La primera parte de este libro contiene la historia de la ciencia
griega de Tales a Aristóteles, y un intento de definir su significado para el
mundo moderno.
El período que abarca está comprendido entre los 600 y 322 a. C. Este
período está dividido por la carrera de Sócrates. Se ha dicho que el período
presocrático fue la época de formación de la ciencia griega. Fue el fruto, en
el campo intelectual, de una sociedad razonablemente feliz que había lanzado un
vigoroso ataque sobre la naturaleza y que contemplaba al hambre como a una criatura
ingeniosa y bien dotada, capaz de mejorar ilimitadamente sus condiciones de
vida. Como expresara un comentador entusiasta, «los grandes progresos teóricos
fueron realizados por hombres que estaban bien al tanto de la ofensiva técnica
contra el mundo de la naturaleza, y que gracias a esto llegaron a colocarse en
una actitud positiva, investigadora y, hasta cierto punto, experimental».
El nombre de Sócrates está vinculado a un desplazamiento del interés,
de la filosofía natural a la política y la ética. Este cambio de interés
representó un cambio en las condiciones de la sociedad. El cuadro confiado del
hombre consagrado al ataque de su medio ambiente natural llegó a su fin a causa
de una crisis social. Esta crisis fue producida por el crecimiento de la
institución de la esclavitud. El nivel del dominio técnico sobre la naturaleza
alcanzado en ese momento ofrecía a los griegos la posibilidad de ocio cultivado
para una minoría, y al mismo tiempo su expansión geográfica les ofrecía la
posibilidad de esclavizar a pueblos más débiles y atrasados. La esclavitud dejó
de ser una institución doméstica e inocua, para convertirse en un intento
organizado de transferir las pesadas cargas del acarreo, la minería y muchos
procesos agrícolas e industriales, a las espaldas de esclavos extranjeros. Se
constituyó el ideal del ciudadano como individuo libre del trabajo manual,
dando así lugar a una conveniente teoría según la cual la naturaleza había
dispuesto que otras razas humanas eran ineptas para la ciudadanía, y sólo
podían dedicarse al trabajo físico.
Una mala consecuencia de esto fue que el dominio de las técnicas, cuyo
conocimiento funcional es esencial para muchas ramas de la ciencia, pasó a
manos de los esclavos, concibiéndose así un ideal de la ciencia que era principalmente
verbal y ajeno a la práctica. La palabra era asunto del ciudadano; el hecho, asunto del esclavo.
Como Sir Clifford Allbutt dijera de Platón, quien es el gran exponente de esta
etapa del pensamiento: «Platón, desgraciadamente, despreció las aplicaciones de
la ciencia a las artes técnicas del hombre, sin percibir que de ellas surgen
algunos de los más luminosos principios de la ciencia académica, pues la
naturaleza es más ingeniosa, multiforme y sorprendente en la producción que en
cualquier laboratorio.» (Greek Medicine in Rome, pág. 84).
Hubo, además otras malas consecuencias. La esclavitud hizo a los ricos,
más ricos, y a los pobres, más pobres, concentrando la riqueza en las manos de
quienes tenían dinero para invertir en esclavos, mientras que arrebató, tanto
al pobre como al rico, toda iniciativa o empresa sobre el mundo natural. Como
ciudadano, el pobre tuvo también su ideal de eludir el trabajo manual. El
ciudadano pobre, en consecuencia, constituyó un proletariado que, al revés del
proletariado moderno, estaba divorciado del proceso de la producción. Vivía con
demasiada frecuencia una vida ociosa y parasitaria. La sociedad no había sido
capaz de organizarlo para llevar el ataque a la naturaleza, o de ponerlo en
condiciones de emprenderlo por su cuenta. Despojado y desorientado, también él
quería ser transportado en hombros de los esclavos. La sociedad tendía a perder
su carácter de organización de ciudadanos para la producción en común. Se
convirtió, por el contrario, en un circo en el cual los ciudadanos ricos y los
pobres se disputaban lo que había sido producido por el esclavo. Tales fueron
las condiciones sociales bajo las cuales el interés cambió de la filosofía
natural a la política y la ética, de la organización de la sociedad para el
ataque a la naturaleza, al intento de impedir que la sociedad se destruyera a
sí misma en una guerra civil perpetua y sin sentido.
Lord Acton tiene una frase terrible en sus ensayos Freedom, acerca de la sociedad
clásica: «El objetivo de la política antigua era un estado absoluto fundado en
la esclavitud». Tal es el ideal esbozado en Las Leyes, de Platón. La
oligarquía, al reaccionar contra la inseguridad e inestabilidad de la época,
llegó a obsesionarse con el problema de hallar sanciones mediante las cuales
pudiera mantenerse la forma existente de la sociedad. La idea de que mediante
el esfuerzo humano podía conquistarse un creciente dominio sobre la naturaleza,
benéfico para la humanidad —punto de vista característico de una etapa
anterior— se volvió menos distinta; ¿y cómo no habría de suceder así, viendo
que en el lento Curso de la historia habrían de pasar más de mil años antes de
que la estructura de la sociedad esclavista se disolviera, y el progreso
técnico se volviera posible y fructuoso para los hombres? Coincidentemente, la
actitud positiva, investigadora y experimental que había acompañado a la
expansión de la civilización griega en el siglo VI y principios del
V fue abandonada a medida que esa civilización declinó, para ser
reemplazada por el desiderátum de un código legal inconmovible, protegido por
sanciones divinas. Sir Clifford Allbutt se deleita al comprobar que la
naturaleza es «ingeniosa, multiforme y sorprendente». Pero no es del todo
exacto al fijar posiciones cuando dice que Platón no lo percibió así. Platón
percibió demasiado bien el carácter inesperado de la naturaleza. Pero como lo
que él buscaba en el mundo natural era un patrón de regularidad, orden y
estabilidad para los ciudadanos, la naturaleza en su conjunto consternó a
Platón profundamente. La astronomía fue la única ciencia natural por la cual
mostró algún entusiasmo, y, como vimos en nuestra primera parte, sólo pudo
tolerarla con ciertas condiciones, a saber, que el comportamiento de los
cuerpos celestes, lejos de ser, multiforme e inesperado, debía ser uniforme y
absolutamente incapaz, por toda la eternidad, de causamos sorpresa alguna.
La formulación de una complicada teología astral, entretejida con la
trama de su estado ideal, y cuya creencia impuso por ley, fue el fruto último
del pensamiento de Platón. Este punto de vista impresionó fuertemente durante
su juventud a un discípulo de Platón, Aristóteles, quien contribuyó grandemente
a elaborarlo y popularizarlo en sus primeros escritos. Pero más tarde, luego de
fundar su propia escuela, luchó con éxito para devolver a una filosofía fundada
en la observación y la experiencia de la naturaleza la posición dominante en el
pensamiento de su época. El grado de éxito que obtuvo en este esfuerzo y, en
particular, sus trascendentales realizaciones en el campo de las ciencias
biológicas, fueron los últimos temas tratados en nuestra primera parte.
En esta segunda parte de nuestro libro continuaremos la historia desde
Teofrasto hasta Galeno, o sea comenzaremos nuevamente con el Liceo de Atenas
luego de la muerte de Aristóteles, en el año 322 a. C.; y terminaremos en
Roma hacia el 200 d. C. Nuestra primera tarea será describir los
estimulantes adelantos científicos logrados por Teofrasto y Estratón, los
sucesores inmediatos de Aristóteles al frente del Liceo. Son adelantos de los
cuales diríamos que hicieron época, si no fuera que no llegaron a determinar
precisamente una época. Este fracaso será para nosotros tan interesante como
los éxitos. Luego pasaremos con Estratón a Alejandría y seguiremos la suerte de
la ciencia durante un par de siglos bajo los Tolomeos, después de lo cual
volveremos nuestra atención a Roma, la nueva dueña del mundo mediterráneo.
Pero como en esta segunda parte del libro estaremos tan vitalmente
interesados como en la primera con el significado que la ciencia griega tiene para nosotros,
no podremos concluirla con la muerte de la ciencia antigua, sino que deberemos
considerar también brevemente su renacimiento en el mundo moderno. Pues este
segundo nacimiento de la ciencia griega es cosa sumamente extraordinaria. Sólo
en días muy recientes —según la escala temporal del historiador de la
civilización— los progresos modernos han convertido a la ciencia griega en
asunto del pasado. Cuando la ciencia moderna comenzó a mostrar síntomas de vida
vigorosa en el siglo XVII, muchos de sus
pioneros creyeron —y con razón—, que no hacían sino retomar la vieja tradición
griega que había quedado interrumpida durante más de mil años. La ciencia nueva
era, en su opinión, una continuación de la ciencia griega. Los viejos libros
griegos que la invención de la imprenta y el nacimiento de la erudición moderna
estaban poniendo en sus manos, eran los mejores a su alcance: eran, en
realidad, los libros que estaban más al día en diversas ramas del conocimiento.
Para Vesalio y para Stevin, en el siglo XVI, las obras de
Galeno y de Arquímedes no eran curiosidades históricas. Eran los mejores
tratados anatómicos y mecánicos que existían. Aún en el siglo XVIII, para Ramazzini, el fundador de la medicina industrial, la medicina
hipocrática continuaba siendo una tradición viva, y para Vico, el sociólogo más
profundamente original antes de Marx, Lucrecio, con su filosofía epicúrea, pudo
proveer una base para la nueva ciencia de la sociedad. Existe el sorprendente
ejemplo de un libro de texto griego cuya validez ha permanecido virtualmente
indiscutida hasta nuestro propio siglo. Durante la generación anterior,
Euclides y la geometría eran aún términos sinónimos en las escuelas inglesas.
¿Por qué murió la ciencia griega, pese a guardar en sí una vitalidad
tal como para hacerla capaz de un segundo nacimiento? Esta muerte y
resurrección o este sueño y despertar, constituyen nuestro problema. En el
intento de hallar una solución para este problema, daremos con el significado
que para nosotros tiene la ciencia griega. Y en consecuencia, luego de nuestro
viaje a Atenas vía Alejandría y Roma, nos preguntaremos por qué la ciencia,
tras haber caído en profundo letargo, volvió a surgir a la vida en los Países
Bajos, en Alemania, en Italia, en Francia, en Inglaterra.
Al suscitar esta cuestión y al buscarle respuesta, seguiremos el mismo
método que en nuestra primera parte. No trataremos de la ciencia aisladamente,
sino en sus relaciones con los acontecimientos técnicos, sociales y políticos
en medio de los cuales se desarrolló.
NOTA BIBLIOGRÁFICA
Sobre la cuestión de las causas de la declinación general de la
sociedad antigua y su relación con la historia del pensamiento, véase F. WALBANK, «The Causes of Greek Decline», (Journal of Hellenic Studies,
vol. LXIV, 1944) y The
Decline of the Roman Empire in the West, Henry Schuman, Nueva York, 1953.
