sábado, 23 de diciembre de 2017

Las mocedades de Alejandro:ALEJANDRO Y LA CONQUISTA DEL MEDITERRÁNEO ORIENTAL

 Por Joaquín Acosta 

“Alcé los ojos y miré, y he aquí un carnero que estaba delante del río, y tenía dos cuernos; y aunque los cuernos eran altos uno era más alto que el otro; y el más alto creció después. Vi que el carnero hería con los cuernos al poniente, al norte y al sur, y que ninguna bestia podía parar delante de él, ni había quien escapase de su poder; y hacía conforme a su voluntad y se engrandecía. Mientras yo consideraba esto, he aquí un macho cabrío venía del lado del poniente sobre la faz de toda la tierra, sin tocar tierra; y aquel macho cabrío tenía un cuerno notable entre sus ojos. Y vino hasta el carnero de dos cuernos, que yo había visto en la rivera del río, y corrió contra él con la furia de su fuerza. Y lo vi que llegó junto al carnero, y se levantó contra él y lo hirió, y le quebró sus dos cuernos, y el carnero no tenía fuerzas para pararse delante de él; lo derribó, por tanto, en tierra, y lo pisoteó, y no hubo quien librase al carnero de su poder.
(…)
Y aconteció que mientras yo Daniel consideraba la visión y procuraba comprenderla, he aquí se puso delante de mí uno con apariencia de hombre. Y oí una voz de hombre entre las riveras del Ulai, que gritó y dijo: Gabriel, enséñale a éste la visión. Vino luego cerca de donde yo estaba; y con su venida me asombré, y me postré sobre mi rostro (…)  Y dijo: He aquí yo te enseñaré lo que ha de venir al fin de la ira; porque la visión es para el tiempo del fin. En cuanto al carnero que viste, que tenía dos cuernos, éstos son los reyes de Media y de Persia. El macho cabrío es el rey de Grecia, y el cuerno grande que tenía entre sus ojos es el rey primero.”
(Daniel 8, 3 – 21)
(La Iglesia Católica considera que el versículo 21 del texto citado hace referencia a Alejandro Magno)

“Sólo quien se propone hacer milagros obtiene resultados extraordinarios.”
Leonardo Da Vinci
  
A María del Mar Puente, Arturo González, Pantócrator y J. I. Lago, voces en la distancia que dan fuerzas…
  
En la primavera del año 334 antes del nacimiento de Cristo, en la esquina noroccidental del imperio persa (Helesponto) un joven de 21 años, revestido con su mejor armadura, incrustada de piedras preciosas y tan brillante como si fuera toda de plata, había sido el primer guerrero de un minúsculo ejército proveniente de un país bárbaro, en desembarcar y poner el pie en Asia. Lo primero que hizo fue clavar su lanza en el continente, simbolizando así que aceptaba de los dioses el dominio de aquellas exóticas y exquisitas tierras de leyenda. La solemnidad del momento vibraba en cada uno de los vigorosos músculos de aquel joven y gallardo rey guerrero, quien de esa manera dio inicio a una gesta tan gloriosa como la adelantada por unos antepasados suyos, unos mil años atrás. En efecto, tanto Heracles como Aquiles lucharon victoriosamente contra Troya. Ahora era el turno de aquel joven descendiente de héroes y dioses, quien estaba allí para vengarlos así como a su padre, asesinado por el amo de un imperio extremadamente gigantesco y como jamás había visto el mundo.
La misión tuvo un significado tan sublime como las cruzadas para la cristiandad durante la edad media. El inicio de la expedición consistió en la edificación de doce altares, dedicados a los doce dioses olímpicos junto con los correspondientes sacrificios. Una vez realizados los holocaustos, el joven rey ordenó a su lugarteniente Parmenión que se encargara del transporte de las tropas aliadas hacia la ciudad de Abidos. El resto de soldados siguieron al mismo rey hacia Elea, en donde se ofrendaron expiaciones a la tumba de Protesilao, el primero de los guerreros aqueos en desembarcar en Asia, durante la expedición encaminada a restituir el honor de los helenos frente a los troyanos por el rapto de Helena. En la presente ocasión, los griegos estaban en Asia para liberar a sus hermanos jonios de la dominación persa y vengar a sus dioses ultrajados.
Fue por ello que antes de cualquier acción bélica, el hegemón de estos guerreros depositó una corona de laureles sobre la tumba de Aquiles, mientras que su mejor amigo hizo lo propio sobre el hipogeo de Patroclo; acto seguido, los hetairoi o compañeros del rey corrieron desnudos en torno de la tumba de Aquiles, como era tradición entre los griegos (a efectos de rendir honores al mejor combatiente de la guerra de Troya) ante todo el ejército formado con sus mejores galas.
El nombre del rey que pronto superaría a los héroes a los que estaba rindiendo oblaciones, era Aléxandros, posteriormente bautizado por la historia como “Magno”.
Lejos de haber acabado con sus piadosos sacrificios, el rey y sus macedonios se dirigieron hacia Troya, para rendir los debidos honores a Atenea, expiar al mismo tiempo el sacrilegio cometido por Pirro -el hijo de Aquiles y antepasado del mismo Alejandro- contra Zeus, y aplacar así el espíritu de Príamo. Así mismo, luego de los convenientes rituales, Alejandro se apropió de un maravilloso escudo del que se decía que había pertenecido al mismísimo Aquiles. Fue un gran acierto por parte del rey. Esta sagrada arma, habría de salvarle la vida en más de una ocasión, como el más efectivo de los talismanes.
 Ahora los macedonios contaban con la bendición divina de su empresa. El “Cantar de Alejandro” ya podía comenzar.
  
