domingo, 24 de diciembre de 2017

Benjamin Ferrington.-La ciencia griega Segunda parte Capitulo II Historia y organización del museo

En el NUEVO CENTRO del saber formado en la capital egipcia había una suerte de opulencia norteamericana. Formalmente el Museo como su nombre lo indica, un Templo de de las Musas, y su director era un gran sacerdote. Pero su objeto real era el de un instituto de investigación que se dedicara también a la enseñanza. En ambos de estos aspectos tomó por modelo al Liceo, pero en escala mucho mayor. Su biblioteca, a la cual fue incorporada la de Aristóteles, tenía aproximadamente medio millón de rollos, y la dirección de la investigación y de la enseñanza parece haber estado en manos del bibliotecario. Había aproximadamente cien profesores, cuyos sueldos eran pagados por el rey. Tenía salas de investigación, de conferencias y de estudio. El liceo había efectuado estudios astronómicos, biológicos y botánicos. Para la prosecución de esos estudios el Museo contó con un observatorio, un jardín zoológico y un jardín botánico. También tenía salas de dirección. Tales facilidades para la investigación y la enseñanza nunca habían existido antes y por cierto que fueron bien aprovechadas.
No es posible indicar la fecha exacta de la fundación del Museo. Alejandro había conquistado Egipto en el año 332 a. C. Su general Tolomeo, hijo de Lago, quien había sido nombrado sátrapa, se hizo cargo del gobierno cuando Alejandro murió en 323. Cuando se proclamó rey en 305, asumió el sobrenombre de Soter (Salvador). Dos años antes de su muerte lo sucedió su hijo Filadelfo, cuyo tutor había sido Estratón. Filadelfo reinó de 285 a 247. Bajo los reinados de estos dos Tolomeos el Museo fue tomando forma. Su historia abarca en total unos seiscientos años, pero los dos primeros siglos, desde Euclides hasta Hiparco, son los de máxima importancia. Durante ellos fueron sistematizadas las diversas ramas de la ciencia antigua. Entonces se estableció la moda y el arte de escribir aquellos tratados ordenados, en los cuales se exponía un asunto desde sus primeros principios hasta sus conclusiones últimas, que valieron a este período el título de Edad de los Libros de Texto. Esta época marca toda una etapa en el progreso humano.
Los monarcas macedones que fundaron y mantuvieron el Museo eran los sucesores de una familia reinante que había demostrado desde mucho tiempo atrás su comprensión de las relaciones entre la ciencia y el gobierno. Filipo y Alejandro debieron en buena parte a los ingenieros sus triunfos militares. Nunca se detuvieron ante las murallas. Alejandro demostró que también sabía construir y organizar. Los Tolomeos, a la cabeza de Egipto, hubieran violado uno de sus primeros debes si no hubiesen tomado medidas para la formación de ingenieros, médicos, astrónomos, matemáticos y geógrafos. En forma más irregular, las principales ciudades-estados de Grecia se habían valido tradicionalmente de tales hombres para sus necesidades, si bien éstas eran más limitadas. Pero ahora se trataba de organizar vastos territorios, y había que proveerse de hombres de ciencia y de técnicos en forma más sistemática. La fama de las escuelas atenienses había hecho surgir también un nuevo orgullo en el cultivo de cada rama de la cultura literaria.
Pero las nuevas condiciones que se registraban en Egipto brindaron también un nuevo ambiente a la ciencia y a la cultura griegas, que eran tradicionalmente nacionales y locales. La Academia y el Liceo fueron empresas personales. Pero Alejandría era la capital griega de un gran territorio egipcio, y el Estado respaldaba la organización del Museo. Se exigió a la ciencia griega arraigar en un nuevo suelo y desempeñar un papel distinto. El carácter cosmopolita de la enorme ciudad era cosa nueva. La corte y el ejército eran griegos, y el primero de los Tolomeos se dirigió a los comerciantes helenos para obtener el capital que necesitaba. Ellos constituyeron la clase dominante. En las ciudades existía un proletariado internacional, principalmente griego, formado de pequeños mercaderes, artesanos y afines. De los habitantes de las ciudades eran los judíos, después de los griegos, los que tenían mayor importancia cultural y social. La población del campo era en su mayoría egipcia, y aunque existen pruebas de que algunos griegos se mezclaron mediante el matrimonio con los egipcios, la gran masa nativa permaneció intacta pese al advenimiento de un gobierno macedonio y de su cultura griega importada.
Para la rica clase gobernante griega, la familiar relación entre dueño y esclavo seguía siendo la característica dominante en la estructura de la sociedad y en la estructura de su pensamiento. La vida seguía siendo inconcebible sin el servicio personal del esclavo doméstico. Pero culturas como la egipcia, la judía y otras vinieron a hacer impacto directo sobre la griega, y los Tolomeos, por otra parte, heredaron los problemas de gobierno de los faraones, más la complicación ulterior de ser extranjeros. Diversos textos astrológicos[1] arrojan alguna luz sobre la composición de la sociedad egipcia. En la base de la pirámide social se hallaba una población numerosa y abatida, que ejecutaba, entre otras labores agotadoras, la que era impuesta por la propia naturaleza de su suelo. Egipto es llamado el don del Nilo. Pero sin el trabajo incesante de millones de manos, manteniendo generación tras generación, ese don hubiera sido estéril. El Nilo no riega la tierra de Egipto sin ayuda humana. Era necesario mantener en buenas condiciones una enorme red de canales de regadío, incluyendo largos túneles que daban acceso a fuentes subterráneas. El hecho de nacer miembro de la clase a cuyo cargo estaba este trabajo era considerado como una condena sin esperanzas. Los «canalizadores agotados por el trabajo, los aguadores agobiados por sus cargas, los cavadores de túneles, pagados con sueldos miserables que no les daban perspectivas de llegar a ser alguna vez dueños de algo como fruto de su propio trabajo», eran clasificados por los antiguos astrólogos como seres nacidos bajo una desastrosa conjunción de influencias planetarias. Sabemos que junto a ellos se movían trabajadores de otros oficios humildes —los panaderos, por ejemplo, cuya aflicción, entonces como en edades posteriores, era la necesidad de trabajar de noche para que otros pudieran comer de día; los cargadores, con los fardos sobre sus espaldas, como verdaderas acémilas; los canteros y los que transportaban las piedras cortadas, para no hablar de los niños que apartaban los escombros; los pescadores de esponjas y los servidores de las casas de baños, que «morían a temprana edad», pues sus oficios eran peligrosos. De acuerdo con las pruebas halladas últimamente, estos egipcios pobres eran asalariados, no esclavos. Pero no por ello su suerte era menos desdichada. Era el Egipto tradicional, azotado por la pobreza, el país que los Tolomeos se habían propuesto gobernar, y es innecesario advertir que sus esfuerzos no se encaminaron a transformar tales condiciones de vida. El genio inventivo de los hombres de ciencia y de los mecánicos, suscitado por el Museo, no podía en esa época de la historia del mundo ser aplicado, a la manera rusa, para aliviar la miseria de las masas. Por el contrario, salvo en lo que sé refiere a ciertas necesidades del Estado (principalmente la provisión de máquinas bélicas) y ciertas diversiones para los ricos (las fuentes de los parques), la ciencia tendió cada vez más a abandonar su función como arma del hombre en la lucha contra la naturaleza, para confinarse en su función de disciplina mental para el contemplativo. El gobierno continuó recurriendo a la religión para aliviar las necesidades de los pobres.
RELIGIÓN Y CIENCIA PLANIFICADAS
No les habían faltado a los egipcios estas gracias antes del advenimiento de los Tolomeos. Pero con el establecimiento de un gobierno griego en una población egipcia habían surgido nuevos problemas. Un dios señaló la forma de solucionarlos. El primer Tolomeo supo, gracias a una visión nocturna, que se requería un nuevo culto, y en ella se le aconsejó también que trajera una estatua de Plutón de un templo de Júpiter en Sínope para ayudar a constituir un centro para el nuevo culto. La ejecución adecuada de la sugestión divina requería cuidado y preparación. Para ello resultó plenamente eficaz una combinación de la teología nativa egipcia con la griega importada. El sacerdote egipcio Manetón y el griego Timoteo elaboraron los atributos del nuevo dios y le dieron nombre. Iba a llamarse Serapis. Su templo, el Serapeum, fue uno de los más suntuosos monumentos del mundo antiguo. Para la imagen del culto se eligió una estatua del escultor Briaxis, de la escuela de Escopas, a mediados del siglo IV. El lenguaje litúrgico era el griego. El nuevo culto, dice Loisy[2] «fue una adaptación cuidadosamente pensada de la religión de Egipto al espíritu y costumbres de los griegos».
El nuevo dios evidenció inmediatamente signos de vitalidad. Entre sus cualidades se encontraba la de ser un dios curandero, y desde un principio obró milagros. El filósofo ateniense Demetrio Falereo, miembro de la escuela peripatética y discípulo de Teofrasto, fue curado por él de ceguera, y compuso en su honor peones que se cantaban todavía siglos más tarde. Tales bendiciones no podían limitarse a la capital. Hacia el siglo II d. C. había cuarenta y dos Serapeums en Egipto. Pero el dios tenía ambiciones más vastas todavía. Su culto se extendió muy pronto a Chipre, Sicilia, Antioquía, Atenas. Luego llegó a las costas de Siria, Asia Menor y Grecia; a las islas del Egeo, al Helesponto y la Tracia. En Delos —que era, también, el centro de la venta de esclavos— los mercaderes romanos rivalizaban en su devoción al dios con los aristócratas griegos que mantenían el culto. Éste duró hasta el fin del paganismo, y aun lo sobrevivió. Penetró en Italia, tal como lo atestiguan sus restos en Puteoli, antes de finalizar el siglo II a. C. Hacia esa misma época apareció en Pompeya. El senado trató de impedir su difusión entre la plebe romana, y resolvió introducir por sí mismo nuevas religiones, antes que tolerar las que introducía el pueblo. Pero al cabo la autoridad tuvo que ceder, y el emperador Calígula hizo construir, probablemente en el año 38 d. C., su gran templo a Isis —que compartía el culto de Serapis— en el campo de Marte.
Cumont[3] observa que el arte y la literatura de Grecia fueron puestos al servicio de la nueva religión creada por Tolomeo. Omite mencionar la ciencia. Pero ésta también tuvo que contribuir con su adarme, pues nunca sé da el caso de una ciencia neutral y pura. Cuando perdió su ambición de transformar la vida material del hombre dedicándose a la industria, pronto encontró nuevas aplicaciones. Se convirtió en la sirvienta de la religión, y fue utilizada para producir milagros en los Serapeums y en otros templos de Egipto. Estratón había aseverado orgullosamente que no necesitaba la ayuda de los dioses para crear un mundo. Pero los dioses no desdeñaron la ayuda de Estratón para gobernar este mundo terrenal. Herón de Alejandría, que nos ha conservado una relación de la obra de Estratón sobre la neumática, nos explica cómo ésta y otras ramas de la ciencia resultan útiles «no sólo para proveernos de los más fundamentales requisitos de la vida civilizada, sino también para producir asombro y pavor». Este asombro y este pavor se refieren a los efectos de los milagros del templo.
En su mayoría los milagros descritos por Herón dependen de uno u otro de estos dos principios: el sifón y el poder expansivo del aire caliente. Ambos eran aplicaciones de la neumática de Estratón. El principio del sifón fue aplicado en gran copia de recursos ingeniosos para falsificar la conversión del agua en vino. Se vertía agua sobre el extremo de un sistema de sifones, y aparecía vino por el otro extremo. La fuerza expansiva del aire caliente, por su parte, producía movimientos sobrenaturales. Había altares dotados de una cámara de aire comunicada con el nicho de la imagen, situado en la parte superior. Cuando se quemaba la ofrenda en el altar, el aire en expansión abría la puerta del nicho, empujaba al ídolo hacia adelante y lo obligaba en esta forma a saludar al devoto. Este principio tuvo muchas otras aplicaciones. Gracias a otras fuentes documentales, sabemos de las aplicaciones religiosas de los principios de otra ciencia alejandrina, la óptica, a la producción de apariciones. Para la conciencia de la época estos auxilios científicos de la devoción no se diferenciaban mucho, en principio, de los mejores efectos de iluminación o de la introducción de la música de órgano, que también fueron conquistas de ese tiempo. Su objeto era edificar piadosamente al público y hacer a la religión atractiva e impresionante, propósito que parece haber sido plenamente logrado.
