Por
Joaquín Acosta
“Alcé los ojos y miré, y he aquí un carnero que
estaba delante del río, y tenía dos cuernos; y aunque los cuernos eran altos
uno era más alto que el otro; y el más alto creció después. Vi que el carnero
hería con los cuernos al poniente, al norte y al sur, y que ninguna bestia
podía parar delante de él, ni había quien escapase de su poder; y hacía
conforme a su voluntad y se engrandecía. Mientras yo consideraba esto, he aquí
un macho cabrío venía del lado del poniente sobre la faz de toda la tierra, sin
tocar tierra; y aquel macho cabrío tenía un cuerno notable entre sus ojos. Y
vino hasta el carnero de dos cuernos, que yo había visto en la rivera del río,
y corrió contra él con la furia de su fuerza. Y lo vi que llegó junto al
carnero, y se levantó contra él y lo hirió, y le quebró sus dos cuernos, y el
carnero no tenía fuerzas para pararse delante de él; lo derribó, por tanto, en
tierra, y lo pisoteó, y no hubo quien librase al carnero de su poder.
(…)
Y aconteció que mientras yo Daniel consideraba la
visión y procuraba comprenderla, he aquí se puso delante de mí uno con
apariencia de hombre. Y oí una voz de hombre entre las riveras del Ulai, que
gritó y dijo: Gabriel, enséñale a éste la visión. Vino luego cerca de donde yo
estaba; y con su venida me asombré, y me postré sobre mi rostro (…) Y
dijo: He aquí yo te enseñaré lo que ha de venir al fin de la ira; porque la
visión es para el tiempo del fin. En cuanto al carnero que viste, que tenía dos
cuernos, éstos son los reyes de Media y de Persia. El macho cabrío es el rey de
Grecia, y el cuerno grande que tenía entre sus ojos es el rey primero.”
(Daniel 8, 3 – 21)
(La Iglesia Católica considera que el versículo 21
del texto citado hace referencia a Alejandro Magno)
“Sólo quien se propone hacer milagros obtiene resultados
extraordinarios.”
Leonardo Da Vinci
A María del Mar Puente, Arturo González, Pantócrator y J.
I. Lago, voces en la distancia que dan fuerzas…
En la primavera del año 334 antes del nacimiento de
Cristo, en la esquina noroccidental del imperio persa (Helesponto) un joven de
21 años, revestido con su mejor armadura, incrustada de piedras preciosas y tan
brillante como si fuera toda de plata, había sido el primer guerrero de un
minúsculo ejército proveniente de un país bárbaro, en desembarcar y poner el
pie en Asia. Lo primero que hizo fue clavar su lanza en el continente, simbolizando
así que aceptaba de los dioses el dominio de aquellas exóticas y exquisitas
tierras de leyenda. La solemnidad del momento vibraba en cada uno de los
vigorosos músculos de aquel joven y gallardo rey guerrero, quien de esa manera
dio inicio a una gesta tan gloriosa como la adelantada por unos antepasados
suyos, unos mil años atrás. En efecto, tanto Heracles como Aquiles lucharon
victoriosamente contra Troya. Ahora era el turno de aquel joven descendiente de
héroes y dioses, quien estaba allí para vengarlos así como a su padre,
asesinado por el amo de un imperio extremadamente gigantesco y como jamás había
visto el mundo.
La misión tuvo un significado tan sublime como las cruzadas
para la cristiandad durante la edad media. El inicio de la expedición consistió
en la edificación de doce altares, dedicados a los doce dioses olímpicos junto
con los correspondientes sacrificios. Una vez realizados los holocaustos, el
joven rey ordenó a su lugarteniente Parmenión que se encargara del transporte
de las tropas aliadas hacia la ciudad de Abidos. El resto de soldados siguieron
al mismo rey hacia Elea, en donde se ofrendaron expiaciones a la tumba de
Protesilao, el primero de los guerreros aqueos en desembarcar en Asia, durante
la expedición encaminada a restituir el honor de los helenos frente a los
troyanos por el rapto de Helena. En la presente ocasión, los griegos estaban en
Asia para liberar a sus hermanos jonios de la dominación persa y vengar a sus
dioses ultrajados.
Fue por ello que antes de cualquier acción bélica, el
hegemón de estos guerreros depositó una corona de laureles sobre la tumba de
Aquiles, mientras que su mejor amigo hizo lo propio sobre el hipogeo de
Patroclo; acto seguido, los hetairoi o compañeros del rey corrieron desnudos en
torno de la tumba de Aquiles, como era tradición entre los griegos (a efectos
de rendir honores al mejor combatiente de la guerra de Troya) ante todo el
ejército formado con sus mejores galas.
El nombre del rey que pronto superaría a los héroes a los
que estaba rindiendo oblaciones, era Aléxandros, posteriormente bautizado por
la historia como “Magno”.
Lejos de haber acabado con sus piadosos sacrificios, el rey
y sus macedonios se dirigieron hacia Troya, para rendir los debidos honores a
Atenea, expiar al mismo tiempo el sacrilegio cometido por Pirro -el hijo de
Aquiles y antepasado del mismo Alejandro- contra Zeus, y aplacar así el
espíritu de Príamo. Así mismo, luego de los convenientes rituales, Alejandro se
apropió de un maravilloso escudo del que se decía que había pertenecido al
mismísimo Aquiles. Fue un gran acierto por parte del rey. Esta sagrada arma,
habría de salvarle la vida en más de una ocasión, como el más efectivo de los
talismanes.
Ahora los macedonios contaban con la bendición divina
de su empresa. El “Cantar de Alejandro” ya podía comenzar.
EL PRINCIPIO DE LA GESTA
Una vez culminadas las ceremonias en Troya, Alejandro se
reunió con Parmenión y el grueso de su ejército. Pasó revista a sus tropas y
efectuó las correspondientes maniobras de contrainteligencia para engañar al
enemigo. Alejandro pudo hacer lo anteriormente narrado con la mayor
tranquilidad, porque en ese momento no representaba riesgo alguno para el
imperio. Con toda seguridad, el gran Rey pensaba que las tropas macedonias
“eran muchos para ser una escolta; demasiado pocos para constituir un ejército”
como años después pensarían del romano Lúculo y sus hombres.
Lo anterior se había demostrado debido a que en los últimos
meses, los macedonios guiados por el gran Parmenión habían sido rechazados por
un mercenario llamado Memnón de Rodas. ¿Porqué iban a cambiar las cosas, ahora
que el mando había pasado a un muchachuelo? Su derrota definitiva no era más
que cuestión de tiempo, y el rey de reyes no tenía por qué dignarse a dedicarle
su valiosa atención a un asunto tan insignificante. Que el mercenario griego se
enfrentara al bárbaro macedonio y a su patética partida de bandidos. Hasta la
geografía del imperio era propicia a los persas: con zonas de frío intenso y
otras de calor asfixiante, parecía que los ardientes desiertos y las escarpadas
montañas se hubieran dispuesto a propósito para impedir los movimientos de los
bandoleros macedonios.
En todo caso, la decisión del rey Darío de Persia fue
acertada. Memnón era un general más que competente, como sus victorias sobre
Parmenión lo habían demostrado. Era tan astuto como un zorro. Recuerda a
Sertorio. Con la retorcida mente de un Odiseo, había detenido el avance de los
macedonios. Como muestra de su genio, es pertinente mencionar que Memnón estuvo
a punto de conquistar la ciudad de Cízico, dotando a sus hombres de gorros
macedonios (kausia) al mejor estilo de Aníbal. Como la estratagema le fallara
por muy poco, se dedicó a asediar la urbe. Cuando estaba a punto de tomarla,
llegó Alejandro. Y el rumbo de la guerra giró ciento ochenta grados.
Memnón era de los generales que estudiaba concienzudamente
a su contrincante, averiguando su temperamento, creencias, y cualquier otro
detalle que a primera vista parecería chisme de viejas. Con esa información
procedía a diseñar su estrategia. Gracias a esta virtud detectó que el factor
aprovisionamiento podría ser favorable a los persas, y aconsejó a los
respectivos sátrapas o gobernadores del imperio una estrategia de retirada, al
mejor estilo de Fabio Máximo contra Aníbal. Los nobles persas consideraban que
la insignificancia de las tropas macedonias no ameritaba el sacrificio de sus
propiedades, y optaron por entablar batalla decisiva, para acabar de una vez
por todas con la teatralidad desplegada por el yauna (bárbaro) occidental, y
devolverlo a patadas a su agreste tierra natal.
Las huestes persas adoptaron una ventajosa posición
defensiva sobre el río Gránico, desplegando su excelente caballería, combinada
con la formidable falange griega, compuesta por mercenarios al servicio del
Gran Rey. Hablamos de una elevada posición que no se podía atacar desde ningún
flanco, e impedía el avance macedonio hacia el corazón del imperio, una especie
de Termópilas Asiáticas.
El maestro Lago en su especial aclara que las cifras
oscilan entre los diferentes historiadores, por lo que los lectores cuentan con
un amplio margen para decidir. Las conclusiones de Nicholas Hammond resultan
atractivas, y arrojan la cifra de veinte mil jinetes y otros veinte mil
infantes, que componían el ejército comandado por Memnón y los Sátrapas
occidentales. J. G. Droysen da la misma cifra. En cuanto a los efectivos de
Alejandro, el historiador sajón concluye que no todo el ejército se comprometió
en la batalla, por lo que sugiere que en el Gránico formaron trece mil infantes
y cinco mil jinetes greco macedonios.
El despliegue táctico efectuado por ambos contendores ya ha
sido claramente expuesto en el especial dedicado al tema en esta web, por lo
que resultaría improcedente repetirlo. Pero vale la pena agregar que Alejandro
con su radiante armadura, era plenamente identificable al frente de su
escuadrón de élite, lo determinó que los comandantes persas lo enfrentaran con
sus mejores jinetes, en el más clásico estilo homérico. Alejandro se desplazó hacia
su derecha, seguido por la crema y nata de la caballería persa, la cual cayó en
la emboscada táctica del macedonio, al ubicarse en una posición propicia para
que los arqueros macedonios y los agrianos, las tropas favoritas de Alejandro,
hicieran de las suyas en el flanco del enemigo. Cuando la élite de las tropas
imperiales estuvo en la posición deseada por Alejandro, el comandante macedonio
ordenó el ataque de todo su ejército y se entrabó en un furibundo combate
cuerpo a cuerpo.
En el primer encuentro, la lanza de Alejandro se quebró,
pero su escudero le suministró otra, justo en el momento en que las fuerzas de
choque persas, guiadas por el Sátrapa Mitrídates, embestían contra el rey de
Macedonia. Alejandro en persona lanceó a Mitrídates y lo derribó de su caballo,
pero en ese instante otro Sátrapa, Resaces, atacaba el costado del macedonio
destrozando parte del magnífico yelmo del rey con su cimitarra. Como un león
acosado por hienas, Alejandro se revolvió e hirió a Resaces en el pecho, dando
la oportunidad a otro persa llamado Espitridates de asestarle el golpe de
muerte a Alejandro, al ubicarse en la espalda del comandante de los griegos;
justo en ese momento, un oficial macedonio llamado Clito le cortó el brazo a
Espitridates antes que propinara el tajo fatal al Magno.
