Por
Joaquín Acosta
“Hazlo o no lo hagas. No existe el ‘Probar’.”
Yoda (El Imperio Contraataca)
A Marlene Rodríguez de Acosta, mi Aurelia, mi Filipo, mi
Aristóteles, mi Lisímaco.
A Catalina Saffon Pérez, la Barsine de mis días...
Pero por encima de todo y de todos, a Dios...
En noviembre del 333 aC, el hombre más poderoso del mundo,
señor de la Media y de Persia, Faraón de Egipto, amo de Tracia, Jonia,
Paflagonia, Misia, Licia, Caria, Frigia, Cilicia, Fenicia, Irán, Palestina,
señor de las tierras. El amo de Asia, huía de un muchachuelo bárbaro a quien
-según se dijo- le había mandado un látigo para castigar la incapacidad de sus
guerreros, y una pelota para que jugara con ella en sus ratos de ocio.
El favorito de Ahura Mazda y Mitra, el
invencible, después de la batalla de Issos llegaba cubierto de polvo y
vergüenza, recibido por sus aterrados cortesanos, quienes apenas podían creer
que el predilecto del dios de la verdad hubiera sido derrotado. Los persas y
sus pueblos esclavizados, una raza de conquistadores que había forjado el mayor
imperio que el mundo hubiera conocido hasta entonces, habían sido vencidos por
una partida de salvajes hijos de nadie.
Para empeorar la situación, la familia real formaba parte
del botín del invasor. Así como toda la franja mediterránea del imperio. La
situación era preocupante. Y como si lo anterior fuera poco, el rey bárbaro
invasor se negó a negociar un statu quo. ¿Qué más quería, si había obtenido
tanto poder como jamás occidental alguno había logrado? ¿A cuento de qué
tentaba la fortuna de esa manera? ¿Sería en serio la anunciada venganza de su
padre?
En medio de profundos suspiros, el Gran Rey de Persia
ordenó a sus miríadas de súbditos que aún le quedaban, que volvieran a aportar
innumerables contingentes, para organizar otro ejército y continuar con la
guerra, castigar la insolencia del muchachuelo, embriagado por las zalamerías
de los egipcios y demás pueblos traidores, y reconquistar los dominios
recientemente perdidos.
Como quiera que el ejército macedonio se hubiera detenido
en Fenicia y luego en Egipto, Darío tuvo todo el tiempo del mundo para
reorganizar su nuevo ejército, mucho más numeroso que el desplegado en Issos.
Es decir, que por segunda vez este monarca reuniría la hueste más gigantesca
del mundo.
En el entretanto, el soberano macedonio se dedicó a
adelantar la construcción de Alejandría. Posteriormente, la alianza helénica,
luego de celebrar las victorias recientemente obtenidas, dejó atrás a los
hospitalarios egipcios (según Droysen, Alejandro destacó una guarnición de
cuatro mil hombres en Egipto, y liberó los prisioneros atenienses capturados en
la victoria del Gránico) y se adentró en Asia, pues finalmente su retaguardia
estaba asegurada, y podía ahora ajustar cuentas con Darío de una vez por todas.
Era gigantesca la deuda de honor que los macedonios tenían con el alma de
Filipo.
El ejército macedonio marchó por Palestina, en donde
afrontó una revuelta de samaritanos, quienes quemaron vivo al sátrapa
(gobernador) macedonio. Alejandro ejecutó a los cabecillas de aquel acto de
traición. En julio del 331 aC, los griegos se internaron en Mesopotamia,
dispuestos a enfrentarse nuevamente con Darío. La batalla decisiva se
aproximaba.
Al llegar al Éufrates, el sátrapa persa Mazaios esperaba a
Alejandro. Según Droysen, Mazaios estaba al frente de 10 mil hombres, y en ese
entonces, Alejandro contaba con 40 mil infantes y 7 mil jinetes. La finalidad
era hostigar la marcha de los soldados macedonios, y obligarles a agotar sus
provisiones. El Estado Mayor persa esperaba que Alejandro siguiera la misma
ruta que el Éufrates, ya que lo más conveniente para un ejército es marchar y
acampar al pie del curso de un río.
Pero contrario a lo esperado por los generales persas, los
macedonios no se adentraron en Asia apenas cruzaron el Éufrates. Como Mazaios
había quemado las provisiones de esa región, con la finalidad de debilitar a
los soldados macedonios por el hambre (de manera similar a como los rusos
hicieron con las tropas de Napoleón) el sátrapa persa fue víctima de su propio
invento, pues para que sus propias tropas no perecieran de inanición, se vio
obligado a seguir el curso del Éufrates, es decir hacia el sureste.
Por el contrario, el ejército macedonio se dirigió al
noreste, en una genial maniobra que neutralizó la estrategia de tierra quemada
adelantada por Mazaios y la vanguardia persa. Al mismo tiempo, Alejandro
proporcionó a su ejército la conquista de un territorio que le suministraría
abundantes provisiones, y evitó el intenso calor que implicaba recorrer la ruta
esperada por los persas. Este tipo de contramaniobras estratégicas, fueron las
que merecieron a Alejandro el sitial de honor entre los más grandes capitanes
de la historia.
