En el NUEVO
CENTRO del saber formado en la capital egipcia
había una suerte de opulencia norteamericana. Formalmente el Museo como su
nombre lo indica, un Templo de de las Musas, y su director era un gran
sacerdote. Pero su objeto real era el de un instituto de investigación que se
dedicara también a la enseñanza. En ambos de estos aspectos tomó por modelo al
Liceo, pero en escala mucho mayor. Su biblioteca, a la cual fue incorporada la
de Aristóteles, tenía aproximadamente medio millón de rollos, y la dirección de
la investigación y de la enseñanza parece haber estado en manos del
bibliotecario. Había aproximadamente cien profesores, cuyos sueldos eran
pagados por el rey. Tenía salas de investigación, de conferencias y de estudio.
El liceo había efectuado estudios astronómicos, biológicos y botánicos. Para la
prosecución de esos estudios el Museo contó con un observatorio, un jardín
zoológico y un jardín botánico. También tenía salas de dirección. Tales
facilidades para la investigación y la enseñanza nunca habían existido antes y
por cierto que fueron bien aprovechadas.
No es posible indicar la fecha exacta de la fundación del Museo.
Alejandro había conquistado Egipto en el año 332 a. C. Su general Tolomeo, hijo
de Lago, quien había sido nombrado sátrapa, se hizo cargo del gobierno cuando
Alejandro murió en 323. Cuando se proclamó rey en 305, asumió el sobrenombre de
Soter (Salvador). Dos años antes de su muerte lo sucedió su hijo Filadelfo,
cuyo tutor había sido Estratón. Filadelfo reinó de 285 a 247. Bajo los reinados
de estos dos Tolomeos el Museo fue tomando forma. Su historia abarca en total
unos seiscientos años, pero los dos primeros siglos, desde Euclides hasta
Hiparco, son los de máxima importancia. Durante ellos fueron sistematizadas las
diversas ramas de la ciencia antigua. Entonces se estableció la moda y el arte
de escribir aquellos tratados ordenados, en los cuales se exponía un asunto
desde sus primeros principios hasta sus conclusiones últimas, que valieron a
este período el título de Edad de los Libros de Texto. Esta época marca toda
una etapa en el progreso humano.
Los monarcas macedones que fundaron y mantuvieron el Museo eran los
sucesores de una familia reinante que había demostrado desde mucho tiempo atrás
su comprensión de las relaciones entre la ciencia y el gobierno. Filipo y
Alejandro debieron en buena parte a los ingenieros sus triunfos militares.
Nunca se detuvieron ante las murallas. Alejandro demostró que también sabía
construir y organizar. Los Tolomeos, a la cabeza de Egipto, hubieran violado
uno de sus primeros debes si no hubiesen tomado medidas para la formación de
ingenieros, médicos, astrónomos, matemáticos y geógrafos. En forma más irregular,
las principales ciudades-estados de Grecia se habían valido tradicionalmente de
tales hombres para sus necesidades, si bien éstas eran más limitadas. Pero
ahora se trataba de organizar vastos territorios, y había que proveerse de
hombres de ciencia y de técnicos en forma más sistemática. La fama de las
escuelas atenienses había hecho surgir también un nuevo orgullo en el cultivo
de cada rama de la cultura literaria.
Pero las nuevas condiciones que se registraban en Egipto brindaron
también un nuevo ambiente a la ciencia y a la cultura griegas, que eran
tradicionalmente nacionales y locales. La Academia y el Liceo fueron empresas
personales. Pero Alejandría era la capital griega de un gran territorio
egipcio, y el Estado respaldaba la organización del Museo. Se exigió a la
ciencia griega arraigar en un nuevo suelo y desempeñar un papel distinto. El
carácter cosmopolita de la enorme ciudad era cosa nueva. La corte y el ejército
eran griegos, y el primero de los Tolomeos se dirigió a los comerciantes helenos
para obtener el capital que necesitaba. Ellos constituyeron la clase dominante.
En las ciudades existía un proletariado internacional, principalmente griego,
formado de pequeños mercaderes, artesanos y afines. De los habitantes de las
ciudades eran los judíos, después de los griegos, los que tenían mayor
importancia cultural y social. La población del campo era en su mayoría
egipcia, y aunque existen pruebas de que algunos griegos se mezclaron mediante
el matrimonio con los egipcios, la gran masa nativa permaneció intacta pese al
advenimiento de un gobierno macedonio y de su cultura griega importada.
Para la rica clase gobernante griega, la familiar relación entre dueño
y esclavo seguía siendo la característica dominante en la estructura de la
sociedad y en la estructura de su pensamiento. La vida seguía siendo
inconcebible sin el servicio personal del esclavo doméstico. Pero culturas como
la egipcia, la judía y otras vinieron a hacer impacto directo sobre la griega,
y los Tolomeos, por otra parte, heredaron los problemas de gobierno de los
faraones, más la complicación ulterior de ser extranjeros. Diversos textos
astrológicos[1] arrojan alguna
luz sobre la composición de la sociedad egipcia. En la base de la pirámide
social se hallaba una población numerosa y abatida, que ejecutaba, entre otras
labores agotadoras, la que era impuesta por la propia naturaleza de su suelo.
Egipto es llamado el don del Nilo. Pero sin el trabajo incesante de millones de
manos, manteniendo generación tras generación, ese don hubiera sido estéril. El
Nilo no riega la tierra de Egipto sin ayuda humana. Era necesario mantener en
buenas condiciones una enorme red de canales de regadío, incluyendo largos túneles
que daban acceso a fuentes subterráneas. El hecho de nacer miembro de la clase
a cuyo cargo estaba este trabajo era considerado como una condena sin
esperanzas. Los «canalizadores agotados por el trabajo, los aguadores agobiados
por sus cargas, los cavadores de túneles, pagados con sueldos miserables que no
les daban perspectivas de llegar a ser alguna vez dueños de algo como fruto de
su propio trabajo», eran clasificados por los antiguos astrólogos como seres
nacidos bajo una desastrosa conjunción de influencias planetarias. Sabemos que
junto a ellos se movían trabajadores de otros oficios humildes —los panaderos,
por ejemplo, cuya aflicción, entonces como en edades posteriores, era la
necesidad de trabajar de noche para que otros pudieran comer de día; los
cargadores, con los fardos sobre sus espaldas, como verdaderas acémilas; los
canteros y los que transportaban las piedras cortadas, para no hablar de los
niños que apartaban los escombros; los pescadores de esponjas y los servidores
de las casas de baños, que «morían a temprana edad», pues sus oficios eran
peligrosos. De acuerdo con las pruebas halladas últimamente, estos egipcios
pobres eran asalariados, no esclavos. Pero no por ello su suerte era menos
desdichada. Era el Egipto tradicional, azotado por la pobreza, el país que los
Tolomeos se habían propuesto gobernar, y es innecesario advertir que sus
esfuerzos no se encaminaron a transformar tales condiciones de vida. El genio
inventivo de los hombres de ciencia y de los mecánicos, suscitado por el Museo,
no podía en esa época de la historia del mundo ser aplicado, a la manera rusa,
para aliviar la miseria de las masas. Por el contrario, salvo en lo que sé
refiere a ciertas necesidades del Estado (principalmente la provisión de
máquinas bélicas) y ciertas diversiones para los ricos (las fuentes de los
parques), la ciencia tendió cada vez más a abandonar su función como arma del
hombre en la lucha contra la naturaleza, para confinarse en su función de
disciplina mental para el contemplativo. El gobierno continuó recurriendo a la
religión para aliviar las necesidades de los pobres.
RELIGIÓN Y CIENCIA
PLANIFICADAS
No les habían faltado a los egipcios estas gracias antes del
advenimiento de los Tolomeos. Pero con el establecimiento de un gobierno griego
en una población egipcia habían surgido nuevos problemas. Un dios señaló la
forma de solucionarlos. El primer Tolomeo supo, gracias a una visión nocturna,
que se requería un nuevo culto, y en ella se le aconsejó también que trajera
una estatua de Plutón de un templo de Júpiter en Sínope para ayudar a
constituir un centro para el nuevo culto. La ejecución adecuada de la sugestión
divina requería cuidado y preparación. Para ello resultó plenamente eficaz una
combinación de la teología nativa egipcia con la griega importada. El sacerdote
egipcio Manetón y el griego Timoteo elaboraron los atributos del nuevo dios y
le dieron nombre. Iba a llamarse Serapis. Su templo, el Serapeum, fue uno de
los más suntuosos monumentos del mundo antiguo. Para la imagen del culto se
eligió una estatua del escultor Briaxis, de la escuela de Escopas, a mediados
del siglo IV. El lenguaje litúrgico era el griego. El nuevo culto, dice Loisy[2] «fue una
adaptación cuidadosamente pensada de la religión de Egipto al espíritu y
costumbres de los griegos».
El nuevo dios evidenció inmediatamente signos de vitalidad. Entre sus
cualidades se encontraba la de ser un dios curandero, y desde un principio obró
milagros. El filósofo ateniense Demetrio Falereo, miembro de la escuela
peripatética y discípulo de Teofrasto, fue curado por él de ceguera, y compuso
en su honor peones que se cantaban todavía siglos más tarde. Tales bendiciones
no podían limitarse a la capital. Hacia el siglo II d. C. había
cuarenta y dos Serapeums en Egipto. Pero el dios tenía ambiciones más vastas
todavía. Su culto se extendió muy pronto a Chipre, Sicilia, Antioquía, Atenas.
Luego llegó a las costas de Siria, Asia Menor y Grecia; a las islas del Egeo, al
Helesponto y la Tracia. En Delos —que era, también, el centro de la venta de
esclavos— los mercaderes romanos rivalizaban en su devoción al dios con los
aristócratas griegos que mantenían el culto. Éste duró hasta el fin del
paganismo, y aun lo sobrevivió. Penetró en Italia, tal como lo atestiguan sus
restos en Puteoli, antes de finalizar el siglo II a. C. Hacia esa
misma época apareció en Pompeya. El senado trató de impedir su difusión entre
la plebe romana, y resolvió introducir por sí mismo nuevas religiones, antes
que tolerar las que introducía el pueblo. Pero al cabo la autoridad tuvo que
ceder, y el emperador Calígula hizo construir, probablemente en el año 38
d. C., su gran templo a Isis —que compartía el culto de Serapis— en el
campo de Marte.
Cumont[3] observa que el
arte y la literatura de Grecia fueron puestos al servicio de la nueva religión
creada por Tolomeo. Omite mencionar la ciencia. Pero ésta también tuvo que
contribuir con su adarme, pues nunca sé da el caso de una ciencia neutral y
pura. Cuando perdió su ambición de transformar la vida material del hombre
dedicándose a la industria, pronto encontró nuevas aplicaciones. Se convirtió
en la sirvienta de la religión, y fue utilizada para producir milagros en los
Serapeums y en otros templos de Egipto. Estratón había aseverado orgullosamente
que no necesitaba la ayuda de los dioses para crear un mundo. Pero los dioses
no desdeñaron la ayuda de Estratón para gobernar este mundo terrenal. Herón de
Alejandría, que nos ha conservado una relación de la obra de Estratón sobre la
neumática, nos explica cómo ésta y otras ramas de la ciencia resultan útiles
«no sólo para proveernos de los más fundamentales requisitos de la vida civilizada,
sino también para producir asombro y pavor». Este asombro y este pavor se
refieren a los efectos de los milagros del templo.
En su mayoría los milagros descritos por Herón dependen de uno u otro
de estos dos principios: el sifón y el poder expansivo del aire caliente. Ambos
eran aplicaciones de la neumática de Estratón. El principio del sifón fue
aplicado en gran copia de recursos ingeniosos para falsificar la conversión del
agua en vino. Se vertía agua sobre el extremo de un sistema de sifones, y
aparecía vino por el otro extremo. La fuerza expansiva del aire caliente, por
su parte, producía movimientos sobrenaturales. Había altares dotados de una
cámara de aire comunicada con el nicho de la imagen, situado en la parte
superior. Cuando se quemaba la ofrenda en el altar, el aire en expansión abría
la puerta del nicho, empujaba al ídolo hacia adelante y lo obligaba en esta
forma a saludar al devoto. Este principio tuvo muchas otras aplicaciones.
Gracias a otras fuentes documentales, sabemos de las aplicaciones religiosas de
los principios de otra ciencia alejandrina, la óptica, a la producción de
apariciones. Para la conciencia de la época estos auxilios científicos de la
devoción no se diferenciaban mucho, en principio, de los mejores efectos de iluminación
o de la introducción de la música de órgano, que también fueron conquistas de
ese tiempo. Su objeto era edificar piadosamente al público y hacer a la
religión atractiva e impresionante, propósito que parece haber sido plenamente
logrado.