Con las muertes de los comandantes persas, la situación de
las huestes asiáticas era comprometida. Además, los arqueros macedonios y los
agrianos (ilirios) estaban haciendo desastres en el flanco de la caballería
persa, al mismo tiempo que los hipaspistas hacían lo suyo en el otro extremo.
(Ver gráfica 2 de Gránico, en el especial de J. I. Lago) Pasó lo que tenía que
pasar. La caballería persa huyó, y la infantería mercenaria del gran rey,
convidada de piedra en esa batalla, tenía sus flancos desprotegidos contra la
victoriosa infantería y caballería greco macedonias. Ocurrió lo mismo que en
Zama. La magnífica infantería de élite luchó hasta el último hombre, mientras
que Memnón lograba huir. La segunda etapa de la batalla fue igualmente apoteósica.
La infantería mercenaria persa -compuesta por hoplitas griegos- vendió cara su
vida. La montura de Alejandro cayó en el combate contra los infantes de Memnón.
Afortunadamente no se trataba de Bucéfalo, sino de otro corcel. Los pocos
mercenarios supervivientes fueron tratados como traidores, por tratarse de
griegos que combatieron a las órdenes del rey persa. No fueron ejecutados, pero
sí esclavizados y remitidos a las minas de Macedonia. Sólo fueron perdonados
los tebanos. Tal medida demostró que a Alejandro le dolió la extinción de la
ciudad de Epaminondas y Pelópidas.
Luego de finalizar la batalla, Alejandro cuidó
personalmente de los heridos, averiguó cómo obtuvieron sus lesiones y alabó su
valor. Entre los hetairoi macedonios, fuerza que soportó el mayor peso de la
batalla, sólo hubo 25 bajas. Esta cifra se basa en el monumento que el mismo
Alejandro encargó al mejor escultor de ese tiempo, su amigo Lisipo. Debió ser
magnífico el grupo escultórico que representó a esos 25 centauros enfrentarse
al invicto enemigo, rasgando el viento, entonando el himno de batalla, ajenos
al temor, al dolor o a la fatiga, y encontrando la muerte con el valor de los
héroes, obteniendo la victoria al mismo estilo del Cid Campeador. Lástima que
los detractores de Alejandro no tomaran en cuenta este hecho al tildar al
macedonio de megalómano. El rey no sólo pensaba en su propia inmortalidad, sino
también en la de sus bravos guerreros.
Del resto de tropas macedonias, cayeron sesenta de
caballería y treinta de infantería. Esta cifra indica que los caballeros fueron
al ejército de Alejandro, lo que centuriones a las legiones de Roma. Estos
héroes también recibieron honores, no sólo en los funerales, sino también
mediante beneficios tributarios otorgados a sus familias. Hasta los aliados
recibieron su parte en las distinciones. Atenas recibió 300 armaduras
arrebatadas al enemigo. Demóstenes debió haberse ganado una úlcera al ver la
conducta de Alejandro.
LAS PRIMERAS CONQUISTAS
La moral de los Sátrapas de Asia Menor se fue al suelo.
Hasta hubo un suicidio por parte de uno de estos gobernadores. Alejandro actuó
con su acostumbrada velocidad y sagacidad. Y cumplió con lo prometido. Declaró
a Troya como ciudad libre y exenta de impuestos, prohibió a sus tropas el
saqueo, destituyó a los tiranos y las oligarquías impuestos por los persas y
reestableció la democracia en todas las polis griegas que se pasaron a su
bando. La decisión de Troya fue todo un golpe de propaganda. Alejandro proclamó
a los cuatro vientos que era su manera de dar las gracias a Atenea por su
bendición, y a la ciudad por haberle suministrado el escudo sagrado que le
salvó la vida en la batalla del Gránico.
En cuanto a las poblaciones propiamente asiáticas,
Alejandro se mostró igualmente magnánimo. Garantizó sepulturas honorables a los
oficiales persas que habían estado a punto de matarle, perdonó a ciudades como
Zelea, que sirvió de base al ejército persa derrotado, desviándose así del
precedente dejado por Parmenión en Grineo, en donde esclavizó a la población
bajo cargos de colaboracionismo con Persia. ¿Estamos ante el comienzo del fin
de la luna de miel existente entre Alejandro y Parmenión, Antípatro y
Aristóteles? ¿Qué pensaría el viejo león de la conducta del joven rey?
¿Qué le comentaría a sus amigos e hijos? Para mentes normales del siglo XXI es
un incuestionable avance que el vencedor sea magnánimo con el derrotado. Pero
para los griegos de esa época (salvo unos pocos como Jenofonte) los persas y
asiáticos en general no eran más que un hatajo de materia prima para la
esclavitud. Lo contrario podría significar traición a la superior raza griega.
Alejandro ya estaba en la atenta mira de su maestro y de los veteranos
oficiales de Filipo.
Y es que el propio Alejandro sorprendió al mundo helénico
cuando al restaurar las democracias, impartió estrictas órdenes en cuanto a las
represalias, prohibiéndolas, para evitar que justos pagaran igual que
pecadores, en lo que se denominaba stasis. (Para entender mejor el significado
de este vocablo ver el artículo de Paco T publicado en esta misma sección) Como
si lo anterior fuera poco, el rey macedonio trató con la misma caballerosidad a
las poblaciones asiáticas: al ocupar Sardes (capital de la satrapía de Lidia)
mantuvo las leyes ancestrales por las cuales se regía aquella nación, y dispuso
que los jóvenes lidios fueran entrenados para que en un futuro se encuadraran
en el ejército macedonio. La mentalidad del soberano siempre iba más allá del
horizonte. De Sardes Alejandro se dirigió a Éfeso, en donde reiteró su voluntad
de restaurar la democracia en las polis Jonias, pero insistiendo en una
amnistía hacia las facciones favorables a los persas.
LA TOMA DE MILETO
La derrota del Gránico apenas si causó consternación en
Susa, maravillosa metrópoli en la que se encontraba el Gran Rey y señor del
imperio. La victoria del reyezuelo bárbaro y su partida de bandoleros se debió
más a la incompetencia de los generales persas y a la división del mando, que
desatendió los planes de Memnón de Rodas, quien en el Gránico fue como Casandra
en Troya, es decir, un consejero acertado que fue desoído. En consecuencia, el
rey de reyes dispuso que la conducción de la guerra recayera exclusivamente en
Memnón, y ordenó a todos los Sátrapas occidentales que obedecieran las
instrucciones del estratega heleno como si las impartiera el mismo Darío en
persona. Otra medida acertada por parte del señor del imperio, pues mientras
Memnón tuvo el mando exclusivo, las fuerzas macedonias comandadas por Parmenión
mordieron el polvo. Y ahora lo harían de nuevo.
Y Memnón ya había forjado sus nuevos planes. Alejandro
había logrado su victoria en tierra. Pero Persia seguía invicta en el mar. Y la
flota del imperio era formidable, al estar compuesta por los aportes en barcos
y marineros procedentes de Egipto, Chipre, Fenicia y toda nación marítima
perteneciente al imperio hasta Éfeso. Todos estos pueblos tributaban al gran
rey navíos y tripulaciones de primer orden. Y el estratega heleno pensaba
sacarle el mayor provecho a esta ventaja sobre la fuerza invasora macedonia. Su
gran objetivo era el de llevar la guerra hacia la misma Grecia, en donde
esperaba fomentar una nueva rebelión contra Macedonia por parte de Atenienses,
Espartanos y demás polis aliadas a ambas potencias helénicas. Esta maniobra
desarticularía cualquier logro táctico alcanzado por Alejandro, quien se vería
obligado a desistir de sus proyectos de conquista asiáticos. Un gran plan, en
realidad.
Pero el Magno ya había previsto esta posibilidad. Una vez
afianzado su dominio sobre Éfeso, (en donde organizó un apoteósico desfile
triunfal) el macedonio se dirigió al sur, rumbo a la ciudad de Mileto, y
comenzó el asedio sobre esta urbe. La clave estaba en mantener la iniciativa en
las operaciones, e impedir así cualquier espacio u oportunidad de dirigir
fuerzas persas a Grecia. Pero a los tres días de haber comenzado el sitio,
apareció amenazadora la flota imperial, compuesta por 400 trirremes. La flota
macedonia contaba con 160, es decir, era prácticamente tres veces inferior.
¿Qué hacer?
Parmenión era partidario de entablar combate naval. Su
principal argumento era el prodigio acontecido recientemente, pues un águila
(símbolo de Zeus) fue vista en donde se encontraban los trirremes griegos, lo
que significaba que el rey de los dioses apoyaría a la flota de Alejandro y le
otorgaría la victoria en el mar.
La diosa fortuna, tan veleidosa como siempre, hacía de las
suyas. Cuantas guerras se han decidido por el mero capricho de esta deidad,
cuantos planes geniales se han ido al traste por un arrebato de esta voluble
señora… Y Alejandro lo sabía. Pero este formidable guerrero también sabía que
la fortuna era conquistable, que concedía sus favores al contrincante más tenaz
y astuto, y que le correspondía a él seducirla en perjuicio de su rival, antes
que éste hiciera lo propio. El macedonio también sabía que un prodigio o
profecía podía interpretarse en más de una forma, y que el menor error le
conduciría inexorablemente al fracaso. Así, el joven rey se valió de su cerebro
para dar con el significado más conveniente al portento acontecido, y llegó a
una conclusión diferente a la expuesta por Parmenión.
El rey de los macedonios sabía que la flota imperial
estaba mejor motivada y entrenada que la de los heterogéneos marineros griegos,
y que tanto en la Hélade como en el norte de Macedonia los recientemente
pacificados pueblos estaban a la espera del más mínimo revés del ejército greco
macedonio para volver a insurreccionarse. Al mismo tiempo, era bien conciente
de que el verdadero fuerte de las huestes europeas estaba en su ejército, no en
su marina, y terminó considerando que el verdadero significado de que el águila
estuviera sobre la playa consistía en que vencería a la flota persa desde
tierra. Así las cosas, Alejandro se abstendría de presentar batalla alguna en
el mar, y se dedicaría a capturar todas y cada una de las bases de suministro
de la marina asiática, para derrotarla por el hambre y mediante el factor
aprovisionamiento, privándola así de los imprescindibles alimentos para la
tripulación y del resto de pertrechos que habitualmente consume cualquier
fuerza naval.
En otras palabras, el Magno decidió adelantar contra la
flota imperial una estrategia inequívocamente “fabiana”. El macedonio volvía a
demostrar que era tan flexible y adaptable como el agua, cualidad
imprescindible en un general, tal y como lo manifestó el sabio chino Sun -Tzú.
Fue esta capacidad de adaptación a cada circunstancia lo que le reportó los
éxitos obtenidos, y el sitial de honor alcanzado en la historia, como uno de
los genios más grandes que haya impuesto su ley sobre el planeta.
Así las cosas, la flota imperial vio impotente, como el
macedonio despreciaba cualquier tipo de provocación, y declinaba la invitación
a entablar batalla naval, mientras se dedicaba a copar el cerco sobre Mileto.
