domingo, 24 de diciembre de 2017

Benjamin Ferrington.-La ciencia griega Segunda parte Prefacio y Capitulo I La Academia despues de Platón

La primera parte de este libro contiene la historia de la ciencia griega de Tales a Aristóteles, y un intento de definir su significado para el mundo moderno.
El período que abarca está comprendido entre los 600 y 322 a. C. Este período está dividido por la carrera de Sócrates. Se ha dicho que el período presocrático fue la época de formación de la ciencia griega. Fue el fruto, en el campo intelectual, de una sociedad razonablemente feliz que había lanzado un vigoroso ataque sobre la naturaleza y que contemplaba al hambre como a una criatura ingeniosa y bien dotada, capaz de mejorar ilimitadamente sus condiciones de vida. Como expresara un comentador entusiasta, «los grandes progresos teóricos fueron realizados por hombres que estaban bien al tanto de la ofensiva técnica contra el mundo de la naturaleza, y que gracias a esto llegaron a colocarse en una actitud positiva, investigadora y, hasta cierto punto, experimental».
El nombre de Sócrates está vinculado a un desplazamiento del interés, de la filosofía natural a la política y la ética. Este cambio de interés representó un cambio en las condiciones de la sociedad. El cuadro confiado del hombre consagrado al ataque de su medio ambiente natural llegó a su fin a causa de una crisis social. Esta crisis fue producida por el crecimiento de la institución de la esclavitud. El nivel del dominio técnico sobre la naturaleza alcanzado en ese momento ofrecía a los griegos la posibilidad de ocio cultivado para una minoría, y al mismo tiempo su expansión geográfica les ofrecía la posibilidad de esclavizar a pueblos más débiles y atrasados. La esclavitud dejó de ser una institución doméstica e inocua, para convertirse en un intento organizado de transferir las pesadas cargas del acarreo, la minería y muchos procesos agrícolas e industriales, a las espaldas de esclavos extranjeros. Se constituyó el ideal del ciudadano como individuo libre del trabajo manual, dando así lugar a una conveniente teoría según la cual la naturaleza había dispuesto que otras razas humanas eran ineptas para la ciudadanía, y sólo podían dedicarse al trabajo físico.
Una mala consecuencia de esto fue que el dominio de las técnicas, cuyo conocimiento funcional es esencial para muchas ramas de la ciencia, pasó a manos de los esclavos, concibiéndose así un ideal de la ciencia que era principalmente verbal y ajeno a la práctica. La palabra era asunto del ciudadano; el hecho, asunto del esclavo. Como Sir Clifford Allbutt dijera de Platón, quien es el gran exponente de esta etapa del pensamiento: «Platón, desgraciadamente, despreció las aplicaciones de la ciencia a las artes técnicas del hombre, sin percibir que de ellas surgen algunos de los más luminosos principios de la ciencia académica, pues la naturaleza es más ingeniosa, multiforme y sorprendente en la producción que en cualquier laboratorio.» (Greek Medicine in Rome, pág. 84).
Hubo, además otras malas consecuencias. La esclavitud hizo a los ricos, más ricos, y a los pobres, más pobres, concentrando la riqueza en las manos de quienes tenían dinero para invertir en esclavos, mientras que arrebató, tanto al pobre como al rico, toda iniciativa o empresa sobre el mundo natural. Como ciudadano, el pobre tuvo también su ideal de eludir el trabajo manual. El ciudadano pobre, en consecuencia, constituyó un proletariado que, al revés del proletariado moderno, estaba divorciado del proceso de la producción. Vivía con demasiada frecuencia una vida ociosa y parasitaria. La sociedad no había sido capaz de organizarlo para llevar el ataque a la naturaleza, o de ponerlo en condiciones de emprenderlo por su cuenta. Despojado y desorientado, también él quería ser transportado en hombros de los esclavos. La sociedad tendía a perder su carácter de organización de ciudadanos para la producción en común. Se convirtió, por el contrario, en un circo en el cual los ciudadanos ricos y los pobres se disputaban lo que había sido producido por el esclavo. Tales fueron las condiciones sociales bajo las cuales el interés cambió de la filosofía natural a la política y la ética, de la organización de la sociedad para el ataque a la naturaleza, al intento de impedir que la sociedad se destruyera a sí misma en una guerra civil perpetua y sin sentido.
Lord Acton tiene una frase terrible en sus ensayos Freedom, acerca de la sociedad clásica: «El objetivo de la política antigua era un estado absoluto fundado en la esclavitud». Tal es el ideal esbozado en Las Leyes, de Platón. La oligarquía, al reaccionar contra la inseguridad e inestabilidad de la época, llegó a obsesionarse con el problema de hallar sanciones mediante las cuales pudiera mantenerse la forma existente de la sociedad. La idea de que mediante el esfuerzo humano podía conquistarse un creciente dominio sobre la naturaleza, benéfico para la humanidad —punto de vista característico de una etapa anterior— se volvió menos distinta; ¿y cómo no habría de suceder así, viendo que en el lento Curso de la historia habrían de pasar más de mil años antes de que la estructura de la sociedad esclavista se disolviera, y el progreso técnico se volviera posible y fructuoso para los hombres? Coincidentemente, la actitud positiva, investigadora y experimental que había acompañado a la expansión de la civilización griega en el siglo VI y principios del V fue abandonada a medida que esa civilización declinó, para ser reemplazada por el desiderátum de un código legal inconmovible, protegido por sanciones divinas. Sir Clifford Allbutt se deleita al comprobar que la naturaleza es «ingeniosa, multiforme y sorprendente». Pero no es del todo exacto al fijar posiciones cuando dice que Platón no lo percibió así. Platón percibió demasiado bien el carácter inesperado de la naturaleza. Pero como lo que él buscaba en el mundo natural era un patrón de regularidad, orden y estabilidad para los ciudadanos, la naturaleza en su conjunto consternó a Platón profundamente. La astronomía fue la única ciencia natural por la cual mostró algún entusiasmo, y, como vimos en nuestra primera parte, sólo pudo tolerarla con ciertas condiciones, a saber, que el comportamiento de los cuerpos celestes, lejos de ser, multiforme e inesperado, debía ser uniforme y absolutamente incapaz, por toda la eternidad, de causamos sorpresa alguna.
La formulación de una complicada teología astral, entretejida con la trama de su estado ideal, y cuya creencia impuso por ley, fue el fruto último del pensamiento de Platón. Este punto de vista impresionó fuertemente durante su juventud a un discípulo de Platón, Aristóteles, quien contribuyó grandemente a elaborarlo y popularizarlo en sus primeros escritos. Pero más tarde, luego de fundar su propia escuela, luchó con éxito para devolver a una filosofía fundada en la observación y la experiencia de la naturaleza la posición dominante en el pensamiento de su época. El grado de éxito que obtuvo en este esfuerzo y, en particular, sus trascendentales realizaciones en el campo de las ciencias biológicas, fueron los últimos temas tratados en nuestra primera parte.
En esta segunda parte de nuestro libro continuaremos la historia desde Teofrasto hasta Galeno, o sea comenzaremos nuevamente con el Liceo de Atenas luego de la muerte de Aristóteles, en el año 322 a. C.; y terminaremos en Roma hacia el 200 d. C. Nuestra primera tarea será describir los estimulantes adelantos científicos logrados por Teofrasto y Estratón, los sucesores inmediatos de Aristóteles al frente del Liceo. Son adelantos de los cuales diríamos que hicieron época, si no fuera que no llegaron a determinar precisamente una época. Este fracaso será para nosotros tan interesante como los éxitos. Luego pasaremos con Estratón a Alejandría y seguiremos la suerte de la ciencia durante un par de siglos bajo los Tolomeos, después de lo cual volveremos nuestra atención a Roma, la nueva dueña del mundo mediterráneo.
Pero como en esta segunda parte del libro estaremos tan vitalmente interesados como en la primera con el significado que la ciencia griega tiene para nosotros, no podremos concluirla con la muerte de la ciencia antigua, sino que deberemos considerar también brevemente su renacimiento en el mundo moderno. Pues este segundo nacimiento de la ciencia griega es cosa sumamente extraordinaria. Sólo en días muy recientes —según la escala temporal del historiador de la civilización— los progresos modernos han convertido a la ciencia griega en asunto del pasado. Cuando la ciencia moderna comenzó a mostrar síntomas de vida vigorosa en el siglo XVII, muchos de sus pioneros creyeron —y con razón—, que no hacían sino retomar la vieja tradición griega que había quedado interrumpida durante más de mil años. La ciencia nueva era, en su opinión, una continuación de la ciencia griega. Los viejos libros griegos que la invención de la imprenta y el nacimiento de la erudición moderna estaban poniendo en sus manos, eran los mejores a su alcance: eran, en realidad, los libros que estaban más al día en diversas ramas del conocimiento. Para Vesalio y para Stevin, en el siglo XVI, las obras de Galeno y de Arquímedes no eran curiosidades históricas. Eran los mejores tratados anatómicos y mecánicos que existían. Aún en el siglo XVIII, para Ramazzini, el fundador de la medicina industrial, la medicina hipocrática continuaba siendo una tradición viva, y para Vico, el sociólogo más profundamente original antes de Marx, Lucrecio, con su filosofía epicúrea, pudo proveer una base para la nueva ciencia de la sociedad. Existe el sorprendente ejemplo de un libro de texto griego cuya validez ha permanecido virtualmente indiscutida hasta nuestro propio siglo. Durante la generación anterior, Euclides y la geometría eran aún términos sinónimos en las escuelas inglesas.
¿Por qué murió la ciencia griega, pese a guardar en sí una vitalidad tal como para hacerla capaz de un segundo nacimiento? Esta muerte y resurrección o este sueño y despertar, constituyen nuestro problema. En el intento de hallar una solución para este problema, daremos con el significado que para nosotros tiene la ciencia griega. Y en consecuencia, luego de nuestro viaje a Atenas vía Alejandría y Roma, nos preguntaremos por qué la ciencia, tras haber caído en profundo letargo, volvió a surgir a la vida en los Países Bajos, en Alemania, en Italia, en Francia, en Inglaterra.
Al suscitar esta cuestión y al buscarle respuesta, seguiremos el mismo método que en nuestra primera parte. No trataremos de la ciencia aisladamente, sino en sus relaciones con los acontecimientos técnicos, sociales y políticos en medio de los cuales se desarrolló.
NOTA BIBLIOGRÁFICA
Sobre la cuestión de las causas de la declinación general de la sociedad antigua y su relación con la historia del pensamiento, véase F. WALBANK, «The Causes of Greek Decline», (Journal of Hellenic Studies, vol. LXIV, 1944) y The Decline of the Roman Empire in the West, Henry Schuman, Nueva York, 1953.