Los persas quedaron completamente desconcertados. Con la
intención de debilitar al ejército macedonio, habían arrasado con todas las
provisiones de la rivera del Éufrates, una decisión dura y dolorosa, que
finalmente habían adoptado los generales de Darío, escarmentados por las
brillantes victorias de Alejandro.
Y ahora que pensaban que este sacrificio tan triste sería
compensado por el hambre que esperaban causarle a los soldados del Magno, veían
en cambio cómo le perdían la pista al ejército macedonio, el cual tomó la ruta
menos esperada. Cuánto debieron lamentar haber despreciado el genio de
Alejandro al principio de la campaña.
Pero lo peor de todo, era verificar que la dolorosa
estrategia de tierra quemada había sido en vano. Lo único para lo cual sirvió,
fue para que el ejército invasor desapareciera como un fantasma.
Cuando Mazaios le informó a Darío que tanto Alejandro como
su ejército se habían desvanecido, evadiendo así la trampa preparada por los
persas, el colosal ejército del imperio ocupó la orilla del Tigris. Fue una
medida sensata.
Pero Alejandro ya había previsto esta maniobra, y se le
anticipó a su enemigo. El Magno había capturado a unos soldados persas, y así
averiguó los planes del Estado Mayor de Darío. En consecuencia, el monarca
macedonio se dirigió al punto del río Tigris menos protegido por las huestes
imperiales. De esa manera Alejandro estaba “más arriba de lo que Darío había
presumido”, dice Hammond. Esta es una de las numerosísimas ventajas de una
superior movilidad sobre el enemigo. El ejército macedonio merece todo el
reconocimiento por la velocidad de sus desplazamientos, sólo comparable a la de
las legiones romanas.
Todo este “ballet” de estrategia y contra estrategia entre
macedonios y persas hizo que llegara septiembre del año 331 aC sin que los dos
ejércitos se avistasen.
LA BATALLA QUE CAMBIÓ EL MUNDO
Desde el último encuentro entre Alejandro y Darío, habían
transcurrido dos años, en los cuales el imperio persa había logrado conformar
su nuevo ejército. Mucho había reflexionado su monarca sobre lo acontecido en
Issos, y aprendida finalmente la lección, no estaba dispuesto a concederle a
Alejandro la menor oportunidad, en ningún aspecto. Para ese entonces, sus
principales asesores eran Bessos, pariente de Darío y gobernante de la Satrapía
más poderosa del imperio, y el gran Nabarzanes, quien estuvo a punto de vencer
a Parmenión en Issos, hasta que el propio Alejandro culminó en persona la
victoria de la alianza helénica.
Darío y sus generales habían entendido finalmente que la
siguiente batalla debería efectuarse en territorio llano y despejado, sin
montañas ni ríos que estorbaran la maniobra envolvente de las superiores
huestes asiáticas sobre el minúsculo destacamento macedonio que se atrevía a
autocalificarse de ejército. Alejandro ya no contaba con la ventaja de ser
menospreciado por su enemigo, y se enfrentaría a un ejército mucho más poderoso
que los derrotados hasta entonces, y al mando de un Estado Mayor escarmentado,
renuente a aceptar batalla en terreno escogido por el invasor, a semejanza de
lo que afrontó Aníbal en Cannas.
Así mismo, Nabarzanes y demás verdaderos generales de las
fuerzas persas eran comandantes competentes. En esta ocasión nada se iba a
dejar al azar, y se emplearía todo el potencial bélico del imperio. De esta
manera, no sólo se alinearon numerosas huestes de infantes, sino igualmente la
formidable caballería asiática, tanto acorazada como ligera. Los mercenarios
griegos al servicio de los persas seguían siendo numerosos. Como si lo anterior
fuera poco, en vanguardia de la infantería se alinearían los famosos y temibles
carros falcados asirios, los tanques de guerra de la antigüedad, el instrumento
que había determinado la superioridad bélica en Asia desde el alba de la
civilización misma. Cualquiera que se haya visto Ben – Hur o Gladiador podrá
imaginarse el poder devastador que una carga de semejantes artefactos podría hacer
contra las líneas enemigas. Como si la masa de tales máquinas no bastara para
destripar al enemigo, las ruedas de los carros tenían gigantescas cuchillas,
tan afiladas como una navaja de afeitar. El hoplita o jinete que se atreviera
contra tales inventos demoníacos, quedaría como la maleza luego del paso de la
segadora.
Para dar mayor efectividad a la capacidad destructiva de
los carros falcados, el terreno en donde se estacionó el ejército persa fue
aplanado debidamente, quedando así como una pista de carreras. Que los
macedonios entrechocaran sus lanzas contra sus escudos todo lo que quisieran,
que luego serían las cuchillas de los carros las que les producirían otro tipo
de grito de guerra: el aullido de terror, la agonía del desmembramiento en vida.