La urbe, aislada de cualquier apoyo que le pudieran suministrar los persas, se
defendió como pudo. Lo cual significó que esta ciudad cayera en manos del
conquistador macedonio con considerables pérdidas. Con todo, Alejandro mantuvo
su típico espíritu caballeresco y magnánimo, respetando las leyes de la
metrópoli, y hasta perdonando a 300 mercenarios que habían mostrado un valor
que rayaba en el fanatismo. Como hombre valeroso que era, el rey guerrero
admiraba el valor, y no sólo respetó la vida de estos valientes, sino que los
enlistó en su ejército. Durante el sitio, un destacamento del ejército
macedonio impidió a la armada persa el desembarco en Micala, dejando a su
tripulación en una escasez de suministros tal, que la obligó a retirarse. Rechinando
los dientes de impotencia, obligada a presenciar la conquista de Mileto, la
fuerza naval persa se replegó hacia la isla de Samos. Mileto, la ciudad más
poderosa de la costa occidental del imperio, había caído en manos de Alejandro,
ante las narices de la formidable flota imperial.
EL IMPERIO CONTRAATACA
Alejandro continuó con su plan de capturar por tierra todas
las ciudades que sirvieran de base de suministros a la flota del imperio. El
proyecto de Memnón de desembarcar en Grecia se había ido al traste, pues sus
propias bases estaban en peligro, y en la Hélade Antípatro ya había sido
alertado por Alejandro. Era la propia escuadra persa la que corría un peligro
de muerte, pues de no detener al ejército greco macedonio, Memnón y sus hombres
quedarían aislados en el mar e irrevocablemente condenados a perecer de sed y
hambre.
Para empeorar la situación de los persas, mientras éstos se
cocinaban dentro de sus barcos por el calor del sol, Alejandro encabezaba un
gigantesco desfile triunfal desde Mileto, en donde las diferentes ciudades le
aclamaban como libertador. Debió ser todo un espectáculo contemplar a este
apuesto y gallardo rey con sus rubios rizos ondeantes al viento, sonriente y
ataviado con su armadura de plata y su ya legendario escudo mágico, cabalgando
sobre su magnífico caballo negro, encabezando el desfile de sus valientes,
gigantescos y disciplinados soldados macedonios en medio de una lluvia de
pétalos y las aclamaciones de las diferentes poblaciones. Al llegar a Caria,
restituyó en el trono de esa Satrapía a la depuesta Ada, quien agradecida le
adoptó como hijo, y le colmó de presentes, especialmente de las más exquisitas
golosinas.
El austero Alejandro agradeció los presentes, probó unos
cuantos dulces, encuadró en su ejército algunos destacamentos de los valerosos
guerreros carios para compensar la guarnición que dejaba en esa nación, y se
dispuso a capturar la ciudad de Halicarnaso, trayendo el equipo de asedio con
el cual conquistó Mileto.
Hay un pequeño detalle que merece mencionarse: Memnón se
apoderó de Halicarnaso mientras Alejandro se ocupaba de la conquista de Caria.
En consecuencia, Memnón esperaba a Alejandro con lo más selecto de sus tropas
mercenarias greco persas, y una buena parte de la flota estacionada dentro del puerto.
Además, las defensas de la ciudad eran magníficas: un amplio y profundo foso
que obstaculizaba la aproximación, un muro de unos dos metros de espesor,
altas torres, almenas, poternas, y una espectacular ciudadela o acrópolis, por
lo que en realidad hablamos de dos fortalezas a tomar. Como si lo anterior
fuera poco, en Halicarnaso había abundante provisión de proyectiles para
catapultas y la plaza se podía abastecer desde el mar, que seguía en
indiscutido poder de los persas, por lo que habría que descartar que la plaza
se rindiera por hambre. Así mismo, como Memnón no era de los que dejaba nada al
azar, contaba dentro de su estado mayor con un desertor macedonio que le
suministró valiosa información sobre el ejército de Alejandro.
El duelo celebrado entre estos dos señores de la guerra
merecería todo un tratado al respecto. El sitio se desarrolló con una genial
exhibición del arte de la estratagema por parte de ambos contrincantes. Cuando
Alejandro instaló su campamento para sitiar Halicarnaso, recibió un mensaje de
la cercana ciudad de Mindo, la cual le prometía que se le entregaría si el rey
en persona se presentaba por la noche ante sus puertas. Acudiendo al punto
convenido, los macedonios fueron engañados. Sospechando que la felona plaza
estaba en connivencia con Memnón, Alejandro decidió concentrar sus esfuerzos
ante Halicarnaso, oliéndose un artificio por parte del mercenario, y retirando
a sus hombres de Mindo para evitar algún tipo de emboscada, admirado ante la
astucia de su adversario.
Lo primero que hizo Alejandro fue tratar de rellenar el
foso, para poder aproximar las torres y demás material de asedio. Los
macedonios se pudieron acercar a las murallas con seguridad para neutralizar la
fosa, gracias a una pared protectora rodante que se construyó previamente, y a
que las catapultas y balistas macedonias alejaron a los defensores de las
murallas. Una noche, los macedonios fueron arrancados de su sueño al ver que
sus centinelas luchaban con el valor de la desesperación, intentando rechazar a
los mercenarios de Memnón, que pretendían prender fuego a las torres. La
respuesta de Alejandro fue rápida. Tras un combate librado bajo la luz de las
antorchas macedonias, los sitiados fueron rechazados sin haber alcanzado su
objetivo, y dejando unos ciento setenta cadáveres, entre los que se encontraban
algunos desertores macedonios. De esta manera Alejandro averiguó las razones
por las cuales Memnón sabía tantos detalles de los sistemas de centinelas del
ejército griego. Los macedonios sólo perdieron a 10 hombres, pero quedaron con
trescientos heridos, como consecuencia del sorpresivo ataque.
Los defensores no pudieron prever que los macedonios
rellenaran la formidable fosa en poco tiempo, y tampoco lograron neutralizar a
los arietes de Alejandro, que rápidamente abrieron una brecha en un sector de
la muralla. En el momento en que los soldados macedonios se aproximaron al
punto en donde se iba a efectuar el asalto, encontraron desconcertados que los
defensores habían construido una segunda muralla en torno a la brecha creada
por los sitiadores, flanqueada por dos torres más altas que las de los
macedonios, en cuya cima Memnón ubicó unas catapultas de tal manera, que estas
máquinas de guerra alcanzaban fácilmente a los soldados parapetados en las
torres de asalto macedonias. Ante el desconcierto de los soldados del Magno,
Memnón sonreía, satisfecho de sí mismo y del genio marcial desplegado por este
gran condotiero.
Alejandro, con el ceño fruncido, decidió comandar
personalmente un segundo ataque sobre la brecha obstaculizada por la nueva
muralla y las dos torres. La fuerza asaltante macedonia aclamó a su rey con su
ancestral grito de guerra, mientras entrechocaban sus armas en un fragor
aterrorizante. Como era costumbre, el joven general se ubicó a la cabeza de la
columna de asalto. La falange macedonia avanzó con una disciplina que sólo
sería igualada por las legiones romanas.
El avance de la falange era desesperantemente silencioso y
uniforme, con paso cadenciado; sólo resonaba el claveteo de las botas macedonias,
rítmico e intimidante. Cuando la falange se encontraba a pocos pasos de la
hueste enemiga, rompía bruscamente su silencio, elevaba estridentemente su
grito de guerra y se lanzaba contra el enemigo con un orden tan impecable, que
la formación se mantenía y golpeaba al ejército contrario con la contundencia
propia de un cincel que se clava sobre la roca, impulsado por el
martillo.
Pero los macedonios se enfrentaban a otra falange,
igualmente disciplinada y comandada por un capitán valiente y astuto. El ruido
del choque de ambas fuerzas debió ser terrible, como cuando dos toros de lidia
se embisten mutuamente, pero multiplicado por diez mil. Memnón reaccionó con
toda la fuerza de sus defensores, efectuando dos salidas perfectamente
coordinadas, una de ellas comandada por el ateniense Efialtes, mientras que la
otra salió por la puerta menos vigilada por los macedonios, en un magistral
movimiento de tenaza que estuvo a punto de rechazar por segunda vez al ejército
de Alejandro. Pero para desgracia de Memnón, al otro lado de la muralla se
encontraba uno de los tácticos más formidables que haya visto la humanidad. Así
mismo, las balistas y catapultas greco macedonias, diseñadas por Diadés y
Carias, discípulos de Polido (jefe de ingenieros de Filipo) eran capaces de
disparar piedras gigantescas y flechas del tamaño de una jabalina, con un
alcance increíble, por lo que neutralizaron las catapultas de Memnón pese a
estar éstas en lugares más elevados. Efialtes combatió con el valor de un león,
y sus hombres se aproximaron amenazadoramente a las máquinas macedonias.
Tolomeo fue gravemente herido al tratar de defender las torres de Alejandro,
así como el comandante de los hipaspistas Adaios y el jefe de los arqueros
Clearco. El valiente Efialtes estaba a un paso de alcanzar su objetivo. Pero un
contundente contraataque del rey macedonio, apoyado por las tropas ubicadas en
las torres de asedio griegas, logró rechazar la arremetida enemiga. El magno
había destacado una reserva que esperó impasible y como ajena a la batalla,
hasta que las trompetas le dieron la orden de atacar el flanco de los
destacamentos del enemigo que trataban de envolver la falange de Alejandro. Los
defensores de Halicarnaso fueron rechazados con un gran número de bajas
(Droysen habla de más de mil) y el propio Efialtes terminó encontrando la
muerte.
Con todo, Alejandro dio la orden de cesar la persecución a
sus macedonios, pues como hombre de guerra que era, sabía que si permitía a sus
soldados que tomaran la plaza en medio de la euforia de la victoria, la orgía
de sangre que esperaba a los ciudadanos de Halicarnaso hubiera arrasado con la
ciudad, de manera análoga a como aconteció con Tebas. Y Alejandro no era ningún
carnicero.
Al final de la batalla, era Memnón quien tenía el ceño
fruncido. Sus fuerzas estaban tan golpeadas, que no podrían resistir otro
asalto del macedonio. En consecuencia, esa misma noche incendió algunas
máquinas de guerra que no podía transportar, y replegó sus tropas a la
ciudadela o acrópolis de Halicarnaso, ubicada en un islote vecino a la ciudad.
Al día siguiente, Alejandro entró en la metrópoli sitiada. Fiel a su espíritu
caballeresco, respetó a la población civil. Al ver a Memnón y lo que quedaba de
sus hombres encerrados en la ciudadela, el joven general debió sonreír, viendo
lo que sólo los genios podían ver: a un almirante sin flota, y a una otrora
poderosa flota sin almirante. Que Memnón se desgastara defendiendo aquel
islote. Los macedonios irían directamente contra las bases del poderío naval
persa. Alejandro decidió seguir adelante con la estrategia planeada, al ver los
resultados que estaba obteniendo.
LA CONQUISTA DE LICIA Y PANFILIA
Las golpizas sufridas por el gran Memnón, impartidas por
el muchachuelo y su banda de forajidos, alcanzaron a llamar la atención del
mismísimo Darío. En el otoño del 334 antes de Cristo, el servicio de espionaje
macedonio informó a Alejandro que el imperio estaba reuniendo un ejército tan
grande como jamás había visto el mundo hasta entonces, en donde todas las
provincias, desde Egipto hasta la Bactriana (límite occidental de la India)
recibieron la orden de su amo y señor de aportar numerosos contingentes. La
hora de la verdad se aproximaba.