Tenemos, por ejemplo, el relato que nos hace el cumplido poeta Claudiano de un tipo inusitado de milagro que nos transmite al propio tiempo la impresión del ceremonial que rodeaba a la ejecución rutinario del fraude piadoso. La fuerza natural empleada en este caso era la del imán. La escena se desarrollaba en un templo dedicado conjuntamente a Marte y a Venus. Los actores divinos eran un Marte de hierro bruñido y una Venus de piedra imán. Se hacían los preparativos para la boda de ambos. Guirnaldas de mirto adornaban las puertas de la cámara nupcial. El tálamo estaba cubierto de rosas: sus cobijas eran de púrpura. El sacerdote entonaba el oficio; el coro entraba cantando, y precedido por la antorcha nupcial. Había luces, música, color, perfume y ritual. Se presume que los fieles se emocionaban ante esos efectos. Y entonces se producía el milagro. La figura de hierro de Marte era introducida en el campo atractivo de la Venus magnética. «Sin moverse de su lugar, la diosa, con su poderoso encanto, atrae al dios a sus brazos. Lo estrecha en su pecho con amoroso aliento», dice el poeta floreando su tema. Este poema fue escrito aproximadamente en el año 400 d. C. La producción científica de milagros cubre todo el período de esplendor y decadencia de la ciencia alejandrina, y no dejó de tener su influencia sobre ella.[4] Cuando la ciencia volvió a florecer en el mundo moderno, ya tenía otro propósito que el de engañar.
INGENIEROS
También los tuvo en la antigüedad, pero en medida extrañamente limitada. Una cita de Brunet y Mieli nos dará una idea preliminar de aquel aspecto de la ciencia alejandrina a cuyo estudio debemos dedicarnos ahora. «Es cierto —escriben— que los ingenieros antiguos en general, y no sólo los de Alejandría, únicamente por excepción trataron de aplicar sus máquinas para obtener resultados útiles. No se les ocurrió, por ejemplo, aplicar la fuerza del agua, del aire comprimido o del vapor como fuente de potencia en sus artesanías, o para obtener resultados análogos a aquellos que ha revelado el desarrollo de la civilización moderna. Uno puede hasta suponer que con los conocimientos que tenían, y valiéndose de los mecanismos que habían ideado para sus juguetes, los ingenieros de la antigüedad podían haber llegado a aplicaciones análogas a aquellas que hicieron la gloria del siglo XVIII. Sin embargo, al dejar constancia de su fracaso, en sí mismo bastante curioso para la mentalidad moderna, debemos reconocer por supuesto que la atención de los técnicos de la antigüedad no se dedicó exclusivamente a los juguetes. También se construyeron algunas máquinas realmente útiles, como bombas para extraer agua o para extinguir incendios. El ingenio de los alejandrinos se superó a sí mismo en el perfeccionamiento de muchos instrumentas de precisión, de construcción muy delicada, e incluso indispensables para el progreso de la ciencia, tales como sus instrumentos astronómicos y sus clepsidras.
Se reconoce ahora generalmente que el fundador de la escuela alejandrina de mecánicos fue Ctesibio. Éste, que vivió durante los reinados del segundo y del tercero de los Tolomeos, o sea entre 285 y 222, era hijo de un barbero alejandrino. Uno de sus primeros inventos fue un aparato para facilitar el ascenso y descenso de un espejo en la barbería, mediante el contrapeso de una plomada. Colgado de una cuerda, el plomo subía y bajaba dentro de un caño escondido detrás de una viga. Allí donde hay ingenio nativo, una cosa pronto conduce a otra. El hecho de que el plomo, al caer rápidamente por el interior del caño, expulsara el aire con un silbido, sugirió al ingenioso hijo del barbero la invención de un instrumento musical mecánico. Éste, ya perfeccionado, constituyó el famoso órgano hidráulico, instrumento en cuyos tonos Cicerón hallaría gran deleite unos doscientos años después. La fuerza necesaria para su funcionamiento era suministrada por una columna de agua sostenida por una porción de aire. A través de una válvula, el aire pasaba a un cilindro horizontal conectado con una serie de tubos de órgano verticales, en los cuales podía a su vez penetrar por otras válvulas regidas por criques.


A — Recipiente con flotador.
B — Orificio perforado oro, o en alguna piedra preciosa, por el cual penetra el agua.
C — Figura que se levanta junto con el flotador e indica las horas.
D — Tambor que gira sobre sí mismo una vez por año, indicando la diferente duración de las horas de acuerdo con las estaciones. Las líneas verticales indican los meses.
La introducción de la música mecánica es un aporte no pequeño a la civilización. Pero no fue la única invención de Ctesibio. Igualmente famosas fueron, sus clepsidras. La descripción siguiente la hemos tomado de Vitruvio (IX, VIII, 4 y 5), y resultará inteligible a quien estudie la ilustración inserta. «Para la boca de entrada del agua utilizaba un trozo de oro o una gema perforada, por haber comprobado que dichos materiales ni se desgastaban ni daban lugar a obstrucciones. Así consiguió que el flujo del agua fuera uniforme. A medida que el agua elevaba su nivel, iba levantando un cuenco invertido, conocido técnicamente como el corcho o tambor, que estaba conectado con una varilla y con un tambor giratorio. Tanto la varilla como el tambor tenían dientes, a intervalos regulares, que encajaban recíprocamente. De esta manera, el movimiento rectilíneo del corcho ascendente se transformaba en una serie de pequeños y medidos movimientos circulares. Mediante el perfeccionamiento de este dispositivo con una serie de varillas y ruedas dentadas Ctesibio pudo determinar diversos movimientos. La figurita que señalaba la hora se movía. El cilindro del reloj giraba sobre sí mismo: caían guijarros o huevos, sonaban trompetas y se producían otros efectos correlativos». El lector reflexivo observará en lo que antecede cierto conocimiento de los materiales, así como de principios mecánicos. Debe observarse que la construcción de estos relojes se complicaba innecesariamente con la antigua usanza de asignar diversa duración a las horas de acuerdo con las estaciones del año. El día y la noche, la oscuridad y la luz, eran divididos en doce intervalos. Las horas del día eran más largas en verano y más cortas en invierno. Ctesibio ideó relojes capaces de adaptarse a esta convención embarazosa, así como los países anglosajones adaptan los instrumentos y las tablas a su primitivo sistema de medidas.
Aparte de su órgano hidráulico y de su clepsidra, Ctesibio inventó piezas de artillería que funcionaban con aire comprimido, y una bomba de doble acción para levantar agua que fue utilizada en bombas contra incendios. Las primeras resultaron ineficaces debido a dificultades mecánicas de construcción. La bomba contra incendios, igualmente notable desde el punto de vista teórico, tuvo más éxito en la práctica, y es considerada generalmente como su obra maestra.
Sólo conocemos a Ctesibio a través de las noticias de sus principales inventos. Pero Filón de Bizancio, su contemporáneo, aunque algo más joven, ha tenido la buena suerte de quedar representado por numerosos fragmentos de ®u amplio tratado de mecánica, que han llegado hasta nosotros. El estudio de los temas de sus nueve libros nos ayuda a entender la función Social de la ciencia en su tiempo. Por lo que podemos, apreciar, trataban de los Principios y Aplicaciones de la Palanca, Construcción de Puertos, Balística o Artillería, Neumática o Máquinas que funcionan con Aire Comprimido, Construcción de Autómatas, Defensa de Ciudades, Sitio de Ciudades, y probablemente algunos otros aspectos de la guerra. Aparentemente, las aplicaciones bélicas absorbían la mayor parte de la mecánica. La atención dedicada a los puertos ilustra la actividad más constructiva de aquella época. Los autómatas y las máquinas neumáticas encontrarían, sin duda, su mayor aplicación en la recreación y en la producción de milagros. No se registran aplicaciones de la mecánica a la industria. Especial interés reviste un pasaje del libro de Filón sobre balística, traducido por Cohen y Drabkin (ob cit., páginas 318, 319), donde se trata de una vasta experimentación acerca de los principios de la construcción de artillería, posibilitada por la munificencia de los Tolomeos. Lo interesante es que mientras se supone generalmente que la fuerza de la ciencia griega reside en su carácter lógico-deductivo, aquí vemos expuesta su fase experimental, empírica, siendo el objeto de la investigación descubrir una fórmula empírica que se necesitaba para la construcción de la artillería. Éste es el aspecto de la ciencia griega que ha tendido a desaparecer de los archivos de la historia. Platón lo condenó, y de Arquímedes se sabe que suprimió de sus obras los procedimientos empíricos mediante los cuales llegó a sus conclusiones, una vez que consiguió ordenar sus descubrimientos en orden lógico.
MÉDICOS
Pasemos ahora de la mecánica a la medicina. Nos hemos familiarizado ya en cierta medida con los trabajos de Ctesibio y Filón, que continuaron la investigación del Liceo en la mecánica y en la neumática. Abandonémoslos ahora para tratar de Herófilo y de Erasístrato, que continuaron la tradición del Liceo en las investigaciones biológicas.
Herófilo, nativo de Calcedonia, en Bitinia, que floreció hacia el año 300 a. C., escribió un tratado general Sobre la Anatomía, un estudio especial De los ojos, y un manual para parteras, en el cual incluyó una exposición elemental de la anatomía del útero. Dicho tratado para parteras es un ejemplo alentador del celo humanitario que una y otra vez resplandece en las páginas de la historia de la medicina griega. Puede contemplarse también como el pago por parte del trica es menos conocida, pero bien digna de citarse. En su lugar común manifestar que Aristóteles, en su vasta colección de informaciones sobre asuntos biológicos, debió mucho a pescadores y ganaderos. Su deuda con la profesión obstétrica es menos conocida, pero bien digna de citarse. En su Historia de los animales (VII, 10) hallamos el siguiente pasaje: «El corte del cordón umbilical es tarea de la partera, y requiere una inteligencia bien despierta. En un parto difícil todo depende de su pericia. Debe tener presencia de ánimo para enfrentar las emergencias y para disponer la ligadura del cordón. Si la placenta sale junto con el niño, el cordón umbilical debe ser separado de ella mediante un nudo, y cortado por encima de éste: de tal modo se unen sus lados en el lugar de la ligadura, y se interrumpe la continuidad. Pero si la; ligadura se desata, se produce hemorragia y el niño muere. En cambio, si la placenta no sale junto con el niño, el cordón umbilical es ligado y cortado luego del nacimiento de la criatura, mientras las envolturas permanecen todavía dentro. Sucede a menudo que el niño, por ser débil, parezca haber nacido muerto, y que su sangre fluya hacia el cordón umbilical y la región adyacente. Las parteras expertas, en tales casos, exprimen la sangre del cordón para que vuelva al cuerpo, y el niño revive entonces como si se le hubiera restituido su sangre luego de haberse desangrado. Como ya se ha dicho, los niños, como otros animales, salen con la cabeza por delante, y tienen los brazos pegados contra los costados del cuerpo. En cuanto nacen comienzan a llorar y a llevarse las manos a la boca. Algunos evacúan inmediatamente, otros al rato: todos en el día. La evacuación, llamada meconio, es más abundante que la evacuación normal de un niño». La referencia a la actuación de las parteras cuando la sangre fluye al cordón, tiene un interés muy especial a la luz de las investigaciones más recientes.[5] Pero no hay duda, ante la amplitud y exactitud de sus observaciones, de que Aristóteles había consultado realmente a las parteras para reunir sus datos. Herófilo mantiene vivo el contacto entre la investigación biológica y la obstetricia.
De las contribuciones que Herófilo hizo a la anatomía, la más fundamental fue su investigación del asiento de la inteligencia. En el siglo V Alcmeón la había localizado correctamente en el cerebro. Un siglo más tarde Aristóteles, por diez razones excelentes, pero equivocadas, como se vería más tarde, la transfirió al corazón. Herófilo volvió al punto de vista de Alcmeón, fundándose en una atenta disección del sistema nervioso y del cerebro. Los anatomistas anteriores habían efectuado algunos progresos en la tarea de determinar los recorridos de los nervios sensoriales, pero él fue el primero en concebir un panorama general del sistema nervioso y en trazar la distinción entre los nervios motores y los sensitivos. La nomenclatura de las partes del encéfalo todavía muestra numerosas huellas de su trabajo.
