domingo, 24 de diciembre de 2017

Benjamin Ferrington.-La ciencia griega Segunda parte Capitulo III La era grecorromana

Mientras los primeros Tolomeos consolidaban su imperio sobre Egipto, un hecho histórico de importancia todavía mayor se había ido concretando en Occidente. La ciudad de Roma había conquistado y organizado Italia. Las comunidades italianas no estaban separadas de sus conquistadores por ninguna brecha cultural ni racial considerable, y los romanos encontraron en el robusto y populoso campesinado italiano un vasto depósito de poderío militar. Fueron en esto más afortunados que los Tolomeos de Alejandría, quienes se vieron en la necesidad de mantenerse en Egipto con un ejército exclusivamente griego al principio y principalmente heleno siempre, o que los fenicios de Cartago, cuyas ambiciones imperiales se fundaban en la base poco segura de ejércitos mercenarios constituidos por miembros de tribus bereberes. Roma e Italia eran capaces de un grado tal de unidad como nunca podían alcanzar Alejandría y Egipto, por un lado, o Cartago y África por otro. Gracias a esta circunstancia pudo Roma llegar a ser dueña del mundo.
La fuerza de la nueva potencia pronto hubo de revelarse. Pirro de Epiro, que aspiraba a desempeñar el papel de Alejandro en el Occidente, invadió a Italia con su ejército, en la esperanza de lograr una fácil conquista. Si hubiera podido dominar a Roma, hubiera conducido luego a los griegos de la Magna Grecia contra Cartago. Pero su carrera fue truncada antes de alcanzar gran impulso por la decisiva derrota que los romanos le infligieron en 275 a. C. De este modo la hegemonía sobre los griegos de Italia primero, y de Sicilia después, pasó a manos de Roma, dando comienzo a la cooperación grecorromana. Antes de finalizar el siglo III Cartago había sido abatida en dos guerras tan largas como encarnizadas. Al comenzar el siglo II los romanos estaban avanzando hacia el Este, y antes de la mitad de dicho siglo habían terminado con los sucesores orientales de Alejandro, a saber, los Antigónidas de Macedonia y los Seléucidas de Siria. Las ciudades griegas, tanto del Asia Menor como de la Península, habían pasado a reunirse con las del sur de Italia y con las de Sicilia para adornar el mundo romano. Sólo Egipto quedaba por conquistar, y Augusto se encargó de incorporarlo al Imperio.
Éstos fueron los acontecimientos que originaron la época cultural llamada Era Grecorromana. Los romanos, que con soberbia destreza política efectuaron la unificación de Italia, no eran un pueblo culto. No tenían literatura. Su idioma, que con excepción de algunas guarniciones y colonias estaba confinado al distrito del Lacio, en las cercanías de Roma y del Tíber, había comenzado en verdad a convertirse en una lengua apta para las discusiones y las decisiones políticas, pero nunca había sido empleado para la expresión de ideas filosóficas o científicas. En cambio ahora, dueños los romanos sucesivamente de las ciudades de la Magna Grecia, de Grecia misma y de la Jonia, se encontraron hablando el idioma poco desarrollado de un pequeño distrito de Italia, pese a ser los dominadores, en el aspecto político, del mar Mediterráneo, que culturalmente no era sino un lago griego. Ellos, que antes de sus contactos con los griegos no tenían literatura, se vieron amos de un pueblo cuya literatura tenía una antigüedad de cinco o seis siglos, y se había convertido ya en asunto de apreciación sutil y erudita. Era inevitable, pues, que sus hijos comenzaran a ser instruidos por gramáticos griegos, y sus estadistas por políticos griegos. Sus diversiones, sus profesiones liberales, quedaron en manos de los griegos, y su literatura naciente se modeló sobre la de éstos. La cultura del mundo romano tornóse bilingüe. Aprende bien los dos idiomas, aconsejaba Ovidio en su Arte de amar, si no quieres aburrir a tu querida. Este consejo fue aceptado y seguido en otras esferas. Todo romano que deseara llamarse culto en cierta medida tenía que aprender griego, y todo griego que quisiera vender su cultura tenía que aprender el idioma de sus amos, los romanos. Los griegos poseían el saber, pero el dominio romano no era un simple hecho político, sino que tenía también su significado en la esfera espiritual. Roma había triunfado allí donde Grecia fracasara, y la responsabilidad del poder pesaba sobre los hombros de los romanos. La literatura romana no es una mera imitación de la griega, sino la expresión de una nueva era. Los romanos se formaron intelectualmente a través de sus esfuerzos por digerir una cultura extranjera, pero se propusieron digerirla con fines propios. La cultura romana, aunque menos original, tiene una nueva complejidad y una nueva madurez. Cicerón imita a Platón, pero discurre acerca del gobierno real y efectivo, y no sobre la justicia ideal. Lucrecio se instala a descansar en el Jardín de Epicuro, pero desde éste se dirige al Senado y al Pueblo romanos. Virgilio imita a Hesíodo en su granja, pero lo hace por sugestión del Emperador. Tácito estudia la declinación de la oratoria, pero da lecciones sobre la historia de una revolución política. Esta nueva conciencia, que caracteriza a la literatura de Roma, corresponde a una nueva configuración social y política del mundo. Una vasta zona del orbe se había unificado mediante la construcción de carreteras, el perfeccionamiento de los navíos y de los puertos, los movimientos de los ejércitos, la invención de nuevas formas políticas y la posesión de un idioma común. El oikoumene, el mundo habitado, era un organismo más complicado que cualquier ciudad-estado, y los problemas de su administración comenzaron a definirse poco a poco en las mentes de sus dueños romanos y de sus maestros griegos. Tan aplastantes parecían esos problemas en su mayor parte, que los hombres se resignaban al misticismo, el cinismo, el destino, las estrellas, los dioses y el emperador. Al mismo tiempo qué progresaban las ciencias en esta época se difundían también las religiones orientales, y las diversas filosofías degeneraban en escuelas de resignación. Pero en los libros y en los escritores de que hablaremos a continuación veremos algunas pruebas alentadoras de la capacidad que el hombre tiene para tomar su destino en sus propias manos.
CULTURA BILINGÜE: EL GRAMÁTICO, EL ENCICLOPEDISTA, EL TRADUCTOR
La condición bilingüe del mundo grecorromano significa que desde el año 100 a. C. aproximadamente la ciencia europea tuvo dos idiomas; sin embargo, el trabajo se distribuía entre ambos de modo desigual. La tarea de desarrollar las ramas de la ciencia ya entonces tradicionales continuó efectuándose en griego. En latín se efectuó una tarea de asimilación y adaptación a las necesidades romanas, que involucró crítica, selección y organización, y produjo algunas obras maestras de un nuevo tipo.
Una consecuencia de esta relación de la ciencia romana con la griega fue que la gramática, que se contaba entre las últimas ciencias constituidas por los griegos, resultó ser, en cambio, la primera que los romanos llegaron a dominar, y en ella cumplieron una de sus mayores hazañas, pues al estudiar en griego y escribir en latín tomaron de esta disciplina una conciencia diferente. Los griegos habían llegado a preocuparse de la gramática por la necesidad de interpretar a sus propios escritores antiguos en su propio idioma, mientras que los romanos se convirtieron en gramáticos debido a la necesidad de estudiar una segunda lengua. Impulsados por su orgullo nacional a no convertirse culturalmente en una provincia griega, y empeñados en el esfuerzo de traducir al latín el acervo literario y científico de Grecia, comprobaron que era precisamente la gramática la primera ciencia griega que tenían urgente necesidad de adoptar y adaptar. Su primer gran gramático fue Lucio Aelio Estilón (hacia 154-74 a. C.), quien estudió en Rodas cuando residía allí Dionisio Tracio, expulsado hacía ya tiempo de Alejandría. El más grande discípulo de Estilón fue Marco Terencio Varrón (116-27 a. C.), autor de veinticinco libros sobre el idioma latino, de los cuales seis han llegado hasta nosotros. La nómina de los gramáticos romanos es larga, y no tenemos por qué reproducirla aquí. Pero al llegar al fin de una larga serie podemos mencionar dos nombres: Donato, quien vivió a mediados del siglo IV d. C., fue tan famoso que, al igual que Euclides, dio su nombre al asunto que estudiaba. A fines de la Edad Media se daba el nombre de «Donat» a todo libro de gramática. Todavía más grande fue Prisciano, cuyas Institutiones Grammaticae en dieciocho libros, aparecidas hacia el año 500 d. C., constituyen la más famosa gramática antigua. A pesar de su formidable extensión (tanta como la de la moderna gramática latina de Madvig) tuvo en un tiempo tal popularidad que no había biblioteca que no tuviera de ella un ejemplar, y todavía hoy se la conserva en unos mil manuscritos. Es inmensa la deuda de la cultura para con los gramáticos romanos.
Los fenómenos lingüísticos nunca han sido material de fácil análisis para la ciencia. Al respecto puede ilustrarnos un ejemplo de la forma en que supieron encararlos los gramáticos romanos. Donato, en su Arte gramático, comienza por definir Vox, o sea la voz. «La voz es una vibración del aire, perceptible para el oído. Toda emisión vocal es articulada, o bien confusa. Por articulada entiendo la que puede ser expresada en letras, y por confusa, la que no puede así representarse». Prisciano, evidentemente, cree que esta definición es justa, pero inadecuada, y ofrece al principio de su libro I un análisis más extenso. «Los filósofos definen la voz como una pequeña cantidad de aire en vibración o como su efecto en los oídos. La primera definición es de la sustancia; la segunda, del accidente. Pues ser oída es algo que le ocurre a la voz. Hay cuatro clases de expresión vocal: articulada, inarticulada, letrada e iletrada. Articulada es aquella dotada de un significado por quien la emite. Inarticulada es la que no tiene ningún significado. Letrada es la que puede ser escrita; iletrada, la que no puede serlo. Ejemplo de expresión articulada y letrada es: “Canto a las armas y al hombre”. Expresiones articuladas e iletradas son los gemidos, los silbidos y los suspiros, que tienen un cierto sentido pero no pueden ser escritos. Expresiones inarticuladas y letradas son por ejemplo “coax” o “cra”, que pueden escribirse, pero nada significan. Expresiones inarticuladas e iletradas, que ni tienen sentido ni pueden ser escritas, son los cotorreos y los mugidos».
Varrón, a quien mencionáramos hace unos instantes, no es solamente el autor de la primera gramática latina de la cual se conserva una gran parte. También es para nosotros el prototipo del enciclopedista antiguo. Su gramática no era sino la primera parte de una vasta obra que incluía también lógica, retórica, geometría, aritmética, astronomía, música, medicina y arquitectura. Los romanos habían contemplado en un principio la cultura griega con cierto recelo. Pero al llegar a Varrón, podemos decir que se habían convencido de que era indispensable, y que se habían resuelto a asimilarla. Es también evidente que se la asimilaron en forma realmente duradera. El concepto que Varrón se formó de una enciclopedia del saber perduró durante toda la Edad Media y llegó hasta los tiempos modernos: sólo en los últimos siglos se ha vuelto anticuado, merced al desarrollo de las ciencias naturales e históricas.
CICERÓN Y LUCRECIO
Ahora bien: aunque de ningún modo puedan subestimarse los escritos de gramáticos y enciclopedistas, ellos palidecen y se reducen a proporciones insignificantes ante la proeza de dos hombres que, al sumar al trabajo de selección, crítica y organización el brillo de su propio genio, hicieron más que otro alguno para convertir al idioma latino en el introductor de la cultura griega en la Europa occidental. Cicerón y Lucrecio, tan diferentes como pudieran ser por sus dotes espirituales y mentales, dejaron ambos tras de sí obras maestras imperecederas que, si excluimos las comedias de Plauto y de Terencio, son los primeros monumentos del genio latino entre los que aún ejercen una influencia viva sobre el pensamiento y el estilo del mundo moderno. ¿Cuál es el secreto de la influencia de estos dos hombres?
En el último siglo de la era pagana, dos escuelas griegas, la estoica y la epicúrea, se disputaban la adhesión de aquellos romanos que alentaban aspiraciones filosóficas. Otras sectas había fuera de estas dos, entre las cuales sobresalían las diversas escuelas socráticas; pero como estaban mucho más cerca del Pórtico que del Jardín, bien puede decirse que la única división real era la existente entre los seguidores de Epicuro y todos los demás. Los epicúreos, al igual que sus rivales, predicaban la creencia en los dioses, pero limitaban la esfera de acción de éstos a lo más íntimo de la vida personal, enseñando que los buenos entran en comunión con las sacras deidades, mientras que los malos se obsesionan con temores imaginarios respecto a ellas. Diferían terminantemente de las demás escuelas en cuanto excluían a los dioses de la naturaleza y de la sociedad. Sus dioses no creaban mundos, ni los dirigían; no habían enseñado a los hombres los rudimentos de la civilización, ni los habían guiado en sus refinamientos; no eran los guardianes de la propiedad ni de la moral pública, no lanzaban rayos sobre los rebeldes ni sobre los perjuros. Es de imaginar que en una ciudad como Roma, que había sido fundada y guiada por dioses, donde no se cumplía acto público alguno sin consultar primero la voluntad divina, donde los dioses contribuían poderosamente al mantenimiento del orden, los epicúreos no tenían mayor cabida en la vida pública. Por otra parte, dondequiera los hombres estudiaron a la naturaleza, no como manifestación de una providencia benévola, sino como un medio ambiente extrahumano, para cuyo dominio el hombre había sentado las bases al iniciar su vida civilizada; dondequiera los hombres estudiaron la historia, no para investigar en ella los misteriosos designios de los dioses, sino como memoria de las empresas y fracasos de la humanidad; dondequiera la naturaleza humana fue estudiada como base para el control racional de la vida instintiva; allí las enseñanzas de Epicuro fueron con suma frecuencia el fundamento. Tal era la atmósfera filosófica del mundo en el cual nacieron Cicerón y Lucrecio, y en el cual llegaron a convertirse, respectivamente, en los campeones de puntos de vista tan opuestos.