EL PRINCIPIO DE LA GESTA
Una vez culminadas las ceremonias en Troya, Alejandro se reunió con Parmenión y el grueso de su ejército. Pasó revista a sus tropas y efectuó las correspondientes maniobras de contrainteligencia para engañar al enemigo. Alejandro pudo hacer lo anteriormente narrado con la mayor tranquilidad, porque en ese momento no representaba riesgo alguno para el imperio. Con toda seguridad, el gran Rey pensaba que las tropas macedonias “eran muchos para ser una escolta; demasiado pocos para constituir un ejército” como años después pensarían del romano Lúculo y sus hombres.
Lo anterior se había demostrado debido a que en los últimos meses, los macedonios guiados por el gran Parmenión habían sido rechazados por un mercenario llamado Memnón de Rodas. ¿Porqué iban a cambiar las cosas, ahora que el mando había pasado a un muchachuelo? Su derrota definitiva no era más que cuestión de tiempo, y el rey de reyes no tenía por qué dignarse a dedicarle su valiosa atención a un asunto tan insignificante. Que el mercenario griego se enfrentara al bárbaro macedonio y a su patética partida de bandidos. Hasta la geografía del imperio era propicia a los persas: con zonas de frío intenso y otras de calor asfixiante, parecía que los ardientes desiertos y las escarpadas montañas se hubieran dispuesto a propósito para impedir los movimientos de los bandoleros macedonios.
En todo caso, la decisión del rey Darío de Persia fue acertada. Memnón era un general más que competente, como sus victorias sobre Parmenión lo habían demostrado. Era tan astuto como un  zorro. Recuerda a Sertorio. Con la retorcida mente de un Odiseo, había detenido el avance de los macedonios. Como muestra de su genio, es pertinente mencionar que Memnón estuvo a punto de conquistar la ciudad de Cízico, dotando a sus hombres de gorros macedonios (kausia) al mejor estilo de Aníbal. Como la estratagema le fallara por muy poco, se dedicó a asediar la urbe. Cuando estaba a punto de tomarla, llegó Alejandro. Y el rumbo de la guerra giró ciento ochenta grados.
Memnón era de los generales que estudiaba concienzudamente a su contrincante, averiguando su temperamento, creencias, y cualquier otro detalle que a primera vista parecería chisme de viejas. Con esa información procedía a diseñar su estrategia. Gracias a esta virtud detectó que el factor aprovisionamiento podría ser favorable a los persas, y aconsejó a los respectivos sátrapas o gobernadores del imperio una estrategia de retirada, al mejor estilo de Fabio Máximo contra Aníbal. Los nobles persas consideraban que la insignificancia de las tropas macedonias no ameritaba el sacrificio de sus propiedades, y optaron por entablar batalla decisiva, para acabar de una vez por todas con la teatralidad desplegada por el yauna (bárbaro) occidental, y devolverlo a patadas a su agreste tierra natal.
Las huestes persas adoptaron una ventajosa posición defensiva sobre el río Gránico, desplegando su excelente caballería, combinada con la formidable falange griega, compuesta por mercenarios al servicio del Gran Rey. Hablamos de una elevada posición que no se podía atacar desde ningún flanco, e impedía el avance macedonio hacia el corazón del imperio, una especie de Termópilas Asiáticas. 
El maestro Lago en su especial aclara que las cifras oscilan entre los diferentes historiadores, por lo que los lectores cuentan con un amplio margen para decidir. Las conclusiones de Nicholas Hammond resultan atractivas, y arrojan la cifra de veinte mil jinetes y otros veinte mil infantes, que componían el ejército comandado por Memnón y los Sátrapas occidentales. J. G. Droysen da la misma cifra. En cuanto a los efectivos de Alejandro, el historiador sajón concluye que no todo el ejército se comprometió en la batalla, por lo que sugiere que en el Gránico formaron trece mil infantes y cinco mil jinetes greco macedonios. 
El despliegue táctico efectuado por ambos contendores ya ha sido claramente expuesto en el especial dedicado al tema en esta web, por lo que resultaría improcedente repetirlo. Pero vale la pena agregar que Alejandro con su radiante armadura, era plenamente identificable al frente de su escuadrón de élite, lo determinó que los comandantes persas lo enfrentaran con sus mejores jinetes, en el más clásico estilo homérico. Alejandro se desplazó hacia su derecha, seguido por la crema y nata de la caballería persa, la cual cayó en la emboscada táctica del macedonio, al ubicarse en una posición propicia para que los arqueros macedonios y los agrianos, las tropas favoritas de Alejandro, hicieran de las suyas en el flanco del enemigo. Cuando la élite de las tropas imperiales estuvo en la posición deseada por Alejandro, el comandante macedonio ordenó el ataque de todo su ejército y se entrabó en un furibundo combate cuerpo a cuerpo.
En el primer encuentro, la lanza de Alejandro se quebró, pero su escudero le suministró otra, justo en el momento en que las fuerzas de choque persas, guiadas por el Sátrapa Mitrídates, embestían contra el rey de Macedonia. Alejandro en persona lanceó a Mitrídates y lo derribó de su caballo, pero en ese instante otro Sátrapa, Resaces, atacaba el costado del macedonio destrozando parte del magnífico yelmo del rey con su cimitarra. Como un león acosado por hienas, Alejandro se revolvió e hirió a Resaces en el pecho, dando la oportunidad a otro persa llamado Espitridates de asestarle el golpe de muerte a Alejandro, al ubicarse en la espalda del comandante de los griegos; justo en ese momento, un oficial macedonio llamado Clito le cortó el brazo a Espitridates antes que propinara el tajo fatal al Magno.
Con las muertes de los comandantes persas, la situación de las huestes asiáticas era comprometida. Además, los arqueros macedonios y los agrianos (ilirios) estaban haciendo desastres en el flanco de la caballería persa, al mismo tiempo que los hipaspistas hacían lo suyo en el otro extremo. (Ver gráfica 2 de Gránico, en el especial de J. I. Lago) Pasó lo que tenía que pasar. La caballería persa huyó, y la infantería mercenaria del gran rey, convidada de piedra en esa batalla, tenía sus flancos desprotegidos contra la victoriosa infantería y caballería greco macedonias. Ocurrió lo mismo que en Zama. La magnífica infantería de élite luchó hasta el último hombre, mientras que Memnón lograba huir. La segunda etapa de la batalla fue igualmente apoteósica. La infantería mercenaria persa -compuesta por hoplitas griegos- vendió cara su vida. La montura de Alejandro cayó en el combate contra los infantes de Memnón. Afortunadamente no se trataba de Bucéfalo, sino de otro corcel. Los pocos mercenarios supervivientes fueron tratados como traidores, por tratarse de griegos que combatieron a las órdenes del rey persa. No fueron ejecutados, pero sí esclavizados y remitidos a las minas de Macedonia. Sólo fueron perdonados los tebanos. Tal medida demostró que a Alejandro le dolió la extinción de la ciudad de Epaminondas y Pelópidas.
Luego de finalizar la batalla, Alejandro cuidó personalmente de los heridos, averiguó cómo obtuvieron sus lesiones y alabó su valor. Entre los hetairoi macedonios, fuerza que soportó el mayor peso de la batalla, sólo hubo 25 bajas. Esta cifra se basa en el monumento que el mismo Alejandro encargó al mejor escultor de ese tiempo, su amigo Lisipo. Debió ser magnífico el grupo escultórico que representó a esos 25 centauros enfrentarse al invicto enemigo, rasgando el viento, entonando el himno de batalla, ajenos al temor, al dolor o a la fatiga, y encontrando la muerte con el valor de los héroes, obteniendo la victoria al mismo estilo del Cid Campeador. Lástima que los detractores de Alejandro no tomaran en cuenta este hecho al tildar al macedonio de megalómano. El rey no sólo pensaba en su propia inmortalidad, sino también en la de sus bravos guerreros.
Del resto de tropas macedonias, cayeron sesenta de caballería y treinta de infantería. Esta cifra indica que los caballeros fueron al ejército de Alejandro, lo que centuriones a las legiones de Roma. Estos héroes también recibieron honores, no sólo en los funerales, sino también mediante beneficios tributarios otorgados a sus familias. Hasta los aliados recibieron su parte en las distinciones. Atenas recibió 300 armaduras arrebatadas al enemigo. Demóstenes debió haberse ganado una úlcera al ver la conducta de Alejandro.
  
LAS PRIMERAS CONQUISTAS
La moral de los Sátrapas de Asia Menor se fue al suelo. Hasta hubo un suicidio por parte de uno de estos gobernadores. Alejandro actuó con su acostumbrada velocidad y sagacidad. Y cumplió con lo prometido. Declaró a Troya como ciudad libre y exenta de impuestos, prohibió a sus tropas el saqueo, destituyó a los tiranos y las oligarquías impuestos por los persas y reestableció la democracia en todas las polis griegas que se pasaron a su bando. La decisión de Troya fue todo un golpe de propaganda. Alejandro proclamó a los cuatro vientos que era su manera de dar las gracias a Atenea por su bendición, y a la ciudad por haberle suministrado el escudo sagrado que le salvó la vida en la batalla del Gránico. 
En cuanto a las poblaciones propiamente asiáticas, Alejandro se mostró igualmente magnánimo. Garantizó sepulturas honorables a los oficiales persas que habían estado a punto de matarle, perdonó a ciudades como Zelea, que sirvió de base al ejército persa derrotado, desviándose así del precedente dejado por Parmenión en Grineo, en donde esclavizó a la población bajo cargos de colaboracionismo con Persia. ¿Estamos ante el comienzo del fin de la luna de miel existente entre Alejandro y Parmenión, Antípatro y Aristóteles?   ¿Qué pensaría el viejo león de la conducta del joven rey? ¿Qué le comentaría a sus amigos e hijos? Para mentes normales del siglo XXI es un incuestionable avance que el vencedor sea magnánimo con el derrotado. Pero para los griegos de esa época (salvo unos pocos como Jenofonte) los persas y asiáticos en general no eran más que un hatajo de materia prima para la esclavitud. Lo contrario podría significar traición a la superior raza griega. Alejandro ya estaba en la atenta mira de su maestro y de los veteranos oficiales de Filipo. 
Y es que el propio Alejandro sorprendió al mundo helénico cuando al restaurar las democracias, impartió estrictas órdenes en cuanto a las represalias, prohibiéndolas, para evitar que justos pagaran igual que pecadores, en lo que se denominaba stasis. (Para entender mejor el significado de este vocablo ver el artículo de Paco T publicado en esta misma sección) Como si lo anterior fuera poco, el rey macedonio trató con la misma caballerosidad a las poblaciones asiáticas: al ocupar Sardes (capital de la satrapía de Lidia) mantuvo las leyes ancestrales por las cuales se regía aquella nación, y dispuso que los jóvenes lidios fueran entrenados para que en un futuro se encuadraran en el ejército macedonio. La mentalidad del soberano siempre iba más allá del horizonte. De Sardes Alejandro se dirigió a Éfeso, en donde reiteró su voluntad de restaurar la democracia en las polis Jonias, pero insistiendo en una amnistía hacia las facciones favorables a los persas.  