CAPÍTULO I

LA ACADEMIA DESPUÉS DE PLATÓN
Cuando Platón murió, en 348/7 a. C., dejó tras de sí una concepción mística del universo expresada en sus diálogos en una combinación única de lógica y teatro. Su debilidad no consistía en que le faltara un apoyo argumental, sino en que no estaba abierta a correcciones de la experiencia. No era tanto irracional como acientífica. Su carácter general era dualista, involucrando un fuerte contraste entre mente y materia, cuerpo y alma, dios y mundo, tiempo y eternidad. Sus ideas fundamentales derivaban de las doctrinas religiosas de los órficos, tal como habían sido refinadas y racionalizadas por la escuela pitagórica. En el último de sus diálogos, Las Leyes, aparece una doctrina derivada de los parsis, con un alma del mundo maligna. Este precedente del diablo cristiano es responsabilizado, entre otras cosas, de las falsas doctrinas de los grandes rivales de Platón, los atomistas. En oposición a sus doctrinas, Platón mismo enseña: 1) una concepción telealógica de la naturaleza, 2) la creencia en la transmigración de las almas, 3) la teoría de una progresiva decadencia de la creación (derivando las mujeres de hombres inferiores, y todos los animales subalternos de diversos tipos de degeneración humana) y 4) la adoración de los astros, especialmente los planetas, como los tipos de vida más elevados.
Dentro de su propia escuela sus sucesores conservaron sus escritos, pero nada pudieron hacer para desarrollar su pensamiento. Las creencias místicas que hemos enumerado no eran susceptibles de desarrollo. Ni tampoco lo era, por cierto, la Teoría de las Ideas. El gran erudito de Cambridge, Henry Jackson, escribe: «La metafísica fue, como bien se ha dicho, nada más que un breve interludio en la historia del pensamiento griego. Comenzó con Platón y con él terminó». Puede agregarse que la esperanza, en la cual ha caído la erudición moderna, de que Platón haya enseñado oralmente en la Academia una filosofía sistemática diferente de la expuesta en los diálogos en forma popular, que podemos recuperar asimismo mediante el estudio de Aristóteles y de otros discípulos, parece estar a punto de ser abandonada por engañosa. La única rama de la enseñanza de la Academia realmente susceptible de desarrollo era las matemáticas, y en ella continuó realizándose una notable labor. Fuera de ella poco o nada hay. Platón fue sucedido en la dirección de la Academia por su sobrino Espeusipo (347-339). Jackson nos recuerda que éste fue un biólogo, sin afición por la metafísica. Ni siquiera fue una gran figura en biología. El jefe siguiente fue Jenócrates (339-314). Acerca de él hace notar Jackson: «Fue un moralista complaciente que por inclinación piadosa enseñaba la filosofía de Platón sin entenderla». La historia ha demostrado que éste es el tipo de platónico prolífico y persistente. Sigue diciendo Jackson: «Luego vinieron otros moralistas, y después de ellos epistemólogos con inclinación escéptica. Así, dentro de la escuela no hubo quien preservara una tradición inteligente». Es importante entender que a través de toda la antigüedad (y la escuela persistió durante unos novecientos años) no hubo en realidad un desarrollo, sino meramente una supervivencia del platonismo.
EL LICEO DESPUÉS DE ARISTÓTELES
La suerte del Liceo, que Aristóteles había fundado como escisión de la Academia, y donde en los últimos trece años de su vida (335-322) alcanzó tan sorprendentes resultados en la investigación biológica e histórica, fue muy diferente de la de la Academia. Los sucesores inmediatos de Aristóteles, Teofrasto y Estratón, fueron gigantes comparables con él, y, aunque la escuela de Atenas no tiene una historia real después de ellos, no expiró sin antes pasar la antorcha al Museo de Alejandría, que la mantuvo bien encendida por lo menos durante otros ciento cincuenta años. Del Liceo y de su renuevo, el Museo de Alejandría, salió, en los doscientos años que separan a Aristóteles de Hiparco, una sucesión de grandes tratados orgánicos[1] sobre diversas ramas de la ciencia —botánica, física, anatomía, fisiología, matemáticas, astronomía, geografía, mecánica, música, gramática—, los cuales, modelados en gran parte sobre las obras del propio Aristóteles, y por encerrar y desarrollar el espíritu de éstas, constituyen, con la adición de unas pocas contribuciones posteriores de hombres como Dioscórides,[2] Tolomeo y Galeno, el más alto nivel de las realizaciones de la antigüedad y el punto de partida de la ciencia del mundo moderno.
Cuando Aristóteles murió, dejó a sus sucesores una vasta colección de materiales sobre física, metafísica, ética, lógica, política y biología. Estos escritos han llegado hasta nosotros, pero no son de lectura fácil. Cuenta un escritor antiguo que Aristóteles impartía dos clases de instrucción. Dictaba lecciones formales por la mañana a estudiantes regulares que habían dado pruebas de aptitud, rendimiento, celo y laboriosidad. Por la tarde daba enseñanza más popular a un público más amplio. Cuando Alejandro el Magno, de quien Aristóteles había sido tutor, tuvo noticia de que se habían publicado los temas de las lecciones matutinas, escribió a su maestro en son de protesta: «Si has hecho público lo que hemos aprendido de ti, ¿en qué seremos superiores a los demás? Y sin embargo, yo aspiro más a sobresalir en conocimientos que en poder y riquezas». Aristóteles le dijo que no se preocupara. «Las lecciones privadas —escribió— son a la vez publicadas no publicadas. Nadie podrá entenderlas fuera de los que han recibido también da instrucción oral». Esto aclara el carácter general de los escritos de Aristóteles que han sobrevivido. Constituyen un cuerpo de doctrina formal en lenguaje técnico o semitécnico, que demanda un empeñoso aprendizaje. En cuanto a su estilo, sólo en algunas ocasiones están pulidos por completo. Lo más frecuente es que revistan la forma de apuntes de lecciones más o menos elaborados.
Junto con este cuerpo de materiales Aristóteles legó a su escuela una tradición de investigación organizada. Una biblioteca y laboratorios formaron parte del equipo de su escuela, y el carácter objetivo y factual del programa de investigación posibilitó, tal vez por primera vez en la historia, una combinación de dirección de estudios, trabajo en equipo, y libertad de pensamiento. Es notorio que muchas manos colaboraron en la compilación de las 158 constituciones de las ciudades-estados, destinada a formar la base factual de su filosofía política. También puede inferirse atinadamente que muchos contribuyeron a la colección de materiales para sus tratados biológicos. La libertad de pensamiento que caracterizó al Liceo es demostrada tanto por los rápidos cambios que en él se produjeron como por los puntos de vista divergentes de quienes trabajan en su seno a un mismo tiempo. En la generación inmediatamente posterior a Aristóteles hubo una división de las opiniones de la escuela, acerca de si era mejor la vida activa o la teórica. Un ejemplo tanto de la división del trabajo como de un nuevo sentido de la importancia de la historia del pensamiento, por imperfecto que fuera aún su desarrollo, se revela en la asignación a varios miembros de la escuela de la composición de historias de las diversas ramas del conocimiento. A Teofrasto se le asignó la filosofía natural, Eudemo las matemáticas y la astronomía, a Jenócrates la geometría, a Menón la medicina; Dicearco escribió una historia de la cultura griega. Tal fue la institución que modeló a los dos grandes hombres a los cuales hemos de referirnos en el resto del presente capítulo.
TEOFRASTO Y LA CRÍTICA DE LA TELEOLOGÍA
Teofrasto nació en Eresos, en la isla de Lesbos, hacia el año 373 a. C., de modo que era aproximadamente doce años menor que Aristóteles. Era hijo de un botanero, profesión importante en aquellos días. Vale la pena mencionar el dato, tanto como interesa recordar que el padre de Aristóteles era médico. Los niños nacidos en el hogar de un rentista, donde el padre obtenía sus ingresos de fincas gobernadas por un mayordomo esclavo, no tenían una oportunidad semejante para entender el aspecto práctico de la ciencia. Teofrasto, en realidad, demostró entender bastante bien el hecho de que la ciencia no sólo debe dar respuestas lógicas a preguntas enigmáticas, sino también conducir a los resultados deseados en la práctica. Comenzó su educación superior, lo mismo que Aristóteles, en la Academia, con Platón. Luego de la muerte de éste se incorporó al Liceo de Aristóteles, y allí fue su discípulo y amigo y finalmente su sucesor. Como Aristóteles murió a los sesenta y tantos años, mientras que el alumno llegó a los ochenta y cinco, resulta que Teofrasto sobrevivió a Aristóteles unos treinta y cinco años. El período comprendido entre los años 322 y 287, durante los cuales Teofrasto dirigió el Liceo, fue extraordinariamente fructífero para la ciencia. Éste es un hecho que no siempre ha sido reconocido. En verdad, hasta que las investigaciones de los últimos cincuenta años adelantaron lo suficiente como para trastornar la opinión establecida, Teofrasto permaneció, a la sombra de su gran maestro. Ahora es evidente que debemos ver en él una figura independiente, tan original como industriosa. Tuvo la ventaja de vivir y trabajar hasta la edad de cincuenta años con una de las figuras más grandes de la historia de la ciencia. Pagó esta deuda logrando notables progresos en relación con su maestro. Si todas sus obras se hubieran conservado, formarían, a grandes rasgos, una colección de unos cincuenta volúmenes de cincuenta mil palabras cada uno. Lo que de ellas queda bastaría para formar cuatro o cinco de esos volúmenes, y nos servirá para indicarnos los progresos que efectuó en tres sectores principales: metafísica, biología, y la doctrina de los cuatro elementos.
Entre las obras conservadas de Teofrasto se encuentra un breve trabajo intitulado Metafísica. Su extensión —sólo ocupa diecinueve páginas en la edición de Ross y Forbes— no está en relación con su importancia ni con su dificultad. Es difícil porque pertenece a esa clase de escritos técnicos que sólo podían ser completamente entendidos por quienes se hallaban bien familiarizados con la enseñanza del Liceo. Es importante porque suscita cuestiones fundamentales para la constitución de una ciencia de la naturaleza basada en la observación. Teofrasto distingue el estudio de los primeros principios, es decir, la Metafísica, del estudio de la naturaleza, al cual los griegos llamaban Física, y trata de definir las limitaciones y vinculaciones de estas dos disciplinas. La naturaleza, nos dice, es más diversa y desordenada, y su estudio depende de las pruebas suministradas por los sentidos. Los Primeros Principios son definidos e inmutables, por hallarse en relación con los objetos de la razón, que están libres de movimiento o de cambio. Teofrasto agrega que los hombres contemplan a este último como un estudio más grande y más digno. Evidentemente, no está satisfecho con esta conclusión, pues su propósito es despejar el camino para un nuevo progreso en la ciencia fundada en la observación.
Se recordará que Aristóteles, en su Metafísica, había preparado el camino para sus estudios biológicos mediante su doctrina de la «forma inmaterializada» (véase cap. VIII de la Primera Parte). La noción general desprendida de esta doctrina es que la naturaleza orgánica es el resultado de un proceso en el cual un poder llamado Naturaleza o Dios impone a la Materia, en la medida de lo posible, ciertas Formas concebidas como algo en cierto modo bueno. La forma humana, por ejemplo, siempre que sea masculina, griega y libre, es algo bueno. Pero la Naturaleza no siempre puede imponer algo tan refinado a la Materia. De aquí las formas menos perfectas de las mujeres, los no-griegos y los esclavos, y, a mayor distancia, de los animales y hasta de las plantas. Pero aunque la Naturaleza no es todopoderosa, es legítimo y necesario preguntarse siempre en el estudio de sus obras a qué objetivo apuntaba, y suponer como principio que no hace nada en vano.
