistente, hasta que se aliviara. Ninguna
de estas reglas es de aplicación absolutamente universal. Los alimentos pueden
ser suministrados el primer día, o el segundo, o el tercero. Pueden suspenderse
hasta el cuarto o el quinto. Pueden suministrarse luego de un acceso, o de dos,
o de varios. Los factores determinantes son siempre el carácter de la
enfermedad, el estado del cuerpo, el clima, la edad del paciente, la estación
del año. En la gran variedad de estas circunstancias no puede haber una regla
universal del tiempo. En una enfermedad que agota las fuerzas del paciente, hay
que dar alimentos antes, lo mismo que en un clima donde la digestión es más
rápida. Por este motivo, no parece adecuado que un paciente ayune siquiera
durante un día entero en el África. Deberán darse alimentos más pronto a un
niño que a un joven; en verano que en invierno. La única regla universal, buena
para todo momento y para todo lugar, es la siguiente: el médico debe sentarse
con frecuencia junto al lecho del enfermo y examinar las fuerzas de éste.
Mientras el paciente tenga fuerzas de reserva, deberá dejarlo que combara la
enfermedad con ayuno. En cuanto tema su debilitamiento, deberá socorrerlo con
comida. Es deber del médico no recargar al paciente con demasiado alimento, ni
debilitarlo con demasiado poco. He comprobado que Erasístrato lo sabía. No
aclara suficientemente cómo puede uno saber cuándo el estómago no está
debilitado, o en qué momento se debilita el cuerpo mismo. Pero cuando dice que
estos puntos deberán ser observados antes de dar alimentos, aclara bastante
bien que no deberá darse comida mientras haya reserva de fuerzas, y que deberá
vigilarse para evitar el debilitamiento. De todo esto se deduce claramente que
un médico no puede atender a muchos pacientes. El médico ideal, el que respeta
su arte, nunca se aleja de su enfermo. Pero aquellos que practican por el
interés, viendo que se gana más con una clientela numerosa, siguen complacidos
una escuela que no demanda cuidados tan constantes. Puede mencionarse a este
respecto el caso de las fiebres. Aun médicos que ven rara vez a sus pacientes
pueden llevar fácilmente la cuenta de los días y de los accesos. Pero el doctor
que se propone averiguar lo único que en realidad importa, a saber, cuándo el
paciente se está debilitando en exceso, debe mantenerse constantemente en su
cabecera.
Carezco de espacio para
seguir describiendo este libro. Baste decir que lo que acabo de traducir no
ocupa sino dos páginas entre cuatrocientas, y aunque han sido elegidas por el
especial interés de su asunto, son un buen ejemplo de la espléndida calidad del
conjunto. Además, la obra es equilibrada. Celso eliminó ciertos aspectos del
asunto que Aufidio había tratado, en especial la sección o secciones relativas
a la etiología de las enfermedades. A pesar de ello, lo que queda es la mejor y
más amplia obra individual que nos ha llegado de la antigüedad sobre el
mantenimiento y recuperación de la salud. Aufidio probablemente escribió su
trabajo en la segunda mitad del siglo I a. C. La
traducción fue hecha bajo Tiberio, entre los años 20 y 40 d. C.
Para ser equitativos con Celso debemos mencionar que no todos los
historiadores aceptan la tesis de F. Marx de que el libro Sobre la Medicina sea
adaptación de una sola fuente. La opinión anterior, expresada v. g. por
Wellman en Pauly-Wissova,
en 1901, era que el tratado consistía en una compilación de varias fuentes, y
Sir Clifford Allbutt, en su Greek Medicine in Rome (1921), reafirma esta opinión,
interpretando la palabra «compilación» en tal forma que reconocería en Celso
una buena dosis de originalidad como escritor, aunque no, por supuesto, como
médico práctico. En todo caso, debe recordarse que el tratado Sobre la Medicina
sólo es la cuarta parte de una obra enciclopédica estructurada de acuerdo con
un gran plan, destinado a abarcar la vida humana en toda su amplitud. Esas
cuatro partes eran: agricultura, medicina, retórica y el arte de la guerra. Las
dos primeras se referían a la vida física del hombre; las dos segundas, a su
vida como ciudadano. El arte de la agricultura provee los medios de vida, y el
de la medicina, los de una vida saludable. La medicina protege lo que la
agricultura crea. Similarmente, la retórica, en el amplio sentido que entonces
tenía, proveía un adiestramiento completo para el ciudadano en las artes de la
vida civil que el arte militar protegía. De modo que a la obra en su conjunto
no podemos negarle el mérito de ser una nueva construcción, levantada con una
diversidad de materiales griegos, pero que ostenta las características virtudes
romanas de la organización y la finalidad. En comparación con el plan de la
anterior enciclopedia, obra de Varón, podemos notar un énfasis quizás todavía
mayor sobre la práctica. La extraordinaria erudición varroniana se reveló en un
círculo cerrado de nueve materias, cuyo dominio ciertamente elevaría a
cualquier persona a singulares realizaciones de tipo académico. Celso parece
haberse preocupado menos de la cultura y más de brindar a su generación un
breviario de las artes básicas, de las cuales depende la vida del individuo y
de la sociedad. El programa de Varrón parece hecho para la Facultad de Artes de
una Universidad. Celso, en cambio, suministró libros de textos para cuatro
escuelas profesionales.
PLINIO
Cuando pasamos de Varrón y Celso al tercero de los grandes
enciclopedistas romanos, Plinio, ya no es tan fácil definir el carácter de su
obra, la cual, por parte, ha sido apreciada de muy diferentes maneras en
tiempos modernos. El gran naturalista francés Buffon (1707-1788) sobreestima
sus méritos, pero define acertadamente el carácter de su obra cuando dice que se dedicó
a todas las ciencias naturales y a todas las artes humanas, y el carácter del escritor,
cuando manifiesta que «tiene aquella facilidad para las amplias perspectivas
que multiplica la ciencia», y que «comunica a sus lectores una cierta libertad
de espíritu, una audacia de pensamiento que es la semilla de la filosofía». Una
obra que trata de todas las ciencias y de todas las artes, y que es obra de un
solo hombre, tiene por fuerza que resultar desigual en calidad y desanimadora
para el lector por su heterogeneidad. Plinio el Joven, al alabar la obra de su
tío, dice que es «no menos variada que la naturaleza misma». Con todo, aunque
los árboles oculten el bosque, no hay sólo grandeza sino también orden en su
plan.
El mejor libro sobre Plinio es con mucho el de Littré, discípulo de
Comte, editor de Hipócrates y famoso lexicógrafo, quien define así el plan de
la Historia Natural:
«El autor comienza por exponer ideas sobre el universo, la tierra, el sol, los
planetas y las propiedades notables de los elementos. De esto pasa a la
descripción geográfica de las partes de la tierra conocidas por los antiguos.
Luego de la geografía viene lo que llamaríamos historia natural, o sea la
historia de los animales terrestres, de los peces, los insectos y las aves. La
sección botánica que sigue a esto es extensa, especialmente porque Plinio
introduce mucha información sobre las artes, como sobre la elaboración del vino
y del aceite, el cultivo de los cereales y diversas aplicaciones industriales.
Concluida la sección botánica vuelve a los animales, pasa a las sustancias
minerales, y en lo que constituye una de las partes más interesantes de su
libro, enumera de un tirón los métodos de extracción de esas sustancias, y los
métodos de la pintura y la escultura de los antiguos».
Bastará con esto en lo que se refiere a la naturaleza general del
contenido. ¿Pero qué hay de la obra en detalle? Plinio fue un autodidacta, que
extrajo el material para su enciclopedia de unos dos mil libros debidos a unos
quinientos autores, griegos en su mayoría. Aun admitiendo la posibilidad de que
muchas de las autoridades griegas que cita sean tomadas de segunda mano de
compilaciones latinas anteriores, su obra no deja por ello de representar una
enorme labor de erudición. ¿En qué medida tuvo éxito? Es difícil que haya hoy
quien pueda discutir el juicio del prudente y favorable Littré, según el cual
«no hay que buscar en él criterio científico propiamente dicho». A pesar de
ello, el libro conserva extraordinario valor. Lynn Thorndike hace notar en su History of Magic and
Experimental Science que «es tal vez la más importante fuente
individual que nos ha quedado para la historia de la civilización antigua».