Tenemos, por ejemplo, el relato que nos hace el cumplido poeta
Claudiano de un tipo inusitado de milagro que nos transmite al propio tiempo la
impresión del ceremonial que rodeaba a la ejecución rutinario del fraude
piadoso. La fuerza natural empleada en este caso era la del imán. La escena se
desarrollaba en un templo dedicado conjuntamente a Marte y a Venus. Los actores
divinos eran un Marte de hierro bruñido y una Venus de piedra imán. Se hacían
los preparativos para la boda de ambos. Guirnaldas de mirto adornaban las
puertas de la cámara nupcial. El tálamo estaba cubierto de rosas: sus cobijas
eran de púrpura. El sacerdote entonaba el oficio; el coro entraba cantando, y
precedido por la antorcha nupcial. Había luces, música, color, perfume y
ritual. Se presume que los fieles se emocionaban ante esos efectos. Y entonces
se producía el milagro. La figura de hierro de Marte era introducida en el
campo atractivo de la Venus magnética. «Sin moverse de su lugar, la diosa, con
su poderoso encanto, atrae al dios a sus brazos. Lo estrecha en su pecho con
amoroso aliento», dice el poeta floreando su tema. Este poema fue escrito
aproximadamente en el año 400 d. C. La producción científica de milagros
cubre todo el período de esplendor y decadencia de la ciencia alejandrina, y no
dejó de tener su influencia sobre ella.[4] Cuando la
ciencia volvió a florecer en el mundo moderno, ya tenía otro propósito que el
de engañar.
INGENIEROS
También los tuvo en la antigüedad, pero en medida extrañamente
limitada. Una cita de Brunet y Mieli nos dará una idea preliminar de aquel
aspecto de la ciencia alejandrina a cuyo estudio debemos dedicarnos ahora. «Es
cierto —escriben— que los ingenieros antiguos en general, y no sólo los de
Alejandría, únicamente por excepción trataron de aplicar sus máquinas para
obtener resultados útiles. No se les ocurrió, por ejemplo, aplicar la fuerza
del agua, del aire comprimido o del vapor como fuente de potencia en sus
artesanías, o para obtener resultados análogos a aquellos que ha revelado el
desarrollo de la civilización moderna. Uno puede hasta suponer que con los
conocimientos que tenían, y valiéndose de los mecanismos que habían ideado para
sus juguetes, los ingenieros de la antigüedad podían haber llegado a
aplicaciones análogas a aquellas que hicieron la gloria del siglo XVIII. Sin embargo, al dejar constancia de su fracaso, en sí mismo bastante
curioso para la mentalidad moderna, debemos reconocer por supuesto que la
atención de los técnicos de la antigüedad no se dedicó exclusivamente a los
juguetes. También se construyeron algunas máquinas realmente útiles, como
bombas para extraer agua o para extinguir incendios. El ingenio de los
alejandrinos se superó a sí mismo en el perfeccionamiento de muchos
instrumentas de precisión, de construcción muy delicada, e incluso
indispensables para el progreso de la ciencia, tales como sus instrumentos
astronómicos y sus clepsidras.
Se reconoce ahora generalmente que el fundador de la escuela alejandrina
de mecánicos fue Ctesibio. Éste, que vivió durante los reinados del segundo y
del tercero de los Tolomeos, o sea entre 285 y 222, era hijo de un barbero
alejandrino. Uno de sus primeros inventos fue un aparato para facilitar el
ascenso y descenso de un espejo en la barbería, mediante el contrapeso de una
plomada. Colgado de una cuerda, el plomo subía y bajaba dentro de un caño
escondido detrás de una viga. Allí donde hay ingenio nativo, una cosa pronto
conduce a otra. El hecho de que el plomo, al caer rápidamente por el interior
del caño, expulsara el aire con un silbido, sugirió al ingenioso hijo del
barbero la invención de un instrumento musical mecánico. Éste, ya
perfeccionado, constituyó el famoso órgano hidráulico, instrumento en cuyos
tonos Cicerón hallaría gran deleite unos doscientos años después. La fuerza
necesaria para su funcionamiento era suministrada por una columna de agua
sostenida por una porción de aire. A través de una válvula, el aire pasaba a un
cilindro horizontal conectado con una serie de tubos de órgano verticales, en
los cuales podía a su vez penetrar por otras válvulas regidas por criques.
A — Recipiente con
flotador.
B — Orificio perforado oro, o en alguna piedra preciosa, por el cual
penetra el agua.
C — Figura que se levanta junto con el flotador e indica las horas.
D — Tambor que gira sobre sí mismo una vez por año, indicando la
diferente duración de las horas de acuerdo con las estaciones. Las líneas
verticales indican los meses.
La introducción de la música mecánica es un aporte no pequeño a la
civilización. Pero no fue la única invención de Ctesibio. Igualmente famosas
fueron, sus clepsidras. La descripción siguiente la hemos tomado de Vitruvio (IX, VIII, 4 y 5), y resultará inteligible a quien estudie la ilustración
inserta. «Para la boca de entrada del agua utilizaba un trozo de oro o una gema
perforada, por haber comprobado que dichos materiales ni se desgastaban ni
daban lugar a obstrucciones. Así consiguió que el flujo del agua fuera
uniforme. A medida que el agua elevaba su nivel, iba levantando un cuenco
invertido, conocido técnicamente como el corcho o tambor, que estaba conectado
con una varilla y con un tambor giratorio. Tanto la varilla como el tambor
tenían dientes, a intervalos regulares, que encajaban recíprocamente. De esta
manera, el movimiento rectilíneo del corcho ascendente se transformaba en una
serie de pequeños y medidos movimientos circulares. Mediante el
perfeccionamiento de este dispositivo con una serie de varillas y ruedas
dentadas Ctesibio pudo determinar diversos movimientos. La figurita que
señalaba la hora se movía. El cilindro del reloj giraba sobre sí mismo: caían
guijarros o huevos, sonaban trompetas y se producían otros efectos
correlativos». El lector reflexivo observará en lo que antecede cierto
conocimiento de los materiales, así como de principios mecánicos. Debe
observarse que la construcción de estos relojes se complicaba innecesariamente
con la antigua usanza de asignar diversa duración a las horas de acuerdo con
las estaciones del año. El día y la noche, la oscuridad y la luz, eran
divididos en doce intervalos. Las horas del día eran más largas en verano y más
cortas en invierno. Ctesibio ideó relojes capaces de adaptarse a esta
convención embarazosa, así como los países anglosajones adaptan los
instrumentos y las tablas a su primitivo sistema de medidas.
Aparte de su órgano hidráulico y de su clepsidra, Ctesibio inventó
piezas de artillería que funcionaban con aire comprimido, y una bomba de doble
acción para levantar agua que fue utilizada en bombas contra incendios. Las
primeras resultaron ineficaces debido a dificultades mecánicas de construcción.
La bomba contra incendios, igualmente notable desde el punto de vista teórico,
tuvo más éxito en la práctica, y es considerada generalmente como su obra
maestra.
Sólo conocemos a Ctesibio a través de las noticias de sus principales
inventos. Pero Filón de Bizancio, su contemporáneo, aunque algo más joven, ha
tenido la buena suerte de quedar representado por numerosos fragmentos de ®u
amplio tratado de mecánica, que han llegado hasta nosotros. El estudio de los
temas de sus nueve libros nos ayuda a entender la función Social de la ciencia
en su tiempo. Por lo que podemos, apreciar, trataban de los Principios y
Aplicaciones de la Palanca, Construcción de Puertos, Balística o Artillería,
Neumática o Máquinas que funcionan con Aire Comprimido, Construcción de
Autómatas, Defensa de Ciudades, Sitio de Ciudades, y probablemente algunos
otros aspectos de la guerra. Aparentemente, las aplicaciones bélicas absorbían
la mayor parte de la mecánica. La atención dedicada a los puertos ilustra la
actividad más constructiva de aquella época. Los autómatas y las máquinas
neumáticas encontrarían, sin duda, su mayor aplicación en la recreación y en la
producción de milagros. No se registran aplicaciones de la mecánica a la
industria. Especial interés reviste un pasaje del libro de Filón sobre
balística, traducido por Cohen y Drabkin (ob cit., páginas 318, 319),
donde se trata de una vasta experimentación acerca de los principios de la
construcción de artillería, posibilitada por la munificencia de los Tolomeos.
Lo interesante es que mientras se supone generalmente que la fuerza de la
ciencia griega reside en su carácter lógico-deductivo, aquí vemos expuesta su
fase experimental, empírica, siendo el objeto de la investigación descubrir una
fórmula empírica
que se necesitaba para la construcción de la artillería. Éste es el aspecto de
la ciencia griega que ha tendido a desaparecer de los archivos de la historia.
Platón lo condenó, y de Arquímedes se sabe que suprimió de sus obras los
procedimientos empíricos mediante los cuales llegó a sus conclusiones, una vez
que consiguió ordenar sus descubrimientos en orden lógico.
MÉDICOS
Pasemos ahora de la mecánica a la medicina. Nos hemos familiarizado ya
en cierta medida con los trabajos de Ctesibio y Filón, que continuaron la
investigación del Liceo en la mecánica y en la neumática. Abandonémoslos ahora
para tratar de Herófilo y de Erasístrato, que continuaron la tradición del
Liceo en las investigaciones biológicas.
Herófilo, nativo de Calcedonia, en Bitinia, que floreció hacia el año
300 a. C., escribió un tratado general Sobre la Anatomía, un estudio
especial De los ojos,
y un manual para parteras, en el cual incluyó una exposición elemental de la
anatomía del útero. Dicho tratado para parteras es un ejemplo alentador del
celo humanitario que una y otra vez resplandece en las páginas de la historia
de la medicina griega. Puede contemplarse también como el pago por parte del
trica es menos conocida, pero bien digna de citarse. En su lugar común
manifestar que Aristóteles, en su vasta colección de informaciones sobre
asuntos biológicos, debió mucho a pescadores y ganaderos. Su deuda con la profesión
obstétrica es menos conocida, pero bien digna de citarse. En su Historia de los animales
(VII, 10) hallamos el siguiente pasaje: «El corte del cordón umbilical es tarea
de la partera, y requiere una inteligencia bien despierta. En un parto difícil todo
depende de su pericia. Debe tener presencia de ánimo para enfrentar las
emergencias y para disponer la ligadura del cordón. Si la placenta sale junto
con el niño, el cordón umbilical debe ser separado de ella mediante un nudo, y
cortado por encima de éste: de tal modo se unen sus lados en el lugar de la
ligadura, y se interrumpe la continuidad. Pero si la; ligadura se desata, se
produce hemorragia y el niño muere. En cambio, si la placenta no sale junto con
el niño, el cordón umbilical es ligado y cortado luego del nacimiento de la
criatura, mientras las envolturas permanecen todavía dentro. Sucede a menudo
que el niño, por ser débil, parezca haber nacido muerto, y que su sangre fluya
hacia el cordón umbilical y la región adyacente. Las parteras expertas, en
tales casos, exprimen la sangre del cordón para que vuelva al cuerpo, y el niño
revive entonces como si se le hubiera restituido su sangre luego de haberse
desangrado. Como ya se ha dicho, los niños, como otros animales, salen con la
cabeza por delante, y tienen los brazos pegados contra los costados del cuerpo.
En cuanto nacen comienzan a llorar y a llevarse las manos a la boca. Algunos
evacúan inmediatamente, otros al rato: todos en el día. La evacuación, llamada
meconio, es más abundante que la evacuación normal de un niño». La referencia a
la actuación de las parteras cuando la sangre fluye al cordón, tiene un interés
muy especial a la luz de las investigaciones más recientes.[5] Pero no hay duda, ante la
amplitud y exactitud de sus observaciones, de que Aristóteles había consultado
realmente a las parteras para reunir sus datos. Herófilo mantiene vivo el
contacto entre la investigación biológica y la obstetricia.
De las contribuciones que Herófilo hizo a la anatomía, la más
fundamental fue su investigación del asiento de la inteligencia. En el
siglo V Alcmeón la había localizado correctamente en el cerebro. Un siglo más
tarde Aristóteles, por diez razones excelentes, pero equivocadas, como se vería
más tarde, la transfirió al corazón. Herófilo volvió al punto de vista de
Alcmeón, fundándose en una atenta disección del sistema nervioso y del cerebro.
Los anatomistas anteriores habían efectuado algunos progresos en la tarea de
determinar los recorridos de los nervios sensoriales, pero él fue el primero en
concebir un panorama general del sistema nervioso y en trazar la distinción
entre los nervios motores y los sensitivos. La nomenclatura de las partes del
encéfalo todavía muestra numerosas huellas de su trabajo.