Ésta es toda la concepción que Teofrasto desea someter a un nuevo análisis. Primero se pregunta si existen Primeros Principios, entes de razón, aparte de los matemáticos. No puede aducir ninguno. Pero esto lo lleva a la cuestión ulterior de si los principios de las matemáticas son también adecuados para explicar la Naturaleza. Esto lo niega por dos razones muy interesantes. Primero, dice que los principios matemáticos mismos parecen ser invención humana. Han sido creados por los hombres en el proceso de investir a las cosas con figuras, formas y proporciones, y no tienen existencia independiente. Segundo, los principios de las matemáticas parecen incapaces de impartir vida y movimiento a las cosas.
Esta segunda objeción lo conduce a una interesante especulación que va a la raíz misma de la filosofía idealista. En la filosofía presocrática materialista el movimiento había sido contemplado como el modo de existencia de la materia. Pero Platón había enseñado que la materia es esencialmente inerte y que su movimiento requiere explicación. Esta explicación había intentado darla asignando el Alma como causa del movimiento, introduciendo así la concepción dualista sobre la cual, en última instancia, descansa todo idealismo. Aristóteles había lidiado con el problema legado a la filosofía por Platón, a saber, cómo el Alma, siendo ella misma inmóvil, podía ser la fuente del movimiento de las demás cosas. Le había dado respuesta mediante una analogía. El Alma atrae a la Materia del mismo modo que la persona amada atrae al amante. Todo el movimiento y la actividad de la naturaleza, en particular la revolución de los cielos, no es sino el esfuerzo de la Materia por aproximarse al Alma. Teofrasto suscita ahora toda la cuestión, menciona la solución de Aristóteles sólo para rechazarla, y pregunta a su vez si es realmente necesario hallar una explicación del movimiento de los cielos. Vuelve, en rigor, a la posición presocrática. «Ser movido —escribe— es algo propio de la naturaleza en general, y del sistema celeste en particular. De aquí que si la actividad integra la esencia de cada objeto natural, y una cosa particular cuando es activa se halla también en movimiento, como en el caso de los animales y de las plantas (que si no estuvieran en movimiento serían animales y plantas sólo en el nombre), es claro que también en su rotación el sistema celeste está de acuerdo con su esencia, y si estuviera divorciado de ella y se mantuviera en reposo, sería un sistema celeste sólo en el nombre, pues la rotación es una suerte de vida del universo. Seguramente entonces, si la vida en los animales no necesita explicación, o sólo ha de explicarse de esta manera, ¿no podría suceder que en el cielo y en los cuerpos celestes el movimiento no necesitara tampoco explicación, o que hubiera de explicarse de manera especial?».
Habiendo desechado en esta forma todo el esfuerzo por crear una teología como trataron de constituirla Platón y Aristóteles a partir de lo que sabían (o se propusieron creer) sobre los movimientos de los cuerpos celestes, Teofrasto procede en su ultimo capítulo a penetrar en el sanctasantórum, el mismísimo principio teleológico. «Con respecto a la opinión según la cual todas las cosas tienen un fin y nada existe en vano, la asignación de fines no es en general tan fácil como se acostumbra a afirmar». Esta protesta contra la aserción antojadiza de la finalidad universal y contra la temeridad con que algunos filósofos asignaban fines a las cosas la sostiene Teofrasto con poderosos argumentos. ¿Cuál es el objeto —pregunta— de las inundaciones y desbordamientos del mar, de las sequías y las lluvias torrenciales? En los animales, ¿cuál es la utilidad de las mamas en los machos, o del vello en ciertas partes del cuerpo? Pero la más importante y la más conspicua falta de propósito en la Naturaleza es la que afecta a la nutrición y al nacimiento de los animales. La presencia o la ausencia de las condiciones en que una u otro pueden ocurrir está sujeta a meras coincidencias. Si la Naturaleza se propusiera facilitárselas a los animales, lo haría siempre y de modo uniforme. Luego, sin mencionar el nombre de Aristóteles, escoge de la obra de éste ejemplos del modo teleológico de explicación, sólo para rechazarlos. Su opinión es que para que la ciencia pueda progresar debe ponerse freno a la irresponsable teleología. Concluye con las siguientes palabras: «Debemos tratar de poner un límite a la asignación de causas finales. Éste es él pre-requisito de toda la investigación científica del universo, o sea, de las condiciones de existencia de las cosas reales y de sus relaciones recíprocas».
En opinión del botánico e historiador de la ciencia suizo Senn, la crítica de la teleología que Teofrasto lleva a cabo con tal firmeza en su Metafísica podría aplicarse confiadamente para determinar las fechas de aquellos de sus trabajos botánicos que han llegado hasta nosotros. Las obras botánicas que se han conservado son dos: la Historia de las plantas, en nueve libros, y Las causas de las plantas, en seis. La opinión de Senn, apoyada por Brunet y por Mieli, es que esta división de los escritos botánicos no fue establecida por su autor, sino que representa el trabajo de los editores del Museo de Alejandría, quienes, al distinguir entre aquellos pasajes de los escritos de Teofrasto donde éste empleaba el principio teleológico, y aquellos en los cuales lo evita cuidadosamente, los agruparon en volúmenes separados. De acuerdo con esto, Las causas de las plantas vendría a representar una colección de los primeros escritos de Teofrasto, en los cuales, hallándose aún bajo la influencia de Aristóteles, quien «superó a todos los demás filósofos naturales en el descubrimiento de las causas» (DIÓGENES LAERCIO, V, 32), cayó en el modo teleológico de explicación, mientras que la Historia de las plantas, representarla las obras compuestas luego de la crítica de la teleología que acabamos de mencionar en la Metafísica.
Es loable el acento que Senn pone en la crítica de la teleología por Teofrasto, pero las conclusiones que de ello extrae no pueden ser aceptadas. Como ha indicado Regenbogen en un estudio magistral, Teofrasto sólo se propuso poner un límite al empleo del principio teleológico, pero no prescindir de él enteramente. Lo que deseaba no era un rechazo tajante del principio, sino una reserva escéptica en su aplicación. Parecería, por cierto, haber llegado a la muy moderna conclusión de que la suposición de un fin para explicar fenómenos es inadmisible, mientras que la colección de cualquier evidencia que pueda parecer indicadora de un propósito es una actividad legítima de la ciencia. Que ésta es la interpretación más exacta de la actitud de Teofrasto es algo apoyado también por el hecho de que la idea de fin no está completamente excluida de la Historia, mientras que la crítica de la teleología, por su parte, tampoco está en verdad ausente de las Causas. No hay razón bastante para invertir el criterio tradicional, que considera a la Historia como la primera de ambas obras. Senn tuvo que invertir este orden para mantener su tesis. La verdad parecería ser que la crítica de la teleología, que no está ausente ni siquiera en las páginas de Aristóteles,[3] se vuelve más libre y audaz en Teofrasto, pero ello debe mirarse como un signo de su carácter escéptico científico, mantenido a lo largo de toda su carrera, más que como una crisis de pensamiento sobrevenida algunos años después de la muerte de Aristóteles, crisis que lo habría encontrado teleologista y lo habría convertido en empirista. No hay pruebas de crisis alguna. En cambio, hay en todas partes evidencia de su reserva escéptica.
Bastará con esto sobre la crítica de la teleología según se revela en sus tratados biológicos. No podemos discutir estos tratados en detalle, pero antes de abandonarlos debemos indicar cuál fue probablemente la mayor contribución al conocimiento debida a Teofrasto. Ella reside en haber establecido una neta distinción entre el reino animal y el reino vegetal. En la primera parte (cap. VIII) hemos llamado la atención sobre el famoso pasaje de Aristóteles (Anatomía de los animales, IV, 10), en el cual, siguiendo a Platón, éste aventura la teoría de que los animales descienden de los hombres. Si hubiéramos continuado con Aristóteles, habríamos comprobado que llegó a derivar las plantas de los animales. Sostuvo una teoría, no de la evolución, sino de la degeneración, a partir del hombre, continuando con los animales, hasta terminar en las plantas. Todo lo que nos interesa ahora de esa teoría es que no contiene diferenciación clara entre animales y plantas. Aristóteles no había conseguido definir la diferencia. En la organización de la investigación en el Liceo, Aristóteles se había encargado de la tarea de poner orden en el reino animal, y había dejado las plantas a su discípulo. Pero sin proponérselo había creado un obstáculo inicial para el establecimiento de una sólida ciencia botánica, al trazar un paralelo demasiado estrecho entre las partes de los animales y las de las plantas. Observando correctamente las analogías funcionales entre las diversas partes de los animales y las de las plantas, dedujo de ellas una analogía morfológica insostenible.
El primer libro de la Historia se encamina precisamente a aclarar esta confusión. Teofrasto capta en seguida la diferencia fundamental entre las partes de los animales y las de las plantas. En los animales entendemos como una parte algo que es permanente una vez que ha aparecido, salvo que se pierda por enfermedad, vejez o lesión. Pero en las plantas muchas partes —flor, hoja y fruto— se renuevan y mueren todos los años. El nuevo retoño debe ser incluido también en esta categoría, pues las plantas brotan año tras año por encima y por debajo del suelo. Si aceptamos todas éstas como partes de la planta, como en verdad debemos hacerlo, el número de las partes de una planta (al contrario de las partes de los animales) es indeterminado y cambia constantemente. Tal vez, entonces —continúa—, introduciendo nuevamente su divergencia con su maestro sin mencionar el nombre de éste, no debiéramos esperar hallamos con una completa correspondencia entre las partes de las plantas y las de los animales, y sería temerario incluir los frutos como partes de las plantas, cuando no incluimos como partes de los animales a sus hijos. Redondea su exposición con estas enérgicas palabras: «Es una pérdida de tiempo forzar comparaciones allí donde no existen, y ello constituye un obstáculo para nuestra rama especial del conocimiento». En este estilo magistral pero discreto Teofrasto separó al reino animal del vegetal, y estableció la ciencia de la botánica a una altura tal, que no habría de elevarse por encima de ella hasta los tiempos modernos.