Erasístrato de Quíos, que fue su contemporáneo, aunque más joven, continuó en parte la obra de Herófilo, sin dejar por ello de aportar investigaciones y criterios originales. Singer nos dice que las observaciones de Herófilo sobre los conductos quilíferos fueron ampliadas por Erasístrato hasta un punto tal que no se registró avance alguno en su estudio hasta el advenimiento de Gaspar Aselli (1581-1626). Pero la obra de Erasístrato se extendió en su mayor parte sobre un nuevo sector. Si Herófilo puede ser considerado como el fundador de la anatomía, Erasístrato es el fundador de la fisiología. Su obra, aunque no haya llegado a la conclusión correcta, tuvo tremenda influencia en el estudio de la circulación de la sangre. El buen éxito que alcanzó en el conocimiento del corazón se pone de relieve en el hecho de que haya observado las válvulas semilunares, la tricúspide y la bicúspide. Examinó las subdivisiones de las venas y de las arterias hasta donde pueden alcanzarse a simple vista y manifestó su convicción de que dichas subdivisiones continuaban más allá de ese límite. Pero si pensamos que con todo ello no llegó a elaborar la teoría de la circulación, comprenderemos la fundamental dificultad que ésta significaba para el progreso de la ciencia.
En la infinita variedad y complejidad de los fenómenos de la naturaleza el científico se encuentra a menudo en encrucijadas de las que no sabe cómo salir, a menos que de antemano esté buscando alguna cosa determinada. Si así es en efecto, tiene una teoría. Si tiene una teoría, tiende a ver lo que la confirma, y a perder de vista otros hechos igualmente significativos. No hay forma de salir de esta dificultad si no es a fuerza de paciencia y disciplina, a cuya adquisición puede contribuir la existencia de una larga tradición científica. En esta situación, una mente fogosa y entusiasta es más susceptible de errar que otra desprovista de esas atractivas cualidades. No cabe duda acerca del celo de Erasístrato por su ideal científico. La tradición nos dice, y los datos conocidos lo confirman, que entre Erasístrato y Estratón hubo una mutua y profunda influencia. Es casi seguro que se conocieron personalmente. La similitud de sus teorías es tal que ya en otro lugar nos hemos sentido justificados al citar pasajes de Erasístrato para ilustrar la técnica experimental de Estratón. Pero no sólo participaban ambos de una misma inclinación por el experimento, sino que trabajaban sobre el mismo problema en diferentes terrenos. Erasístrato era un firme partidario de las teorías de Estratón sobre el vacío, que le suministraron la base para su propio sistema fisiológico. En esto residió, a la larga, su gran error. Herófilo no dudaba en absoluto de que la función de venas y arterias fuera conducir sangre. Erasístrato, fascinado por las demostraciones de Estratón acerca de la absorción que el vacío ejerce sobre los líquidos, halló motivo en ella para concluir que las arterias están normalmente vacías de sangre. Sabía, por supuesto, que si se corta una arteria de un animal viviente se produce una hemorragia, pero existía el hecho contradictoria de que en los animales muertos las arterias están vacías de sangre y llenas de aire, de ese mismo aire que, al enrarecerse, tenía, según demostrara Estratón, la propiedad de absorber los líquidos. Sus observaciones de las diminutas subdivisiones de venas y arterias habían convencido a Erasístrato de que estaban conectadas por medio de vasos capilares. Su conocimiento de la neumática de Estratón le reveló luego la forma de conciliar dos hechos aparentemente contradictorios, a saber, que las arterias de un animal herido manan sangre, mientras que las del animal muerto se revelan vacías al efectuar su disección. Concluyó de aquí que las arterias están normalmente llenas de aire; que cuando se las corta, ese aire escapa, provocando un vacío; que la absorción de ese vacío hace pasar sangre de las venas a las arterias, a través de los capilares, y que esa sangre termina por manar al exterior, siguiendo al aire en su fuga. Esta explicación fatalmente ingeniosa constituyó durante algún tiempo un obstáculo para el descubrimiento de la verdadera función del sistema arterial. Cuatrocientos cincuenta años más tarde vemos que Galeno, luego de cuidadosos experimentos de vivisección, desaprueba la opinión de Erasístrato. Casi mil cuatrocientos años después de Galeno, Vesalio repitió esos experimentos ante sus alumnos, en Padua. Estas demostraciones de la presencia de la sangre en las arterias llegaron a ser tradicionales, y al cabo de otros ochenta años, aproximadamente, indujeron a Harvey, que había estudiado en Padua, a su gran descubrimiento. El éxito de Harvey no se debió a que no alimentara en su mente falsas teorías. Tenía tantas como Erasístrato, pero no les prestó atención. El progreso esencial había consistido en la conquista del paciente espíritu de observación.
MATEMÁTICOS
La mecánica y la medicina son las dos ramas de la ciencia alejandrina que más claramente revelan su vinculación histórica con el Liceo. Las matemáticas, que en opinión de muchos fue la disciplina en que la ciencia griega alcanzó sus mayores éxitos, refleja, en cambio, la influencia de la Academia. Ello no significa, desde luego, que el Liceo haya sido indiferente a dicho estudio. Ya hemos dicho que uno de los discípulos de Aristóteles, Eudemo, escribió una historia de las matemáticas. Esta obra, escrita antes del año 300 a. C., no podría, aunque se hubiera conservado, darnos información alguna sobre el fundador de la geometría alejandrina, Euclides, cuyo tratado de los Elementos, en trece libros, es generalmente considerado el libro de texto más importante de toda la historia de la ciencia. Pero unos setecientos años después de Eudemo un filósofo neoplatónico, Proclo (410-485 d. C.) emprendió la redacción de un comentario al libro I de Euclides, para lo cual tomó de la obra de Eudemo un bosquejo de la historia de la geometría en los primeros tiempos, y sobre ese fondo trazó un esbozo de las realizaciones de Euclides. Este Comentario de Proclo se ha conservado, y resumiremos a continuación sus primeras páginas. Con este resumen esperamos conseguir tres cosas: primero, mencionar algunos datos sobre la historia inicial de la ciencia matemática griega, para los cuales todavía no habíamos encontrado espacio; segundo, definir las cualidades que valieron a Euclides tanta admiración en la antigüedad y en los tiempos modernos; tercero, subrayar un ejemplo, tomado de un escritor tan posterior como Proclo, de la atención que los griegos dedicaron a la preservación de su gran legado, aun en tiempos en que ya habían perdido la capacidad de enriquecerlo. Una de las principales glorias del Museo es la de haber iniciado la tradición del estudio erudito, sin el cual las creaciones del genio tienen pocas probabilidades de sobrevivir.
La geometría —dice Proclo— tuvo su origen en Egipto, debido a la perpetua necesidad de volver a medir las tierras cada vez que las inundaciones del Nilo hacían desaparecer las demarcaciones. Esta ciencia, como todas las demás, procede, naturalmente, de las necesidades prácticas. La aritmética, de modo parecido, surgió entre los fenicios de las necesidades del comercio y los contratos. Tales fue el primero en llevar la geometría de Egipto a Grecia, y con sus progresos en la generalización sirvió de ejemplo a sus sucesores. Pero el hombre que transformó el estudio geométrico en enseñanza liberal fue Pitágoras, quien se propuso cimentar esta ciencia sobre principios fundamentales, investigando sus teoremas por medio del intelecto puro, con abstracción de la materia. Descubrió la teoría de las proporciones y la instrucción de las figuras cósmicas. Entre sus sucesores se distinguieron Anaxágoras de Clazómenes, Enópides de Quíos, Hipócrates de Quíos, que descubrió la cuadratura de la lúnula, y Teodoro de Cirene. Hipócrates fue el primero en escribir un tratado de los Elementos. Luego llegó Platón, quien imprimió notable ímpetu a la geometría, debido al entusiasmo que por ella sentía. Llenó sus diálogos de referencias a las matemáticas, e inspiró respeto por ellas a todos los amantes de la filosofía. Contemporáneos suyos fueron Leodamas de Thasos, Arquitas de Tarento, y Teeteto de Atenas. Un alumno de Leodamas, llamado León, escribió un tratado de los Elementos, superior al de Hipócrates. Otro libro sobre el mismo tema, de excelente composición, fue compuesto por Teodio, quien pertenecía a la Academia, al igual que Eudoxo de Cnido, Amiclas de Heraclea, Menecmo y su hermano Dinóstrato, Ateneo de Cícico, Hermótimo de Colofón y Filipo de Medma.
Todos los que han compilado historias —continúa diciendo Proclo— siguen el desarrollo de la ciencia hasta este punto. Poco después apareció Euclides, el autor de los Elementos, quien demostró irrefutablemente cuán imprecisas habían sido las demostraciones de sus predecesores. El hecho de que Arquímedes lo mencione demuestra que vivió en tiempos de Tolomeo I. Recordemos también su famoso dicho de que no hay camino real a la geometría. Ésta fue su respuesta cuando Tolomeo le preguntó si no había camino más breve a la geometría que el de los elementos. Era partidario de la filosofía platónica, y se propuso como objetivo de sus Elementos la construcción de las figuras platónicas o cósmicas. Escribió muchas obras científicas admirables, como la Óptica y los Elementos de Música. Pero su gran título para la fama reside en su tratado Elementos de Geometría, que es notable no sólo por el orden en que está compuesto, sino también por la selección de su material, pues no puso en él todo cuanto hubiera podido, sino únicamente lo que pertenecía a los elementos estrictamente hablando. Los Elementos constituyen una guía irrefutable y adecuada para la investigación científica del material matemático. Y aquí terminamos con el resumen de Proclo.
Los estudiosos ingleses de la geometría griega son especialmente afortunados. Además de excelentes obras más antiguas como la de Allman, Greek Geometry, y la de Gow, Short History of Greek Mathematics, en 1921 se publicó History of Greek Mathematics, en dos tomos, obra hoy mundialmente famosa, por Sir Thomas Heath, y en 1939 y 1941 los dos volúmenes de Ivor Thomas en la Biblioteca Loeb, Greek Mathematical Works. Esta última obra cubre el mismo campo que la Historia de Heath, pero en forma tal que facilita el estudio y subraya el valor de aquélla, pues mientras Heath ofrece una historia de la materia sin solución de continuidad, Thomas ha compilado una copiosa selección de materiales que se conservan de autores griegos, con traducción inglesa al frente y valiosas introducciones y notas. No hay camino real a la geometría griega, pero para los lectores ingleses el acceso al tema en su conjunto, o a sus sectores especiales, resulta ahora más fácil y seguro. Para quienes lean griego debe mencionarse la edición escolar anotada que Heath publicara del libro I de Euclides. Heath estaba seguramente en lo cierto cuando suponía que muchos «estarían realmente interesados en ver el verdadero idioma en el cual el viejo alejandrino impartía enseñanza arlos jóvenes y a los adultos en aquellos tiempos, colocándose así en el lugar de sus colegas los estudiantes de hace veintidós siglos».
Con Euclides y sus sucesores inmediatos, Arquímedes de Siracusa y Apolonio de Pérgamo, la matemática alejandrina alcanzó tal desarrollo que se necesita un especialista para entenderla y describirla. El autor de estas líneas, por su parte, no tiene los conocimientos matemáticos necesarios para entender las obras de Arquímedes que han llegado hasta nosotros: Sobre la esfera y el cilindro, Sobre los conoides y los esferoides, Sobre las espirales, Sobre la cuadratura de la parábola. El tema del tratadito intitulado El Arenario es más accesible a la compresión del profano; a saber: los griegos usaban en sus cálculos aritméticos una notación alfabética que hacía difícil el manejo de grandes números. Allí donde nosotros no empleamos sino diez símbolos y expresamos fácilmente los mayores números mediante el significado que asignamos a su posición, los griegos empleaban veintisiete signos alfabéticos y no explotaban las ventajas de la notación posicional. Vivían asi obsesionados por la idea de que la expresión de números muy grandes demandaría el empleo de una inmensa cantidad de símbolos. El librito de Arquímedes, dedicado al rey Gelón de Siracusa, tiene el objeto de calmar ese temor. Expone un sistema por él inventado, mediante el cual, si el universo entero estuviera compuesto de granos de arena, y su número fuera conocido, éste podría ser expresado de manera simple y adecuada. El número más elevado de cuantos Arquímedes enuncia sería representado en nuestra notación por un 1 seguido de ochenta mil billones de ceros.