Y el Magno se dedicó a culminar su objetivo de capturar
todas las ciudades costeras mediterráneas antes de que el gran rey reuniera al
nuevo ejército imperial. Sin embargo, la ruta deseada por Alejandro le generaba
un nuevo inconveniente: el sur de Asia Menor es esencialmente montañoso, es
decir, territorio desfavorable a su falange y caballería, el 80% de los
efectivos del ejército macedonio. Y las poblaciones de aquella zona eran
altamente belicosas, y obviamente contarían con la ventaja de conocer
absolutamente aquel teatro de operaciones. Pero nada de esto desalentó al
macedonio. Simplemente, le sirvió de acicate para exhibir nuevamente su supremo
genio marcial.
Después de la conquista de Halicarnaso, el Magno recompensó
a sus soldados casados, confiriéndoles permiso para que pasaran el invierno en
Macedonia junto a sus mujeres. Esta hábil medida no sólo aumentó su popularidad
entre el ejército, sino que le sirvió de propaganda para que un gran número de
voluntarios griegos se alistara, compensando así la disminución de combatientes
generada por las guarniciones destacadas en las ciudades conquistadas. La
generosidad también rinde frutos en el ámbito político y estratégico.
Igualmente, el Magno decidió dividir a su ejército. Como
iba a conquistar una zona montañosa, dejó su caballería en las generosas
llanuras limítrofes de Anatolia, bajo el mando de Parmenión. Y Alejandro se
adentró con su infantería en las montañas de Licia (no confundir con Lidia)
nación de magníficos guerreros. Las ciudades que no se rindieron fueron tomadas
al asalto, siempre encabezado por el rey en persona. Si en Macedonia se
confiriera la corona muralis, Alejandro tendría el monopolio de esta
distinción.
Igualmente, Alejandro adoptó las medidas pertinentes para
que los jóvenes licios fueran adiestrados en las artes guerreras macedonias.
Una vez conquistada la Licia, el ejército macedonio se dispuso a invadir
Panfilia.
La estrategia desplegada para invadir esta satrapía fue
sencillamente genial. Alejandro decidió invadir esta zona mediante un
gigantesco movimiento de tenaza, dividiendo sus fuerzas en dos columnas, en
donde una se adentraría por la ruta montañosa, mientras que la segunda seguiría
por la franja costera, supremamente escarpada y conformada por acantilados.
Como este era el camino más peligroso, sería el recorrido por el Magno en
persona. Aunque el riesgo era alto, bien valía la pena seguir este camino, por
significar un buen atajo y ser la ruta menos esperada por las fuerzas
defensoras.
De cualquier manera, el mar había invadido el sendero del
litoral, amenazando a la columna de marcha macedonia tan inequívocamente, que
los supersticiosos soldados de Alejandro empezaron a ver este fenómeno natural
como un mal augurio. Era intimidante ver como el camino costero finalmente
desaparecía en el mar, mientras la tierra se elevaba verticalmente, dejando como
única ruta un sendero de rocas resbaladizas. Las turbulentas olas, al chocar
furiosamente contra las rocas, anunciaban que barrerían a la imprudente
criatura que transitara ese terreno. Los nativos de esa región decían que el
dios Océano hacía que las aguas subieran tempestuosamente por entre las rocas y
que así destruía a los hombres, a menos que el destino los protegiese. Pese a
todo, Alejandro se atrevió. El rey macedonio sabía que cuando se aprovechan
debidamente determinados conocimientos, se obtiene el favor de los
dioses.
La forma en que Alejandro superó las montañas y los
acantilados sin la pérdida de un solo hombre, fue construyendo un paso análogo
a la “escalera” con la que atravesó el monte Osa, en Tesalia (sobre esta hazaña
ver mi artículo “Las Campañas de Alejandro en Europa”) Con todo, el camino de
la costa no dejaba de representar un gran riesgo, pues el mar había inundado
aquel sendero. En algunos sitios el agua llegaba hasta la cintura, pero la
tranquilidad del rey, que sabía el verdadero significado de la palabra
imposible, hizo parecer que las penalidades afrontadas eran un juego de niños.
Para neutralizar el peligro de las olas, los magníficos agrianos plantaron
palos en las hendiduras de las rocas, y ataron cuerdas a las cuales aferrarse
al momento de la marejada. Finalmente, Alejandro logró abrirse paso a través de
la “Escalera de Panfilia”.
En todo caso, también el viento del norte había facilitado
la hazaña, pues el joven comandante aprovechó que las corrientes provinieran
del lado del continente, disminuyendo así la intensidad del oleaje. Fue por
todos estos factores que la columna macedonia pudo cruzar con sus armas esos
riscos. El historiador de la alianza griega, Calístenes, registró que el mar se
doblegó ante Alejandro. La creencia de que los dioses protegían al rey de
Macedonia alentaba enormemente a los guerreros macedonios y griegos. Y la
conquista de Panfilia hubiera sido análoga a la de Tesalia (sin el
derramamiento de una sola gota de sangre) de no ser por que la ciudad de
Aspendo se decidió a desafiar al ejército macedonio alistándose para el asedio.
Como esta ciudad era una base ideal para la fuerza naval del imperio, Alejandro
debía ocuparla. El problema era que el cruce de los acantilados panfilios se
efectuó sin el equipo de asedio. La diosa fortuna puso a prueba a su favorito.
Y el gran general la superó con creces.
El macedonio entabló negociaciones con la renuente ciudad.
Reconoció que no tenía su equipo de asedio consigo. Pero recordó a los de
Aspendo que estaba en condiciones de traerlo, aunque se demorase un poco más. Y
que dicha demora la pagaría la misma ciudad con creces. Adicionalmente recordó
la suerte que habían tenido todas las ciudades que se habían resistido a los
macedonios. Con mucha sensatez, Aspendo optó por rendirse ante Alejandro. ¿Qué
golpe de suerte tan grande, verdad? Pero en algo influyó el impresionante
palmarés de conquistas de ciudades con el que contaba el Magno. Y la suerte
sufrida por la traicionera Tebas. Y la victoria del Gránico. Y la derrota de
Memnón. La diosa fortuna sabe cuando y a quien conceder sus favores. Después de
todo, la genial marcha de sus columnas sí logró la conquista de esta satrapía
sin el menor derramamiento de sangre.
Tras la rendición de Aspendo, el servicio secreto macedonio
alertó a su rey de un nuevo complot organizado en su contra: en poder de
Parmenión se encontraba preso un agente persa llamado Sisines, quien al momento
de su captura portaba una carta remitida por el mismísimo Darío, dirigida a un
noble macedonio también llamado Alejandro y apodado el Lincesta, al cual le
proponía el asesinato del hijo de Filipo, a cambio del respaldo persa para que
el propio Lincesta ascendiera al trono de Macedonia, y mil talentos de oro por
los servicios que prestaría al felón Darío. Este “Lincesta” pertenecía a la
familia real macedonia, y Alejandro sospechaba que había participado en el
asesinato de Filipo. El Magno lo acusó de traición ante la asamblea de
macedonios libres, pero como ésta lo exonerara de los cargos, el joven rey
acató el veredicto, respetando las leyes ancestrales de su pueblo. Al enterarse
de estos acontecimientos, Alejandro ordenó a Parmenión que arrestara
inmediatamente al “Lincesta”. Este episodio evidencia la responsabilidad del
trono persa en el asesinato de Filipo, y lo acertado de las acusaciones de
Alejandro. Y también demuestra la inocencia del macedonio. Qué lástima que los
detractores del Magno olviden este pequeño detalle.
LA SOLUCIÓN AL ENIGMA DEL NUDO GORDIANO
Como Alejandro no era de los que se intimidaba por las
intrigas, más bien al contrario, sus maniobras bélicas se redoblaron pese a
estar ya avanzado el invierno. Y se dispuso a conquistar Frigia y Pisidia. El
rey macedonio se puso al frente de sus mejores infantes y se adentró en las nevadas
mesetas. Los griegos pensaron que era una empresa muy arriesgada adelantar una
campaña en pleno invierno. Las tribus que habitaban estas montañas heladas,
quedaron desconcertadas al ver aparecer en sus inaccesibles territorios las
disciplinadas columnas de un ejército que ascendía los collados en un clima tan
riguroso. Alejandro conocía perfectamente a sus macedonios, agrianos y tracios,
montañeses que por lo tanto estaban en su terreno, y este genial estratega
sabía que los belicosos guerreros de aquellas alturas eran más vulnerables en
invierno, debido a que la nieve les impediría retirarse a las cumbres. El
ejército macedonio terminó imponiendo su ley. De los magníficos guerreros
frigios y pisidas, Alejandro reclutó un importante contingente de voluntarios.
Con estas hazañas el Hegemón de la alianza helénica cumplía su primer año de
guerra en Asia. En un año había logrado el sueño de su padre. Ahora faltaba
vengarlo.
Estos milagros no sólo se debían al genio táctico del joven
rey, sino también a su dominio de la estrategia, poliorcética y logística, pues
gracias al magistral empleo de esta ciencia, Alejandro había neutralizado la
flota imperial persa, y había evitado su desembarco en Grecia, solucionando al
mismo tiempo las necesidades de abastecimiento para su propio ejército y
garantizando el orden en los nuevos territorios conquistados, sin menguar
excesivamente sus propios efectivos, los cuales disminuían a medida que el
Magno destacaba guarniciones en cada plaza capturada.
Para celebrar su primer aniversario de victorias,
Alejandro efectuó un golpe de propaganda que le reportaría otro motivo de
gloria más. En la ciudad de Gordio había un carro que el rey Midas -el mismo
que convertía en oro todo lo que tocaba- había consagrado a Zeus. En torno a
esta leyenda surgió una profecía: el hombre que lograra desatar el nudo que
unía el carro a su eje, se convertiría en el señor de Asia. Nadie lo había
logrado. Era como sacar la espada excálibur de la piedra, y convertirse así en
señor de Britania. Pero en este caso se trataba del dominio del mundo. Y
obviamente, Alejandro iba a lograrlo.
En el mes de abril del año 333 antes de Cristo, el rey de
los macedonios se atavió con su mejor armadura, y a lomos del magnífico
Bucéfalo, embrazando el escudo mágico que había pertenecido a Aquiles y seguido
por todo el ejército, se dirigió al templo en donde estaba el carro de Midas.
Era un momento decisivo. Ese mismo día se sabría si el hado, el destino, era
que la expedición macedonia triunfara o no. Alejandro entró con paso seguro al
santuario, seguido por sus hetairos o compañeros, y los soldados que alcanzaron
a entrar en el recinto. El calor reinante debió ser insufrible. Todos los ojos
se depositaron en el joven monarca que se enfrentaba a su destino, con el mismo
valor que los héroes de leyenda. Una vez encarado con el enigma de la profecía,
el rey favorecido por los dioses debió sorprender a todos los que expectantes,
le seguían con la mirada: luego de estudiar el nudo, y verificar que
efectivamente era ciego, el Magno, con la misma astucia con la que domó a
Bucéfalo, desenvainó su espada, la levantó, y ante millares de guerreros que
contenían el aliento, descargó un feroz golpe sobre el yugo del carro
consagrado a Zeus. El siguiente sonido que debió oírse en el templo, fue el
golpe de la soga al chocar contra el suelo. El nudo había sido deshecho. El
enigma se había resuelto.
Los muros del santuario debieron haber temblado ante los
vítores de los soldados que asistieron a la verificación de este nuevo
prodigio, mientras que su rey levantaba en alto su espada, y con su otra mano
mostraba a todos la realización de su hazaña, los despojos del otrora nudo
gordiano. La conquista de Asia era un hecho. El respaldo de los dioses se
verificaba una vez más. Alejandro era un protegido de Zeus, Atenea y Heracles,
y del resto del panteón helénico. La victoria estaba garantizada.