Igualmente magistral es su crítica de la doctrina tradicional de los cuatro elementos. Para todas las escuelas antiguas era doctrina aceptada que, cualquiera fuese la estructura última de la materia, ésta se presentaba a la observación humana bajo cuatro formas primarias: Tierra, Agua, Aire y Fuego, cada una de las cuales se distinguía de las demás por la posesión de ciertas cualidades. En la doctrina aristotélica la Tierra era seca y fría; el Agua, húmeda y fría; el Aire, húmedo y caliente; el Fuego, seco y caliente. La Sequedad, la Humedad, el Calor y el Frío eran Formas que al ser aplicadas en pares a la Materia indiferenciada trajeron a la existencia las cuatro sustancias primarias de las cuales estaba formado el universo. Cada uno de los elementos compartía una cualidad con otro, y se sostenía que esta cualidad común facilitaba su mutua transformación —suponiéndose que este proceso tenía lugar continuamente en la naturaleza. Tal era el punto de vista tradicional, en su forma aristotélica. La capacidad de Teofrasto para trascender y profundizar ésta concepción está probada por un fragmento, de veintitrés páginas de extensión, que forma parte de un tratado Sobre el fuego. El pasaje inicial es de gran importancia para nosotros. A continuación lo damos traducido, en forma ligeramente condensada:
De todos los elementos, es el Fuego el que tiene las propiedades más notables. El Aire, el Agua, y la Tierra sólo pueden transformarse uno en otro: ninguno de ellos puede generarse a sí mismo. El Fuego, no sólo puede generarse a sí mismo, sino que puede extinguirse a sí mismo. Un fuego pequeño puede engendrar uno grande; uno grande puede apagar uno pequeño (Teofrasto explica lo que quiere dar a entender por esto último: una lámpara colocada sobre una hoguera se apaga). Además, casi todas las formas de engendrar fuego parecen involucrar fuerza. Por ejemplo, el golpe del pedernal sobre el hierro, el frotamiento de dos maderas y la generación de fuego en el aire por el amontonamiento y choque de las nubes. El contraste entre la fuerza involucrada en la generación del fuego y la transformación recíproca natural de los otros tres elementos nos brinda una notable conclusión. Podemos generar fuego, pero no podemos generar los otros tres. Ni siquiera cuando cavamos un pozo damos ser al agua, sino que meramente la hacemos visible al reunirla a partir de un estado disperso. Pero todavía falta mencionar la mayor y más importante de las diferencias. Los otros elementos son autosubsistentes, no necesitan un substrato. El fuego sí lo necesita —al menos aquel fuego que podemos percibir por nuestros sentidos. Esto es cierto ya sea que incluyamos o no a la luz en nuestro concepto de fuego. Si incluímos la luz, ésta requiere aire o agua como medio. Si no incluímos la luz, tanto el fuego de la llama como el de la brasa encendida existen en un substrato. La llama es humo encendido. El carbón es un sólido tesoro. No importa si él fuego está en el cielo o en la tierra. En el primer caso es aire encendido, en el segundo caso es alguno de los tres otros elementos ardiendo, o bien dos de ellos. Hablando en términos generales, el fuego siempre está comenzando a existir. Es una forma del movimiento. Parece a medida que llega al ser. Parece en cuanto abandona su substrato. Esto es lo que querían decir los antiguos cuando afirmaban que el fuego siempre está en busca de alimento. Vieron que no podía subsistir sin su material. ¿Qué sentido tiene, pues, llamar al Fuego Primer Principio, si no puede subsistir sin algún material? Pues, como hemos visto, no es una cosa simple, ni puede existir antes que su substrato y su material. Podría argüirse, por supuesto, que en la esfera más externa existe una especie de fuego consistente en calor puro y sin mezcla. Si así fuera no podría arder, y arder es la naturaleza del fuego.
Es difícil que el lector comprenda el adelanto científico registrado en este pasaje sin reproducir una larga cita de Aristóteles, para la cual no tenemos lugar. Deriva su carácter especial de su acumulación de observaciones cuidadosas de procesos tanto naturales como artificiales, y del estrecho contacto que el razonamiento conserva con los hechos observados.
La gran novedad de esto será evidente para quien se remita al tratado de Aristóteles De la generación y la corrupción, y lea los primeros cuatro o cinco capítulos del libro II. Allí encontrará mucha lógica y muy poca observación. La comparación de ambos pasajes le hará comprender la diferencia entre estudiar filosofía natural con los ojos de la razón, o con los ojos de los sentidos. Es claro que se están produciendo grandes cambios en el Liceo, pero estos cambios están en la línea del propio desarrollo de Aristóteles. La práctica de la observación que él mismo había empleado con tanto éxito en el terreno de la biología (véase cap. VIII de la Primera Parte) es extendida ahora por su discípulo al estudio de la materia inorgánica e inanimada. Es evidente también que el nuevo método empírico no tardará mucho en barrer las concepciones físicas que Aristóteles había traído consigo de la Academia. La observación de que el fuego no puede existir sin un substrato, que el fuego es algo que está ardiendo, conduce de inmediato a la teoría de que el fuego no es un elemento sino más bien un compuesto, y luego a la sugestión más evolucionada de que lo Caliente y lo Frío no son en realidad principios aristotélica y preparan el camino para Estratón.
En su Metafísica, Teofrasto deja caer, la observación de que en nuestros esfuerzos por entender el comportamiento de la materia «debemos en general proceder mediante referencias a las artes y trazando analogías entre los procesos naturales y los artificiales» (8a, 19, 20). En la primera parte hemos hablado extensamente sobre la importancia de este enfoque para los precursores científicos griegos. Lo que Teofrasto quiere dar a entender mediante esto es abundantemente ilustrado por su fragmento Sobre el fuego, así como por otros de sus escritos. En la veintitantas páginas de este tratado hay centenares de observaciones tanto de procesos naturales como artificiales. Cuando los estudiamos con cuidado vemos que la atención prestada a los procesos artificiales involucrados en las artesanías agudiza su observación de los procesos naturales y le sugiere su explicación. Así, en el ejemplo anterior, al afirmar que el fuego generalmente requiere fuerza o violencia para ser engendrado, agrupa en una misma sentencia los medios artificiales que los hombres emplean para encenderlo, y el fenómeno natural del rayo, que en esta forma alcanza su explicación. Más adelante compara el color rojo que asume a veces la luz con la llama roja de los leños verdes, y decide que ésta recibe su color del exceso de elemento húmedo y térreo contenido en dichos leños en comparación con los que están curados, y que el sol adquiere su tinte rojizo siempre que «el aire está denso».
ESTRATÓN Y LA INVESTIGACIÓN EXPERIMENTAL
Este constante ir y venir de comparaciones entre las observaciones de los fenómenos naturales y las de los artificiales es la raíz de donde ha crecido la técnica del experimento. Por supuesto, todavía no constituye una tal técnica. Pero con el nombre de Estratón alcanzamos el punto en el cual la ciencia griega establece plenamente una técnica del experimento, y podemos detenernos por un momento a rastrear algunos de los pasos mediante los cuales se logró un progreso tan decisivo e importante en el método científico. El botánico suizo Senn, que ha hecho contribuciones tan importantes a la historia del pensamiento científico, también puede ayudamos aquí En un examen de los escritos hipocráticos hace una distinción entre dos tipos de comparaciones que ellos contienen. Con mucha frecuencia nos encontramos con comparaciones entre los procesos fisiológicos que son investigados, y experiencias frecuentes en la vida práctica. El autor, por ejemplo, hace una observación como ésta: «Es tal como si añadiéramos agua fría al agua hirviente: ésta deja de hervir». Aquí, un fenómeno de la medicina que el autor trata de comprender es ilustrado mediante una referencia a una experiencia común, pero no se sugiere que el alumno deba tratar él mismo de efectuar el experimento, Sin embargo, con menor frecuencia, llegamos a una fórmula de este tipo: «Si haces esto y aquello, comprobarás que sucede tal y tal cosa». Ahora parece claro que se invita al estudiante a repetir el experimento por sí mismo, suponiéndose que así ha de hacerlo en efecto.
Un buen ejemplo de experimento de esta índole se encuentra en Medicina antigua (cap. XXII). El autor inculca aquí al estudiante que hay una relación entre la estructura de los órganos internos del cuerpo y las funciones que éstos desempeñan. Sienta el principio general de que el funcionamiento de las vísceras, por estar éstas ocultas, puede estudiarse con más comodidad examinando objetos exteriores de forma similar. «Ahora bien, ¿qué estructura se halla mejor adaptada a extraer y atraer fluido del resto del cuerpo: la hueca, con boca amplia, la maciza y redonda, o la hueca y fusiforme? Creo que la mejor adaptada es una vasija grande y hueca, con una boca fusiforme. Estos principios deben ser aprendidos de los objetos externos y visibles. Por ejemplo, si abres tu boca del todo, no absorberás fluido alguno; pero si contraes y haces sobresalir tus labios, o si los aprietas y colocas un tubo entre ellos, fácilmente podrás chupar cuanto desees. Asimismo, las ventosas, que son anchas y ahusadas, reciben esa forma para extraer y succionar la sangre de la carne. Hay muchos otros ejemplos de la misma clase. Ahora bien: dentro del cuerpo humano, la vejiga, la cabeza y el útero tienen esa forma. Es evidente que esos tres órfanos atraen poderosamente, y que siempre están llenos del fluido procedente del exterior».
Aquí hay algo a todas luces diferente de una mera referencia a un suceso habitual utilizado con carácter ilustrativo durante una discusión. Aquí se pide al oyente que ejecute un acto confirmativo, que repita la experiencia. Todavía es algo rudimentario en su desarrollo, pero es un experimento genuino. Este método, que entre las escuelas más antiguas se encuentra con mayor claridad en los pitagóricos, sólo es empleado ocasionalmente por los demás presocráticos, o por la Academia, o aún por los peripatéticos hasta Teofrasto inclusive. Su florecimiento repentino se produce justamente con su sucesor de Teofrasto Estratón.
Considerando la importancia de este hombre, nuestros conocimientos acerca de él son en verdad misérrimos. Sabemos que nació en Lampsaco y que vivió por algún tiempo en el palacio real de Alejandría, antes de ser nombrado para dirigir el Liceo en Atenas; sabemos asimismo que estuvo al frente de dicha institución desde 287 hasta 269. Debe de haber sido ya famoso antes de presidir la escuela aristotélica, pues de lo contrario no habría sido llamado por el primero de los Tolomeos (Soter) para supervisar la educación de su hijo, el segundo Tolomeo (Filadelfo), motivando así la residencia de Estratón en Alejandría. Difícilmente tendría menos de cuarenta años de edad, y bien podría haber llegado a los cincuenta cuando se hizo cargo de su puesto en Atenas. Diógenes Laercio nos ofrece una lista de alrededor de cuarenta de sus escritos, pero el tiempo nos ha arrebatado la totalidad de ellos, y la erudición moderna todavía no ha finalizado la tarea de suministrarnos una edición científica de los fragmentos de sus obras que pueden espigarse de autores más recientes.