Circunstancia que emana no sólo de su amplitud y de su variedad, sino también
de su punto de vista.
Este punto de vista, ya indicado correctamente por Buffon, es definido
con mayor amplitud por de Blainiville (Histoire des sciences de l’organisation,
I, pág. 336) —en términos generales un crítico desfavorable a Plinio— en la
siguiente y feliz descripción del libro: «Es una suma, un inventario, un
catálogo histórico de lo que el hombre había hecho hasta entonces con los
cuerpos naturales». No puede afirmarse (como lo hiciera Francis Bacon) que este
punto de vista haya estado por completo ausente de las historias naturales de
los griegos. Teofrasto, por ejemplo, indica en numerosas oportunidades los usos
industriales de la madera y de las piedras. Pero sólo en Plinio constituye este
tema el espíritu informante de una historia natural escrita en la antigüedad.
El hombre es para Plinio el centro del cuadro, y él determina la elección de su
material. A ello debemos que, cuando habla de metales, se remonte a la
acuñación de monedas, a los anillos (incluyendo una disquisición sobre la clase
media de Roma, o sea la de los équites) a los sellos y a la administración de
Italia por Mecenas en ausencia de Octavio. A ello debemos que, cuando habla de
los animales, se ponga a describirnos las medicinas de ellos derivadas. Y así
sucesivamente, a lo largo de su libro.
Otro autor francés, Egger (Examen critique des historiens anciens de la vie et règne d’Auguste,
secc. VII, pág. 183), ha ilustrado con acierto la novedad de la información que
a veces hallamos en Plinio, debido al punto de vista desde el cual éste
escribe. «¿Nos hubiera dicho jamás Tácito que en la frontera de Germania los
capitanes de las bandas auxiliares al servicio de Roma empleaban a sus soldados
nativos para cazar una raza de gansos silvestres, cuyas plumas eran empleadas
para rellenar las almohadas de los soldados romanos? ¿Se hubiera dignado Tácito
decirnos que las pieles de los erizos eran objeto de una vastísima actividad
comercial en el imperio romano, hasta el punto que los desórdenes provenientes
del monopolio de este comercio fueron siempre causa de graves preocupaciones
para el gobierno, motivando más decretos del Senado que ningún otro asunto?».
Pero, por desusados que sean estos detalles, no son las más importantes de sus
contribuciones a la historia social. El principio de su décimooctavo libro está
dedicado a un breve pero magistral bosquejo de la historia de la propiedad
territorial en Italia y en las provincias. Egger hace notar con razón que
aunque Plinio se equivocara a menudo en historia de las artes, sucede que este
viejo sabio, que había sido cónsul, general y almirante, es una autoridad de
primer orden en un asunto sociológico de esta índole, lo cual hace aún más
notable su famoso veredicto: «Si admitimos la verdad, fue el sistema de los
latifundios el que arruinó a Italia y el que está hoy arruinado también a las
provincias».
La franqueza de su pensamiento y la mordacidad de su estilo, reveladas
en este pasaje, distinguen muchas otras páginas de la extraña enciclopedia. Por
cierto que en sentido muy auténtico la Historia Natural de Plinio
debería ser contemplada como el prototipo del Diccionario filosófico de
Voltaire. Le da, en efecto, oportunidad para ventilar sus opiniones acerca de
todos los temas. De aquí la libertad y la elevación a que Buffon se refería.
Hasta hay en él humour,
en el sentido inglés del término. Así, luego de una disertación tan
epigramática como llena de contenido sobre las variedades de la creencia
religiosa, concluye en la vena siguiente: «Para las imperfecciones naturales
que en él se revelan, tiene el hombre un peculiar consuelo, a saber, que ni
siquiera Dios es todopoderoso. Pues no podría, por ejemplo, suicidarse aunque
lo deseara, lo cual, en las pruebas de nuestra vida mortal, es el mejor don
concedido a los hombres. No puede hacer inmortales a los mortales, resucitar a
los muertos, hacer que no haya vivido uno que en efecto vivió, o que no haya
ocupado puestos quien en realidad los ocupó. No tiene otro poder sobre el
pasado que el del olvido, y si se me perdona el ilustrar nuestra semejanza con
Dios mediante ejemplos triviales, no puede hacer que dos veces diez no sean
veinte, y así sucesivamente. Todo lo cual revela inequívocamente cuál es el
poder de la naturaleza, y el hecho de que éste sea el poder al que llamamos
Dios. Confío se me disculpe esta digresión acerca de lo que me temo se hayan
convertido en lugares comunes motivados por la interminable discusión acerca de
Dios». (L. II, 27).
Y finalmente, aquí tenemos otro pasaje, que debe a Lucrecio algunos de
sus argumentos, pero que es completamente personal y característico: «Más allá
de la tumba yacen las especulaciones vacías sobre los espíritus de los muertos.
Pues cada uno de los hombres será después de su día postrero lo mismo que era
antes de su primer día. Luego de la muerte, ni el cuerpo ni el espíritu tendrán
más sensación que la que tenían antes del nacimiento. Esta vanidad de plantear
reclamaciones al futuro e imaginar para uno mismo una vida en la estación de la
muerte toma diversas formas: la inmortalidad del alma, la transmigración de las
almas, la vida de las sombras en el mundo subterráneo, la adoración de los
espíritus de los muertos, hasta la definición de quien ha dejado ya de ser
hombre. Y esto como si pudiéramos respirar en alguna forma que nos distinguiera
de los demás animales; como si no hubiera muchas otras criaturas que viven más
que nosotros y para las cuales nadie ha imaginado semejante inmortalidad. Éstas
son las invenciones de una tontería pueril, de una mortalidad codiciosa de no
cesar jamás. Peste de ella, ¿qué locura es esta de repetir la vida en la
muerte? ¿Cómo podrán descansar alguna vez los que nacen si la sensibilidad ha
de permanecer en el alma aquí o en el espectro bajo tierra? Y esta acariciada
fantasía destruye la principal bendición de la naturaleza, la muerte, y duplica
el dolor de quien va a morir con el cálculo del sufrimiento que todavía le
falta. Si la vida es tan dulce, ¿a quién puede parecerle dulce haber dejado de
vivir? Pero, ¡cuánto más feliz, cuánto más seguro es que el hombre tome
confianza y se confirme acerca de la paz que le espera, mediante la probada
insensibilidad de lo que era antes de nacer!». El autor de estas palabras vivió
una vida activa y placentera al servicio de sus semejantes, y murió a causa de
haberse aventurado a observar demasiado de cerca una erupción del Vesubio.
GEMINO
Pasamos ahora a la consideración de las obras científicas de este
período escritas en griego, y nos referiremos de inmediato a una obra maestra
de exposición, a saber, la Introducción a la Astronomía, por Gemino. Este autor
(cuyo nombre probablemente deba pronunciarse haciendo larga la sílaba central,
y no como la palabra latina que significa gemelo) parece haber nacido en Rodas
y haber escrito en torno al año 70 a. C. Fue alumno del gran filósofo estoico
Posidonio y escribió un voluminoso comentario sobre una obra astronómica de
éste. Más tarde compuso un epítome de su propio comentario. Esta obra siguió
utilizándose durante siglos, pero no nos ha llegado en la forma en que Gemino
la concluyó. En el siglo IV o en el V,
probablemente en Constantinopla, alguien hizo una selección de varios de sus
trozos, matizándolos con algunas adiciones. Así llegó a formarse el manual que
hoy poseemos, bajo el título de Introducción a la Astronomía, por Gemino. Es una valiosa
fuente para nuestro conocimiento de la astronomía posicional griega, de la
geografía matemática y de la preparación de calendarios. Manitius, el más
reciente de sus editores (Teubner, 1898), encuentra en ella errores, así como
omisiones, de las cuales culpa principalmente el adaptador bizantino. Wellman
la encuentra libre de prejuicios y de supersticiones y fundada únicamente en la
investigación científica. El erudito francés Paul Tannéry, entusiastamente, la
considera una de las mejores obras que quedan de la antigüedad. Heath, con
mayor tibieza, la describe como un «tratado tolerablemente elemental, adecuado
para fines de la astronomía griega, expuestas desde el punto de vista de
Hiparco». Como yo mismo soy de los que necesitan un Hiparco simplificado, al
encontrarlo justamente en este libro, insisto en llamarlo, como libro de texto,
una obra maestra.