CAPÍTULO I
LA ACADEMIA
DESPUÉS DE PLATÓN
Cuando Platón murió, en 348/7 a. C., dejó tras de sí una concepción
mística del universo expresada en sus diálogos en una combinación única de
lógica y teatro. Su debilidad no consistía en que le faltara un apoyo
argumental, sino en que no estaba abierta a correcciones de la experiencia. No
era tanto irracional como acientífica. Su carácter general era dualista,
involucrando un fuerte contraste entre mente y materia, cuerpo y alma, dios y
mundo, tiempo y eternidad. Sus ideas fundamentales derivaban de las doctrinas
religiosas de los órficos, tal como habían sido refinadas y racionalizadas por
la escuela pitagórica. En el último de sus diálogos, Las Leyes, aparece una
doctrina derivada de los parsis, con un alma del mundo maligna. Este precedente
del diablo cristiano es responsabilizado, entre otras cosas, de las falsas
doctrinas de los grandes rivales de Platón, los atomistas. En oposición a sus
doctrinas, Platón mismo enseña: 1) una concepción telealógica de la naturaleza,
2) la creencia en la transmigración de las almas, 3) la teoría de una
progresiva decadencia de la creación (derivando las mujeres de hombres
inferiores, y todos los animales subalternos de diversos tipos de degeneración
humana) y 4) la adoración de los astros, especialmente los planetas, como los
tipos de vida más elevados.
Dentro de su propia escuela sus sucesores conservaron sus escritos,
pero nada pudieron hacer para desarrollar su pensamiento. Las creencias
místicas que hemos enumerado no eran susceptibles de desarrollo. Ni tampoco lo
era, por cierto, la Teoría de las Ideas. El gran erudito de Cambridge, Henry
Jackson, escribe: «La metafísica fue, como bien se ha dicho, nada más que un
breve interludio en la historia del pensamiento griego. Comenzó con Platón y
con él terminó». Puede agregarse que la esperanza, en la cual ha caído la
erudición moderna, de que Platón haya enseñado oralmente en la Academia una
filosofía sistemática diferente de la expuesta en los diálogos en forma
popular, que podemos recuperar asimismo mediante el estudio de Aristóteles y de
otros discípulos, parece estar a punto de ser abandonada por engañosa. La única
rama de la enseñanza de la Academia realmente susceptible de desarrollo era las
matemáticas, y en ella continuó realizándose una notable labor. Fuera de ella
poco o nada hay. Platón fue sucedido en la dirección de la Academia por su
sobrino Espeusipo (347-339). Jackson nos recuerda que éste fue un biólogo, sin
afición por la metafísica. Ni siquiera fue una gran figura en biología. El jefe
siguiente fue Jenócrates (339-314). Acerca de él hace notar Jackson: «Fue un
moralista complaciente que por inclinación piadosa enseñaba la filosofía de
Platón sin entenderla». La historia ha demostrado que éste es el tipo de
platónico prolífico y persistente. Sigue diciendo Jackson: «Luego vinieron
otros moralistas, y después de ellos epistemólogos con inclinación escéptica.
Así, dentro de la escuela no hubo quien preservara una tradición inteligente».
Es importante entender que a través de toda la antigüedad (y la escuela
persistió durante unos novecientos años) no hubo en realidad un desarrollo,
sino meramente una supervivencia del platonismo.
EL LICEO DESPUÉS DE
ARISTÓTELES
La suerte del Liceo, que Aristóteles había fundado como escisión de la
Academia, y donde en los últimos trece años de su vida (335-322) alcanzó tan
sorprendentes resultados en la investigación biológica e histórica, fue muy
diferente de la de la Academia. Los sucesores inmediatos de Aristóteles,
Teofrasto y Estratón, fueron gigantes comparables con él, y, aunque la escuela
de Atenas no tiene una historia real después de ellos, no expiró sin antes
pasar la antorcha al Museo de Alejandría, que la mantuvo bien encendida por lo
menos durante otros ciento cincuenta años. Del Liceo y de su renuevo, el Museo
de Alejandría, salió, en los doscientos años que separan a Aristóteles de
Hiparco, una sucesión de grandes tratados orgánicos[1] sobre diversas
ramas de la ciencia —botánica, física, anatomía, fisiología, matemáticas,
astronomía, geografía, mecánica, música, gramática—, los cuales, modelados en
gran parte sobre las obras del propio Aristóteles, y por encerrar y desarrollar
el espíritu de éstas, constituyen, con la adición de unas pocas contribuciones
posteriores de hombres como Dioscórides,[2] Tolomeo y
Galeno, el más alto nivel de las realizaciones de la antigüedad y el punto de
partida de la ciencia del mundo moderno.
Cuando Aristóteles murió, dejó a sus sucesores una vasta colección de
materiales sobre física, metafísica, ética, lógica, política y biología. Estos
escritos han llegado hasta nosotros, pero no son de lectura fácil. Cuenta un
escritor antiguo que Aristóteles impartía dos clases de instrucción. Dictaba
lecciones formales por la mañana a estudiantes regulares que habían dado
pruebas de aptitud, rendimiento, celo y laboriosidad. Por la tarde daba
enseñanza más popular a un público más amplio. Cuando Alejandro el Magno, de
quien Aristóteles había sido tutor, tuvo noticia de que se habían publicado los
temas de las lecciones matutinas, escribió a su maestro en son de protesta: «Si
has hecho público lo que hemos aprendido de ti, ¿en qué seremos superiores a
los demás? Y sin embargo, yo aspiro más a sobresalir en conocimientos que en
poder y riquezas». Aristóteles le dijo que no se preocupara. «Las lecciones
privadas —escribió— son a la vez publicadas no publicadas. Nadie podrá
entenderlas fuera de los que han recibido también da instrucción oral». Esto
aclara el carácter general de los escritos de Aristóteles que han sobrevivido.
Constituyen un cuerpo de doctrina formal en lenguaje técnico o semitécnico, que
demanda un empeñoso aprendizaje. En cuanto a su estilo, sólo en algunas
ocasiones están pulidos por completo. Lo más frecuente es que revistan la forma
de apuntes de lecciones más o menos elaborados.
Junto con este cuerpo de materiales Aristóteles legó a su escuela una
tradición de investigación organizada. Una biblioteca y laboratorios formaron
parte del equipo de su escuela, y el carácter objetivo y factual del programa
de investigación posibilitó, tal vez por primera vez en la historia, una
combinación de dirección de estudios, trabajo en equipo, y libertad de
pensamiento. Es notorio que muchas manos colaboraron en la compilación de las
158 constituciones de las ciudades-estados, destinada a formar la base factual
de su filosofía política. También puede inferirse atinadamente que muchos
contribuyeron a la colección de materiales para sus tratados biológicos. La
libertad de pensamiento que caracterizó al Liceo es demostrada tanto por los
rápidos cambios que en él se produjeron como por los puntos de vista
divergentes de quienes trabajan en su seno a un mismo tiempo. En la generación
inmediatamente posterior a Aristóteles hubo una división de las opiniones de la
escuela, acerca de si era mejor la vida activa o la teórica. Un ejemplo tanto
de la división del trabajo como de un nuevo sentido de la importancia de la
historia del pensamiento, por imperfecto que fuera aún su desarrollo, se revela
en la asignación a varios miembros de la escuela de la composición de historias
de las diversas ramas del conocimiento. A Teofrasto se le asignó la filosofía
natural, Eudemo las matemáticas y la astronomía, a Jenócrates la geometría, a
Menón la medicina; Dicearco escribió una historia de la cultura griega. Tal fue
la institución que modeló a los dos grandes hombres a los cuales hemos de
referirnos en el resto del presente capítulo.
TEOFRASTO Y LA CRÍTICA DE
LA TELEOLOGÍA
Teofrasto nació en Eresos, en la isla de Lesbos, hacia el año 373 a.
C., de modo que era aproximadamente doce años menor que Aristóteles. Era hijo
de un botanero, profesión importante en aquellos días. Vale la pena mencionar
el dato, tanto como interesa recordar que el padre de Aristóteles era médico.
Los niños nacidos en el hogar de un rentista, donde el padre obtenía sus
ingresos de fincas gobernadas por un mayordomo esclavo, no tenían una
oportunidad semejante para entender el aspecto práctico de la ciencia.
Teofrasto, en realidad, demostró entender bastante bien el hecho de que la
ciencia no sólo debe dar respuestas lógicas a preguntas enigmáticas, sino
también conducir a los resultados deseados en la práctica. Comenzó su educación
superior, lo mismo que Aristóteles, en la Academia, con Platón. Luego de la
muerte de éste se incorporó al Liceo de Aristóteles, y allí fue su discípulo y
amigo y finalmente su sucesor. Como Aristóteles murió a los sesenta y tantos
años, mientras que el alumno llegó a los ochenta y cinco, resulta que Teofrasto
sobrevivió a Aristóteles unos treinta y cinco años. El período comprendido
entre los años 322 y 287, durante los cuales Teofrasto dirigió el Liceo, fue
extraordinariamente fructífero para la ciencia. Éste es un hecho que no siempre
ha sido reconocido. En verdad, hasta que las investigaciones de los últimos
cincuenta años adelantaron lo suficiente como para trastornar la opinión
establecida, Teofrasto permaneció, a la sombra de su gran maestro. Ahora es
evidente que debemos ver en él una figura independiente, tan original como
industriosa. Tuvo la ventaja de vivir y trabajar hasta la edad de cincuenta
años con una de las figuras más grandes de la historia de la ciencia. Pagó esta
deuda logrando notables progresos en relación con su maestro. Si todas sus
obras se hubieran conservado, formarían, a grandes rasgos, una colección de
unos cincuenta volúmenes de cincuenta mil palabras cada uno. Lo que de ellas
queda bastaría para formar cuatro o cinco de esos volúmenes, y nos servirá para
indicarnos los progresos que efectuó en tres sectores principales: metafísica,
biología, y la doctrina de los cuatro elementos.
Entre las obras conservadas de Teofrasto se encuentra un breve trabajo
intitulado Metafísica.
Su extensión —sólo ocupa diecinueve páginas en la edición de Ross y Forbes— no
está en relación con su importancia ni con su dificultad. Es difícil porque
pertenece a esa clase de escritos técnicos que sólo podían ser completamente
entendidos por quienes se hallaban bien familiarizados con la enseñanza del
Liceo. Es importante porque suscita cuestiones fundamentales para la
constitución de una ciencia de la naturaleza basada en la observación.
Teofrasto distingue el estudio de los primeros principios, es decir, la
Metafísica, del estudio de la naturaleza, al cual los griegos llamaban Física,
y trata de definir las limitaciones y vinculaciones de estas dos disciplinas.
La naturaleza, nos dice, es más diversa y desordenada, y su estudio depende de
las pruebas suministradas por los sentidos. Los Primeros Principios son
definidos e inmutables, por hallarse en relación con los objetos de la razón,
que están libres de movimiento o de cambio. Teofrasto agrega que los hombres
contemplan a este último como un estudio más grande y más digno. Evidentemente,
no está satisfecho con esta conclusión, pues su propósito es despejar el camino
para un nuevo progreso en la ciencia fundada en la observación.
Se recordará que Aristóteles, en su Metafísica, había preparado el
camino para sus estudios biológicos mediante su doctrina de la «forma inmaterializada»
(véase cap. VIII de la Primera Parte). La noción general desprendida de esta doctrina
es que la naturaleza orgánica es el resultado de un proceso en el cual un poder
llamado Naturaleza o Dios impone a la Materia, en la medida de lo posible, ciertas
Formas concebidas como algo en cierto modo bueno. La forma humana, por ejemplo,
siempre que sea masculina, griega y libre, es algo bueno. Pero la Naturaleza no
siempre puede imponer algo tan refinado a la Materia. De aquí las formas menos
perfectas de las mujeres, los no-griegos y los esclavos, y, a mayor distancia,
de los animales y hasta de las plantas. Pero aunque la Naturaleza no es
todopoderosa, es legítimo y necesario preguntarse siempre en el estudio de sus
obras a qué objetivo
apuntaba, y suponer como principio que no hace nada en vano.