Con todo, el historiador Polibio, que vivió unos cien años más tarde, nos dice que se lo conocía en la antigüedad bajo el nombre de El Físico (por supuesto, en el viejo sentido griego del término, o sea el filósofo natural). Cicerón explica la elección de este título diciéndonos que Estratón «abandonó la ética, que es la parte más necesaria de la filosofía, y se dedicó a la investigación de la naturaleza». No es probable que Cicerón haya sido el único en condenar tal elección, y el hecho de que ésta haya acarreado críticas a Estratón en sus propios días está abonado por otro juicio de Polibio, según el cual «sus escritos críticos y polémicos eran brillantes, pero la exposición de sus propias ideas, pesada». El lector probablemente admitirá, cuando hayamos finalizado nuestra relación de la obra de Estratón, que la última palabra usada por Polibio, «pesada», debe ser interceptada como «demasiado científica para el genio de la época». Por su parte, Diógenes Laercio, al concluir su breve reseña sobre Estratón, parece arrojar un poco más de luz sobre este punto. Nos dice que «sobresalió en todas las ramas del conocimiento, pero más que en ninguna otra en la forma que es titulada filosofía de la naturaleza, rama de la filosofía más antigua y más seria que las demás. Seguramente no nos engañaremos al ver en estas notables palabras la defensa por el propio Estratón de su preferencia por la filosofía natural, con respecto a la ética y la política. Estratón seguramente diría que la filosofía natural es más antigua, por ser característica de las escuelas más primitivas, antes de que Sócrates apartara de la naturaleza a la filosofía para volcarla sobre el hombre. La llamaría sin duda más seria, por estar más relacionada con las artes básicas de las cuales depende la vida misma, que con las artes que son el adorno de una civilización decadente. Hemos citado en la primera parte de esta obra (cap. VII) la opinión de los presocráticos de que «las artes que contribuyen más notablemente a la vida humana son las que combinan sus propias fuerzas con las de la naturaleza, como la medicina, la agricultura y la gimnasia». Esta descripción tiende a ponerlas en contraste con aquellas artes que imitan meramente a la naturaleza sin alterarla, como la pintura o la música. Indudablemente, hemos dado aquí con algo fundamental en la concepción de Estratón, cuya actitud experimental frente a la ciencia no implicaba la observación meramente pasiva de los procesos de la naturaleza, sino la activa intervención en éstos. Estratón tenía plena conciencia de las aplicaciones prácticas de sus teorías físicas. El antiguo escritor que nos ha conservado la mejor exposición de ellas las presenta con las siguientes palabras «Pueden proveernos con los requisitos más fundamentales de una existencia civilizada».
Dada la pérdida de las obras de Estratón, era difícil demostrar cuán completa era la forma en que había concebido la idea y establecido la práctica de la investigación experimental, hasta que se produjo en 1893 un gran descubrimiento debido al genio penetrante de Hermann Deils. Entre las obras sobrevivientes de la ciencia griega, ocupa un un lugar distinguido la Neumática de Herón de Alejandría, obra que data de la segunda mitad del primer siglo de nuestra era. En las primeras páginas de este libro de texto se supone una teoría científica de la naturaleza del vacío, que reviste carácter evidentemente avanzado. Es empírica en su método, tiene una terminología fija e implica un sistema físico unificado. Diels, que fue el primero en analizar las especiales cualidades de esta sección inaugural del libro, también logró demostrar que ella es en su mayor parte obra de Estratón. De este pasaje ofreceremos al lector una traducción ligeramente condensada. Constituye la mejor introducción al genio de Estratón.
La ciencia de la neumática era tenida en gran estima por todos los filósofos e ingenieros de la antigüedad: los primeros se ocuparon de deducir lógicamente sus principios; los segundos, de determinarlos mediante pruebas experimentales. En el presente libro nos hemos sentido obligados a suministrar una exposición ordenada de los principios establecidos de la ciencia, y a sumarles nuestros propios descubrimientos. Esperamos en esta forma ser útiles a los futuros estudiantes de la materia.
Sin embargo, antes de empezar con los particulares de nuestra exposición, queda un tópico general por discutir, a saber, la naturaleza del vacío. Algunos autores niegan enfáticamente su existencia. Otros dicen que en condiciones normales no hay cosa tal como un vacío continuo, sino que existen pequeños vacíos en estado de dispersión en el aire, el agua, el fuego y otros cuerpos. Ésta es la opinión a la cual debemos adherirnos. Procederemos ahora a demostrar mediante pruebas experimentales que esta interpretación del asunto es verdadera.
Debemos ante todo corregir una ilusión popular. Debe entenderse claramente que las vasijas tomadas generalmente porvacías no lo están en realidad, sino que se encuentran llenas de aire. Ahora bien, en la opinión de los filósofos naturales, el aire consta de menudas partículas de materia, en su mayoría invisibles para nosotros. De acuerdo con esto, si uno echa agua en una vasija aparentemente vacía, sale de ella un volumen de aire igual al volumen del agua que se le ha vertido. Para demostrarlo, haz el siguiente experimento. Toma una vasija aparentemente vacía. Vuélvela boca abajo, procurando que se mantenga en posición vertical, e introdúcela en un recipiente con agua. Aunque la hagas penetrar hasta que se halle completamente cubierta, el agua no entrará en ella. Esto demuestra que el aire es una cosa material, que impide que el agua penetre en la vasija, porque él ha ocupado previamente todo el espacio disponible. Luego, haz un orificio en la base de la vasija. El agua penetrará por la boca mientras el aire se escapa por dicho orificio. Pero antes de perforar la base levanta la vasija verticalmente, sácala del agua, vuélvela boca arriba y examínala, y verás que su interior ha permanecido perfectamente seco. Esto demuestra que el aire es una sustancia corpórea.
El aire se convierte en viento al ser puesto en movimiento. El viento es simplemente aire en movimiento. Si una vez perforada la base de la vasija introduces ésta en el agua, manteniendo tu mano cerca del orificio, sentirás el viento que se escapa de la vasija. Éste no es sino el aire expulsado por el agua. Por lo tanto, no debes suponer que existe un vacío continuo entre las cosas, sino que existen pequeños vacíos en estado disperso en el aire, el agua y otros cuerpos. Esto debe ser entendido en el sentido de que las partículas de aire, aunque estén en recíproco contacto, no encajan completamente unas en otras. Dejan entre sí espacios vacíos, como la arena en la playa. Los granos de arena pueden ser comparados con las partículas de aire, y el aire entre los granos de arena ha de compararse con el vacío entre las partículas de aire.
Como consecuencia de esta estructura física del aire, éste puede, cuando se le aplica una fuerza externa, ser comprimido y alojado en los espacios vacíos, al ser apretadas sus partículas en forma contraria a la naturaleza. Cuando disminuye la presión, vuelve a su estado anterior, gracias a la elasticidad de las partículas. De modo similar, si la aplicación de alguna fuerza motiva la mutua separación de las partículas y la creación de espacios vacíos entre ellas mayores que los naturales en condición normal, su tendencia es volver a juntarse nuevamente. La razón de esto es que el movimiento de las partículas se hace más rápido a través del vacío, por no haber nada que lo impida o le oponga resistencia hasta que las partículas vuelven a establecer contacto entre sí.
Veamos la siguiente demostración experimental de la antedicha teoría. Toma una vasija liviana, con boca estrecha; succiona el aire de su interior y aparta tus manos de ella. La vasija continuará suspendida de tus labios, porque el vacío tenderá a absorber la carne para ocupar el espacio vacuo. Esto demuestra que un vacío continuo ha sido creado en la vasija. He aquí otra prueba de esto. Los médicos tienen vasos de vidrio con bocas estrechas a los que llaman «huevos». Cuando quieren llenarlos con un líquido succionan el aire de su interior, ponen los dedos en la boca del vaso y lo introducen invertido en el líquido. Éste es entonces atraído hasta llenar el espacio vacío, pese a que un movimiento hacia arriba es antinatural en un líquido.
Volvamos ahora a los que niegan terminantemente la existencia del vacío. Es posible, desde luego, que ellos descubran muchos argumentos para replicar a lo que se ha dicho, y en ausencia de demostración experimental alguna, podría parecer que su lógica conquista una fácil victoria. Les demostraremos, por lo tanto, mediante fenómenos susceptibles de ser sometidos a observación dos hechos, a saber: 1) que hay cosa tal como un vacío continuo, pero que sólo existe en forma contraria a la naturaleza, y 2) que el vacío existe también de acuerdo con la naturaleza, pero sólo en cantidades pequeñas y dispersas. También les demostraremos que al ser comprimidos los cuerpos rellenan esos vacíos dispersos. Tales demostraciones no dejarán escapatoria a estos gimnastas verbales.
Para nuestra demostración necesitaremos una esfera metálica de una capacidad aproximada de un par de litros, construida con una lámina de metal lo suficientemente gruesa como para resistir cualquier tendencia aplastarse. Esta esfera debe ser hermética al aire. Un tubo de cobre, un caño de poco diámetro, debe ser insertado en la esfera de modo que no toque el punto diametralmente opuesto al de entrada, sino que deje lugar para el paso del agua. Este tubo debe sobresalir de la esfera como medio palmo. La parte de la esfera que rodea el punto de inserción del tubo debe ser soldada de modo que caño y esfera presenten una superficie continua. Deberá eliminarse la posibilidad de que el aire introducido forzadamente en la esfera al soplar pueda escaparse por alguna resquebrajadura.
Ahora, analicemos en detalle las condiciones del experimento. Desde un principio hay aire en la esfera, lo mismo que en todas las vasijas popularmente llamadas vacías, y el aire llena todo el espacio cerrado y se aprieta constantemente contra la pared que lo contiene. Ahora bien, de acuerdo con los lógicos, al no haber ningún espacio absolutamente desocupado, debería resultar imposible introducir agua, o más aire, salvo que se desplazara algo del aire la contenido en el recipiente. Por otra parte, si se intentara introducir en él por la fuerza aire o agua, hallándose lleno de antemano, estallaría antes que admitirlo. Muy bien. ¿Qué es lo que en realidad sucede? Aquel que pone los labios en el tubo puede introducir soplando una gran cantidad de aire en la esfera sin que se escape porción alguna del que ya estaba en el interior. Esto mismo volverá a suceder cuantas veces se repita el experimento, y constituye una prueba evidente de que las partículas de aire de la esfera son constreñidas a penetrar en los espacios vacíos que había entre ellas. Esta contracción es contraria a las leyes de la naturaleza, siendo consecuencia de la introducción forzada de aire. Por otra parte, si una vez que se ha soplado se obtura rápidamente el caño con un dedo, el aire permanece comprimido en la esfera. Pero al sacar el dedo, el aire que estaba forzado en el interior sale de inmediato, ruidosa y violentamente, al ser expulsado por la expansión del aire interior, debido a su elasticidad.
Si se intenta el experimento inverso, una gran cantidad del aire contenido en la esfera puede ser succionado sin que otro aire alguno penetre para reemplazarlo, como vimos anteriormente en el caso del «huevo». Este experimento demuestra de modo terminante que en la esfera tiene lugar la formación de un vacío continuo. De aquí se concluye que los espacios vacíos están dispersos entre los intersticios de las partículas de aire, y que cuando se lo fuerza, el aire es introducido en esos espacios vacíos, mediante una compresión contraria a la naturaleza. La existencia de un vacío continuo contrario a la naturaleza ya ha sido demostrada mediante la adherencia de un recipiente liviano a los labios, y mediante el ejemplo de los «huevos» utilizados por los médicos. Muchos otros experimentos podrían aducirse sobre la naturaleza del vacío, pero con éstos bastará, pues se fundan en la evidencia de fenómenos observables. Resumiendo, pues, podemos decir que todo cuerpo está formado de partículas pequeñísimas de su propio material, entre las cuales se hallan esparcidos espacios vacíos más pequeños que sus partes. Sólo mediante un abuso del lenguaje podría sostenerse que, en ausencia de fuerza, no existe en absoluto vacío, sino que todo está lleno de aire, o agua, o alguna otra sustancia, y que sólo en la medida que una de esas sustancias se desplaza puede otra pasar a ocupar el espacio vacío.