LA TOMA DE MILETO 
La derrota del Gránico apenas si causó consternación en Susa, maravillosa metrópoli en la que se encontraba el Gran Rey y señor del imperio. La victoria del reyezuelo bárbaro y su partida de bandoleros se debió más a la incompetencia de los generales persas y a la división del mando, que desatendió los planes de Memnón de Rodas, quien en el Gránico fue como Casandra en Troya, es decir, un consejero acertado que fue desoído. En consecuencia, el rey de reyes dispuso que la conducción de la guerra recayera exclusivamente en Memnón, y ordenó a todos los Sátrapas occidentales que obedecieran las instrucciones del estratega heleno como si las impartiera el mismo Darío en persona. Otra medida acertada por parte del señor del imperio, pues mientras Memnón tuvo el mando exclusivo, las fuerzas macedonias comandadas por Parmenión mordieron el polvo. Y ahora lo harían de nuevo. 
Y Memnón ya había forjado sus nuevos planes. Alejandro había logrado su victoria en tierra. Pero Persia seguía invicta en el mar. Y la flota del imperio era formidable, al estar compuesta por los aportes en barcos y marineros procedentes de Egipto, Chipre, Fenicia y toda nación marítima perteneciente al imperio hasta Éfeso. Todos estos pueblos tributaban al gran rey navíos y tripulaciones de primer orden. Y el estratega heleno pensaba sacarle el mayor provecho a esta ventaja sobre la fuerza invasora macedonia. Su gran objetivo era el de llevar la guerra hacia la misma Grecia, en donde esperaba fomentar una nueva rebelión contra Macedonia por parte de Atenienses, Espartanos y demás polis aliadas a ambas potencias helénicas. Esta maniobra desarticularía cualquier logro táctico alcanzado por Alejandro, quien se vería obligado a desistir de sus proyectos de conquista asiáticos. Un gran plan, en realidad. 
Pero el Magno ya había previsto esta posibilidad. Una vez afianzado su dominio sobre Éfeso, (en donde organizó un apoteósico desfile triunfal) el macedonio se dirigió al sur, rumbo a la ciudad de Mileto, y comenzó el asedio sobre esta urbe. La clave estaba en mantener la iniciativa en las operaciones, e impedir así cualquier espacio u oportunidad de dirigir fuerzas persas a Grecia. Pero a los tres días de haber comenzado el sitio, apareció amenazadora la flota imperial, compuesta por 400 trirremes. La flota macedonia contaba con 160, es decir, era prácticamente tres veces inferior. ¿Qué hacer? 
Parmenión era partidario de entablar combate naval. Su principal argumento era el prodigio acontecido recientemente, pues un águila (símbolo de Zeus) fue vista en donde se encontraban los trirremes griegos, lo que significaba que el rey de los dioses apoyaría a la flota de Alejandro y le otorgaría la victoria en el mar. 
La diosa fortuna, tan veleidosa como siempre, hacía de las suyas. Cuantas guerras se han decidido por el mero capricho de esta deidad, cuantos planes geniales se han ido al traste por un arrebato de esta voluble señora… Y Alejandro lo sabía. Pero este formidable guerrero también sabía que la fortuna era conquistable, que concedía sus favores al contrincante más tenaz y astuto, y que le correspondía a él seducirla en perjuicio de su rival, antes que éste hiciera lo propio. El macedonio también sabía que un prodigio o profecía podía interpretarse en más de una forma, y que el menor error le conduciría inexorablemente al fracaso. Así, el joven rey se valió de su cerebro para dar con el significado más conveniente al portento acontecido, y llegó a una conclusión diferente a la expuesta por Parmenión. 
El rey de los macedonios sabía que la flota imperial estaba mejor motivada y entrenada que la de los heterogéneos marineros griegos, y que tanto en la Hélade como en el norte de Macedonia los recientemente pacificados pueblos estaban a la espera del más mínimo revés del ejército greco macedonio para volver a insurreccionarse. Al mismo tiempo, era bien conciente de que el verdadero fuerte de las huestes europeas estaba en su ejército, no en su marina, y terminó considerando que el verdadero significado de que el águila estuviera sobre la playa consistía en que vencería a la flota persa desde tierra. Así las cosas, Alejandro se abstendría de presentar batalla alguna en el mar, y se dedicaría a capturar todas y cada una de las bases de suministro de la marina asiática, para derrotarla por el hambre y mediante el factor aprovisionamiento, privándola así de los imprescindibles alimentos para la tripulación y del resto de pertrechos que habitualmente consume cualquier fuerza naval. 
En otras palabras, el Magno decidió adelantar contra la flota imperial una estrategia inequívocamente “fabiana”. El macedonio volvía a demostrar que era tan flexible y adaptable como el agua, cualidad imprescindible en un general, tal y como lo manifestó el sabio chino Sun -Tzú. Fue esta capacidad de adaptación a cada circunstancia lo que le reportó los éxitos obtenidos, y el sitial de honor alcanzado en la historia, como uno de los genios más grandes que haya impuesto su ley sobre el planeta. 
Así las cosas, la flota imperial vio impotente, como el macedonio despreciaba cualquier tipo de provocación, y declinaba la invitación a entablar batalla naval, mientras se dedicaba a copar el cerco sobre Mileto. La urbe, aislada de cualquier apoyo que le pudieran suministrar los persas, se defendió como pudo. Lo cual significó que esta ciudad cayera en manos del conquistador macedonio con considerables pérdidas. Con todo, Alejandro mantuvo su típico espíritu caballeresco y magnánimo, respetando las leyes de la metrópoli, y hasta perdonando a 300 mercenarios que habían mostrado un valor que rayaba en el fanatismo. Como hombre valeroso que era, el rey guerrero admiraba el valor, y no sólo respetó la vida de estos valientes, sino que los enlistó en su ejército. Durante el sitio, un destacamento del ejército macedonio impidió a la armada persa el desembarco en Micala, dejando a su tripulación en una escasez de suministros tal, que la obligó a retirarse. Rechinando los dientes de impotencia, obligada a presenciar la conquista de Mileto, la fuerza naval persa se replegó hacia la isla de Samos. Mileto, la ciudad más poderosa de la costa occidental del imperio, había caído en manos de Alejandro, ante las narices de la formidable flota imperial. 