Ésta es toda la concepción que Teofrasto desea someter a un nuevo
análisis. Primero se pregunta si existen Primeros Principios, entes de razón,
aparte de los matemáticos. No puede aducir ninguno. Pero esto lo lleva a la
cuestión ulterior de si los principios de las matemáticas son también adecuados
para explicar la Naturaleza. Esto lo niega por dos razones muy interesantes.
Primero, dice que los principios matemáticos mismos parecen ser invención
humana. Han sido creados por los hombres en el proceso de investir a las cosas
con figuras, formas y proporciones, y no tienen existencia independiente.
Segundo, los principios de las matemáticas parecen incapaces de impartir vida y
movimiento a las cosas.
Esta segunda objeción lo conduce a una interesante especulación que va
a la raíz misma de la filosofía idealista. En la filosofía presocrática
materialista el movimiento había sido contemplado como el modo de existencia de
la materia. Pero Platón había enseñado que la materia es esencialmente inerte y
que su movimiento requiere explicación. Esta explicación había intentado darla
asignando el Alma como causa del movimiento, introduciendo así la concepción
dualista sobre la cual, en última instancia, descansa todo idealismo. Aristóteles
había lidiado con el problema legado a la filosofía por Platón, a saber, cómo
el Alma, siendo ella misma inmóvil, podía ser la fuente del movimiento de las
demás cosas. Le había dado respuesta mediante una analogía. El Alma atrae a la
Materia del mismo modo que la persona amada atrae al amante. Todo el movimiento
y la actividad de la naturaleza, en particular la revolución de los cielos, no
es sino el esfuerzo de la Materia por aproximarse al Alma. Teofrasto suscita
ahora toda la cuestión, menciona la solución de Aristóteles sólo para
rechazarla, y pregunta a su vez si es realmente necesario hallar una
explicación del movimiento de los cielos. Vuelve, en rigor, a la posición
presocrática. «Ser movido —escribe— es algo propio de la naturaleza en general,
y del sistema celeste en particular. De aquí que si la actividad integra la
esencia de cada objeto natural, y una cosa particular cuando es activa se halla
también en movimiento, como en el caso de los animales y de las plantas (que si
no estuvieran en movimiento serían animales y plantas sólo en el nombre), es
claro que también en
su rotación el sistema celeste está de acuerdo con su esencia, y si estuviera
divorciado de ella y se mantuviera en reposo, sería un sistema celeste sólo en
el nombre, pues la rotación es una suerte de vida del universo.
Seguramente entonces, si la vida en los animales no necesita explicación, o
sólo ha de explicarse de esta manera, ¿no podría suceder que en el cielo y en
los cuerpos celestes el movimiento no necesitara tampoco explicación, o que
hubiera de explicarse de manera especial?».
Habiendo desechado en esta forma todo el esfuerzo por crear una
teología como trataron de constituirla Platón y Aristóteles a partir de lo que
sabían (o se propusieron creer) sobre los movimientos de los cuerpos celestes,
Teofrasto procede en su ultimo capítulo a penetrar en el sanctasantórum, el
mismísimo principio teleológico. «Con respecto a la opinión según la cual todas
las cosas tienen un fin y nada existe en vano, la asignación de fines no es en
general tan fácil como se acostumbra a afirmar». Esta protesta contra la
aserción antojadiza de la finalidad universal y contra la temeridad con que
algunos filósofos asignaban fines a las cosas la sostiene Teofrasto con
poderosos argumentos. ¿Cuál es el objeto —pregunta— de las inundaciones y
desbordamientos del mar, de las sequías y las lluvias torrenciales? En los
animales, ¿cuál es la utilidad de las mamas en los machos, o del vello en
ciertas partes del cuerpo? Pero la más importante y la más conspicua falta de
propósito en la Naturaleza es la que afecta a la nutrición y al nacimiento de
los animales. La presencia o la ausencia de las condiciones en que una u otro
pueden ocurrir está sujeta a meras coincidencias. Si la Naturaleza se propusiera
facilitárselas a los animales, lo haría siempre y de modo uniforme. Luego, sin
mencionar el nombre de Aristóteles, escoge de la obra de éste ejemplos del modo
teleológico de explicación, sólo para rechazarlos. Su opinión es que para que
la ciencia pueda progresar debe ponerse freno a la irresponsable teleología.
Concluye con las siguientes palabras: «Debemos tratar de poner un límite a la
asignación de causas finales. Éste es él pre-requisito de toda la investigación
científica del universo, o sea, de las condiciones de existencia de las cosas
reales y de sus relaciones recíprocas».
En opinión del botánico e historiador de la ciencia suizo Senn, la
crítica de la teleología que Teofrasto lleva a cabo con tal firmeza en su Metafísica
podría aplicarse confiadamente para determinar las fechas de aquellos de sus
trabajos botánicos que han llegado hasta nosotros. Las obras botánicas que se
han conservado son dos: la Historia de las plantas, en nueve libros, y Las causas de las plantas,
en seis. La opinión de Senn, apoyada por Brunet y por Mieli, es que esta
división de los escritos botánicos no fue establecida por su autor, sino que
representa el trabajo de los editores del Museo de Alejandría, quienes, al
distinguir entre aquellos pasajes de los escritos de Teofrasto donde éste
empleaba el principio teleológico, y aquellos en los cuales lo evita
cuidadosamente, los agruparon en volúmenes separados. De acuerdo con esto, Las causas de las plantas
vendría a representar una colección de los primeros escritos de Teofrasto, en
los cuales, hallándose aún bajo la influencia de Aristóteles, quien «superó a
todos los demás filósofos naturales en el descubrimiento de las causas» (DIÓGENES LAERCIO, V, 32), cayó en el modo teleológico de explicación, mientras que la Historia de las plantas,
representarla las obras compuestas luego de la crítica de la teleología que
acabamos de mencionar en la Metafísica.
Es loable el acento que Senn pone en la crítica de la teleología por
Teofrasto, pero las conclusiones que de ello extrae no pueden ser aceptadas.
Como ha indicado Regenbogen en un estudio magistral, Teofrasto sólo se propuso
poner un límite al empleo del principio teleológico, pero no prescindir de él
enteramente. Lo que deseaba no era un rechazo tajante del principio, sino una
reserva escéptica en su aplicación. Parecería, por cierto, haber llegado a la
muy moderna conclusión de que la suposición de un fin para explicar fenómenos
es inadmisible, mientras que la colección de cualquier evidencia que pueda
parecer indicadora de un propósito es una actividad legítima de la ciencia. Que
ésta es la interpretación más exacta de la actitud de Teofrasto es algo apoyado
también por el hecho de que la idea de fin no está completamente excluida de la
Historia,
mientras que la crítica de la teleología, por su parte, tampoco está en verdad
ausente de las Causas.
No hay razón bastante para invertir el criterio tradicional, que considera a la
Historia
como la primera de ambas obras. Senn tuvo que invertir este orden para mantener
su tesis. La verdad parecería ser que la crítica de la teleología, que no está
ausente ni siquiera en las páginas de Aristóteles,[3] se vuelve más libre y audaz en
Teofrasto, pero ello debe mirarse como un signo de su carácter escéptico
científico, mantenido a lo largo de toda su carrera, más que como una crisis de
pensamiento sobrevenida algunos años después de la muerte de Aristóteles,
crisis que lo habría encontrado teleologista y lo habría convertido en
empirista. No hay pruebas de crisis alguna. En cambio, hay en todas partes
evidencia de su reserva escéptica.
Bastará con esto sobre la crítica de la teleología según se revela en
sus tratados biológicos. No podemos discutir estos tratados en detalle, pero
antes de abandonarlos debemos indicar cuál fue probablemente la mayor
contribución al conocimiento debida a Teofrasto. Ella reside en haber
establecido una neta distinción entre el reino animal y el reino vegetal. En la
primera parte (cap. VIII) hemos llamado la
atención sobre el famoso pasaje de Aristóteles (Anatomía de los animales, IV,
10), en el cual, siguiendo a Platón, éste aventura la teoría de que los
animales descienden de los hombres. Si hubiéramos continuado con Aristóteles,
habríamos comprobado que llegó a derivar las plantas de los animales. Sostuvo
una teoría, no de la evolución, sino de la degeneración, a partir del hombre,
continuando con los animales, hasta terminar en las plantas. Todo lo que nos
interesa ahora de esa teoría es que no contiene diferenciación clara entre
animales y plantas. Aristóteles no había conseguido definir la diferencia. En
la organización de la investigación en el Liceo, Aristóteles se había encargado
de la tarea de poner orden en el reino animal, y había dejado las plantas a su
discípulo. Pero sin proponérselo había creado un obstáculo inicial para el
establecimiento de una sólida ciencia botánica, al trazar un paralelo demasiado
estrecho entre las partes de los animales y las de las plantas. Observando
correctamente las analogías funcionales entre las diversas partes de los animales y
las de las plantas, dedujo de ellas una analogía morfológica insostenible.
El primer libro de la Historia se encamina precisamente a aclarar esta
confusión. Teofrasto capta en seguida la diferencia fundamental entre las
partes de los animales y las de las plantas. En los animales entendemos como
una parte algo que es permanente una vez que ha aparecido, salvo que se pierda
por enfermedad, vejez o lesión. Pero en las plantas muchas partes —flor, hoja y
fruto— se renuevan y mueren todos los años. El nuevo retoño debe ser incluido
también en esta categoría, pues las plantas brotan año tras año por encima y
por debajo del suelo. Si aceptamos todas éstas como partes de la planta, como
en verdad debemos hacerlo, el número de las partes de una planta (al contrario
de las partes de los animales) es indeterminado y cambia constantemente. Tal
vez, entonces —continúa—, introduciendo nuevamente su divergencia con su
maestro sin mencionar el nombre de éste, no debiéramos esperar hallamos con una
completa correspondencia entre las partes de las plantas y las de los animales,
y sería temerario incluir los frutos como partes de las plantas, cuando no
incluimos como partes de los animales a sus hijos. Redondea su exposición con
estas enérgicas palabras: «Es una pérdida de tiempo forzar comparaciones allí
donde no existen, y ello constituye un obstáculo para nuestra rama especial del
conocimiento». En este estilo magistral pero discreto Teofrasto separó al reino
animal del vegetal, y estableció la ciencia de la botánica a una altura tal,
que no habría de elevarse por encima de ella hasta los tiempos modernos.