Los lectores ya habrán encontrado en un excelente ejemplo del sencillo
estilo que Gemino empleaba para la exposición, a saber, el pasaje en que
explica que los astrónomos siempre han edificado su ciencia sobre la suposición
sostenida por los filósofos pitagóricos, o sea que el movimiento de los astros
debe concebirse siempre como circular y uniforme. Es importante notar que
Gemino no discute esta teoría. En un fragmento de su Epítome original, que
sobrevive independientemente del libro de texto compuesto en Constantinopla, se
refiere precisamente a este punto. Da su aprobación a una significativa
división del trabajo entre el filósofo y el astrónomo, de acuerdo con la cual
el filósofo debe sentar los principios dentro de cuyos límites el astrónomo
debe elaborar explicaciones coherentes de los fenómenos celestes. Pero la
claridad con que expone esa división del trabajo está completamente de acuerdo
con la que impera en todo el resto del libro. Lo mejor que podemos hacer para
revelar la calidad de la exposición dentro de los límites de este trabajo es
reproducir los títulos de los diferentes capítulos de la obra y luego citar in extenso
el referido pasaje acerca de los pitagóricos.
Los dieciocho capítulos de
la edición de Manitius tienen los siguientes encabezamientos: El círculo del Zodíaco. El orden y la posición de los doce signos. Las
formas de los signos. El eje y los polos. Los círculos celestes. Día y noche.
Las horas de aparición de los doce signos. Los meses. Las fases de la Luna. El
eclipse solar. El eclipse lunar. Que los planetas tienen un movimiento opuesto
al del cosmos. Ortos y ocasos. Los círculos de las estrellas fijas. Las zonas
de la Tierra. Las partes habitables del globo. El empleo de las estrellas como
signos meteorológicos. Meses sinódicos, y otros. A esto añadió un calendario, una tabla del
tiempo que el Sol tarda en atravesar cada uno de los doce signos y los
correspondientes signos meteorológicos.
Y ahora veamos la cita:
Los tiempos entre los
trópicos y los equinoccios se dividen en la siguiente forma. Desde el
equinoccio de primavera hasta el trópico de verano, 94 días y medio. Éste es el
número de días que el Sol tarda en atravesar Aries, Tauro y Géminis, y al llegar
al primer grado de Cáncer señala el trópico de verano. Desde el trópico de
verano hasta el equinoccio de otoño transcurren 92 días y medio. Éste es el
número de días que el Sol tarda en atravesar Cáncer, Leo y Virgo, y al llegar
al primer grado de Libra señala el equinoccio de otoño. Desde el equinoccio de
otoño hasta el trópico de invierno pasan 88 días y 1/8. Éste es el número de
días que el Sol tarda en atravesar Libra, Escorpio y Sagitario, y al llegar al
primer grado de Capricornio señala el trópico de invierno. Desde el trópico de
invierno hasta el equinoccio de primavera pasan 90 días y 1/8. Pues tal es el
número de días que tarda el Sol en atravesar los tres signos restantes del
zodíaco, a saber: Capricornio, Acuario y Piscis. El total de los días incluidos
en esos cuatro períodos es de 365 días, o sea el número de días que componen el
año.
Aquí se suscita la siguiente cuestión: cómo es posible que estando
dividido el círculo zodiacal en cuatro partes iguales, y moviéndose el Sol
siempre con velocidad uniforme, recorra sin embargo arcos desiguales en tiempos
iguales. Pues toda la ciencia astronómica se funda en la presunción de que el
Sol, la Luna, y los cinco planetas, se mueven a velocidades iguales en círculos
perfectos y en dirección opuesta a la del cosmos. Fueron los pitagóricos, los
primeros en encarar estas cuestiones, quienes formularon la hipótesis de un
movimiento circular y uniforme para el Sol, la Luna y los planetas. Su opinión
era que, tratándose de seres divinos y eternos, sería inadmisible la suposición
de un desorden tal como que pudieran moverse unas veces con mayor rapidez y
otras más lentamente, o que llegaran siquiera a detenerse, como en las llamadas
estaciones de los planetas. Hasta en la esfera humana tal irregularidad es incompatible
con el comportamiento ordenado de un caballero. Y aun cuando las necesidades de
la vida impusieran a los hombres ocasiones de apresurarse o de quedar ociosos,
no puede suponerse que circunstancias semejantes afecten a la naturaleza
incorruptible de las estrellas. Por esta razón, definieron su problema como la
explicación de los fenómenos según la hipótesis del movimiento circular y
uniforme.
Sobre las demás estrellas daremos la explicación en otro lugar. Aquí
explicaremos cómo sucede que el Sol, aun moviéndose a velocidad uniforme,
recorre arcos iguales en tiempos desiguales.
La llamada esfera de las estrellas fijas, que contiene todas las
figuras de los signos del zodíaco, es la más alta de todas. No debe suponerse
que todas las estrellas se encuentran a un mismo nivel, pues algunas están más
altas y otras más bajas. Sin embargo, la limitación de nuestra vista no nos
permite apreciar esas diferencias de altura. Por debajo de las estrellas fijas
se encuentra Saturno, que atraviesa el zodíaco en aproximadamente 30 años, a
razón de dos años y medio por cada signo. Por debajo de Saturno está Júpiter,
que atraviesa el zodíaco en 12 años, a razón de un signo por año. Debajo de
Júpiter está Marte, que atraviesa el zodíaco en dos años y medio, a razón de un
signo cada dos meses y medio. Sigue luego el Sol, que recorre el zodíaco en un
año y cada signo en un mes, aproximadamente. A continuación viene Venus, que se
mueve aproximadamente a la misma velocidad del Sol. Sigue luego Mercurio, que
se mueve también a la velocidad del Sol. Por último, el más bajo de los astros,
la Luna, que recorre el zodíaco en 27 días y 1/3, y cada signo aproximadamente
en dos días y cuarto.
Ahora bien, si el Sol se moviera a la misma distancia que las estrellas
que forman los signos del zodíaco, ciertamente habríamos hallado que los
tiempos entre los trópicos y los equinoccios son iguales entre sí. Al moverse a
velocidad uniforme, el Sol debería cubrir arcos iguales en tiempos iguales. De
modo similar, suponiendo que el Sol estuviera más bajo que el círculo del
zodíaco, pero que se moviera en torno al mismo centro que éste, los tiempos
entre los trópicos y los equinoccios serían también iguales. Todos los círculos
trazados en torno a un mismo centro son divididos de igual manera por sus
diámetros. Como el círculo del zodíaco es dividido en cuatro partes iguales por
los diámetros que pasan entre los puntos tropicales y los equinocciales,
necesariamente el círculo del Sol estaría dividido en cuatro partes iguales,
por los mismos diámetros. Moviéndose así a la velocidad uniforme en su propia
esfera, el Sol recorrería en iguales tiempos los cuatro cuartos. Pero, en
realidad, el Sol no se mueve en un círculo inferior, sino en un círculo
excéntrico, como se ve en la figura. El centro de ese círculo no es el mismo
que el del círculo zodiacal, sino que está desplazado a un lado. A causa de
esta posición, el curso del Sol está dividido en cuatro partes desiguales. La
mayor parte de la circunferencia yace detrás del cuarto del círculo zodiacal
que se extiende desde el primer grado de Aries hasta el trigésimo grado de
Géminis. La parte menor de la circunferencia yace detrás del cuarto del círculo
zodiacal que se extiende entre el primer grado de Libra y el trigésimo grado de
Sagitario.
Naturalmente, se concluye que el Sol, al moverse uniformemente en su
propio círculo, recorre arcos desiguales en tiempos desiguales, el arco más
largo en el tiempo más prolongado, y el más corto en el tiempo más breve.
Cuando ha recorrido el arco más largo de su propio círculo, pasa el cuarto de
zodíaco del equinoccio de primavera al trópico de verano. Cuando ha recorrido
el arco más corto de su propio círculo, pasa el cuarto del zodíaco del
equinoccio de otoño al trópico de infierno. Como los arcos desiguales del círculo
del Sol yacen entre arcos iguales del círculo zodiacal, es inevitable que los
tiempos entre los trópicos y los equinoccios sean desiguales, y que el tiempo
máximo transcurra entre el equinoccio de primavera y el trópico de verano, y el
mínimo entre el equinoccio de otoño y el trópico de invierno. De modo que el
Sol se mueve siempre a velocidad uniforme, pero, debido a la excentricidad de
su círculo, recorre los cuatro cuartos del zodíaco en tiempos desiguales.