El soldado helénico que no fuera destripado por los carros, sería envuelto por
la innumerable caballería imperial.
El terreno sobre el cual fueron desplegadas las infinitas
hordas asiáticas se llamaba Gaugamela. El terreno era total y absolutamente
propicio a los persas. Ya estaba bien de jueguitos y trucos macedonios. De la
táctica de ruptura, fallidamente intentada por Timondas en Issos, se pasaría a
la típica maniobra de envolvimiento, tan antigua como la humanidad misma,
absolutamente garantizada cuando se cuenta con superioridad material y
numérica.
Bueno, al menos dicha garantía existía hasta el día en que
se libró la batalla de Gaugamela. Es lógico que si tres individuos combaten
contra uno solo, resulte inevitable que los dos que se encuentran en los
extremos opten por atacar al guerrero solitario por sus costados. El sistema
táctico ideado por Epaminondas y explicado en esta web, concentraba el empuje
del ejército en el flanco (extremo) de la formación enemiga, desarticulando así
la maniobra envolvente. Es como si el guerrero solitario, con la velocidad del
rayo derrotara primero al soldado enemigo que se encuentre en uno de los
extremos (derecho en el caso de los espartanos contra los tebanos), y así
provocara el pánico en los otros dos, quienes terminarían huyendo despavoridos,
garantizando así la victoria al combatiente solitario.
El esquema es sencillamente genial, y cualquier elogio se
quedará corto a la hora de hacer los debidos honores a Epaminondas, uno de los
más grandes generales de todos los tiempos. Pero ni el más veloz de los
guerreros podría derrotar con esta táctica a digamos seis o siete individuos.
Tal vez se logre lastimar a uno o dos adversarios, pero finalmente los cinco
restantes terminarían envolviendo al valiente pero solitario soldado. En Issos,
la ventaja para el bando numéricamente superior se neutralizó con el terreno.
Es como si el guerrero del ejemplo se hubiera ubicado en una puerta estrecha
que le hubiera protegido los costados, impidiendo así que sus adversarios lo
atacaran por la espalda, pudiendo de esta manera combatirlos de uno en uno.
Pero en Gaugamela no había ninguna puerta, ninguna pared que impidiera que los
siete espadachines atacaran al tiempo al solitario hoplita, de frente y por la
espalda. ¿Cuáles serán las posibilidades de un león contra siete hienas? ¿De un
búfalo contra siete leones?
Tal era el problema táctico al que se enfrentaba Alejandro.
Y como si las circunstancias no fueran lo suficientemente dramáticas de por sí,
aconteció un portento que hizo que el ejército macedonio fuera presa del
terror. Unos días antes de que los dos ejércitos se enfrentaran, ocurrió un
eclipse. El símbolo de los macedonios era el sol. El de los persas, la luna. Y
el 20 de septiembre del 331 aC, los macedonios contemplaron cómo la luna
devoraba al sol.
Frente a este fenómeno, el historiador de Asia Harold Lamb
anota:
“La luna se
oscureció en un eclipse total, indicio seguro de una crisis próxima. Los
fenicios que había entre los ingenieros decían que el oscurecimiento de la luna
pronosticaba la proximidad de la Diosa del Averno, a la cual también se la
llamaba Astarté, que tenía gran poder sobre el territorio de los Dos Ríos. Esta
diosa tenía a su servicio las bestias de los tres mundos: el cielo, la tierra y
el averno. Por lo tanto, podía surgir montada sobre un dragón, un león o una
gran serpiente. De cualquier manera su advenimiento era presagio de desgracia…”
¿Qué necesidad había de un adivino que revelara el
verdadero sentido de aquel prodigio que para un soldado raso, inexperto en
materia de astronomía jamás había acontecido en la historia del mundo? ¿Qué
duda le cabría sobre el superior poder de los dioses persas sobre los griegos?
¿Cuándo Zeus había logrado un milagro semejante? Para nosotros, habitantes del
siglo XXI, un portento de este estilo se puede ver antes de que se aprenda a
hablar. Pero en una época en que se creía que un temblor de tierra era la
manifestación de determinado dios, un eclipse que devoraba al astro tutelar de
la propia patria era la prueba de que se estaba condenado a la derrota. El
pánico que se apoderó del ejército macedonio el día-noche del eclipse de
ese trascendental año hace que el relativamente reciente terremoto de Lisboa
(acontecido en el siglo XVIII) parezca una mera erosión, en lo que a su
significación divina se refiere.
Frente a los sentimientos que reinaban en el ejército de
Alejandro poco antes del choque definitivo, Lamb manifiesta:
“El miedo que
los macedonios habían tenido durante las marchas creció aquel día, y aumentó a
la noche, cuando frente a ellos vieron una larga línea de antorchas y hogueras,
que indicaban claramente la potencia del enemigo… Alejandro sintió el miedo en
torno suyo, como una presión tangible que, procedente de la oscuridad, invadía
el espíritu de sus hombres. Pero él no daba muestra alguna de inquietud.