Erasístrato de Quíos, que fue su contemporáneo, aunque más joven,
continuó en parte la obra de Herófilo, sin dejar por ello de aportar
investigaciones y criterios originales. Singer nos dice que las observaciones
de Herófilo sobre los conductos quilíferos fueron ampliadas por Erasístrato
hasta un punto tal que no se registró avance alguno en su estudio hasta el
advenimiento de Gaspar Aselli (1581-1626). Pero la obra de Erasístrato se
extendió en su mayor parte sobre un nuevo sector. Si Herófilo puede ser
considerado como el fundador de la anatomía, Erasístrato es el fundador de la
fisiología. Su obra, aunque no haya llegado a la conclusión correcta, tuvo
tremenda influencia en el estudio de la circulación de la sangre. El buen éxito
que alcanzó en el conocimiento del corazón se pone de relieve en el hecho de
que haya observado las válvulas semilunares, la tricúspide y la bicúspide.
Examinó las subdivisiones de las venas y de las arterias hasta donde pueden
alcanzarse a simple vista y manifestó su convicción de que dichas subdivisiones
continuaban más allá de ese límite. Pero si pensamos que con todo ello no llegó
a elaborar la teoría de la circulación, comprenderemos la fundamental
dificultad que ésta significaba para el progreso de la ciencia.
En la infinita variedad y complejidad de los fenómenos de la naturaleza
el científico se encuentra a menudo en encrucijadas de las que no sabe cómo
salir, a menos que de antemano esté buscando alguna cosa determinada. Si así es
en efecto, tiene una teoría. Si tiene una teoría, tiende a ver lo que la
confirma, y a perder de vista otros hechos igualmente significativos. No hay
forma de salir de esta dificultad si no es a fuerza de paciencia y disciplina,
a cuya adquisición puede contribuir la existencia de una larga tradición
científica. En esta situación, una mente fogosa y entusiasta es más susceptible
de errar que otra desprovista de esas atractivas cualidades. No cabe duda
acerca del celo de Erasístrato por su ideal científico. La tradición nos dice,
y los datos conocidos lo confirman, que entre Erasístrato y Estratón hubo una
mutua y profunda influencia. Es casi seguro que se conocieron personalmente. La
similitud de sus teorías es tal que ya en otro lugar nos hemos sentido
justificados al citar pasajes de Erasístrato para ilustrar la técnica
experimental de Estratón. Pero no sólo participaban ambos de una misma
inclinación por el experimento, sino que trabajaban sobre el mismo problema en
diferentes terrenos. Erasístrato era un firme partidario de las teorías de
Estratón sobre el vacío, que le suministraron la base para su propio sistema
fisiológico. En esto residió, a la larga, su gran error. Herófilo no dudaba en
absoluto de que la función de venas y arterias fuera conducir sangre. Erasístrato,
fascinado por las demostraciones de Estratón acerca de la absorción que el
vacío ejerce sobre los líquidos, halló motivo en ella para concluir que las
arterias están normalmente vacías de sangre. Sabía, por supuesto, que si se
corta una arteria de un animal viviente se produce una hemorragia, pero existía
el hecho contradictoria de que en los animales muertos las arterias están
vacías de sangre y llenas de aire, de ese mismo aire que, al enrarecerse,
tenía, según demostrara Estratón, la propiedad de absorber los líquidos. Sus
observaciones de las diminutas subdivisiones de venas y arterias habían
convencido a Erasístrato de que estaban conectadas por medio de vasos
capilares. Su conocimiento de la neumática de Estratón le reveló luego la forma
de conciliar dos hechos aparentemente contradictorios, a saber, que las
arterias de un animal herido manan sangre, mientras que las del animal muerto
se revelan vacías al efectuar su disección. Concluyó de aquí que las arterias
están normalmente llenas de aire; que cuando se las corta, ese aire escapa,
provocando un vacío; que la absorción de ese vacío hace pasar sangre de las
venas a las arterias, a través de los capilares, y que esa sangre termina por
manar al exterior, siguiendo al aire en su fuga. Esta explicación fatalmente
ingeniosa constituyó durante algún tiempo un obstáculo para el descubrimiento
de la verdadera función del sistema arterial. Cuatrocientos cincuenta años más
tarde vemos que Galeno, luego de cuidadosos experimentos de vivisección,
desaprueba la opinión de Erasístrato. Casi mil cuatrocientos años después de
Galeno, Vesalio repitió esos experimentos ante sus alumnos, en Padua. Estas
demostraciones de la presencia de la sangre en las arterias llegaron a ser
tradicionales, y al cabo de otros ochenta años, aproximadamente, indujeron a
Harvey, que había estudiado en Padua, a su gran descubrimiento. El éxito de
Harvey no se debió a que no alimentara en su mente falsas teorías. Tenía tantas
como Erasístrato, pero no les prestó atención. El progreso esencial había
consistido en la conquista del paciente espíritu de observación.
MATEMÁTICOS
La mecánica y la medicina son las dos ramas de la ciencia alejandrina
que más claramente revelan su vinculación histórica con el Liceo. Las
matemáticas, que en opinión de muchos fue la disciplina en que la ciencia
griega alcanzó sus mayores éxitos, refleja, en cambio, la influencia de la
Academia. Ello no significa, desde luego, que el Liceo haya sido indiferente a
dicho estudio. Ya hemos dicho que uno de los discípulos de Aristóteles, Eudemo,
escribió una historia de las matemáticas. Esta obra, escrita antes del año 300
a. C., no podría, aunque se hubiera conservado, darnos información alguna sobre
el fundador de la geometría alejandrina, Euclides, cuyo tratado de los Elementos,
en trece libros, es generalmente considerado el libro de texto más importante
de toda la historia de la ciencia. Pero unos setecientos años después de Eudemo
un filósofo neoplatónico, Proclo (410-485 d. C.) emprendió la redacción de un
comentario al libro I de Euclides, para lo cual
tomó de la obra de Eudemo un bosquejo de la historia de la geometría en los
primeros tiempos, y sobre ese fondo trazó un esbozo de las realizaciones de
Euclides. Este Comentario
de Proclo se ha conservado, y resumiremos a continuación sus primeras páginas.
Con este resumen esperamos conseguir tres cosas: primero, mencionar algunos
datos sobre la historia inicial de la ciencia matemática griega, para los
cuales todavía no habíamos encontrado espacio; segundo, definir las cualidades
que valieron a Euclides tanta admiración en la antigüedad y en los tiempos
modernos; tercero, subrayar un ejemplo, tomado de un escritor tan posterior
como Proclo, de la atención que los griegos dedicaron a la preservación de su
gran legado, aun en tiempos en que ya habían perdido la capacidad de
enriquecerlo. Una de las principales glorias del Museo es la de haber iniciado
la tradición del estudio erudito, sin el cual las creaciones del genio tienen
pocas probabilidades de sobrevivir.
La geometría —dice Proclo— tuvo su origen en Egipto, debido a la
perpetua necesidad de volver a medir las tierras cada vez que las inundaciones
del Nilo hacían desaparecer las demarcaciones. Esta ciencia, como todas las
demás, procede, naturalmente, de las necesidades prácticas. La aritmética, de
modo parecido, surgió entre los fenicios de las necesidades del comercio y los
contratos. Tales fue el primero en llevar la geometría de Egipto a Grecia, y
con sus progresos en la generalización sirvió de ejemplo a sus sucesores. Pero
el hombre que transformó el estudio geométrico en enseñanza liberal fue
Pitágoras, quien se propuso cimentar esta ciencia sobre principios
fundamentales, investigando sus teoremas por medio del intelecto puro, con
abstracción de la materia. Descubrió la teoría de las proporciones y la
instrucción de las figuras cósmicas. Entre sus sucesores se distinguieron
Anaxágoras de Clazómenes, Enópides de Quíos, Hipócrates de Quíos, que descubrió
la cuadratura de la lúnula, y Teodoro de Cirene. Hipócrates fue el primero en
escribir un tratado de los Elementos. Luego llegó Platón, quien imprimió notable
ímpetu a la geometría, debido al entusiasmo que por ella sentía. Llenó sus
diálogos de referencias a las matemáticas, e inspiró respeto por ellas a todos
los amantes de la filosofía. Contemporáneos suyos fueron Leodamas de Thasos,
Arquitas de Tarento, y Teeteto de Atenas. Un alumno de Leodamas, llamado León,
escribió un tratado de los Elementos, superior al de Hipócrates. Otro libro sobre el
mismo tema, de excelente composición, fue compuesto por Teodio, quien
pertenecía a la Academia, al igual que Eudoxo de Cnido, Amiclas de Heraclea,
Menecmo y su hermano Dinóstrato, Ateneo de Cícico, Hermótimo de Colofón y
Filipo de Medma.
Todos los que han compilado historias —continúa diciendo Proclo— siguen
el desarrollo de la ciencia hasta este punto. Poco después apareció Euclides,
el autor de los Elementos,
quien demostró irrefutablemente cuán imprecisas habían sido las demostraciones
de sus predecesores. El hecho de que Arquímedes lo mencione demuestra que vivió
en tiempos de Tolomeo I. Recordemos también su famoso dicho de que no hay camino real a la
geometría. Ésta fue su respuesta cuando Tolomeo le preguntó si no
había camino más breve a la geometría que el de los elementos. Era partidario
de la filosofía platónica, y se propuso como objetivo de sus Elementos la construcción de
las figuras platónicas o cósmicas. Escribió muchas obras científicas
admirables, como la Óptica
y los Elementos de
Música. Pero su gran título para la fama reside en su tratado Elementos de Geometría,
que es notable no sólo por el orden en que está compuesto, sino también por la
selección de su material, pues no puso en él todo cuanto hubiera podido, sino
únicamente lo que pertenecía a los elementos estrictamente hablando. Los Elementos
constituyen una guía irrefutable y adecuada para la investigación científica
del material matemático. Y aquí terminamos con el resumen de Proclo.
Los estudiosos ingleses de la geometría griega son especialmente afortunados.
Además de excelentes obras más antiguas como la de Allman, Greek Geometry, y la de Gow, Short History of Greek
Mathematics, en 1921 se publicó History of Greek Mathematics,
en dos tomos, obra hoy mundialmente famosa, por Sir Thomas Heath, y en 1939 y
1941 los dos volúmenes de Ivor Thomas en la Biblioteca Loeb, Greek Mathematical Works. Esta
última obra cubre el mismo campo que la Historia de Heath, pero en
forma tal que facilita el estudio y subraya el valor de aquélla, pues mientras
Heath ofrece una historia de la materia sin solución de continuidad, Thomas ha
compilado una copiosa selección de materiales que se conservan de autores
griegos, con traducción inglesa al frente y valiosas introducciones y notas. No
hay camino real a la geometría griega, pero para los lectores ingleses el
acceso al tema en su conjunto, o a sus sectores especiales, resulta ahora más
fácil y seguro. Para quienes lean griego debe mencionarse la edición escolar
anotada que Heath publicara del libro I de Euclides.
Heath estaba seguramente en lo cierto cuando suponía que muchos «estarían
realmente interesados en ver el verdadero idioma en el cual el viejo
alejandrino impartía enseñanza arlos jóvenes y a los adultos en aquellos
tiempos, colocándose así en el lugar de sus colegas los estudiantes de hace
veintidós siglos».
Con Euclides y sus sucesores inmediatos, Arquímedes de Siracusa y
Apolonio de Pérgamo, la matemática alejandrina alcanzó tal desarrollo que se
necesita un especialista para entenderla y describirla. El autor de estas
líneas, por su parte, no tiene los conocimientos matemáticos necesarios para
entender las obras de Arquímedes que han llegado hasta nosotros: Sobre la esfera y el
cilindro, Sobre los conoides y los esferoides, Sobre las espirales, Sobre la
cuadratura de la parábola. El tema del tratadito intitulado El Arenario
es más accesible a la compresión del profano; a saber: los griegos usaban en
sus cálculos aritméticos una notación alfabética que hacía difícil el manejo de
grandes números. Allí donde nosotros no empleamos sino diez símbolos y
expresamos fácilmente los mayores números mediante el significado que asignamos
a su posición, los griegos empleaban veintisiete signos alfabéticos y no
explotaban las ventajas de la notación posicional. Vivían asi obsesionados por
la idea de que la expresión de números muy grandes demandaría el empleo de una
inmensa cantidad de símbolos. El librito de Arquímedes, dedicado al rey Gelón
de Siracusa, tiene el objeto de calmar ese temor. Expone un sistema por él
inventado, mediante el cual, si el universo entero estuviera compuesto de
granos de arena, y su número fuera conocido, éste podría ser expresado de
manera simple y adecuada. El número más elevado de cuantos Arquímedes enuncia
sería representado en nuestra notación por un 1 seguido de ochenta mil billones
de ceros.
El derecho que Apolonio tiene a la fama procede de sus Secciones cónicas.