Este largo pasaje ha
sido traducido literalmente. Su estilo es macizo y lleno de repeticiones, lo
cual hace un poco tediosa su lectura. A pesar de ello, lo que deseábamos era
conservar a toda costa la calidad del original como libro de texto, en el cual
el autor no deja nada librado al acaso.
ESTRABÓN
Los Elementos
de Astronomía de Gemino constituyen un compacto manual, un texto
escolar, al menos en la forma en que el libro ha llegado hasta nosotros. El
libro al que vamos a referirnos ahora, la Geografía, de Estrabón, es una
obra a gran escala, que por su parte ha sobrevivido casi íntegramente en su
forma original. Estrabón nació en Amasia, en el Ponto, en el año 64 o en el 63
a. C., y se cree que su geografía fue compuesta en la última década de la era
pagana. Su objeto era nada menos que el de proporcionar una información veraz y
legible de todos los diferentes países del mundo habitable, que estuviera
completamente al tanto de la ciencia geográfica contemporánea en todas sus
ramas. Es en verdad un libro legible y veraz, pero tuvo que esperar antes de
ser leído. Es cierto que Estrabón se dirigía a una vasta audiencia. Había
vivido en Alejandría, había visitado Roma con frecuencia y se preocupó de
insistir en la importancia de la geografía para el administrador. Pero lo
probable es que su libro haya sido escrito para uso inmediato de Pitodoris,
reina del Ponto, y publicado en aquel país. Si así fue, el Ponto no resultó un
buen centro editorial. Su libro permaneció desconocido en Roma. Ni siquiera el
omnívoro Plinio había oído hablar de él. Los romanos satisfacían su sed
geográfica con los pertinentes capítulos del mismo Plinio, que no son de los
mejores entre los suyos, y con el breve y superficial compendio de Pomponio
Mela (hacia el 45 d. C.). Sólo después de la fundación de Constantinopla se
difundió la obra de Estrabón, quien llegó a ser una autoridad para el mundo
bizantino. De Bizancio pasó a la Europa occidental en el Renacimiento. Desde
entonces ha sido menospreciado a veces, pero nunca olvidado. Los siglos durante
los cuales se lo ignoró, de modo muy semejante a otros grandes libros, nos
recuerdan que aunque conozcamos el texto de dichas obras todavía estamos muy
lejos de conocer la historia de la difusión real de la ciencia en el mundo.
Estrabón representa el nivel del progreso de su ciencia en la era de Augusto,
pero probablemente fueron muy pocos los octavianos que llegaron a leerlo.
La unificación del mundo bajo el dominio romano brindó oportunidades
para el desarrollo del conocimiento geográfico, y Estrabón tiene un sentido
refrescante de la necesidad de poner su asunto al día. Sus primeros capítulos
están llenos de críticas a sus predecesores, citados a un careo, como él dice,
a fin de que justifiquen su propio intento, demostrando cuánta necesidad tenía
la materia de correcciones y adiciones (libro II, 4, 8). Una
ojeada a la historia de la geografía pondrá en claro su posición.
La geografía era una ciencia ya antigua, pero debía poco a pueblo
alguno que no fuera el griego. Podría haberse esperado que los fenicios,
quienes precedieron a los griegos como exploradores y dueños del Mediterráneo,
hubieran sentado los cimientos de esta ciencia. Lo hicieron, pero en sentido
limitado. Estrabón recuerda, por ejemplo, que la Osa no fue reconocida como
constelación hasta que los fenicios la utilizaron en sus navegaciones, y que
gracias a ellos los griegos tuvieron noticia de su utilidad. Pero en general
los fenicios se reservaban sus conocimientos y difundían por el mundo no
ciencia, sino fabulosas historias sobre las dificultades que estorbaban el
acceso a las distintas fuentes de sus preciosos artículos de comercio. Su
contribución a la ciencia fue tan involuntaria como la de los trusts
monopolistas de los días actuales. De modo que fueron los griegos de la Jonia
quienes dieron los primeros pasos. Ellos, según hemos visto (cap. II de la Primera Parte), fueron grandes colonizadores. Estrabón nos dice
que muchas expediciones de colonos jónicos y de otros países sufrieron
grandemente en los primeros tiempos por falta de conocimiento geográfico. El mapa
de Anaximandro y el precursor tratado geográfico de Hecateo, también milesio,
escrito hacia el 520 a. C., fueron la respuesta a esta situación. Pero, como
era característico de aquellos griegos de la Jonia, del conocimiento adquirido
para hacer frente a las necesidades prácticas hicieron surgir una ciencia que
ha llegado a enriquecer al mundo.
La compleja ciencia de la geografía ha sido convenientemente dividida
en cuatro subdivisiones: matemática, física, descriptiva y política, e
histórica. Todas estas ramas estaban implícitas en la labor de los primeros
precursores griegos. Probablemente debamos atribuir la fundación de la
geografía matemática a Anaximandro, que introdujo en Grecia el uso del gnomon y
que trazó el primer mapa. La geografía física halló sus exponentes en el
poeta-filósofo Jenófanes, que descubrió el fenómeno de las costas emergentes
gracias a la presencia de conchas y fósiles marinos tierra adentro, y en
Herodoto, quien aceptó la opinión de que el delta del Nilo fue formado por
depósitos aluviales y especuló acerca de cuántos miles de años serían
necesarios para llenar el golfo de Arabia si el Nilo invirtiera su curso. Los
comienzos de la geografía política e histórica hay que buscarlos en Herodoto,
en Tucídides, en el opúsculo hipocrático Aires, Aguas, Lugares, en los
que las descripciones de los pueblos y de sus instituciones comienzan a ser
relacionadas con su habitat.
Y este impulso por captar la naturaleza del mundo habitable no se extinguió
pronto. Jenofonte, en su Retirada de los Diez Mil (401 a. C.), inauguró la
geografía de Armenia. El valiente marino Piteas de Marsella (hacia el 310 a.
C.), precursor de la exploración científica y comercial, hizo lo mismo con la
Bretaña y con los mares y tierras vecinos.
Un segundo gran período de la historia de la geografía griega se inició
con la fundación de Alejandría y con las conquistas de Alejandro en el Oriente.
Era imposible que en Alejandría la geografía no compartiera los progresos
matemáticos de la época. Con Eratóstenes llegó a consagrarse la determinación
de las latitudes mediante el cuadrante solar, aunque el número de tales
determinaciones no llegara a ser elevado. Calculó las dimensiones del globo, su
forma y la extensión de su parte habitable, y al cumplir su ambición de reformar
el mapa del mundo, trazó, a través del paralelogramo que representaba el oikoumene
(mundo habitado), ocho paralelos de latitud y siete meridianos de longitud. Los
meridianos fueron fijados por estimación. Aunque posteriormente Hiparco sugirió
que se recurriera a las observaciones efectuadas durante los eclipses lunares
para determinar la longitud, esta sugestión nunca pasó de tal, pues en la
antigüedad jamás se llegó a efectuar determinaciones astronómicas de la
longitud. La organización de la ciencia siguió siendo inferior a su teoría.
Refiriéndonos ahora a otras ramas de esta ciencia, comprobamos que
tanto la geografía física como la política fueron asombrosamente perfeccionadas
por Posidonio, el filósofo estoico de Rodas, a quien ya hemos mencionado como maestro
de Gemino. Es criticado por Estrabón, por «estar demasiado interesado en las
causas, a la manera de Aristóteles». Pero al igual que Aristóteles, estaba
siempre bien dispuesto a usar sus ojos. Sus informes acerca de España y de la
Galia, tanto de los países como de sus habitantes, están llenos de observación
y de reflexión. Tozer lo ha llamado «el más inteligente viajero de la
antigüedad». Otros grandes exponentes de la geografía política fueron
Megástenes y Agatárcides. El primero (hacia 290 a. C.) fue un agente de los
seléucidas en Palibotra, sobre el Ganges. Sus informes sobre el norte de la
India, que se han conservado en las citas de escritores más modernos, son
notables por su integridad y exactitud. El segundo, Agatárcides (hacia 170-100
a. C.), escribió una descripción de las minas de oro de Etiopía y de sus
mineros, conservada para la posteridad en las páginas de Diodoro, que tal vez
sea la más famosa pieza de sociología descriptiva de toda la antigüedad. Con
los historiadores Eforo y Polibio la geografía histórica se convirtió en un
estudio sistemático. Tales eran las realizaciones de la geografía en sus
diversas ramas cuando Estrabón se puso a renovar la materia en las favorables
condiciones de la era octaviana.