Mientras sus oficiales discutían acerca de lo que sucedería al día siguiente,
Alejandro dio media vuelta, penetró en su tienda, y se acostó.”
Al parecer, Lamb sigue principalmente el relato de Curcio,
demasiado crédulo de las habladurías y anécdotas recogidas por los antiguos. La
historiografía contemporánea da más credibilidad a la obra de Arriano. Según
este autor, el líder de los griegos hizo algo más que dormir tranquilamente
para neutralizar la obra de los astros. Con la más serena de sus sonrisas, el
alumno de Aristóteles ofreció libaciones a Selene, el nombre griego de la diosa
lunar, y al resto de dioses pertinentes como Gaia (Tierra). Los diferentes
adivinos del ejército intervinieron, especialmente Aristandro, y se efectuaron
los imprescindibles ritos que propiciaran el favor de los dioses hacia la causa
helénica. Alejandro detuvo su ritmo de avance, y hasta que no verificó que sus
amedrentados soldados recuperaron la confianza de siempre, no presionó el
choque decisivo contra los persas. Finalmente, Aristandro interpretó el
presagio explicando que el significado del portento consistía en el anuncio de
la futura derrota definitiva de los persas.
Recordar las recientes hazañas, y los prodigios acontecidos
fue trascendental para recuperar la moral de victoria. El papel que desempeñó
la peregrinación a Siwah, al oráculo de Amón, fue decisivo. Definitivamente, la
lógica permite la confusión entre predicción y profecía. Alejandro debió
bendecir una y otra vez las lecciones aprovechadas en Mieza. La guerra es algo
más que el entrechocar de los ejércitos. La victoria es el arte de reducir a su
mínima expresión las probabilidades de derrota.
Una vez resuelto el problema de la moral de los soldados macedonios,
quedaba otro dilema a resolver: ¿Cómo evitar el envolvimiento de un enemigo
superior en número, y con caballería de primer orden, en terreno descubierto y
llano? Según Lamb, el ejército macedonio contaba en Gaugamela con 35.000
efectivos, y “Alejandro tenía que enfrentarse, en campo abierto, con una
caballería muy superior a la suya”.
La solución fue genial, mucho más que genial, y como J. I.
Lago lo anotó en su capítulo dedicado a Gaugamela, tanto Aníbal como César
tomaron debida nota para sus futuras gestas.
Como siempre, Alejandro convirtió la principal ventaja de
su enemigo en su peor desgracia. En el caso de Gaugamela, la grandeza
filosófico-táctica del Magno se manifestó así:
Cuando el terror de la fuerza macedonia se hubo disipado,
Alejandro volvió a capturar otros soldados persas, y se enteró que el ejército
imperial, finalmente escarmentado por Gránico e Issos, había acampado en un
terreno favorable para las inmensas huestes asiáticas, y que por ningún motivo
aceptaría cualquier tipo de provocación del Magno, ni abandonarían la inmensa
llanura de Gaugamela.
Entendiendo que esta vez los persas no repetirían el error
de Issos, Alejandro optó por librar batalla en el terreno escogido por su
enemigo. Para impedir que el intenso calor hiciera mella en los soldados
europeos, el Magno dispuso que el ejército marchara por la noche. El recorrido
se ejecutó con tal precisión y agilidad, que al amanecer, los dos ejércitos se
encontraban a cinco kilómetros de distancia.
La mayoría de los comandantes del ejército macedonio eran
partidarios de entablar combate inmediatamente. Sin embargo, en esta ocasión
-contrario a lo acostumbrado- prevaleció el consejo de Parmenión, y primero se
efectuó un reconocimiento del enemigo. Alejandro siempre se decantó por la
propuesta más conveniente, proviniere de quien fuere. No fue mediante el
egocentrismo como el Magno realizó sus hazañas. Este tipo de hechos desvirtúan
los cargos de megalomanía que hacen los detractores del macedonio. Alejandro no
sólo atendía las mejores propuestas, sino que consignaba en su diario oficial
el autor de los mejores consejos, respetuoso siempre del mérito de sus
subalternos.
Una buena razón para que el Magno hubiese seguido la
propuesta de Parmenión, es que el Estado Mayor del Imperio, para asegurar
totalmente la victoria del Gran Rey, mantuvo las operaciones de infiltración en
el bando griego. Como los persas contaban con espías en el ejército de
Alejandro, el Magno indicó que pensaba desplegar un ataque nocturno. Cuando los
agentes persas informaron a sus generales, éstos dispusieron que el ejército
imperial esperara el ataque en orden de batalla durante toda la noche.
Consciente de lo anterior, Alejandro concedió a sus hombres unas buenas horas
de sueño, mientras que los soldados persas se desvelaban ante el esperado
asalto nocturno. Es interesante verificar cómo en determinado momento contar
con el mejor servicio de espionaje puede redundar en perjuicio propio cuando se
enfrenta a un adversario verdaderamente genial.