El derecho que Apolonio tiene a la fama procede de sus Secciones cónicas. En una carta dedicatoria a un amigo describe el alcance de esta obra. La composición del libro —dice— le fue sugerida por un geómetra llamado Naucrates, quien le hizo una visita en Alejandría y lo forzó a escribir las ocho partes lo más rápidamente posible, pues Naucrates debía hacerse pronto a la vela, y a causa de ello no tuvo el tiempo suficiente para revisarlo. Declara también que publica ahora una edición revisada, y pide a su amigo que no se sorprenda si algunas de las proposiciones han quedado aún en su forma primitiva e imperfecta. Los primeros cuatro libros ofrecen una exposición ordenada de los elementos de las secciones cónicas; los cuatro últimos tratan de problemas diversos. Los temas principales de los primeros libros son: 1) Métodos para obtener las tres, secciones. 2) Propiedades de los diámetros y ejes de las secciones. 3) Teoremas útiles para la síntesis de lugares en el espacio y para la determinación de los límites de posibilidad. 4) Investigación del número de veces que las secciones cónicas pueden cortarse entre sí, y con la circunferencia de un círculo. Tiene cuidado de indicar cuál es su propia contribución al conocimiento general del asunto.
Nuestras restantes alusiones a la geometría de los griegos serán sólo parte de nuestro examen de su astronomia, en la que ellos encontraron su principal aplicación, pero antes de que abandonemos el tema será necesaria una observación general. El extraordinario éxito que Euclides tuvo al exhibir el conjunto de la geometría como deducción lógica de un pequeño número de definiciones, postulados y nociones comunes estableció una norma de la verdad científica que los griegos trataron de aplicar no sólo en el terreno de la matemática pura, sino también en ciencias experimentales y de la observación, como la mecánica y la astronomía, en las que los resultados no fueron tan satisfactorios. Los científicos tendieron a considerar como ciencia todo lo que pudiera ser incluido bajo la forma de deducciones de principios autoevidentes en un sistema lógicamente construido. La facilidad necesaria para poner en duda las presuposiciones fundamentales, a la luz de nuevas observaciones de fenómenos naturales o de procesos provocados, fue embotada por la pasión de la coherencia lógica. Los sistematizadores tendieron a reemplazar a los investigadores, y lo que no podía adecuarse al sistema fue dejado de lado. La fuerza y la debilidad de este ideal aparecerán claramente en lo que sigue.
Arquímedes (287-212) es considerado muy generalmente no sólo como el mayor matemático sino también como el más grande mecánico o ingeniero de la antigüedad. Algunos afirman también, aunque sin tanta seguridad, que fue, después de Estratón, el que mejor entendió el método experimental. Ya hemos hablado de sus trabajos matemáticos. Sus obras de ingeniería incluyen la construcción de un planetario, que según Cicerón reproducía todos los diferentes movimientos de los cuerpos celestes. Inventó un tomillo para extracción de agua que fue aplicado al riego en Egipto y a la extracción de agua de las minas. No se sabe con seguridad cómo funcionaba, pero los datos más recientes parecen sugerir que exigía un esfuerzo agotador por parte de los esclavos que lo manejaban. Arquímedes ideó sistemas de poleas compuestas para levantar grandes pesos. La maquinaria bélica que ideó para la defensa de Siracusa parece no haber sido superada en toda la antigüedad. Su devoción por el experimento queda demostrada por más de un pasaje. Más interesante, quizás, es el resumen, contenido en las primeras páginas del Arenario, de sus esfuerzos por llegar a una determinación más exacta del ángulo subtendido al ojo por el disco del Sol. Su predecesor Aristarco lo había calculado en 1/720 del círculo del Zodíaco, o sea medio grado. Para lograr un cálculo más exacto, Arquímedes observó el Sol en el preciso momento de tocar el horizonte, o sea en el único instante en que se lo puede observar con el ojo desnudo, empleando para ello un disco cuidadosamente torneado, montado perpendicularmente en el extremo de una larga regla, de modo que pudiera modificarse a voluntad la distancia entre el disco y el ojo. Arquímedes tomó dos lecturas: una, cuando el disco cubría completamente la esfera solar, y la otra, cuando apenas la dejaba asomar. La primera lectura le dio necesariamente un ángulo demasiado grande, y la segunda uno demasiado pequeño: el ángulo correcto debía de estar situado en algún punto intermedio. Arquímedes se esforzó también en corregir el error debido al hecho de que no vemos con un punto, sino con una superficie del ojo. Este experimento merece compararse con el antes mencionado de Estratón, por implicar la construcción de aparatos para un fin específico y la adopción de precauciones para evitar errores en su empleo.
Pero cuando nos ponemos a examinar desde un punto de vista adecuado el carácter de las realizaciones científicas de este hombre único en su grandeza, podemos ver que revelan una cierta debilidad, debida al efecto que sobre ellas tuvo su desmedida admiración por la coherencia lógica de la geometría. Para entender mejor este punto, podemos establecer una comparación entre su obra sobre Estática y el tratado aristotélico ya descrito sobre Mecánica. Esta obra aristotélica, o mejor dicho, seudoaristotélica, nos muestra a la ciencia de la mecánica en un estado más elemental y vacilante que aquel al cual la elevó Arquímedes, pero, es también, más amplia y más emprendedora. El lector recordará la vasta variedad de problemas encarados por aquel tratado primitivo, tanto en la estática como en la dinámica, representando un esfuerzo para unificar a este amplio sector de fenómenos mediante una interpretación inspirada en las maravillosas propiedades del círculo. «En consecuencia, como ya se ha subrayado, nada hay de sorprendente en que el círculo sea el principio en que se originan todas estas maravillas. Las propiedades de la balanza dependen del círculo, las de la palanca dependen de las de la balanza, y todos los restantes problemas del movimiento mecánico dependen muy bien de la palanca» (Problemas de la Mecánica, 848 a.) No hay tal audacia en el intento de Arquímedes. Aunque había inventado muchas máquinas para arrojar pesos, no estudió la balística, pues conocía demasiado las dificultades lógicas contenidas en la idea de movimiento. Se proponía constituir una ciencia, y tal como él la concebía, una ciencia debía ser necesariamente presentada como una deducción lógicamente ordenada a partir de un número limitado de postulados claramente inteligibles. Por consiguiente, Arquímedes dejó a la dinámica de lado y limitó su atención a la estática, llegando así a producir su admirable obra maestra. Pero Pierre Duhem (Origines de la Statique, vol. I, pág. II) tuvo razón al observar, y Arnold Reymond, en un capítulo de excelente argumentación (Science in Greco-Roman Antiquity, pág. 195) tuvo razón al repetir que: «El camino seguido por Arquímedes en la mecánica, aunque constituye un admirable método de demostración, no es un método de investigación. La certeza y la lucidez de sus principios se deben en gran parte al hecho de que fueron recogidos, por así decir, de la superficie de los fenómenos, y no extraídos de su profundidad».
Esta excesiva admiración por lo puramente lógico en la ciencia sólo puede comprenderse si se la relaciona con el carácter general de la sociedad en que se formó. El reverso de la medalla fue el desprecio por las aplicaciones prácticas de la ciencia. Arquímedes fue el más gran ingeniero de la antigüedad, pero cuando se le pidió que escribiera un manual de ingeniería se negó a hacerlo (PLUTARCO, Vida de Marcelo, c. XVII). «Consideraba la labor del ingeniero, así como todo lo atinente a las necesidades de la vida, como algo innoble y vulgar», y quería que su fama ante la posteridad se fundara enteramente en su contribución a la teoría pura. Pero el juicio de la historia ha querido, irónicamente, que su tratado sobre la estática, lógicamente perfecto, sea considerado hoy menos profundo y menos rico en promesas de fructíferos desarrollos que la obra inmatura y desordenada contenida en el corpus aristotélico.
ASTRÓNOMOS
La brillante obra de los astrónomos alejandrinos habrá de revelarnos también ciertas deficiencias que no dejan de tener relación con las condiciones sociales de la época. En la primera parte de este volumen hemos investigado la historia de la famosa formulación platónica del principal problema de la astronomía. Sean cuales fueren los movimientos aparentes de los cuerpos celestes. Platón estaba convencido, por razones religiosas, de que los movimientos verdaderos debían ser revoluciones a velocidad uniforme en círculos perfectos. En consecuencia, el problema quedaba formulado en estos términos: «¿Cuáles son los movimientos circulares uniformes y ordenados que deben suponerse para poder explicar los movimientos aparentes de los planetas?». Ya hemos dicho cómo la solución de este problema por Eudoxo, Calipo y Aristóteles llevó a concebir el universo como compuesto de cincuenta y nueve esferas concéntricas, con la Tierra en el centro y el cielo de las estrellas fijas en la posición más externa.
Tenemos que considerar ahora cuáles eran las aparentes irregularidades que debían ser explicadas en las suposiciones de Platón; afectaban a algo más que a los planetas, como Platón bien sabía. En sus Leyes (VII, 822 a) dice que es impío aplicar el término «planetas» (errantes o vagabundos) a los dioses del cielo, como si los llamados planetas, y el Sol y la Luna, nunca siguieran un recorrido uniforme, sino que erraran sin rumbo fijo. En efecto, no se trata solamente de que los planetas parezcan modificar sus velocidades, detenerse y regresar. Sucede, además, que tanto la Luna como los planetas parecen cambiar de distancia con relación a la eclíptica, y que ni siquiera la velocidad del Sol es uniforme. Si el Sol se moviera en un círculo a velocidad uniforme, las cuatro estaciones deberían ser exactamente iguales. Pero en cuanto se consiguió determinar la llegada del Sol a los dos solsticios y a los dos equinoccios con una cierta exactitud, resultó evidente que la duración de las estaciones varía notablemente. Esta variación había sido establecida por el astrónomo ateniense Metón algunos años antes del nacimiento de Platón (428 a. C.), pero el fenómeno siguió siendo objeto de afanosas investigaciones, y cien años más tarde, en 330 a. C., se registraba una observación sobre la duración de las estaciones de ese año con error de sólo medio día con respecto a nuestros modernos cálculos. Tales fueron las irregularidades observadas que tuvieron que tomar en cuenta los creadores del sistema progresivamente complicado de las esferas homocéntricas. Éstos eran, como llegó a decirse y a repetirse luego, los fenómenos que ellos debían salvar. La tensión interna producida por la contradicción entre los hechos observados y la base matemático-religiosa de su concepción del mundo se asemeja a la producida en el siglo XIX por la contradicción entre el relato de la creación en el Génesis y los nuevos conocimientos geológicos y biológicos.
Platón, en su Timeo (39 b-d), habla de los «errantes derroteros» de los planetas como «incalculables en multitud y maravillosamente intrincados». Sobre este particular dice Heath (Aristarco de Samos, pág. 171) que tal admisión «está en franco contraste con las espirales regularmente descritas sobre esferas cuyas órbitas independientes son grandes círculos, y más aún con la afirmación, en las Leyes, de que es erróneo y hasta impío mencionar siquiera a los planetas como “errantes”, pues “cada uno de ellos sigue el mismo recorrido, no muchos recorridos, sino siempre un recorrido circular”». «Por el momento —continúa Heath— Platón condesciende a emplear el lenguaje de la astronomía aparente, la astronomía de la observación; y esto puede hacernos recordar que la astronomía de Platón, aun en su última forma, tal como se expone en el Timeo y en las Leyes, es consciente e intencionalmente ideal».
Es un curioso cumplido para la preeminencia de Platón en cuanto idealista describir como un «ideal» su obstinada adhesión, por razones religiosa, a una hipótesis impracticable. Heath (ob. cit., pág. 200) es menos ceremonioso con Eudoxo, el primero en elaborar el sistema humocéntrico. «Eudoxo —escribe suponía que el movimiento anual del Sol era perfectamente uniforme; debió haber ignorado deliberadamente, en consecuencia, el descubrimiento hecho por Metón y Euctemón sesenta o setenta años antes, de que el Sol no consume el mismo tiempo en describir los cuatro cuadrantes de su órbita entre los puntos equinocciales y solsticiales». Pero como estos descubrimientos inconvenientes continuaron multiplicándose, se produjo finalmente una brecha en la concepción de un universo geocéntrico cuyos cuerpos celestes se movían en torno a una Tierra estacionaria, en esferas homocéntricas. El audaz innovador fue un miembro de la Academia, Heráclides del Ponto (388-310), quien introdujo dos ideas revolucionarias. Tomando en cuenta que los planetas Venus y Mercurio nunca son observados a gran distancia angular del Sol, sugirió 1) la explicación de que no se mueven en tomo a la Tierra, sino alrededor del Sol. Añadió 2) que la apariencia de una revolución cotidiana de los cielos sobre la Tierra podría explicarse igualmente bien suponiendo una rotación diaria de la Tierra sobre su eje. Estas dos sugestiones eran sumamente perturbadoras, pues conmovían los fundamentos del universo en dos formas, primero, erigiendo al Sol en un segundo centro, y segundo, imprimiendo rotación al viejo centro fijo, la Tierra.