Cicerón era un hombre público, y aunque entre sus amigos contaba muchos epicúreos, nunca trata bien a la secta en sus escritos. Su filosofía era una mezcla de platonismo y de estoicismo. Se inclinaba por la metafísica de Platón y por la ética de Zenón, o mejor dicho, por las manifestaciones refinadas que de sus enseñanzas introdujeron en dichas escuelas las generaciones posteriores. Nadie lo considera como un pensador original, y no seré yo quien crea que sus opiniones, tomadas de prestado, hayan sido sostenidas con tal sinceridad como para que revistan el interés de ser el credo de un gran hombre. Ni siquiera él mismo les concedió tal valor. A pesar de ello, merece nuestra atención y nuestra admiración. El hombre que fuera autor, en política, de una República y unas Leyes, en las cuales las enseñanzas de Platón son aplicadas a la historia y a los problemas del Estado romano; en metafísica, de las Cuestiones académicas, y de las Tusculanas, en las cuales se acuñan palabras y fórmulas para expresar en latín los problemas fundamentales de la filosofía tradicional; en ética, de Los fines, y Los oficios, donde se hace lo mismo en el dominio de la conducta, dio tantos ejemplos de explotación acertada de las fuentes griegas para producir nuevas obras latinas, y de solución adecuada de los innumerables problemas que asedian al traductor, como para merecer un lugar elevado en la historia de la transmisión de las ideas. Por superficial que sea su pensamiento, tiene cierto encanto la ansiosa respuesta de su mente al impacto de nuevas ideas, así como la virtuosidad con que dota a su idioma nativo, todavía poco evolucionado, de todas las cualidades necesarias para expresar el pensamiento de un Platón o de un Jenofonte, al igual que en la inagotable maestría con que emplea las palabras. Fue un gran literato, al igual que un gran orador y un gran político, y el sello de su personalidad se distingue en toda su obra. Asimismo, en aquel terreno en el cual la filosofía se toca con la ciencia, nos ha dejado una obra de gran interés, a saber, una versión, parte de la cual se conserva, del Timeo platónico, y una obra más o menos original sobre La adivinación, donde escribió, una vez al menos, con sinceridad y pasión. Constituye un tratado en dos libros y en forma dialogada. En el primero asigna a su hermano Quinto la tarea de defender la antigua práctica de consultar la voluntad de los dioses mediante los augurios, la aruspicina, la astrología y todos los demás recursos empleados en la antigüedad. En el segundo, se reserva la tarea más grata, y más difícil por cierto, de refutar semejante concepción. Lo hace con precisión y con agudeza, sin vacilar siquiera en concluir con la expresión de su creencia de que «rendiría un gran servicio a sí mismo y a su país si pudiera arrancar de raíz esta superstición». Este impulso revolucionario en Cicerón, dirigido contra instituciones probadas y establecidas, que en otros escritos había defendido por su utilidad, es en verdad un fenómeno sorprendente.
Es el ataque contra la superstición lo que más aproxima a Cicerón, aunque sólo sea por un momento, a su contemporáneo Lucrecio. Éste era partidario de Epicuro, o sea miembro de aquella escuela que, casi sola en su tiempo, luchó para eliminar de la naturaleza y de la historia la arbitraria intervención de las fuerzas sobrenaturales. Su obra es mucho mejor ejemplo de la capacidad de los escritores romanos para asimilar una masa de erudición griega y crear a partir de ella un nuevo conjunto orgánico. La base de la filosofía de Epicuro fue el atomismo de Leucipo y de Demócrito. Pero esta doctrina había sufrido los ataques de las escuelas socráticas, y la tarea de Epicuro había sido la de restaurar la teoría atomista superando las críticas de Platón y de Aristóteles. El atomismo, tal como Epicuro lo reconstruyera, fue la filosofía que Lucrecio trató de exponer a su público romano; pero es indudable que no se limitó a los trescientos rollos que dejara su maestro, sino que también realizó un estudio independiente de los presocráticos, en especial de Heráclito, Anaxágoras y Demócrito. Había estudiado también los escritos hipocráticos y las obras de Tucídides, material del cual hace uso en su sexto libro, y los errores que ha cometido en su interpretación demuestran, si tal demostración fuera necesaria, que no se trataba de estudios fáciles. Critica directamente opiniones de Platón, aunque no menciona su nombre. Homero, Esquilo y Eurípides también han dejado su marca en sus escritos. Tal fue el material griego estudiado y asimilado por Lucrecio.
Pero queda otra fuente griega todavía por mencionar, a saber, el poema filosófico Sobre la Naturaleza, del filósofo presocrático Empédocles de Agrigento. Lucrecio siguió su ejemplo al decidirse por la expresión versificada de su asunto. Esta redacción en verso ha resultado un obstáculo para algunos estudiosos de Lucrecio. Muchos coinciden con la protesta de Shelley: «Aborrezco el poema didáctico. Todo lo que puede expresarse igualmente bien en prosa es tedioso y rebuscado en verso». Ésta es una opinión superficial. La mitad de la mejor poesía clásica es justamente didáctica. Cuando un autor tiene que exponer un gran asunto, cuya importancia siente de modo profundo, que excita sus emociones tanto como su pensamiento, que afecta tanto su imaginación como su intelecto, y que él anhela llevar no sólo a las mentes sino también a los corazones de sus oyentes; la poesía tiene muchos recursos de elocuencia para captar la atención, despertar el interés e impresionar la memoria. Lucrecio halló estas cualidades en Empédocles y se congratuló de tomar a un poeta por modelo, pues el idioma latino de su época se había desarrollado mucho más en verso que en prosa. En el verso filosófico ya había tenido un predecesor latino: Ennio. La prosa filosófica sólo estaba siendo creada en esos días, en parte por epicúreos, cuyas obras se han perdido, pero principalmente por Cicerón.
Hubo un factor en su época que revistió al atomismo, ante los ojos de Lucrecio, con los atributos de un evangelio. Según él, el mundo viviente de los hombres gemía bajo la carga del temor: temor de caer en la implacable lucha por la existencia, temor al desastre que podía sobrevenirles como castigo por el pecado, temor a la muerte, temor al castigo en el más allá. Lucrecio trató de calmar el primero de esos temores mediante una doctrina de anarquismo filosófico. Creía que si los hombres se contentaran con una vida simple, habría suficiente para todos. «Una vida sobria con un corazón tranquilo es gran riqueza, y en ella nada se echa de menos», canta, prueba suficiente, si alguna hacía falta, de que él mismo disfrutaba de seguridad y comodidad razonables. Mayor atención dedicó a los demás temores, los cuales, naturales como eran en los hombres, especialmente en los ignorantes, eran también inculcados en las masas por razones de estado. Polibio, Varrón, Cicerón, todos abogan por el uso de la superstición para gobernar a la multitud. Habiendo citado las opiniones de estos autores en otro lugar,[1] copiaré aquí un pasaje de otra fuente. Estrabón, que escribía hacia el año 30 a. C., dice: «No fueron sólo los poetas quienes pusieron los mitos en circulación. Mucho antes que los poetas, las ciudades y sus legisladores los habían sancionado como útiles recursos. Tenían cierta penetración en cuanto a la naturaleza emotiva del animal racional. Los hombres iletrados e incultos, afirmaban, no son más que niños, y al igual que ellos, les agrada que les cuenten cuentos. Cuando a través de narraciones descriptivas o de otras formas del arte representativo saben cuán terribles son los castigos y las amenazas divinas, evitan por temor incurrir en fechorías. Ningún filósofo, por medio de exhortaciones razonadas, podría inducir a una muchedumbre de mujeres, o a cualquier multitud extraviada, a la reverencia, la piedad o la fe. Tiene que recurrir también a su superstición, y esto no puede hacerse sin mitos y milagros. De modo que los fundadores de los Estados dieron su sanción a estas cosas como espantajos para asustar a los simples. Ésta es la función de la mitología, y así es como ella ha llegado a tener su lugar reconocido en el antiguo plan de la sociedad civil, al igual que en las explicaciones de la naturaleza de la realidad». (Geografía, I, 2, 8.)[2]
El epicureismo, para Lucrecio, significaba guerra a cuchillo contra esta concepción del plan de la sociedad civil. Al comenzar su poema proclama que la filosofía por él ofrecida puede dar al hombre la victoria sobre la religio, o sea sobre la mitología oficial. Advierte a quienes deseen seguirlo que su camino no estará libre de asperezas, sino que tendrán que tropezar con la oposición de hombres a quienes llama vates, o videntes, que explotarán sus temores de lo que puede ocurrir a dos incrédulos después de la muerte. Una verdadera filosofía de la naturaleza es el arma con la cual él combate esos temores. Dos veces en su poema declara que los viejos filósofos griegos de la naturaleza, y no el oráculo de Apolo en Delfos, deben ser reverenciados como fuente de la verdad. Tal era la situación en la cual Lucrecio se propuso influir, y tal fue su mensaje.
Su poema quedó inconcluso, pero el plan de los seis libros que nos quedan es amplio y claro, y poco faltó para que lo completara. Los dos primeros exponen los principios fundamentales de la teoría atómica como explicación de la naturaleza del mundo físico. Los dos siguientes tratan del hombre: el primero de ellos expone la naturaleza del alma y la forma en que ésta se relaciona con el cuerpo, dando pruebas de la mortalidad de aquélla, y tratando de conjurar el miedo a la muerte; el segundo trata de la sensación, del pensamiento y de las funciones biológicas. El quinto libro se refiere a nuestro mundo y a su historia, describiendo su formación, la naturaleza y movimientos de los astros, y los comienzos de la vida y de la civilización; el sexto libro se ocupa de los fenómenos meteorológicos, de hechos curiosos de la tierra, de las pestes en general, y en particular de la gran peste de Atenas durante la guerra del Peloponeso. En ninguna del mundo moderno, se registra un esfuerzo comparable por reunir todos los fenómenos de la naturaleza y de la historia como testimonio conjunto para lograr una visión unificada de las cosas. Este libro es una verdadera enciclopedia, pero desde otro punto de vista no se parece a una enciclopedia en modo alguno, pues cada elemento de información que contiene no es sino una parte de un mismo argumento general. Una intensa excitación intelectual recorre toda la obra, y a ella contribuye, por otra parte, la circunstancia de que se halle inconclusa. Se experimenta la sensación de que Lucrecio debe haber muerto como Buckle, exclamando: «¡Mi libro, mi libro!».
De la inagotable variedad de los asuntos contenidos en estas nutridas páginas, hay un tópico —el bosquejo del origen y progreso de la civilización, contenido en la segunda parte del libro quinto— que nos interesa aquí particularmente. Ya subrayamos especialmente (cap. VI de la Primera Parte), como verdadera culminación de la ciencia presocrática, un breve resumen de la civilización tomado de Demócrito[3] y conservado para nosotros por el historiador Diodoro. Lucrecio, contemporáneo de Diodoro, nos da en unos setecientos versos lo que parece ser una elaboración del mismo esbozo que adoptara la escuela epicúrea. Por su eliminación de la acción de la providencia y por su búsqueda de causas inteligibles en el dominio de la historia humana, constituye quizá la más madura contribución de la antigüedad a la ciencia del mundo moderno, motivo por el cual lo expondremos con cierta amplitud.
La tierra, nos dice el poeta, produjo primero la vida vegetal, y luego los seres vivos. Los primeros de éstos fueron las aves, nacidas de huevos; luego aparecieron los animales, nacidos de úteros arraigados en la tierra. Ésta ios alimentó, los vistió y los proveyó de un clima adecuado. Pero con el tiempo envejeció y cesó de alumbrar, y los seres vivientes comenzaron a propagarse por sí mismos. Sin embargo, antes de perder su fecundidad, la tierra produjo numerosos monstruos, hoy extinguidos. En verdad, sucumbieron todas las especies que no pudieron hallar alimento, reproducirse, protegerse o, en última instancia, ganarse la protección del hombre en pago de sus servicios a éste.
El hombre primitivo era más robusto que el actual, y más longevo. No producía alimentos, sino que los recolectaba. No conocía el fuego, las ropas, ni las casas, sino que vivía en los bosques o en las cavernas de las montañas, y se ayuntaba de manera promiscua. Evitaba a las fieras más peligrosas, y cazaba a otras con garrotes y piedras. La civilización comenzó cuando el hombre adquirió el fuego, llegó a vestirse con pieles, y se construyó chozas. Entonces comenzaron a unirse en pareja duradera el hombre y la mujer, llegando así a conocer las ternuras de la paternidad. La sociedad civil comenzó con la amistad y los pactos entre vecinos. El lenguaje fue producto de la sociedad. No podría haber sido inventado por un hombre e impartido por éste a sus semejantes, sino que, así como los perros, caballos y aves expresan la variedad de sus emociones mediante sonidos diversos, así el hombre empleó diferentes sonidos para designar diferentes cosas, hasta que por convención llegó a establecerse el lenguaje.
El conocimiento del fuego se originó ya sea en algún incendio causado por el rayo o en la ignición de las ramas de los árboles que el viento frotaba entre sí. El sol enseñó a los hombres a cocinar. Luego, gradualmente, aquellos que por su inventiva técnica adquirieron predominio fueron surgiendo como reyes y se construyeron ciudades, cada una con su ciudadela como baluarte y refugio del monarca. Estos reyes distribuyeron rebaños y tierras entre sus súbditos, en un principio de acuerdo con sus dotes personales, ya fueran éstas mentales o físicas. Pero la invención de la moneda y el incremento de la propiedad alteraron por completo las condiciones de vida. Las riquezas llegaron a ser más importantes que las cualidades personales, y en la sociedad envidiosa y ambiciosa que de ello resultó, la monarquía fue derribada y prevaleció la anarquía. De ésta surgió a su vez el gobierno constitucional. Se nombraron magistrados, se promulgaron leyes, y el crimen fue reprimido con sanciones legales. El poeta analiza luego la religión. ¿Cuál es la causa de su imperio universal? Se la encuentra en todos los grandes pueblos. Ha llenado las ciudades de altares y ha inspirado ceremonias anuales que sobrecogen de terror escalofriante a los mortales, quienes a su vez propagan el mal y erigen nuevos templos en el mundo entero, con nuevas multitudes de adoradores.[4] La religión procede de una confusión de ideas en aquellas personas que no poseen una filosofía natural verdadera. Los hombres, tanto dormidos como despiertos, ven a los dioses en toda su gloria y (acertadamente) les asignan beatitud e inmortalidad. Contemplan también los fenómenos de los cielos, majestuosos, regulares e incomprensibles. Así llegan a imaginar que los dioses viven en el cielo y guían con sus voluntades todos esos fenómenos celestes. «¡Pobre de la especie humana cuando enhoramala atribuyó a los dioses tales actos y los imaginó al mismo tiempo capaces de amarga ira! ¡Qué de lamentaciones engendró para sí misma, qué de heridas para nosotros, qué de lágrimas para los hijos de nuestros hijos! Pues no consiste la piedad en hacerse ver a menudo con la cabeza cubierta, frente a una piedra, ni en acercarse a cada altar y caer postrado en el suelo, ni en extender las palmas de las manos ante las estatuas de los dioses, ni en rociar los altares con mucha sangre de animales, ni en proferir un voto tras otro, sino en ser capaz de contemplar todas las cosas con una mente en paz».