Una vez que se ejecutó el reconocimiento aconsejado por
Parmenión, Alejandro se reunió con sus generales, y aparte de arengarlos, les
recordó la importancia de obedecer las órdenes precisa e instantáneamente, con
la mayor disciplina, y lo más importante de todo, en completo silencio. El
Magno no podía dirigirse a sus soldados directamente, por cuanto su ejército, a
semejanza del de Aníbal, era una verdadera torre de Babel, toda una amalgama de
pueblos -tanto europeos como asiáticos- en donde sólo unas pocas palabras
griegas se entendían. Si hemos de creer en las anécdotas que cuentan las
fuentes clásicas, cuando Alejandro se dirigía directamente a los agrianos y
demás contingentes bárbaros, el general macedonio se limitaba a señalar al
enemigo, y pronunciar la palabra “matar”.
El ejército macedonio durmió en formación de combate. Al
mediodía, Alejandro marchó al encuentro de Darío. Era el 1° de Octubre del 331
aC. Hammond dice de esta batalla:
“Darío
esperaba que Alejandro haría un ataque frontal con una línea paralela a la suya,
como en Iso; que los carros de guerra dispersarían a la falange de infantería;
y que la superioridad numérica de su caballería no sólo rebasaría el flanco de
la línea más corta de Alejandro, sino que avanzaría a través de las brechas
creadas por los carros guadañados. Era un buen plan, pero sólo si Alejandro
efectuaba su ataque de acuerdo con las expectativas de Darío.”
Los generales de Darío esperaban que el despliegue táctico
del ejército macedonio fuera exactamente igual que el de Issos. Por esto,
consideraron que los carros neutralizarían el choque entre ambos ejércitos,
mientras que la aplastante superioridad numérica garantizaría el envolvimiento.
El biógrafo del general macedonio, Paul Faure, narra: “En la mañana del primero
de octubre, tras las oraciones, los votos y los sacrificios rituales a Zeus y a
Atenea Niké, diosa de las victorias, con los toques de clarín y los gritos de
combate, la tropa ve desfilar el escuadrón real con pellizas rojas, tras el
rey, reconocible por su triple penacho de plumas blancas y crines, y tras él a
Clitos el Negro.”
Al principio Alejandro se comportó tal y como lo esperaban
los persas. Primero se dirigió a los griegos y macedonios, con quienes podía
hablar sin necesidad de intérpretes, y poco antes del primer choque entre los
ejércitos alineados, el rey macedonio, a lomos de Bucéfalo en un ademán
francamente teatral, dirigió una estentórea plegaria a Zeus, en donde le rogó
que al ser Alejandro su hijo, garantizara la victoria para los griegos. Los
soldados que pudieron entenderle quedaron profundamente impresionados. De
manera que los rumores que circulaban desde la conquista de Egipto eran
ciertos. De este modo, los macedonios y griegos, en vez de amedrentarse por la
aplastante superioridad numérica del enemigo, se sintieron reconfortados y
seguros de la victoria. ¿Qué tenían que temer, si los dioses estaban con ellos?
En ocasiones, las fanfarronadas aportan su grano de arena a la
consecución de la victoria. Alejandro lo sabía perfectamente. De ahí la conducta
desplegada en Egipto.
A medida que el ejército macedonio se dirigía hacia las
inmensas huestes del Imperio, iba desplegando sus alas, adoptando la típica
formación oblicua concebida por Epaminondas. Una vez que se consolidó la línea
en diagonal del ejército del Magno, para angustia de los persas, ésta se
desplazó desproporcionadamente hacia su derecha. Esto implicaba que la alianza
helénica estaba eludiendo la pista acondicionada para los carros falcados. Con
una simple maniobra, Alejandro estaba neutralizando jornadas enteras de
preparación del ejército persa. Con una orden, el macedonio estaba
desarticulando hábiles maniobras de estrategia y táctica desplegada durante
meses por el Estado Mayor del imperio.
Pero los persas no se iban a rendir tan fácilmente. Darío,
asesorado por sus generales, al ver que los soldados macedonios se desviaban de
las pistas preparadas para los carros, ordenó a los bactrianos y escitas una
furiosa carga de la formidable caballería asiática contra el flanco derecho del
ejército macedonio, para impedir así que esquivara la acometida de los carros,
y neutralizar de esta manera la genial medida táctica del macedonio.
Lamentablemente para el desdichado Darío, Alejandro esperaba esta maniobra.
Como el Magno era tan previsor como una madre de familia,
ya había establecido la manera de afrontar la maniobra persa de caballería. El
alumno de Aristóteles ordenó a los caballeros de su derecha que contraatacaran
en sucesivas oleadas en formación de cuña. Los persas acometieron con sus
carros falcados antes de que la infantería macedonia eludiera por completo las
pistas acondicionadas. Como si las anteriores maniobras no fueran suficientes
para demostrar el genio táctico del gran macedonio, Alejandro impartió las
mismas instrucciones que había dado en Europa, al momento de enfrentarse contra
Sirmio y los Tribalos, durante su campaña en Tracia: la falange macedonia
alineó sus tropas en columnas, para que los carros pasaran entre la infantería
sin hacerle daño. Así las cosas, el hábil contraataque persa quedó inutilizado
por la experiencia táctica de Alejandro, adquirida desde sus campañas en
Europa. Ni la más afilada de las espadas puede rasgar el aire. De manera
análoga a como Escipión inutilizó la carga de los elefantes de Aníbal en Zama,
y con la efectividad de César al neutralizar los carros de Farnaces en el
Ponto, el macedonio -siendo el primero en el tiempo- derrotó a los temibles
carros falcados asiáticos mediante la creación de una maniobra táctica que
recuerda el toreo al alimón.