En una carta dedicatoria a un amigo describe el alcance de esta obra. La
composición del libro —dice— le fue sugerida por un geómetra llamado Naucrates,
quien le hizo una visita en Alejandría y lo forzó a escribir las ocho partes lo
más rápidamente posible, pues Naucrates debía hacerse pronto a la vela, y a
causa de ello no tuvo el tiempo suficiente para revisarlo. Declara también que
publica ahora una edición revisada, y pide a su amigo que no se sorprenda si
algunas de las proposiciones han quedado aún en su forma primitiva e
imperfecta. Los primeros cuatro libros ofrecen una exposición ordenada de los
elementos de las secciones cónicas; los cuatro últimos tratan de problemas
diversos. Los temas principales de los primeros libros son: 1) Métodos para
obtener las tres, secciones. 2) Propiedades de los diámetros y ejes de las
secciones. 3) Teoremas útiles para la síntesis de lugares en el espacio y para
la determinación de los límites de posibilidad. 4) Investigación del número de
veces que las secciones cónicas pueden cortarse entre sí, y con la
circunferencia de un círculo. Tiene cuidado de indicar cuál es su propia
contribución al conocimiento general del asunto.
Nuestras restantes alusiones a la geometría de los griegos serán sólo
parte de nuestro examen de su astronomia, en la que ellos encontraron su
principal aplicación, pero antes de que abandonemos el tema será necesaria una
observación general. El extraordinario éxito que Euclides tuvo al exhibir el
conjunto de la geometría como deducción lógica de un pequeño número de
definiciones, postulados y nociones comunes estableció una norma de la verdad
científica que los griegos trataron de aplicar no sólo en el terreno de la
matemática pura, sino también en ciencias experimentales y de la observación,
como la mecánica y la astronomía, en las que los resultados no fueron tan
satisfactorios. Los científicos tendieron a considerar como ciencia todo lo que
pudiera ser incluido bajo la forma de deducciones de principios autoevidentes
en un sistema lógicamente construido. La facilidad necesaria para poner en duda
las presuposiciones fundamentales, a la luz de nuevas observaciones de
fenómenos naturales o de procesos provocados, fue embotada por la pasión de la
coherencia lógica. Los sistematizadores tendieron a reemplazar a los
investigadores, y lo que no podía adecuarse al sistema fue dejado de lado. La
fuerza y la debilidad de este ideal aparecerán claramente en lo que sigue.
Arquímedes (287-212) es considerado muy generalmente no sólo como el
mayor matemático sino también como el más grande mecánico o ingeniero de la
antigüedad. Algunos afirman también, aunque sin tanta seguridad, que fue,
después de Estratón, el que mejor entendió el método experimental. Ya hemos
hablado de sus trabajos matemáticos. Sus obras de ingeniería incluyen la
construcción de un planetario, que según Cicerón reproducía todos los
diferentes movimientos de los cuerpos celestes. Inventó un tomillo para
extracción de agua que fue aplicado al riego en Egipto y a la extracción de
agua de las minas. No se sabe con seguridad cómo funcionaba, pero los datos más
recientes parecen sugerir que exigía un esfuerzo agotador por parte de los
esclavos que lo manejaban. Arquímedes ideó sistemas de poleas compuestas para
levantar grandes pesos. La maquinaria bélica que ideó para la defensa de
Siracusa parece no haber sido superada en toda la antigüedad. Su devoción por
el experimento queda demostrada por más de un pasaje. Más interesante, quizás,
es el resumen, contenido en las primeras páginas del Arenario, de sus esfuerzos por
llegar a una determinación más exacta del ángulo subtendido al ojo por el disco
del Sol. Su predecesor Aristarco lo había calculado en 1/720 del círculo del
Zodíaco, o sea medio grado. Para lograr un cálculo más exacto, Arquímedes
observó el Sol en el preciso momento de tocar el horizonte, o sea en el único
instante en que se lo puede observar con el ojo desnudo, empleando para ello un
disco cuidadosamente torneado, montado perpendicularmente en el extremo de una
larga regla, de modo que pudiera modificarse a voluntad la distancia entre el
disco y el ojo. Arquímedes tomó dos lecturas: una, cuando el disco cubría
completamente la esfera solar, y la otra, cuando apenas la dejaba asomar. La
primera lectura le dio necesariamente un ángulo demasiado grande, y la segunda
uno demasiado pequeño: el ángulo correcto debía de estar situado en algún punto
intermedio. Arquímedes se esforzó también en corregir el error debido al hecho
de que no vemos con un punto, sino con una superficie del ojo. Este experimento
merece compararse con el antes mencionado de Estratón, por implicar la
construcción de aparatos para un fin específico y la adopción de precauciones
para evitar errores en su empleo.
Pero cuando nos ponemos a examinar desde un punto de vista adecuado el
carácter de las realizaciones científicas de este hombre único en su grandeza,
podemos ver que revelan una cierta debilidad, debida al efecto que sobre ellas
tuvo su desmedida admiración por la coherencia lógica de la geometría. Para
entender mejor este punto, podemos establecer una comparación entre su obra
sobre Estática
y el tratado aristotélico ya descrito sobre Mecánica. Esta obra
aristotélica, o mejor dicho, seudoaristotélica, nos muestra a la ciencia de la
mecánica en un estado más elemental y vacilante que aquel al cual la elevó
Arquímedes, pero, es también, más amplia y más emprendedora. El lector
recordará la vasta variedad de problemas encarados por aquel tratado primitivo,
tanto en la estática como en la dinámica, representando un esfuerzo para
unificar a este amplio sector de fenómenos mediante una interpretación
inspirada en las maravillosas propiedades del círculo. «En consecuencia, como
ya se ha subrayado, nada hay de sorprendente en que el círculo sea el principio
en que se originan todas estas maravillas. Las propiedades de la balanza
dependen del círculo, las de la palanca dependen de las de la balanza, y todos
los restantes problemas del movimiento mecánico dependen muy bien de la
palanca» (Problemas
de la Mecánica, 848 a.) No hay tal audacia en el intento de
Arquímedes. Aunque había inventado muchas máquinas para arrojar pesos, no
estudió la balística, pues conocía demasiado las dificultades lógicas
contenidas en la idea de movimiento. Se proponía constituir una ciencia, y tal
como él la concebía, una ciencia debía ser necesariamente presentada como una
deducción lógicamente ordenada a partir de un número limitado de postulados
claramente inteligibles. Por consiguiente, Arquímedes dejó a la dinámica de
lado y limitó su atención a la estática, llegando así a producir su admirable
obra maestra. Pero Pierre Duhem (Origines de la Statique, vol. I,
pág. II) tuvo razón al observar, y Arnold Reymond, en un capítulo de excelente
argumentación (Science
in Greco-Roman Antiquity, pág. 195) tuvo razón al repetir que:
«El camino seguido por Arquímedes en la mecánica, aunque constituye un
admirable método de demostración, no es un método de investigación. La certeza
y la lucidez de sus principios se deben en gran parte al hecho de que fueron
recogidos, por así decir, de la superficie de los fenómenos, y no extraídos de
su profundidad».
Esta excesiva admiración por lo puramente lógico en la ciencia sólo
puede comprenderse si se la relaciona con el carácter general de la sociedad en
que se formó. El reverso de la medalla fue el desprecio por las aplicaciones
prácticas de la ciencia. Arquímedes fue el más gran ingeniero de la antigüedad,
pero cuando se le pidió que escribiera un manual de ingeniería se negó a
hacerlo (PLUTARCO, Vida de
Marcelo, c. XVII). «Consideraba la
labor del ingeniero, así como todo lo atinente a las necesidades de la vida,
como algo innoble y vulgar», y quería que su fama ante la posteridad se fundara
enteramente en su contribución a la teoría pura. Pero el juicio de la historia
ha querido, irónicamente, que su tratado sobre la estática, lógicamente
perfecto, sea considerado hoy menos profundo y menos rico en promesas de
fructíferos desarrollos que la obra inmatura y desordenada contenida en el corpus
aristotélico.
ASTRÓNOMOS
La brillante obra de los astrónomos alejandrinos habrá de revelarnos
también ciertas deficiencias que no dejan de tener relación con las condiciones
sociales de la época. En la primera parte de este volumen hemos investigado la
historia de la famosa formulación platónica del principal problema de la
astronomía. Sean cuales fueren los movimientos aparentes de los cuerpos
celestes. Platón estaba convencido, por razones religiosas, de que los
movimientos verdaderos
debían ser revoluciones a velocidad uniforme en círculos perfectos. En
consecuencia, el problema quedaba formulado en estos términos: «¿Cuáles son los
movimientos circulares uniformes y ordenados que deben suponerse para poder
explicar los movimientos aparentes de los planetas?». Ya hemos dicho cómo la
solución de este problema por Eudoxo, Calipo y Aristóteles llevó a concebir el
universo como compuesto de cincuenta y nueve esferas concéntricas, con la
Tierra en el centro y el cielo de las estrellas fijas en la posición más
externa.
Tenemos que considerar ahora cuáles eran las aparentes irregularidades
que debían ser explicadas en las suposiciones de Platón; afectaban a algo más
que a los planetas, como Platón bien sabía. En sus Leyes (VII, 822 a) dice que
es impío aplicar el término «planetas» (errantes o vagabundos) a los dioses del
cielo, como si los llamados planetas, y el Sol y la Luna, nunca siguieran un recorrido
uniforme, sino que erraran sin rumbo fijo. En efecto, no se trata solamente de
que los planetas parezcan modificar sus velocidades, detenerse y regresar.
Sucede, además, que tanto la Luna como los planetas parecen cambiar de distancia con
relación a la eclíptica, y que ni siquiera la velocidad del Sol es uniforme. Si
el Sol se moviera en un círculo a velocidad uniforme, las cuatro estaciones
deberían ser exactamente iguales. Pero en cuanto se consiguió determinar la
llegada del Sol a los dos solsticios y a los dos equinoccios con una cierta
exactitud, resultó evidente que la duración de las estaciones varía
notablemente. Esta variación había sido establecida por el astrónomo ateniense
Metón algunos años antes del nacimiento de Platón (428 a. C.), pero el fenómeno
siguió siendo objeto de afanosas investigaciones, y cien años más tarde, en 330
a. C., se registraba una observación sobre la duración de las estaciones de ese
año con error de sólo medio día con respecto a nuestros modernos cálculos.
Tales fueron las irregularidades observadas que tuvieron que tomar en cuenta
los creadores del sistema progresivamente complicado de las esferas
homocéntricas. Éstos eran, como llegó a decirse y a repetirse luego, los
fenómenos que ellos debían salvar. La tensión interna producida por la contradicción
entre los hechos observados y la base matemático-religiosa de su concepción del
mundo se asemeja a la producida en el siglo XIX por la
contradicción entre el relato de la creación en el Génesis y los nuevos
conocimientos geológicos y biológicos.
Platón, en su Timeo
(39 b-d), habla de los «errantes derroteros» de los planetas como
«incalculables en multitud y maravillosamente intrincados». Sobre este
particular dice Heath (Aristarco
de Samos, pág. 171) que tal admisión «está en franco contraste
con las espirales regularmente descritas sobre esferas cuyas órbitas
independientes son grandes círculos, y más aún con la afirmación, en las Leyes, de
que es erróneo y hasta impío mencionar siquiera a los planetas como “errantes”,
pues “cada uno de ellos sigue el mismo recorrido, no muchos recorridos, sino
siempre un recorrido circular”». «Por el momento —continúa Heath— Platón
condesciende a emplear el lenguaje de la astronomía aparente, la astronomía de la
observación; y esto puede hacernos recordar que la astronomía de Platón, aun en
su última forma, tal como se expone en el Timeo y en las Leyes, es
consciente e intencionalmente ideal».
Es un curioso cumplido para la preeminencia de Platón en cuanto
idealista describir como un «ideal» su obstinada adhesión, por razones
religiosa, a una hipótesis impracticable. Heath (ob. cit., pág. 200) es menos
ceremonioso con Eudoxo, el primero en elaborar el sistema humocéntrico. «Eudoxo
—escribe suponía que el movimiento anual del Sol era perfectamente uniforme;
debió haber ignorado deliberadamente, en consecuencia, el descubrimiento hecho
por Metón y Euctemón sesenta o setenta años antes, de que el Sol no consume el
mismo tiempo en describir los cuatro cuadrantes de su órbita entre los puntos
equinocciales y solsticiales». Pero como estos descubrimientos inconvenientes
continuaron multiplicándose, se produjo finalmente una brecha en la concepción
de un universo geocéntrico cuyos cuerpos celestes se movían en torno a una
Tierra estacionaria, en esferas homocéntricas. El audaz innovador fue un
miembro de la Academia, Heráclides del Ponto (388-310), quien introdujo dos
ideas revolucionarias. Tomando en cuenta que los planetas Venus y Mercurio
nunca son observados a gran distancia angular del Sol, sugirió 1) la
explicación de que no se mueven en tomo a la Tierra, sino alrededor del Sol.