Las primeras lecciones de metalurgia las adquirió el hombre cuando los incendios de los bosques fundieron el oro, la plata, el plomo, el cobre y el hierro, y le sugirieron la posibilidad de forjar armas y herramientas. Antes de llegar a conocer los metales, las armas e instrumentos, el hombre había utilizado sólo sus propias manos, uñas y dientes, así como piedras, ramas arrancadas a los árboles, y llamas y fuego cuando halló éste. Supo montar a caballo antes de inventar los carros de guerra. Los cartagineses introdujeron el empleo del elefante con fines bélicos. Las vestiduras hechas con pieles cosidas precedieron a los tejidos, pues el telar no llegó a construirse antes de la invención del hierro. Los primeros tejedores fueron los varones, quienes más tarde dejaron esta tarea a las mujeres y se fueron a trabajar en las faenas campestres. La siembra y el injerto fueron enseñados por la misma naturaleza, y la gradual extensión de la labranza fue relegando los bosques a las colinas, brindándonos así los paisajes sonrientes que hoy disfrutamos. La música fue al principio una imitación del canto de las aves y de los silbidos del viento. El sol y la luna enseñaron al hombre la regularidad de las estaciones, y cómo adaptar a ellas su trabajo. A su debido tiempo llegaron las ciudades amuralladas, la navegación, los tratados y la celebración de los grandes acontecimientos en forma cantada. «Los barcos y la labranza; las murallas, las leyes, las armas, los caminos, las ropas y todo lo semejante; todos los valores y también todas las galas de la vida, sin excepción: los poemas, los cuadros y el cincelado de estatuas bien esculpidas, todas estas cosas fueron enseñadas lenta y gradualmente al hombre por la práctica, más el conocimiento adquirido por una mente infatigable, a medida que avanzaba paso a paso en su sendero. De este modo el tiempo ofrece por grados diversas cosas a los ojos de los hombres, y la razón las introduce en el dominio de la luz, pues en las diversas artes los objetos deben ser enfocados uno tras otro y en su debido orden, hasta que ellas alcanzan su punto más alto de desarrollo».
Muchas de las características principales de este bosquejo del progreso humano han contribuido, y tal vez sean todavía capaces de seguir contribuyendo, al desarrollo de la ciencia histórica. Podemos notar la fundamental importancia asignada a las grandes invenciones técnicas. Hay todavía mucha historia por escribir de nuevo, a la luz de esta concepción. Podemos advertir, también, la concepción de la ciencia como una imitación de la naturaleza, mediante la cual el hombre aprende a dominar, para su propio bien, su medio ambiente natural. Es muy notable el sentido que se advierte de la dependencia de la vida intelectual y moral del hombre, de sus circunstancias externas. El dominio del fuego, enseña Lucrecio, hizo del hombre un animal social: la sociedad dio ser al lenguaje. La arquitectura rudimentaria permitió a la pareja recién constituida compartir una choza; así comenzó a desarrollarse el amor conyugal y paternal. Pero el proceso tiene sus contradicciones inherentes. El fuego, que hace posible la civilización, debilita físicamente al hombre, y la invención de la propiedad y del dinero precipita a la sociedad en la confusión. La religión contiene, según se ve, elementos de verdad, pero se halla trágicamente mezclada con el error procedente de la ignorancia de la ciencia, y es cruelmente explotada por los gobernantes para mantener su poder. Finalmente, Lucrecio comprende que la historia sigue determinadas leyes, por cuanto «los objetos, en las diversas artes, deben ser enfocados uno tras otro y en su debido orden».
El poema de Lucrecio es descrito a menudo como un texto versificado de física atómica. Los que mantienen este punto de vista pensarán que hemos dado de él una interpretación parcial, al concentrar nuestra atención en una sola parte: a saber, el bosquejo del progreso humano. Pero nuestro acento sobre esa sección no está equivocado. El poema es esencialmente un análisis de la historia y de la sociedad humanas que en la mente de Lucrecio continuaban la historia del universo físico. El principal tema de la obra está constituido por las consecuencias sociales y psicológicas de la acción humana sobre la naturaleza, del conocimiento o la ignorancia humana sobre ésta, de las mentiras humanas a su respecto.
Este poema se halla extrañamente aislado en medio de la literatura romana. Puede decirse que contiene las opiniones del partido derrotado en la filosofía antigua. Sus ideas fundamentales, sobrevivientes de las escuelas presocráticas, resultaron ser incompatibles con el desarrollo, o con la decadencia, de la sociedad antigua. Virgilio, en su juventud, estudió profundamente a Epicuro, y siempre continuó amando el poema de Lucrecio, pero abandonó las ideas de estos dos hombres a medida que se convertía en el poeta de la reforma octaviana. Desde entonces la providencia fue su tema, y la historia humana se transformó para él en una sucesión de milagros y oráculos. Las artes fundamentales de la vida pasaron a ser representadas como revelaciones de los dioses. La dureza de la suerte humana fue explicada como una cuidadosa disposición de Júpiter para adiestrar al hombre moral e intelectualmente.
Ahora bien, aunque las ideas de Lucrecio procedían de la Jonia y ostentaban ciertas características de una época en la cual los hombres aún tenían confianza en su capacidad para modelar sus propios destinos, no debe creerse que él compartiera tal confianza. Su epicureismo le enseñó a ver, en la filosofía natural, los medios para combatir el mito político-religioso; pero, como buen epicúreo, una vez excluida la intervención sobrenatural, mostró su indiferencia por saber cuál de las varias posibles explicaciones naturales de un fenómeno era la verdadera. Tampoco esta indiferencia fue atenuada por la necesidad de probar la verdad de una teoría en la práctica, así que, como epicúreo, aspiró a hacer la vida tolerable más por medio de un retorno a la primitiva simplicidad que por cualquier gran ataque técnico a la naturaleza. Vivía en una civilización decadente y en tiempos en los cuales toda perspectiva de mejora fundamental estaba todavía por debajo de los horizontes mentales. Creía que el mundo se hallaba desgastado y que pronto se desintegraría lanzando en forma de lluvia sus átomos sueltos por el espacio. Sus pensamientos eran el eco de un mundo más notable, ya desaparecido. En medio de su vergüenza ante el mundo de intrigas políticas en que vivía, sus calificativos favoritos para los viejos filósofos materialistas eran los de «serios» y «santos».
VITRUVIO
Entretanto el mundo, tal como era, continuaba existiendo, y los romanos siguieron tomando de los griegos no sólo su filosofía, sino también sus artes más prácticas. La obra romana de selección y reorganización de las fuentes griegas está particularmente bien representada en el tratado de Vitruvio Sobre la Arquitectura. Este libro, escrito para Octavio poco antes de que asumiera el título de Augusto en el año 27 a. C., es mucho más amplio de lo que su título sugiere. Sus diez subdivisiones abarcan los principios generales de la arquitectura, la evolución del arte de construir y del empleo de los materiales, los diversos estilos de templos (jónico, dórico y corintio), los edificios públicos (teatros, baños y puertos), las viviendas urbanas y rurales, la decoración interior, el suministro de agua, los cuadrantes solares y los relojes, la ingeniería mecánica y militar. Es probable que una obra tan vasta y tan ordenada fuera toda una novedad. En el prefacio del sexto libro menciona (párrafo 12) a una docena de arquitectos griegos que habían hecho descripciones de obras maestras de su propio diseño y construcción, y (párrafo 14) a una docena de autores griegos que habían escrito sobre mecánica. Y por cierto que no se trata de un mero despliegue de erudición, sino que había estudiado y asimilado algunas o todas las obras de esos autores, si no perfectamente, al máximo de su capacidad. Pero la intención y la idoneidad necesarias para reducir todo ese variado y difícil material escrito en lengua extranjera a un manual práctico escrito en lengua extranjera a un manual práctico escrito para «el capataz y el director de obra», son mérito exclusivo de Vitruvio. El arquitecto —se lamenta Briggs— está ausente de la historia. Tenemos los nombres y los epitafios pomposos de arquitectos egipcios, pero ni siquiera los nombres de los mesopotámicos, y nada en absoluto de los hebreos o de los cretenses. Conocemos muchos nombres de arquitectos griegos, pero sus escritos se han perdido. Para nosotros la literatura arquitectónica comienza con Vitruvio, y tal vez esto no se deba a un accidente histórico, sino al mérito, vale decir, a la amplitud, ordenamiento y utilidad práctica de su obra.
Uno de los encantos de Vitruvio consiste en que nos brinda muchos atisbos autobiográficos de su propio carácter, íntegro y libre de complicaciones. Recuerda (libro VI, Intr. 3 y 4) que mientras las leyes de todos los Estados griegos exigían que los hijos mantuvieran a sus padres, las atenienses añadían a ello una cláusula según la cual esa disposición sólo podía aplicarse a padres que hubieran instruido a sus hijos en algún arte u oficio. «De aquí —añade— que yo esté muy agradecido a mis padres por su sujeción a esta ley ateniense. Se preocuparon de que aprendiera un arte, y, por otra parte, uno que no puede ser adquirido de modo perfecto sin un vasto estudio de las artes liberales. Gracias a mis padres y a mis maestros obtuve una amplia educación, soy capaz de apreciar el arte y la literatura, y he llegado a ser yo mismo autor». El vasto alcance de sus inquietudes y su saber, y la finura de su gusto se revelan en su obra, que es una fuente muy importante para nuestro conocimiento de la ciencia y de la civilización antiguas.
Las opiniones de Vitruvio deben ser leídas a veces entre líneas. Así recomienda (lib. I, 2, 7) elegir «ubicaciones muy saludables, con manantiales adecuados, para la construcción de santuarios, particularmente de los consagrados a Esculapio y a Higea, dioses cuyos poderes curativos aparentemente sanan a muchos enfermos. Pues cuando sus cuerpos dolientes son transportados de un lugar insano a otro saludable, y son tratados con aguas medicinales, sin duda han de recobrarse con mayor rapidez. Como consecuencia, la divinidad ganará mayor fama y dignidad, gracias a la naturaleza del sitio». Un escepticismo igualmente discreto se revela en otro pasaje (IX, 6, 2), en el que Vitruvio desahucia muy pulidamente a la astrología, superstición casi universal en su época.
Hemos descrito en el capítulo anterior la firmeza con que la ciencia griega, llegada a su culminación, había captado, a través de Teofrasto, Estratón y Arquímedes, la idea del experimento. Vitruvio nos ilustrará tanto acerca de la supervivencia de esta idea como de la inseguridad con que se mantenía en su tiempo. Entre los pasajes mejor conocidos de su obra se encuentra la Introducción al libro IX, en el que describe el experimento que condujo a Arquímedes al descubrimiento del peso específico. En otro pasaje (libro VII, 8, 3) recomienda que dicho experimento sea repetido con mercurio. Una piedra que pesa cien libras flota en este metal, mientras que un escrúpulo de oro se sumerge en él. «De aquí la segura inferencia de que la gravedad de una sustancia no depende de la magnitud de su peso, sino de la naturaleza de la sustancia». Pero sus apelaciones al experimento aparecen más a menudo como ilustraciones de una opinión ya formada, que bien podría ser falsa. El libro I (6, 1 y 2) nos ofrece de ello un buen ejemplo. Vitruvio entabla aquí una animada discusión sobre el asiento adecuado de una ciudad con relación al viento dominante. Mitilene, nos dice, está magníficamente construida, pero no bien situada, pues en ella, «cuando sopla el viento sur, los habitantes se enferman; cuando sopla el noroeste, tosen; cuando sopla el norte recuperan la salud, pero sufren tanto frío que no pueden permanecer en los pasillos ni en las calles». Estas excelentes observaciones lo conducen a una disquisición sobre la naturaleza del viento. No sabe que el viento es simplemente aire en movimiento, sino que supone que se suma al aire ya existente. «Se produce cuando el calor se encuentra con la humedad, y su ímpetu genera una poderosa corriente de aire. Esta circunstancia la conocemos gracias a las eolípilas de bronce, invención técnica suficiente para sacar a luz una verdad divina oculta en las leyes de los cielos. Las eolípilas son esferas huecas bronce, con una pequeña abertura en la cual se vierte agua. Si se las coloca junto al fuego, ni un soplo sale de ellas mientras no se han calentado bastante, pero en cuanto comienzan a hervir, sale un fuerte chorro causado por el calor. Gracias a este experimento, tan modesto como fácilmente realizable, podemos comprender las poderosas y maravillosas leyes de los cielos y la naturaleza de los vientos». Es de subrayar que esta falsedad «experimentalmente» establecida persistió hasta tiempos bien modernos. En el siglo XVIII el ilustrado viajero Rhyne, hombre de ciencia bien conocido en su tiempo, ubicó en la nube que se forma sobre la Montaña de la Tabla, en el Cabo de Buena Esperanza, la fuente desde la cual el poderoso viento del sudeste era «vertido» en la atmósfera.
El «experimento» de la eolípila no es en realidad experimento alguno, sino un argumento por analogía. Un mal uso aún más extraordinario de este tipo de argumento aparece en el libro VI (1, 5 y 6). Vitruvio acepta sin discutir una opinión, corriente en su época, según la cual los pueblos septentrionales tendrían voces de tono bajo, y los pueblos meridionales voces de tono agudo. Imagina que este fenómeno humano puede ser explicado por la estructura misma del universo. Los griegos estaban familiarizados con un instrumento de cuerdas triangular llamado sambuca. Ahora bien: un diagrama formado por el círculo del horizonte, un diámetro perpendicular de norte a sur y una línea oblicua trazada desde el punto del sur hasta la estrella polar «indica claramente que el mundo tiene la forma de una sambuca». Si imaginamos que la cuerda más larga de este instrumento cósmico cae desde la estrella polar hasta el diámetro del horizonte, y que el resto de las cuerdas paralelas va disminuyendo progresivamente su longitud en dirección sur, ¡podemos entender, por analogía, por qué la voz humana se vuelve más baja a medida que vamos hacia el norte!
Podemos referirnos a otros dos pasajes para ilustrar el alcance de este libro, que, aparte de sus méritos como manual de arquitectura, es rico en material para los historiadores de casi todas las ramas de la ciencia antigua. El libro II (1, 1-8) proporciona un bosquejo del desarrollo cultural del hombre primitivo, incluyendo el descubrimiento del fuego, el origen del lenguaje, y en particular, la evolución de la arquitectura. El capítulo es importante para la historia primitiva de la antropología. Se hace alusión a los métodos contemporáneos de construcción en la Galia, España, Portugal y Aquitania, y a la arquitectura de la Cólquida, en el Ponto, «donde hay abundancia de bosques», en contraste con la de los frigios, «que viven en país abierto, no tienen bosques y, en consecuencia, carecen de madera». En un excelente pasaje del mismo libro (cap. IX), cuya información deriva de Teofrasto, se examina la adaptabilidad de los diversos tipos de madera para la construcción. De él citaremos unas pocas normas sobre la preparación de madera curada. «Al derribar un árbol, el tronco debe ser cortado hasta el mismo corazón, y debe mantenerse erecto hasta que la savia salga de él por completo. Así el líquido inútil correrá por la albura, y no se deteriorará la calidad de la madera. Entonces, y no antes, el árbol será derribado, y se hallará en óptimo estado de utilidad». Es probable que esta práctica fuera muy antigua. En la Odisea, Calipo conduce a Ulises a un lugar donde puede derribar para su balsa troncos curados. La idea de madera curada y sin derribar resultó tan extraña a Samuel Butler, que tomó este detalle como ejemplo de la ignorancia de los asuntos masculinos que probaría que la Odisea fue escrita por una mujer.