Las anteriores maniobras se efectuaron al tiempo que los
lanzadores de jabalinas atravesaban aurigas y caballos, en medio de una
infernal gritería que logró espantar a los corceles persas, eliminando así la
contundencia del ataque de los carros falcados. La primera parte del plan
táctico del Estado Mayor persa había sido desarticulada.
Para ese entonces, los ejércitos ya habían chocado en
regla, y el mayor peso de la batalla estaba en el ala izquierda de los persas,
en donde la caballería macedonia estaba rechazando a los bactrianos y escitas.
El Estado Mayor persa envió un fuerte contingente de caballería para envolver
el ala derecha macedonia. Era justo lo que Alejandro quería. Al concentrar el
ataque en el extremo de la izquierda, los persas debilitaron su centro-izquierda;
el Magno, al frente de su reserva, la élite de su infantería (hipaspistas) y
caballería (hetairoi), encabezó un furibundo ataque, precisamente sobre el
centro izquierda de los persas, en donde los hipaspistas crearon una brecha lo
suficientemente grande como para que los hetarios se infiltraran y atacaran al
mismo Darío.
El señor del imperio, comprendiendo que sus generales
habían mordido un anzuelo diferente al de Issos, pero igualmente nefasto, fue
presa del terror y huyó. Con todo, la batalla no estaba decidida. El ala
izquierda del ejército macedonio era víctima de una presión insoportable por
parte de la caballería del ala derecha persa. El peso del feroz ataque de los
formidables jinetes persas logró crear una brecha en el centro-izquierda del
Magno. Es decir, que en el preciso momento en que Alejandro penetraba en el
centro-izquierda persa, acontecía exactamente lo mismo en el centro-izquierda
macedonio.
La partida estaba en tablas. Cualquier cosa podía pasar.
Pero justo en el momento en que la caballería persa iba a
girar y atacar el flanco macedonio, se estrellaron contra el inmenso genio
táctico de Alejandro.
El Magno había formado detrás de la falange principal una
segunda falange, la cual daría la vuelta y cubriría la espalda de la primera
falange si la caballería persa atacaba la retaguardia. El rey macedonio había
previsto que la caballería griega del ala izquierda fuera desbordada.
Los jinetes persas -creyéndose vencedores- debieron sentir
lo mismo que la caballería pompeyana en Farsalia, cuando al momento de entender
que habían envuelto al enemigo, se estrellaron contra un implacable muro de
infantería. Con todo, la situación de ala izquierda macedonia -bajo el mando de
Parmenión- era comprometida. La superioridad numérica persa era aplastante y la
disciplina de los hombres de Parmenión estaba sometida a una dura prueba.
Muchos jinetes persas optaron por atacar el campamento macedonio.
En esa etapa de la batalla, Alejandro optó por implementar
una medida análoga a la de Issos, y se abstuvo de perseguir inmediatamente a
Darío, prefiriendo ir en apoyo de Parmenión, quien desesperadamente pedía ayuda
a Alejandro. Pero las previsiones tácticas del Magno fueron tan geniales, que
cuando tomó contacto con el ala izquierda macedonia, los jinetes persas
iniciaban la fuga. Ahora era el grueso del ejército imperial el que huía
derrotado.
De manera análoga a Issos, en cuanto el ejército persa fue
vencido, Alejandro inició una tenaz persecución contra Darío. Fue una verdadera
cabalgata de la muerte. Fallecieron cien hombres, y según Hammond mil caballos,
cifra concordante con los registros de Faure. Sólo la noche detuvo la
implacable persecución. Alejandro y los jinetes que pudieron soportarle el
ritmo de marcha llegaron a Arbelas, lo que indica que el rey guerrero macedonio
y sus centauros recorrieron la impresionante cifra de ciento diez kilómetros, y
después de librar una de las batallas más formidables de toda la historia. La
hazaña física lograda por el Magno al perseguir a Darío es tan impresionante
como el genio táctico exhibido por el alumno de Aristóteles. En Gaugamela sólo
cayeron 60 jinetes macedonios, y máximo 500 hombres. Es importante resaltar que
cayeron más jinetes durante la persecución posterior a la victoria, que en la
misma Gaugamela.