Añadió 2) que la apariencia de una revolución cotidiana de los cielos sobre la
Tierra podría explicarse igualmente bien suponiendo una rotación diaria de la
Tierra sobre su eje. Estas dos sugestiones eran sumamente perturbadoras, pues
conmovían los fundamentos del universo en dos formas, primero, erigiendo al Sol
en un segundo centro, y segundo, imprimiendo rotación al viejo centro fijo, la
Tierra.
Éstas eran concesiones muy difíciles que debían hacerse a la ciencia de
la observación. Los lectores deben recordar que la concepción
matemático-religiosa del universo, fundada en las propiedades del círculo y de
la esfera, había librado una dura batalla, para poder afirmarse, contra una
teoría rival. Los atomistas creían que infinidad de mundos se formaban y se
desintegraban en un espacio ilimitado. Los pitagóricos y los platónicos creían
en la singularidad, la eternidad y la finitud de nuestro universo. Las
innovaciones de Heráclides parecían peligrosas concesiones a la hipótesis
atomista. Tal era el estado de la ciencia astronómica cuando iniciaron su labor
los astrónomos alejadrinos.
Heráclides del Ponto vivía en Atenas. El primero de los grandes
astrónomos alejandrinos fue Aristarco de Samos, alumno de Estratón de Lampsaco.
Vivió probablemente entre 310 y 230, con lo que tendría unos setenta y cinco
años menos que Heráclides y veinticinco más que Arquímedes, y su recuerdo será
imperecedero por haber sido el primero en proponer la hipótesis heliocéntrica.
Copérnico, en el siglo XVI, sabía que estaba
resucitando la teoría de Aristarco. Aunque el tratado en el cual Aristarco
desarrolló su hipótesis se ha perdido, tenemos el más fidedigno testimonio de
su existencia. Arquímedes, su contemporáneo, aunque algo más joven, en aquella
interesante obra a la cual nos hemos referido tantas veces, el Arenario,
nos dice que Aristarco publicó un libro que contenía diversas hipótesis, entre
las cuales se hallaba la siguiente: las estrellas y el Sol permanecen inmóviles, pero la Tierra gira en
torno al Sol en la circunferencia de un círculo, manteniéndose el Sol en el
centro de la órbita. Aunque Aristarco seguía creyendo en el
movimiento circular, y aunque es improbable que su sugestión tuviera otro
alcance que el de una hipótesis matemática, tenemos pruebas de la conmoción que
ella causó. Cleantes, jefe de la escuela estoica de Atenas, hombre muy devoto
del culto de las estrellas, y que fuera casi exactamente contemporáneo de
Aristarco (ambos murieron ancianos, y con sólo un año de diferencia), expresó
su opinión de que los griegos debían procesar a Aristarco por impiedad. Estas
amenazas de las escuelas filosóficas (Cleantes no hacía sino retomar el
argumento de Platón en las Leyes) parecen haber involucrado un peligro real para el
hombre de ciencia. Tal es la opinión de historiadores tan responsables como
Paul Tannéry y Pierre Duhem (DUHEM, Système du monde, t. I,
pág. 425). En toda la antigüedad sólo hubo otro astrónomo que apoyara su
hipótesis, a saber, el babilonio Seleuco, quien vivió unos cien años después de
Aristarco. En verdad, Seleuco fue más allá, y al parecer aseveró su creencia en
ella no sólo como una hipótesis matemática, sino también como un hecho físico.
Pero una golondrina no hace verano. La concepción de un universo heliocéntrico
permaneció todavía nonata.
El tratado en el cual Aristarco desarrolló esta hipótesis, como hemos
dicho, se ha perdido. Pero en cambio ha sobrevivido otro de sus escritos: Sobre los tamaños y las
distancias del Sol y la Luna. Se cree que es de composición
anterior, por cuanto no contiene alusión alguna a la hipótesis heliocéntrica, y
funda parte de sus argumentos en un cálculo muy defectuoso del ángulo
subtendido al ojo por el globo solar, cálculo que el propio Aristarco corrige en
otra obra. Pero ese mismo libro nos ofrece un ejemplo tan admirable y típico de
ciencia alejandrina que nos mueve a dar de él una breve descripción. La edición
que de este texto ha hecho T. L. Heath en su Aristarco de Samos es uno de
los libros clásicos modernos de la historia de la ciencia.
El libro comienza ordenadamente, como se acostumbra en Alejandría, con
una lista de seis hipótesis que forman la base de todo su argumento.
1. Que la Luna recibe su luz del Sol.
2. Que la Tierra está en la relación de un punto y de un centro con la
esfera en la cual se mueve la Luna.
3. Que cuando la Luna sólo nos muestra la mitad de su superficie, el
gran círculo que divide las partes obscura e iluminada de la Luna está en la
dirección de nuestro ojo. (O sea que los centros del Sol, la Tierra y la Luna
forman un triángulo rectángulo cuyo ángulo recto tiene por vértice el centro de
la Luna).
4. Que cuando sólo se nos muestra da mitad de la Luna, su distancia del
Sol es menor de un cuadrante en 1/30 de cuadrante. (Este cálculo de la
distancia angular entre la Luna y el Sol, 87 grados, está muy equivocado. El
verdadero ángulo es superior a 89 grados).
5. Que el ancho de la sombra de la Tierra es el doble del ancho de la
Luna.
6. Que la Luna subtiende una décimoquinta parte de un signo del
zodíaco. (Esto también es erróneo. Como ya hemos visto, Arquímedes reproduce un
cálculo posterior, y sumamente exacto, del mismo Aristarco, reduciendo su
previa estimación de dos grados a medio grado).
Aristarco procede luego a establecer dieciocho proposiciones, de las
cuales las más importantes son las siguientes:
1. La distancia entre el Sol y la Tierra es más de dieciocho veces,
pero menos de veinte veces, la distancia entre la Luna y la Tierra.
2. El diámetro del Sol es más de dieciocho veces, pero menos de veinte
veces, el diámetro de la Luna.
3. El diámetro del Sol tiene con respecto al de la Tierra una relación
mayor que 19:3, pero menor que 43:6.
Aristarco había intentado únicamente comparaciones entre los tamaños
del Sol, la Luna y la Tierra. Todavía no se habían hecho mediciones en unidades
de medida usuales, o bien, si alguna se había hecho, no era adecuada. Este
vacío vino a llenarlo el siguiente gran astrónomo y geógrafo alejandrino,
Eratóstenes (hacia 284-192), quien observó que en Siena (la moderna Asuán),
durante el solsticio de invierno, el Sol se halla directamente en el ccnit,
mientras que en Alejandría, aproximadamente a 5.000 estadios de distancia, y
casi en el mismo meridiano, el reloj de sol indicaba que el Sol estaba a una
distancia del cenit de 1/50 del círculo del meridiano. Esto indica una longitud
de 250.000 estadios para la circunferencia de la Tierra, y si fallamos en favor
de Eratóstenes la duda que pudiera existir sobre qué tipo de estadio utilizó en
sus cálculos, su diámetro polar terrestre resulta menor sólo en cincuenta
millas que el determinado por nuestro cálculo moderno.
GEÓGRAFOS
Con Eratóstenes se constituye la ciencia de la geografía matemática y
astronómica. En su ascenso a partir de sus humildes orígenes, la geografía
había participado de la rapidez que caracteriza el desarrollo de otras ciencias
griegas. Sin duda, mucho trabajo preparatorio había sido ejecutado por
investigadores anónimos, en muchos lugares del mundo griego. La astronomía
misma había adelantado en esta forma. En una obra sobre Signos del tiempo, Teofrasto
escribe lo siguiente: «Debe prestarse buena atención a las condiciones locales
de la región en donde uno se halla, pero es también posible hallar un
observador local, y los signos comunicados por tales personas son los más
fidedignos. Así es como se han hallado buenos astrónomos en diversas partes;
por ejemplo, Matricetas observó en Metimma los solsticios, desde el Monte
Lepetimnos; Cleóstrato, en Tenedos, desde el Monte Ida; Feinos en Atenas, desde
el Monte Licabeto. Metón, autor del ciclo calendario de diecinueve años, fue
alumno del último de los nombrados. Feinos era un extranjero residente en
Atenas. Podrían darse otros ejemplos de astrónomos locales».[6] De manera parecida, los puertos y
costas del Mediterráneo deben haber sido descritos y cartografiados en forma
imperfecta y aproximada por generaciones de marinos, antes de comenzar la labor
científica. Anaximandro, como ya hemos visto oportunamente, fue el primero en
trazar un mapa del
mundo. Es muy probable que haya sido el primero en hacer un mapa
de un puerto o de una extensión costera. En épocas posteriores los geógrafos
griegos se refieren con más frecuencia a documentos llamados Puertos y Viajes costeros (limenes y periploi).
Richard Udhen (Imago
Mundi, vol. I, págs. 2 y 3) sostiene
con fundamento que no se trataba de libros, sino de mapas.
Sea como fuere, y por muy temprano que pueda haberse iniciado esa preparación
local de mapas, sabemos que a partir de la época de Anaximandro la geografía
tiene una distinguida historia de rápido desarrollo. Hecateo, contemporáneo,
aunque algo más joven, y conciudadano de Anaximandro, escribió una Descripción del mundo.
La Historia de Herodoto está llena de información geográfica. Eudoxo escribió
una segunda Descripción
del mundo. La Meteorología de Aristóteles contiene muchos elementos de
interés geográfico, y su alumno Dicearco se hizo famoso por su mapa del mundo
habitado y por sus razonables cálculos de las alturas de las montañas.
De toda esta actividad fue emergiendo gradualmente la imagen de un
globo geográfico, con polos, ecuador, eclíptica, trópicos, meridianos de
longitud y paralelos de latitud. Se determinaron cinco zonas: zonas frígidas en
los polos, una zona tórrida a ambos lados del ecuador, y dos zonas templadas,
aunque la extensión de todas ellas fue en un principio variable, determinándose
más por datos meteorológicos que por indicaciones astronómicas. El progreso de
la geografía astronómica fue fomentado por la invención de instrumentos
astronómicos —a Aristarco se atribuye, por ejemplo, el perfeccionamiento del
reloj de sol— y, al menos en un ejemplo famoso, por el viaje de un marino que
unía su entusiasmo científico a su interés comercial. Entre los años 310 y 306,
cuando los cartagineses, que normalmente dominaban el extremo occidental del
Mediterráneo, estaban trabados en lucha a muerte con los griegos de Sicilia,
Piteas, marino heleno procedente de Marsella, atravesó las Columnas de Hércules
y puso proa a Cornualles para investigar las posibilidades del comercio del
estaño. Es probable que su viaje se haya prolongado hasta Noruega y el Báltico,
y que haya aprovechado la oportunidad para calcular numerosas nuevas latitudes.
No hay duda de que esta hazaña tuvo su efecto en la ciencia geográfica de
Eratóstenes.
A partir de aquel entonces, la instrucción de todo ciudadano requirió
también un conocimiento general de la geografía astronómica, y la ciencia
geográfica en sus dos principales divisiones —descriptiva y matemática— se hizo
necesaria para la buena administración de los Estados. El mejor tratado antiguo
de geografía que poseemos, o sea el de Estrabón (ocho volúmenes en la
Biblioteca Loeb), fue compuesto entre los años 9 y 5 a. C., probablemente en
interés de Pitodoris, reina del Ponto. Una permanencia anterior de alrededor de
cuatro o cinco años en Alejandría le había dado acceso a las mejores fuentes
documentales, de las cuales (doquiera las haya leído) hace abundantes citas.
Luego de explicar que su obra será principalmente descriptiva, Estrabón se
expresa en la siguiente forma: «Sin embargo, el lector no deberá ser tan
inculto ni tan ocioso como para no haber estudiado nunca un globo y sus
círculos, unos paralelos, otros perpendiculares a éstos, y otros oblicuos.
Deberá conocer la posición de los trópicos, del ecuador y del zodíaco. Con un
conocimiento básico de tales cosas —los horizontes, los círculos árticos, etc.—
será capaz de entender el libro. Pero si no sabe siquiera lo que es una línea
recta, o una curva, o un círculo, si no conoce la diferencia entre una
superficie esférica y una plana, y ni siquiera puede señalar las siete
estrellas de la Osa en el cielo de la noche, mi libro no le servirá para nada,
o de muy poco. Deberá familiarizarse primero con los estudios preparatorios
para el conocimiento de la geografía. Es también esta falta de un aprendizaje
preliminar la que hace incompleta la obra de los autores de los llamados Puertos y Viajes costeros.
No alcanzan a suministrar los detalles matemáticos y astronómicos necesarios.»
(I, 1, 21).