En cuanto a Memnón y el destino de lo que quedaba de
la flota imperial, éste fue más bien trágico. La toma de Halicarnaso significó
el que Memnón perdiera la iniciativa en el mar. Para dar el golpe de gracia,
Alejandro ordenó a la flota griega que ocupara el Helesponto. El aislamiento de
la fuerza naval persa se consumó en el Egeo. Lejos de darse por rendido, el
mercenario del gran rey, en un último estertor de agonía, ordenó a las islas
que le suministraran los hombres que había perdido en su duelo contra
Alejandro, y los imprescindibles víveres. Desgraciadamente para Memnón, muchas
de estas islas llevaban generaciones siendo independientes de facto en relación
con el imperio. Preferían mantenerse neutrales en la guerra, y algunas hasta
proclamaron su adhesión a Alejandro, como fue el caso de la ciudad de
Mitilene. Memnón se vio en la obligación de capturar algunas de estas rebeldes
plazas para evitar que su diezmada flota y él mismo perecieran de sed. Quizás
como consecuencia de las privaciones y carencias del abastecimiento, el gran
Memnón murió en junio del 333. Se verificaba así que la profecía empezaba a
cumplirse.
Alejandro siguió con sus proyectadas conquistas. El primer
foco de resistencia de Anatolia había ocupado una garganta de difícil acceso,
bien defendida: las famosísimas Puertas de Cilicia, tan estrechas que sólo
permitían el paso de un carro a la vez, y que constituía una poterna creada por
los dioses tutelares asiáticos para proteger una llanura del color de la
sangre, cuyo límite se perdía entre brumas y selvas tropicales. Alejandro
acampó para dar la impresión de que no atacaría en el acto. Y los defensores
mordieron el anzuelo, bajando la guardia. Al anochecer, Alejandro dejó al
grueso de sus fuerzas en el campamento, para mantener incauto al enemigo, y con
sus tropas ligeras atacó el lugar. Cuando los confiados defensores divisaron en
medio de la oscuridad de la noche a un demonio occidental, del cual sólo se
podía ver las blancas plumas del penacho de su yelmo, en medio del aterrador
grito de guerra de la fuerza de asalto macedonia, debieron sentir una punzada
de terror en sus intestinos. Los defensores de las Puertas Cilicias abandonaron
intempestivamente sus puestos. Al fin y al cabo, el gran rey ya se acercaba con
sus incontables huestes, por lo que la aniquilación de las hordas invasoras era
inminente. ¿A cuento de qué sacrificar la vida?
Esta victoria le permitió al rey de Macedonia avanzar en la
satrapía de las llanuras rojas, cuyo color motivó que los macedonios creyeran
que era una de las entradas al Hades, al mundo de ultratumba, en donde reinaban
extraños dioses: Baal, ante el cual se quemaban niños; Así mismo, se decía que
durante las noches volaban serafines, mientras que el Gran Dios Cronos velaba
eternamente; sobre el mar había una ciudad inconquistable, Tiro, construida por
los fenicios sobre las aguas, encima de columnas de piedra, y en donde se
adoraban rocas metálicas caídas desde los cielos y tan negras como la noche.
También había otra ciudad mágica llamada Jerusalén, de la que se decía que
tapaba un camino que conducía al centro de la tierra, y que estaba protegida
por gigantescos muros que se elevaban sobre un mar interior donde las plantas
eran venenosas, la tierra salada y también había piedras caídas del
cielo.
Como si tales leyendas fueran insuficientes para inquietar
el ánimo de los soldados, al abandonar las Puertas Cilicias entraron en una
zona de calor infernal, en donde había una roca amarilla sobre la cual había
una inscripción en caracteres extraños. Temerosos, los griegos quisieron
averiguar su significado. Los nativos indicaron que el idioma era asirio. El
texto decía:
“Sardanápalo… construyó en un solo día la ciudad de
Tarso. Pero tú, extranjero, come, bebe, y yace con mujeres, pues eso es lo que
hay de mejor en la vida humana.”
Al conocer la traducción, los hombres estallaron en sonoras
carcajadas. Pronto se enteraron que otro pueblo guerrero, los Sagalasios, les
esperaban en una colina.
Alejandro contaba con unos 7.500 hoplitas, apoyados por
tropas ligeras. En la batalla murieron unos 500 asiáticos y el resto huyó,
abandonando así la capital de Anatolia, la cual fue ocupada rápidamente por los
griegos. Alejandro perdió unos veinte hombres. Antes de que su victoria se
“enfriara”, ocupó lo que faltaba de la Frigia. El respectivo sátrapa había
huido en cuanto Parmenión se aproximó con la caballería macedonia. Alejandro
designó a Antígono el tuerto (el padre de Demetrio Poliorcetes) como gobernador
de Frigia, y se reunió con Parmenión y su caballería, así como con los
macedonios que habían pasado el invierno en Grecia, y los nuevos voluntarios
recientemente reclutados.
EL DUELO DE LOS REYES
Los cuatro meses siguientes al prodigio efectuado por
Alejandro en Gordio, consistieron en el avance del ejército macedonio hasta el
Mar Negro. La alianza helénica había igualado la hazaña de Jasón y los
Argonautas. Con lo conquistado hasta ese momento, los macedonios habían logrado
una gesta digna de convertirse en leyenda. Pero Alejandro no se detendría. No
sólo quería igualar a los héroes que reverenciaba, sino también superarlos. Y
la mesnada macedonia ocupó la Cilicia, dispuesta a enfrentar al colosal ejército
reunido por Darío.
Tras finiquitar la conquista de Cilicia, Alejandro se
aprestó para la tan anhelada batalla contra el mismísimo gran rey. La hora de
la verdad había llegado. Como era su estilo, antes del choque el ejército
macedonio celebró juegos en honor de sus dioses, agradeciéndoles los
éxitos obtenidos, e invocando nuevamente su respaldo. El servicio de espionaje
de Alejandro le informó que las tropas imperiales estaban acampando en Soches
(Siria), una gigantesca llanura que permitiría cómodamente las temibles
maniobras envolventes del cuasi infinito ejército imperial. El joven rey se
mostró satisfecho. Todo iba conforme a sus planes. El ejército macedonio se
interponía entre las tropas de Darío y los restos de la maltrecha flota
imperial.
Como todo iba viento en popa, el Magno partió de Tarso (en
donde un par de siglos después nacería el apóstol Pablo) y se dirigió a la
ciudad de Issos, en donde dejó sus pertrechos y soldados enfermos y
heridos, para continuar su avance hacia Soches y enfrentarse así con Darío.
Cuando estaba a medio camino, en la ciudad de Miriandro, unas tormentas
detuvieron su avance. Al día siguiente, cuando se aprestaba para continuar su
marcha hacia Soches, sus informadores le notificaron que el ejército imperial
se encontraba en la retaguardia de las fuerzas macedonias, de tal manera que
los generales de Darío habían interceptado la ruta de suministros de Alejandro,
y al mismo tiempo, la hueste imperial se encontraba en condiciones de reunirse
con la flota persa. El Magno no lo podía creer. Envió a unos compañeros para
verificar la veracidad de los nefastos informes. Y efectivamente, éstos eran
fidedignos. Parecía que la diosa fortuna se había cansado de conferir sus
favores a la alianza de las naciones helénicas.
Tal y como se le había indicado a Alejandro inicialmente,
Darío había acampado en Soches, un terreno llano y favorable a sus inmensas
huestes, especialmente para la magnífica caballería asiática. Pero como el
imperio también contaba con un soberbio servicio de espionaje, el estado mayor
persa -que igualmente contaba con desertores macedonios- se enteró de las
disposiciones de Alejandro, y de sus dificultades para avanzar por el mal
tiempo. Por lo tanto, el ejército de Darío tomó un camino ubicado más al norte
de la ruta seguida por Alejandro, y alcanzó la base macedonia de Issos. Una vez
ocupada la plaza, Darío mutiló y luego masacró a los heridos macedonios, y
seguidamente ocupó una posición defensiva. Si las inmensas tropas imperiales
mantenían su posición, lograrían que el ejército de Alejandro pereciera de
hambre, pues como se dijo anteriormente, su línea de suministros había sido
interceptada, al haberse tomado la ciudad de Issos, en donde se habían
depositado los víveres para los soldados macedonios.
Mucho se ha hablado acerca de la ineptitud militar de las
huestes guerreras persas, y de la incompetencia de Darío. Ciertamente que este
amo del imperio no fue un genio militar, pero tuvo la virtud de elegir
subalternos competentes, que adoptaron medidas acertadas, lo que demostró
habilidad en el mando. La agilidad con la que la colosal hueste persa se
interpuso entre el ejército macedonio y su base de suministros, refleja la
habilidad militar del estado mayor de las tropas imperiales, y la capacidad de
los soldados para cumplir cabalmente las órdenes impartidas. Los oficiales de
Darío en Issos tuvieron la misma suerte que generales competentes como Labieno
y Pompeyo, sufrirían en Farsalia: planes habilidosamente elaborados de acuerdo
a los principios bélicos de ese momento, se desmoronarían como un castillo de
naipes al enfrentarse a los más grandes señores de la guerra, maestros
consumados en el arte de convertir la principal fortaleza del enemigo en su
mayor desgracia. De nada sirve elaborar un ingenioso plan que funciona sobre el
papel cuando se enfrenta al mayor amo de la táctica que el mundo hubiera
visto.
Con todo, la hábil maniobra persa generó un impacto
contundente en la moral de los soldados greco macedonios. Recordaron sus burlas
ante la inscripción de Sardanápalo en Tarsos, y ahora entendían que los dioses
reinantes en Asia, como venganza hacia la insolencia de los griegos, habían
enviado la tormenta que determinó la ventaja para las colosales huestes
imperiales. Estaban condenados a perecer en la tierra de las infernales
deidades orientales. Pero Alejandro no se iba a dejar vencer por las
divinidades bárbaras. Arengó a sus soldados, los alabó, bromeó con ellos y los
reconfortó. Su inconmensurable confianza contagió a sus guerreros, y así
renació en ellos la esperanza. Les recordó que el terreno en que estaban los
persas era estrecho, y que así cubriría los flancos de los macedonios,
impidiendo que éstos fueran rodeados. Evocó las hazañas realizadas, su
condición de hombres libres, e invictos además; En suma, les hizo ver que este
aparente desastre era su mayor oportunidad de vencer como jamás ejército alguno
había vencido, lo que les reportaría la gloria inmortal.
La maniobra efectuada por los asesores de Darío era una
buena decisión, en la medida en que se ejecutara correctamente. Para desgracia
de los persas, esto no ocurrió así. La superioridad material del ejército del
imperio volvió a sus oficiales excesivamente confiados, y nada hicieron para
impedir la aproximación de los soldados greco macedonios. En defensa del mando
persa, hay que reconocer que en ese momento nadie apostaba por la victoria
macedonia, salvo el propio Alejandro y sus leales. Además, los persas habían
“garantizado” la derrota de Alejandro, al haber destacado un contingente en la
estribación de la montaña, que desbordó el flanco derecho de los macedonios.
Así las cosas, ni el terreno impediría que los yauna fueran rodeados.
La batalla propiamente dicha ya se ha expuesto en esta web.