Igualmente magistral es su crítica de la doctrina tradicional de los
cuatro elementos. Para todas las escuelas antiguas era doctrina aceptada que,
cualquiera fuese la estructura última de la materia, ésta se presentaba a la
observación humana bajo cuatro formas primarias: Tierra, Agua, Aire y Fuego,
cada una de las cuales se distinguía de las demás por la posesión de ciertas
cualidades. En la doctrina aristotélica la Tierra era seca y fría; el Agua,
húmeda y fría; el Aire, húmedo y caliente; el Fuego, seco y caliente. La
Sequedad, la Humedad, el Calor y el Frío eran Formas que al ser aplicadas en
pares a la Materia indiferenciada trajeron a la existencia las cuatro
sustancias primarias de las cuales estaba formado el universo. Cada uno de los
elementos compartía una cualidad con otro, y se sostenía que esta cualidad
común facilitaba su mutua transformación —suponiéndose que este proceso tenía
lugar continuamente en la naturaleza. Tal era el punto de vista tradicional, en
su forma aristotélica. La capacidad de Teofrasto para trascender y profundizar
ésta concepción está probada por un fragmento, de veintitrés páginas de
extensión, que forma parte de un tratado Sobre el fuego. El pasaje
inicial es de gran importancia para nosotros. A continuación lo damos
traducido, en forma ligeramente condensada:
De todos los elementos,
es el Fuego el que tiene las propiedades más notables. El Aire, el Agua, y la
Tierra sólo pueden transformarse uno en otro: ninguno de ellos puede generarse
a sí mismo. El Fuego, no sólo puede generarse a sí mismo, sino que puede
extinguirse a sí mismo. Un fuego pequeño puede engendrar uno grande; uno grande
puede apagar uno pequeño (Teofrasto explica lo que quiere dar a entender por
esto último: una lámpara colocada sobre una hoguera se apaga). Además, casi
todas las formas de engendrar fuego parecen involucrar fuerza. Por ejemplo, el
golpe del pedernal sobre el hierro, el frotamiento de dos maderas y la
generación de fuego en el aire por el amontonamiento y choque de las nubes. El
contraste entre la fuerza involucrada en la generación del fuego y la
transformación recíproca natural de los otros tres elementos nos brinda una
notable conclusión. Podemos generar fuego, pero no podemos generar los otros
tres. Ni siquiera cuando cavamos un pozo damos ser al agua, sino que meramente
la hacemos visible al reunirla a partir de un estado disperso. Pero todavía
falta mencionar la mayor y más importante de las diferencias. Los otros
elementos son autosubsistentes, no necesitan un substrato. El fuego sí lo
necesita —al menos aquel fuego que podemos percibir por nuestros sentidos. Esto
es cierto ya sea que incluyamos o no a la luz en nuestro concepto de fuego. Si
incluímos la luz, ésta requiere aire o agua como medio. Si no incluímos la luz,
tanto el fuego de la llama como el de la brasa encendida existen en un
substrato. La llama es humo encendido. El carbón es un sólido tesoro. No
importa si él fuego está en el cielo o en la tierra. En el primer caso es aire
encendido, en el segundo caso es alguno de los tres otros elementos ardiendo, o
bien dos de ellos. Hablando en términos generales, el fuego siempre está comenzando
a existir. Es una forma del movimiento. Parece a medida que llega al ser.
Parece en cuanto abandona su substrato. Esto es lo que querían decir los
antiguos cuando afirmaban que el fuego siempre está en busca de alimento.
Vieron que no podía subsistir sin su material. ¿Qué sentido tiene, pues, llamar
al Fuego Primer Principio, si no puede subsistir sin algún material? Pues, como
hemos visto, no es una cosa simple, ni puede existir antes que su substrato y
su material. Podría argüirse, por supuesto, que en la esfera más externa existe
una especie de fuego consistente en calor puro y sin mezcla. Si así fuera no
podría arder, y arder es la naturaleza del fuego.
Es difícil que el
lector comprenda el adelanto científico registrado en este pasaje sin reproducir
una larga cita de Aristóteles, para la cual no tenemos lugar. Deriva su
carácter especial de su acumulación de observaciones cuidadosas de procesos
tanto naturales como artificiales, y del estrecho contacto que el razonamiento
conserva con los hechos observados.
La gran novedad de esto será evidente para quien se remita al tratado
de Aristóteles De la
generación y la corrupción, y lea los primeros cuatro o cinco
capítulos del libro II. Allí encontrará mucha
lógica y muy poca observación. La comparación de ambos pasajes le hará
comprender la diferencia entre estudiar filosofía natural con los ojos de la
razón, o con los ojos de los sentidos. Es claro que se están produciendo
grandes cambios en el Liceo, pero estos cambios están en la línea del propio desarrollo
de Aristóteles. La práctica de la observación que él mismo había empleado con
tanto éxito en el terreno de la biología (véase cap. VIII de la Primera Parte) es extendida ahora por su discípulo al estudio de
la materia inorgánica e inanimada. Es evidente también que el nuevo método
empírico no tardará mucho en barrer las concepciones físicas que Aristóteles
había traído consigo de la Academia. La observación de que el fuego no puede
existir sin un substrato, que el fuego es algo que está ardiendo, conduce de
inmediato a la teoría de que el fuego no es un elemento sino más bien un
compuesto, y luego a la sugestión más evolucionada de que lo Caliente y lo Frío
no son en realidad principios aristotélica y preparan el camino para Estratón.
En su Metafísica,
Teofrasto deja caer, la observación de que en nuestros esfuerzos por entender
el comportamiento de la materia «debemos en general proceder mediante
referencias a las artes y trazando analogías entre los procesos naturales y los
artificiales» (8a,
19, 20). En la primera parte hemos hablado extensamente sobre la importancia de
este enfoque para los precursores científicos griegos. Lo que Teofrasto quiere
dar a entender mediante esto es abundantemente ilustrado por su fragmento Sobre el fuego,
así como por otros de sus escritos. En la veintitantas páginas de este tratado
hay centenares de observaciones tanto de procesos naturales como artificiales.
Cuando los estudiamos con cuidado vemos que la atención prestada a los procesos
artificiales involucrados en las artesanías agudiza su observación de los
procesos naturales y le sugiere su explicación. Así, en el ejemplo anterior, al
afirmar que el fuego generalmente requiere fuerza o violencia para ser
engendrado, agrupa en una misma sentencia los medios artificiales que los
hombres emplean para encenderlo, y el fenómeno natural del rayo, que en esta
forma alcanza su explicación. Más adelante compara el color rojo que asume a
veces la luz con la llama roja de los leños verdes, y decide que ésta recibe su
color del exceso de elemento húmedo y térreo contenido en dichos leños en
comparación con los que están curados, y que el sol adquiere su tinte rojizo
siempre que «el aire está denso».
ESTRATÓN Y LA
INVESTIGACIÓN EXPERIMENTAL
Este constante ir y venir de comparaciones entre las observaciones de
los fenómenos naturales y las de los artificiales es la raíz de donde ha
crecido la técnica del experimento. Por supuesto, todavía no constituye una tal
técnica. Pero con el nombre de Estratón alcanzamos el punto en el cual la
ciencia griega establece plenamente una técnica del experimento, y podemos
detenernos por un momento a rastrear algunos de los pasos mediante los cuales
se logró un progreso tan decisivo e importante en el método científico. El
botánico suizo Senn, que ha hecho contribuciones tan importantes a la historia
del pensamiento científico, también puede ayudamos aquí En un examen de los
escritos hipocráticos hace una distinción entre dos tipos de comparaciones que
ellos contienen. Con mucha frecuencia nos encontramos con comparaciones entre
los procesos fisiológicos que son investigados, y experiencias frecuentes en la
vida práctica. El autor, por ejemplo, hace una observación como ésta: «Es tal
como si añadiéramos agua fría al agua hirviente: ésta deja de hervir». Aquí, un
fenómeno de la medicina que el autor trata de comprender es ilustrado mediante
una referencia a una experiencia común, pero no se sugiere que el alumno deba
tratar él mismo de efectuar el experimento, Sin embargo, con menor frecuencia,
llegamos a una fórmula de este tipo: «Si haces esto y aquello, comprobarás que
sucede tal y tal cosa». Ahora parece claro que se invita al estudiante a
repetir el experimento por sí mismo, suponiéndose que así ha de hacerlo en
efecto.
Un buen ejemplo de experimento de esta índole se encuentra en Medicina antigua
(cap. XXII). El autor inculca aquí al estudiante que hay una relación entre la
estructura de los órganos internos del cuerpo y las funciones que éstos
desempeñan. Sienta el principio general de que el funcionamiento de las
vísceras, por estar éstas ocultas, puede estudiarse con más comodidad
examinando objetos exteriores de forma similar. «Ahora bien, ¿qué estructura se
halla mejor adaptada a extraer y atraer fluido del resto del cuerpo: la hueca,
con boca amplia, la maciza y redonda, o la hueca y fusiforme? Creo que la mejor
adaptada es una vasija grande y hueca, con una boca fusiforme. Estos principios
deben ser aprendidos de los objetos externos y visibles. Por ejemplo, si abres
tu boca del todo, no absorberás fluido alguno; pero si contraes y haces
sobresalir tus labios, o si los aprietas y colocas un tubo entre ellos,
fácilmente podrás chupar cuanto desees. Asimismo, las ventosas, que son anchas
y ahusadas, reciben esa forma para extraer y succionar la sangre de la carne.
Hay muchos otros ejemplos de la misma clase. Ahora bien: dentro del cuerpo
humano, la vejiga, la cabeza y el útero tienen esa forma. Es evidente que esos
tres órfanos atraen poderosamente, y que siempre están llenos del fluido
procedente del exterior».
Aquí hay algo a todas luces diferente de una mera referencia a un
suceso habitual utilizado con carácter ilustrativo durante una discusión. Aquí
se pide al oyente que ejecute un acto confirmativo, que repita la experiencia.
Todavía es algo rudimentario en su desarrollo, pero es un experimento genuino.
Este método, que entre las escuelas más antiguas se encuentra con mayor
claridad en los pitagóricos, sólo es empleado ocasionalmente por los demás
presocráticos, o por la Academia, o aún por los peripatéticos hasta Teofrasto
inclusive. Su florecimiento repentino se produce justamente con su sucesor de
Teofrasto Estratón.
Considerando la importancia de este hombre, nuestros conocimientos
acerca de él son en verdad misérrimos. Sabemos que nació en Lampsaco y que
vivió por algún tiempo en el palacio real de Alejandría, antes de ser nombrado
para dirigir el Liceo en Atenas; sabemos asimismo que estuvo al frente de dicha
institución desde 287 hasta 269. Debe de haber sido ya famoso antes de presidir
la escuela aristotélica, pues de lo contrario no habría sido llamado por el
primero de los Tolomeos (Soter) para supervisar la educación de su hijo, el
segundo Tolomeo (Filadelfo), motivando así la residencia de Estratón en
Alejandría. Difícilmente tendría menos de cuarenta años de edad, y bien podría
haber llegado a los cincuenta cuando se hizo cargo de su puesto en Atenas.
Diógenes Laercio nos ofrece una lista de alrededor de cuarenta de sus escritos,
pero el tiempo nos ha arrebatado la totalidad de ellos, y la erudición moderna
todavía no ha finalizado la tarea de suministrarnos una edición científica de
los fragmentos de sus obras que pueden espigarse de autores más recientes.
Con todo, el historiador Polibio, que vivió unos cien años más tarde,
nos dice que se lo conocía en la antigüedad bajo el nombre de El Físico (por
supuesto, en el viejo sentido griego del término, o sea el filósofo natural).