OTRA VEZ LA ASTRONOMÍA
Debemos ahora dejar de lado la contribución de la astronomía a la
geografía y volver a la astronomía misma. No sólo es la más grande conquista
científica de la era alejandrina, sino que la especial forma de su desarrollo
es lo que mejor revela la influencia de la filosofía predominante sobre la
ciencia de la época. Hemos visto cómo los astrónomos ignoraban, aunque no por
cierto tranquilamente, las irregularidades de los movimientos de los cuerpos
celestes que no podían explicar. Pero su situación era todavía más difícil de
lo que hasta ahora hemos descrito. No sólo había fenómenos aún sin explicación,
sino que los había que no podían encajar en sus hipótesis. El hecho bruto es
que la hipótesis homocéntrica era, en su principio fundamental, inaceptable, y
que las razones de su inaceptabilidad eran generalmente conocidas por quienes,
a pesar de ello, trabajaban para perfeccionarla.
Si el sistema homocéntrico fuera verdadero, implicaría que cada uno de
los astros mantiene una distancia invariable con respecto a la Tierra. Se
mueven en torno
a ésta, pero ni se le aproximan ni se alejan. Pero la distancia entre los
planetas y la Tierra se modifica en realidad cotidianamente, como bien se
comprueba a simple vista con los cambios en la luminosidad de Venus y de Marte.
La distancia de la Luna varía, como se ve a través de las variaciones medibles
de su diámetro aparente. Tales variaciones también quedan probadas por el hecho
de que los eclipses de Sol son a veces anulares (cuando la Luna está demasiado
lejos de la Tierra para poder cubrir al Sol completamente) y a veces totales
(cuando la Luna está más cerca de la Tierra). Tales variaciones se deducen también
de las variaciones en la velocidad de los astros. Si la velocidad angular de un
astro se modifica, es porque no lo estamos observando desde el centro en torno
al cual gira.
¿Cuán antiguo es el conocimiento de estos hechos? Oigamos lo que al
respecto dice un astrónomo, Sosígenes, del siglo II d. C.,
quien leyó los viejos libros, perdidos para nosotros: «Las esferas de los
partidarios de Eudoxo no explican los fenómenos. No sólo no explican los
fenómenos que han sido descubiertos después de ellos, sino que tampoco explican los que ya eran
conocidos antes de ellos, y que ellos mismos consideraban verdaderos.
¿Puede decirse que Eudoxo o Calipo hayan tenido buen éxito? Hay por lo menos
una cosa que salta a la vista y que ninguno de ellos pudo deducir de sus hipótesis.
Me refiero al hecho de que ciertos astros se aproximan a veces a nosotros, y
otras se alejan. Esto puede verse en los casos de Venus y de Marte, que parecen
mucho mayores en la parte media de su trayectoria retrógrada, hasta el punto
que en noches sin luna Venus llega a arrojar sombras. Iguales variaciones
pueden observarse en la Luna si la comparamos con objetos invariables en
tamaño. Los que emplean instrumentos confirman esta observación. A una misma
distancia del observador, es necesario emplear a veces un disco de once dedos
de ancho para cubrir la Luna, y a veces uno de doce. Las observaciones de los
eclipses de sol confirman esta circunstancia. A veces el Sol se mantiene por
algún tiempo cubierto por la Luna; otras veces la Luna no llega a cubrir al Sol
por completo. Igual conclusión se desprende de las variaciones diarias en las
velocidades aparentes de los cuerpos celestes. Pues bien: los partidarios de
Eudoxo no han podido explicar estas apariencias. Ni siquiera han tratado las
variaciones de velocidad, aunque éste es un problema que merece atención. No puede decirse que no
conocieron las variaciones en la distancia de la misma estrella. Polemarco de
Cícico supo de estas variaciones, pero las desechó como asunto sin importancia,
porque abrigaba un prejuicio en favor del sistema que dispone a todas las
esferas concéntricamente en torno al centro del universo. También
es evidente que Aristóteles, en sus Problemas físicos, ponía en duda las hipótesis de los
astrónomos, porque el tamaño de los planetas no permanece siempre idéntico».
Tal es el resumen de Sosígenes, que refleja una crisis del pensamiento
a fines del siglo IV, en la Academia y en el Liceo de Atenas.
El relato de Sosígenes está basado, al menos en parte, en la historia de la
astronomía escrita por Eudemo, discípulo de Aristóteles, y a este mismo período
pertenecen los hombres que menciona como habiendo discutido o eludido el
problema: Eudoxo, Calipo, Polemarco, Aristóteles y otros cuyos nombres hemos
omitido en nuestra versión abreviada. Fue precisamente al finalizar esta
controversia con el establecimiento del sistema homocéntrico sobre la base de
ignorar los hechos que no convenían cuando los sistemas de Heráclides y
Aristarco rompieron con el punto de vista ortodoxo, y al afirmar que algunos
planetas giraban alrededor del Sol, o que la Tierra misma lo hacía, intentaron
explicar por lo menos algunos de esos enigmáticos fenómenos. Pero, como hemos
visto, el miedo a desalojar a la Tierra del centro del universo era demasiado
grande. Ese esfuerzo fracasó, y el sistema heliocéntrico fue finalmente
abandonado, por lo que respecta al mundo antiguo.
Si examinamos este asunto más de cerca, encontraremos abundantes
razones para maravillarnos. La falsedad del sistema de esferas homocéntricas era
ya conocida cuando Eudoxo y Calipo lo estaban constituyendo. Sin embargo,
mantuvo su reinado, si no libre de desafíos, al menos inconmovible, por espacio
de unos dos mil años. ¿Cuál es la explicación? Ésta reside en las concepciones
filosóficas más generales, dentro de cuya estructura tuvo que encajar a la
fuerza la astronomía. Aristóteles había escrito un libro Sobre el cielo. No se trata de
una obra de astronomía, sino de un tratado de física, en el mismo sentido en
que lo es el Timeo
de Platón.
O sea, de carácter teológico y deductivo. En dicha obra, Aristóteles sostiene
que siendo la actividad de Dios vida eterna, y siendo los cielos divinos, su
movimiento debe ser eterno, y, en consecuencia, el firmamento debe ser una
esfera rotatoria. Además, como el centro de un cuerpo en rotación se halla en
reposo, la Tierra debe hallarse inmóvil en el centro del universo. La Tierra,
reino del cambio, está compuesta por los cuatro elementos, a saber, Tierra,
Aire, Fuego y Agua, pero los cuerpos celestes, que son eternos, están
constituidos por un quinto elemento, libre del cambio, de la generación y de la
composición, que no se mueve, como los elementos terrestres, en línea recta,
sino en círculo.
Tal era la naturaleza del universo en las concepciones pitagórica, platónica,
aristotélica primitiva y estoica. El cielo estrellado era la imagen visible de
la divinidad. Como tal, compartió la suerte de los dioses, y pasó a
juristicción de los teólogos. Tenía que desempeñar un papel muy especial: el de
revelar al hombre la voluntad divina, y así desempeñó una función múltiple en
el gobierno de ciudades e imperios. La estabilidad de la antigua sociedad
oligárquica estaba ligada con una concepción particular de la astronomía.
Sostener otros concepciones distintas no era un error científico, sino una
herejía. La astronomía era en la antigüedad asunto tan espinoso como la crítica
bíblica en tiempos modernos. La observación astronómica estaba sujeta a un
ansioso escrutinio y a un manejo sumamente cauteloso. Se requería una indiscreción
de un Colenso o la terquedad de un Loisy para ignorar la convención. Los
derroteros errantes de los planetas, las variaciones en la duración de las
estaciones, los cambios de distancia entre los astros y la Tierra eran asuntos
tan arduos como los milagros, las supercherías o las persecuciones. Los
astrónomos mismos se debatían a menudo entre dos lealtades, como los modernos
historiadores de la religión. No carecían de conciencia científica, pero sabían
que estaban invadiendo un campo en el cual las opiniones involucraban
consecuencias políticas y sociales. Con frecuencia, sus convicciones religiosas
personales estaban en conflicto con los datos de la observación. La creencia en
la divinidad de los astros era sostenida con violencia y pasión por muchas
mentes exaltadas.
Por tales razones, no puede sorprendernos que los esfuerzos por alterar
las concepciones astronómicas de acuerdo con una ciencia fundada en la
observación, cuya autoridad no estaba aún asentada firmemente sino en rarísimas
mentes, hallaran una violenta resistencia no sólo por parte de sacerdotes,
filósofos y reyes, sino hasta de algunos astrónomos. «Los obstáculos que en el
siglo XVII ofrecieron el protestantismo y luego la iglesia católica —escribe
Duhem— al progreso de la doctrina de Copérnico sólo pueden darnos una pálida
idea de las acusaciones de impiedad que el paganismo antiguo hubiera lanzado
contra el audaz mortal que se hubiera atrevido a conmover la perpetua
inmovilidad de la Tierra, el Hogar de los Dioses, y a asimilar el ser incorruptible
y divino de las estrellas con el de la Tierra subalterno dominio de la
generación y de la muerte.» (Ob. cit., I, 425). Sólo los epicúreos
mantuvieron y expresaron consistentemente tales opiniones blasfematorias,
insistiendo en que ios cielos habían tenido comienzo, eran masas de materia
muerta. Y se vieron en dificultades para tranquilizar a sus partidarios,
asegurándoles que quienes propusieran tales teorías no estaban en peligro de
ser condenados por causas de ellas (Lucrecio, V, 110-25). Justamente
por razones como ésta la astronomía antigua rechazó las aberraciones de
Heráclides y de Aristarco, y retornó a la concepción de un universo
geocéntrico.
Esto provocó un retardo en la formación de opiniones más verdaderas
sobre la forma y el tamaño del universo, y frenó la especulación mecánica y
química acerca del movimiento y la sustancia de los astros. No interrumpió, en
cambio, la prosecución de la astronomía posicional ni el perfeccionamiento del
calendario. De aquí bien puede llegarse, como el poeta Rossetti, a la
convicción de que «a nadie puede preocupar en lo más mínimo si la Tierra gira
alrededor del Sol, o si el Sol gira alrededor de la Tierra». En esta última
hipótesis se fundó la obra del gran astrónomo Hiparco, en opinión de muchos el
más grande de la antigüedad, acuyo sistema nos referiremos a continuación.
La teoría de las excéntricas y de los epiciclos, que constituye la base
no sólo del sistema de Hiparco (fallecido hacia el año 125 a. C.) sino también
del de Tolomeo (muerto después del año 161 d. C.), fue probablemente invención
de las escuelas pitagóricas del sur de Italia, de donde hubo de pasar a
Alejandría. Los nuevos principios pueden ser fácilmente entendidos en sus
formas más simples, aunque su elaboración completa en la Syntaxis de Tolomeo implica un
formidable estudio. Si nos atenemos a la hipótesis de que el Sol se mueve en un
círculo perfecto, a velocidad uniforme, la única explicación de las variaciones
que observamos en su velocidad angular es que nosotros no estamos situados en el centro
del círculo en el cual gira. El círculo del Sol es excéntrico con
relación a la Tierra. Esta teoría involucra la necesidad de suponer que un
cuerpo como el Sol puede girar en torno a un punto geométrico, concepción
difícil para el astrónomo antiguo, pero que se convirtió en la explicación
aceptada. La teoría del epiciclo es un poco más compleja. Considérense los
movimientos del planeta Venus. Son dos los que requieren explicación: la
revolución sinódica, cuando Venus retorna a una misma posición con respecto al
Sol y a la Tierra, y la revolución zodiacal. La suposición de que Venus gira en
un círculo en torno a un punto que a su vez gira en torno a la Tierra sirve
para explicar a un tiempo esos dos movimientos. El primero de los círculos es
el epiciclo.
Vemos completa su revolución en este ciclo en el período de la revolución
sinódica. El círculo mayor, descrito por el centro del epiciclo en tomo al
centro de la Tierra, es el deferente. El centro del epiciclo cumple esta revolución
en el período de la revolución zodiacal del planeta. Un radio procedente del
centro de la Tierra y que llegue hasta el centro del Sol pasa por el centro del
epiciclo. El radio del epiciclo es dado por la distancia máxima que llega a
interponerse entre Venus y el Sol.
Un esquema similar se aplicaría al planeta Mercurio, que también se
mueve en la cercanía del Sol. En el caso de los planetas que están alejados del
Sol ya no es posible suponer que un radio de la Tierra que pase por el centro
del epiciclo ha de pasar siempre por el centro del Sol, pues esos planetas
tienen todos períodos zodiacales más prolongados que el del sol, a saber:
Saturno, treinta años; Júpiter, doce años, y Marte, dos años, según los
cómputos que Eudoxo conocía. Pero la hipótesis puede generalizarse en la
siguiente forma para todos los planetas: a todo planeta corresponde un círculo
deferente, que está en el mismo plano de la eclíptica, y que tiene por centro
el centro de la Tierra. Este círculo deferente es trazado por un punto que no
es sino el centro del epiciclo en el cual se mueve el planeta. El tiempo
invertido en el trazado del deferente es el período zodiacal. El tiempo
invertido en el trazado del epiciclo es el período sinódico.