El autor de la reseña bibliográfica de uno de mis libros, publicaba en el Journal of Roman Studies (vol. XXXI, 1941, página 149) manifiesta categóricamente que «el experimentalismo, como teoría sistemática, fue desconocido en la antigüedad: es un producto del Renacimiento». En vista de la cita que acabamos de reproducir —que, por otra parte, no es única—, el juicio de ese comentarista debe considerarse infundado. En Estratón nos encontramos con el representante de un experimentalismo sistemático que encama la culminación de una práctica ocasionalmente observada en tiempos más antiguos por los pitagóricos, por Empédocles, por Anaxágoras y por algunos médicos de la escuela hipocrática, experimentalismo que ha llegado tan lejos como para exigir la construcción de aparatos especiales para la solución de un tipo especial de problema, y que está respaldado por la aserción explícita de la primacía del experimento sobre la demostración lógica.
Entre los discípulos de Estratón se contó un físico alejandrino, Erasístrato, de quien tendremos algo que decir más adelante. Entre los fragmentos de sus obras encontramos una conmovedora expresión del celo por la filosofía natural que consumía a los hombres de esta época que habían caído bajo la influencia del Liceo. Dicho pasaje es de los Escritos Menores de Galeno (II, 17, Ed. Müller) y es citado en el libro de Heidel, La edad heroica de la Ciencia: «Aquellos que no están en absoluto acostumbrados a la investigación se confunden y se ciegan en cuanto empiezan a ejercitar su inteligencia, y rápidamente desisten, debido a la fatiga y a la falta de vigor intelectual, lo mismo que quienes intentan, sin entrenamiento previo, participar en una carrera. Pero aquel que está acostumbrado a la investigación, abriéndose paso y dando vuelta en todas direcciones, no abandona la investigación, no diré al cabo de un día ni de una noche, sino ni siquiera en toda su vida. Éste no descansará, sino que revolverá su atención de una cosa a otra que pueda considerar importante para la investigación del asunto, hasta que llega a solucionar el problema».
Para que nadie suponga que la investigación encarada por Erasístrato en este delicioso pasaje era de aquellas que pueden ser llevadas a cabo totalmente en el interior de la cabeza, como Parménides lo recomendó y como lo practicó Platón, citemos en passant uno de los experimentos de este gran fisiólogo. Recordemos que está tratando de investigar los procesos de la vida, y que le preocupa el significado de la respiración, tal como había preocupado a Empédocles mucho antes en su experimento con la vasija (véase cap. IV de la Primera Parte). ¡Pero qué maravilloso progreso se ha realizado en la técnica del experimento! Abriéndose paso a través de su problema y volviéndose en todas direcciones, Erasístrato llegó a un experimento que anticipa la famosa realización de Santorio (1561-1636). Éste, en un experimento muy bien descrito por Singer (A Short History of Medicine, página 108), vivió durante cierto tiempo suspendido en una balanza de su propio diseño, para investigar los cambios de peso en el organismo humano. De manera similar, Erasístrato colocó un pájaro en una jaula, lo pesó, lo mantuvo en ayunas y lo pesó nuevamente junto con sus excrementos, con lo que sólo llegó a comprobar una considerable pérdida de peso. Recomendaba la repetición de este experimento como cosa de rutina (Diels, Anonymi Londinensis, págs. 62 y sigts.).[4] Aquí debe notarse la medición exacta involucrada en la pesada. ¡Tan perfecto y tan diverso en sus aplicaciones se había vuelto el método experimental!
Si volvemos ahora a Estratón, hallaremos abundantes pruebas de cómo él también se abrió camino y se volvió en todas direcciones en sus esfuerzos para resolver sus problemas. En el pasaje citado más arriba he utilizado una versión abreviada para concentrar la atención en el principal experimento con la esfera. Pero si nos remitimos al texto completo hallaremos la constancia de muchos experimentos suplementarios. Al aventurar la teoría de la presencia en todas las sustancias de espacios vacíos esparcidos entre las partículas, Estratón se atreve a sugerir que el «diamante» debe de ser la única sustancia que no contiene vacío. Dice que es indestructible por el fuego, y que ofrece tal resistencia a los golpes que se incrusta en el martillo o en el yunque. Desde luego que el diamante se quiebra bajo el golpe de un martillo, a lo largo de los planos de su cristal. Sería bueno tener una información más completa sobre las pruebas que Estratón efectuó a este respecto. Probablemente haya encontrado partículas diminutas de esmeril o corindón incrustadas en el martillo o en el yunque. La palabra traducida más arriba como «diamante» podría aplicarse igualmente a uno o a otro. Cuando menciona la elasticidad del aire ilustra su explicación mediante comparaciones con el comportamiento de raspaduras de cuerno y de una esponja seca. La evidencia resultante de tos vasijas livianas que quedan pendientes de los labios cuando se ha succionado el aire de su interior es reforzada con el ejemplo de la ventosa de vidrio, más pesada, en la cual la rarefacción ha sido producida, no por succión, sino mediante el calor.
Esto conduce a una sección notable, en la cual se trata de la acción del calor sobre diversos cuerpos. Se indica que si el calor se aplica al carbón para producir coque, éste aparenta a simple vista igual volumen que el primero, pero al pesarlo se comprueba que es más liviano. Ésta es otra muestra de medición exacta de los fenómenos. La pérdida de peso es atribuida a la transformación del carbón, bajo la acción del fuego, en tres sustancias de diferentes densidades, calificadas como fuego, aire y tierra. Sigue a esto un interesante comentario respecto a la acción del fuego sobre el agua. Para mantener nuestra perspectiva histórica sería conveniente recordar al lector que no fue hasta 1615 que llegó a distinguir específicamente el aire del vapor, y se extrajo la conclusión práctica de que en la presión del vapor se encerraban potencialidades mucho mayores que las que podían cifrarse en la presión del aire. Fue la obra de Cardano (1501-1576) y de Porta (1538-1615) la que condujo al pronunciamiento decisivo de Salomón de Caus (1576-1630) de que el vapor es agua evaporada, y que al enfriarse vuelve a su condición original. Ahora bien, Estratón no tuvo buen éxito en cuanto a trazar la distinción entre el vapor y el aire, pero deja expresa constancia de que «el vapor que sale de un caldero hirviente no es sino agua enrarecida que se convierte en “aire”. No podía saber hasta qué punto este vapor difiere del aire que respiramos.
Estratón empleó su teoría del vacío discontinuo en las cosas para ayudarse en la interpretación de muchos fenómenos. Ella tiene, en efecto, mucho que ver con el problema de las diferencias de densidad en diversas sustancias. La invoca para asistirse en la interpretación del efecto de los rayos del sol en la evaporación de la humedad, y en los fenómenos del rocío y de las fuentes termales. Pero tal vez la más sugestiva de sus aplicaciones sea la referente al problema de la propagación de la luz. «Si el vacío no existiera, ni la luz, ni el calor, ni ninguna otra fuerza material podría penetrar la sustancia del agua, o del aire, o de cualquier otro cuerpo. ¿Cómo, por ejemplo, podrían los rayos del sol llegar hasta el fondo de un cubo lleno de agua? Si no hubiera intersticios en el agua, sino que los rayos del sol debieran forzosamente hendirla, las vasijas repletas se desbordarían. Sin embargo, se ve que no ocurre así. Hay además otra prueba. Si los rayos hendiesen el agua por la fuerza, todos ellos llegarían al fondo del recipiente, en lugar de ser unos reflejados y penetrar otros hasta el fondo. Lo que en realidad ocurre es que los rayos que chocan con partículas de agua son reflejados, y los que hallan espacios vacíos o se encuentran con sólo unas pocas partículas de agua llegan hasta el fondo». Otra prueba de la porosidad del agua reside en el hecho de que si se vierte vino en ella, se dispersa visiblemente a través de todo el cuerpo ácueo. Una conclusión similar es extraída de la interpenetración de la luz por la luz. «Cuando se encienden más lámparas, todo el lugar se ilumina pareja y progresivamente, pues los rayos de la luz se propagan los unos a través de los otros». Por supuesto, hay innumerables debilidades en estas demostraciones, pero en todas ellas nos encontramos con un hombre que, allí donde se trata de hechos físicos, prefiere una demostración a un argumento. Hallamos ulterior confirmación del hábito que Estratón tenía de apelar a los hechos en un pasaje de otro escritor, Simplicio (659, 22). Él nos dice que Estratón, enfrentado con el interminable debate acerca de si el cambio de posición es posible sin suponer un vacío continuo, solucionó el asunto mediante una sencilla demostración. Colocó una piedra en una vasija cerrada, llena de agua; invirtió la vasija y demostró que la piedra había cambiado de lugar.
No sólo era fértil en concebir experimentos, sino que también aplicó de la manera más penetrante sus principios en muchos campos nuevos. Por ejemplo, en unas cuantas sentencias de un tratado anónimo que ha llegado hasta nosotros en el conjunto de la obra de Aristóteles —sentencias que ahora se atribuyen con cierto fundamento a Estratón—, lo encontramos sentando las bases de una correcta teoría del sonido. Todos los sonidos, vocales o no, proceden de cuerpos que caen sobre cuerpos, o de aire que cae sobre cuerpos. La propagación del sonido no se debe a que el aire tome determinada forma, como algunos creen, sino a que éste es un medio elástico, que se contrae y se dilata según el impulso que se imparte… Pues cuando el impacto del aliento hiere el aire, éste es movido violentamente, e imparte igual moción al aire que lo rodea, con el resultado de que el mismo sonido es transportado en todas las direcciones, a medida que se extiende el movimiento del aire».
Estos ejemplos bastan para demostrar que Estratón había establecido plenamente el método experimental, y que le había dado una aplicación maravillosamente amplia. Es también importante para nosotros comprender la independencia mental que desplegó al hacerlo. Ya se ha dicho que Teofrasto había arrojado por la borda la concepción aristotélica de la materia. Estratón está dispuesto a ir mucho más lejos. Arroja por la borda también la doctrina aristotélica del peso. Aristóteles había enseñado que dos de los elementos, el Agua y la Tierra, tienen una tendencia natural a moverse hacia abajo, a la cual llamó gravedad, mientras que los otros dos, el Aire y el Fuego, tienen una tendencia natural a moverse hacia arriba, a la cual llamó levedad. Es decir, que Aristóteles intentó relacionar su doctrina del peso con una teoría del «lugar natural», mediante la cual todo elemento del universo tendría un lugar hacia el cual tendería naturalmente. En sustitución de ella, Estratón adoptó el punto de vista de Demócrito de que el peso es movimiento hacia el centro, de que todos los elementos tienen gravedad y ninguno levedad, sino que el más ligero reposa sobre el más pesado, y de que la masa depende de la mayor o menor cantidad de materia en un volumen dado. Pero no debe suponerse por esto que Estratón haya abjurado de Aristóteles únicamente para jurar lealtad a Demócrito y sus átomos. No es así. Pues aunque acepta de Demócrito la idea del vacío dentro de los cuerpos, rechaza la idea de un vacío externo continuo. Aunque cree que la materia está compuesta de partículas invisibles diminutas, rechaza la idea de que todas las cualidades de las cosas dependen del tamaño, forma y posición de los átomos, como acabamos de ver, por ejemplo, en su teoría del sonido. También hay pruebas de que trató de rehuir la concepción mecanicista de Demócrito.