Cicerón explica la elección de este título diciéndonos que Estratón «abandonó
la ética, que es la parte más necesaria de la filosofía, y se dedicó a la
investigación de la naturaleza». No es probable que Cicerón haya sido el único
en condenar tal elección, y el hecho de que ésta haya acarreado críticas a
Estratón en sus propios días está abonado por otro juicio de Polibio, según el
cual «sus escritos críticos y polémicos eran brillantes, pero la exposición de
sus propias ideas, pesada». El lector probablemente admitirá, cuando hayamos
finalizado nuestra relación de la obra de Estratón, que la última palabra usada
por Polibio, «pesada», debe ser interceptada como «demasiado científica para el
genio de la época». Por su parte, Diógenes Laercio, al concluir su breve reseña
sobre Estratón, parece arrojar un poco más de luz sobre este punto. Nos dice
que «sobresalió en todas las ramas del conocimiento, pero más que en ninguna
otra en la forma que es titulada filosofía de la naturaleza, rama de la filosofía más antigua y más seria
que las demás. Seguramente no nos engañaremos al ver en estas
notables palabras la defensa por el propio Estratón de su preferencia por la
filosofía natural, con respecto a la ética y la política. Estratón seguramente
diría que la filosofía natural es más antigua, por ser característica de las
escuelas más primitivas, antes de que Sócrates apartara de la naturaleza a la
filosofía para volcarla sobre el hombre. La llamaría sin duda más seria, por
estar más relacionada con las artes básicas de las cuales depende la vida
misma, que con las artes que son el adorno de una civilización decadente. Hemos
citado en la primera parte de esta obra (cap. VII) la opinión de
los presocráticos de que «las artes que contribuyen más notablemente a la vida
humana son las que combinan sus propias fuerzas con las de la naturaleza, como
la medicina, la agricultura y la gimnasia». Esta descripción tiende a ponerlas
en contraste con aquellas artes que imitan meramente a la naturaleza sin
alterarla, como la pintura o la música. Indudablemente, hemos dado aquí con
algo fundamental en la concepción de Estratón, cuya actitud experimental frente
a la ciencia no implicaba la observación meramente pasiva de los procesos de la
naturaleza, sino la activa intervención en éstos. Estratón tenía plena
conciencia de las aplicaciones prácticas de sus teorías físicas. El antiguo
escritor que nos ha conservado la mejor exposición de ellas las presenta con
las siguientes palabras «Pueden proveernos con los requisitos más fundamentales
de una existencia civilizada».
Dada la pérdida de las obras de Estratón, era difícil demostrar cuán
completa era la forma en que había concebido la idea y establecido la práctica
de la investigación experimental, hasta que se produjo en 1893 un gran
descubrimiento debido al genio penetrante de Hermann Deils. Entre las obras
sobrevivientes de la ciencia griega, ocupa un un lugar distinguido la Neumática de
Herón de Alejandría, obra que data de la segunda mitad del primer siglo de
nuestra era. En las primeras páginas de este libro de texto se supone una
teoría científica de la naturaleza del vacío, que reviste carácter
evidentemente avanzado. Es empírica en su método, tiene una terminología fija e
implica un sistema físico unificado. Diels, que fue el primero en analizar las
especiales cualidades de esta sección inaugural del libro, también logró
demostrar que ella es en su mayor parte obra de Estratón. De este pasaje
ofreceremos al lector una traducción ligeramente condensada. Constituye la
mejor introducción al genio de Estratón.
La ciencia de la neumática era tenida en gran estima por todos los
filósofos e ingenieros de la antigüedad: los primeros se ocuparon de deducir
lógicamente sus principios; los segundos, de determinarlos mediante pruebas
experimentales. En el presente libro nos hemos sentido obligados a suministrar
una exposición ordenada de los principios establecidos de la ciencia, y a
sumarles nuestros propios descubrimientos. Esperamos en esta forma ser útiles a
los futuros estudiantes de la materia.
Sin embargo, antes de empezar con los particulares de nuestra
exposición, queda un tópico general por discutir, a saber, la naturaleza del
vacío. Algunos autores niegan enfáticamente su existencia. Otros dicen que en
condiciones normales no hay cosa tal como un vacío continuo, sino que existen
pequeños vacíos en estado de dispersión en el aire, el agua, el fuego y otros
cuerpos. Ésta es la opinión a la cual debemos adherirnos. Procederemos ahora a
demostrar mediante pruebas experimentales que esta interpretación del asunto es
verdadera.
Debemos ante todo corregir una ilusión popular. Debe entenderse
claramente que las vasijas tomadas generalmente porvacías no lo están en
realidad, sino que se encuentran llenas de aire. Ahora bien, en la opinión de
los filósofos naturales, el aire consta de menudas partículas de materia, en su
mayoría invisibles para nosotros. De acuerdo con esto, si uno echa agua en una
vasija aparentemente vacía, sale de ella un volumen de aire igual al volumen
del agua que se le ha vertido. Para demostrarlo, haz el siguiente experimento.
Toma una vasija aparentemente vacía. Vuélvela boca abajo, procurando que se
mantenga en posición vertical, e introdúcela en un recipiente con agua. Aunque
la hagas penetrar hasta que se halle completamente cubierta, el agua no entrará
en ella. Esto demuestra que el aire es una cosa material, que impide que el agua
penetre en la vasija, porque él ha ocupado previamente todo el espacio
disponible. Luego, haz un orificio en la base de la vasija. El agua penetrará
por la boca mientras el aire se escapa por dicho orificio. Pero antes de
perforar la base levanta la vasija verticalmente, sácala del agua, vuélvela
boca arriba y examínala, y verás que su interior ha permanecido perfectamente
seco. Esto demuestra que el aire es una sustancia corpórea.
El aire se convierte en viento al ser puesto en movimiento. El viento
es simplemente aire en movimiento. Si una vez perforada la base de la vasija
introduces ésta en el agua, manteniendo tu mano cerca del orificio, sentirás el
viento que se escapa de la vasija. Éste no es sino el aire expulsado por el
agua. Por lo tanto, no debes suponer que existe un vacío continuo entre las
cosas, sino que existen pequeños vacíos en estado disperso en el aire, el agua
y otros cuerpos. Esto debe ser entendido en el sentido de que las partículas de
aire, aunque estén en recíproco contacto, no encajan completamente unas en
otras. Dejan entre sí espacios vacíos, como la arena en la playa. Los granos de
arena pueden ser comparados con las partículas de aire, y el aire entre los
granos de arena ha de compararse con el vacío entre las partículas de aire.
Como consecuencia de esta estructura física del aire, éste puede,
cuando se le aplica una fuerza externa, ser comprimido y alojado en los
espacios vacíos, al ser apretadas sus partículas en forma contraria a la
naturaleza. Cuando disminuye la presión, vuelve a su estado anterior, gracias a
la elasticidad de las partículas. De modo similar, si la aplicación de alguna
fuerza motiva la mutua separación de las partículas y la creación de espacios
vacíos entre ellas mayores que los naturales en condición normal, su tendencia
es volver a juntarse nuevamente. La razón de esto es que el movimiento de las
partículas se hace más rápido a través del vacío, por no haber nada que lo
impida o le oponga resistencia hasta que las partículas vuelven a establecer
contacto entre sí.
Veamos la siguiente demostración experimental de la antedicha teoría.
Toma una vasija liviana, con boca estrecha; succiona el aire de su interior y
aparta tus manos de ella. La vasija continuará suspendida de tus labios, porque
el vacío tenderá a absorber la carne para ocupar el espacio vacuo. Esto
demuestra que un vacío continuo ha sido creado en la vasija. He aquí otra
prueba de esto. Los médicos tienen vasos de vidrio con bocas estrechas a los
que llaman «huevos». Cuando quieren llenarlos con un líquido succionan el aire
de su interior, ponen los dedos en la boca del vaso y lo introducen invertido
en el líquido. Éste es entonces atraído hasta llenar el espacio vacío, pese a
que un movimiento hacia arriba es antinatural en un líquido.
Volvamos ahora a los que niegan terminantemente la existencia del
vacío. Es posible, desde luego, que ellos descubran muchos argumentos para
replicar a lo que se ha dicho, y en ausencia de demostración experimental
alguna, podría parecer que su lógica conquista una fácil victoria. Les
demostraremos, por lo tanto, mediante fenómenos susceptibles de ser sometidos a
observación dos hechos, a saber: 1) que hay cosa tal como un vacío continuo,
pero que sólo existe en forma contraria a la naturaleza, y 2) que el vacío existe
también de acuerdo con la naturaleza, pero sólo en cantidades pequeñas y
dispersas. También les demostraremos que al ser comprimidos los cuerpos
rellenan esos vacíos dispersos. Tales demostraciones no dejarán escapatoria a
estos gimnastas verbales.
Para nuestra demostración necesitaremos una esfera metálica de una
capacidad aproximada de un par de litros, construida con una lámina de metal lo
suficientemente gruesa como para resistir cualquier tendencia aplastarse. Esta
esfera debe ser hermética al aire. Un tubo de cobre, un caño de poco diámetro,
debe ser insertado en la esfera de modo que no toque el punto diametralmente
opuesto al de entrada, sino que deje lugar para el paso del agua. Este tubo
debe sobresalir de la esfera como medio palmo. La parte de la esfera que rodea
el punto de inserción del tubo debe ser soldada de modo que caño y esfera
presenten una superficie continua. Deberá eliminarse la posibilidad de que el
aire introducido forzadamente en la esfera al soplar pueda escaparse por alguna
resquebrajadura.
Ahora, analicemos en detalle las condiciones del experimento. Desde un
principio hay aire en la esfera, lo mismo que en todas las vasijas popularmente
llamadas vacías, y el aire llena todo el espacio cerrado y se aprieta
constantemente contra la pared que lo contiene. Ahora bien, de acuerdo con los
lógicos, al no haber ningún espacio absolutamente desocupado, debería resultar
imposible introducir agua, o más aire, salvo que se desplazara algo del aire la
contenido en el recipiente. Por otra parte, si se intentara introducir en él
por la fuerza aire o agua, hallándose lleno de antemano, estallaría antes que
admitirlo. Muy bien. ¿Qué es lo que en realidad sucede? Aquel que pone los
labios en el tubo puede introducir soplando una gran cantidad de aire en la
esfera sin que se escape porción alguna del que ya estaba en el interior. Esto
mismo volverá a suceder cuantas veces se repita el experimento, y constituye
una prueba evidente de que las partículas de aire de la esfera son constreñidas
a penetrar en los espacios vacíos que había entre ellas. Esta contracción es
contraria a las leyes de la naturaleza, siendo consecuencia de la introducción
forzada de aire. Por otra parte, si una vez que se ha soplado se obtura
rápidamente el caño con un dedo, el aire permanece comprimido en la esfera.
Pero al sacar el dedo, el aire que estaba forzado en el interior sale de
inmediato, ruidosa y violentamente, al ser expulsado por la expansión del aire
interior, debido a su elasticidad.
Si se intenta el experimento inverso, una gran cantidad del aire
contenido en la esfera puede ser succionado sin que otro aire alguno penetre
para reemplazarlo, como vimos anteriormente en el caso del «huevo». Este
experimento demuestra de modo terminante que en la esfera tiene lugar la
formación de un vacío continuo. De aquí se concluye que los espacios vacíos
están dispersos entre los intersticios de las partículas de aire, y que cuando
se lo fuerza, el aire es introducido en esos espacios vacíos, mediante una
compresión contraria a la naturaleza. La existencia de un vacío continuo
contrario a la naturaleza ya ha sido demostrada mediante la adherencia de un
recipiente liviano a los labios, y mediante el ejemplo de los «huevos»
utilizados por los médicos. Muchos otros experimentos podrían aducirse sobre la
naturaleza del vacío, pero con éstos bastará, pues se fundan en la evidencia de
fenómenos observables. Resumiendo, pues, podemos decir que todo cuerpo está
formado de partículas pequeñísimas de su propio material, entre las cuales se hallan
esparcidos espacios vacíos más pequeños que sus partes. Sólo mediante un abuso
del lenguaje podría sostenerse que, en ausencia de fuerza, no existe en
absoluto vacío, sino que todo está lleno de aire, o agua, o alguna otra
sustancia, y que sólo en la medida que una de esas sustancias se desplaza puede
otra pasar a ocupar el espacio vacío.