EL IMPERIO CONTRAATACA 
Alejandro continuó con su plan de capturar por tierra todas las ciudades que sirvieran de base de suministros a la flota del imperio. El proyecto de Memnón de desembarcar en Grecia se había ido al traste, pues sus propias bases estaban en peligro, y en la Hélade Antípatro ya había sido alertado por Alejandro. Era la propia escuadra persa la que corría un peligro de muerte, pues de no detener al ejército greco macedonio, Memnón y sus hombres quedarían aislados en el mar e irrevocablemente condenados a perecer de sed y hambre. 
Para empeorar la situación de los persas, mientras éstos se cocinaban dentro de sus barcos por el calor del sol, Alejandro encabezaba un gigantesco desfile triunfal desde Mileto, en donde las diferentes ciudades le aclamaban como libertador. Debió ser todo un espectáculo contemplar a este apuesto y gallardo rey con sus rubios rizos ondeantes al viento, sonriente y ataviado con su armadura de plata y su ya legendario escudo mágico, cabalgando sobre su magnífico caballo negro, encabezando el desfile de sus valientes, gigantescos y disciplinados soldados macedonios en medio de una lluvia de pétalos y las aclamaciones de las diferentes poblaciones. Al llegar a Caria, restituyó en el trono de esa Satrapía a la depuesta Ada, quien agradecida le adoptó como hijo, y le colmó de presentes, especialmente de las más exquisitas golosinas.  
El austero Alejandro agradeció los presentes, probó unos cuantos dulces, encuadró en su ejército algunos destacamentos de los valerosos guerreros carios para compensar la guarnición que dejaba en esa nación, y se dispuso a capturar la ciudad de Halicarnaso, trayendo el equipo de asedio con el cual conquistó Mileto. 
Hay un pequeño detalle que merece mencionarse: Memnón se apoderó de Halicarnaso mientras Alejandro se ocupaba de la conquista de Caria. En consecuencia, Memnón esperaba a Alejandro con lo más selecto de sus tropas mercenarias greco persas, y una buena parte de la flota estacionada dentro del puerto. Además, las defensas de la ciudad eran magníficas: un amplio y profundo foso que obstaculizaba la aproximación, un muro de unos dos metros  de espesor, altas torres, almenas, poternas, y una espectacular ciudadela o acrópolis, por lo que en realidad hablamos de dos fortalezas a tomar. Como si lo anterior fuera poco, en Halicarnaso había abundante provisión de proyectiles para catapultas y la plaza se podía abastecer desde el mar, que seguía en indiscutido poder de los persas, por lo que habría que descartar que la plaza se rindiera por hambre. Así mismo, como Memnón no era de los que dejaba nada al azar, contaba dentro de su estado mayor con un desertor macedonio que le suministró valiosa información sobre el ejército de Alejandro. 
El duelo celebrado entre estos dos señores de la guerra merecería todo un tratado al respecto. El sitio se desarrolló con una genial exhibición del arte de la estratagema por parte de ambos contrincantes. Cuando Alejandro instaló su campamento para sitiar Halicarnaso, recibió un mensaje de la cercana ciudad de Mindo, la cual le prometía que se le entregaría si el rey en persona se presentaba por la noche ante sus puertas. Acudiendo al punto convenido, los macedonios fueron engañados. Sospechando que la felona plaza estaba en connivencia con Memnón, Alejandro decidió concentrar sus esfuerzos ante Halicarnaso, oliéndose un artificio por parte del mercenario, y retirando a sus hombres de Mindo para evitar algún tipo de emboscada, admirado ante la astucia de su adversario. 
Lo primero que hizo Alejandro fue tratar de rellenar el foso, para poder aproximar las torres y demás material de asedio. Los macedonios se pudieron acercar a las murallas con seguridad para neutralizar la fosa, gracias a una pared protectora rodante que se construyó previamente, y a que las catapultas y balistas macedonias alejaron a los defensores de las murallas. Una noche, los macedonios fueron arrancados de su sueño al ver que sus centinelas luchaban con el valor de la desesperación, intentando rechazar a los mercenarios de Memnón, que pretendían prender fuego a las torres. La respuesta de Alejandro fue rápida. Tras un combate librado bajo la luz de las antorchas macedonias, los sitiados fueron rechazados sin haber alcanzado su objetivo, y dejando unos ciento setenta cadáveres, entre los que se encontraban algunos desertores macedonios. De esta manera Alejandro averiguó las razones por las cuales Memnón sabía tantos detalles de los sistemas de centinelas del ejército griego. Los macedonios sólo perdieron a 10 hombres, pero quedaron con trescientos heridos, como consecuencia del sorpresivo ataque. 
Los defensores no pudieron prever que los macedonios rellenaran la formidable fosa en poco tiempo, y tampoco lograron neutralizar a los arietes de Alejandro, que rápidamente abrieron una brecha en un sector de la muralla. En el momento en que los soldados macedonios se aproximaron al punto en donde se iba a efectuar el asalto, encontraron desconcertados que los defensores habían construido una segunda muralla en torno a la brecha creada por los sitiadores, flanqueada por dos torres más altas que las de los macedonios, en cuya cima Memnón ubicó unas catapultas de tal manera, que estas máquinas de guerra alcanzaban fácilmente a los soldados parapetados en las torres de asalto macedonias. Ante el desconcierto de los soldados del Magno, Memnón sonreía, satisfecho de sí mismo y del genio marcial desplegado por este gran condotiero. 
Alejandro, con el ceño fruncido, decidió comandar personalmente un segundo ataque sobre la brecha obstaculizada por la nueva muralla y las dos torres. La fuerza asaltante macedonia aclamó a su rey con su ancestral grito de guerra, mientras entrechocaban sus armas en un fragor aterrorizante. Como era costumbre, el joven general se ubicó a la cabeza de la columna de asalto. La falange macedonia avanzó con una disciplina que sólo sería igualada por las legiones romanas. 
El avance de la falange era desesperantemente silencioso y uniforme, con paso cadenciado; sólo resonaba el claveteo de las botas macedonias, rítmico e intimidante. Cuando la falange se encontraba a pocos pasos de la hueste enemiga, rompía bruscamente su silencio, elevaba estridentemente su grito de guerra y se lanzaba contra el enemigo con un orden tan impecable, que la formación se mantenía y golpeaba al ejército contrario con la contundencia propia de un cincel que se clava sobre la roca, impulsado por el martillo. 
Pero los macedonios se enfrentaban a otra falange, igualmente disciplinada y comandada por un capitán valiente y astuto. El ruido del choque de ambas fuerzas debió ser terrible, como cuando dos toros de lidia se embisten mutuamente, pero multiplicado por diez mil. Memnón reaccionó con toda la fuerza de sus defensores, efectuando dos salidas perfectamente coordinadas, una de ellas comandada por el ateniense Efialtes, mientras que la otra salió por la puerta menos vigilada por los macedonios, en un magistral movimiento de tenaza que estuvo a punto de rechazar por segunda vez al ejército de Alejandro. Pero para desgracia de Memnón, al otro lado de la muralla se encontraba uno de los tácticos más formidables que haya visto la humanidad. Así mismo, las balistas y catapultas greco macedonias, diseñadas por Diadés y Carias, discípulos de Polido (jefe de ingenieros de Filipo) eran capaces de disparar piedras gigantescas y flechas del tamaño de una jabalina, con un alcance increíble, por lo que neutralizaron las catapultas de Memnón pese a estar éstas en lugares más elevados. Efialtes combatió con el valor de un león, y sus hombres se aproximaron amenazadoramente a las máquinas macedonias. Tolomeo fue gravemente herido al tratar de defender las torres de Alejandro, así como el comandante de los hipaspistas Adaios y el jefe de los arqueros Clearco. El valiente Efialtes estaba a un paso de alcanzar su objetivo. Pero un contundente contraataque del rey macedonio, apoyado por las tropas ubicadas en las torres de asedio griegas, logró rechazar la arremetida enemiga. El magno había destacado una reserva que esperó impasible y como ajena a la batalla, hasta que las trompetas le dieron la orden de atacar el flanco de los destacamentos del enemigo que trataban de envolver la falange de Alejandro. Los defensores de Halicarnaso fueron rechazados con un gran número de bajas (Droysen habla de más de mil) y el propio Efialtes terminó encontrando la muerte. 
Con todo, Alejandro dio la orden de cesar la persecución a sus macedonios, pues como hombre de guerra que era, sabía que si permitía a sus soldados que tomaran la plaza en medio de la euforia de la victoria, la orgía de sangre que esperaba a los ciudadanos de Halicarnaso hubiera arrasado con la ciudad, de manera análoga a como aconteció con Tebas. Y Alejandro no era ningún carnicero. 
Al final de la batalla, era Memnón quien tenía el ceño fruncido. Sus fuerzas estaban tan golpeadas, que no podrían resistir otro asalto del macedonio. En consecuencia, esa misma noche  incendió algunas máquinas de guerra que no podía transportar, y replegó sus tropas a la ciudadela o acrópolis de Halicarnaso, ubicada en un islote vecino a la ciudad. Al día siguiente, Alejandro entró en la metrópoli sitiada. Fiel a su espíritu caballeresco, respetó a la población civil. Al ver a Memnón y lo que quedaba de sus hombres encerrados en la ciudadela, el joven general debió sonreír, viendo lo que sólo los genios podían ver: a un almirante sin flota, y a una otrora poderosa flota sin almirante. Que Memnón se desgastara defendiendo aquel islote. Los macedonios irían directamente contra las bases del poderío naval persa. Alejandro decidió seguir adelante con la estrategia planeada, al ver los resultados que estaba obteniendo.  