Pruebas de la competencia de Vitruvio en materia de arte podemos encontrar en su capítulo sobre «La decadencia de la pintura al fresco» (Libro VII, 5). Su fina sensibilidad no está en modo alguno fuera de tono con el carácter llano y práctico de su obra.
FRONTINO
El espíritu práctico llevado al extremo distingue la obra que en los acueductos de Roma realizó Frontino. Sexto Julio Frontino fue un experto estadista, acostumbrado a las más elevadas responsabilidades. Luego de su primer consulado fue enviado como gobernador a Bretaña, donde triunfó de los belicosos siluros y de su inhóspito territorio. En el año 97 d. C. fue nombrado por Nerva comisario de las obras hidráulicas. Ya era en ese entonces un autor experimentado —su Arte de la guerra, que se ha perdido, y sus Estratagemas, que se conservan, deben de haber sido escritos entre su regreso de la Bretaña y su nombramiento como comisario—, y cuando se hubo familiarizado a fondo con todos los conocimientos necesarios para sus nuevas tareas, a fin, según nos dice, de independizarse del asesoramiento de sus subordinados, llegado a un punto en que el éxito de su administración era ya evidente, resumió los resultados de sus estudios y de su práctica en su breve y brillante tratado sobre el suministro de agua a la ciudad de Roma. La falta de adornos, es parte del mérito de su obra. Sus hechos hablan por sí mismos. En efecto: nos cuenta que durante 441 años a partir de la fundación de la ciudad los romanos se conformaron con el agua que extraían del Tíber. En tiempos de Frontino, por el contrario, los siguientes acueductos transportaban el agua a la ciudad, desde puntos cercanos o distantes: el Apiano, el Viejo Anio, el Marcio, el Tepulo, el Julio, el Virgo, el Alsietino o Augusto, el Claudio, y el Nuevo Anio. A continuación da detalles esenciales: las longitudes de los acueductos; características interesantes tales como la presa para la sedimentación del agua del Nuevo Anio; la calidad de las diversas fuentes de abastecimiento de agua (la del Augusto era turbia e impotable); un relato del saqueo clandestino del Julio por cañerías laterales, y cómo éstas eran descubiertas y destruidas. Luego de unos cuantos párrafos, colmados de detalles informativos, se permite una breve y tajante reflexión: «Comparad, si os place, este despliegue de estructuras indispensables, que transportan tal cantidad de agua, con las ociosas pirámides, o con las inútiles aunque famosas obras de los griegos». Este comentario es memorable, si bien un Vitruvio no se hubiera expresado con tan poca simpatía respecto a los templos de los griegos.
Es probable, como lo sugiere su más reciente editor, que la composición del libro de Frontino haya sido dictada por un propósito político tanto como por un fin administrativo. Puede haber sido un golpe asestado en favor de la política de Nerva, de debilitar el poder de los libertos en la administración y de fortalecer el poder del Senado. Sea cual fuere su propósito, no altera en absoluto su valor como testimonio del espíritu público y de la capacidad de su autor. Muy raramente en escrito antiguo alguno se experimenta la sensación de ser introducido con tal competencia en una rama de la ciencia aplicada. Leemos en él acerca de los planos de los acueductos, trazados para ayudar al cálculo del costo de mantenimiento, y también acerca de los constructores, fecha, fuentes, longitudes y altura de los acueductos; volumen del caudal, número de presas, calidad del agua y fin al cual ésta se destinaba. Se presta especial atención a las boquillas que se utilizaban para calcular el caudal. Nos enteramos de que existían boquillas de dimensiones inexactas, y de que otras no ostentaban la marca oficial. Frontino comprende muy bien la dificultad de los cálculos, pero añade secamente: «Cuando la cantidad de agua resulta ser menor en las boquillas de entrega, y mayor en las de recepción, es evidente que no se trata de error, sino de fraude». Y él estaba dispuesto a no tolerar ni una cosa ni otra. De Aquis es una obra de ciencia aplicada solamente, y tiene menos título para aparecer en una historia de la ciencia que el De Architectura, que, aun siendo estrictamente un libro de ciencia aplicada, es rico en reflexiones sobre la teoría en la que se funda la práctica. Pero el sentido del servicio público se está convirtiendo en una parte de la moderna concepción de la ciencia, y es difícil hallar un ejemplo de ciencia al servicio del público mejor que el proporcionado por Frontino. Su sentido de los beneficios que puede brindar a la humanidad es bellamente expresado en la declaración tan directa como simple con la que concluiremos nuestro resumen de su libro: «El efecto del celo desplegado por el emperador Nerva, el gobernante dotado de más espíritu público, redunda crecientemente, día a día, y llegará a redundar más aún en la salud de la ciudad… Ni siquiera las aguas residuales se pierden. La apariencia de la ciudad ha cambiado y es ahora limpia. El aire es más puro, y las causas de la atmósfera insalubre que dieron tan mala fama a la ciudad en generaciones anteriores han sido eliminadas».
CELSO
Algunos historiadores de la ciencia han visto en Cornelio Celso, que nos ha dejado el mejor tratado general de medicina del mundo antiguo, un ejemplo supremo de la capacidad romana de asimilar y organizar la ciencia creada por los griegos. Esto es un error. Los méritos de Celso quedan suficientemente reconocidos cuando vemos en él a un, admirable estilista. La obra Sobre la Medicina, que nos ha llegado bajo su nombre, es una traducción, con adaptaciones que se reducen principalmente a omisiones, del libro de un siciliano llamado Tito Aufidio, quien escribió en griego. La medicina griega se había puesto de moda en Roma durante la primera mitad del siglo I d. C., luego de la llegada a la capital del atractivo y enérgico médico bitinio Asclepíades. Éste tuvo unos cuantos discípulos distinguidos, entre los que se contaba Aufidio, el escritor cuya obra eligió Celso para su traducción. La deuda de Celso para con Aufidio permaneció en la oscuridad hasta que fue revelada por el paciente análisis de su editor moderno, F. Marx. Samuel Butler observa en alguna parte que los autores se inclinan a omitir la mención de aquellas autoridades con las que mayor deuda tienen. Y esta cínica observación se aplica, desgraciadamente, al propio Celso. Menciona a Asclepíades y a su discípulo Temison, pero no nombra para nada a Aufidio. Así consiguió hacerse con la reputación de haber compuesto él mismo el excelente tratado que lleva su nombre. Había sido mejor para su fama que se hubiera conformado con que se lo conociera como traductor y estilista, terreno en el cual su labor es inexpugnable. Es, como lo ha llamado Sir Clifford Allbutt, el creador del latín científico.
Los escritores romanos que se refieren a Celso lo describen como un hombre de limitado talento. Sin duda, sabían que sólo era un traductor. En cambio Aufidio era un genio singular. Tenía un estilo realmente intelectual. Su superioridad se revela en el dominio que tiene de la historia de su materia, así como de sus valores potenciales presentes; en su adhesión a los más nobles principios de la práctica médica, en la escrupulosidad con que reconoce los méritos de médicos más antiguos cuando tales méritos existen, y en su disposición para criticar a sus contemporáneos siempre que es necesario. Tanto su equidad como su intrepidez surgen de su consciente dignidad. Tenía que aportar a la práctica médica una contribución de gran importancia, mayor de lo que podría parecer a primera vista. No estaba dispuesto a contemplar regla alguna como panacea universal. Reconociendo la eficacia de las sangrías, de las purgas, del vómito y del masaje, insistía en que el momento y el grado de su empleo debían determinarse siempre de acuerdo con el estado de las fuerzas del paciente. Esto implicaba un enorme énfasis en la importancia de la observación clínica directa. Sus pacientes eran sus libros. Estudiaba enfermos, no enfermedades. Pertenecía a la casta de los grandes curadores. Por su humanidad, por su integridad intelectual y por su respeto a la profesión, tiene entre sus antecesores a Hipócrates, y entre sus sucesores a los grandes clínicos modernos. Ilustraremos estas cualidades con una cita:
Ésta es una descripción bastante completa de las fiebres.
Los métodos de tratamiento varían de acuerdo con las autoridades. Asclepíades dice que la misión del médico es efectuar una cura segura, rápida y placentera. Todo ello es muy de desear, pero tanto el exceso de prisa como el exceso de placer pueden ser peligrosos. Tenemos que considerar en cada etapa del tratamiento cómo conseguir el máximo de seguridad, rapidez y complacencia, mientras volvemos al paciente a su estado saludable original.
El primer punto a resolver es el tratamiento que se aplicará al paciente durante los primeros días. Los médicos antiguos trataban de promover la cocción administrando determinadas medicinas, pues el mayor de sus temores era el estado opuesto de crudeza. Luego trataban, mediante evacuaciones frecuentes, de librarlo de lo que parecía ser la materia nociva. Asclepíades prescindió de las medicinas. No empleaba las evacuaciones tan frecuentemente, pero sí en todas las enfermedades. Sostenía que la mejor cura de la fiebre misma. Creía que las fuerzas del paciente debían ser debilitadas mediante una fuerte iluminación, vigilia y sed. Ni siquiera permitía que se le lavara la cara el primer día. ¡Cuán equivocados están los que creen que su régimen era en todo momento placentero! El hecho es que si en los últimos días servía de alcahuete a los antojos del paciente, en los primeros se le aparecía como un torturador. Mi propia opinión es que las sangrías y las evacuaciones sólo deben emplearse en raras ocasiones, y que su objeto no debe ser el de debilitar las fuerzas del paciente, pues la debilidad es el peor de los peligros. En consecuencia, deberá reducirse todo exceso de materia, pero ésta será digerida naturalmente si nada nuevo se le añade. Por lo tanto, deberá mantenerse abstinencia de alimentos durante los primeros días. El paciente, a menos que esté debilitado, deberá ser mantenido a la luz durante el día. La sed y el sueño deben ser administrados en forma tal que aseguren la vigilia diurna. Durante la noche, si es posible, debe dormir. Aun sin beber es posible beber, podrán humedecerse los labios y la cara del paciente, si estuvieran secos y le causaran mortificación. Muy sutilmente observaba Erasístrato que la boca y la garganta a menudo necesitan líquido cuando las partes internas no lo requieren, y que no hay por qué hacer sufrir al paciente. Tal debe ser el tratamiento al principio.
La mejor de todas las medicinas es el alimento suministrado en el momento oportuno. Queda por determinar ese momento. Muchos de los antiguos lo postergaban mucho, hasta el quinto o aun hasta el sexto día. Probablemente el clima del Asia o el de Egipto lo permitan. Asclepíades, después de cansar al paciente en toda forma durante tres días, proponía alimentarlo en el cuarto. Una autoridad muy reciente, Temison, tomaba en consideración, no el comienzo de la fiebre, sino su cesación o alivio, y daba alimentos dos días después —inmediatamente, si no había habido acceso de fiebre; si se producía, esperaba hasta que terminara; o bien, si era persistente, hasta que se aliviara. Ninguna de estas reglas es de aplicación absolutamente universal. Los alimentos pueden ser suministrados el primer día, o el segundo, o el tercero. Pueden suspenderse hasta el cuarto o el quinto. Pueden suministrarse luego de un acceso, o de dos, o de varios. Los factores determinantes son siempre el carácter de la enfermedad, el estado del cuerpo, el clima, la edad del paciente, la estación del año. En la gran variedad de estas circunstancias no puede haber una regla universal del tiempo. En una enfermedad que agota las fuerzas del paciente, hay que dar alimentos antes, lo mismo que en un clima donde la digestión es más rápida. Por este motivo, no parece adecuado que un paciente ayune siquiera durante un día entero en el África. Deberán darse alimentos más pronto a un niño que a un joven; en verano que en invierno. La única regla universal, buena para todo momento y para todo lugar, es la siguiente: el médico debe sentarse con frecuencia junto al lecho del enfermo y examinar las fuerzas de éste. Mientras el paciente tenga fuerzas de reserva, deberá dejarlo que combara la enfermedad con ayuno. En cuanto tema su debilitamiento, deberá socorrerlo con comida. Es deber del médico no recargar al paciente con demasiado alimento, ni debilitarlo con demasiado poco. He comprobado que Erasístrato lo sabía. No aclara suficientemente cómo puede uno saber cuándo el estómago no está debilitado, o en qué momento se debilita el cuerpo mismo. Pero cuando dice que estos puntos deberán ser observados antes de dar alimentos, aclara bastante bien que no deberá darse comida mientras haya reserva de fuerzas, y que deberá vigilarse para evitar el debilitamiento. De todo esto se deduce claramente que un médico no puede atender a muchos pacientes. El médico ideal, el que respeta su arte, nunca se aleja de su enfermo. Pero aquellos que practican por el interés, viendo que se gana más con una clientela numerosa, siguen complacidos una escuela que no demanda cuidados tan constantes. Puede mencionarse a este respecto el caso de las fiebres. Aun médicos que ven rara vez a sus pacientes pueden llevar fácilmente la cuenta de los días y de los accesos. Pero el doctor que se propone averiguar lo único que en realidad importa, a saber, cuándo el paciente se está debilitando en exceso, debe mantenerse constantemente en su cabecera.
Carezco de espacio para seguir describiendo este libro. Baste decir que lo que acabo de traducir no ocupa sino dos páginas entre cuatrocientas, y aunque han sido elegidas por el especial interés de su asunto, son un buen ejemplo de la espléndida calidad del conjunto. Además, la obra es equilibrada. Celso eliminó ciertos aspectos del asunto que Aufidio había tratado, en especial la sección o secciones relativas a la etiología de las enfermedades. A pesar de ello, lo que queda es la mejor y más amplia obra individual que nos ha llegado de la antigüedad sobre el mantenimiento y recuperación de la salud. Aufidio probablemente escribió su trabajo en la segunda mitad del siglo I a. C. La traducción fue hecha bajo Tiberio, entre los años 20 y 40 d. C.
Para ser equitativos con Celso debemos mencionar que no todos los historiadores aceptan la tesis de F. Marx de que el libro Sobre la Medicina sea adaptación de una sola fuente. La opinión anterior, expresada v. g. por Wellman en Pauly-Wissova, en 1901, era que el tratado consistía en una compilación de varias fuentes, y Sir Clifford Allbutt, en su Greek Medicine in Rome (1921), reafirma esta opinión, interpretando la palabra «compilación» en tal forma que reconocería en Celso una buena dosis de originalidad como escritor, aunque no, por supuesto, como médico práctico. En todo caso, debe recordarse que el tratado Sobre la Medicina sólo es la cuarta parte de una obra enciclopédica estructurada de acuerdo con un gran plan, destinado a abarcar la vida humana en toda su amplitud. Esas cuatro partes eran: agricultura, medicina, retórica y el arte de la guerra. Las dos primeras se referían a la vida física del hombre; las dos segundas, a su vida como ciudadano. El arte de la agricultura provee los medios de vida, y el de la medicina, los de una vida saludable. La medicina protege lo que la agricultura crea. Similarmente, la retórica, en el amplio sentido que entonces tenía, proveía un adiestramiento completo para el ciudadano en las artes de la vida civil que el arte militar protegía. De modo que a la obra en su conjunto no podemos negarle el mérito de ser una nueva construcción, levantada con una diversidad de materiales griegos, pero que ostenta las características virtudes romanas de la organización y la finalidad. En comparación con el plan de la anterior enciclopedia, obra de Varón, podemos notar un énfasis quizás todavía mayor sobre la práctica. La extraordinaria erudición varroniana se reveló en un círculo cerrado de nueve materias, cuyo dominio ciertamente elevaría a cualquier persona a singulares realizaciones de tipo académico. Celso parece haberse preocupado menos de la cultura y más de brindar a su generación un breviario de las artes básicas, de las cuales depende la vida del individuo y de la sociedad. El programa de Varrón parece hecho para la Facultad de Artes de una Universidad. Celso, en cambio, suministró libros de textos para cuatro escuelas profesionales.