Esta batalla, tan crucial en la historia del mundo, es en
verdad compleja en su ejecución, tanto por la habilidad del Estado Mayor persa
a la hora de planearla y ejecutarla, como por el superior genio de Alejandro,
al momento de neutralizar las maniobras persas, y conseguir finalmente la
iniciativa en las operaciones de aquella fecha trascendental. Sin embargo, la
erudición de Mary Renault junto con su genio literario, ha logrado un
maravilloso resumen de Gaugamela en la novela “El Muchacho Persa”, tan vibrante
como ilustrador. Tal es el siguiente:
“Resumiendo,
nuestros hombres (persas) iniciaron la batalla agotados por haber permanecido
en vela toda la noche dado que el rey (Darío) esperaba un ataque por sorpresa.
Imaginándolo así, Alejandro había concedido a sus hombres un buen reposo
nocturno y, al terminar el plan de la batalla, también se fue a dormir. Durmió
como un tronco y al amanecer tuvieron que sacudirlo para que se despertara. Les
dijo que ello se debía a que estaba sereno.
Puesto que
Darío encabezaba el centro y Alejandro la derecha, se esperaba que éste se
dirigiera hacia el centro al atacar. Pero, en su lugar, dio un rodeo para
flanquear nuestra izquierda (persa). El rey (Darío) envió tropas para
impedirlo, pero Alejandro fue atrayendo progresivamente a nuestros hombres
hacia la izquierda provocando así el adelgazamiento de nuestro centro. Después
formó el escuadrón real, se puso a la cabeza del mismo, inició un ensordecedor
grito de guerra y se lanzó como un trueno en dirección al rey.”
Las impresionantes victorias del Magno, más que un
exclusivo favor de la diosa fortuna, son incomprensibles sin tener en cuenta la
fe de Alejandro en la posibilidad de hacer realidad sus sueños. Justino
manifiesta que “no se sabe si es más digno de admiración que con tan pequeno
ejército sometiera todo el mundo o que se atreviera a atacarlo” Carl Grimberg,
Autor de “Världhistoria, folkens liv ouch kultur” (Título traducido en
Hispanoamérica como “Historia Universal Daimon”), en el tomo dedicado a Grecia
dice de Alejandro el Grande:
“Alejandro
creía en su estrella y cuando esta fe va acompañada de inteligencia y
cualidades excepcionales, no se tiene miedo a nada en el mundo. La empresa
inverosímil que acometió Alejandro con un puñado de helenos sería incomprensible
sin esta confianza en sí mismo y en su triunfo.”
EL NUEVO ORDEN MUNDIAL
La cultura contemporánea no sólo es deudora de Pericles.
Sin la victoria de Gaugamela, el aporte del pensamiento helénico no se hubiera
fusionado con la producción espiritual de oriente tal y como aconteció gracias
al macedonio, y en consecuencia no se habría logrado el mundo que Roma
heredaría e implantaría en Europa. Alejandro, a través de Gaugamela
principalmente, es el principal vínculo viviente entre oriente y occidente, el
punto de inflexión que ha aportado de manera trascendental la forja del mundo
tal y como lo hemos encontrado. Gaugamela es la frontera entre el mundo
helénico y el helenístico, siendo el segundo el verdadero ancestro directo de
nuestro cosmos actual. Alejandro es en relación con Grecia, algo análogo a lo
que Gaugamela es en relación con Leuctra. Si por César la Oikumene llegó hasta
la actual Inglaterra, por Alejandro tal mundo contribuyó y recibió los aportes
de la India. Este par de almas gemelas es la realidad histórica más cercana al
dios Jano. El mundo aún vibra al compás del choque de espadas habido en
Gaugamela. Este es el verdadero significado del eclipse acaecido en aquel
significativo año. Es el hombre quien le da sentido a los portentos, para bien
y también para mal. Es la humanidad quien escoge.
En unas pocas horas, el dominio del mundo pasó de Asia a
Europa. Así de simple, pero no por ello menos trascendental. Grecia dejó
de ser una pequeña comunidad de urbes dispersas, para convertirse en el mismo
mundo hasta ese entonces conocido: la oikumene o ecúmene. En un mundo guerrero,
el prestigio militar obtenido por Alejandro superó con creces lo obtenido en
Salamina y Platea. Plutarco dijo de semejante hazaña:
“Admiramos el
carácter de Zenón porque persuadió a Diógenes el Babilonio a que se dedicara a
la filosofía. Pero cuando Alejandro civilizaba Asia, se leía a Homero, y los
niños de Persia, de Susa y de Gedrosia cantaban las tragedias de Sófocles y
Eurípides. Sócrates fue condenado ante los atenienses por los sicofantas,
porque introducía divinidades extranjeras. A través de Alejandro, en cambio,
Bactria y el Cáucaso adoraron a las divinidades griegas. Platón, en efecto,
escribió sobre un gobierno ideal pero no convenció a nadie para ponerlo en
práctica por su severidad. Alejandro, en cambio, fundó más de setenta ciudades
en pueblos bárbaros y sembró Asia de magistraturas griegas y se impuso así
sobre su modo de vivir salvaje e incivilizado. Pocos leemos las Leyes de Platón
pero muchos hombres hicieron uso y aún lo hacen de las de Alejandro. Los que
fueron conquistados por Alejandro son más felices que quienes escaparon a su
mano, pues nadie puso fin a las desdichas en que éstos vivían, en tanto que el
vencedor llevó a aquéllos a una vida de felicidad.”