LA CONQUISTA DE LICIA Y PANFILIA    
Las golpizas sufridas por el gran Memnón, impartidas por el muchachuelo y su banda de forajidos, alcanzaron a llamar la atención del mismísimo Darío. En el otoño del 334 antes de Cristo, el servicio de espionaje macedonio informó a Alejandro que el imperio estaba reuniendo un ejército tan grande como jamás había visto el mundo hasta entonces, en donde todas las provincias, desde Egipto hasta la Bactriana (límite occidental de la India) recibieron la orden de su amo y señor de aportar numerosos contingentes. La hora de la verdad se aproximaba. 
Y el Magno se dedicó a culminar su objetivo de capturar todas las ciudades costeras mediterráneas antes de que el gran rey reuniera al nuevo ejército imperial. Sin embargo, la ruta deseada por Alejandro le generaba un nuevo inconveniente: el sur de Asia Menor es esencialmente montañoso, es decir, territorio desfavorable a su falange y caballería, el 80% de los efectivos del ejército macedonio. Y las poblaciones de aquella zona eran altamente belicosas, y obviamente contarían con la ventaja de conocer absolutamente aquel teatro de operaciones. Pero nada de esto desalentó al macedonio. Simplemente, le sirvió de acicate para exhibir nuevamente su supremo genio marcial.  
Después de la conquista de Halicarnaso, el Magno recompensó a sus soldados casados, confiriéndoles permiso para que pasaran el invierno en Macedonia junto a sus mujeres. Esta hábil medida no sólo aumentó su popularidad entre el ejército, sino que le sirvió de propaganda para que un gran número de voluntarios griegos se alistara, compensando así la disminución de combatientes generada por las guarniciones destacadas en las ciudades conquistadas. La generosidad también rinde frutos en el ámbito político y estratégico. 
Igualmente, el Magno decidió dividir a su ejército. Como iba a conquistar una zona montañosa, dejó su caballería en las generosas llanuras limítrofes de Anatolia, bajo el mando de Parmenión. Y Alejandro se adentró con su infantería en las montañas de Licia (no confundir con Lidia) nación de magníficos guerreros. Las ciudades que no se rindieron fueron tomadas al asalto, siempre encabezado por el rey en persona. Si en Macedonia se confiriera la corona muralis, Alejandro tendría el monopolio de esta distinción. 
Igualmente, Alejandro adoptó las medidas pertinentes para que los jóvenes licios fueran adiestrados en las artes guerreras macedonias. Una vez conquistada la Licia, el ejército macedonio se dispuso a invadir Panfilia. 
La estrategia desplegada para invadir esta satrapía fue sencillamente genial. Alejandro   decidió invadir esta zona mediante un gigantesco movimiento de tenaza, dividiendo sus fuerzas en dos columnas, en donde una se adentraría por la ruta montañosa, mientras que la segunda seguiría por la franja costera, supremamente escarpada y conformada por acantilados. Como este era el camino más peligroso, sería el recorrido por el Magno en persona. Aunque el riesgo era alto, bien valía la pena seguir este camino, por significar un buen atajo y ser la ruta menos esperada por las fuerzas defensoras.  
De cualquier manera, el mar había invadido el sendero del litoral, amenazando a la columna de marcha macedonia tan inequívocamente, que los supersticiosos soldados de Alejandro empezaron a ver este fenómeno natural como un mal augurio. Era intimidante ver como el camino costero finalmente desaparecía en el mar, mientras la tierra se elevaba verticalmente, dejando como única ruta un sendero de rocas resbaladizas. Las turbulentas olas, al chocar furiosamente contra las rocas, anunciaban que barrerían a la imprudente criatura que transitara ese terreno. Los nativos de esa región decían que el dios Océano hacía que las aguas subieran tempestuosamente por entre las rocas y que así destruía a los hombres, a menos que el destino los protegiese. Pese a todo, Alejandro se atrevió. El rey macedonio sabía que cuando se aprovechan debidamente determinados conocimientos, se obtiene el favor de los dioses. 
La forma en que Alejandro superó las montañas y los acantilados sin la pérdida de un solo hombre, fue construyendo un paso análogo a la “escalera” con la que atravesó el monte Osa, en Tesalia (sobre esta hazaña ver mi artículo “Las Campañas de Alejandro en Europa”) Con todo, el camino de la costa no dejaba de representar un gran riesgo, pues el mar había inundado aquel sendero. En algunos sitios el agua llegaba hasta la cintura, pero la tranquilidad del rey, que sabía el verdadero significado de la palabra imposible, hizo parecer que las penalidades afrontadas eran un juego de niños. Para neutralizar el peligro de las olas, los magníficos agrianos plantaron palos en las hendiduras de las rocas, y ataron cuerdas a las cuales aferrarse al momento de la marejada. Finalmente, Alejandro logró abrirse paso a través de la “Escalera de Panfilia”.  
En todo caso, también el viento del norte había facilitado la hazaña, pues el joven comandante aprovechó que las corrientes provinieran del lado del continente, disminuyendo así la intensidad del oleaje. Fue por todos estos factores que la columna macedonia pudo cruzar con sus armas esos riscos. El historiador de la alianza griega, Calístenes, registró que el mar se doblegó ante Alejandro. La creencia de que los dioses protegían al rey de Macedonia alentaba enormemente a los guerreros macedonios y griegos. Y la conquista de Panfilia hubiera sido análoga a la de Tesalia (sin el derramamiento de una sola gota de sangre) de no ser por que la ciudad de Aspendo se decidió a desafiar al ejército macedonio alistándose para el asedio. Como esta ciudad era una base ideal para la fuerza naval del imperio, Alejandro debía ocuparla. El problema era que el cruce de los acantilados panfilios se efectuó sin el equipo de asedio. La diosa fortuna puso a prueba a su favorito. Y el gran general la superó con creces. 
El macedonio entabló negociaciones con la renuente ciudad. Reconoció que no tenía su equipo de asedio consigo. Pero recordó a los de Aspendo que estaba en condiciones de traerlo, aunque se demorase un poco más. Y que dicha demora la pagaría la misma ciudad con creces. Adicionalmente recordó la suerte que habían tenido todas las ciudades que se habían resistido a los macedonios. Con mucha sensatez, Aspendo optó por rendirse ante Alejandro. ¿Qué golpe de suerte tan grande, verdad? Pero en algo influyó el impresionante palmarés de conquistas de ciudades con el que contaba el Magno. Y la suerte sufrida por la traicionera Tebas. Y la victoria del Gránico. Y la derrota de Memnón. La diosa fortuna sabe cuando y a quien conceder sus favores. Después de todo, la genial marcha de sus columnas sí logró la conquista de esta satrapía sin el menor derramamiento de sangre. 
Tras la rendición de Aspendo, el servicio secreto macedonio alertó a su rey de un nuevo complot organizado en su contra: en poder de Parmenión se encontraba preso un agente persa llamado Sisines, quien al momento de su captura portaba una carta remitida por el mismísimo Darío, dirigida a un noble macedonio también llamado Alejandro y apodado el Lincesta, al cual le proponía el asesinato del hijo de Filipo, a cambio del respaldo persa para que el propio Lincesta ascendiera al trono de Macedonia, y mil talentos de oro por los servicios que prestaría al felón Darío. Este “Lincesta” pertenecía a la familia real macedonia, y Alejandro sospechaba que había participado en el asesinato de Filipo. El Magno lo acusó de traición ante la asamblea de macedonios libres, pero como ésta lo exonerara de los cargos, el joven rey acató el veredicto, respetando las leyes ancestrales de su pueblo. Al enterarse de estos acontecimientos, Alejandro ordenó a Parmenión que arrestara inmediatamente al “Lincesta”. Este episodio evidencia la responsabilidad del trono persa en el asesinato de Filipo, y lo acertado de las acusaciones de Alejandro. Y también demuestra la inocencia del macedonio. Qué lástima que los detractores del Magno olviden este pequeño detalle.