Se comprenderá fácilmente que hombre alguno puede ser igualmente idóneo
en todas las ramas de una ciencia tan amplia y compleja. Y Estrabón era débil
en matemáticas: En esta materia tal vez estuviera apenas a la altura de los
alejandrinos de la época de Eratóstenes. En todas las demás disciplinas aportó
contribuciones de importancia. En geografía física tuvo la fortuna de merecer
elogios de Lyell por dos anticipaciones de la ciencia moderna, a saber: 1)
Subraya la importancia de inferir los grandes cambios pretéritos en la
configuración de la Tierra mediante los pequeños cambios que actualmente se
producen ante nosotros. 2) Al discutir ciertas opiniones algo superficiales de
Estrabón sobre la corriente que va del Ponto Euxino al Mar Egeo, y sobre la
supuesta corriente del Mediterráneo al Atlántico, demuestra una audacia mental
impresionante al arriesgar la hipótesis de las elevaciones y depresiones
alternadas del fondo de los mares. Pero su real grandeza reside en su geografía
descriptiva e histórica. Sólo la lectura in extenso de sus diecisiete
libros puede darnos una impresión adecuada de su capacidad como geógrafo
descriptivo o político. Dentro de los límites de la presente obra será mejor
concentrarse en su notable dominio de los principios del otro sector, o sea el
de la geografía histórica.
El determinismo geográfico es un error común, y no es privativo de la
ciencia moderna. Los antiguos también pecaron a este respecto. Estrabón está
libre de esa falta. En muchos pasajes demuestra un entendimiento notable para
su época de aquella verdad según la cual la influencia de la geografía y del
clima sobre un pueblo es algo muy difícil de averiguar, y que no ha de
interpretarse como un efecto directo de la naturaleza sobre el hombre, sino que
varía de acuerdo con el nivel de la técnica industrial y política. «Las
diversas artes, profesiones e instituciones de la humanidad —escribe—, una vez
introducidas, florecen en casi cualquier latitud, y hasta a despecho de la
latitud. Si algunas de las características locales proceden de la naturaleza, otras
proceden del hábito y de la práctica. No es por naturaleza que los atenienses
aman las letras, mientras que en nada las tienen los espartanos, y aun los
tebanos, que viven todavía más cerca de Atenas. Es más bien por hábito. Similar
educación y hábitos similares son los factores que explican los adelantos de
los pueblos babilonio y egipcio» (L. II, 3, 7). Su dominio de este principio
hace de Estrabón un observador científico del avance de la civilización clásica
entre los pueblos atrasados.
Las favorables perspectivas para el progreso de esta civilización en
Europa son analizados en una famosa descripción del continente, de la cual
citaremos un fragmento. «De la parte habitable de Europa, las regiones frías y
montañosas sólo ofrecen naturalmente una miserable existencia a sus habitantes;
sin embargo, hasta las guaridas de la pobreza y de la piratería se vuelven
civilizadas cuando llegan a tener buenos administradores. Los griegos son un
ejemplo. Vivían entre montañas rocosas, pero vivían bien, porque aprendieron el
arte de la política, las artes de la producción y el arte de vivir. Los romanos
también han llegado a dominar a muchos pueblos que eran por naturaleza salvajes
porque los lugares donde vivían eran rocosos, carentes de puertos, fríos o
inadecuados, por alguna razón, para mantener poblaciones numerosas; y al poner
en contacto entre sí a esas comunidades aisladas, las han llevado del
salvajismo a la civilización. Allí donde el territorio europeo es llano y
templado, la naturaleza contribuye a tales fines. En un país bendecido por la
naturaleza, todo tiende hacia la paz, mientras que en un país maldecido por
ella los hombres son bravos y belicosos. Cada tipo de país puede recibir
beneficios del otro; el último ayudando con armas, y el primero, con productos
agrícolas e industriales, y con la educación del carácter. Pero si no se ayudan
entre sí, es evidente el daño mutuo que se causan. La violencia de los
guerreros puede en verdad resultar victoriosa si no es contrarrestada por el
mayor número del pueblo pacífico. Pero la naturaleza ha dado recursos a Europa
contra ese peligro. A través de toda su extensión está amenizada por llanos y
montañas, de modo que en todas partes la población agrícola y civilizada vive
junto con la belicosa, pero la primera es más numerosa y mantiene el dominio
general. Los griegos, los macedonios y los romanos han ido presidiendo
sucesivamente este proceso civilizador. Por las razones dadas, Europa es, en
forma notable, tan autosuficiente para la paz como para la guerra. La población
belicosa es abundante, como asimismo la que labra su suelo y mantiene sus
ciudades. Tiene también la ventaja de producir los frutos mejores y más
necesarios, y todos los metales útiles, importando del extranjero sólo
productos superfluos y de lujo como las especias y las piedras preciosas.
Además, abunda en rebaños y majadas, y escasea en animales salvajes. Tal es la
descripción general de este continente» (L. II, 5, 26).
Ésta es una página clásica de ciencia geográfica, y como ella hay
muchas en Estrabón. Su relato, por ejemplo, del sistema fluvial de Francia
—cómo abre todo el país a las relaciones internas de sus pueblos y cómo lo abre
también a las influencias externas al conectar al Océano con el Mar Interior—
le ha valido los entusiastas elogios de los brillantes geógrafos modernos de
ese país (L. IV, 1, 4). Su exposición sobre Italia es casi igualmente admirable
(L. VI, 4, 1). Aquí, el carácter y situación de la península son considerados
desde el punto de vista de su capacidad para el dominio del mundo, y en el
párrafo siguiente procede a «añadir a esto un breve esbozo acerca del pueblo
romano, que se adueñó de ella y la equipó como base de operaciones para la
hegemonía universal». La geopolítica no es, como se ve, una ciencia nueva.
Su breve resumen de la historia romana está informado por dos ideas
principales: que la conquista romana fue involuntaria, y que significó la
felicidad de los conquistados, mediante su buen gobierno. Aquí tiene, por
supuesto, un espléndido tema. «Reemplazar las aldeas y los cantones con
ciudades en las riberas del Mediterráneo —escribe Vidal de la Blache— fue el
golpe maestro de Grecia y de Roma. Los observadores contemporáneos de este
fenómeno —Tucídides, Polibio y Estrabón— no estaban equivocados. Ellos
describen la polis,
o ciudad antigua, como el símbolo y la evidencia exterior de una civilización
superior». El justificable entusiasmo de Estrabón por este proceso fue tal que
describe la conquista de su propio país, el Ponto, sin dolor alguno. Pero la
difusión de la civilización ciudadana a expensas de aldeas y cantones costó un
terrible precio en vidas y felicidad humana, y de este aspecto del proceso
Estrabón no es un buen informante. Cierto que no era ciego a las virtudes de
los sencillos miembros de tribus que eran civilizados a la fuerza. Formula
observaciones contundentes sobre la corrupción moral de esos pueblos simples
por el avance de la civilización, y sobre la relación entre el incremento de la
propiedad y el del crimen (L. VII, 3, 4 y 7). Pero había adquirido al mismo
tiempo el conveniente hábito de no dar importancia a los sufrimientos de las
víctimas de la civilización so pretexto de su supuesta insensibilidad. Ofrece
pruebas de la brutalidad de esas sencillas gentes que son un testimonio no
menos elocuente de la brutalidad de sus capturadores. «Cuando los generales
romanos irrumpieron en los baluartes montañosos de estos corsos y se los
llevaron en gran número como esclavos, tuvisteis la oportunidad en Roma de
descubrir su asombrosa brutalidad. O son salvajes como fieras o mansos como
ovejas. Algunos de ellos mueren en cautividad. Los demás son tan apáticos y
obtusos, que sus compradores, furiosos, se arrepienten del trato aunque los
hayan adquirido por una bicoca» (L. V, 2, 7). Más impresionante todavía es la
prueba que ofrece de la brutalidad de los rebeldes cántabros. «Al ser
crucificados después de su captura, seguían gritando sus consignas triunfales
desde la cruz» (L. III, 4, 18).