Éstas eran concesiones muy difíciles que debían hacerse a la ciencia de la observación. Los lectores deben recordar que la concepción matemático-religiosa del universo, fundada en las propiedades del círculo y de la esfera, había librado una dura batalla, para poder afirmarse, contra una teoría rival. Los atomistas creían que infinidad de mundos se formaban y se desintegraban en un espacio ilimitado. Los pitagóricos y los platónicos creían en la singularidad, la eternidad y la finitud de nuestro universo. Las innovaciones de Heráclides parecían peligrosas concesiones a la hipótesis atomista. Tal era el estado de la ciencia astronómica cuando iniciaron su labor los astrónomos alejadrinos.
Heráclides del Ponto vivía en Atenas. El primero de los grandes astrónomos alejandrinos fue Aristarco de Samos, alumno de Estratón de Lampsaco. Vivió probablemente entre 310 y 230, con lo que tendría unos setenta y cinco años menos que Heráclides y veinticinco más que Arquímedes, y su recuerdo será imperecedero por haber sido el primero en proponer la hipótesis heliocéntrica. Copérnico, en el siglo XVI, sabía que estaba resucitando la teoría de Aristarco. Aunque el tratado en el cual Aristarco desarrolló su hipótesis se ha perdido, tenemos el más fidedigno testimonio de su existencia. Arquímedes, su contemporáneo, aunque algo más joven, en aquella interesante obra a la cual nos hemos referido tantas veces, el Arenario, nos dice que Aristarco publicó un libro que contenía diversas hipótesis, entre las cuales se hallaba la siguiente: las estrellas y el Sol permanecen inmóviles, pero la Tierra gira en torno al Sol en la circunferencia de un círculo, manteniéndose el Sol en el centro de la órbita. Aunque Aristarco seguía creyendo en el movimiento circular, y aunque es improbable que su sugestión tuviera otro alcance que el de una hipótesis matemática, tenemos pruebas de la conmoción que ella causó. Cleantes, jefe de la escuela estoica de Atenas, hombre muy devoto del culto de las estrellas, y que fuera casi exactamente contemporáneo de Aristarco (ambos murieron ancianos, y con sólo un año de diferencia), expresó su opinión de que los griegos debían procesar a Aristarco por impiedad. Estas amenazas de las escuelas filosóficas (Cleantes no hacía sino retomar el argumento de Platón en las Leyes) parecen haber involucrado un peligro real para el hombre de ciencia. Tal es la opinión de historiadores tan responsables como Paul Tannéry y Pierre Duhem (DUHEM, Système du monde, t. I, pág. 425). En toda la antigüedad sólo hubo otro astrónomo que apoyara su hipótesis, a saber, el babilonio Seleuco, quien vivió unos cien años después de Aristarco. En verdad, Seleuco fue más allá, y al parecer aseveró su creencia en ella no sólo como una hipótesis matemática, sino también como un hecho físico. Pero una golondrina no hace verano. La concepción de un universo heliocéntrico permaneció todavía nonata.
El tratado en el cual Aristarco desarrolló esta hipótesis, como hemos dicho, se ha perdido. Pero en cambio ha sobrevivido otro de sus escritos: Sobre los tamaños y las distancias del Sol y la Luna. Se cree que es de composición anterior, por cuanto no contiene alusión alguna a la hipótesis heliocéntrica, y funda parte de sus argumentos en un cálculo muy defectuoso del ángulo subtendido al ojo por el globo solar, cálculo que el propio Aristarco corrige en otra obra. Pero ese mismo libro nos ofrece un ejemplo tan admirable y típico de ciencia alejandrina que nos mueve a dar de él una breve descripción. La edición que de este texto ha hecho T. L. Heath en su Aristarco de Samos es uno de los libros clásicos modernos de la historia de la ciencia.
El libro comienza ordenadamente, como se acostumbra en Alejandría, con una lista de seis hipótesis que forman la base de todo su argumento.
1. Que la Luna recibe su luz del Sol.
2. Que la Tierra está en la relación de un punto y de un centro con la esfera en la cual se mueve la Luna.
3. Que cuando la Luna sólo nos muestra la mitad de su superficie, el gran círculo que divide las partes obscura e iluminada de la Luna está en la dirección de nuestro ojo. (O sea que los centros del Sol, la Tierra y la Luna forman un triángulo rectángulo cuyo ángulo recto tiene por vértice el centro de la Luna).
4. Que cuando sólo se nos muestra da mitad de la Luna, su distancia del Sol es menor de un cuadrante en 1/30 de cuadrante. (Este cálculo de la distancia angular entre la Luna y el Sol, 87 grados, está muy equivocado. El verdadero ángulo es superior a 89 grados).
5. Que el ancho de la sombra de la Tierra es el doble del ancho de la Luna.
6. Que la Luna subtiende una décimoquinta parte de un signo del zodíaco. (Esto también es erróneo. Como ya hemos visto, Arquímedes reproduce un cálculo posterior, y sumamente exacto, del mismo Aristarco, reduciendo su previa estimación de dos grados a medio grado).
Aristarco procede luego a establecer dieciocho proposiciones, de las cuales las más importantes son las siguientes:
1. La distancia entre el Sol y la Tierra es más de dieciocho veces, pero menos de veinte veces, la distancia entre la Luna y la Tierra.
2. El diámetro del Sol es más de dieciocho veces, pero menos de veinte veces, el diámetro de la Luna.
3. El diámetro del Sol tiene con respecto al de la Tierra una relación mayor que 19:3, pero menor que 43:6.
Aristarco había intentado únicamente comparaciones entre los tamaños del Sol, la Luna y la Tierra. Todavía no se habían hecho mediciones en unidades de medida usuales, o bien, si alguna se había hecho, no era adecuada. Este vacío vino a llenarlo el siguiente gran astrónomo y geógrafo alejandrino, Eratóstenes (hacia 284-192), quien observó que en Siena (la moderna Asuán), durante el solsticio de invierno, el Sol se halla directamente en el ccnit, mientras que en Alejandría, aproximadamente a 5.000 estadios de distancia, y casi en el mismo meridiano, el reloj de sol indicaba que el Sol estaba a una distancia del cenit de 1/50 del círculo del meridiano. Esto indica una longitud de 250.000 estadios para la circunferencia de la Tierra, y si fallamos en favor de Eratóstenes la duda que pudiera existir sobre qué tipo de estadio utilizó en sus cálculos, su diámetro polar terrestre resulta menor sólo en cincuenta millas que el determinado por nuestro cálculo moderno.

GEÓGRAFOS

Con Eratóstenes se constituye la ciencia de la geografía matemática y astronómica. En su ascenso a partir de sus humildes orígenes, la geografía había participado de la rapidez que caracteriza el desarrollo de otras ciencias griegas. Sin duda, mucho trabajo preparatorio había sido ejecutado por investigadores anónimos, en muchos lugares del mundo griego. La astronomía misma había adelantado en esta forma. En una obra sobre Signos del tiempo, Teofrasto escribe lo siguiente: «Debe prestarse buena atención a las condiciones locales de la región en donde uno se halla, pero es también posible hallar un observador local, y los signos comunicados por tales personas son los más fidedignos. Así es como se han hallado buenos astrónomos en diversas partes; por ejemplo, Matricetas observó en Metimma los solsticios, desde el Monte Lepetimnos; Cleóstrato, en Tenedos, desde el Monte Ida; Feinos en Atenas, desde el Monte Licabeto. Metón, autor del ciclo calendario de diecinueve años, fue alumno del último de los nombrados. Feinos era un extranjero residente en Atenas. Podrían darse otros ejemplos de astrónomos locales».[6] De manera parecida, los puertos y costas del Mediterráneo deben haber sido descritos y cartografiados en forma imperfecta y aproximada por generaciones de marinos, antes de comenzar la labor científica. Anaximandro, como ya hemos visto oportunamente, fue el primero en trazar un mapa del mundo. Es muy probable que haya sido el primero en hacer un mapa de un puerto o de una extensión costera. En épocas posteriores los geógrafos griegos se refieren con más frecuencia a documentos llamados Puertos y Viajes costeros (limenes y periploi). Richard Udhen (Imago Mundi, vol. I, págs. 2 y 3) sostiene con fundamento que no se trataba de libros, sino de mapas.
Sea como fuere, y por muy temprano que pueda haberse iniciado esa preparación local de mapas, sabemos que a partir de la época de Anaximandro la geografía tiene una distinguida historia de rápido desarrollo. Hecateo, contemporáneo, aunque algo más joven, y conciudadano de Anaximandro, escribió una Descripción del mundo. La Historia de Herodoto está llena de información geográfica. Eudoxo escribió una segunda Descripción del mundo. La Meteorología de Aristóteles contiene muchos elementos de interés geográfico, y su alumno Dicearco se hizo famoso por su mapa del mundo habitado y por sus razonables cálculos de las alturas de las montañas.
De toda esta actividad fue emergiendo gradualmente la imagen de un globo geográfico, con polos, ecuador, eclíptica, trópicos, meridianos de longitud y paralelos de latitud. Se determinaron cinco zonas: zonas frígidas en los polos, una zona tórrida a ambos lados del ecuador, y dos zonas templadas, aunque la extensión de todas ellas fue en un principio variable, determinándose más por datos meteorológicos que por indicaciones astronómicas. El progreso de la geografía astronómica fue fomentado por la invención de instrumentos astronómicos —a Aristarco se atribuye, por ejemplo, el perfeccionamiento del reloj de sol— y, al menos en un ejemplo famoso, por el viaje de un marino que unía su entusiasmo científico a su interés comercial. Entre los años 310 y 306, cuando los cartagineses, que normalmente dominaban el extremo occidental del Mediterráneo, estaban trabados en lucha a muerte con los griegos de Sicilia, Piteas, marino heleno procedente de Marsella, atravesó las Columnas de Hércules y puso proa a Cornualles para investigar las posibilidades del comercio del estaño. Es probable que su viaje se haya prolongado hasta Noruega y el Báltico, y que haya aprovechado la oportunidad para calcular numerosas nuevas latitudes. No hay duda de que esta hazaña tuvo su efecto en la ciencia geográfica de Eratóstenes.
A partir de aquel entonces, la instrucción de todo ciudadano requirió también un conocimiento general de la geografía astronómica, y la ciencia geográfica en sus dos principales divisiones —descriptiva y matemática— se hizo necesaria para la buena administración de los Estados. El mejor tratado antiguo de geografía que poseemos, o sea el de Estrabón (ocho volúmenes en la Biblioteca Loeb), fue compuesto entre los años 9 y 5 a. C., probablemente en interés de Pitodoris, reina del Ponto. Una permanencia anterior de alrededor de cuatro o cinco años en Alejandría le había dado acceso a las mejores fuentes documentales, de las cuales (doquiera las haya leído) hace abundantes citas. Luego de explicar que su obra será principalmente descriptiva, Estrabón se expresa en la siguiente forma: «Sin embargo, el lector no deberá ser tan inculto ni tan ocioso como para no haber estudiado nunca un globo y sus círculos, unos paralelos, otros perpendiculares a éstos, y otros oblicuos. Deberá conocer la posición de los trópicos, del ecuador y del zodíaco. Con un conocimiento básico de tales cosas —los horizontes, los círculos árticos, etc.— será capaz de entender el libro. Pero si no sabe siquiera lo que es una línea recta, o una curva, o un círculo, si no conoce la diferencia entre una superficie esférica y una plana, y ni siquiera puede señalar las siete estrellas de la Osa en el cielo de la noche, mi libro no le servirá para nada, o de muy poco. Deberá familiarizarse primero con los estudios preparatorios para el conocimiento de la geografía. Es también esta falta de un aprendizaje preliminar la que hace incompleta la obra de los autores de los llamados Puertos y Viajes costeros. No alcanzan a suministrar los detalles matemáticos y astronómicos necesarios.» (I, 1, 21).