LA SOLUCIÓN AL ENIGMA DEL NUDO GORDIANO 
Como Alejandro no era de los que se intimidaba por las intrigas, más bien al contrario, sus maniobras bélicas se redoblaron pese a estar ya avanzado el invierno. Y se dispuso a conquistar Frigia y Pisidia. El rey macedonio se puso al frente de sus mejores infantes y se adentró en las nevadas mesetas. Los griegos pensaron que era una empresa muy arriesgada adelantar una campaña en pleno invierno. Las tribus que habitaban estas montañas heladas, quedaron desconcertadas al ver aparecer en sus inaccesibles territorios las disciplinadas columnas de un ejército que ascendía los collados en un clima tan riguroso. Alejandro conocía perfectamente a sus macedonios, agrianos y tracios, montañeses que por lo tanto estaban en su terreno, y este genial estratega sabía que los belicosos guerreros de aquellas alturas eran más vulnerables en invierno, debido a que la nieve les impediría retirarse a las cumbres. El ejército macedonio terminó imponiendo su ley. De los magníficos guerreros frigios y pisidas, Alejandro reclutó un importante contingente de voluntarios. Con estas hazañas el Hegemón de la alianza helénica cumplía su primer año de guerra en Asia. En un año había logrado el sueño de su padre. Ahora faltaba vengarlo.  
Estos milagros no sólo se debían al genio táctico del joven rey, sino también a su dominio de la estrategia, poliorcética y logística, pues gracias al magistral empleo de esta ciencia, Alejandro había neutralizado la flota imperial persa, y había evitado su desembarco en Grecia, solucionando al mismo tiempo las necesidades de abastecimiento para su propio ejército y garantizando el orden en los nuevos territorios conquistados, sin menguar excesivamente sus propios efectivos, los cuales disminuían a medida que el Magno destacaba guarniciones en cada plaza capturada. 
Para celebrar su primer aniversario de victorias, Alejandro efectuó un golpe de propaganda que le reportaría otro motivo de gloria más. En la ciudad de Gordio había un carro que el rey Midas -el mismo que convertía en oro todo lo que tocaba- había consagrado a Zeus. En torno a esta leyenda surgió una profecía: el hombre que lograra desatar el nudo que unía el carro a su eje, se convertiría en el señor de Asia. Nadie lo había logrado. Era como sacar la espada excálibur de la piedra, y convertirse así en señor de Britania. Pero en este caso se trataba del dominio del mundo. Y obviamente, Alejandro iba a lograrlo. 
En el mes de abril del año 333 antes de Cristo, el rey de los macedonios se atavió con su mejor armadura, y a lomos del magnífico Bucéfalo, embrazando el escudo mágico que había pertenecido a Aquiles y seguido por todo el ejército, se dirigió al templo en donde estaba el carro de Midas. Era un momento decisivo. Ese mismo día se sabría si el hado, el destino, era que la expedición macedonia triunfara o no. Alejandro entró con paso seguro al santuario, seguido por sus hetairos o compañeros, y los soldados que alcanzaron a entrar en el recinto. El calor reinante debió ser insufrible. Todos los ojos se depositaron en el joven monarca que se enfrentaba a su destino, con el mismo valor que los héroes de leyenda. Una vez encarado con el enigma de la profecía, el rey favorecido por los dioses debió sorprender a todos los que expectantes, le seguían con la mirada: luego de estudiar el nudo, y verificar que efectivamente era ciego, el Magno, con la misma astucia con la que domó a Bucéfalo, desenvainó su espada, la levantó, y ante millares de guerreros que contenían el aliento, descargó un feroz golpe sobre el yugo del carro consagrado a Zeus. El siguiente sonido que debió oírse en el templo, fue el golpe de la soga al chocar contra el suelo. El nudo había sido deshecho. El enigma se había resuelto. 
Los muros del santuario debieron haber temblado ante los vítores de los soldados que asistieron a la verificación de este nuevo prodigio, mientras que su rey levantaba en alto su espada, y con su otra mano mostraba a todos la realización de su hazaña, los despojos del otrora nudo gordiano. La conquista de Asia era un hecho. El respaldo de los dioses se verificaba una vez más. Alejandro era un protegido de Zeus, Atenea y Heracles, y del resto del panteón helénico. La victoria estaba garantizada. 
En cuanto a Memnón y el destino de  lo que quedaba de la flota imperial, éste fue más bien trágico. La toma de Halicarnaso significó el que Memnón perdiera la iniciativa en el mar. Para dar el golpe de gracia, Alejandro ordenó a la flota griega que ocupara el Helesponto. El aislamiento de la fuerza naval persa se consumó en el Egeo. Lejos de darse por rendido, el mercenario del gran rey, en un último estertor de agonía, ordenó a las islas que le suministraran los hombres que había perdido en su duelo contra Alejandro, y los imprescindibles víveres. Desgraciadamente para Memnón, muchas de estas islas llevaban generaciones siendo independientes de facto en relación con el imperio. Preferían mantenerse neutrales en la guerra, y algunas hasta proclamaron su adhesión a Alejandro, como fue el caso de  la ciudad de Mitilene. Memnón se vio en la obligación de capturar algunas de estas rebeldes plazas para evitar que su diezmada flota y él mismo perecieran de sed. Quizás como consecuencia de las privaciones y carencias del abastecimiento, el gran Memnón murió en junio del 333. Se verificaba así que la profecía empezaba a cumplirse. 
Alejandro siguió con sus proyectadas conquistas. El primer foco de resistencia de Anatolia había ocupado una garganta de difícil acceso, bien defendida: las famosísimas Puertas de Cilicia, tan estrechas que sólo permitían el paso de un carro a la vez, y que constituía una poterna creada por los dioses tutelares asiáticos para proteger una llanura del color de la sangre, cuyo límite se perdía entre brumas y selvas tropicales. Alejandro acampó para dar la impresión de que no atacaría en el acto. Y los defensores mordieron el anzuelo, bajando la guardia. Al anochecer, Alejandro dejó al grueso de sus fuerzas en el campamento, para mantener incauto al enemigo, y con sus tropas ligeras atacó el lugar. Cuando los confiados defensores divisaron en medio de la oscuridad de la noche a un demonio occidental, del cual sólo se podía ver las blancas plumas del penacho de su yelmo, en medio del aterrador grito de guerra de la fuerza de asalto macedonia, debieron sentir una punzada de terror en sus intestinos. Los defensores de las Puertas Cilicias abandonaron intempestivamente sus puestos. Al fin y al cabo, el gran rey ya se acercaba con sus incontables huestes, por lo que la aniquilación de las hordas invasoras era inminente. ¿A cuento de qué sacrificar la vida?  
Esta victoria le permitió al rey de Macedonia avanzar en la satrapía de las llanuras rojas, cuyo color motivó que los macedonios creyeran que era una de las entradas al Hades, al mundo de ultratumba, en donde reinaban extraños dioses: Baal, ante el cual se quemaban niños; Así mismo, se decía que durante las noches volaban serafines, mientras que el Gran Dios Cronos velaba eternamente; sobre el mar había una ciudad inconquistable, Tiro, construida por los fenicios sobre las aguas, encima de columnas de piedra, y en donde se adoraban rocas metálicas caídas desde los cielos y tan negras como la noche. También había otra ciudad mágica llamada Jerusalén, de la que se decía que tapaba un camino que conducía al centro de la tierra, y que estaba protegida por gigantescos muros que se elevaban sobre un mar interior donde las plantas eran venenosas, la tierra salada y también había piedras caídas del cielo. 
Como si tales leyendas fueran insuficientes para inquietar el ánimo de los soldados, al abandonar las Puertas Cilicias entraron en una zona de calor infernal, en donde había una roca amarilla sobre la cual había una inscripción en caracteres extraños. Temerosos, los griegos quisieron averiguar su significado. Los nativos indicaron que el idioma era asirio. El texto decía: 
“Sardanápalo… construyó en un solo día la ciudad de Tarso. Pero tú, extranjero, come, bebe, y yace con mujeres, pues eso es lo que hay de mejor en la vida humana.” 
Al conocer la traducción, los hombres estallaron en sonoras carcajadas. Pronto se enteraron que otro pueblo guerrero, los Sagalasios, les esperaban en una colina. 
Alejandro contaba con unos 7.500 hoplitas, apoyados por tropas ligeras. En la batalla murieron unos 500 asiáticos y el resto huyó, abandonando así la capital de Anatolia, la cual fue ocupada rápidamente por los griegos. Alejandro perdió unos veinte hombres. Antes de que su victoria se “enfriara”, ocupó lo que faltaba de la Frigia. El respectivo sátrapa había huido en cuanto Parmenión se aproximó con la caballería macedonia. Alejandro designó a Antígono el tuerto (el padre de Demetrio Poliorcetes) como gobernador de Frigia, y se reunió con Parmenión y su caballería, así como con los macedonios que habían pasado el invierno en Grecia, y los nuevos voluntarios recientemente reclutados.  