Pero ésta no es, digámoslo de paso, sino una prueba más del hecho
familiar de que el progreso de la civilización ha sido una cosa brutal. Ésta es
una de las principales lecciones de la historia, pero no afecta gran cosa a
Estrabón, quien simplemente reflexiona sobre el carácter de los pueblos
dominantes en su día. Nuestra preocupación ahora es determinar el lugar que le
corresponde en la historia de la ciencia, y aquí su maestría es incontestable.
Sus diecisiete libros son la más grande obra de su género producida en la
antigüedad. Hemos tomado nuestros ejemplos de los primeros libros. No debe
inferirse que el resto tenga menos valor. Los libros XII, XIII y XIV, en los que describe el Asia Menor, de la cual era originario, y
emplea en mayor grado su observación personal, están entre los mejores. Pero
también supo cómo elegir sus autoridades; y sus informaciones sobre países que
no había visto —la India, por ejemplo, donde se deja guiar por los relatos de
Megástenes— son un depósito de datos fidedignos. Vasta como es en su designio,
su obra no resulta una compilación. El material tan industriosamente reunido es
examinado con atención y desplegado para ilustrar grandes principios, y en
todos los pasajes de su obra estamos no sólo ante un hombre de ciencia con una
posición tomada, sino también ante un escritor con sentido del estilo. Mereció
su gran fama, y es lástima que no la adquiriera inmediatamente.
TOLOMEO
El aspecto matemático de la geografía, en el cual Estrabón era flojo,
halló en la antigüedad su expresión definitiva en manos de Tolomeo, quien
floreció hacia el año 150 d. C. Matemático, astrónomo, geógrafo, físico,
es una de las figuras más sobresalientes de la historia de la ciencia. Como
matemático y como astrónomo, llevó adelante y sistematizó la obra de Hiparco.
Su más grande aporte a la matemática es la exposición de la trigonometría
esférica creada por Hiparco. Como éste había inventado la trigonometría para
emplearla en los estudios astronómicos, ocurre que empezó por ser esférica. En
el primer libro del Almagesto,
como lo llamamos por corrupción arábiga de la palabra griega (Tolomeo mismo
llamaba a su obra Colección
matemática en trece libros), luego de dar las pruebas matemáticas
sobre las cuales se fundaba su determinación, construyó una tabla de cuerdas
para arcos que subtienden ángulos en forma creciente, de 1/2 a 180 grados,
calculados cada 1/2 grado. Esto equivale a una tabla de senos para ángulos de
1/4 de grado hasta 90 grados calculados cada 1/4 de grado. Se ha hecho notar
que ésta es la parte más permanente de su obra. Pues, aunque el paso del tiempo
haya superado su sistema astronómico y su mapa universal, la base de la
trigonometría, puesta por Hiparco y por Tolomeo, continúa inalterable hasta el
día de hoy.
El fundamento de su sistema de astronomía es, por supuesto, el
principio geocéntrico de Hiparco, con cierta tendencia hacia el método de los
epiciclos, más bien que hacia el de las excéntricas, para explicar los diversos
movimientos de los astros. No es fácil describir en forma breve el contenido de
los trece libros. Los libros I y II sientan las bases matemáticas y dan explicaciones generales sobre los
movimientos de los astros en relación con la Tierra como centro. El libro III trata del Sol, y de la duración del año. Cuenta cómo llegó Hiparco a
su descubrimiento de la precesión de los equinoccios. Sienta también un
principio que ha tenido un papel útil y duradero en la ciencia, a saber, que al
explicar los fenómenos, hay que preferir la más simple de las hipótesis que no
estén en contradicción con los hechos. Los libros IV y V tratan de los movimientos de la Luna. En el primer libro, Tolomeo
había descrito los instrumentos que él empleaba para una medición fundamental:
la de la oblicuidad de la eclíptica. El comienzo del quinto libro está dedicado
a una descripción del astrolabio de Hiparco, que Tolomeo mismo usó para
confirmar las observaciones de su predecesor. El libro VI trata de los eclipses solares y lunares. Los libros VII y VIII se refieren a las estrellas fijas, y los cinco restantes se ocupan del
asunto especialmente enojoso de los planetas.
Con este inmenso bagaje astronómico procede Tolomeo a renovar la
ciencia de la geografía matemática. Un contemporáneo suyo, aunque de más edad,
Marino de Tiro, ya había recogido el desafío de Hiparco, de trazar un mapa del
mundo en el cual todas las principales características se hallaran
correctamente ubicadas con respecto a paralelos de latitud y meridianos de
longitud, determinados matemáticamente. Y Tolomeo se puso a la obra como
corrector de la obra de Marino, y para completarla. El ordenamiento de su libro
era original y adecuado para la consulta, lo cual aumentó su autoridad. De sus
ocho libros, el primero y el último tratan de principios y discusiones
matemáticos y astronómicos, pero los seis libros centrales están compuestos de
tablas que dan los nombres de los lugares que figuraban en aquellos tiempos en
los mapas de los diferentes países, junto con sus latitudes y longitudes.
También se definen los límites de los diversos países, y hay observaciones
explicatorias de diverso tipo. Pero lo esencial del tratado es él catálogo de
nombres de lugares, junto con las determinaciones de posición, con autorizada
apariencia.
Esta apariencia autorizada es, en realidad, engañosa. Sólo media docena
de latitudes habían sido determinadas astronómicamente: las de Marsella, Roma,
Rodas, Alejandría y Siena, y tal vez alguna más. No se había determinado
astronómicamente longitud alguna. Dentro de un marco de paralelos y meridianos
fijados inseguramente, se obtenía las posiciones reduciendo groseramente a
grados las distancias medidas. Algunas distancias habían sido recorridas por
tierra. Otras eran estimadas en forma todavía más burda. En el mar —desconocida
como era entonces la corredera— las distancias eran conjeturadas por el tiempo
transcurrido. Además, por singular desdicha, el método de reducir las
distancias a grados estaba viciado por una cifra falsa. Hiparco había llegado a
una determinación muy correcta de la circunferencia del globo. Posidonio la
había «corregido», reduciéndola a cinco sextos de la cifra anterior. De acuerdo
con esto, se calcularon sólo 500 estadios (50 millas geográficas) por cada
grado, en lugar de 600 estadios (60 millas geográficas). Tolomeo adoptó la
cifra errónea de Posidonio. Ello significa que todas sus distancias,
invariablemente exageradas en cada paso por los viajeros que las recorrieron,
fueron exageradas en otro 20 % al llegar a manos del experto. Desde los tiempos
de Dicearco (hacia el año 310 a. C.) la línea más importante en el globo para
los geógrafos griegos había sido el paralelo de 36 grados de latitud que pasa
por el estrecho de Gibraltar, en un extremo del Mediterráneo, y por la isla de
Rodas, en el otro. Pero, ¿qué punto estaba sobre este paralelo o cerca de él?
Tolomeo lo hace pasar por Caralis, en Cerdeña, y por Lilibeo, en Sicilia,
cometiendo errores, respectivamente, de más de 3 y de un poco de menos de 2
grados. Y lo que es peor, coloca a Cartago, que en realidad se halla casi a un
grado al norte del paralelo, más de un grado al sur de éste. Con ello niveló
como por encanto la línea costera del África del Norte. Su primer meridiano fue
también infortunado. Siguiendo a Marino, lo colocó en las Canarias, pero
suponiendo que esas islas se encontraban a unos 7 grados al este de su posición
verdadera. Todos estos cálculos de distancia se basaban, a decir verdad, en
Alejandría; pero, como para los fines de su labor cartográfica tenían que
referirse todos a su primer meridiano, introdujo un error de 7 grados en todas
las posiciones. Tales fueron los errores generales de sus cálculos. También los
cometió particulares, debido a diversas contingencias. Accidentalmente hizo
girar su mapa de Escocia casi 90 grados, de modo que se encuentra precisamente
al este de Inglaterra, en lugar de hallarse al norte de ésta. En el Lejano
Oriente perdió el dominio de las proporciones, y diseñó a Ceilán ¡catorce veces
mayor que su tamaño real!