OTRA VEZ LA ASTRONOMÍA
Debemos ahora dejar de lado la contribución de la astronomía a la geografía y volver a la astronomía misma. No sólo es la más grande conquista científica de la era alejandrina, sino que la especial forma de su desarrollo es lo que mejor revela la influencia de la filosofía predominante sobre la ciencia de la época. Hemos visto cómo los astrónomos ignoraban, aunque no por cierto tranquilamente, las irregularidades de los movimientos de los cuerpos celestes que no podían explicar. Pero su situación era todavía más difícil de lo que hasta ahora hemos descrito. No sólo había fenómenos aún sin explicación, sino que los había que no podían encajar en sus hipótesis. El hecho bruto es que la hipótesis homocéntrica era, en su principio fundamental, inaceptable, y que las razones de su inaceptabilidad eran generalmente conocidas por quienes, a pesar de ello, trabajaban para perfeccionarla.
Si el sistema homocéntrico fuera verdadero, implicaría que cada uno de los astros mantiene una distancia invariable con respecto a la Tierra. Se mueven en torno a ésta, pero ni se le aproximan ni se alejan. Pero la distancia entre los planetas y la Tierra se modifica en realidad cotidianamente, como bien se comprueba a simple vista con los cambios en la luminosidad de Venus y de Marte. La distancia de la Luna varía, como se ve a través de las variaciones medibles de su diámetro aparente. Tales variaciones también quedan probadas por el hecho de que los eclipses de Sol son a veces anulares (cuando la Luna está demasiado lejos de la Tierra para poder cubrir al Sol completamente) y a veces totales (cuando la Luna está más cerca de la Tierra). Tales variaciones se deducen también de las variaciones en la velocidad de los astros. Si la velocidad angular de un astro se modifica, es porque no lo estamos observando desde el centro en torno al cual gira.
¿Cuán antiguo es el conocimiento de estos hechos? Oigamos lo que al respecto dice un astrónomo, Sosígenes, del siglo II d. C., quien leyó los viejos libros, perdidos para nosotros: «Las esferas de los partidarios de Eudoxo no explican los fenómenos. No sólo no explican los fenómenos que han sido descubiertos después de ellos, sino que tampoco explican los que ya eran conocidos antes de ellos, y que ellos mismos consideraban verdaderos. ¿Puede decirse que Eudoxo o Calipo hayan tenido buen éxito? Hay por lo menos una cosa que salta a la vista y que ninguno de ellos pudo deducir de sus hipótesis. Me refiero al hecho de que ciertos astros se aproximan a veces a nosotros, y otras se alejan. Esto puede verse en los casos de Venus y de Marte, que parecen mucho mayores en la parte media de su trayectoria retrógrada, hasta el punto que en noches sin luna Venus llega a arrojar sombras. Iguales variaciones pueden observarse en la Luna si la comparamos con objetos invariables en tamaño. Los que emplean instrumentos confirman esta observación. A una misma distancia del observador, es necesario emplear a veces un disco de once dedos de ancho para cubrir la Luna, y a veces uno de doce. Las observaciones de los eclipses de sol confirman esta circunstancia. A veces el Sol se mantiene por algún tiempo cubierto por la Luna; otras veces la Luna no llega a cubrir al Sol por completo. Igual conclusión se desprende de las variaciones diarias en las velocidades aparentes de los cuerpos celestes. Pues bien: los partidarios de Eudoxo no han podido explicar estas apariencias. Ni siquiera han tratado las variaciones de velocidad, aunque éste es un problema que merece atención. No puede decirse que no conocieron las variaciones en la distancia de la misma estrella. Polemarco de Cícico supo de estas variaciones, pero las desechó como asunto sin importancia, porque abrigaba un prejuicio en favor del sistema que dispone a todas las esferas concéntricamente en torno al centro del universo. También es evidente que Aristóteles, en sus Problemas físicos, ponía en duda las hipótesis de los astrónomos, porque el tamaño de los planetas no permanece siempre idéntico».
Tal es el resumen de Sosígenes, que refleja una crisis del pensamiento a fines del siglo IV, en la Academia y en el Liceo de Atenas. El relato de Sosígenes está basado, al menos en parte, en la historia de la astronomía escrita por Eudemo, discípulo de Aristóteles, y a este mismo período pertenecen los hombres que menciona como habiendo discutido o eludido el problema: Eudoxo, Calipo, Polemarco, Aristóteles y otros cuyos nombres hemos omitido en nuestra versión abreviada. Fue precisamente al finalizar esta controversia con el establecimiento del sistema homocéntrico sobre la base de ignorar los hechos que no convenían cuando los sistemas de Heráclides y Aristarco rompieron con el punto de vista ortodoxo, y al afirmar que algunos planetas giraban alrededor del Sol, o que la Tierra misma lo hacía, intentaron explicar por lo menos algunos de esos enigmáticos fenómenos. Pero, como hemos visto, el miedo a desalojar a la Tierra del centro del universo era demasiado grande. Ese esfuerzo fracasó, y el sistema heliocéntrico fue finalmente abandonado, por lo que respecta al mundo antiguo.
Si examinamos este asunto más de cerca, encontraremos abundantes razones para maravillarnos. La falsedad del sistema de esferas homocéntricas era ya conocida cuando Eudoxo y Calipo lo estaban constituyendo. Sin embargo, mantuvo su reinado, si no libre de desafíos, al menos inconmovible, por espacio de unos dos mil años. ¿Cuál es la explicación? Ésta reside en las concepciones filosóficas más generales, dentro de cuya estructura tuvo que encajar a la fuerza la astronomía. Aristóteles había escrito un libro Sobre el cielo. No se trata de una obra de astronomía, sino de un tratado de física, en el mismo sentido en que lo es el Timeo de Platón. O sea, de carácter teológico y deductivo. En dicha obra, Aristóteles sostiene que siendo la actividad de Dios vida eterna, y siendo los cielos divinos, su movimiento debe ser eterno, y, en consecuencia, el firmamento debe ser una esfera rotatoria. Además, como el centro de un cuerpo en rotación se halla en reposo, la Tierra debe hallarse inmóvil en el centro del universo. La Tierra, reino del cambio, está compuesta por los cuatro elementos, a saber, Tierra, Aire, Fuego y Agua, pero los cuerpos celestes, que son eternos, están constituidos por un quinto elemento, libre del cambio, de la generación y de la composición, que no se mueve, como los elementos terrestres, en línea recta, sino en círculo.
Tal era la naturaleza del universo en las concepciones pitagórica, platónica, aristotélica primitiva y estoica. El cielo estrellado era la imagen visible de la divinidad. Como tal, compartió la suerte de los dioses, y pasó a juristicción de los teólogos. Tenía que desempeñar un papel muy especial: el de revelar al hombre la voluntad divina, y así desempeñó una función múltiple en el gobierno de ciudades e imperios. La estabilidad de la antigua sociedad oligárquica estaba ligada con una concepción particular de la astronomía. Sostener otros concepciones distintas no era un error científico, sino una herejía. La astronomía era en la antigüedad asunto tan espinoso como la crítica bíblica en tiempos modernos. La observación astronómica estaba sujeta a un ansioso escrutinio y a un manejo sumamente cauteloso. Se requería una indiscreción de un Colenso o la terquedad de un Loisy para ignorar la convención. Los derroteros errantes de los planetas, las variaciones en la duración de las estaciones, los cambios de distancia entre los astros y la Tierra eran asuntos tan arduos como los milagros, las supercherías o las persecuciones. Los astrónomos mismos se debatían a menudo entre dos lealtades, como los modernos historiadores de la religión. No carecían de conciencia científica, pero sabían que estaban invadiendo un campo en el cual las opiniones involucraban consecuencias políticas y sociales. Con frecuencia, sus convicciones religiosas personales estaban en conflicto con los datos de la observación. La creencia en la divinidad de los astros era sostenida con violencia y pasión por muchas mentes exaltadas.
Por tales razones, no puede sorprendernos que los esfuerzos por alterar las concepciones astronómicas de acuerdo con una ciencia fundada en la observación, cuya autoridad no estaba aún asentada firmemente sino en rarísimas mentes, hallaran una violenta resistencia no sólo por parte de sacerdotes, filósofos y reyes, sino hasta de algunos astrónomos. «Los obstáculos que en el siglo XVII ofrecieron el protestantismo y luego la iglesia católica —escribe Duhem— al progreso de la doctrina de Copérnico sólo pueden darnos una pálida idea de las acusaciones de impiedad que el paganismo antiguo hubiera lanzado contra el audaz mortal que se hubiera atrevido a conmover la perpetua inmovilidad de la Tierra, el Hogar de los Dioses, y a asimilar el ser incorruptible y divino de las estrellas con el de la Tierra subalterno dominio de la generación y de la muerte.» (Ob. cit., I, 425). Sólo los epicúreos mantuvieron y expresaron consistentemente tales opiniones blasfematorias, insistiendo en que ios cielos habían tenido comienzo, eran masas de materia muerta. Y se vieron en dificultades para tranquilizar a sus partidarios, asegurándoles que quienes propusieran tales teorías no estaban en peligro de ser condenados por causas de ellas (Lucrecio, V, 110-25). Justamente por razones como ésta la astronomía antigua rechazó las aberraciones de Heráclides y de Aristarco, y retornó a la concepción de un universo geocéntrico.
Esto provocó un retardo en la formación de opiniones más verdaderas sobre la forma y el tamaño del universo, y frenó la especulación mecánica y química acerca del movimiento y la sustancia de los astros. No interrumpió, en cambio, la prosecución de la astronomía posicional ni el perfeccionamiento del calendario. De aquí bien puede llegarse, como el poeta Rossetti, a la convicción de que «a nadie puede preocupar en lo más mínimo si la Tierra gira alrededor del Sol, o si el Sol gira alrededor de la Tierra». En esta última hipótesis se fundó la obra del gran astrónomo Hiparco, en opinión de muchos el más grande de la antigüedad, acuyo sistema nos referiremos a continuación.
La teoría de las excéntricas y de los epiciclos, que constituye la base no sólo del sistema de Hiparco (fallecido hacia el año 125 a. C.) sino también del de Tolomeo (muerto después del año 161 d. C.), fue probablemente invención de las escuelas pitagóricas del sur de Italia, de donde hubo de pasar a Alejandría. Los nuevos principios pueden ser fácilmente entendidos en sus formas más simples, aunque su elaboración completa en la Syntaxis de Tolomeo implica un formidable estudio. Si nos atenemos a la hipótesis de que el Sol se mueve en un círculo perfecto, a velocidad uniforme, la única explicación de las variaciones que observamos en su velocidad angular es que nosotros no estamos situados en el centro del círculo en el cual gira. El círculo del Sol es excéntrico con relación a la Tierra. Esta teoría involucra la necesidad de suponer que un cuerpo como el Sol puede girar en torno a un punto geométrico, concepción difícil para el astrónomo antiguo, pero que se convirtió en la explicación aceptada. La teoría del epiciclo es un poco más compleja. Considérense los movimientos del planeta Venus. Son dos los que requieren explicación: la revolución sinódica, cuando Venus retorna a una misma posición con respecto al Sol y a la Tierra, y la revolución zodiacal. La suposición de que Venus gira en un círculo en torno a un punto que a su vez gira en torno a la Tierra sirve para explicar a un tiempo esos dos movimientos. El primero de los círculos es el epiciclo. Vemos completa su revolución en este ciclo en el período de la revolución sinódica. El círculo mayor, descrito por el centro del epiciclo en tomo al centro de la Tierra, es el deferente. El centro del epiciclo cumple esta revolución en el período de la revolución zodiacal del planeta. Un radio procedente del centro de la Tierra y que llegue hasta el centro del Sol pasa por el centro del epiciclo. El radio del epiciclo es dado por la distancia máxima que llega a interponerse entre Venus y el Sol.
Un esquema similar se aplicaría al planeta Mercurio, que también se mueve en la cercanía del Sol. En el caso de los planetas que están alejados del Sol ya no es posible suponer que un radio de la Tierra que pase por el centro del epiciclo ha de pasar siempre por el centro del Sol, pues esos planetas tienen todos períodos zodiacales más prolongados que el del sol, a saber: Saturno, treinta años; Júpiter, doce años, y Marte, dos años, según los cómputos que Eudoxo conocía. Pero la hipótesis puede generalizarse en la siguiente forma para todos los planetas: a todo planeta corresponde un círculo deferente, que está en el mismo plano de la eclíptica, y que tiene por centro el centro de la Tierra. Este círculo deferente es trazado por un punto que no es sino el centro del epiciclo en el cual se mueve el planeta. El tiempo invertido en el trazado del deferente es el período zodiacal. El tiempo invertido en el trazado del epiciclo es el período sinódico.