EL DUELO DE LOS REYES 
Los cuatro meses siguientes al prodigio efectuado por Alejandro en Gordio, consistieron en el avance del ejército macedonio hasta el Mar Negro. La alianza helénica había igualado la hazaña de Jasón y los Argonautas. Con lo conquistado hasta ese momento, los macedonios habían logrado una gesta digna de convertirse en leyenda. Pero Alejandro no se detendría. No sólo quería igualar a los héroes que reverenciaba, sino también superarlos. Y la mesnada macedonia ocupó la Cilicia, dispuesta a enfrentar al colosal ejército reunido por Darío. 
Tras finiquitar la conquista de Cilicia, Alejandro se aprestó para la tan anhelada batalla contra el mismísimo gran rey. La hora de la verdad había llegado. Como era su estilo, antes del choque el ejército macedonio celebró juegos en honor de sus  dioses, agradeciéndoles los éxitos obtenidos, e invocando nuevamente su respaldo. El servicio de espionaje de Alejandro le informó que las tropas imperiales estaban acampando en Soches (Siria), una gigantesca llanura que permitiría cómodamente las temibles maniobras envolventes del cuasi infinito ejército imperial. El joven rey se mostró satisfecho. Todo iba conforme a sus planes. El ejército macedonio se interponía entre las tropas de Darío y los restos de la maltrecha flota imperial. 
Como todo iba viento en popa, el Magno partió de Tarso (en donde un par de siglos después nacería el apóstol Pablo) y se dirigió a la ciudad de Issos, en donde  dejó sus pertrechos y soldados enfermos y heridos, para continuar su avance hacia Soches y enfrentarse así con Darío. Cuando estaba a medio camino, en la ciudad de Miriandro, unas tormentas detuvieron su avance. Al día siguiente, cuando se aprestaba para continuar su marcha hacia Soches, sus informadores le notificaron que el ejército imperial se encontraba en la retaguardia de las fuerzas macedonias, de tal manera que los generales de Darío habían interceptado la ruta de suministros de Alejandro, y al mismo tiempo, la hueste imperial se encontraba en condiciones de reunirse con la flota persa. El Magno no lo podía creer. Envió a unos compañeros para verificar la veracidad de los nefastos informes. Y efectivamente, éstos eran fidedignos. Parecía que la diosa fortuna se había cansado de conferir sus favores a la alianza de las naciones helénicas. 
Tal y como se le había indicado a Alejandro inicialmente, Darío había acampado en Soches, un terreno llano y favorable a sus inmensas huestes, especialmente para la magnífica caballería asiática. Pero como el imperio también contaba con un soberbio servicio de espionaje, el estado mayor persa -que igualmente contaba con desertores macedonios- se enteró de las disposiciones de Alejandro, y de sus dificultades para avanzar por el mal tiempo. Por lo tanto, el ejército de Darío tomó un camino ubicado más al norte de la ruta seguida por Alejandro, y alcanzó la base macedonia de Issos. Una vez ocupada la plaza, Darío mutiló y luego masacró a los heridos macedonios, y seguidamente ocupó una posición defensiva. Si las inmensas tropas imperiales mantenían su posición, lograrían que el ejército de Alejandro pereciera de hambre, pues como se dijo anteriormente, su línea de suministros había sido interceptada, al haberse tomado la ciudad de Issos, en donde se habían depositado los víveres para los soldados macedonios. 
Mucho se ha hablado acerca de la ineptitud militar de las huestes guerreras persas, y de la incompetencia de Darío. Ciertamente que este amo del imperio no fue un genio militar, pero tuvo la virtud de elegir subalternos competentes, que adoptaron medidas acertadas, lo que demostró habilidad en el mando. La agilidad con la que la colosal hueste persa se interpuso entre el ejército macedonio y su base de suministros, refleja la habilidad militar del estado mayor de las tropas imperiales, y la capacidad de los soldados para cumplir cabalmente las órdenes impartidas. Los oficiales de Darío en Issos tuvieron la misma suerte que generales competentes como Labieno y Pompeyo, sufrirían en Farsalia: planes habilidosamente elaborados de acuerdo a los principios bélicos de ese momento, se desmoronarían como un castillo de naipes al enfrentarse a los más grandes señores de la guerra, maestros consumados en el arte de convertir la principal fortaleza del enemigo en su mayor desgracia. De nada sirve elaborar un ingenioso plan que funciona sobre el papel cuando se enfrenta al mayor amo de la táctica que el mundo hubiera visto. 
Con todo, la hábil maniobra persa generó un impacto contundente en la moral de los soldados greco macedonios. Recordaron sus burlas ante la inscripción de Sardanápalo en Tarsos, y ahora entendían que los dioses reinantes en Asia, como venganza hacia la insolencia de los griegos, habían enviado la tormenta que determinó la ventaja para las colosales huestes imperiales. Estaban condenados a perecer en la tierra de las infernales deidades orientales. Pero Alejandro no se iba a dejar vencer por las divinidades bárbaras. Arengó a sus soldados, los alabó, bromeó con ellos y los reconfortó. Su inconmensurable confianza contagió a sus guerreros, y así renació en ellos la esperanza. Les recordó que el terreno en que estaban los persas era estrecho,  y que así cubriría los flancos de los macedonios, impidiendo que éstos fueran rodeados. Evocó las hazañas realizadas, su condición de hombres libres, e invictos además; En suma, les hizo ver que este aparente desastre era su mayor oportunidad de vencer como jamás ejército alguno había vencido, lo que les reportaría la gloria inmortal. 
La maniobra efectuada por los asesores de Darío era una buena decisión, en la medida en que se ejecutara correctamente. Para desgracia de los persas, esto no ocurrió así. La superioridad material del ejército del imperio volvió a sus oficiales excesivamente confiados, y nada hicieron para impedir la aproximación de los soldados greco macedonios. En defensa del mando persa, hay que reconocer que en ese momento nadie apostaba por la victoria macedonia, salvo el propio Alejandro y sus leales. Además, los persas habían “garantizado” la derrota de Alejandro, al haber destacado un contingente en la estribación de la montaña, que desbordó el flanco derecho de los macedonios. Así las cosas, ni el terreno impediría que los yauna fueran rodeados.  
La batalla propiamente dicha ya se ha expuesto en esta web. Hammond considera que Alejandro tenía a su disposición en Issos 5.300 jinetes y 26.000 infantes. Harold Lamb habla de un total de 27.500 efectivos. La primera maniobra del general macedonio, fue desplegar un feroz ataque contra el contingente persa destacado a la derecha de los griegos, neutralizándolo con la élite de sus tropas ligeras, y aislándolo del grueso del ejército persa. Todo el despliegue táctico descrito en el respectivo especial, condujo a que Alejandro y sus tropas de élite se enfrentaran “de poder a poder” a Darío y su formidable guardia de élite, los legendarios “Inmortales”, de manera análoga a como aconteció en Gránico, o en Leuctra y Mantinea, entre la hueste sagrada tebana y los espartiatas lacedemonios. El gran caudillo macedonio dirigió un ataque en cuña contra el flanco derecho de los persas, que él mismo rebasó mediante hábiles maniobras que burlaron a los generales de Darío, que hasta el último momento pensaron que el rodeado era el propio Alejandro. Una verdadera pieza maestra de la táctica, emulada por Aníbal, Escipión y César, entre otros generales posteriores. 
Hubo un momento en esta batalla, en que los dos reyes se encontraron de frente. El señor del imperio se acobardó en cuanto vio a Alejandro a lomos de Bucéfalo, abriéndose paso hasta donde se hallaba el mismísimo gran rey a golpes de lanza. Quinto Curcio Rufo cuenta que en Issos, Darío pudo salvarse porque delante del carro real, enfrentando a los macedonios encabezados por el propio Alejandro, se plantó su hermano Oxatres, “espantoso debido a su tamaño”, logrando así detener el avance de los griegos. Sólo Alejandro se enfrentó al gigantesco persa. El encuentro entre estos dos temibles guerreros debió ser tan magnífico como el duelo habido entre Aquiles y Héctor. En lo más reñido del combate, una flecha procedente de las filas persas acertó a Alejandro en un muslo.   Se ha conjeturado que la saeta pudo haber sido disparada por el propio Darío, que fue un excelente arquero. Como verdadero macedonio, el Magno hizo caso omiso del punzante dolor y redobló sus golpes contra el hercúleo Oxatres; como éste viera que su derrota era inminente, pues la guardia persa se batía en retirada mientras que los macedonios ganaban terreno, al tiempo que se enfrentaba a un demonio inmune a cualquier herida, el imponente hermano de Darío se unió a la fuga de las tropas de élite persas, de las cuales era el propio Oxatres su comandante. 
Como J. I. Lago lo indicó en su trabajo, la huída de Darío no decidió la batalla. En el lado de la costa, la formidable caballería asiática -comandada por el gran Nabarzanes- estaba derrotando a Parmenión. Genialmente -como verdadero señor de la táctica- el Magno se abstuvo de perseguir a Darío en cuanto éste emprendió su huída. Sólo cuando el rey macedonio y sus hetairos apoyaron a Parmenión, las huestes persas de esa ala emprendieron la fuga. Una vez que Alejandro ejecutó magistralmente las maniobras que decidieron la batalla, y aseguró la victoria, se dedicó sin tomar descanso alguno a intentar la captura del gran rey. Pero como el día ya estaba bien avanzado, el soberano macedonio, pese a estar herido, llevaba cabalgando 37 kilómetros en una implacable persecución contra Darío, cuando cayó la noche. El comandante de los griegos decidió volver al escenario de su magistral victoria. Sus jinetes, al borde del agotamiento por ejecutar una tormentosa cabalgata luego de haber librado una pesadísima batalla sin haber disfrutado de reposo, pero impulsados por el ejemplo de su rey, que seguía tan fresco como si acabara de levantarse no obstante estar lesionado, sólo podían entender que su joven adalid era de hierro, lo que explicaba su invencibilidad. También hay que tener en cuenta su supremo genio táctico. 
Al volver de la persecución, Alejandro y sus exhaustos jinetes, cubiertos de sangre, sudor y polvo, se dirigieron a la tienda imperial, quedando asombrados ante la exhibición de lujo del majestuoso pabellón del monarca persa: 
“Cuando vio los cuencos, los cántaros, las bañeras y los frascos de perfume, todo en oro superiormente cincelado, y la sala divinamente embalsamada con perfumes y ungüentos, cuando al llegar a la tienda, admirable por su altura y anchura, vio el lujo de los divanes, las mesas y los manjares, se volvió hacia sus compañeros y les dijo: ‘En esto consiste, según parece, el reinar.’” (Plutarco, Vida, XX, 13) 
La derrota del imperio fue absoluta. Sin embargo, hay que mostrarse escéptico ante las cifras suministradas por Calístenes. Quizás lo acertado sea entender que en la batalla de Issos perecieron 110.000 efectivos, entre mercenarios griegos al servicio del imperio y soldados asiáticos. Gracias a la asombrosa rapidez del ataque, las pérdidas para Alejandro fueron insignificantes (300 infantes y 150 jinetes) y la victoria rotunda. La parte del ejército imperial que no fue masacrada huyó a la desbandada. Issos es un hito dentro de las obras maestras de la táctica. 