Estos errores son, por supuesto, importantes. Sin embargo, nada sería
más fácil que exagerar su significado. Para convencerse de ello basta mirar el
mapa del mundo que Homero conocía, con el Río Océano rodeando el disco plano
del mundo, y compararlo con el mapa que puede reconstruirse mediante los datos
de Tolomeo, con sus paralelos y meridianos curvos, su integridad y su relativa
exactitud en las regiones que rodean el Mediterráneo, así como su inmenso
alcance, desde Irlanda en el extremo noroeste, hasta vagas indicaciones de
China y de Malasia, en el este. Más convincente aún resulta el genuino valor de
su ciencia si uno examina los mapas medievales, en los cuales el Río Océano
vuelve a rodear un disco plano con Jerusalén en el centro y el Paraíso en la
parte superior, mapas de los cuales habían desaparecido toda la matemática y
toda la astronomía laboriosamente edificadas por los científicos griegos. Sobre
este fondo podremos juzgar adecuadamente las realizaciones de Tolomeo y de los
demás geógrafos helenos.
Sólo falta agregar una palabra sobre otro aspecto de su obra. No era
solamente un gran observador, como lo demuestran su descripción de los
instrumentos astronómicos y el uso que de ellos hizo. Era también un
experimentalista. El quinto libro de su tratado sobre la Óptica contiene observaciones
sobre la refracción de la luz, asunto que tenía que ser interesante para los
astrónomos, quienes conocían, entre otros fenómenos refractorios, el de la Luna
eclipsada que se levanta contra el Sol poniente. Tolomeo da tablas de
refracción para diversos ángulos de incidencia en experimentos con aire, agua y
vidrio, y trata de determinar una ley. Observamos aquí, como en otras partes,
la combinación de intuición y de sistema que caracteriza a Tolomeo.
GALENO
Al pasar del gran mundo de la naturaleza al pequeño mundo del hombre,
hallamos en Galeno (129-199 d. C.) un autor que ocupa el mismo lugar en la
historia de la medicina que Tolomeo en el de la astronomía y la geografía. Así
como la astronomía y la geografía del Renacimiento retoman y corrigen la obra
de Tolomeo, su anatomía y su fisiología retoman y corrigen la obra de Galeno.
Debemos tratar brevemente de caracterizar su obra, pero es ésta una tarea de
excepcional dificultad. De sus voluminosos escritos sobre una amplia variedad
de temas quedan unas cien obras genuinas bajo títulos separados. La edición de
Kühn (1821-1833), única completa entre las modernas, ocupa, junto con la
traducción al latín, veinte grandes volúmenes. En medio de esta masa de
material los expertos hallan dificultad para orientarse, y el profano se
confunde ante veredictos contradictorios. Pero tal vez sea equitativo decir que
los médicos actuantes que han escrito sobre él en tiempos modernos lo aprecian
más que los críticos académicos. De un modo u otro, debemos reconocer que este
escritor extraordinariamente fluido, que desde temprana edad comenzó a prodigar
libros muy discutidos, no sólo sobre las diversas sectas médicas, sino también
sobre las diversas escuelas filosóficas, y en forma general sobre asuntos
culturales y educativos, era también un observador y un investigador muy
diligente. Sus obras terapéuticas, fisiológicas y anatómicas se fundaban en un
conocimiento de primera mano de la naturaleza, que hubiera hecho honor a
cualquier otro autor a quien hubiese faltado tiempo para interesarse en tantas
otras cuestiones.
Sirve en cierto modo para orientarse en medio de las obras de Galeno un
opúsculo que él mismo escribió inducido por circunstancias especiales. De él
extraemos los siguientes e interesantes detalles. Cierta vez Galeno presenció
en la calle de los Zapateros de Roma, donde se hallaba la mayor parte de las
librerías, una escena que debió de haber alegrado su corazón de autor. Alguien
mostró un libro con el nombre del Doctor Galeno. Comenzó una discusión acerca
de si era o no obra auténtica de éste. Un hombre instruido, atraído por el
título, lo compró y comenzó a leerlo, y al punto comprendió de qué se trataba.
Antes de haber leído dos líneas lo arrojó exclamando: «Éste no es el estilo de
Galeno. El título es falso». Ese hombre, comenta Galeno con aprobación, había
tenido una buena educación griega a la antigua en manos de gramáticos y retóricos.
Pero los tiempos habían cambiado. Aspirantes a la medicina y a la filosofía,
sin haber aprendido siquiera a leer bien, concurrían a clases sobre esos temas,
esperando vanamente entender las enseñanzas más nobles de las conocidas por los
hombres. En vista de ello, para evitar que se le atribuyan falsamente escritos
inferiores, Galeno se propone enumerar y describir sus genuinas obras. Teme
también por su obra, al saber que sus libros están siendo adulterados por manos
extrañas. En diferentes países, diversos maestros leen en la cátedra, como
propias, obras de Galeno que han sufrido adiciones, sustracciones y
alteraciones. Sus amigos le han hecho ver la necesidad de correr al rescate de
su propia reputación, y él mismo ha comprobado el acierto de tal consejo.
El tercer capítulo del opúsculo Sobre sus propios libros, del
cual hemos tomado los detalles antedichos, describe sus investigaciones y sus
escritos anatómicos. Traduciremos in extenso parte de este capítulo, pues las obras
anatómicas de Galeno se cuentan entre las más importantes de sus contribuciones
a la ciencia. «Primero está el libro Sobre los huesos, para principiantes. Después de éste
vienen otros libros también para principiantes, uno relativo a la disección de
las venas y de las arterias, y otro a la de los nervios. También hay uno que
recapitula brevemente toda la instrucción acerca de los músculos contenida en
mis Ejercicios
anatómicos. Si alguien, después de haber leído el primer libro, Sobre los huesos,
quiere pasar directamente a los Ejercicios anatómicos, puede saltarse los iniciales, que
tratan de las venas, de las arterias y de los músculos. Encontrará todo en los Ejercicios.
En ellos, el primer libro trata de los músculos y tendones de la mano; el
segundo, de los músculos y tendones de las piernas; el tercero, de los nervios
y vasos de los miembros. El cuarto se refiere a los músculos que mueven las
mandíbulas y los labios, la barbilla, la cabeza, el cuello y los hombros. El
quinto a los que se hallan en el pecho, en el abdomen, en la ijada y en la
espalda. El sexto trata de los órganos de la nutrición, a saber: el estómago,
el intestino, el hígado, el bazo, los riñones, la vejiga y demás. El séptimo y
el octavo comprenden la anatomía de las partes relacionadas con la respiración.
El séptimo describe la disección y la vivisección del corazón, el pulmón y las
arterias. El octavo trata del contenido del tórax en su conjunto. El noveno
comprende la disección del cerebro y de la espina dorsal. El décimo, la de los
ojos, la lengua, la garganta y partes adyacentes. El undécimo la de la laringe
y de lo que se llama el hueso hioides, de las partes con él relacionadas y de
los nervios que allí llegan. El duodécimo se refiere a las arterias y a las
venas. El décimotercero a los nervios que parten del cerebro. El décimocuarto a
los que salen de la espina dorsal. El décimoquinto a los órganos de la
reproducción. Éstos son los elementos esenciales de la anatomía, pero hay
aparte de ellos muchos otros materiales útiles: para poder proporcionarlos, he
reducido los veinte libros de Marino Sobre la Anatomía a cuatro, y todas las obras de Licus a
dos. A continuación doy el índice del contenido de estas obras».
Es evidente la extraordinaria importancia de esta investigación
anatómica. En verdad, las disecciones eran efectuadas en monos, no en hombres,
pero ésta era una fuente de error inevitable bajo las circunstancias de la
época. Fue la reanudación de este programa de disección en el Renacimiento,
particularmente por Vesalio, la que sentó las bases de la anatomía moderna.
Harvey, cuyo descubrimiento de la circulación de la sangre estaba destinado a
destruir la fisiología de Galeno, había sido adiestrado en el programa galénico
de disecciones de la escuela vesálica, de Padua.