En este punto es adecuado considerar cuál era la cosmovisión general de este gran experimentalista. Es evidente que con él todas las ideas antropomórficas y telealógicas habían sido finalmente desechadas. Cicerón nos dice (Sobre la naturaleza de los dioses, I, 13, 35) que «Estratón el físico era de opinión de que todos los poderes divinos residen en la naturaleza, y de que la naturaleza, que es un poder sin forma ni capacidad para sentir, contiene en sí todas las causas de la generación, el crecimiento y la disminución». En otro, pasaje (Cuestiones Académicas, II, 3, 121), que parece reflejar el ágil estilo polémico de Estratón, Cicerón expone un poco más extensamente los puntos de vista de éste: «Estratón, de Lampsaco dispensa a dios de su ardua tarea, opinando que si los sacerdotes de los dioses disfrutan de vacaciones, es justo que también las gocen los dioses mismos. Dice que no recurre a la ayuda de los dioses para fabricar el mundo. Todo lo que existe —afirma— es obra de la naturaleza, pero añade que no lo dice en el sentido de aquel autor, según el cual todas las cosas son conglomerados de átomos, ásperos y lisos, ganchudos y puntiagudos, mezclados con el vacío. A éstas concepciones las llama ilusiones de Demócrito, quien no podía demostrarlas, sino sólo desearlas. Pero en cuanto a él mismo, examina una por una las partes del universo, y demuestra que cuanto existe o llega a existir está constituido de fuerzas y movimientos puramente naturales». El punto de vista de Estratón es claro: su deseo es identificar lo divino con lo natural, y al mismo tiempo encarar el conjunto de la naturaleza como el campo legítimo de la investigación científica. Se trata de un audaz esfuerzo por eliminar la idea de lo sobrenatural, pero no es la primera vez que nos encontramos con él en nuestro estudio de la historia del pensamiento griego. Esta opinión también era característica de algunos de los médicos hipocráticos (véase capítulo VI de la Primera Parte).
Estratón —quien, al revés de Teofrasto, no parece haberse inclinado a vacilar entre dos opiniones distintas— solió llevar sus principios hasta sus conclusiones lógicas, en todas las ramas de la ciencia. Terminaremos la presente reseña de su obra con una indicación de sus puntos de vista sobre la naturaleza del hombre y su lugar en el conjunto de las cosas.
La psicología había contado ya con una historia larga y honrosa entre los griegos durante los doscientos años que separan a Alcmeón de Aristóteles. Pero Estratón pudo realizar también en este campo un notable progreso. Cuando se vio enfrentado con la antigua polémica acerca de si todo el conocimiento se origina en la experiencia, o si, como enseñara Platón, el conocimiento verdadero es independiente de ella siendo patrimonio del alma antes de que ésta se albergue en un cuerpo mortal, Estratón no pudo dudar un momento. Debía señalar como su fuente la experiencia. Aceptó, por supuesto, la distinción ya entonces familiar entre los órganos de los sentidos y la mente. Su originalidad, como progreso señalado sobre la brillante obra psicológica de Aristóteles, reside en la forma en que concibió la relación entre los sentidos y la mente. Fue, con la posible excepción de Diógenes de Apolonia, el primer griego que dijo claramente que no es en el órgano del sentido sino en la mente donde el estímulo objetivo se transforma en sensación. Éste es un elemento de análisis de importancia verdaderamente fundamental.
El reconocimiento de la actividad de la mente en la sensación permite a Estratón aseverar firmemente la idea de la unidad del alma. Para él, tanto la percepción como el pensamiento son actividades propias del alma. Esto no sólo elimina la noción platónica del alma como extraño visitante inmaterial alojado temporariamente en su casa de arcilla, sino que también mina el intento de Aristóteles de enseñar la mortalidad del alma (psique) y la inmortalidad del intelecto (nous). La doctrina de Estratón tiene además el efecto de permitir el reconocimiento del parentesco del hombre con los animales. Si pensamos y percibimos con el mismo órgano, la mente, se deduce que los animales, que tienen órganos sensoriales y perciben, tienen también, en cierto grado, una mente. Estratón opinaba que todo ser viviente puede ser en cierto grado portador de una mente. Plutarco (961 b) ha conservado su opinión sobre este punto: «Se concluye —sostenía Estratón— que todo aquello que tiene percepción tiene también inteligencia, si es por el ejercicio de la inteligencia que la naturaleza nos capacita para percibir». Rodier, el primero de los modernos que efectuó una investigación sistemática de las opiniones físicas de Estratón, opinaba que fue grande la influencia ejercida sobre él por el filósofo Epicuro. Esto bien podría ser cierto. En todo caso, no cabe duda alguna de que Estratón sostenía la opinión de los epicúreos, los mejores antropólogos del mundo antiguo, de que el hombre es un tipo superior de animal, y no la teoría de que los animales son un tipo degenerado de hombres.
Para las reducidas dimensiones de nuestro volumen, hemos dado cuenta bastante extensa de la obra de Teofrasto y de la de Estratón. Pero para que no se cree la impresión de que sólo los jefes de la institución hicieron obra, mencionaremos otros tres libros científicos producidos por el Liceo, uno sobre química, otro sobre mecánica y un tercero sobre música. Los dos primeros son anónimos; el último se debe a Aristógenes.
QUÍMICA
Lo que he llamado la obra sobre química nos ha llegado como el libro IV de la Meteorología de Aristóteles. Ross describe el contenido de ese libro, como un todo, en los siguientes términos: «Su asunto (o sea el de los libros I-III) consiste principalmente en fenómenos atmosféricos, tales como el viento y la lluvia, el trueno y el relámpago, junto con ciertos fenómenos astronómicos (tales como los cometas y la Vía Láctea), que Aristóteles, erróneamente, consideraba no astronómicos, sino meteorológicos. Pero el cuarto libro trata de un conjunto de cosas muy diferentes, a saber, cuerpos compuestos, como los metales, y sus cualidades sensibles». Este cuarto libro es generalmente contemplado como obra de otro autor, por ocuparse tan íntimamente de una multitud de actividades prácticas relacionadas con las artesanías. Si llegara a ser aceptado como obra de Aristóteles formaría, con la Mecánica, una sorprendente excepción a la indiferencia general de Aristóteles hacia las técnicas productivas. Pues este tratado, cuyo objeto (vuelvo a citar a Ross) «considerar en detalle la operación de las cualidades activas calor y frío, y las modificaciones de las cualidades pasivas sequedad y fluidez», contiene, entre otras muchas cosas interesantes, un extraordinario programa de investigación acerca de la naturaleza de diversas sustancias, con vistas a clasificarlas de acuerdo con su capacidad o incapacidad para recibir modificaciones. Traduzco un breve pasaje: «Comencemos por enumerar aquellas cualidades que expresan la aptitud o ineptitud de una cosa para ser afectada de un modo determinado. Son las siguientes: aptitud o ineptitud para solidificarse, fundirse, ablandarse al calor, ablandarse por el agua, doblarse, quebrarse, ser triturada, estampada, moldeada, exprimida, ser tenaz, maleable, hendible, cortable, viscosa o friable, compresible o incompresible, combustible o incombustible, capaz o incapaz de producir vapores». El programa de experimentos aquí contemplado es digno de Francis Bacon. Se me ha hecho notar[5] que en dos obras indudablemente genuinas (Anatomía de los animales, 649a, y Generación de los animales, 784b) Aristóteles acepta las conclusiones establecidas en la Meteorología, libro IV, como exposición meditada de sus propias opiniones. Se concluiría de esto que investigaciones químicas como las aquí descritas —que son del mismo tipo que las de la obra de Teofrasto Sobre el Fuego, ya estaban de moda en el Liceo en tiempos de Aristóteles. La última edición del tratado (Ingemar Düring, Göteborg, 1944) lo acepta como auténtico, y elige entre sus enseñanzas, que desde luego no son todas de igual valor, la definición de combinación química como «el descubrimiento más importante de Aristóteles en esta rama de la ciencia». La definición es en verdad brillante, y está enunciada en una sentencia de siete palabras, imposible de traducir adecuadamente con igual nitidez. Vale la pena citarla como un ejemplo, entre otros, de la perfección lógica de la ciencia griega de esta época: «La combinación química es la unión de varios cuerpos susceptibles de tal combinación, que involucra una transformación de las propiedades de los cuerpos combinados».
MECÁNICA
El libro sobre Mecánica, según Ross, pertenece a la escuela peripatética primitiva, «tal vez a Estratón o a uno de sus discípulos». Su mejor traductor, el profesor E. S. Forster, hace notar al respecto: «Aunque el punto de vista científico es ciertamente peripatético, el interés del escritor por las aplicaciones prácticas de los problemas involucrados es por completo ajeno a Aristóteles». Pero ya hemos visto que hay razones para poner en duda la validez de este argumento. Su exposición preliminar, antes de encarar los problemas particulares, es la siguiente: «Las cosas pueden suceder ya sea de acuerdo con la naturaleza o en contra de ella. Las primeras suscitan nuestra admiración cuando no conocemos su causa. Lo que nos admira en las segundas es el ingenio con que el hombre procura beneficiarse. La naturaleza hace muchas cosas en forma opuesta a nuestros requerimientos. Esto se debe a que la acción natural es uniforme y simple, mientras que los requerimientos humanos son diversos y cambiantes. Cuando requerimos un efecto contrario a la naturaleza, nos vemos en dificultades, nos confundimos y necesitamos habilidad técnica. A la invención artificiosa que nos saca de dificultades la llamamos dispositivo o mecanismo. Fue el poeta Antifón quien escribió:
Mediante la destreza derrotamos a la naturaleza victoriosa, y tenía razón. Ejemplos de lo que él quería decir son las cosas pequeñas que mueven a cosas mayores, las pequeñas fuerzas que mueven grandes pesos, o, en general, todo aquello que incluimos bajo el nombré de problema mecánico. Los problemas mecánicos, ni son idénticos a los problemas físicos, ni enteramente distintos de ellos. Se fundan en una combinación de teoría matemática y física. El principio general es revelado por las matemáticas; la aplicación pertenece a la física».