La astronomía alejandrina tuvo también su aspecto más práctico. En la
actualidad el calendario nos parece cosa muy natural costó mucho
perfeccionarlo, si podemos llamar perfecto a algo que un importante movimiento
de opinión está pidiendo que se reforme. El astrónomo griego Gemino (quien
escribió, según se supone, hacia el año 70 a. C.) define el problema de fondo
cuando dice: «Los antiguos tenían ante sí el problema de contar los meses por
la Luna, y los años, en cambio, por el Sol». Esta conciliación del método
primitivo de calcular el tiempo por la Luna, con el método posterior de
utilizar el Sol para tal fin, estableciendo así un calendario lunisolar, es una
de las más grandes proezas de la civilización antigua, cuyo mérito corresponde
en parte a los griegos, aunque algunos sostengan que éstos no hicieron más que
servir el eslabón entre las conquistas científicas de Babilonia y las
necesidades civiles del imperio romano. Como sabemos, el año solar tiene
aproximadamente 365 días y cuarto, mientras que el mes tiene unos 29 días y
medio, de modo que no puede dividirse el año en un número redondo de meses. Por
ejemplo, si hacemos el año de doce meses, sólo tendrá 354 días, faltando 11
para completar el año solar. Todavía hoy los árboles del desierto se las
arreglan muy bien con este sistema, y el hecho de que hayan ganado ya cerca de
cuarenta años desde la fecha de la Héjira (622) no tiene para ellos importancia
práctica alguna. Pero ya en épocas muy antiguas hubo en las civilizaciones del
Cercano Oriente quienes se esforzaron por determinar un ciclo de años en el cual
coincidieran el año lunar y el solar. En el siglo VIII los griegos tomaron de los babilonios el ciclo de ocho años.
Trescientos años más tarde, en 432 a. C., el astrónomo Metón puso en
conocimiento de los atenienses un ciclo de diecinueve años, que probablemente
se haya originado también en Babilonia. Se trata de un sistema muy eficiente,
que mantiene de acuerdo el calendario lunar con el solar durante más de
doscientos años antes de que sea necesario ajustarlo siquiera en un solo día.
Pero hoy tenemos pruebas de que los atenienses, en la práctica, no lo
observaron; otro síntoma de que la administración de los antiguos era menos
eficiente que la actual. Cien años después Calipo ideó un ciclo de setenta y
seis años. Al cabo de otros dos siglos Hiparco propuso un ciclo de 34 años.
Estos refinamientos tenían más interés para los astrónomos —quizá para los
astrólogos— que para los organizadores del calendario civil, pero debe tenerse
en cuenta que cuando Juilio César se propuso reformar el calendario oficial romano
mandó llamar a un especialista alejandrino que hizo al respecto un excelente
trabajo.
Casi todos los escritos de Hiparco se han perdido, pero sabemos, por
las pruebas que nos ha dejado Tolomeo, que tres de ellos se referían al
calendario o a los problemas suscitados por su perfeccionamiento, a saber: Meses y días intercalares,
Sobre la duración del año, Sobre el movimiento de los puntos solsticiales y
equinocciales. En su esfuerzo por determinar con la mayor
exactitud posible la duración del año, Hiparco descubrió la diferencia entre el
año tropical y el año sidéreo, y así halló, y por cierto que también midió con
asombrosa exactitud, el fenómeno de la precesión de los equinoccios. La
astronomía moderna nos dice que, debido al abultamiento de la Tierra en el
ecuador, el planeta oscila ligeramente durante su revolución sobre su propio
eje. El efecto de esta oscilación es que el polo de la Tierra no se mantiene
inmóvil, sino que se mueve en un círculo, completando su revolución en un
período de 26.000 años. El efecto de esta oscilación es producir una ligera
alteración en la posición del Sol y de los planetas, observados desde la
Tierra, sobre el fondo de las estrellas fijas, alteración que fue descubierta
por Hiparco. Esté astrónomo determinó el año tropical, o sea el intervalo del
tiempo que transcurre entre dos pasos sucesivos del Sol por un mismo punto
equinoccial, y también el año sideral, o sea el tiempo que tarda el Sol en
volver a una misma estrella. Comparando sus descubrimientos con los registros de
los astrónomos anteriores, notó que un mismo punto equinoccial no mantiene a
través de los siglos la misma posición con respecto a una estrella fija dada,
sino que avanza lentamente por el zodíaco de Este a Oeste: de aquí el nombre de
precesión de los
equinoccios. En su libro sobre la duración del año dice Hiparco
que la precesión no es menor de un grado por siglo. En su obra posterior sobre
el mismo asunto llega a una determinación más precisa, dada por Tannéry como 1
grado, 23 minutos, 20 segundos. El cálculo moderno es de sólo 10 segundos más.
Se supone que Hiparco, para llegar a estos resultados, tuvo que
trabajar con registros anteriores tanto babilonios como griegos. Sin embargo,
sean cuales fueren las ventajas de que disfrutó, alcanzó resultados que nos
inspiran profundo respeto y que sentaron normas tales para el trabajo
científico que hasta las remotas generaciones del futuro podrán recordarlas con
orgullo. Tan sensible era Hiparco a su deuda para con sus predecesores, tan
presente tenía el hecho de que sólo los registros mantenidos a lo largo de
generaciones hacían posible una conclusión tan refinada como la de la precesión
de los equinoccios, que él mismo se propuso endeudar a la posteridad para
consigo, y se puso a calcular las posiciones de unas 850 estrellas fijas, junto
con algunas circunstancias de sus apariciones, para que los astrónomos futuros
pudieran descubrir cualquier cambio. «Hizo de los cielos nuestra común herencia
—comenta Plinio el Mayor—, suponiendo que aparezca alguno lo bastante grande
como para poder entrar en posesión de ese legado.» (Historia Natural, II, 26, 95).
Es lamentable que el único tratado de Hiparco que ha llegado hasta
nosotros no se cuente entre las más importantes e interesantes de sus obras.
Pese a ello, nos dice algo con respecto a la época, y lo describiremos
brevemente. Hacia el año 270 a. C., un versificador muy hábil, llamado Arato,
había compuesto un poema didáctico sobre la astronomía, que siguió gozando de
gran popularidad durante toda la época clásica. Un joven amigo escribió a
Hiparco para informarse del grado de exactitud de ese poema tan influyente.
Hiparco, al contestarle, luego de felicitarlo por su consecuente interés por la
ciencia, empieza por sentar como punto general que el poeta Arato había tomado
sus datos del astrónomo Eudoxo. Luego pasa a criticar a Eudoxo a la luz de
conocimientos posteriores, lo cual no carece de interés, como se verá en el
siguiente ejemplo: «Eudoxo demuestra su ignorancia sobre el Polo Norte en el
siguiente pasaje: “Hay una estrella que permanece siempre inmóvil. Esta
estrella es el polo del mundo”. En realidad, no hay estrella alguna en el polo,
sino un espacio vacío cerca del cual hay tres estrellas, las cuales, unidas con
el punto solar, forman un cuadrilátero irregular, como nos dice Piteas de
Marsella». (Comentario
sobre Arato, I, iv, i.)
LA ORGANIZACIÓN DEL
CONOCIMIENTO
La mención de este comentario sobre un poema que había sido escrito
aproximadamente ciento treinta años antes sirve para recordarnos una función
del Museo que de ningún modo debe ser omitida en la presente exposición. Hemos
hablado de que la biblioteca anexa al Museo contenía aproximadamente medio
millón de rollos. Esto bien podría conducirnos a una noción exagerada sobre la
extensión de la literatura mundial en aquellos tiempos. Debe recordarse que las
obras de Homero, que ahora pueden apretarse en un pequeño volumen de bolsillo,
no ocuparían entonces menos de cincuenta rollos. No obstante, aunque exista el
peligro de exagerar el número de los libros que entonces existían, no hay
riesgo alguno de exagerar el papel del Museo en la creación de toda la técnica,
aparato y tradición del estudio erudito. Un célebre estudioso moderno, Boeckh,
describió el ideal de lo que los alemanes llaman filología como «el conocimiento
sistemático de lo que se ha conocido» —Erkenntnis des Erkannten, cogniti cognitio.
Esta labor de erudición, que es de importancia inapreciable para la especie
humana, como fundamento indispensable del conocimiento histórico, fue
adecuadamente encarada, por primera vez, en el Museo. El público británico de
la actualidad está probablemente mucho mejor preparado para entender la
importancia de las ciencias naturales que la de las históricas. Está más dotado
para entender el significado de la ciencia que el de la erudición. Muchos son
los que han sentido en sus propias mentes el poder transformador de las
concepciones científicas, y de una actitud científica frente a la vida. Saben
por experiencia propia que quien ha aprendido la técnica de la investigación
científica ha ganado un nuevo poder mental. Pero son muchos menos los que han
llegado a asumir una actitud similar con respecto a la erudición, los que han
llegado a creer que el conocimiento sistemático de lo que se ha conocido no es
una cosa muerta, sino la más viva de todas, por elevar la conciencia humana,
podría decirse, a una nueva dimensión. El problema consiste en que tan pocos
entre los mismos eruditos hayan llegado a comprender esta verdad. Collingwood
no hablaba en balde cuando decía (Autobiography, ed. Pelican, pág. 61): «En los últimos
treinta o cuarenta años el pensamiento histórico había venido alcanzando una
aceleración en la velocidad de su progreso y una ampliación de su perspectiva
comparables a las que la ciencia natural había alcanzado a comienzos del
siglo XVII. Yo tenía por seguro, en la medida en que puede serlo una cosa futura,
que el pensamiento histórico, cuya importancia cada vez mayor había sido una de
las características más sobresalientes del siglo XIX, continuaría
aumentando mucho más rápidamente su influencia durante el siglo XX; y que podríamos muy bien encontrarnos en el umbral de una era en la
cual la historia sería tan importante para el mundo como la ciencia natural lo
había sido entre 1600 y 1900». Una extensión del alcance del pensamiento humano
tal como la que Collingwood prevé en este pasaje no podría haber sido siquiera
atisbada si el Museo no la hubiera preparado a distancia, inventando la técnica
de la conservación, la crítica y la transmisión exacta de los textos.
GRAMÁTICA
De este cuidado por el registro escrito del pasado surgió una gran
realización de la ciencia alejandrina, la gramática. Los complicados fenómenos
del lenguaje no son cosa fácil de analizar y finalmente, la aparición de una
ciencia de la gramática había sido preparada por generaciones de investigación
curiosa y esfuerzo práctico. La dificultad de estas etapas oscuras escapa a la
mirada superficial. Aceptando la maravilla de la invención fenicia de un
alfabeto fonético, tenemos todavía que averiguar cómo los griegos encararon el
problema de adoptar esa escritura y adaptarla a sus propias necesidades.
Eduardo Schwyzer[7] opina que la
fonética práctica implícita en el recitado de los himnos del culto y de los
poemas homéricos constituía la preparación necesaria para la aplicación de un
alfabeto extranjero a la escritura del idioma griego. Sea como fuere, tenemos
pruebas de que en el siglo VI los griegos de la Jonia
eran ya gramáticos conscientes. Habían comenzado por prestar atención a la
declinación de los sustantivos, y tenían una teoría de los casos. Los filósofos
del siglo V dedicaron mucha atención a los problemas lingüísticos. Todos los
fenómenos del lenguaje habían entrado ya para entonces en la esfera de la
conciencia. Así es como se ocuparon de letras, sílabas, palabras, ritmo,
estilo, etcétera. Las opiniones están divididas en cuanto a la tremenda
cuestión de si los idiomas son establecidos naturalmente o por convención.
Platón, en su Cratilo,
discutió el asunto con característica amplitud y sutileza. Y con característica
perversidad, también, debemos añadir, pues introdujo la extravagante teoría,
agudamente criticada por Lucrecio (libro V, 104 y sigts.) de
que las palabras fueron ¡inventadas por un Legislador y aprobadas, como
adecuadas para el uso corriente, por un Metafísico! Aristóteles, los estoicos y
los epicúreos continuaron la tarea del análisis lingüístico. Y en éste, como en
otros sectores del conocimiento, correspondió a los alejandrinos dar a la
materia forma sistemática.
El más antiguo texto de gramática que ha llegado hasta nosotros es el
de un tal Dionisio de Tracia (o Dionysius Thrax, para darle su nombre latino).