El autor de la reseña bibliográfica de uno de mis libros, publicaba en
el Journal of Roman
Studies (vol. XXXI, 1941, página 149) manifiesta categóricamente
que «el experimentalismo, como teoría sistemática, fue desconocido en la
antigüedad: es un producto del Renacimiento». En vista de la cita que acabamos
de reproducir —que, por otra parte, no es única—, el juicio de ese comentarista
debe considerarse infundado. En Estratón nos encontramos con el representante
de un experimentalismo sistemático que encama la culminación de una práctica
ocasionalmente observada en tiempos más antiguos por los pitagóricos, por
Empédocles, por Anaxágoras y por algunos médicos de la escuela hipocrática,
experimentalismo que ha llegado tan lejos como para exigir la construcción de
aparatos especiales para la solución de un tipo especial de problema, y que
está respaldado por la aserción explícita de la primacía del experimento sobre
la demostración lógica.
Entre los discípulos de Estratón se contó un físico alejandrino,
Erasístrato, de quien tendremos algo que decir más adelante. Entre los
fragmentos de sus obras encontramos una conmovedora expresión del celo por la
filosofía natural que consumía a los hombres de esta época que habían caído
bajo la influencia del Liceo. Dicho pasaje es de los Escritos Menores de Galeno
(II, 17, Ed. Müller) y es citado en el libro de Heidel, La edad heroica de la Ciencia:
«Aquellos que no están en absoluto acostumbrados a la investigación se
confunden y se ciegan en cuanto empiezan a ejercitar su inteligencia, y
rápidamente desisten, debido a la fatiga y a la falta de vigor intelectual, lo
mismo que quienes intentan, sin entrenamiento previo, participar en una carrera.
Pero aquel que está acostumbrado a la investigación, abriéndose paso y dando
vuelta en todas direcciones, no abandona la investigación, no diré al cabo de
un día ni de una noche, sino ni siquiera en toda su vida. Éste no descansará,
sino que revolverá su atención de una cosa a otra que pueda considerar
importante para la investigación del asunto, hasta que llega a solucionar el
problema».
Para que nadie suponga que la investigación encarada por Erasístrato en
este delicioso pasaje era de aquellas que pueden ser llevadas a cabo totalmente
en el interior de la cabeza, como Parménides lo recomendó y como lo practicó
Platón, citemos en
passant uno de los experimentos de este gran fisiólogo.
Recordemos que está tratando de investigar los procesos de la vida, y que le
preocupa el significado de la respiración, tal como había preocupado a
Empédocles mucho antes en su experimento con la vasija (véase cap. IV de la Primera Parte). ¡Pero qué maravilloso progreso se ha realizado
en la técnica del experimento! Abriéndose paso a través de su problema y
volviéndose en todas direcciones, Erasístrato llegó a un experimento que
anticipa la famosa realización de Santorio (1561-1636). Éste, en un experimento
muy bien descrito por Singer (A Short History of Medicine, página 108), vivió durante
cierto tiempo suspendido en una balanza de su propio diseño, para investigar
los cambios de peso en el organismo humano. De manera similar, Erasístrato
colocó un pájaro en una jaula, lo pesó, lo mantuvo en ayunas y lo pesó nuevamente
junto con sus excrementos, con lo que sólo llegó a comprobar una considerable
pérdida de peso. Recomendaba la repetición de este experimento como cosa de
rutina (Diels, Anonymi
Londinensis, págs. 62 y sigts.).[4] Aquí debe
notarse la medición exacta involucrada en la pesada. ¡Tan perfecto y tan
diverso en sus aplicaciones se había vuelto el método experimental!
Si volvemos ahora a Estratón, hallaremos abundantes pruebas de cómo él
también se abrió camino y se volvió en todas direcciones en sus esfuerzos para
resolver sus problemas. En el pasaje citado más arriba he utilizado una versión
abreviada para concentrar la atención en el principal experimento con la
esfera. Pero si nos remitimos al texto completo hallaremos la constancia de
muchos experimentos suplementarios. Al aventurar la teoría de la presencia en
todas las sustancias de espacios vacíos esparcidos entre las partículas,
Estratón se atreve a sugerir que el «diamante» debe de ser la única sustancia
que no contiene vacío. Dice que es indestructible por el fuego, y que ofrece
tal resistencia a los golpes que se incrusta en el martillo o en el yunque.
Desde luego que el diamante se quiebra bajo el golpe de un martillo, a lo largo
de los planos de su cristal. Sería bueno tener una información más completa
sobre las pruebas que Estratón efectuó a este respecto. Probablemente haya
encontrado partículas diminutas de esmeril o corindón incrustadas en el
martillo o en el yunque. La palabra traducida más arriba como «diamante» podría
aplicarse igualmente a uno o a otro. Cuando menciona la elasticidad del aire
ilustra su explicación mediante comparaciones con el comportamiento de
raspaduras de cuerno y de una esponja seca. La evidencia resultante de tos
vasijas livianas que quedan pendientes de los labios cuando se ha succionado el
aire de su interior es reforzada con el ejemplo de la ventosa de vidrio, más
pesada, en la cual la rarefacción ha sido producida, no por succión, sino
mediante el calor.
Esto conduce a una sección notable, en la cual se trata de la acción
del calor sobre diversos cuerpos. Se indica que si el calor se aplica al carbón
para producir coque, éste aparenta a simple vista igual volumen que el primero,
pero al pesarlo se comprueba que es más liviano. Ésta es otra muestra de
medición exacta de los fenómenos. La pérdida de peso es atribuida a la
transformación del carbón, bajo la acción del fuego, en tres sustancias de
diferentes densidades, calificadas como fuego, aire y tierra. Sigue a esto un
interesante comentario respecto a la acción del fuego sobre el agua. Para
mantener nuestra perspectiva histórica sería conveniente recordar al lector que
no fue hasta 1615 que llegó a distinguir específicamente el aire del vapor, y se
extrajo la conclusión práctica de que en la presión del vapor se encerraban
potencialidades mucho mayores que las que podían cifrarse en la presión del
aire. Fue la obra de Cardano (1501-1576) y de Porta (1538-1615) la que condujo
al pronunciamiento decisivo de Salomón de Caus (1576-1630) de que el vapor es
agua evaporada, y que al enfriarse vuelve a su condición original. Ahora bien,
Estratón no tuvo buen éxito en cuanto a trazar la distinción entre el vapor y
el aire, pero deja expresa constancia de que «el vapor que sale de un caldero
hirviente no es sino agua enrarecida que se convierte en “aire”. No podía saber
hasta qué punto este vapor difiere del aire que respiramos.
Estratón empleó su teoría del vacío discontinuo en las cosas para
ayudarse en la interpretación de muchos fenómenos. Ella tiene, en efecto, mucho
que ver con el problema de las diferencias de densidad en diversas sustancias.
La invoca para asistirse en la interpretación del efecto de los rayos del sol
en la evaporación de la humedad, y en los fenómenos del rocío y de las fuentes
termales. Pero tal vez la más sugestiva de sus aplicaciones sea la referente al
problema de la propagación de la luz. «Si el vacío no existiera, ni la luz, ni
el calor, ni ninguna otra fuerza material podría penetrar la sustancia del
agua, o del aire, o de cualquier otro cuerpo. ¿Cómo, por ejemplo, podrían los
rayos del sol llegar hasta el fondo de un cubo lleno de agua? Si no hubiera
intersticios en el agua, sino que los rayos del sol debieran forzosamente hendirla,
las vasijas repletas se desbordarían. Sin embargo, se ve que no ocurre así. Hay
además otra prueba. Si los rayos hendiesen el agua por la fuerza, todos ellos
llegarían al fondo del recipiente, en lugar de ser unos reflejados y penetrar
otros hasta el fondo. Lo que en realidad ocurre es que los rayos que chocan con
partículas de agua son reflejados, y los que hallan espacios vacíos o se
encuentran con sólo unas pocas partículas de agua llegan hasta el fondo». Otra
prueba de la porosidad del agua reside en el hecho de que si se vierte vino en
ella, se dispersa visiblemente a través de todo el cuerpo ácueo. Una conclusión
similar es extraída de la interpenetración de la luz por la luz. «Cuando se
encienden más lámparas, todo el lugar se ilumina pareja y progresivamente, pues
los rayos de la luz se propagan los unos a través de los otros». Por supuesto,
hay innumerables debilidades en estas demostraciones, pero en todas ellas nos
encontramos con un hombre que, allí donde se trata de hechos físicos, prefiere
una demostración a un argumento. Hallamos ulterior confirmación del hábito que
Estratón tenía de apelar a los hechos en un pasaje de otro escritor, Simplicio
(659, 22). Él nos dice que Estratón, enfrentado con el interminable debate
acerca de si el cambio de posición es posible sin suponer un vacío continuo,
solucionó el asunto mediante una sencilla demostración. Colocó una piedra en
una vasija cerrada, llena de agua; invirtió la vasija y demostró que la piedra
había cambiado de lugar.
No sólo era fértil en concebir experimentos, sino que también aplicó de
la manera más penetrante sus principios en muchos campos nuevos. Por ejemplo,
en unas cuantas sentencias de un tratado anónimo que ha llegado hasta nosotros
en el conjunto de la obra de Aristóteles —sentencias que ahora se atribuyen con
cierto fundamento a Estratón—, lo encontramos sentando las bases de una
correcta teoría del sonido. Todos los sonidos, vocales o no, proceden de
cuerpos que caen sobre cuerpos, o de aire que cae sobre cuerpos. La propagación
del sonido no se debe a que el aire tome determinada forma, como algunos creen,
sino a que éste es un medio elástico, que se contrae y se dilata según el
impulso que se imparte… Pues cuando el impacto del aliento hiere el aire, éste
es movido violentamente, e imparte igual moción al aire que lo rodea, con el
resultado de que el mismo sonido es transportado en todas las direcciones, a
medida que se extiende el movimiento del aire».
Estos ejemplos bastan para demostrar que Estratón había establecido
plenamente el método experimental, y que le había dado una aplicación
maravillosamente amplia. Es también importante para nosotros comprender la
independencia mental que desplegó al hacerlo. Ya se ha dicho que Teofrasto
había arrojado por la borda la concepción aristotélica de la materia. Estratón
está dispuesto a ir mucho más lejos. Arroja por la borda también la doctrina
aristotélica del peso. Aristóteles había enseñado que dos de los elementos, el
Agua y la Tierra, tienen una tendencia natural a moverse hacia abajo, a la cual
llamó gravedad, mientras que los otros dos, el Aire y el Fuego, tienen una
tendencia natural a moverse hacia arriba, a la cual llamó levedad. Es decir,
que Aristóteles intentó relacionar su doctrina del peso con una teoría del
«lugar natural», mediante la cual todo elemento del universo tendría un lugar
hacia el cual tendería naturalmente. En sustitución de ella, Estratón adoptó el
punto de vista de Demócrito de que el peso es movimiento hacia el centro, de
que todos los elementos tienen gravedad y ninguno levedad, sino que el más
ligero reposa sobre el más pesado, y de que la masa depende de la mayor o menor
cantidad de materia en un volumen dado. Pero no debe suponerse por esto que
Estratón haya abjurado de Aristóteles únicamente para jurar lealtad a Demócrito
y sus átomos. No es así. Pues aunque acepta de Demócrito la idea del vacío
dentro de los cuerpos, rechaza la idea de un vacío externo continuo. Aunque
cree que la materia está compuesta de partículas invisibles diminutas, rechaza
la idea de que todas las cualidades de las cosas dependen del tamaño, forma y
posición de los átomos, como acabamos de ver, por ejemplo, en su teoría del
sonido. También hay pruebas de que trató de rehuir la concepción mecanicista de
Demócrito.