Luego sigue un brillante ensayo de colocar un amplio sector de las actividades humanas dentro del alcance de la explicación matemática. Esas actividades se relacionan con la palanca, la balanza, la posición de los remeros en un bote, el remo de dirección, la disposición de las velas, los diversos movimientos circulares de la rueda de carro, la polea, el torno del alfarero, la honda, la resistencia de maderos de diversas longitudes, la cuña, la romana, la ventaja del forceps sobre la mano limpia en la extracción de muelas, los cascanueces, las proporciones adecuadas en la construcción de camas, el transporte de grandes leños, los brazos oscilantes en los pozos de agua, el movimiento de las carretas (incluyendo el problema de la inercia). Dos de las cuestiones tratadas son obra de la naturaleza y no del hombre: la configuración de los guijarros en la playa y de los remolinos en el agua. En conjunto, se trata de un admirable ensayo de matemáticas aplicadas. Algunos de los principios fundamentales de la estática son expuestos con éxito sorprendente, a saber: la ley de las velocidades virtuales, el paralelogramo de las fuerzas y la ley de la inercia.
Nada hay más sorprendente en el genio de aquella época que la capacidad de los grandes fundadores de las ciencias para poner orden en el caos mediante la delimitación del campo verdadero de cada rama particular del conocimiento. Aristóteles mismo había hecho esto con soberbia maestría, pues su capacidad de abarcar todo el campo de los conocimientos humanos estaba a la altura de su capacidad para trazar fronteras definidas entre sus diversas partes. Se formó la concepción de un cuerpo orgánico de conocimiento científico, que cubría todo el ámbito de la experiencia humana, en el cual las partes separadas que integraban el conjunto debían distinguirse claramente entre sí, exhibiendo al mismo tiempo sus mutuas relaciones. Con este plan maestro a la vista, sus discípulos continuaron su trabajo, reconsiderando unas veces los principios básicos de la estructura (como cuando Teofrasto planteó todo el problema de la validez del principio teleológico) y definiendo otras veces con mayor claridad los límites de las ciencias particulares (como cuando Teofrasto, en su análisis de la naturaleza de las partes de animales y plantas, separó entre sí a la zoología y la botánica). Así hemos visto también a Estratón reconstituyendo dos ramas de la ciencia: la teoría de la estructura fundamental de la materia y la teoría de la naturaleza del alma. Hemos visto a otros dos miembros de la escuela, cuyos nombres son inciertos —síntoma del trabajo en equipo que entre ellos se practicaba—, constituyendo ramas de la química y de las matemáticas aplicadas. Tenemos que referirnos ahora a otro gran hombre, Aristógenes, quien puso orden en la interpretación de una de las principales ramas del arte, a saber, la música.
MÚSICA
Aristógenes, contemporáneo de Teofrasto, nació en Tarento, ciudad que era antiguo centro de variada cultura. Era hijo de un distinguido músico, Esfíntaro, quien había viajado mucho y había estado en contacto con muchos de los grandes hombres de la época. Resultaba casi inevitable que el vástago de una familia tan poderosa e intelectual ingresara más tarde o más temprano en el Liceo, y Aristógenes, en verdad, no sólo se convirtió en peripatético y discípulo de Aristóteles, sino que llegó a una posición tal en la escuela como para alentar esperanzas de suceder a su maestro. No podemos decir que Aristógenes hubiera reemplazado con ventaja a Teofrasto, pero vale la pena recordar que además de su labor en teoría musical escribió también obras filosóficas y biográficas.
El tipo especial de las realizaciones debidas a este hombre, con su vasto y práctico conocimiento de la música y con su profundo adiestramiento filosófico, fue eminentemente característico de la escuela a la cual pertenecía. Consistió en la exacta determinación del alcance de la ciencia musical y en el establecimiento de una concepción más verdadera sobre la naturaleza real de la música misma. Hasta la época de Aristógenes la música en Grecia había ocupado la posición de un arte, una techné. Había, desde luego, escuelas de arte musical. Se alentaban preferencias conscientes sobre un estilo de composición con respecto a otro. Había abundantes concursos musicales, en los que un vasto pública aprendía a discriminar exquisitamente los estilos y talentos de los diversos ejecutantes. Los fabricantes de instrumentos eran famosos por su habilidad. Todos los hábitos formados por estas preferencias fueron transmitidos mediante la enseñanza, de generación en generación de artesanos, compositores e intérpretes. Pero a través de todo este panorama no percibimos aprehensión alguna de los principios básicos de una ciencia de la música como tal.
¿Cómo llegaron a adquirirse esos principios? La única escuela que había tratado seriamente de establecer una ciencia de la música había sido la pitagórica. Pero, aunque los pitagóricos hablaban de la música, no se habían elevado por encima del nivel de la acústica. Redujeron el sonido a vibraciones del aire. Allí donde el oído percibía notas altas y bajas, ellos captaban relaciones matemáticas que apelaban al intelecto. Éstas fueron notables realizaciones científicas, pero no llegaron a constituir una ciencia de la música. Los meros principios del sonido no suministraban base alguna para la crítica o apreciación de la música. Aristógenes, que estaba enterado, por supuesto, de lo que ios pitagóricos habían hecho, comprendió que no habían llegado al fondo del asunto. Se dio cuenta de que la verdadera ciencia musical debe aceptar, como elementos que no requieren explicación ulterior, conceptos tales como voz, intervalo, alto, bajo, armonía, disonancia. Su tarea debe ser la de reducir los fenómenos más complejos de la música a estas formas simples, y averiguar las leyes generales de sus relaciones.
Ésta era una definición clara del objeto de la ciencia musical, que llevaba en sí una concepción más profunda de la música misma. La esencia de la música reside en las relaciones dinámicas de los sonidos entre sí y no en sus antecedentes físicos y matemáticos. Aristógenes había encontrado ahora una definición de la música que hacía posible la comprensión de la naturaleza esencial de una composición musical como un sistema de sonidos, en el cual ningún sonido aislado tiene significado propio, pero en el que todo sonido lo adquiere gracias a sus relaciones en todo el resto. He aquí úna sentencia clave. «Nuestro método descansa, en última instancia, en una apelación a las dos facultades de audición y de intelecto; mediante la primera juzgamos las magnitudes de los intervalos; mediante la segunda contemplamos las funciones de las notas».
Esta conquista de Aristógenes tiene su paralelo más próximo en la Poética de Aristóteles, donde por primera vez la ciencia había sido aplicada con éxito al análisis de una gran rama del arte. Con la Poética de Aristóteles y la Armónica de Aristógenes se habían sentado las bases para una crítica inteligente y consciente de la naturaleza y de la función del arte. El espíritu humano había adelantado enormemente en la conciencia de sí mismo.
Con esto terminamos nuestro resumen de la obra científica del Liceo. Sólo nos resta admitir que a la muerte de Estratón la popularidad de la institución estaba en plena decadencia. Nos dice Diógenes Laercio (V, 37) que bajo el elocuente Teofrasto, quien mantenía todas las múltiples actividades, culturales y científicas, que habían caracterizado la labor de la escuela bajo su fundador, no menos de dos mil estudiantes solían asistir a las clases. Estos días ya habían pasado. La educación que más requería y deseaba el ciudadano era un conocimiento de los hambres y de los negocios, y el don de la palabra. Algo plausible que decir y la habilidad para decirlo con efecto eran la necesidad suprema para un hombre público. Estratón, al dirigir la actividad de la institución principalmente hacia la investigación científica, no satisfizo la demanda popular, y la concurrencia estudiantil decayó. El sucesor por él designado, Licón, no tenía condiciones como hombre de ciencia, pero se distinguió por sus alcances culturales. Tal nombramiento fue hecho por Estratón en su testamento, cuyo texto ha llegado hasta nosotros. Sugiere que la escuela estaba en dificultades. «Dejo la escuela a Licón, pues los demás, o son demasiado viejos o están demasiado ocupados». Éste es un cumplido irónico. «Sería bueno que los demás cooperasen con él. Evidentemente, había disensión. «Le lego todos mis libros, salvo aquellos de los cuales soy autor». ¿Significa esto que eran inútiles para Licón? Cuando menos, los hechos nos dicen que Licón desvió el foco del interés de la filosofía natural a la ética y la retórica, trató de hacer revivir los aspectos más populares de la escuela, particularmente las lecciones vespertinas. Quizá podríamos extraer la conclusión de que un panorama de investigación física, con una fuerte inclinación por las aplicaciones prácticas de la ciencia, tal como lo hallamos en Sobre el fuego, de Teofrasto; Sobre el vacío, de Estratón, en el libro IV de la Meteorología, o en Sobre los problemas mecánicos, ya no tenía objeto en una ciudad como Atenas, que había perdido su papel directivo en los asuntos griegos y estaba materialmente en estado de decadencia.
El Liceo siempre había debido mucho al patronazgo macedonio. Aristóteles era oriundo de Macedonia. Su padre había sido médico en la corte de Filipo, rey de Macedonia. Aristóteles había sido tutor del hijo de Filipo, Alejandro el Magno. El Liceo era, en sentido muy definido, un centro de influencia macedónica en Atenas. Estratón, antes de ser llamado a Atenas para confiársele la dirección de la escuela, había sido nombrado por el fundador de la nueva dinastía macedónica en Egipto para ejercer la tutoría de su hijo. Tenemos pruebas de que la carrera del Liceo no había estado siempre a salvo de los cambios y vuelcos de la política ateniense. Estaba surgiendo en Egipto una nueva potencia macedónica que aspiraba al dominio del mundo mediterráneo. Los Tolomeos habían demostrado claramente estar bien al tanto de los servicios que la ciencia podía prestar a un gobierno. En consecuencia para trasladar de Atenas a Alejandría toda actividad del Liceo que les pareciera útil para ellos. El futuro científico residía, no en Licón y sus opacos sucesores de Atenas, sino en el Museo de Alejandría y en el brillante conjunto de eruditos y hombres de ciencia reunidos y mantenidos allí por el mágico oro de los Tolomeos.
NOTA BIBLIOGRÁFICA

Los artículos en la Real-Encyklopädie, de Pauly Wissowa, sobre el Peripatos (por K. O. Brink), sobre Teofrasto (por O. Regenbogen) y sobre Estratón (por CAPELLE) suministran una revista amplia y actual de la historia del Liceo después de Aristóteles. La obra de Brunet y Mieli, Histoire des Sciences: Antiquité, vale para todo el período, pero allí donde sus autores siguen a Senn cuando se refieren a Teofrasto no superan las críticas de Regenbogen. La Metafísica de Teofrasto fue editada con traducción de Ross y Forbes, Oxford, 1929. La Meteorología, IV, y la Mecánica se hallan entre las Works of Aristotle translated into English, Oxford. En la Loeb Library, se encuentra una traducción de la Historia de las plantas, de Teofrasto, por Arthur Hort, con el título de The enquiry into Plants. De especial valor para el estudioso, es la obra de Teofrasto De Lapidibus, editada por D. E. Eichcholz, Oxford, Clarendon Press, 1965. En ella puede verse cómo Teofrasto lleva a cabo la ejecución de un trabajo proyectado por Aristóteles y cómo lo hizo de una forma característica: con mayor celo por la observación y con menor tendencia a las generalizaciones prematuras.

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