PLINIO
Cuando pasamos de Varrón y Celso al tercero de los grandes enciclopedistas romanos, Plinio, ya no es tan fácil definir el carácter de su obra, la cual, por parte, ha sido apreciada de muy diferentes maneras en tiempos modernos. El gran naturalista francés Buffon (1707-1788) sobreestima sus méritos, pero define acertadamente el carácter de su obra cuando dice que se dedicó a todas las ciencias naturales y a todas las artes humanas, y el carácter del escritor, cuando manifiesta que «tiene aquella facilidad para las amplias perspectivas que multiplica la ciencia», y que «comunica a sus lectores una cierta libertad de espíritu, una audacia de pensamiento que es la semilla de la filosofía». Una obra que trata de todas las ciencias y de todas las artes, y que es obra de un solo hombre, tiene por fuerza que resultar desigual en calidad y desanimadora para el lector por su heterogeneidad. Plinio el Joven, al alabar la obra de su tío, dice que es «no menos variada que la naturaleza misma». Con todo, aunque los árboles oculten el bosque, no hay sólo grandeza sino también orden en su plan.
El mejor libro sobre Plinio es con mucho el de Littré, discípulo de Comte, editor de Hipócrates y famoso lexicógrafo, quien define así el plan de la Historia Natural: «El autor comienza por exponer ideas sobre el universo, la tierra, el sol, los planetas y las propiedades notables de los elementos. De esto pasa a la descripción geográfica de las partes de la tierra conocidas por los antiguos. Luego de la geografía viene lo que llamaríamos historia natural, o sea la historia de los animales terrestres, de los peces, los insectos y las aves. La sección botánica que sigue a esto es extensa, especialmente porque Plinio introduce mucha información sobre las artes, como sobre la elaboración del vino y del aceite, el cultivo de los cereales y diversas aplicaciones industriales. Concluida la sección botánica vuelve a los animales, pasa a las sustancias minerales, y en lo que constituye una de las partes más interesantes de su libro, enumera de un tirón los métodos de extracción de esas sustancias, y los métodos de la pintura y la escultura de los antiguos».
Bastará con esto en lo que se refiere a la naturaleza general del contenido. ¿Pero qué hay de la obra en detalle? Plinio fue un autodidacta, que extrajo el material para su enciclopedia de unos dos mil libros debidos a unos quinientos autores, griegos en su mayoría. Aun admitiendo la posibilidad de que muchas de las autoridades griegas que cita sean tomadas de segunda mano de compilaciones latinas anteriores, su obra no deja por ello de representar una enorme labor de erudición. ¿En qué medida tuvo éxito? Es difícil que haya hoy quien pueda discutir el juicio del prudente y favorable Littré, según el cual «no hay que buscar en él criterio científico propiamente dicho». A pesar de ello, el libro conserva extraordinario valor. Lynn Thorndike hace notar en su History of Magic and Experimental Science que «es tal vez la más importante fuente individual que nos ha quedado para la historia de la civilización antigua». Circunstancia que emana no sólo de su amplitud y de su variedad, sino también de su punto de vista.
Este punto de vista, ya indicado correctamente por Buffon, es definido con mayor amplitud por de Blainiville (Histoire des sciences de l’organisation, I, pág. 336) —en términos generales un crítico desfavorable a Plinio— en la siguiente y feliz descripción del libro: «Es una suma, un inventario, un catálogo histórico de lo que el hombre había hecho hasta entonces con los cuerpos naturales». No puede afirmarse (como lo hiciera Francis Bacon) que este punto de vista haya estado por completo ausente de las historias naturales de los griegos. Teofrasto, por ejemplo, indica en numerosas oportunidades los usos industriales de la madera y de las piedras. Pero sólo en Plinio constituye este tema el espíritu informante de una historia natural escrita en la antigüedad. El hombre es para Plinio el centro del cuadro, y él determina la elección de su material. A ello debemos que, cuando habla de metales, se remonte a la acuñación de monedas, a los anillos (incluyendo una disquisición sobre la clase media de Roma, o sea la de los équites) a los sellos y a la administración de Italia por Mecenas en ausencia de Octavio. A ello debemos que, cuando habla de los animales, se ponga a describirnos las medicinas de ellos derivadas. Y así sucesivamente, a lo largo de su libro.
Otro autor francés, Egger (Examen critique des historiens anciens de la vie et règne d’Auguste, secc. VII, pág. 183), ha ilustrado con acierto la novedad de la información que a veces hallamos en Plinio, debido al punto de vista desde el cual éste escribe. «¿Nos hubiera dicho jamás Tácito que en la frontera de Germania los capitanes de las bandas auxiliares al servicio de Roma empleaban a sus soldados nativos para cazar una raza de gansos silvestres, cuyas plumas eran empleadas para rellenar las almohadas de los soldados romanos? ¿Se hubiera dignado Tácito decirnos que las pieles de los erizos eran objeto de una vastísima actividad comercial en el imperio romano, hasta el punto que los desórdenes provenientes del monopolio de este comercio fueron siempre causa de graves preocupaciones para el gobierno, motivando más decretos del Senado que ningún otro asunto?». Pero, por desusados que sean estos detalles, no son las más importantes de sus contribuciones a la historia social. El principio de su décimooctavo libro está dedicado a un breve pero magistral bosquejo de la historia de la propiedad territorial en Italia y en las provincias. Egger hace notar con razón que aunque Plinio se equivocara a menudo en historia de las artes, sucede que este viejo sabio, que había sido cónsul, general y almirante, es una autoridad de primer orden en un asunto sociológico de esta índole, lo cual hace aún más notable su famoso veredicto: «Si admitimos la verdad, fue el sistema de los latifundios el que arruinó a Italia y el que está hoy arruinado también a las provincias».
La franqueza de su pensamiento y la mordacidad de su estilo, reveladas en este pasaje, distinguen muchas otras páginas de la extraña enciclopedia. Por cierto que en sentido muy auténtico la Historia Natural de Plinio debería ser contemplada como el prototipo del Diccionario filosófico de Voltaire. Le da, en efecto, oportunidad para ventilar sus opiniones acerca de todos los temas. De aquí la libertad y la elevación a que Buffon se refería. Hasta hay en él humour, en el sentido inglés del término. Así, luego de una disertación tan epigramática como llena de contenido sobre las variedades de la creencia religiosa, concluye en la vena siguiente: «Para las imperfecciones naturales que en él se revelan, tiene el hombre un peculiar consuelo, a saber, que ni siquiera Dios es todopoderoso. Pues no podría, por ejemplo, suicidarse aunque lo deseara, lo cual, en las pruebas de nuestra vida mortal, es el mejor don concedido a los hombres. No puede hacer inmortales a los mortales, resucitar a los muertos, hacer que no haya vivido uno que en efecto vivió, o que no haya ocupado puestos quien en realidad los ocupó. No tiene otro poder sobre el pasado que el del olvido, y si se me perdona el ilustrar nuestra semejanza con Dios mediante ejemplos triviales, no puede hacer que dos veces diez no sean veinte, y así sucesivamente. Todo lo cual revela inequívocamente cuál es el poder de la naturaleza, y el hecho de que éste sea el poder al que llamamos Dios. Confío se me disculpe esta digresión acerca de lo que me temo se hayan convertido en lugares comunes motivados por la interminable discusión acerca de Dios». (L. II, 27).
Y finalmente, aquí tenemos otro pasaje, que debe a Lucrecio algunos de sus argumentos, pero que es completamente personal y característico: «Más allá de la tumba yacen las especulaciones vacías sobre los espíritus de los muertos. Pues cada uno de los hombres será después de su día postrero lo mismo que era antes de su primer día. Luego de la muerte, ni el cuerpo ni el espíritu tendrán más sensación que la que tenían antes del nacimiento. Esta vanidad de plantear reclamaciones al futuro e imaginar para uno mismo una vida en la estación de la muerte toma diversas formas: la inmortalidad del alma, la transmigración de las almas, la vida de las sombras en el mundo subterráneo, la adoración de los espíritus de los muertos, hasta la definición de quien ha dejado ya de ser hombre. Y esto como si pudiéramos respirar en alguna forma que nos distinguiera de los demás animales; como si no hubiera muchas otras criaturas que viven más que nosotros y para las cuales nadie ha imaginado semejante inmortalidad. Éstas son las invenciones de una tontería pueril, de una mortalidad codiciosa de no cesar jamás. Peste de ella, ¿qué locura es esta de repetir la vida en la muerte? ¿Cómo podrán descansar alguna vez los que nacen si la sensibilidad ha de permanecer en el alma aquí o en el espectro bajo tierra? Y esta acariciada fantasía destruye la principal bendición de la naturaleza, la muerte, y duplica el dolor de quien va a morir con el cálculo del sufrimiento que todavía le falta. Si la vida es tan dulce, ¿a quién puede parecerle dulce haber dejado de vivir? Pero, ¡cuánto más feliz, cuánto más seguro es que el hombre tome confianza y se confirme acerca de la paz que le espera, mediante la probada insensibilidad de lo que era antes de nacer!». El autor de estas palabras vivió una vida activa y placentera al servicio de sus semejantes, y murió a causa de haberse aventurado a observar demasiado de cerca una erupción del Vesubio.
GEMINO
Pasamos ahora a la consideración de las obras científicas de este período escritas en griego, y nos referiremos de inmediato a una obra maestra de exposición, a saber, la Introducción a la Astronomía, por Gemino. Este autor (cuyo nombre probablemente deba pronunciarse haciendo larga la sílaba central, y no como la palabra latina que significa gemelo) parece haber nacido en Rodas y haber escrito en torno al año 70 a. C. Fue alumno del gran filósofo estoico Posidonio y escribió un voluminoso comentario sobre una obra astronómica de éste. Más tarde compuso un epítome de su propio comentario. Esta obra siguió utilizándose durante siglos, pero no nos ha llegado en la forma en que Gemino la concluyó. En el siglo IV o en el V, probablemente en Constantinopla, alguien hizo una selección de varios de sus trozos, matizándolos con algunas adiciones. Así llegó a formarse el manual que hoy poseemos, bajo el título de Introducción a la Astronomía, por Gemino. Es una valiosa fuente para nuestro conocimiento de la astronomía posicional griega, de la geografía matemática y de la preparación de calendarios. Manitius, el más reciente de sus editores (Teubner, 1898), encuentra en ella errores, así como omisiones, de las cuales culpa principalmente el adaptador bizantino. Wellman la encuentra libre de prejuicios y de supersticiones y fundada únicamente en la investigación científica. El erudito francés Paul Tannéry, entusiastamente, la considera una de las mejores obras que quedan de la antigüedad. Heath, con mayor tibieza, la describe como un «tratado tolerablemente elemental, adecuado para fines de la astronomía griega, expuestas desde el punto de vista de Hiparco». Como yo mismo soy de los que necesitan un Hiparco simplificado, al encontrarlo justamente en este libro, insisto en llamarlo, como libro de texto, una obra maestra.
Los lectores ya habrán encontrado en un excelente ejemplo del sencillo estilo que Gemino empleaba para la exposición, a saber, el pasaje en que explica que los astrónomos siempre han edificado su ciencia sobre la suposición sostenida por los filósofos pitagóricos, o sea que el movimiento de los astros debe concebirse siempre como circular y uniforme. Es importante notar que Gemino no discute esta teoría. En un fragmento de su Epítome original, que sobrevive independientemente del libro de texto compuesto en Constantinopla, se refiere precisamente a este punto. Da su aprobación a una significativa división del trabajo entre el filósofo y el astrónomo, de acuerdo con la cual el filósofo debe sentar los principios dentro de cuyos límites el astrónomo debe elaborar explicaciones coherentes de los fenómenos celestes. Pero la claridad con que expone esa división del trabajo está completamente de acuerdo con la que impera en todo el resto del libro. Lo mejor que podemos hacer para revelar la calidad de la exposición dentro de los límites de este trabajo es reproducir los títulos de los diferentes capítulos de la obra y luego citar in extenso el referido pasaje acerca de los pitagóricos.
Los dieciocho capítulos de la edición de Manitius tienen los siguientes encabezamientos: El círculo del Zodíaco. El orden y la posición de los doce signos. Las formas de los signos. El eje y los polos. Los círculos celestes. Día y noche. Las horas de aparición de los doce signos. Los meses. Las fases de la Luna. El eclipse solar. El eclipse lunar. Que los planetas tienen un movimiento opuesto al del cosmos. Ortos y ocasos. Los círculos de las estrellas fijas. Las zonas de la Tierra. Las partes habitables del globo. El empleo de las estrellas como signos meteorológicos. Meses sinódicos, y otros. A esto añadió un calendario, una tabla del tiempo que el Sol tarda en atravesar cada uno de los doce signos y los correspondientes signos meteorológicos.
Y ahora veamos la cita:
Los tiempos entre los trópicos y los equinoccios se dividen en la siguiente forma. Desde el equinoccio de primavera hasta el trópico de verano, 94 días y medio. Éste es el número de días que el Sol tarda en atravesar Aries, Tauro y Géminis, y al llegar al primer grado de Cáncer señala el trópico de verano. Desde el trópico de verano hasta el equinoccio de otoño transcurren 92 días y medio. Éste es el número de días que el Sol tarda en atravesar Cáncer, Leo y Virgo, y al llegar al primer grado de Libra señala el equinoccio de otoño. Desde el equinoccio de otoño hasta el trópico de invierno pasan 88 días y 1/8. Éste es el número de días que el Sol tarda en atravesar Libra, Escorpio y Sagitario, y al llegar al primer grado de Capricornio señala el trópico de invierno. Desde el trópico de invierno hasta el equinoccio de primavera pasan 90 días y 1/8. Pues tal es el número de días que tarda el Sol en atravesar los tres signos restantes del zodíaco, a saber: Capricornio, Acuario y Piscis. El total de los días incluidos en esos cuatro períodos es de 365 días, o sea el número de días que componen el año.