En este punto es adecuado considerar cuál era la cosmovisión general de
este gran experimentalista. Es evidente que con él todas las ideas
antropomórficas y telealógicas habían sido finalmente desechadas. Cicerón nos
dice (Sobre la
naturaleza de los dioses, I, 13, 35) que «Estratón el físico era
de opinión de que todos los poderes divinos residen en la naturaleza, y de que
la naturaleza, que es un poder sin forma ni capacidad para sentir, contiene en
sí todas las causas de la generación, el crecimiento y la disminución». En otro,
pasaje (Cuestiones
Académicas, II, 3, 121), que parece reflejar el ágil estilo
polémico de Estratón, Cicerón expone un poco más extensamente los puntos de
vista de éste: «Estratón, de Lampsaco dispensa a dios de su ardua tarea,
opinando que si los sacerdotes de los dioses disfrutan de vacaciones, es justo
que también las gocen los dioses mismos. Dice que no recurre a la ayuda de los
dioses para fabricar el mundo. Todo lo que existe —afirma— es obra de la
naturaleza, pero añade que no lo dice en el sentido de aquel autor, según el
cual todas las cosas son conglomerados de átomos, ásperos y lisos, ganchudos y
puntiagudos, mezclados con el vacío. A éstas concepciones las llama ilusiones
de Demócrito, quien no podía demostrarlas, sino sólo desearlas. Pero en cuanto
a él mismo, examina una por una las partes del universo, y demuestra que cuanto
existe o llega a existir está constituido de fuerzas y movimientos puramente
naturales». El punto de vista de Estratón es claro: su deseo es identificar lo
divino con lo natural, y al mismo tiempo encarar el conjunto de la naturaleza
como el campo legítimo de la investigación científica. Se trata de un audaz
esfuerzo por eliminar la idea de lo sobrenatural, pero no es la primera vez que
nos encontramos con él en nuestro estudio de la historia del pensamiento
griego. Esta opinión también era característica de algunos de los médicos
hipocráticos (véase capítulo VI de la Primera Parte).
Estratón —quien, al revés de Teofrasto, no parece haberse inclinado a
vacilar entre dos opiniones distintas— solió llevar sus principios hasta sus
conclusiones lógicas, en todas las ramas de la ciencia. Terminaremos la
presente reseña de su obra con una indicación de sus puntos de vista sobre la
naturaleza del hombre y su lugar en el conjunto de las cosas.
La psicología había contado ya con una historia larga y honrosa entre
los griegos durante los doscientos años que separan a Alcmeón de Aristóteles.
Pero Estratón pudo realizar también en este campo un notable progreso. Cuando
se vio enfrentado con la antigua polémica acerca de si todo el conocimiento se
origina en la experiencia, o si, como enseñara Platón, el conocimiento
verdadero es independiente de ella siendo patrimonio del alma antes de que ésta
se albergue en un cuerpo mortal, Estratón no pudo dudar un momento. Debía
señalar como su fuente la experiencia. Aceptó, por supuesto, la distinción ya
entonces familiar entre los órganos de los sentidos y la mente. Su
originalidad, como progreso señalado sobre la brillante obra psicológica de Aristóteles,
reside en la forma en que concibió la relación entre los sentidos y la mente.
Fue, con la posible excepción de Diógenes de Apolonia, el primer griego que
dijo claramente que no es en el órgano del sentido sino en la mente donde el
estímulo objetivo se transforma en sensación. Éste es un elemento de análisis
de importancia verdaderamente fundamental.
El reconocimiento de la actividad de la mente en la sensación permite a
Estratón aseverar firmemente la idea de la unidad del alma. Para él, tanto la
percepción como el pensamiento son actividades propias del alma. Esto no sólo
elimina la noción platónica del alma como extraño visitante inmaterial alojado
temporariamente en su casa de arcilla, sino que también mina el intento de
Aristóteles de enseñar la mortalidad del alma (psique) y la inmortalidad del
intelecto (nous). La doctrina de Estratón tiene además el efecto de permitir el
reconocimiento del parentesco del hombre con los animales. Si pensamos y
percibimos con el mismo órgano, la mente, se deduce que los animales, que
tienen órganos sensoriales y perciben, tienen también, en cierto grado, una
mente. Estratón opinaba que todo ser viviente puede ser en cierto grado
portador de una mente. Plutarco (961 b) ha conservado su opinión sobre este punto: «Se
concluye —sostenía Estratón— que todo aquello que tiene percepción tiene
también inteligencia, si es por el ejercicio de la inteligencia que la
naturaleza nos capacita para percibir». Rodier, el primero de los modernos que
efectuó una investigación sistemática de las opiniones físicas de Estratón,
opinaba que fue grande la influencia ejercida sobre él por el filósofo Epicuro.
Esto bien podría ser cierto. En todo caso, no cabe duda alguna de que Estratón
sostenía la opinión de los epicúreos, los mejores antropólogos del mundo
antiguo, de que el hombre es un tipo superior de animal, y no la teoría de que
los animales son un tipo degenerado de hombres.
Para las reducidas dimensiones de nuestro volumen, hemos dado cuenta
bastante extensa de la obra de Teofrasto y de la de Estratón. Pero para que no
se cree la impresión de que sólo los jefes de la institución hicieron obra,
mencionaremos otros tres libros científicos producidos por el Liceo, uno sobre
química, otro sobre mecánica y un tercero sobre música. Los dos primeros son
anónimos; el último se debe a Aristógenes.
QUÍMICA
Lo que he llamado la obra sobre química nos ha llegado como el
libro IV de la Meteorología
de Aristóteles. Ross describe el contenido de ese libro, como un todo, en los
siguientes términos: «Su asunto (o sea el de los libros I-III) consiste principalmente en fenómenos atmosféricos, tales como el
viento y la lluvia, el trueno y el relámpago, junto con ciertos fenómenos
astronómicos (tales como los cometas y la Vía Láctea), que Aristóteles,
erróneamente, consideraba no astronómicos, sino meteorológicos. Pero el cuarto
libro trata de un conjunto de cosas muy diferentes, a saber, cuerpos
compuestos, como los metales, y sus cualidades sensibles». Este cuarto libro es
generalmente contemplado como obra de otro autor, por ocuparse tan íntimamente
de una multitud de actividades prácticas relacionadas con las artesanías. Si
llegara a ser aceptado como obra de Aristóteles formaría, con la Mecánica,
una sorprendente excepción a la indiferencia general de Aristóteles hacia las
técnicas productivas. Pues este tratado, cuyo objeto (vuelvo a citar a Ross)
«considerar en detalle la operación de las cualidades activas calor y frío, y
las modificaciones de las cualidades pasivas sequedad y fluidez», contiene,
entre otras muchas cosas interesantes, un extraordinario programa de
investigación acerca de la naturaleza de diversas sustancias, con vistas a
clasificarlas de acuerdo con su capacidad o incapacidad para recibir
modificaciones. Traduzco un breve pasaje: «Comencemos por enumerar aquellas
cualidades que expresan la aptitud o ineptitud de una cosa para ser afectada de
un modo determinado. Son las siguientes: aptitud o ineptitud para
solidificarse, fundirse, ablandarse al calor, ablandarse por el agua, doblarse,
quebrarse, ser triturada, estampada, moldeada, exprimida, ser tenaz, maleable,
hendible, cortable, viscosa o friable, compresible o incompresible, combustible
o incombustible, capaz o incapaz de producir vapores». El programa de
experimentos aquí contemplado es digno de Francis Bacon. Se me ha hecho notar[5] que en dos
obras indudablemente genuinas (Anatomía de los animales, 649a, y Generación de los animales,
784b)
Aristóteles acepta las conclusiones establecidas en la Meteorología, libro IV, como exposición meditada de sus propias opiniones. Se concluiría de
esto que investigaciones químicas como las aquí descritas —que son del mismo
tipo que las de la obra de Teofrasto Sobre el Fuego, ya estaban de moda en el Liceo en tiempos
de Aristóteles. La última edición del tratado (Ingemar Düring, Göteborg, 1944)
lo acepta como auténtico, y elige entre sus enseñanzas, que desde luego no son
todas de igual valor, la definición de combinación química como «el
descubrimiento más importante de Aristóteles en esta rama de la ciencia». La
definición es en verdad brillante, y está enunciada en una sentencia de siete
palabras, imposible de traducir adecuadamente con igual nitidez. Vale la pena citarla
como un ejemplo, entre otros, de la perfección lógica de la ciencia griega de
esta época: «La combinación química es la unión de varios cuerpos susceptibles
de tal combinación, que involucra una transformación de las propiedades de los
cuerpos combinados».
MECÁNICA
El libro sobre Mecánica, según Ross, pertenece a la escuela
peripatética primitiva, «tal vez a Estratón o a uno de sus discípulos». Su
mejor traductor, el profesor E. S. Forster, hace notar al respecto:
«Aunque el punto de vista científico es ciertamente peripatético, el interés
del escritor por las aplicaciones prácticas de los problemas involucrados es
por completo ajeno a Aristóteles». Pero ya hemos visto que hay razones para
poner en duda la validez de este argumento. Su exposición preliminar, antes de
encarar los problemas particulares, es la siguiente: «Las cosas pueden suceder
ya sea de acuerdo con la naturaleza o en contra de ella. Las primeras suscitan
nuestra admiración cuando no conocemos su causa. Lo que nos admira en las
segundas es el ingenio con que el hombre procura beneficiarse. La naturaleza
hace muchas cosas en forma opuesta a nuestros requerimientos. Esto se debe a
que la acción natural es uniforme y simple, mientras que los requerimientos
humanos son diversos y cambiantes. Cuando requerimos un efecto contrario a la
naturaleza, nos vemos en dificultades, nos confundimos y necesitamos habilidad
técnica. A la invención artificiosa que nos saca de dificultades la llamamos
dispositivo o mecanismo. Fue el poeta Antifón quien escribió:
Mediante la
destreza derrotamos a la naturaleza victoriosa, y
tenía razón. Ejemplos de lo que él quería decir son las cosas pequeñas que
mueven a cosas mayores, las pequeñas fuerzas que mueven grandes pesos, o, en
general, todo aquello que incluimos bajo el nombré de problema mecánico. Los
problemas mecánicos, ni son idénticos a los problemas físicos, ni enteramente
distintos de ellos. Se fundan en una combinación de teoría matemática y física.
El principio general es revelado por las matemáticas; la aplicación pertenece a
la física».