La astronomía alejandrina tuvo también su aspecto más práctico. En la actualidad el calendario nos parece cosa muy natural costó mucho perfeccionarlo, si podemos llamar perfecto a algo que un importante movimiento de opinión está pidiendo que se reforme. El astrónomo griego Gemino (quien escribió, según se supone, hacia el año 70 a. C.) define el problema de fondo cuando dice: «Los antiguos tenían ante sí el problema de contar los meses por la Luna, y los años, en cambio, por el Sol». Esta conciliación del método primitivo de calcular el tiempo por la Luna, con el método posterior de utilizar el Sol para tal fin, estableciendo así un calendario lunisolar, es una de las más grandes proezas de la civilización antigua, cuyo mérito corresponde en parte a los griegos, aunque algunos sostengan que éstos no hicieron más que servir el eslabón entre las conquistas científicas de Babilonia y las necesidades civiles del imperio romano. Como sabemos, el año solar tiene aproximadamente 365 días y cuarto, mientras que el mes tiene unos 29 días y medio, de modo que no puede dividirse el año en un número redondo de meses. Por ejemplo, si hacemos el año de doce meses, sólo tendrá 354 días, faltando 11 para completar el año solar. Todavía hoy los árboles del desierto se las arreglan muy bien con este sistema, y el hecho de que hayan ganado ya cerca de cuarenta años desde la fecha de la Héjira (622) no tiene para ellos importancia práctica alguna. Pero ya en épocas muy antiguas hubo en las civilizaciones del Cercano Oriente quienes se esforzaron por determinar un ciclo de años en el cual coincidieran el año lunar y el solar. En el siglo VIII los griegos tomaron de los babilonios el ciclo de ocho años. Trescientos años más tarde, en 432 a. C., el astrónomo Metón puso en conocimiento de los atenienses un ciclo de diecinueve años, que probablemente se haya originado también en Babilonia. Se trata de un sistema muy eficiente, que mantiene de acuerdo el calendario lunar con el solar durante más de doscientos años antes de que sea necesario ajustarlo siquiera en un solo día. Pero hoy tenemos pruebas de que los atenienses, en la práctica, no lo observaron; otro síntoma de que la administración de los antiguos era menos eficiente que la actual. Cien años después Calipo ideó un ciclo de setenta y seis años. Al cabo de otros dos siglos Hiparco propuso un ciclo de 34 años. Estos refinamientos tenían más interés para los astrónomos —quizá para los astrólogos— que para los organizadores del calendario civil, pero debe tenerse en cuenta que cuando Juilio César se propuso reformar el calendario oficial romano mandó llamar a un especialista alejandrino que hizo al respecto un excelente trabajo.
Casi todos los escritos de Hiparco se han perdido, pero sabemos, por las pruebas que nos ha dejado Tolomeo, que tres de ellos se referían al calendario o a los problemas suscitados por su perfeccionamiento, a saber: Meses y días intercalares, Sobre la duración del año, Sobre el movimiento de los puntos solsticiales y equinocciales. En su esfuerzo por determinar con la mayor exactitud posible la duración del año, Hiparco descubrió la diferencia entre el año tropical y el año sidéreo, y así halló, y por cierto que también midió con asombrosa exactitud, el fenómeno de la precesión de los equinoccios. La astronomía moderna nos dice que, debido al abultamiento de la Tierra en el ecuador, el planeta oscila ligeramente durante su revolución sobre su propio eje. El efecto de esta oscilación es que el polo de la Tierra no se mantiene inmóvil, sino que se mueve en un círculo, completando su revolución en un período de 26.000 años. El efecto de esta oscilación es producir una ligera alteración en la posición del Sol y de los planetas, observados desde la Tierra, sobre el fondo de las estrellas fijas, alteración que fue descubierta por Hiparco. Esté astrónomo determinó el año tropical, o sea el intervalo del tiempo que transcurre entre dos pasos sucesivos del Sol por un mismo punto equinoccial, y también el año sideral, o sea el tiempo que tarda el Sol en volver a una misma estrella. Comparando sus descubrimientos con los registros de los astrónomos anteriores, notó que un mismo punto equinoccial no mantiene a través de los siglos la misma posición con respecto a una estrella fija dada, sino que avanza lentamente por el zodíaco de Este a Oeste: de aquí el nombre de precesión de los equinoccios. En su libro sobre la duración del año dice Hiparco que la precesión no es menor de un grado por siglo. En su obra posterior sobre el mismo asunto llega a una determinación más precisa, dada por Tannéry como 1 grado, 23 minutos, 20 segundos. El cálculo moderno es de sólo 10 segundos más.
Se supone que Hiparco, para llegar a estos resultados, tuvo que trabajar con registros anteriores tanto babilonios como griegos. Sin embargo, sean cuales fueren las ventajas de que disfrutó, alcanzó resultados que nos inspiran profundo respeto y que sentaron normas tales para el trabajo científico que hasta las remotas generaciones del futuro podrán recordarlas con orgullo. Tan sensible era Hiparco a su deuda para con sus predecesores, tan presente tenía el hecho de que sólo los registros mantenidos a lo largo de generaciones hacían posible una conclusión tan refinada como la de la precesión de los equinoccios, que él mismo se propuso endeudar a la posteridad para consigo, y se puso a calcular las posiciones de unas 850 estrellas fijas, junto con algunas circunstancias de sus apariciones, para que los astrónomos futuros pudieran descubrir cualquier cambio. «Hizo de los cielos nuestra común herencia —comenta Plinio el Mayor—, suponiendo que aparezca alguno lo bastante grande como para poder entrar en posesión de ese legado.» (Historia Natural, II, 26, 95).
Es lamentable que el único tratado de Hiparco que ha llegado hasta nosotros no se cuente entre las más importantes e interesantes de sus obras. Pese a ello, nos dice algo con respecto a la época, y lo describiremos brevemente. Hacia el año 270 a. C., un versificador muy hábil, llamado Arato, había compuesto un poema didáctico sobre la astronomía, que siguió gozando de gran popularidad durante toda la época clásica. Un joven amigo escribió a Hiparco para informarse del grado de exactitud de ese poema tan influyente. Hiparco, al contestarle, luego de felicitarlo por su consecuente interés por la ciencia, empieza por sentar como punto general que el poeta Arato había tomado sus datos del astrónomo Eudoxo. Luego pasa a criticar a Eudoxo a la luz de conocimientos posteriores, lo cual no carece de interés, como se verá en el siguiente ejemplo: «Eudoxo demuestra su ignorancia sobre el Polo Norte en el siguiente pasaje: “Hay una estrella que permanece siempre inmóvil. Esta estrella es el polo del mundo”. En realidad, no hay estrella alguna en el polo, sino un espacio vacío cerca del cual hay tres estrellas, las cuales, unidas con el punto solar, forman un cuadrilátero irregular, como nos dice Piteas de Marsella». (Comentario sobre Arato, I, iv, i.)
LA ORGANIZACIÓN DEL CONOCIMIENTO
La mención de este comentario sobre un poema que había sido escrito aproximadamente ciento treinta años antes sirve para recordarnos una función del Museo que de ningún modo debe ser omitida en la presente exposición. Hemos hablado de que la biblioteca anexa al Museo contenía aproximadamente medio millón de rollos. Esto bien podría conducirnos a una noción exagerada sobre la extensión de la literatura mundial en aquellos tiempos. Debe recordarse que las obras de Homero, que ahora pueden apretarse en un pequeño volumen de bolsillo, no ocuparían entonces menos de cincuenta rollos. No obstante, aunque exista el peligro de exagerar el número de los libros que entonces existían, no hay riesgo alguno de exagerar el papel del Museo en la creación de toda la técnica, aparato y tradición del estudio erudito. Un célebre estudioso moderno, Boeckh, describió el ideal de lo que los alemanes llaman filología como «el conocimiento sistemático de lo que se ha conocido» —Erkenntnis des Erkannten, cogniti cognitio. Esta labor de erudición, que es de importancia inapreciable para la especie humana, como fundamento indispensable del conocimiento histórico, fue adecuadamente encarada, por primera vez, en el Museo. El público británico de la actualidad está probablemente mucho mejor preparado para entender la importancia de las ciencias naturales que la de las históricas. Está más dotado para entender el significado de la ciencia que el de la erudición. Muchos son los que han sentido en sus propias mentes el poder transformador de las concepciones científicas, y de una actitud científica frente a la vida. Saben por experiencia propia que quien ha aprendido la técnica de la investigación científica ha ganado un nuevo poder mental. Pero son muchos menos los que han llegado a asumir una actitud similar con respecto a la erudición, los que han llegado a creer que el conocimiento sistemático de lo que se ha conocido no es una cosa muerta, sino la más viva de todas, por elevar la conciencia humana, podría decirse, a una nueva dimensión. El problema consiste en que tan pocos entre los mismos eruditos hayan llegado a comprender esta verdad. Collingwood no hablaba en balde cuando decía (Autobiography, ed. Pelican, pág. 61): «En los últimos treinta o cuarenta años el pensamiento histórico había venido alcanzando una aceleración en la velocidad de su progreso y una ampliación de su perspectiva comparables a las que la ciencia natural había alcanzado a comienzos del siglo XVII. Yo tenía por seguro, en la medida en que puede serlo una cosa futura, que el pensamiento histórico, cuya importancia cada vez mayor había sido una de las características más sobresalientes del siglo XIX, continuaría aumentando mucho más rápidamente su influencia durante el siglo XX; y que podríamos muy bien encontrarnos en el umbral de una era en la cual la historia sería tan importante para el mundo como la ciencia natural lo había sido entre 1600 y 1900». Una extensión del alcance del pensamiento humano tal como la que Collingwood prevé en este pasaje no podría haber sido siquiera atisbada si el Museo no la hubiera preparado a distancia, inventando la técnica de la conservación, la crítica y la transmisión exacta de los textos.
GRAMÁTICA
De este cuidado por el registro escrito del pasado surgió una gran realización de la ciencia alejandrina, la gramática. Los complicados fenómenos del lenguaje no son cosa fácil de analizar y finalmente, la aparición de una ciencia de la gramática había sido preparada por generaciones de investigación curiosa y esfuerzo práctico. La dificultad de estas etapas oscuras escapa a la mirada superficial. Aceptando la maravilla de la invención fenicia de un alfabeto fonético, tenemos todavía que averiguar cómo los griegos encararon el problema de adoptar esa escritura y adaptarla a sus propias necesidades. Eduardo Schwyzer[7] opina que la fonética práctica implícita en el recitado de los himnos del culto y de los poemas homéricos constituía la preparación necesaria para la aplicación de un alfabeto extranjero a la escritura del idioma griego. Sea como fuere, tenemos pruebas de que en el siglo VI los griegos de la Jonia eran ya gramáticos conscientes. Habían comenzado por prestar atención a la declinación de los sustantivos, y tenían una teoría de los casos. Los filósofos del siglo V dedicaron mucha atención a los problemas lingüísticos. Todos los fenómenos del lenguaje habían entrado ya para entonces en la esfera de la conciencia. Así es como se ocuparon de letras, sílabas, palabras, ritmo, estilo, etcétera. Las opiniones están divididas en cuanto a la tremenda cuestión de si los idiomas son establecidos naturalmente o por convención. Platón, en su Cratilo, discutió el asunto con característica amplitud y sutileza. Y con característica perversidad, también, debemos añadir, pues introdujo la extravagante teoría, agudamente criticada por Lucrecio (libro V, 104 y sigts.) de que las palabras fueron ¡inventadas por un Legislador y aprobadas, como adecuadas para el uso corriente, por un Metafísico! Aristóteles, los estoicos y los epicúreos continuaron la tarea del análisis lingüístico. Y en éste, como en otros sectores del conocimiento, correspondió a los alejandrinos dar a la materia forma sistemática.