Hammond considera que Alejandro tenía a su disposición en Issos 5.300 jinetes y
26.000 infantes. Harold Lamb habla de un total de 27.500 efectivos. La primera
maniobra del general macedonio, fue desplegar un feroz ataque contra el
contingente persa destacado a la derecha de los griegos, neutralizándolo con la
élite de sus tropas ligeras, y aislándolo del grueso del ejército persa. Todo
el despliegue táctico descrito en el respectivo especial, condujo a que
Alejandro y sus tropas de élite se enfrentaran “de poder a poder” a Darío y su
formidable guardia de élite, los legendarios “Inmortales”, de manera análoga a
como aconteció en Gránico, o en Leuctra y Mantinea, entre la hueste sagrada
tebana y los espartiatas lacedemonios. El gran caudillo macedonio dirigió un
ataque en cuña contra el flanco derecho de los persas, que él mismo rebasó
mediante hábiles maniobras que burlaron a los generales de Darío, que hasta el
último momento pensaron que el rodeado era el propio Alejandro. Una verdadera
pieza maestra de la táctica, emulada por Aníbal, Escipión y César, entre otros
generales posteriores.
Hubo un momento en esta batalla, en que los dos reyes se
encontraron de frente. El señor del imperio se acobardó en cuanto vio a
Alejandro a lomos de Bucéfalo, abriéndose paso hasta donde se hallaba el
mismísimo gran rey a golpes de lanza. Quinto Curcio Rufo cuenta que en Issos,
Darío pudo salvarse porque delante del carro real, enfrentando a los macedonios
encabezados por el propio Alejandro, se plantó su hermano Oxatres, “espantoso
debido a su tamaño”, logrando así detener el avance de los griegos. Sólo
Alejandro se enfrentó al gigantesco persa. El encuentro entre estos dos
temibles guerreros debió ser tan magnífico como el duelo habido entre Aquiles y
Héctor. En lo más reñido del combate, una flecha procedente de las filas persas
acertó a Alejandro en un muslo. Se ha conjeturado que la saeta pudo
haber sido disparada por el propio Darío, que fue un excelente arquero. Como
verdadero macedonio, el Magno hizo caso omiso del punzante dolor y redobló sus
golpes contra el hercúleo Oxatres; como éste viera que su derrota era
inminente, pues la guardia persa se batía en retirada mientras que los
macedonios ganaban terreno, al tiempo que se enfrentaba a un demonio inmune a
cualquier herida, el imponente hermano de Darío se unió a la fuga de las tropas
de élite persas, de las cuales era el propio Oxatres su comandante.
Como J. I. Lago lo indicó en su trabajo, la huída de Darío
no decidió la batalla. En el lado de la costa, la formidable caballería
asiática -comandada por el gran Nabarzanes- estaba derrotando a Parmenión.
Genialmente -como verdadero señor de la táctica- el Magno se abstuvo de
perseguir a Darío en cuanto éste emprendió su huída. Sólo cuando el rey
macedonio y sus hetairos apoyaron a Parmenión, las huestes persas de esa ala
emprendieron la fuga. Una vez que Alejandro ejecutó magistralmente las
maniobras que decidieron la batalla, y aseguró la victoria, se dedicó sin tomar
descanso alguno a intentar la captura del gran rey. Pero como el día ya estaba
bien avanzado, el soberano macedonio, pese a estar herido, llevaba cabalgando
37 kilómetros en una implacable persecución contra Darío, cuando cayó la noche.
El comandante de los griegos decidió volver al escenario de su magistral
victoria. Sus jinetes, al borde del agotamiento por ejecutar una tormentosa
cabalgata luego de haber librado una pesadísima batalla sin haber disfrutado de
reposo, pero impulsados por el ejemplo de su rey, que seguía tan fresco como si
acabara de levantarse no obstante estar lesionado, sólo podían entender que su
joven adalid era de hierro, lo que explicaba su invencibilidad. También hay que
tener en cuenta su supremo genio táctico.
Al volver de la persecución, Alejandro y sus exhaustos
jinetes, cubiertos de sangre, sudor y polvo, se dirigieron a la tienda
imperial, quedando asombrados ante la exhibición de lujo del majestuoso
pabellón del monarca persa:
“Cuando vio los cuencos, los cántaros, las bañeras y los
frascos de perfume, todo en oro superiormente cincelado, y la sala divinamente
embalsamada con perfumes y ungüentos, cuando al llegar a la tienda, admirable
por su altura y anchura, vio el lujo de los divanes, las mesas y los manjares,
se volvió hacia sus compañeros y les dijo: ‘En esto consiste, según parece, el
reinar.’” (Plutarco, Vida, XX, 13)
La derrota del imperio fue absoluta. Sin embargo, hay que
mostrarse escéptico ante las cifras suministradas por Calístenes. Quizás lo
acertado sea entender que en la batalla de Issos perecieron 110.000 efectivos,
entre mercenarios griegos al servicio del imperio y soldados asiáticos. Gracias
a la asombrosa rapidez del ataque, las pérdidas para Alejandro fueron
insignificantes (300 infantes y 150 jinetes) y la victoria rotunda. La parte
del ejército imperial que no fue masacrada huyó a la desbandada. Issos es un
hito dentro de las obras maestras de la táctica.
LA CONSOLIDACIÓN DEL DOMINIO OCCIDENTAL DEL IMPERIO
Después de esta aplastante victoria, lo más obvio sería
perseguir implacablemente a Darío, impedir que reuniera otro ejército, y
garantizar prácticamente el desmoronamiento del imperio. Cualquier manual
militar de esa época -y algunos de la actualidad- le daría la razón a esta
propuesta.
Pero tal planteamiento ignora muchas realidades a tener en
cuenta: Alejandro había ganado una batalla, pero en manera alguna la guerra. La
captura efectiva de Darío no significaría la caída del imperio, pues a rey
muerto rey puesto. Y Persia todavía contaba con infinitos contingentes de
tropas de primer orden para hacer frente a las fuerzas invasoras occidentales. Si
Alejandro se hubiera internado en Asia bajo las condiciones existentes al
momento de vencer en Issos, el rey que sucediera a Darío podría ordenarle a las
provincias de Fenicia, Chipre y Egipto que reunieran una nueva y colosal
escuadra de navíos de guerra, y ejecutaran el plan concebido por Memnón de
desembarcar en Grecia y fomentar una rebelión en el corazón de los dominios de
Alejandro.
Las batallas sólo son la punta del iceberg de las guerras.
Alejandro lo sabía perfectamente. Cuando un enemigo tiene superioridad material
aplastante, unas pocas batallas no deciden la victoria. Se debe entonces minar
uno a uno los pilares del poder del enemigo para estar en condiciones de
asestar el golpe mortal. Por esto, Alejandro siguió con su plan inicial de
apoderarse de la zona occidental del imperio, para acabar así con la esperanza
para los persas de llevar la guerra a Grecia, y asegurar de esta manera la
retaguardia de las fuerzas macedonias.
Esta política constituye un ejemplo sublime de lo que hoy
en día se denomina “Estrategia de Aproximación Indirecta”, por medio de la cual
a un enemigo antes de asestarle directamente la estocada fatal, se le minan
todas y cada una de las fuerzas que garantizan su poderío, como se hace en
tauromaquia, en donde a un adversario formidable y materialmente superior, como
es el caso del toro de lidia, primero se le aguijonea, ocasionándole al
principio más molestia que un golpe mortal, y luego se le agota mediante una
superior astucia y movilidad; sólo cuando el coloso se encuentra agotado, el
matador se decide a darle el golpe de gracia. Si todo se ejecutó soberbiamente,
al final de la contienda el vencedor debe encontrarse prácticamente intacto.
Alejandro lo logró al lidiar al gigantesco toro asiático, con la misma maestría
que el colombiano César Rincón desplegó en la arena de la plaza de Las Ventas.
Y al igual que los madrileños con el colombiano, la historia sacó en hombros y
por la puerta grande al macedonio.
La familia de Darío cayó en poder de Alejandro: La reina
madre, la esposa de Darío, su bella hija, y lo peor de todo, su hijo varón y
heredero. La oportunidad para la venganza había llegado. Pero Alejandro no era
ningún Octavio. Su guerra era impulsada por el honor, no por la vileza. Su
cruzada era contra Darío y los formidables guerreros del imperio, no contra
ancianas, damas desprotegidas y niños. Alejandro trató con la mayor
caballerosidad a la familia imperial, y hasta mantuvo su rango. Esta es la
grandeza que le aplaude la historia, la valentía, la majestuosidad por la que
se le calificó de Magno. Cuanta falta hace en estos días que los líderes
mundiales imiten esta faceta del gran héroe. Ojalá y vuelva a la tierra este
honor milenario. Este gallardo gesto inspiró una maravillosa pintura de Paolo
Veronese, como eco de la grandeza que sigue sugestionando al mundo de hoy, más
de dos mil años después.
Cuando Darío detuvo su huída, cayó en la cuenta de que su
familia no estaba con él. Entonces le dirigió una carta al macedonio, en donde
le recriminaba su “injusta” invasión, y le ofrecía el reconocimiento de las
conquistas que la alianza griega había efectuado, a cambio de que el Magno le
devolviera al gran rey la familia imperial. La correspondencia epistolar habida
entre estos dos reyes acaso sea una de las más grandiosas de toda la historia.
Al responder, Alejandro replicó que era Persia la agresora, evocando las
guerras médicas, y llamando las cosas por su nombre: le recordó a Darío su
condición de asesino de Filipo, haber promovido la insurrección de Tebas, y
hasta su ascenso al trono mediante el asesinato de su predecesor Arses.
Alejandro se constituía así como el paladín de la justicia y la espada
vengadora de los dioses. Con el honor no se negocia. Un extracto de la
respuesta de Alejandro enviada a Darío, dice así:
“Ahora soy yo quien domina las
tierras, ya que los dioses me lo han concedido, y conservo aquellos de vuestros
soldados que se me han unido por propia voluntad. Venid pues a mí como Señor de
toda el Asia… si estáis en desacuerdo con la cuestión del reino… ¡luchad por
él!!!”
La victoria de Issos, no sólo le reportó al macedonio la
captura de la familia imperial. Alejandro envió a Parmenión a Damasco, por
encontrarse allí la mayor parte del botín abandonado por Darío. El segundo de
Alejandro no sólo capturó un inmenso tesoro, sino también a embajadores griegos
que en ese momento se encontraban negociando con Darío, espartanos inclusive.
Pero la mejor parte fue cuando el lugarteniente envió a Alejandro a la
bellísima Barsine, la viuda de Memnón. Según las descripciones de los
historiadores, tuvo ojos de gacela, cuerpo de onza y voz de sirena. Alejandro
no sólo superó a Memnón en la guerra, sino también en el amor. Barsine habría
de darle al rey macedonio un hijo que se llamó Heracles. Alejandro era un
caballero, pero le gustaba así mismo superar a sus rivales en todos los
aspectos. Y quedarse con las más exquisitas mujeres.
Así mismo, Issos determinó que ciudades mediterráneas como
Arado, Biblos y Sidón se pasaran al lado de los griegos. Como Alejandro gustaba
de asegurar su retaguardia, al dejar Sidón entronizó como rey de la ciudad a
Abdalónimo, quien hasta ese entonces se desempeñaba como jardinero en el
palacio real. Y hasta para estos asuntos el Magno acertaba: este humilde
ex-sirviente se convirtió en un rey impecable, muy humanitario y querido
por su pueblo. Las conquistas de Alejandro no sólo le reportaron la gloria
inmortal, sino también la gratitud de sus contemporáneos.