Aquí se suscita la siguiente cuestión: cómo es posible que estando dividido el círculo zodiacal en cuatro partes iguales, y moviéndose el Sol siempre con velocidad uniforme, recorra sin embargo arcos desiguales en tiempos iguales. Pues toda la ciencia astronómica se funda en la presunción de que el Sol, la Luna, y los cinco planetas, se mueven a velocidades iguales en círculos perfectos y en dirección opuesta a la del cosmos. Fueron los pitagóricos, los primeros en encarar estas cuestiones, quienes formularon la hipótesis de un movimiento circular y uniforme para el Sol, la Luna y los planetas. Su opinión era que, tratándose de seres divinos y eternos, sería inadmisible la suposición de un desorden tal como que pudieran moverse unas veces con mayor rapidez y otras más lentamente, o que llegaran siquiera a detenerse, como en las llamadas estaciones de los planetas. Hasta en la esfera humana tal irregularidad es incompatible con el comportamiento ordenado de un caballero. Y aun cuando las necesidades de la vida impusieran a los hombres ocasiones de apresurarse o de quedar ociosos, no puede suponerse que circunstancias semejantes afecten a la naturaleza incorruptible de las estrellas. Por esta razón, definieron su problema como la explicación de los fenómenos según la hipótesis del movimiento circular y uniforme.
Sobre las demás estrellas daremos la explicación en otro lugar. Aquí explicaremos cómo sucede que el Sol, aun moviéndose a velocidad uniforme, recorre arcos iguales en tiempos desiguales.
La llamada esfera de las estrellas fijas, que contiene todas las figuras de los signos del zodíaco, es la más alta de todas. No debe suponerse que todas las estrellas se encuentran a un mismo nivel, pues algunas están más altas y otras más bajas. Sin embargo, la limitación de nuestra vista no nos permite apreciar esas diferencias de altura. Por debajo de las estrellas fijas se encuentra Saturno, que atraviesa el zodíaco en aproximadamente 30 años, a razón de dos años y medio por cada signo. Por debajo de Saturno está Júpiter, que atraviesa el zodíaco en 12 años, a razón de un signo por año. Debajo de Júpiter está Marte, que atraviesa el zodíaco en dos años y medio, a razón de un signo cada dos meses y medio. Sigue luego el Sol, que recorre el zodíaco en un año y cada signo en un mes, aproximadamente. A continuación viene Venus, que se mueve aproximadamente a la misma velocidad del Sol. Sigue luego Mercurio, que se mueve también a la velocidad del Sol. Por último, el más bajo de los astros, la Luna, que recorre el zodíaco en 27 días y 1/3, y cada signo aproximadamente en dos días y cuarto.
Ahora bien, si el Sol se moviera a la misma distancia que las estrellas que forman los signos del zodíaco, ciertamente habríamos hallado que los tiempos entre los trópicos y los equinoccios son iguales entre sí. Al moverse a velocidad uniforme, el Sol debería cubrir arcos iguales en tiempos iguales. De modo similar, suponiendo que el Sol estuviera más bajo que el círculo del zodíaco, pero que se moviera en torno al mismo centro que éste, los tiempos entre los trópicos y los equinoccios serían también iguales. Todos los círculos trazados en torno a un mismo centro son divididos de igual manera por sus diámetros. Como el círculo del zodíaco es dividido en cuatro partes iguales por los diámetros que pasan entre los puntos tropicales y los equinocciales, necesariamente el círculo del Sol estaría dividido en cuatro partes iguales, por los mismos diámetros. Moviéndose así a la velocidad uniforme en su propia esfera, el Sol recorrería en iguales tiempos los cuatro cuartos. Pero, en realidad, el Sol no se mueve en un círculo inferior, sino en un círculo excéntrico, como se ve en la figura. El centro de ese círculo no es el mismo que el del círculo zodiacal, sino que está desplazado a un lado. A causa de esta posición, el curso del Sol está dividido en cuatro partes desiguales. La mayor parte de la circunferencia yace detrás del cuarto del círculo zodiacal que se extiende desde el primer grado de Aries hasta el trigésimo grado de Géminis. La parte menor de la circunferencia yace detrás del cuarto del círculo zodiacal que se extiende entre el primer grado de Libra y el trigésimo grado de Sagitario.

Naturalmente, se concluye que el Sol, al moverse uniformemente en su propio círculo, recorre arcos desiguales en tiempos desiguales, el arco más largo en el tiempo más prolongado, y el más corto en el tiempo más breve. Cuando ha recorrido el arco más largo de su propio círculo, pasa el cuarto de zodíaco del equinoccio de primavera al trópico de verano. Cuando ha recorrido el arco más corto de su propio círculo, pasa el cuarto del zodíaco del equinoccio de otoño al trópico de infierno. Como los arcos desiguales del círculo del Sol yacen entre arcos iguales del círculo zodiacal, es inevitable que los tiempos entre los trópicos y los equinoccios sean desiguales, y que el tiempo máximo transcurra entre el equinoccio de primavera y el trópico de verano, y el mínimo entre el equinoccio de otoño y el trópico de invierno. De modo que el Sol se mueve siempre a velocidad uniforme, pero, debido a la excentricidad de su círculo, recorre los cuatro cuartos del zodíaco en tiempos desiguales.

Este largo pasaje ha sido traducido literalmente. Su estilo es macizo y lleno de repeticiones, lo cual hace un poco tediosa su lectura. A pesar de ello, lo que deseábamos era conservar a toda costa la calidad del original como libro de texto, en el cual el autor no deja nada librado al acaso.
ESTRABÓN
Los Elementos de Astronomía de Gemino constituyen un compacto manual, un texto escolar, al menos en la forma en que el libro ha llegado hasta nosotros. El libro al que vamos a referirnos ahora, la Geografía, de Estrabón, es una obra a gran escala, que por su parte ha sobrevivido casi íntegramente en su forma original. Estrabón nació en Amasia, en el Ponto, en el año 64 o en el 63 a. C., y se cree que su geografía fue compuesta en la última década de la era pagana. Su objeto era nada menos que el de proporcionar una información veraz y legible de todos los diferentes países del mundo habitable, que estuviera completamente al tanto de la ciencia geográfica contemporánea en todas sus ramas. Es en verdad un libro legible y veraz, pero tuvo que esperar antes de ser leído. Es cierto que Estrabón se dirigía a una vasta audiencia. Había vivido en Alejandría, había visitado Roma con frecuencia y se preocupó de insistir en la importancia de la geografía para el administrador. Pero lo probable es que su libro haya sido escrito para uso inmediato de Pitodoris, reina del Ponto, y publicado en aquel país. Si así fue, el Ponto no resultó un buen centro editorial. Su libro permaneció desconocido en Roma. Ni siquiera el omnívoro Plinio había oído hablar de él. Los romanos satisfacían su sed geográfica con los pertinentes capítulos del mismo Plinio, que no son de los mejores entre los suyos, y con el breve y superficial compendio de Pomponio Mela (hacia el 45 d. C.). Sólo después de la fundación de Constantinopla se difundió la obra de Estrabón, quien llegó a ser una autoridad para el mundo bizantino. De Bizancio pasó a la Europa occidental en el Renacimiento. Desde entonces ha sido menospreciado a veces, pero nunca olvidado. Los siglos durante los cuales se lo ignoró, de modo muy semejante a otros grandes libros, nos recuerdan que aunque conozcamos el texto de dichas obras todavía estamos muy lejos de conocer la historia de la difusión real de la ciencia en el mundo. Estrabón representa el nivel del progreso de su ciencia en la era de Augusto, pero probablemente fueron muy pocos los octavianos que llegaron a leerlo.
La unificación del mundo bajo el dominio romano brindó oportunidades para el desarrollo del conocimiento geográfico, y Estrabón tiene un sentido refrescante de la necesidad de poner su asunto al día. Sus primeros capítulos están llenos de críticas a sus predecesores, citados a un careo, como él dice, a fin de que justifiquen su propio intento, demostrando cuánta necesidad tenía la materia de correcciones y adiciones (libro II, 4, 8). Una ojeada a la historia de la geografía pondrá en claro su posición.
La geografía era una ciencia ya antigua, pero debía poco a pueblo alguno que no fuera el griego. Podría haberse esperado que los fenicios, quienes precedieron a los griegos como exploradores y dueños del Mediterráneo, hubieran sentado los cimientos de esta ciencia. Lo hicieron, pero en sentido limitado. Estrabón recuerda, por ejemplo, que la Osa no fue reconocida como constelación hasta que los fenicios la utilizaron en sus navegaciones, y que gracias a ellos los griegos tuvieron noticia de su utilidad. Pero en general los fenicios se reservaban sus conocimientos y difundían por el mundo no ciencia, sino fabulosas historias sobre las dificultades que estorbaban el acceso a las distintas fuentes de sus preciosos artículos de comercio. Su contribución a la ciencia fue tan involuntaria como la de los trusts monopolistas de los días actuales. De modo que fueron los griegos de la Jonia quienes dieron los primeros pasos. Ellos, según hemos visto (cap. II de la Primera Parte), fueron grandes colonizadores. Estrabón nos dice que muchas expediciones de colonos jónicos y de otros países sufrieron grandemente en los primeros tiempos por falta de conocimiento geográfico. El mapa de Anaximandro y el precursor tratado geográfico de Hecateo, también milesio, escrito hacia el 520 a. C., fueron la respuesta a esta situación. Pero, como era característico de aquellos griegos de la Jonia, del conocimiento adquirido para hacer frente a las necesidades prácticas hicieron surgir una ciencia que ha llegado a enriquecer al mundo.
La compleja ciencia de la geografía ha sido convenientemente dividida en cuatro subdivisiones: matemática, física, descriptiva y política, e histórica. Todas estas ramas estaban implícitas en la labor de los primeros precursores griegos. Probablemente debamos atribuir la fundación de la geografía matemática a Anaximandro, que introdujo en Grecia el uso del gnomon y que trazó el primer mapa. La geografía física halló sus exponentes en el poeta-filósofo Jenófanes, que descubrió el fenómeno de las costas emergentes gracias a la presencia de conchas y fósiles marinos tierra adentro, y en Herodoto, quien aceptó la opinión de que el delta del Nilo fue formado por depósitos aluviales y especuló acerca de cuántos miles de años serían necesarios para llenar el golfo de Arabia si el Nilo invirtiera su curso. Los comienzos de la geografía política e histórica hay que buscarlos en Herodoto, en Tucídides, en el opúsculo hipocrático Aires, Aguas, Lugares, en los que las descripciones de los pueblos y de sus instituciones comienzan a ser relacionadas con su habitat. Y este impulso por captar la naturaleza del mundo habitable no se extinguió pronto. Jenofonte, en su Retirada de los Diez Mil (401 a. C.), inauguró la geografía de Armenia. El valiente marino Piteas de Marsella (hacia el 310 a. C.), precursor de la exploración científica y comercial, hizo lo mismo con la Bretaña y con los mares y tierras vecinos.
Un segundo gran período de la historia de la geografía griega se inició con la fundación de Alejandría y con las conquistas de Alejandro en el Oriente. Era imposible que en Alejandría la geografía no compartiera los progresos matemáticos de la época. Con Eratóstenes llegó a consagrarse la determinación de las latitudes mediante el cuadrante solar, aunque el número de tales determinaciones no llegara a ser elevado. Calculó las dimensiones del globo, su forma y la extensión de su parte habitable, y al cumplir su ambición de reformar el mapa del mundo, trazó, a través del paralelogramo que representaba el oikoumene (mundo habitado), ocho paralelos de latitud y siete meridianos de longitud. Los meridianos fueron fijados por estimación. Aunque posteriormente Hiparco sugirió que se recurriera a las observaciones efectuadas durante los eclipses lunares para determinar la longitud, esta sugestión nunca pasó de tal, pues en la antigüedad jamás se llegó a efectuar determinaciones astronómicas de la longitud. La organización de la ciencia siguió siendo inferior a su teoría.
Refiriéndonos ahora a otras ramas de esta ciencia, comprobamos que tanto la geografía física como la política fueron asombrosamente perfeccionadas por Posidonio, el filósofo estoico de Rodas, a quien ya hemos mencionado como maestro de Gemino. Es criticado por Estrabón, por «estar demasiado interesado en las causas, a la manera de Aristóteles». Pero al igual que Aristóteles, estaba siempre bien dispuesto a usar sus ojos. Sus informes acerca de España y de la Galia, tanto de los países como de sus habitantes, están llenos de observación y de reflexión. Tozer lo ha llamado «el más inteligente viajero de la antigüedad». Otros grandes exponentes de la geografía política fueron Megástenes y Agatárcides. El primero (hacia 290 a. C.) fue un agente de los seléucidas en Palibotra, sobre el Ganges. Sus informes sobre el norte de la India, que se han conservado en las citas de escritores más modernos, son notables por su integridad y exactitud. El segundo, Agatárcides (hacia 170-100 a. C.), escribió una descripción de las minas de oro de Etiopía y de sus mineros, conservada para la posteridad en las páginas de Diodoro, que tal vez sea la más famosa pieza de sociología descriptiva de toda la antigüedad. Con los historiadores Eforo y Polibio la geografía histórica se convirtió en un estudio sistemático. Tales eran las realizaciones de la geografía en sus diversas ramas cuando Estrabón se puso a renovar la materia en las favorables condiciones de la era octaviana.
Se comprenderá fácilmente que hombre alguno puede ser igualmente idóneo en todas las ramas de una ciencia tan amplia y compleja. Y Estrabón era débil en matemáticas: En esta materia tal vez estuviera apenas a la altura de los alejandrinos de la época de Eratóstenes. En todas las demás disciplinas aportó contribuciones de importancia. En geografía física tuvo la fortuna de merecer elogios de Lyell por dos anticipaciones de la ciencia moderna, a saber: 1) Subraya la importancia de inferir los grandes cambios pretéritos en la configuración de la Tierra mediante los pequeños cambios que actualmente se producen ante nosotros. 2) Al discutir ciertas opiniones algo superficiales de Estrabón sobre la corriente que va del Ponto Euxino al Mar Egeo, y sobre la supuesta corriente del Mediterráneo al Atlántico, demuestra una audacia mental impresionante al arriesgar la hipótesis de las elevaciones y depresiones alternadas del fondo de los mares. Pero su real grandeza reside en su geografía descriptiva e histórica. Sólo la lectura in extenso de sus diecisiete libros puede darnos una impresión adecuada de su capacidad como geógrafo descriptivo o político. Dentro de los límites de la presente obra será mejor concentrarse en su notable dominio de los principios del otro sector, o sea el de la geografía histórica.