Debemos decir ahora algunas palabras sobre la fisiología de Galeno. Tal
como la astronomía de su época, se fundaba parcialmente en la observación, y
parcialmente en un cuerpo de principios filosóficos que en aquella época
parecían con toda certeza verdaderos, pero que la fisiología moderna ha tenido
que modificar o desechar. Los diversos tipos de seres vivos habían sido
clasificados durante largo tiempo en tres grandes divisiones: plantas, animales
y hombres. Las plantas involucraban el principio del crecimiento; los animales,
los de crecimiento y locomoción; los hombres, los de crecimiento, locomoción y
razón. Era opinión de los estoicos —derivada, por otra parte, de diversas
fuentes— que el pneuma
(o aire) extraído del cosmos, cuyo aliento era, constituía el principio vital
de estos tres grados de las cosas vivientes. La función fisiológica del
complejo organismo humano era adaptar este pneuma exterior a los tres
grados de vida manifestados en el hombre, a saber: crecimiento, locomoción y
pensamiento. En su primera adaptación el pneuma se convirtió en espíritu natural,
causando así el crecimiento. En su segunda adaptación se convirtió en espíritu vital,
causando la locomoción. En su tercera adaptación se convirtió en espíritu animal
(de anima,
el alma), causando el pensamiento. Galeno, con refinado ingenio, adaptó lo que
sabía de los sistemas digestivo, respiratorio y nervioso, del cuerpo humano, a
la explicación de esta triple función del organismo del hombre. El hígado y las
venas eran en éste los principales órganos de la vida vegetativa. El corazón,
con los pulmones y las arterias, mantenía la vida animal. El cerebro y el
sistema nervioso eran el asiento de la vida intelectual, porción distintiva del
hombre, el animal racional.
Podemos describir brevemente el funcionamiento de su sistema. En el
hígado el alimento ingerido era convertido en sangre, que era distribuida por
las venas para mantener el crecimiento del cuerpo. El movimiento de la sangre
en las venas era concebido como una especie de lenta oscilación hacia y desde
el hígado. De éste se dirigía por la vena porta hasta el ventrículo derecho del
corazón. Allí se libraba de sus impurezas, que eran transportadas al pulmón por
la arteria pulmonar, y allí exhaladas. Una parte de esta sangre purificada era
reservada para la segunda adaptación. Pasaba a través del septum al ventrículo
izquierdo, donde volvía a reunirse con el pneuma del mundo exterior,
transportado desde el pulmón al ventrículo izquierdo por la vena pulmonar, y
allí, en el ventrículo izquierdo, era elaborado hasta convertirse en espíritu
vital y distribuido por las arterias a través del cuerpo. Algunas de las
arterias se dirigían al cerebro. La sangre arterial enviada a éste pasaba a
través de una red de vasos conocida como rete mirabile. Aquí se
producía la tercera adaptación. Esta porción de la sangre quedaba dotada de
espíritu animal y era distribuida a través del cuerpo por los nervios. El
sistema es completo y nítido. Explicaba una enorme cantidad de hechos
observados y los interpretaba a la luz de una filosofía que parecía confirmada
por el saber de generaciones enteras. Galeno debe de haber encontrado imposible
imaginar que pudiera ser falsa. Nosotros, sabiendo que lo es, podemos
preguntarnos, para nuestra edificación, cómo pudo llegar a ser conmovida en
momento alguno.
La explicación, por supuesto, es que partes esenciales de la teoría se
fundan en observaciones defectuosas. La explicación de la transformación de la
sangre venosa en arterial no puede ser correcta, pues da por supuesto que la
sangre pasa a través del septum, cuando éste en realidad constituye una sólida
pared muscular. Igualmente incorrecta es la explicación de la transformación de
la sangre arterial en sangre animada con espíritus animales. El órgano (la rete mirabile)
en donde se supone que esto ocurre, aunque prominente en los rumiantes, donde
Galeno lo había observado, no existe en el hombre. Con la reanudación de la
investigación anatómica, en tiempos modernos se pusieron de relieve estos
obstáculos fatales de la fisiología galénica. Y sin embargo, durante largo
tiempo sólo constituyeron problemas intrincados, sin llegar a destruir la
teoría. La fisiología galénica tenía características tales que cegaba a los
investigadores en cuanto a la verdad esencial, que continuaba esperando a su
descubridor. Era difícil obtener una idea correcta de la circulación de la
sangre cuando uno había aprendido de Galeno que había tres clases diferentes de
sangre, cada una con su propio modo de distribución. Ni siquiera para quienes
sabían que el septum
es sólido era fácil entender el funcionamiento del corázón. Pues para Galeno la
verdadero acción del órgano tenía lugar en la diástole, o expansión, que se
suponía absorbía aire de los pulmones. ¿Cómo podía uno estar seguro de que la
verdadera labor la cumplía la sístole, o contracción, al impulsar la sangre a través de
las arterias? Harvey se pasó muchas horas por día, durante años enteros,
contemplando corazones palpitantes o manteniendo un corazón latente en una mano
y una arteria pulsante en la otra, instruyendo a su cerebro mediante sus dedos,
utilizando sus sentidos para abrirse paso a la verdad, antes de lograr éxito en
la refutación de la opinión de Galeno, primero en su fuero interno y luego ante
el mundo todo. Y aun entonces era Galeno quien triunfaba de Galeno, el Galeno observador
sobre el Galeno filósofo, pues fue precisamente su técnica la que Harvey había
aprendido en Padua.
Falta agregar algunos detalles sobre la vida de Galeno. Como casi todos
los grandes hombres de ciencia de las épocas griega y romana, procedía del
Oriente. Nació en Pérgamo, donde su padre trabajaba como arquitecto y
matemático. Estudió medicina primero en Pérgamo y luego en Esmirna, Corinto y
Alejandría. Al completar su adiestramiento, pasó a trabajar, durante cuatro
años, como cirujano de los gladiadores, en su ciudad natal. Sería de desear que
contáramos con una información precisa sobre sus tareas en ese puesto, con un
detalle de su jornada de trabajo. Luego se dejó atraer por Roma, donde iban
entonces los provincianos a buscar fortuna. Sabemos que disfrutó allí de
inmensa reputación y que sus servicios fueron requeridos por el emperador Marco
Aurelio, quien lo tomó como médico personal suyo durante una expedición contra
las tribus germanas. Y en los intervalos de una vida tan llena de ocupaciones,
encontró tiempo para recetar, disecar y escribir.
NOTA BIBLIOGRÁFICA
Acerca de los gramáticos latinos, véase KEIL, Grammatici Latini,
Leipzig, 1855-70. Hay traducciones de LUCRECIO en prosa inglesa
por H. A. J. Munro y Cyril Bailey, de las cuales la primera es famosa por la
austera grandiosidad de su estilo, mientras que la segunda (Oxford, 1910), obra
de uno de los principales eruditos ingleses vivientes, toma nota de
investigaciones eruditas más recientes. Hay una versión más nueva por
R. E. Latham (Penguin Classics). Vitruvio puede ser leído en inglés en el
libro de MORGAN: Vitruvius;
Ten Books on Architecture, Harvard Univ. Press, 1926, y en inglés
y en latín en la edición Loeb, por Granger, 1931-34. En cuanto a FRONTINO, es buena la edición Loeb por Bennett. También hay una edición Loeb de
CELSO; la edición fundamental es la de F. Marx, Leipzig, 1915, con
prolegómenos en latín. El mejor libro sobre PLINIO EL MAYOR es la Histoire
Naturelle de Pline, avec Traduction en Français, por M. E.
Littré, París, 1877. Acerca de Gemino puede verse C. MANITIUS, Gemini Elementa Astronomiӕ,
Leipzig, 1898. De ESTRABÓN hay edición Loeb en ocho volúmenes,
y un excelente resumen sobre el lugar de Estrabón en la historia de la
geografía, por TOZER, History of
Ancient Geography, Cambridge, 1897. Son excelentes los artículos
sobre Tolomeo como astrónomo y geógrafo por ALLMAN Y
BUNBURY, en la «Enciclopedia Británica», 9.ª edición. Las obras matemáticas de
TOLOMEO pueden ser encontradas con preferencia en la edición Teubner, y las
geográficas en la edición Tauchnitz. Una admirable exposición de GALENO puede hallarse en SINGER, Evolution of Anatomy, Kegan
Paul, 1925. El opúsculo Sobre sus propios libros, citado en nuestro texto, se
encontrará en MARQUARDT, MÜLLER Y HELMREICH, Galeni
Scripta Minora, Leipzig, 1884. La obra Greek Medicine in Roma, de CLIFFORD ALLBUTT, es rica en información y en ideas. Greek Medicine, de BLOOCK, es un útil resumen del tema, con muchos pasajes citados en la
traducción. Está disponible ahora por primera vez una traducción comentada de
la obra fundamental de Galeno, De Anatomicis Administrationibus, en la obra de Singer Galen on Anatomical
Procedures (Publications of the Wellcome Historical Museum,
N. 7, Oxford Univ. Press).
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