Pero la inconquistable ciudad-isla de Tiro, confiada en su
inexpugnabilidad, optó por rechazar las propuestas macedonias. Alejandro se
dirigió al rey de Tiro, solicitando su amistad, por cuanto deseaba ingresar en
la ciudad para rendir homenaje a su antepasado Heracles, llamado por los
fenicios Melkart. La respuesta tiria fue desobligante. Tiro, al igual que
Alejandro, también era invicta, pues jamás había sido tomada. El babilonio
Nabucodonosor la sitió durante ¡15 años!!!, y fracasó en su tenaz empeño. ¿Por
qué razón iba a cambiar la historia entonces? Se dio inicio a uno de los asedios
más tenaces que el mundo recuerde jamás. Cuando Alejandro inició sus obras, los
abucheos y burlas de los tirios casi acallaban el ruido de las labores de los
ingenieros griegos. En cuanto los trabajos descritos por J. I. Lago en el
respectivo especial estuvieron adelantados, los de Tiro dejaron de burlarse.
Ahora el que sonreía era Alejandro.
Pero los fenicios de Tiro, con el valor que centurias
después haría que sus hermanos de Cartago hicieran temblar a Roma y sus
legendarias legiones, y con una chispa que rivalizaría con la de Arquímedes, se
negaron a resignarse. Comenzó el inmortal duelo de ingenio y tenacidad: los
tirios efectuaron ataques sorpresa con sus buques de guerra incendiarios, que
-favorecidos por los vientos marítimos- averiaron los trabajos adelantados por
los macedonios. Impertérrito, el rey dio la orden de reiniciarlos
inmediatamente, al tiempo que ordenó la construcción de máquinas de asalto
flotantes, y poder hostigar a Tiro por más de un punto. Los tirios ocultaban
sus sorpresivas arremetidas mediante una cortina de velas dispuesta en su
puerto:
“Alejandro, que disfrutaba con
esta carrera de velocidad e ingenio, trasladó al otro lado del muelle sus
mejores elementos, y dio la vuelta a la isla, situándose ante el puerto de
donde habían salido los buques tirios y cortándoles la retirada.
Las baterías flotantes de los
macedonios podían entonces acercarse a la muralla que daba al mar (…)
Para poder usar sus máquinas, los
buques tenían que anclar. De la ciudad salieron nadadores que, buceando, fueron
a cortar los cables de las anclas. Los ingenieros macedonios pusieron cadenas
en lugar de cables. Entonces los tirios lanzaron rocas inmensas sobre los
lugares donde trataban de anclar los buques. Con la marea, los navíos se
quebraban el fondo con las puntas de estas rocas. Se montaron grúas sobre
barcas y se quitaron las rocas. Se dotó a los navíos de puentes volantes
colocados en los mástiles para que los soldados pusieran pasar a la muralla.
Los tirios respondieron construyendo torres más altas que los mástiles de los
barcos. Pero las máquinas de los macedonios habían abierto brecha en la
muralla, en dos puntos cercanos a los puertos. La batalla no estaba entablada
ya entre las máquinas; los hombres comenzaban a enfrentarse con los hombres, y
Tiro estaba condenada.” (LAMB Harold, ALEJANDRO DE MACEDONIA, Pág. 163-4.
Ed. Latino Americana S.A., México D. F., 1957)
La inspiración y tenacidad del macedonio, el talento de
sus ingenieros (Diadés y Carias especialmente) y la disciplina de sus soldados,
volvió a lograr un inesperado milagro. El sitio de Tiro comenzó en enero de 332
a. C., y terminó en julio, según Hammond; Droysen dice que en Agosto. Hammond
indica que la calzada de Alejandro tenía “casi” 800 metros de largo.
Se cuenta que poco antes que Alejandro comandara en persona
el asalto final, el rey de Tiro había soñado con la imagen de un príncipe
tocado con un penacho blanco, lanzándose el primero desde su pasarela de madera
sobre el muro de piedra, de 45 metros de alto, protegido por un escudo mágico y
el dardo adelantado:
“(…) Valor
extraordinario, con el mayor peligro; era reconocible por las insignias de la
realeza y el brillo de sus armas, y sobre todo era él el más visible. ¡Qué
espectáculo verle atravesar con su lanza a los defensores de la muralla!
Incluso precipitó a algunos rechazándoles a golpes de espada y escudo. La alta
torre desde la que se batía estaba casi pegada a los muros del enemigo.”
(Quinto Curcio, IV, 10-11)
En efecto, el asalto final sobre
Tiro se produjo en las condiciones magistralmente narradas por esta web. El
primero en poner pie en la muralla enemiga no fue Alejandro, sino el comandante
de los hipaspistas Admeto, que cayó muerto. Con la ayuda de un puente volante
lanzado desde la parte alta de una torre de madera unida a dos navíos
emparejados, el rey y sus escuderos saltaron sobre la empalizada cercana al
arsenal de Tiro, seguidos por el resto de la fuerza de asalto macedonia.
Alejandro no sólo fue un genio en estrategia, poliorcética y logística, sino también
se convirtió en un verdadero dios de la táctica, venciendo a sus enemigos no
sólo en tierra, sino también en el mar y hasta en el cielo inclusive, como
aconteció en las altísimas murallas de Tiro.
Alejandro no pudo hacer uso de su acostumbrada magnanimidad.
Los tirios fueron crueles con los prisioneros macedonios, y violaron sagradas
leyes al martirizar a la embajada griega que les hizo una última oferta de
rendición honorable. Alrededor de 8.000 tirios cayeron en el asedio, y los
30.000 sobrevivientes fueron esclavizados. Sólo el rey de Tiro, sus nobles y
unos embajadores cartagineses fueron perdonados. Arriano registra 400 bajas
macedonias y más de 3.000 heridos. Finalmente, Alejandro cumplió con su
voluntad de rendir honores a Heracles, a quien dedicó el éxito del asedio. El
ejército desfiló en orden de parada, y se realizaron juegos dentro del
santuario. Nada podía alejar a Alejandro de lo que se proponía, y quien le
obstaculizara el camino debería atenerse a las consecuencias.
Durante el asedio de Tiro ocurrió un episodio que refleja
el verdadero carácter del rey macedonio: mientras se adelantaban las geniales
obras encargadas por el predilecto de Zeus y Atenea, como éste era incapaz de
permanecer ocioso, se dedicó a conquistar las indómitas tribus del interior de
la costa, comandando personalmente a sus favoritos agrianos (equivalente de los
iberos de César) Una noche, al efectuar una incursión en Galilea, el joven rey
notó que su ex tutor Lisímaco se había rezagado de la columna de marcha. El comandante
de los griegos no dudó un instante en abandonar a sus soldados y rescatar al
anciano, en donde fuera que se encontrara. ¿Por qué tanta vehemencia en
defender un viejo inútil?
Alejandro desde su más tierna infancia fue criado como si
fuera un espartano, por su severo maestro Leónidas. No sólo en lo referente a
las artes marciales, sino igualmente privado de cualquier lujo o trato
cariñoso, formación que ni el más rústico de los macedonios hubiera recibido
jamás. El joven príncipe ignoraba el sabor de un dulce, la sensación de estar
abrigado en invierno, disfrutar un refresco en verano, o siquiera de andar
calzado. Sólo dos voces protestaron ante ese trato tan infame. Una fue la de
Olimpia, la madre de Alejandro. La otra, la del viejo Lisímaco. El Magno jamás
habría de olvidar esta protección desinteresada, y quizás el único trato tierno
que recibiera de una figura paterna, pues su padre el rey andaba ocupado
conquistando Grecia.
Finalmente, Alejandro dio con el anciano. Estaba a punto de
ser asesinado por una partida de samaritanos, pueblo hostil a los macedonios,
que atacaba y robaba a los rezagados:
“(…) cargaba la noche y los enemigos se hallaban cerca…
(Alejandro) no echó de ver que estaba muy separado de sus tropas con sólo unos
pocos, y que iba a tener que pasar en un sitio muy expuesto aquella noche, que
era sumamente oscura y fría. Vio, pues, no lejos de allí encendidas con
separación muchas hogueras de los enemigos, y confiado en su agilidad y en
estar hecho a aliviar siempre con sus propias fatigas los apuros de los
macedonios, corrió a la hoguera más próxima, y dando con el puñal a dos
bárbaros que se calentaban a ella, cogió un tizón y volvió con él a los suyos.
Encendieron también una gran lumbrada, con lo que asustaron a los enemigos; de
manera que unos se entregaron a la fuga, y a otros que acudieron los
rechazaron, y pasaron la noche sin peligro.” (Plutarco, Vida, XXIV, 21)
¿Qué sentirían los soldados
agrianos y macedonios, cuando al momento de encontrar a su rey, lo hallaran
conversando con aquel bondadoso anciano, recordando sus travesuras infantiles y
los cuentos que le narraba acerca de Heracles, Aquiles y demás héroes? Pues que
bien valdría la pena seguir hasta el infierno a aquel general que arriesgaba su
propia vida para defender la de un abuelo que no le reportaría utilidad alguna.
He aquí al verdadero Alejandro.
LA CONQUISTA DE GAZA
Ahora era esta plaza la que se interponía en los proyectos
del favorito de los dioses. Los ingenieros de Alejandro, que tanto renegaron
durante el sitio de Tiro, ahora juraban que la toma de Gaza era imposible. El
rey sonería. No era la primera vez que los expertos le decían que soñaba metas
irrealizables. No era la última vez que realizaría otro milagro más.
Pero la cuestión no iba a ser fácil. Gaza estaba emplazada
sobre un monte de laderas verticales de ¡75 metros de altura!!!!, y como si
esto fuera poco, la ciudad estaba rodeada por una impresionante muralla. De
nada serviría el ingenio desplegado en Tiro, pues la barrera no era el mar,
sino la misma tierra. Alejandro no se desanimó. El ejército levantó una rampa
tan gigantesca como el monte y la muralla misma, en el punto considerado como
más vulnerable. Cuando la obra alcanzó la altura deseada por el Magno, (los
trabajos se culminaron en apenas 2 meses) el rey alistó su equipo de sitio y
ofrendó un sacrificio para propiciar el éxito del asalto.
Durante la ceremonia de libación, ocurrió un prodigio que
impactó a los macedonios: un ave rapaz dejó caer una piedra sobre la cabeza del
mismísimo Alejandro. Aristandro, el augur de cabecera del rey de los macedonios
dio el siguiente veredicto: “Oh Rey, tomarás la ciudad pero deberás cuidar de
tu propia persona”.
Respetuoso de la voluntad de los dioses, Alejandro
determinó hacer una excepción a su costumbre de acaudillar la toma de las
plazas fuertes. Pero la fuerza de asalto macedonia fue rechazada. El comandante
de Gaza se llamaba Batis. Contaba con un fuerte contingente de mercenarios
árabes, que lucharon con el coraje que milenios después les garantizaría la
creación de su propio imperio. No sólo rechazaron a los macedonios una, sino
TRES veces. Esto fue demasiado para Alejandro. Decidió encabezar la siguiente
entrada. El ataque no sólo se efectuó con la infantería de asalto, sino que
ésta también fue apoyada por las catapultas, arietes y hasta un equipo de
zapadores que cavó túneles que minaron las murallas de Gaza. Cuando una buena
parte de la muralla cayó, Alejandro condujo a sus hipaspistas (más tarde
rebautizados como “Escudos de Plata”) al asalto. Como el rey combatía en
primera fila y su magnífica panoplia lo diferenciaba del resto de sus huestes
de élite, una lanza disparada por una catapulta le alcanzó. Afortunadamente, el
escudo de Aquiles alcanzó a desviar en algo el disparo, y el impacto no fue
mortal. Pero el proyectil alcanzó a atravesar el hombro de Alejandro.