El determinismo geográfico es un error común, y no es privativo de la ciencia moderna. Los antiguos también pecaron a este respecto. Estrabón está libre de esa falta. En muchos pasajes demuestra un entendimiento notable para su época de aquella verdad según la cual la influencia de la geografía y del clima sobre un pueblo es algo muy difícil de averiguar, y que no ha de interpretarse como un efecto directo de la naturaleza sobre el hombre, sino que varía de acuerdo con el nivel de la técnica industrial y política. «Las diversas artes, profesiones e instituciones de la humanidad —escribe—, una vez introducidas, florecen en casi cualquier latitud, y hasta a despecho de la latitud. Si algunas de las características locales proceden de la naturaleza, otras proceden del hábito y de la práctica. No es por naturaleza que los atenienses aman las letras, mientras que en nada las tienen los espartanos, y aun los tebanos, que viven todavía más cerca de Atenas. Es más bien por hábito. Similar educación y hábitos similares son los factores que explican los adelantos de los pueblos babilonio y egipcio» (L. II, 3, 7). Su dominio de este principio hace de Estrabón un observador científico del avance de la civilización clásica entre los pueblos atrasados.
Las favorables perspectivas para el progreso de esta civilización en Europa son analizados en una famosa descripción del continente, de la cual citaremos un fragmento. «De la parte habitable de Europa, las regiones frías y montañosas sólo ofrecen naturalmente una miserable existencia a sus habitantes; sin embargo, hasta las guaridas de la pobreza y de la piratería se vuelven civilizadas cuando llegan a tener buenos administradores. Los griegos son un ejemplo. Vivían entre montañas rocosas, pero vivían bien, porque aprendieron el arte de la política, las artes de la producción y el arte de vivir. Los romanos también han llegado a dominar a muchos pueblos que eran por naturaleza salvajes porque los lugares donde vivían eran rocosos, carentes de puertos, fríos o inadecuados, por alguna razón, para mantener poblaciones numerosas; y al poner en contacto entre sí a esas comunidades aisladas, las han llevado del salvajismo a la civilización. Allí donde el territorio europeo es llano y templado, la naturaleza contribuye a tales fines. En un país bendecido por la naturaleza, todo tiende hacia la paz, mientras que en un país maldecido por ella los hombres son bravos y belicosos. Cada tipo de país puede recibir beneficios del otro; el último ayudando con armas, y el primero, con productos agrícolas e industriales, y con la educación del carácter. Pero si no se ayudan entre sí, es evidente el daño mutuo que se causan. La violencia de los guerreros puede en verdad resultar victoriosa si no es contrarrestada por el mayor número del pueblo pacífico. Pero la naturaleza ha dado recursos a Europa contra ese peligro. A través de toda su extensión está amenizada por llanos y montañas, de modo que en todas partes la población agrícola y civilizada vive junto con la belicosa, pero la primera es más numerosa y mantiene el dominio general. Los griegos, los macedonios y los romanos han ido presidiendo sucesivamente este proceso civilizador. Por las razones dadas, Europa es, en forma notable, tan autosuficiente para la paz como para la guerra. La población belicosa es abundante, como asimismo la que labra su suelo y mantiene sus ciudades. Tiene también la ventaja de producir los frutos mejores y más necesarios, y todos los metales útiles, importando del extranjero sólo productos superfluos y de lujo como las especias y las piedras preciosas. Además, abunda en rebaños y majadas, y escasea en animales salvajes. Tal es la descripción general de este continente» (L. II, 5, 26).
Ésta es una página clásica de ciencia geográfica, y como ella hay muchas en Estrabón. Su relato, por ejemplo, del sistema fluvial de Francia —cómo abre todo el país a las relaciones internas de sus pueblos y cómo lo abre también a las influencias externas al conectar al Océano con el Mar Interior— le ha valido los entusiastas elogios de los brillantes geógrafos modernos de ese país (L. IV, 1, 4). Su exposición sobre Italia es casi igualmente admirable (L. VI, 4, 1). Aquí, el carácter y situación de la península son considerados desde el punto de vista de su capacidad para el dominio del mundo, y en el párrafo siguiente procede a «añadir a esto un breve esbozo acerca del pueblo romano, que se adueñó de ella y la equipó como base de operaciones para la hegemonía universal». La geopolítica no es, como se ve, una ciencia nueva.
Su breve resumen de la historia romana está informado por dos ideas principales: que la conquista romana fue involuntaria, y que significó la felicidad de los conquistados, mediante su buen gobierno. Aquí tiene, por supuesto, un espléndido tema. «Reemplazar las aldeas y los cantones con ciudades en las riberas del Mediterráneo —escribe Vidal de la Blache— fue el golpe maestro de Grecia y de Roma. Los observadores contemporáneos de este fenómeno —Tucídides, Polibio y Estrabón— no estaban equivocados. Ellos describen la polis, o ciudad antigua, como el símbolo y la evidencia exterior de una civilización superior». El justificable entusiasmo de Estrabón por este proceso fue tal que describe la conquista de su propio país, el Ponto, sin dolor alguno. Pero la difusión de la civilización ciudadana a expensas de aldeas y cantones costó un terrible precio en vidas y felicidad humana, y de este aspecto del proceso Estrabón no es un buen informante. Cierto que no era ciego a las virtudes de los sencillos miembros de tribus que eran civilizados a la fuerza. Formula observaciones contundentes sobre la corrupción moral de esos pueblos simples por el avance de la civilización, y sobre la relación entre el incremento de la propiedad y el del crimen (L. VII, 3, 4 y 7). Pero había adquirido al mismo tiempo el conveniente hábito de no dar importancia a los sufrimientos de las víctimas de la civilización so pretexto de su supuesta insensibilidad. Ofrece pruebas de la brutalidad de esas sencillas gentes que son un testimonio no menos elocuente de la brutalidad de sus capturadores. «Cuando los generales romanos irrumpieron en los baluartes montañosos de estos corsos y se los llevaron en gran número como esclavos, tuvisteis la oportunidad en Roma de descubrir su asombrosa brutalidad. O son salvajes como fieras o mansos como ovejas. Algunos de ellos mueren en cautividad. Los demás son tan apáticos y obtusos, que sus compradores, furiosos, se arrepienten del trato aunque los hayan adquirido por una bicoca» (L. V, 2, 7). Más impresionante todavía es la prueba que ofrece de la brutalidad de los rebeldes cántabros. «Al ser crucificados después de su captura, seguían gritando sus consignas triunfales desde la cruz» (L. III, 4, 18).
Pero ésta no es, digámoslo de paso, sino una prueba más del hecho familiar de que el progreso de la civilización ha sido una cosa brutal. Ésta es una de las principales lecciones de la historia, pero no afecta gran cosa a Estrabón, quien simplemente reflexiona sobre el carácter de los pueblos dominantes en su día. Nuestra preocupación ahora es determinar el lugar que le corresponde en la historia de la ciencia, y aquí su maestría es incontestable. Sus diecisiete libros son la más grande obra de su género producida en la antigüedad. Hemos tomado nuestros ejemplos de los primeros libros. No debe inferirse que el resto tenga menos valor. Los libros XII, XIII y XIV, en los que describe el Asia Menor, de la cual era originario, y emplea en mayor grado su observación personal, están entre los mejores. Pero también supo cómo elegir sus autoridades; y sus informaciones sobre países que no había visto —la India, por ejemplo, donde se deja guiar por los relatos de Megástenes— son un depósito de datos fidedignos. Vasta como es en su designio, su obra no resulta una compilación. El material tan industriosamente reunido es examinado con atención y desplegado para ilustrar grandes principios, y en todos los pasajes de su obra estamos no sólo ante un hombre de ciencia con una posición tomada, sino también ante un escritor con sentido del estilo. Mereció su gran fama, y es lástima que no la adquiriera inmediatamente.
TOLOMEO
El aspecto matemático de la geografía, en el cual Estrabón era flojo, halló en la antigüedad su expresión definitiva en manos de Tolomeo, quien floreció hacia el año 150 d. C. Matemático, astrónomo, geógrafo, físico, es una de las figuras más sobresalientes de la historia de la ciencia. Como matemático y como astrónomo, llevó adelante y sistematizó la obra de Hiparco. Su más grande aporte a la matemática es la exposición de la trigonometría esférica creada por Hiparco. Como éste había inventado la trigonometría para emplearla en los estudios astronómicos, ocurre que empezó por ser esférica. En el primer libro del Almagesto, como lo llamamos por corrupción arábiga de la palabra griega (Tolomeo mismo llamaba a su obra Colección matemática en trece libros), luego de dar las pruebas matemáticas sobre las cuales se fundaba su determinación, construyó una tabla de cuerdas para arcos que subtienden ángulos en forma creciente, de 1/2 a 180 grados, calculados cada 1/2 grado. Esto equivale a una tabla de senos para ángulos de 1/4 de grado hasta 90 grados calculados cada 1/4 de grado. Se ha hecho notar que ésta es la parte más permanente de su obra. Pues, aunque el paso del tiempo haya superado su sistema astronómico y su mapa universal, la base de la trigonometría, puesta por Hiparco y por Tolomeo, continúa inalterable hasta el día de hoy.
El fundamento de su sistema de astronomía es, por supuesto, el principio geocéntrico de Hiparco, con cierta tendencia hacia el método de los epiciclos, más bien que hacia el de las excéntricas, para explicar los diversos movimientos de los astros. No es fácil describir en forma breve el contenido de los trece libros. Los libros I y II sientan las bases matemáticas y dan explicaciones generales sobre los movimientos de los astros en relación con la Tierra como centro. El libro III trata del Sol, y de la duración del año. Cuenta cómo llegó Hiparco a su descubrimiento de la precesión de los equinoccios. Sienta también un principio que ha tenido un papel útil y duradero en la ciencia, a saber, que al explicar los fenómenos, hay que preferir la más simple de las hipótesis que no estén en contradicción con los hechos. Los libros IV y V tratan de los movimientos de la Luna. En el primer libro, Tolomeo había descrito los instrumentos que él empleaba para una medición fundamental: la de la oblicuidad de la eclíptica. El comienzo del quinto libro está dedicado a una descripción del astrolabio de Hiparco, que Tolomeo mismo usó para confirmar las observaciones de su predecesor. El libro VI trata de los eclipses solares y lunares. Los libros VII y VIII se refieren a las estrellas fijas, y los cinco restantes se ocupan del asunto especialmente enojoso de los planetas.
Con este inmenso bagaje astronómico procede Tolomeo a renovar la ciencia de la geografía matemática. Un contemporáneo suyo, aunque de más edad, Marino de Tiro, ya había recogido el desafío de Hiparco, de trazar un mapa del mundo en el cual todas las principales características se hallaran correctamente ubicadas con respecto a paralelos de latitud y meridianos de longitud, determinados matemáticamente. Y Tolomeo se puso a la obra como corrector de la obra de Marino, y para completarla. El ordenamiento de su libro era original y adecuado para la consulta, lo cual aumentó su autoridad. De sus ocho libros, el primero y el último tratan de principios y discusiones matemáticos y astronómicos, pero los seis libros centrales están compuestos de tablas que dan los nombres de los lugares que figuraban en aquellos tiempos en los mapas de los diferentes países, junto con sus latitudes y longitudes. También se definen los límites de los diversos países, y hay observaciones explicatorias de diverso tipo. Pero lo esencial del tratado es él catálogo de nombres de lugares, junto con las determinaciones de posición, con autorizada apariencia.
Esta apariencia autorizada es, en realidad, engañosa. Sólo media docena de latitudes habían sido determinadas astronómicamente: las de Marsella, Roma, Rodas, Alejandría y Siena, y tal vez alguna más. No se había determinado astronómicamente longitud alguna. Dentro de un marco de paralelos y meridianos fijados inseguramente, se obtenía las posiciones reduciendo groseramente a grados las distancias medidas. Algunas distancias habían sido recorridas por tierra. Otras eran estimadas en forma todavía más burda. En el mar —desconocida como era entonces la corredera— las distancias eran conjeturadas por el tiempo transcurrido. Además, por singular desdicha, el método de reducir las distancias a grados estaba viciado por una cifra falsa. Hiparco había llegado a una determinación muy correcta de la circunferencia del globo. Posidonio la había «corregido», reduciéndola a cinco sextos de la cifra anterior. De acuerdo con esto, se calcularon sólo 500 estadios (50 millas geográficas) por cada grado, en lugar de 600 estadios (60 millas geográficas). Tolomeo adoptó la cifra errónea de Posidonio. Ello significa que todas sus distancias, invariablemente exageradas en cada paso por los viajeros que las recorrieron, fueron exageradas en otro 20 % al llegar a manos del experto. Desde los tiempos de Dicearco (hacia el año 310 a. C.) la línea más importante en el globo para los geógrafos griegos había sido el paralelo de 36 grados de latitud que pasa por el estrecho de Gibraltar, en un extremo del Mediterráneo, y por la isla de Rodas, en el otro. Pero, ¿qué punto estaba sobre este paralelo o cerca de él? Tolomeo lo hace pasar por Caralis, en Cerdeña, y por Lilibeo, en Sicilia, cometiendo errores, respectivamente, de más de 3 y de un poco de menos de 2 grados. Y lo que es peor, coloca a Cartago, que en realidad se halla casi a un grado al norte del paralelo, más de un grado al sur de éste. Con ello niveló como por encanto la línea costera del África del Norte. Su primer meridiano fue también infortunado. Siguiendo a Marino, lo colocó en las Canarias, pero suponiendo que esas islas se encontraban a unos 7 grados al este de su posición verdadera. Todos estos cálculos de distancia se basaban, a decir verdad, en Alejandría; pero, como para los fines de su labor cartográfica tenían que referirse todos a su primer meridiano, introdujo un error de 7 grados en todas las posiciones. Tales fueron los errores generales de sus cálculos. También los cometió particulares, debido a diversas contingencias. Accidentalmente hizo girar su mapa de Escocia casi 90 grados, de modo que se encuentra precisamente al este de Inglaterra, en lugar de hallarse al norte de ésta. En el Lejano Oriente perdió el dominio de las proporciones, y diseñó a Ceilán ¡catorce veces mayor que su tamaño real!
Estos errores son, por supuesto, importantes. Sin embargo, nada sería más fácil que exagerar su significado. Para convencerse de ello basta mirar el mapa del mundo que Homero conocía, con el Río Océano rodeando el disco plano del mundo, y compararlo con el mapa que puede reconstruirse mediante los datos de Tolomeo, con sus paralelos y meridianos curvos, su integridad y su relativa exactitud en las regiones que rodean el Mediterráneo, así como su inmenso alcance, desde Irlanda en el extremo noroeste, hasta vagas indicaciones de China y de Malasia, en el este. Más convincente aún resulta el genuino valor de su ciencia si uno examina los mapas medievales, en los cuales el Río Océano vuelve a rodear un disco plano con Jerusalén en el centro y el Paraíso en la parte superior, mapas de los cuales habían desaparecido toda la matemática y toda la astronomía laboriosamente edificadas por los científicos griegos. Sobre este fondo podremos juzgar adecuadamente las realizaciones de Tolomeo y de los demás geógrafos helenos.
Sólo falta agregar una palabra sobre otro aspecto de su obra. No era solamente un gran observador, como lo demuestran su descripción de los instrumentos astronómicos y el uso que de ellos hizo. Era también un experimentalista. El quinto libro de su tratado sobre la Óptica contiene observaciones sobre la refracción de la luz, asunto que tenía que ser interesante para los astrónomos, quienes conocían, entre otros fenómenos refractorios, el de la Luna eclipsada que se levanta contra el Sol poniente. Tolomeo da tablas de refracción para diversos ángulos de incidencia en experimentos con aire, agua y vidrio, y trata de determinar una ley. Observamos aquí, como en otras partes, la combinación de intuición y de sistema que caracteriza a Tolomeo.