Muestra todo el genio de la época en su clara definición de la gramática como
«conocimiento práctico del uso de los escritores en verso o prosa». Es
evidente, por las principales divisiones del libro, que ha recibido su forma de
su función. La literatura griega, cuando Dionisio escribió su gramática, tenía
ya seis siglos de antigüedad. El idioma había cambiado con el paso del tiempo.
La literatura había ido formándose en medio de una considerable variedad de
dialectos, y en ese momento estaba siendo estudiada por pueblos no griegos de
todo el mundo mediterráneo, para lo cual se necesitaba una ayuda, y ésta vino a
aparecer bajo la forma de la gramática de Dionisio. Era su objeto suministrar
un conocimiento práctico del uso correcto, y trataba de la corrección en la
lectura, la explicación de las figuras del lenguaje, exposición de palabras y
temas raros, etimología, doctrina de las formas gramaticales regulares y,
finalmente, crítica de la poesía, que es descrita como «la parte más noble de
todas». Reproducimos a continuación dos muestras de su contenido. 1) Las partes
de la oración son definidas como: nombre, verbo, participio, artículo,
pronombre, preposición, adverbio y conjunción. 2) Se define la lectura como «la
expresión sin tropiezos de poesía o de prosa». Continúan luego las
instrucciones: «Al leer en voz alta deben cuidarse la expresión, la acentuación
y la puntuación. La expresión indica el carácter de la obra; la acentuación, la
habilidad con que fue compuesta; la puntuación, el pensamiento en ella
contenido. Nuestro fin debe ser leer la tragedia en forma heroica, la comedia
en estilo familiar, la elegía plañideramente, la epopeya con firmeza, la lírica
musicalmente, las endechas con tono lacrimoso y lastimero. Si no se observan
estas reglas, se frustra la intención del poeta y se pone en ridículo el arte del
lector». ¡Cuán admirable gramática ésta! Segura en el gusto, firme en la
doctrina, concisa en la presentación, clara en su objetivo, se mantuvo durante
unos trece siglos como un monumento tanto del elevado carácter literario de la
civilización griega como del dominio que tenían los alejandrinos en el difícil
arte del libro de texto. Esta obra data del año 100 a. C., aproximadamente.
Estamos aproximándonos al final del primer período de la ciencia
alejandrina, y el momento es apropiado para echarle un vistazo general. Hacia
fines del siglo III d. C. un obispo cristiano, Anatolio
de Laodicea, se entregó a la tarea de formular algunas generalidades muy
amplias sobre la ciencia griega, cuya consideración habrá de sernos útil. Hace
notar que en la época de los pitagóricos —en la cual debemos interpretar que
incluye a Platón y su escuela— los filósofos creían que sólo debían ocuparse de
la realidad eterna e inmutable, libre de toda mixtura. Pero en época más
reciente —continúa— los matemáticos han modificado sus opiniones y han
comenzado a tratar no sólo de lo incorpóreo e ideal, sino también de lo
corpóreo y sensible. «En una palabra —escribe—, el matemático debe ser ahora
experto en la teoría del movimiento de los astros, sus velocidades, sus
tamaños, sus constelaciones, sus distancias. Además, debe instruirse con
respecto a las diversas modificaciones de la visión. Debe conocer las razones
por las cuales los objetos no parecen a cualquier distancia lo que son en
realidad; porque, aunque mantengan sus relaciones recíprocas, producen
apariencias ilusorias en cuanto a sus posiciones y a su orden, ya sea en el
cielo o en el aire, o en espejos y en otras superficies pulidas, o bien a
través de medios transparentes. Asimismo, se opina ahora que el matemático debe
ser ingeniero y entender de geodesia y cálculo, y ocuparse de la combinación de
los sonidos para formar melodías agradables».
Los temas aquí subrayados —astronomía, óptica, mecánica, geodesia,
aritmética aplicada, armonía— nos hacen recordar los aspectos prácticos que la
ciencia había asumido en su viaje desde la Academia de Platón, a través del
Liceo de Aristóteles, hasta el Museo de Ctesibio y Arquímedes. Indican también
que había una importante omisión en la lista de las ciencias que hasta ahora
veníamos describiendo, a saber, la óptica.
Esta materia tan importante, tratada muchas veces por los científicos
alejandrinos, desde Euclides hasta Tolomeo, estaba dividida en cuatro partes
principales: Óptica propiamente dicha, catóptrica, dióptrica y escenografía. La
primera trataba de lo que ahora llamaríamos perspectiva, o sea los efectos
visuales producidos por la observación de los objetos desde diferentes
distancias y ángulos. La catóptrica trataba de los efectos producidos en los rayos
de luz al refractarse en medios transparentes, o sea la reflexión en los
espejos, formación del arcoiris, visión a través del prisma, espejos ustorios,
etc. Podremos entender mejor lo que se incluía en la dióptrica mediante un examen
del tratado de Herón de Alejandría sobre el instrumento de agrimensura llamado
dioptra, que hacía entre los antiguos las veces de nuestros teodolitos. Se
ocupa de problemas tales como: determinar la diferencia de nivel entre dos
puntos dados; perforar un túnel a través de una montaña, comenzando por ambos
extremos; construir un puerto sobre el modelo de un determinado segmento de
círculo, dados los dos extremos. La cuarta sección, escenografía, es la aplicación
de la perspectiva, sea a la arquitectura real o a los decorados escénicos.
Trata de todo aquel tema fascinante en el cual nos introducen las palabras de
un escritor del siglo VIII: «El objeto que el
arquitecto se propone es producir una obra que esté bien proporcionada en
apariencia, y, en la medida de lo posible, imaginar correcciones para las ilusiones
ópticas, fijándose como objetivo la simetría y la proporción, no en realidad,
sino según son juzgadas por la vista». Como es bien sabido, esta corrección de
las ilusiones ópticas fue práctica de los arquitectos griegos y secreto de los
maravillosos resultados que ellos obtenían. Sin duda, esta práctica tradicional
fue sistematizada en un tratado en Alejandría, pero éste no ha llegado hasta
nosotros.
Hemos dicho que los primeros doscientos años de la existencia del Museo
fueron los más importantes. En realidad, antes de cumplirse ese plazo desde la
fundación de Alejandría misma en 330, el Museo fue conmovido por una crisis con
cuya descripción cerraremos este largo capítulo. El noveno de los Tolomeos, que
se daba a sí mismo el nombre de Euergetes (o Benefactor) II, pero a quien los
griegos de Alejandría llamaban el Malefactor o el Panzón, tuvo un largo y
misterioso reinado, desde 146 hasta 117. De los monumentos que sobreviven se
desprendería que hizo mucho bien a Egipto en su prolongado gobierno, pero su
carrera ha sugerido al historiador que en realidad su falta consistió en que
prefería gastar el dinero en fomentar las instituciones egipcias, en lugar de
financiar a profesores extranjeros. El historiador Polibio, que visitó a
Alejandría durante este reinado, manifiesta su disgusto por la situación que
presentaba. Traza líneas divisorias bien definidas entre los tres elementos de
la población: los egipcios, la clase gobernante griega, ya mestizada, y los
soldados mercenarios extranjeros. Polibio dice que los egipcios nativos
constituían una raza inteligente y civilizada. Afirma que los soldados
mercenarios estaban desmandados y que habían olvidado la obediencia. Del tercer
elemento de la población dice que, estando compuesto originariamente por
griegos, había retenido alguna memoria de los principios helénicos, pero se
había corrompido como consecuencia de su posición privilegiada en relación con
los nativos. Añade a renglón seguido que el Panzón casi los había exterminado.
Esta persecución contra el elemento griego en Alejandría parece
confirmada por informaciones de otras fuentes (Ateneo, IV, 83), según las cuales hubo un gran resurgimiento del saber en otras
regiones griegas durante el gobierno de este monarca, pues no sólo exterminó a
muchos alejandrinos, sino que exiló a muchos más. «Como resultado de esto,
todas las ciudades y las islas se llenaron de gramáticos, filósofos, geómetras,
músicos, pintores, gimnastas, médicos y otros artistas que viéndose obligados
por la pobreza a convertirse en profesores produjeron muchos discípulos
famosos». Viene al caso señalar que el gran gramático Dionisio parece haber
escrito su gramática no en Alejandría, sino en Rodas, por lo cual probablemente
deba considerárselo como uno de esos exiliados involuntarios. Pero no hay que
suponer, pese a lo antedicho, que el Museo dejara de existir en aquel entonces.
Hay pruebas, en efecto, de que sean cuales fueren las proporciones y las causas
de su persecución contra los griegos, Tolomeo IX fue un protector del
saber y de la literatura. No obstante, su reino marca un importante cambio. No
sólo sucedió que hombres de ciencia, eruditos y artistas hubieron de
dispersarse por muchas y muy distantes zonas, sino que Egipto y el conjunto del
Mediterráneo oriental cayeron entonces bajo la influencia del poder romano.
Roma misma se hallaba desde hacía cosa de un siglo tratando de producir su
propia literatura. Los romanos todavía no habían producido ninguna gran obra
científica, ni estaban destinados, por otra parte, a producir muchas en momento
alguno. Pero sus gobernantes eran ahora hombres cultivados, que comenzaban a
interesarse por el idioma griego, y habían tenido oportunidad de divertirse en
su país con la comedia nativa de Plauto y de Terencio. Estos dos comediógrafos,
así como el poeta épico-didáctico Ennio, ya habían vertido al latín mucho de la
sutileza del espíritu griego. De aquí en adelante ya no nos ocuparemos de un
mundo simplemente griego, sino grecorromano.
Y no sólo grecorromano. Cuando el poder político de Roma precipitó en
su órbita a todo el mundo mediterráneo, de todos los pueblos que subyugó sólo
hubo dos, y nada más que dos, poseedores de literaturas que estaban destinadas
a sobrevivir y a influir sobre las mentes y los corazones de los hombres, a
saber: el pueblo griego y el pueblo judío. Ahora bien: fue en Alejandría donde
comenzó la penetración de la mentalidad europea por las escrituras de los
hebreos. Allí se cumplió una tarca que hasta entonces no había tenido paralelo
en la historia: la traducción de la literatura de una civilización al idioma de
otra. Algunos opinan que la iniciativa en la traducción al griego de las
escrituras hebreas partió de los Tolomeos y del Museo. La opinión más probable
es que los judíos alejandrinos, que estaban olvidándose de su propio idioma,
hayan efectuado ellos mismos la traducción para su propio empleo en las
sinagogas. Sea como fuere, primero la Ley y luego los Profetas hicieron su
aparición en idioma griego.
En tiempos de Tolomeo Fiscón (el Panzón), ya se había traducido todo el
canon, y existía ya la Biblia Griega, o sea la versión de los Setenta. No es
éste asunto de nuestro libro; pero, contemplado desde el punto de vista de su
influencia mundial, es un producto tan grande y tan típico de los primeros
doscientos años de la existencia de Alejandría como pueda serlo ciencia de
Arquímedes o de Hiparco. La mezcla de ideas griegas y hebreas en Alejandría
preparó el ambiente del cual surgiría la Cristiandad. Los Setenta suministraron
el idioma en el cual se escribirían sus libros sagrados. Así, la Cristiandad
fue preparada en Alejandría, conquistó Roma y llegó a fundar Constantinopla.
Tendremos oportunidad, antes de terminar este trabajo, de referirnos nuevamente
a esta importantísima creación alejandrina, la Biblia Griega.
NOTA BIBLIOGRÁFICA
Para la historia general del Museo, véase SANDYS, History of Classical
Scholarship, vol. I. Para la ciencia de la
época, son indispensables las dos obras maestras de T. L. HEATH, History of
Greek Mathematics y Aristarchiis of Sainos. También es indispensable la obra
de DUHEM, Systéme du
Monde, vols. I y II. El libro de A. DE ROCHAS, La Science
des Philosophes et l’Art des Thaumaturges es inteligente y claro,
y rico en material poco común, pero ni tan erudito ni tan solvente como las
obras de Heath o de Duhem. El artículo de JOTHAM JOHNSON, «Calendars of Antiquity» (Journal of Calendar Reform, Dic. 1936), bueno en sí
mismo, contiene valiosas indicaciones bibliográficas. La mejor edición de la Gramática de
Dionisio de Tracia es la de G. Uhlig, 1883. S. SAMBURSKY, The Physical World of the
Greeks (1956), Physics of the Stoics (1759) (Routledge and Kegan Paul),
expone brillantemente la teoría del continuo que con sorpresa el atomismo de la
escuela epicúrea. Su tercer volumen, The Physical World of Late Antiquity (1962) [versión
castellana: «El
mundo físico a fines de la antigüedad», Eudeba, Buenos Aires,
1970] trata la historia de la física griega del siglo VIII d. C. y descubre en los trabajos de hombres como Simplicio y Juan
Filópono un grado de agudeza y originalidad no reconocidos hasta el momento.
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