Fue esta batalla la que culminó el pedestal de la obra
espiritual de Alejandro, que aun reverbera en nuestro mundo, y que sólo los
dioses saben hasta cuando ha de influir en él.
LAS CONSECUENCIAS DE LA VICTORIA
Babilonia acogió a Alejandro de la misma manera que lo
hicieron Egipto y el resto de Satrapías del Mediterráneo, es decir, que
aclamaron al macedonio como libertador. Mazaios era el sátrapa de esta
importantísima provincia. Fue el mismo comandante que en vano intentó hostigar
el avance de Alejandro en Mesopotamia, el mismo que al romper el ala izquierda
macedonia en Gaugamela, estuvo a punto de morir empalado contra la falange de
la retaguardia griega, diabólicamente destacada por Alejandro. Este sátrapa tan
valeroso, habiendo verificado la talla del vencedor y nuevo amo del mundo, optó
por entregarle al Magno las llaves de Babilonia.
El pueblo entero esperó al rey macedonio afuera de las
murallas, y en medio de aclamaciones abrió la senda triunfal del ejército
vencedor, en medio de un diluvio de flores. Hasta los mismos sacerdotes
salieron a rendirle homenaje al nuevo señor del imperio. Alejandro se comportó
con su acostumbrada gentileza, y como el genio político que fue, rindió los
correspondientes sacrificios a Baal, y dispuso la reparación de las tropelías
cometidas por los persas desde los tiempos de Jerjes.
Pero lo más impresionante de su conquista de Babilonia, fue
la confirmación de Mazaios como sátrapa. Hammond comenta: “Era como si el rey
Jorge IV, después de la batalla de El Alamein, hubiera designado a Rommel como
Virrey de la India”. ¿Por qué una decisión que causó un desconcierto
gigantesco, no sólo a los vencedores, sino también a los propios persas?
Porque Alejandro tenía el alma del tamaño de una galaxia.
El Magno superó los prejuicios raciales y sexuales de su maestro Aristóteles.
Este bárbaro sanguinario, que nada legó a la historia, y cuya obra según
algunos murió con él, sabía que el valor y la grandeza no pertenecen
exclusivamente a determinada raza, sexo, credo o condición social. El macedonio
había verificado en carne propia que los pueblos asiáticos producían guerreros
valientes, dispuestos a vender caras sus vidas en la defensa de su tierra natal
y sus hogares. Y Alejandro respetaba tales cosas.
Mazaios estuvo a punto de vencer él solo en Gaugamela. Lo
único que lo detuvo fue el propio genio táctico de Alejandro. El persa era un
hombre valiente y de honor. Y Alejandro admiraba al adversario valeroso. Éste
es el monstruo ambicioso y sanguinario que nada legó al mundo, según algunos
que se empeñan en analizar la edad antigua con los valores imperantes en el
siglo XXI.
La conducta de Alejandro en Babilonia determinó que Susa se
adhiriera a los macedonios. La nobleza, magnanimidad y grandeza de alma,
también dan frutos en el plano político. Susa le reportó al Magno cincuenta mil
talentos de Plata, con los cuales recompensó espléndidamente a sus hombres.
Otra medida resaltada por Faure, accesoria a la designación
de Mazaios en Babilonia, y que merece recordarse, es la que a continuación se
cita:
“Además, y
para estimular el valor y la devoción de los macedonios, Alejandro manda que
una especie de jurado militar designe a los más valientes. Nombra a estos jefes
de batallones de mil hombres recién constituidos. Desdobla a los escuadrones de
caballería y nombra también a los jefes de mil jinetes. De esta manera, la alta
nobleza macedonia pierde una parte de su autoridad en beneficio de un monarca
que trata de reinar sobre los territorios conquistados y no sólo sobre Macedonia.”
Este fenómeno político desembocaría en una serie de dramas
y tragedias que se narrarán más adelante.
En
la época en que las tropas macedonias ocupaban Susa, le llegaron al Magno
refuerzos procedentes de Macedonia. Los que opinan que Alejandro siempre
recibió el favor de la fortuna, deberían tomar nota de que estos refuerzos de
nada le hubieran servido en caso de haber sido derrotado en Gaugamela, y que la
historia hubiera dicho que la tardanza en el envío de socorros en hombres
desde Macedonia fue una de las muchas causas que determinaron la derrota del
Magno, el cual nunca tuvo oportunidad alguna contra el gigantesco imperio
persa. Pero como venció, no falta el que diga que la victoria del macedonio se
debe al mero capricho de la fortuna. De hecho, Droysen se muestra escéptico
ante el supuesto recibo de refuerzos desde Macedonia poco después de Gaugamela.
En Susa se celebraron todo tipo de certámenes y festivales.
Alejandro dejó a la familia real instalada en esta ciudad con su dignidad
intacta. La guerra no se había acabado. Alejandro continuaría.
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