Con la palidez de la muerte, Alejandro se negó a abandonar
la batalla. Ante el asombro de sus hombres, el rey -con los huesos de su hombro
izquierdo fracturados- se mantuvo firme en su puesto de combate, venciendo el
insoportable dolor y arengando a sus tropas una y otra vez. Los macedonios,
avergonzados por haber permitido que su adorado general fuera
impresionantemente herido, redoblaron su coraje. Finalmente, debilitado por la
pérdida de sangre, Alejandro perdió el sentido y fue retirado de la
lucha.
Pero ésta ya se había decidido. Gaza cayó, y la profecía de
Aristrando se cumplió cabalmente. En esta ocasión, el premio al valor lo
recibió Neoptólemo, miembro de la casa real molosa, y por lo tanto compatriota
de Pirro de Epiro, el temible primer gran rival de la república romana. Quinto
Curcio Rufo cuenta que Alejandro trató vilmente a Batis tras la caída de Gaza,
pero la historiografía contemporánea no da crédito a este relato, ya que
Alejandro siempre honró al valiente, bien fuera éste aliado o enemigo. Si el
Magno trató caballerosamente al pérfido rey púnico de Tiro, quien vilmente
apresó una indefensa embajada macedonia, y a la vista de Alejandro los torturó
infamemente, ¿Por qué iba a tratar peor al valiente Batis? La toma de esta
plaza inconquistable aconteció en diciembre del 332 a. C.
Fuentes hebreas cuentan que Alejandro se dirigió a Judea y
Samaria después de la conquista de Gaza. Según Josefo y la tradición talmúdica,
al pie de Jerusalén Alejandro fue recibido por el sumo sacerdote y una multitud
que festejaba la llegada del rey de Macedonia, a quien aclamaban como el héroe
prometido por las sagradas escrituras, y que los liberaría del yugo persa.
Alejandro los trató con su acostumbrado respeto y caballerosidad. Inclusive
honró al sumo sacerdote Jaddua (Jadeo), prosternándose ante él y ofreciendo un
sacrificio al soberano del universo, el Dios único de los judíos. Alejandro
preguntó a los líderes del pueblo elegido la forma de complacerles. “Poder
vivir según las leyes de nuestros padres y estar exentos de impuestos una vez
cada siete años”, lo cual les fue concedido por el noble conquistador,
inclusive a las comunidades hebreas de Babilonia y Media (Antigüedades Judaicas,
XI, 326-339)
Droysen advierte de la gran cantidad de relatos
contradictorios que existen en relación con el paso de Alejandro por Jerusalén.
Paul Faure señala que Plutarco, Quinto Curcio y Polieno guardan silencio en
este punto. (Frente al tema, resulta interesante la alusión que J. I. Lago hace
de este episodio en su web dedicada a la historia del cristianismo) La profecía
judía también se hizo realidad, y fue la más verídica de todas. De ahí el trato
benévolo que la Biblia y la tradición judeocristiana tienen para con Alejandro,
muy diferente de la recibida por sus indignos sucesores, tanto diádocos como
epígonos. Junto con los Macabeos, Roma habría de ajustarles las cuentas.
Una diferencia existente entre la conducta desplegada por
Alejandro y Pompeyo al conquistar Palestina, fue el trato amable del general
macedonio para con el pueblo hebreo, diametralmente diferente de la arrogancia
desplegada por el comandante romano. De hecho, resulta interesante verificar
cómo la buena estrella de Pompeyo empezó a declinar desde la profanación
efectuada por el rival de César en el templo de Jerusalén, mientras que la de
Alejandro jamás decrecería, sino todo lo contrario. El escrupuloso respeto
hacia las creencias ajenas también reporta beneficios en el mundo material. No
hay que olvidar que años más tarde, Herodes, futuro rey de Jerusalén y
posteriormente apodado “Grande” se sentiría enormemente halagado cuando en su
propio idioma un victorioso romano alabara su valor desplegado en batalla, y se
mostrara respetuoso hacia las tradiciones de su pueblo. El nombre de este
romano fue Cayo Julio César.
EL ORÁCULO DE AMÓN
El avance desde Gaza hasta Egipto se demoró siete días, lo
que arroja la impresionante cifra de 32 kilómetros diarios de marcha en pleno
terreno desértico, otra gran proeza lograda por el Magno. Para medir la
grandeza de esta hazaña, hay que tener en cuenta que hay 300 kilómetros desde
Alejandría a Mershah Matruh, a lo largo de la costa desértica, y otro tanto
desde esa costa hasta el oasis de Siwah. Según la tradición, en ese desierto de
fuego el rey Cambises (hijo y heredero de Ciro el Grande) perdió un ejército de
50.000 hombres:
“El viaje a
emprender apenas era soportable para hombres ligeramente armados y poco
numerosos: en la tierra y el cielo el agua se echaba en falta. Tiene por
delante la extensión estéril de las arenas. Cuando el ardor del sol les abraza,
el suelo se vuelve tórrido y quema la planta de los pies. Se eleva un calor
intolerable y no sólo hay que luchar contra la sequedad ardiente del clima,
sino también contra la aridez extrema de la arena, que cediendo bajo el paso
estorba el movimiento de marcha.” (Quinto Curcio, IV, 7, 6-7)
Egipto acogió a Alejandro como a un libertador. Finalmente,
la flota persa fue derrotada desde tierra. Las ciudades fenicias y los reyes de
Chipre pusieron sus naves de guerra a órdenes de Alejandro, y éste les acogió
con regios honores. El rey de Chipre le regaló a Alejandro un inigualable
cinturón forjado en la isla de Rodas, constelado todo de joyas y tan radiante
como el rostro de Atenea. Alejandro lo usaría por el resto de su vida, no sólo
en las ceremonias, sino también en pleno campo de batalla. Debió lucir
majestuoso, haciendo juego con el escudo de Aquiles y el yelmo de plumas
blancas.
El rey macedonio acababa de demostrar que su visión
estratégica era la acertada. La milenaria lucha habida entre griegos y fenicios
por el dominio del Mediterráneo Oriental había llegado a su fin. La paz
impuesta por Alejandro dio inicio a un comercio que determinó una prosperidad
económica sin precedente alguno en aquella región del planeta. Hammond enfatiza
que dicho logro tendría efectos hasta la época del poderío romano y
bizantino.
La comunidad helénica obsequió a Alejandro una corona de
oro por la hazaña recientemente lograda. Y como un misterioso nexo entre
Alejandro y César, el Magno premió a la ciudad de Mitilene por su valiente
oposición a Persia. Mitilene y el valor. Valor que le reportaría la corona
cívica a César y su ascenso a la gloria inmortal. Mitilene, la bendecida de
Alejandro y la que bendijo a César.
Alejandro fue aclamado por los egipcios como faraón, y por
lo tanto como hijo de Ra y predilecto de Amón. El nuevo faraón decidió hacer
algo más que los tradicionales juegos para celebrar sus victorias, y decidió
fundar una nueva ciudad, respecto de la cual aconteció todo tipo de augurios
favorables. La nueva plaza se eligió por haber sido cantada por Homero en su
inmortal Odisea: la isla de Faros, tierra de los perros marinos. El rey,
interpretó magistralmente el texto del viejo poeta, y el terreno fue bautizado
Alejandría, la ciudad de Alejandro. Los planos se trazaron de acuerdo con las
concepciones de Pitágoras. Esta maravillosa metrópoli habría de servir de cuna
a hombres de todas las nacionalidades, y dejaría su propio legado artístico,
científico y cultural a la historia, uniendo al mundo occidental con el lejano
oriente.
El Magno, verdadero visionario, vivió un eterno sueño que
día a día hizo realidad: en esa ocasión, convirtió un terreno pantanoso en el
que se refugiaban todos las serpientes, ratas y forajidos de Egipto en una
ciudad provista de tres puertos que no sólo fue un inmenso emporio comercial,
sino también un centro cosmopolita; Alejandría no sólo fue habitada por
egipcios, griegos, macedonios y persas. También fue poblada por judíos, cuyos
antepasados habían sido expulsados de Egipto durante el reinado de Ramsés, en
la época narrada por el Éxodo. La ciudad de Alejandro logró reunir un millón de
habitantes (cifra récord en la antigüedad) y convertirse en la ciudad más
grande del Mediterráneo. Paul Faure dijo de la ciudad fundada por Alejandro:
“Tomando Alejandría como base, César, Antonio, Octavio, el futuro Augusto,
Germánico, los Antoninos y los Severos, rehicieron el sueño de Alejandro de
someter Asia a su Imperio.”
Pero como hijo de su tiempo, Alejandro también tenía un
viejo anhelo: cumplir una peregrinación, de significado tan sagrado como la
visita a Jerusalén por parte de los cristianos, o La Meca para los musulmanes.
Alejandro deseaba ver el santuario de Amón, emplazado en el oasis de Siwah, tal
y como lo habían hecho sus antepasados Perseo y Heracles. Se trataba de un
santuario más antiguo que el oráculo de Delfos, al que lejanos pueblos enviaban
embajadas para consultar sobre sus destinos. Alejandro no fue la
excepción.
Los dioses propiciaron la peregrinación enviándole a su
favorito lluvias y aves que lo guiaron cuando sus guías se desorientaron.
Alejandro fue recibido por el sumo sacerdote en persona, y calificado de “Hijo
de Ra”, honor que jamás había recibido un mortal hasta ese entonces. Sólo el
rey pudo entrar en el templo. El diálogo habido entre el héroe y el dios quedó
en secreto. Pero las conjeturas de sus contemporáneos indican que Alejandro
indagó por la adecuada venganza de su padre y el éxito de su empresa. Alejandro
se mostró satisfecho con las respuestas del dios. Los macedonios quedaron
profundamente impresionados. Al interior del ejército circularon todo tipo de
rumores: que Zeus-Amón había adoptado a Alejandro como hijo, y que le había
prometido el dominio del mundo; o que se le había informado que la paternidad
del rey era doble, como la del legendario Teseo.
La leyenda de Alejandro comenzó antes de la muerte de este
gran caudillo. Lo realmente acontecido durante la peregrinación a Siwah hace
parte del misterio del fabuloso rey macedonio. Como consuelo, es vivificante
pensar que el joven general salió del milenario templo reconfortado, rodeado
por un aura sobrenatural y considerado por “sus muchachos” como verdadero hijo
de Zeus-Amón. Los soldados del ejército griego empezaron a ver a su rey con
cierto temor reverencial. Los macedonios habían alcanzado el límite de lo
imposible llegando en tres años al extremo oriental del Mediterráneo. Ahora
encontraban la explicación a tantas hazañas y prodigios acontecidos.
Y aún faltarían muchos más por sobrevenir, pues estaba
pendiente liquidar cuentas con Darío. Pero esta, es otra historia.
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