El más antiguo texto de gramática que ha llegado hasta nosotros es el de un tal Dionisio de Tracia (o Dionysius Thrax, para darle su nombre latino). Muestra todo el genio de la época en su clara definición de la gramática como «conocimiento práctico del uso de los escritores en verso o prosa». Es evidente, por las principales divisiones del libro, que ha recibido su forma de su función. La literatura griega, cuando Dionisio escribió su gramática, tenía ya seis siglos de antigüedad. El idioma había cambiado con el paso del tiempo. La literatura había ido formándose en medio de una considerable variedad de dialectos, y en ese momento estaba siendo estudiada por pueblos no griegos de todo el mundo mediterráneo, para lo cual se necesitaba una ayuda, y ésta vino a aparecer bajo la forma de la gramática de Dionisio. Era su objeto suministrar un conocimiento práctico del uso correcto, y trataba de la corrección en la lectura, la explicación de las figuras del lenguaje, exposición de palabras y temas raros, etimología, doctrina de las formas gramaticales regulares y, finalmente, crítica de la poesía, que es descrita como «la parte más noble de todas». Reproducimos a continuación dos muestras de su contenido. 1) Las partes de la oración son definidas como: nombre, verbo, participio, artículo, pronombre, preposición, adverbio y conjunción. 2) Se define la lectura como «la expresión sin tropiezos de poesía o de prosa». Continúan luego las instrucciones: «Al leer en voz alta deben cuidarse la expresión, la acentuación y la puntuación. La expresión indica el carácter de la obra; la acentuación, la habilidad con que fue compuesta; la puntuación, el pensamiento en ella contenido. Nuestro fin debe ser leer la tragedia en forma heroica, la comedia en estilo familiar, la elegía plañideramente, la epopeya con firmeza, la lírica musicalmente, las endechas con tono lacrimoso y lastimero. Si no se observan estas reglas, se frustra la intención del poeta y se pone en ridículo el arte del lector». ¡Cuán admirable gramática ésta! Segura en el gusto, firme en la doctrina, concisa en la presentación, clara en su objetivo, se mantuvo durante unos trece siglos como un monumento tanto del elevado carácter literario de la civilización griega como del dominio que tenían los alejandrinos en el difícil arte del libro de texto. Esta obra data del año 100 a. C., aproximadamente.
Estamos aproximándonos al final del primer período de la ciencia alejandrina, y el momento es apropiado para echarle un vistazo general. Hacia fines del siglo III d. C. un obispo cristiano, Anatolio de Laodicea, se entregó a la tarea de formular algunas generalidades muy amplias sobre la ciencia griega, cuya consideración habrá de sernos útil. Hace notar que en la época de los pitagóricos —en la cual debemos interpretar que incluye a Platón y su escuela— los filósofos creían que sólo debían ocuparse de la realidad eterna e inmutable, libre de toda mixtura. Pero en época más reciente —continúa— los matemáticos han modificado sus opiniones y han comenzado a tratar no sólo de lo incorpóreo e ideal, sino también de lo corpóreo y sensible. «En una palabra —escribe—, el matemático debe ser ahora experto en la teoría del movimiento de los astros, sus velocidades, sus tamaños, sus constelaciones, sus distancias. Además, debe instruirse con respecto a las diversas modificaciones de la visión. Debe conocer las razones por las cuales los objetos no parecen a cualquier distancia lo que son en realidad; porque, aunque mantengan sus relaciones recíprocas, producen apariencias ilusorias en cuanto a sus posiciones y a su orden, ya sea en el cielo o en el aire, o en espejos y en otras superficies pulidas, o bien a través de medios transparentes. Asimismo, se opina ahora que el matemático debe ser ingeniero y entender de geodesia y cálculo, y ocuparse de la combinación de los sonidos para formar melodías agradables».
Los temas aquí subrayados —astronomía, óptica, mecánica, geodesia, aritmética aplicada, armonía— nos hacen recordar los aspectos prácticos que la ciencia había asumido en su viaje desde la Academia de Platón, a través del Liceo de Aristóteles, hasta el Museo de Ctesibio y Arquímedes. Indican también que había una importante omisión en la lista de las ciencias que hasta ahora veníamos describiendo, a saber, la óptica.
Esta materia tan importante, tratada muchas veces por los científicos alejandrinos, desde Euclides hasta Tolomeo, estaba dividida en cuatro partes principales: Óptica propiamente dicha, catóptrica, dióptrica y escenografía. La primera trataba de lo que ahora llamaríamos perspectiva, o sea los efectos visuales producidos por la observación de los objetos desde diferentes distancias y ángulos. La catóptrica trataba de los efectos producidos en los rayos de luz al refractarse en medios transparentes, o sea la reflexión en los espejos, formación del arcoiris, visión a través del prisma, espejos ustorios, etc. Podremos entender mejor lo que se incluía en la dióptrica mediante un examen del tratado de Herón de Alejandría sobre el instrumento de agrimensura llamado dioptra, que hacía entre los antiguos las veces de nuestros teodolitos. Se ocupa de problemas tales como: determinar la diferencia de nivel entre dos puntos dados; perforar un túnel a través de una montaña, comenzando por ambos extremos; construir un puerto sobre el modelo de un determinado segmento de círculo, dados los dos extremos. La cuarta sección, escenografía, es la aplicación de la perspectiva, sea a la arquitectura real o a los decorados escénicos. Trata de todo aquel tema fascinante en el cual nos introducen las palabras de un escritor del siglo VIII: «El objeto que el arquitecto se propone es producir una obra que esté bien proporcionada en apariencia, y, en la medida de lo posible, imaginar correcciones para las ilusiones ópticas, fijándose como objetivo la simetría y la proporción, no en realidad, sino según son juzgadas por la vista». Como es bien sabido, esta corrección de las ilusiones ópticas fue práctica de los arquitectos griegos y secreto de los maravillosos resultados que ellos obtenían. Sin duda, esta práctica tradicional fue sistematizada en un tratado en Alejandría, pero éste no ha llegado hasta nosotros.
Hemos dicho que los primeros doscientos años de la existencia del Museo fueron los más importantes. En realidad, antes de cumplirse ese plazo desde la fundación de Alejandría misma en 330, el Museo fue conmovido por una crisis con cuya descripción cerraremos este largo capítulo. El noveno de los Tolomeos, que se daba a sí mismo el nombre de Euergetes (o Benefactor) II, pero a quien los griegos de Alejandría llamaban el Malefactor o el Panzón, tuvo un largo y misterioso reinado, desde 146 hasta 117. De los monumentos que sobreviven se desprendería que hizo mucho bien a Egipto en su prolongado gobierno, pero su carrera ha sugerido al historiador que en realidad su falta consistió en que prefería gastar el dinero en fomentar las instituciones egipcias, en lugar de financiar a profesores extranjeros. El historiador Polibio, que visitó a Alejandría durante este reinado, manifiesta su disgusto por la situación que presentaba. Traza líneas divisorias bien definidas entre los tres elementos de la población: los egipcios, la clase gobernante griega, ya mestizada, y los soldados mercenarios extranjeros. Polibio dice que los egipcios nativos constituían una raza inteligente y civilizada. Afirma que los soldados mercenarios estaban desmandados y que habían olvidado la obediencia. Del tercer elemento de la población dice que, estando compuesto originariamente por griegos, había retenido alguna memoria de los principios helénicos, pero se había corrompido como consecuencia de su posición privilegiada en relación con los nativos. Añade a renglón seguido que el Panzón casi los había exterminado.
Esta persecución contra el elemento griego en Alejandría parece confirmada por informaciones de otras fuentes (Ateneo, IV, 83), según las cuales hubo un gran resurgimiento del saber en otras regiones griegas durante el gobierno de este monarca, pues no sólo exterminó a muchos alejandrinos, sino que exiló a muchos más. «Como resultado de esto, todas las ciudades y las islas se llenaron de gramáticos, filósofos, geómetras, músicos, pintores, gimnastas, médicos y otros artistas que viéndose obligados por la pobreza a convertirse en profesores produjeron muchos discípulos famosos». Viene al caso señalar que el gran gramático Dionisio parece haber escrito su gramática no en Alejandría, sino en Rodas, por lo cual probablemente deba considerárselo como uno de esos exiliados involuntarios. Pero no hay que suponer, pese a lo antedicho, que el Museo dejara de existir en aquel entonces. Hay pruebas, en efecto, de que sean cuales fueren las proporciones y las causas de su persecución contra los griegos, Tolomeo IX fue un protector del saber y de la literatura. No obstante, su reino marca un importante cambio. No sólo sucedió que hombres de ciencia, eruditos y artistas hubieron de dispersarse por muchas y muy distantes zonas, sino que Egipto y el conjunto del Mediterráneo oriental cayeron entonces bajo la influencia del poder romano. Roma misma se hallaba desde hacía cosa de un siglo tratando de producir su propia literatura. Los romanos todavía no habían producido ninguna gran obra científica, ni estaban destinados, por otra parte, a producir muchas en momento alguno. Pero sus gobernantes eran ahora hombres cultivados, que comenzaban a interesarse por el idioma griego, y habían tenido oportunidad de divertirse en su país con la comedia nativa de Plauto y de Terencio. Estos dos comediógrafos, así como el poeta épico-didáctico Ennio, ya habían vertido al latín mucho de la sutileza del espíritu griego. De aquí en adelante ya no nos ocuparemos de un mundo simplemente griego, sino grecorromano.
Y no sólo grecorromano. Cuando el poder político de Roma precipitó en su órbita a todo el mundo mediterráneo, de todos los pueblos que subyugó sólo hubo dos, y nada más que dos, poseedores de literaturas que estaban destinadas a sobrevivir y a influir sobre las mentes y los corazones de los hombres, a saber: el pueblo griego y el pueblo judío. Ahora bien: fue en Alejandría donde comenzó la penetración de la mentalidad europea por las escrituras de los hebreos. Allí se cumplió una tarca que hasta entonces no había tenido paralelo en la historia: la traducción de la literatura de una civilización al idioma de otra. Algunos opinan que la iniciativa en la traducción al griego de las escrituras hebreas partió de los Tolomeos y del Museo. La opinión más probable es que los judíos alejandrinos, que estaban olvidándose de su propio idioma, hayan efectuado ellos mismos la traducción para su propio empleo en las sinagogas. Sea como fuere, primero la Ley y luego los Profetas hicieron su aparición en idioma griego.
En tiempos de Tolomeo Fiscón (el Panzón), ya se había traducido todo el canon, y existía ya la Biblia Griega, o sea la versión de los Setenta. No es éste asunto de nuestro libro; pero, contemplado desde el punto de vista de su influencia mundial, es un producto tan grande y tan típico de los primeros doscientos años de la existencia de Alejandría como pueda serlo ciencia de Arquímedes o de Hiparco. La mezcla de ideas griegas y hebreas en Alejandría preparó el ambiente del cual surgiría la Cristiandad. Los Setenta suministraron el idioma en el cual se escribirían sus libros sagrados. Así, la Cristiandad fue preparada en Alejandría, conquistó Roma y llegó a fundar Constantinopla. Tendremos oportunidad, antes de terminar este trabajo, de referirnos nuevamente a esta importantísima creación alejandrina, la Biblia Griega.
NOTA BIBLIOGRÁFICA
Para la historia general del Museo, véase SANDYS, History of Classical Scholarship, vol. I. Para la ciencia de la época, son indispensables las dos obras maestras de T. L. HEATH, History of Greek Mathematics y Aristarchiis of Sainos. También es indispensable la obra de DUHEM, Systéme du Monde, vols. I y II. El libro de A. DE ROCHAS, La Science des Philosophes et l’Art des Thaumaturges es inteligente y claro, y rico en material poco común, pero ni tan erudito ni tan solvente como las obras de Heath o de Duhem. El artículo de JOTHAM JOHNSON, «Calendars of Antiquity» (Journal of Calendar Reform, Dic. 1936), bueno en sí mismo, contiene valiosas indicaciones bibliográficas. La mejor edición de la Gramática de Dionisio de Tracia es la de G. Uhlig, 1883. S. SAMBURSKY, The Physical World of the Greeks (1956), Physics of the Stoics (1759) (Routledge and Kegan Paul), expone brillantemente la teoría del continuo que con sorpresa el atomismo de la escuela epicúrea. Su tercer volumen, The Physical World of Late Antiquity (1962) [versión castellana: «El mundo físico a fines de la antigüedad», Eudeba, Buenos Aires, 1970] trata la historia de la física griega del siglo VIII d. C. y descubre en los trabajos de hombres como Simplicio y Juan Filópono un grado de agudeza y originalidad no reconocidos hasta el momento.

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