GALENO
Al pasar del gran mundo de la naturaleza al pequeño mundo del hombre, hallamos en Galeno (129-199 d. C.) un autor que ocupa el mismo lugar en la historia de la medicina que Tolomeo en el de la astronomía y la geografía. Así como la astronomía y la geografía del Renacimiento retoman y corrigen la obra de Tolomeo, su anatomía y su fisiología retoman y corrigen la obra de Galeno. Debemos tratar brevemente de caracterizar su obra, pero es ésta una tarea de excepcional dificultad. De sus voluminosos escritos sobre una amplia variedad de temas quedan unas cien obras genuinas bajo títulos separados. La edición de Kühn (1821-1833), única completa entre las modernas, ocupa, junto con la traducción al latín, veinte grandes volúmenes. En medio de esta masa de material los expertos hallan dificultad para orientarse, y el profano se confunde ante veredictos contradictorios. Pero tal vez sea equitativo decir que los médicos actuantes que han escrito sobre él en tiempos modernos lo aprecian más que los críticos académicos. De un modo u otro, debemos reconocer que este escritor extraordinariamente fluido, que desde temprana edad comenzó a prodigar libros muy discutidos, no sólo sobre las diversas sectas médicas, sino también sobre las diversas escuelas filosóficas, y en forma general sobre asuntos culturales y educativos, era también un observador y un investigador muy diligente. Sus obras terapéuticas, fisiológicas y anatómicas se fundaban en un conocimiento de primera mano de la naturaleza, que hubiera hecho honor a cualquier otro autor a quien hubiese faltado tiempo para interesarse en tantas otras cuestiones.
Sirve en cierto modo para orientarse en medio de las obras de Galeno un opúsculo que él mismo escribió inducido por circunstancias especiales. De él extraemos los siguientes e interesantes detalles. Cierta vez Galeno presenció en la calle de los Zapateros de Roma, donde se hallaba la mayor parte de las librerías, una escena que debió de haber alegrado su corazón de autor. Alguien mostró un libro con el nombre del Doctor Galeno. Comenzó una discusión acerca de si era o no obra auténtica de éste. Un hombre instruido, atraído por el título, lo compró y comenzó a leerlo, y al punto comprendió de qué se trataba. Antes de haber leído dos líneas lo arrojó exclamando: «Éste no es el estilo de Galeno. El título es falso». Ese hombre, comenta Galeno con aprobación, había tenido una buena educación griega a la antigua en manos de gramáticos y retóricos. Pero los tiempos habían cambiado. Aspirantes a la medicina y a la filosofía, sin haber aprendido siquiera a leer bien, concurrían a clases sobre esos temas, esperando vanamente entender las enseñanzas más nobles de las conocidas por los hombres. En vista de ello, para evitar que se le atribuyan falsamente escritos inferiores, Galeno se propone enumerar y describir sus genuinas obras. Teme también por su obra, al saber que sus libros están siendo adulterados por manos extrañas. En diferentes países, diversos maestros leen en la cátedra, como propias, obras de Galeno que han sufrido adiciones, sustracciones y alteraciones. Sus amigos le han hecho ver la necesidad de correr al rescate de su propia reputación, y él mismo ha comprobado el acierto de tal consejo.
El tercer capítulo del opúsculo Sobre sus propios libros, del cual hemos tomado los detalles antedichos, describe sus investigaciones y sus escritos anatómicos. Traduciremos in extenso parte de este capítulo, pues las obras anatómicas de Galeno se cuentan entre las más importantes de sus contribuciones a la ciencia. «Primero está el libro Sobre los huesos, para principiantes. Después de éste vienen otros libros también para principiantes, uno relativo a la disección de las venas y de las arterias, y otro a la de los nervios. También hay uno que recapitula brevemente toda la instrucción acerca de los músculos contenida en mis Ejercicios anatómicos. Si alguien, después de haber leído el primer libro, Sobre los huesos, quiere pasar directamente a los Ejercicios anatómicos, puede saltarse los iniciales, que tratan de las venas, de las arterias y de los músculos. Encontrará todo en los Ejercicios. En ellos, el primer libro trata de los músculos y tendones de la mano; el segundo, de los músculos y tendones de las piernas; el tercero, de los nervios y vasos de los miembros. El cuarto se refiere a los músculos que mueven las mandíbulas y los labios, la barbilla, la cabeza, el cuello y los hombros. El quinto a los que se hallan en el pecho, en el abdomen, en la ijada y en la espalda. El sexto trata de los órganos de la nutrición, a saber: el estómago, el intestino, el hígado, el bazo, los riñones, la vejiga y demás. El séptimo y el octavo comprenden la anatomía de las partes relacionadas con la respiración. El séptimo describe la disección y la vivisección del corazón, el pulmón y las arterias. El octavo trata del contenido del tórax en su conjunto. El noveno comprende la disección del cerebro y de la espina dorsal. El décimo, la de los ojos, la lengua, la garganta y partes adyacentes. El undécimo la de la laringe y de lo que se llama el hueso hioides, de las partes con él relacionadas y de los nervios que allí llegan. El duodécimo se refiere a las arterias y a las venas. El décimotercero a los nervios que parten del cerebro. El décimocuarto a los que salen de la espina dorsal. El décimoquinto a los órganos de la reproducción. Éstos son los elementos esenciales de la anatomía, pero hay aparte de ellos muchos otros materiales útiles: para poder proporcionarlos, he reducido los veinte libros de Marino Sobre la Anatomía a cuatro, y todas las obras de Licus a dos. A continuación doy el índice del contenido de estas obras».
Es evidente la extraordinaria importancia de esta investigación anatómica. En verdad, las disecciones eran efectuadas en monos, no en hombres, pero ésta era una fuente de error inevitable bajo las circunstancias de la época. Fue la reanudación de este programa de disección en el Renacimiento, particularmente por Vesalio, la que sentó las bases de la anatomía moderna. Harvey, cuyo descubrimiento de la circulación de la sangre estaba destinado a destruir la fisiología de Galeno, había sido adiestrado en el programa galénico de disecciones de la escuela vesálica, de Padua.
Debemos decir ahora algunas palabras sobre la fisiología de Galeno. Tal como la astronomía de su época, se fundaba parcialmente en la observación, y parcialmente en un cuerpo de principios filosóficos que en aquella época parecían con toda certeza verdaderos, pero que la fisiología moderna ha tenido que modificar o desechar. Los diversos tipos de seres vivos habían sido clasificados durante largo tiempo en tres grandes divisiones: plantas, animales y hombres. Las plantas involucraban el principio del crecimiento; los animales, los de crecimiento y locomoción; los hombres, los de crecimiento, locomoción y razón. Era opinión de los estoicos —derivada, por otra parte, de diversas fuentes— que el pneuma (o aire) extraído del cosmos, cuyo aliento era, constituía el principio vital de estos tres grados de las cosas vivientes. La función fisiológica del complejo organismo humano era adaptar este pneuma exterior a los tres grados de vida manifestados en el hombre, a saber: crecimiento, locomoción y pensamiento. En su primera adaptación el pneuma se convirtió en espíritu natural, causando así el crecimiento. En su segunda adaptación se convirtió en espíritu vital, causando la locomoción. En su tercera adaptación se convirtió en espíritu animal (de anima, el alma), causando el pensamiento. Galeno, con refinado ingenio, adaptó lo que sabía de los sistemas digestivo, respiratorio y nervioso, del cuerpo humano, a la explicación de esta triple función del organismo del hombre. El hígado y las venas eran en éste los principales órganos de la vida vegetativa. El corazón, con los pulmones y las arterias, mantenía la vida animal. El cerebro y el sistema nervioso eran el asiento de la vida intelectual, porción distintiva del hombre, el animal racional.
Podemos describir brevemente el funcionamiento de su sistema. En el hígado el alimento ingerido era convertido en sangre, que era distribuida por las venas para mantener el crecimiento del cuerpo. El movimiento de la sangre en las venas era concebido como una especie de lenta oscilación hacia y desde el hígado. De éste se dirigía por la vena porta hasta el ventrículo derecho del corazón. Allí se libraba de sus impurezas, que eran transportadas al pulmón por la arteria pulmonar, y allí exhaladas. Una parte de esta sangre purificada era reservada para la segunda adaptación. Pasaba a través del septum al ventrículo izquierdo, donde volvía a reunirse con el pneuma del mundo exterior, transportado desde el pulmón al ventrículo izquierdo por la vena pulmonar, y allí, en el ventrículo izquierdo, era elaborado hasta convertirse en espíritu vital y distribuido por las arterias a través del cuerpo. Algunas de las arterias se dirigían al cerebro. La sangre arterial enviada a éste pasaba a través de una red de vasos conocida como rete mirabile. Aquí se producía la tercera adaptación. Esta porción de la sangre quedaba dotada de espíritu animal y era distribuida a través del cuerpo por los nervios. El sistema es completo y nítido. Explicaba una enorme cantidad de hechos observados y los interpretaba a la luz de una filosofía que parecía confirmada por el saber de generaciones enteras. Galeno debe de haber encontrado imposible imaginar que pudiera ser falsa. Nosotros, sabiendo que lo es, podemos preguntarnos, para nuestra edificación, cómo pudo llegar a ser conmovida en momento alguno.
La explicación, por supuesto, es que partes esenciales de la teoría se fundan en observaciones defectuosas. La explicación de la transformación de la sangre venosa en arterial no puede ser correcta, pues da por supuesto que la sangre pasa a través del septum, cuando éste en realidad constituye una sólida pared muscular. Igualmente incorrecta es la explicación de la transformación de la sangre arterial en sangre animada con espíritus animales. El órgano (la rete mirabile) en donde se supone que esto ocurre, aunque prominente en los rumiantes, donde Galeno lo había observado, no existe en el hombre. Con la reanudación de la investigación anatómica, en tiempos modernos se pusieron de relieve estos obstáculos fatales de la fisiología galénica. Y sin embargo, durante largo tiempo sólo constituyeron problemas intrincados, sin llegar a destruir la teoría. La fisiología galénica tenía características tales que cegaba a los investigadores en cuanto a la verdad esencial, que continuaba esperando a su descubridor. Era difícil obtener una idea correcta de la circulación de la sangre cuando uno había aprendido de Galeno que había tres clases diferentes de sangre, cada una con su propio modo de distribución. Ni siquiera para quienes sabían que el septum es sólido era fácil entender el funcionamiento del corázón. Pues para Galeno la verdadero acción del órgano tenía lugar en la diástole, o expansión, que se suponía absorbía aire de los pulmones. ¿Cómo podía uno estar seguro de que la verdadera labor la cumplía la sístole, o contracción, al impulsar la sangre a través de las arterias? Harvey se pasó muchas horas por día, durante años enteros, contemplando corazones palpitantes o manteniendo un corazón latente en una mano y una arteria pulsante en la otra, instruyendo a su cerebro mediante sus dedos, utilizando sus sentidos para abrirse paso a la verdad, antes de lograr éxito en la refutación de la opinión de Galeno, primero en su fuero interno y luego ante el mundo todo. Y aun entonces era Galeno quien triunfaba de Galeno, el Galeno observador sobre el Galeno filósofo, pues fue precisamente su técnica la que Harvey había aprendido en Padua.
Falta agregar algunos detalles sobre la vida de Galeno. Como casi todos los grandes hombres de ciencia de las épocas griega y romana, procedía del Oriente. Nació en Pérgamo, donde su padre trabajaba como arquitecto y matemático. Estudió medicina primero en Pérgamo y luego en Esmirna, Corinto y Alejandría. Al completar su adiestramiento, pasó a trabajar, durante cuatro años, como cirujano de los gladiadores, en su ciudad natal. Sería de desear que contáramos con una información precisa sobre sus tareas en ese puesto, con un detalle de su jornada de trabajo. Luego se dejó atraer por Roma, donde iban entonces los provincianos a buscar fortuna. Sabemos que disfrutó allí de inmensa reputación y que sus servicios fueron requeridos por el emperador Marco Aurelio, quien lo tomó como médico personal suyo durante una expedición contra las tribus germanas. Y en los intervalos de una vida tan llena de ocupaciones, encontró tiempo para recetar, disecar y escribir.
NOTA BIBLIOGRÁFICA
Acerca de los gramáticos latinos, véase KEIL, Grammatici Latini, Leipzig, 1855-70. Hay traducciones de LUCRECIO en prosa inglesa por H. A. J. Munro y Cyril Bailey, de las cuales la primera es famosa por la austera grandiosidad de su estilo, mientras que la segunda (Oxford, 1910), obra de uno de los principales eruditos ingleses vivientes, toma nota de investigaciones eruditas más recientes. Hay una versión más nueva por R. E. Latham (Penguin Classics). Vitruvio puede ser leído en inglés en el libro de MORGAN: Vitruvius; Ten Books on Architecture, Harvard Univ. Press, 1926, y en inglés y en latín en la edición Loeb, por Granger, 1931-34. En cuanto a FRONTINO, es buena la edición Loeb por Bennett. También hay una edición Loeb de CELSO; la edición fundamental es la de F. Marx, Leipzig, 1915, con prolegómenos en latín. El mejor libro sobre PLINIO EL MAYOR es la Histoire Naturelle de Pline, avec Traduction en Français, por M. E. Littré, París, 1877. Acerca de Gemino puede verse C. MANITIUS, Gemini Elementa Astronomiӕ, Leipzig, 1898. De ESTRABÓN hay edición Loeb en ocho volúmenes, y un excelente resumen sobre el lugar de Estrabón en la historia de la geografía, por TOZER, History of Ancient Geography, Cambridge, 1897. Son excelentes los artículos sobre Tolomeo como astrónomo y geógrafo por ALLMAN Y BUNBURY, en la «Enciclopedia Británica», 9.ª edición. Las obras matemáticas de TOLOMEO pueden ser encontradas con preferencia en la edición Teubner, y las geográficas en la edición Tauchnitz. Una admirable exposición de GALENO puede hallarse en SINGER, Evolution of Anatomy, Kegan Paul, 1925. El opúsculo Sobre sus propios libros, citado en nuestro texto, se encontrará en MARQUARDT, MÜLLER Y HELMREICH, Galeni Scripta Minora, Leipzig, 1884. La obra Greek Medicine in Roma, de CLIFFORD ALLBUTT, es rica en información y en ideas. Greek Medicine, de BLOOCK, es un útil resumen del tema, con muchos pasajes citados en la traducción. Está disponible ahora por primera vez una traducción comentada de la obra fundamental de Galeno, De Anatomicis Administrationibus, en la obra de Singer Galen on Anatomical Procedures (Publications of the Wellcome Historical Museum, N. 7, Oxford Univ. Press).

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