Luego sigue un brillante ensayo de colocar un amplio sector de las
actividades humanas dentro del alcance de la explicación matemática. Esas
actividades se relacionan con la palanca, la balanza, la posición de los
remeros en un bote, el remo de dirección, la disposición de las velas, los
diversos movimientos circulares de la rueda de carro, la polea, el torno del
alfarero, la honda, la resistencia de maderos de diversas longitudes, la cuña,
la romana, la ventaja del forceps sobre la mano limpia en la extracción de
muelas, los cascanueces, las proporciones adecuadas en la construcción de
camas, el transporte de grandes leños, los brazos oscilantes en los pozos de
agua, el movimiento de las carretas (incluyendo el problema de la inercia). Dos
de las cuestiones tratadas son obra de la naturaleza y no del hombre: la
configuración de los guijarros en la playa y de los remolinos en el agua. En
conjunto, se trata de un admirable ensayo de matemáticas aplicadas. Algunos de
los principios fundamentales de la estática son expuestos con éxito
sorprendente, a saber: la ley de las velocidades virtuales, el paralelogramo de
las fuerzas y la ley de la inercia.
Nada hay más sorprendente en el genio de aquella época que la capacidad
de los grandes fundadores de las ciencias para poner orden en el caos mediante
la delimitación del campo verdadero de cada rama particular del conocimiento.
Aristóteles mismo había hecho esto con soberbia maestría, pues su capacidad de
abarcar todo el campo de los conocimientos humanos estaba a la altura de su
capacidad para trazar fronteras definidas entre sus diversas partes. Se formó
la concepción de un cuerpo orgánico de conocimiento científico, que cubría todo
el ámbito de la experiencia humana, en el cual las partes separadas que
integraban el conjunto debían distinguirse claramente entre sí, exhibiendo al
mismo tiempo sus mutuas relaciones. Con este plan maestro a la vista, sus
discípulos continuaron su trabajo, reconsiderando unas veces los principios
básicos de la estructura (como cuando Teofrasto planteó todo el problema de la
validez del principio teleológico) y definiendo otras veces con mayor claridad
los límites de las ciencias particulares (como cuando Teofrasto, en su análisis
de la naturaleza de las partes de animales y plantas, separó entre sí a la
zoología y la botánica). Así hemos visto también a Estratón reconstituyendo dos
ramas de la ciencia: la teoría de la estructura fundamental de la materia y la
teoría de la naturaleza del alma. Hemos visto a otros dos miembros de la
escuela, cuyos nombres son inciertos —síntoma del trabajo en equipo que entre
ellos se practicaba—, constituyendo ramas de la química y de las matemáticas
aplicadas. Tenemos que referirnos ahora a otro gran hombre, Aristógenes, quien
puso orden en la interpretación de una de las principales ramas del arte, a
saber, la música.
MÚSICA
Aristógenes, contemporáneo de Teofrasto, nació en Tarento, ciudad que
era antiguo centro de variada cultura. Era hijo de un distinguido músico,
Esfíntaro, quien había viajado mucho y había estado en contacto con muchos de
los grandes hombres de la época. Resultaba casi inevitable que el vástago de
una familia tan poderosa e intelectual ingresara más tarde o más temprano en el
Liceo, y Aristógenes, en verdad, no sólo se convirtió en peripatético y
discípulo de Aristóteles, sino que llegó a una posición tal en la escuela como
para alentar esperanzas de suceder a su maestro. No podemos decir que
Aristógenes hubiera reemplazado con ventaja a Teofrasto, pero vale la pena
recordar que además de su labor en teoría musical escribió también obras
filosóficas y biográficas.
El tipo especial de las realizaciones debidas a este hombre, con su
vasto y práctico conocimiento de la música y con su profundo adiestramiento filosófico,
fue eminentemente característico de la escuela a la cual pertenecía. Consistió
en la exacta determinación del alcance de la ciencia musical y en el
establecimiento de una concepción más verdadera sobre la naturaleza real de la
música misma. Hasta la época de Aristógenes la música en Grecia había ocupado
la posición de un arte, una techné. Había, desde luego, escuelas de arte musical. Se
alentaban preferencias conscientes sobre un estilo de composición con respecto
a otro. Había abundantes concursos musicales, en los que un vasto pública
aprendía a discriminar exquisitamente los estilos y talentos de los diversos
ejecutantes. Los fabricantes de instrumentos eran famosos por su habilidad.
Todos los hábitos formados por estas preferencias fueron transmitidos mediante
la enseñanza, de generación en generación de artesanos, compositores e
intérpretes. Pero a través de todo este panorama no percibimos aprehensión
alguna de los principios básicos de una ciencia de la música como tal.
¿Cómo llegaron a adquirirse esos principios? La única escuela que había
tratado seriamente de establecer una ciencia de la música había sido la
pitagórica. Pero, aunque los pitagóricos hablaban de la música, no se habían
elevado por encima del nivel de la acústica. Redujeron el sonido a vibraciones
del aire. Allí donde el oído percibía notas altas y bajas, ellos captaban
relaciones matemáticas que apelaban al intelecto. Éstas fueron notables
realizaciones científicas, pero no llegaron a constituir una ciencia de la música. Los meros
principios del sonido no suministraban base alguna para la crítica o
apreciación de la música. Aristógenes, que estaba enterado, por supuesto, de lo
que ios pitagóricos habían hecho, comprendió que no habían llegado al fondo del
asunto. Se dio cuenta de que la verdadera ciencia musical debe aceptar, como
elementos que no requieren explicación ulterior, conceptos tales como voz,
intervalo, alto, bajo, armonía, disonancia. Su tarea debe ser la de reducir los
fenómenos más complejos de la música a estas formas simples, y averiguar las
leyes generales de sus relaciones.
Ésta era una definición clara del objeto de la ciencia musical, que
llevaba en sí una concepción más profunda de la música misma. La esencia de la
música reside en las relaciones dinámicas de los sonidos entre sí y no en sus
antecedentes físicos y matemáticos. Aristógenes había encontrado ahora una
definición de la música que hacía posible la comprensión de la naturaleza
esencial de una composición musical como un sistema de sonidos, en el cual
ningún sonido aislado tiene significado propio, pero en el que todo sonido lo
adquiere gracias a sus relaciones en todo el resto. He aquí úna sentencia
clave. «Nuestro método descansa, en última instancia, en una apelación a las
dos facultades de audición y de intelecto; mediante la primera juzgamos las
magnitudes de los intervalos; mediante la segunda contemplamos las funciones de
las notas».
Esta conquista de Aristógenes tiene su paralelo más próximo en la Poética de
Aristóteles, donde por primera vez la ciencia había sido aplicada con éxito al
análisis de una gran rama del arte. Con la Poética de Aristóteles y la Armónica de
Aristógenes se habían sentado las bases para una crítica inteligente y
consciente de la naturaleza y de la función del arte. El espíritu humano había
adelantado enormemente en la conciencia de sí mismo.
Con esto terminamos nuestro resumen de la obra científica del Liceo.
Sólo nos resta admitir que a la muerte de Estratón la popularidad de la
institución estaba en plena decadencia. Nos dice Diógenes Laercio (V, 37) que
bajo el elocuente Teofrasto, quien mantenía todas las múltiples actividades,
culturales y científicas, que habían caracterizado la labor de la escuela bajo
su fundador, no menos de dos mil estudiantes solían asistir a las clases. Estos
días ya habían pasado. La educación que más requería y deseaba el ciudadano era
un conocimiento de los hambres y de los negocios, y el don de la palabra. Algo
plausible que decir y la habilidad para decirlo con efecto eran la necesidad suprema
para un hombre público. Estratón, al dirigir la actividad de la institución
principalmente hacia la investigación científica, no satisfizo la demanda
popular, y la concurrencia estudiantil decayó. El sucesor por él designado,
Licón, no tenía condiciones como hombre de ciencia, pero se distinguió por sus
alcances culturales. Tal nombramiento fue hecho por Estratón en su testamento,
cuyo texto ha llegado hasta nosotros. Sugiere que la escuela estaba en
dificultades. «Dejo la escuela a Licón, pues los demás, o son demasiado viejos
o están demasiado ocupados». Éste es un cumplido irónico. «Sería bueno que los
demás cooperasen con él. Evidentemente, había disensión. «Le lego todos mis
libros, salvo
aquellos de los cuales soy autor». ¿Significa esto que eran
inútiles para Licón? Cuando menos, los hechos nos dicen que Licón desvió el
foco del interés de la filosofía natural a la ética y la retórica, trató de
hacer revivir los aspectos más populares de la escuela, particularmente las
lecciones vespertinas. Quizá podríamos extraer la conclusión de que un panorama
de investigación física, con una fuerte inclinación por las aplicaciones
prácticas de la ciencia, tal como lo hallamos en Sobre el fuego, de Teofrasto; Sobre el vacío,
de Estratón, en el libro IV de la Meteorología, o en Sobre los problemas
mecánicos, ya no tenía objeto en una ciudad como Atenas, que
había perdido su papel directivo en los asuntos griegos y estaba materialmente
en estado de decadencia.
El Liceo siempre había debido mucho al patronazgo macedonio.
Aristóteles era oriundo de Macedonia. Su padre había sido médico en la corte de
Filipo, rey de Macedonia. Aristóteles había sido tutor del hijo de Filipo,
Alejandro el Magno. El Liceo era, en sentido muy definido, un centro de
influencia macedónica en Atenas. Estratón, antes de ser llamado a Atenas para
confiársele la dirección de la escuela, había sido nombrado por el fundador de
la nueva dinastía macedónica en Egipto para ejercer la tutoría de su hijo.
Tenemos pruebas de que la carrera del Liceo no había estado siempre a salvo de
los cambios y vuelcos de la política ateniense. Estaba surgiendo en Egipto una
nueva potencia macedónica que aspiraba al dominio del mundo mediterráneo. Los
Tolomeos habían demostrado claramente estar bien al tanto de los servicios que
la ciencia podía prestar a un gobierno. En consecuencia para trasladar de
Atenas a Alejandría toda actividad del Liceo que les pareciera útil para ellos.
El futuro científico residía, no en Licón y sus opacos sucesores de Atenas,
sino en el Museo de Alejandría y en el brillante conjunto de eruditos y hombres
de ciencia reunidos y mantenidos allí por el mágico oro de los Tolomeos.
NOTA BIBLIOGRÁFICA
Los artículos en la Real-Encyklopädie, de Pauly Wissowa, sobre el Peripatos
(por K. O. Brink), sobre Teofrasto (por O. Regenbogen) y sobre Estratón
(por CAPELLE) suministran una revista amplia y actual de la historia del Liceo
después de Aristóteles. La obra de Brunet y Mieli, Histoire des Sciences: Antiquité,
vale para todo el período, pero allí donde sus autores siguen a Senn cuando se
refieren a Teofrasto no superan las críticas de Regenbogen. La Metafísica
de Teofrasto fue editada con traducción de Ross y Forbes, Oxford, 1929. La Meteorología,
IV, y la Mecánica
se hallan entre las Works
of Aristotle translated into English, Oxford. En la Loeb Library,
se encuentra una traducción de la Historia de las plantas, de Teofrasto, por Arthur Hort,
con el título de The
enquiry into Plants. De especial valor para el estudioso, es la
obra de Teofrasto De
Lapidibus, editada por D. E. Eichcholz, Oxford, Clarendon
Press, 1965. En ella puede verse cómo Teofrasto lleva a cabo la ejecución de un
trabajo proyectado por Aristóteles y cómo lo hizo de una forma característica:
con mayor celo por la observación y con menor tendencia a las generalizaciones
prematuras.
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