LA CONSOLIDACIÓN DEL DOMINIO OCCIDENTAL DEL IMPERIO 
Después de esta aplastante victoria, lo más obvio sería perseguir implacablemente a Darío, impedir que reuniera otro ejército, y garantizar prácticamente el desmoronamiento del imperio. Cualquier manual militar de esa época -y algunos de la actualidad- le daría la razón a esta propuesta. 
Pero tal planteamiento ignora muchas realidades a tener en cuenta: Alejandro había ganado una batalla, pero en manera alguna la guerra. La captura efectiva de Darío no significaría la caída del imperio, pues a rey muerto rey puesto. Y Persia todavía contaba con infinitos contingentes de tropas de primer orden para hacer frente a las fuerzas invasoras occidentales. Si Alejandro se hubiera internado en Asia bajo las condiciones existentes al momento de vencer en Issos, el rey que sucediera a Darío podría ordenarle a las provincias de Fenicia, Chipre y Egipto que reunieran una nueva y colosal escuadra de navíos de guerra, y ejecutaran el plan concebido por Memnón de desembarcar en Grecia y fomentar una rebelión en el corazón de los dominios de Alejandro. 
Las batallas sólo son la punta del iceberg de las guerras. Alejandro lo sabía perfectamente. Cuando un enemigo tiene superioridad material aplastante, unas pocas batallas no deciden la victoria. Se debe entonces minar uno a uno los pilares del poder del enemigo para estar en condiciones de asestar el golpe mortal. Por esto, Alejandro siguió con su plan inicial de apoderarse de la zona occidental del imperio, para acabar así con la esperanza para los persas de llevar la guerra a Grecia, y asegurar de esta manera la retaguardia de las fuerzas macedonias.  
Esta política constituye un ejemplo sublime de lo que hoy en día se denomina “Estrategia de Aproximación Indirecta”, por medio de la cual a un enemigo antes de asestarle directamente la estocada fatal, se le minan todas y cada una de las fuerzas que garantizan su poderío, como se hace en tauromaquia, en donde a un adversario formidable y materialmente superior, como es el caso del toro de lidia, primero se le aguijonea, ocasionándole al principio más molestia que un golpe mortal, y luego se le agota mediante una superior astucia y movilidad; sólo cuando el coloso se encuentra agotado, el matador se decide a darle el golpe de gracia. Si todo se ejecutó soberbiamente, al final de la contienda el vencedor debe encontrarse prácticamente intacto. Alejandro lo logró al lidiar al gigantesco toro asiático, con la misma maestría que el colombiano César Rincón desplegó en la arena de la plaza de Las Ventas. Y al igual que los madrileños con el colombiano, la historia sacó en hombros y por la puerta grande al macedonio. 
La familia de Darío cayó en poder de Alejandro: La reina madre, la esposa de Darío, su bella hija, y lo peor de todo, su hijo varón y heredero. La oportunidad para la venganza había llegado. Pero Alejandro no era ningún Octavio. Su guerra era impulsada por el honor, no por la vileza. Su cruzada era contra Darío y los formidables guerreros del imperio, no contra ancianas, damas desprotegidas y niños. Alejandro trató con la mayor caballerosidad a la familia imperial, y hasta mantuvo su rango. Esta es la grandeza que le aplaude la historia, la valentía, la majestuosidad por la que se le calificó de Magno. Cuanta falta hace en estos días que los líderes mundiales imiten esta faceta del gran héroe. Ojalá y vuelva a la tierra este honor milenario. Este gallardo gesto inspiró una maravillosa pintura de Paolo Veronese, como eco de la grandeza que sigue sugestionando al mundo de hoy, más de dos mil años después. 
Cuando Darío detuvo su huída, cayó en la cuenta de que su familia no estaba con él. Entonces le dirigió una carta al macedonio, en donde le recriminaba su “injusta” invasión, y le ofrecía el reconocimiento de las conquistas que la alianza griega había efectuado, a cambio de que el Magno le devolviera al gran rey la familia imperial. La correspondencia epistolar habida entre estos dos reyes acaso sea una de las más grandiosas de toda la historia. Al responder, Alejandro replicó que era Persia la agresora, evocando las guerras médicas, y llamando las cosas por su nombre: le recordó a Darío su condición de asesino de Filipo, haber promovido la insurrección de Tebas, y hasta su ascenso al trono mediante el asesinato de su predecesor Arses. Alejandro se constituía así como el paladín de la justicia y la espada vengadora de los dioses. Con el honor no se negocia. Un extracto de la respuesta de Alejandro enviada a Darío, dice así: 
“Ahora soy yo quien domina las tierras, ya que los dioses me lo han concedido, y conservo aquellos de vuestros soldados que se me han unido por propia voluntad. Venid pues a mí como Señor de toda el Asia… si estáis en desacuerdo con la cuestión del reino… ¡luchad por él!!!”

La victoria de Issos, no sólo le reportó al macedonio la captura de la familia imperial. Alejandro envió a Parmenión a Damasco, por encontrarse allí la mayor parte del botín abandonado por Darío. El segundo de Alejandro no sólo capturó un inmenso tesoro, sino también a embajadores griegos que en ese momento se encontraban negociando con Darío, espartanos inclusive. Pero la mejor parte fue cuando el lugarteniente envió a Alejandro a la bellísima Barsine, la viuda de Memnón. Según las descripciones de los historiadores, tuvo ojos de gacela, cuerpo de onza y voz de sirena. Alejandro no sólo superó a Memnón en la guerra, sino también en el amor. Barsine habría de darle al rey macedonio un hijo que se llamó Heracles. Alejandro era un caballero, pero le gustaba así mismo superar a sus rivales en todos los aspectos. Y quedarse con las más exquisitas mujeres. 
Así mismo, Issos determinó que ciudades mediterráneas como Arado, Biblos y Sidón se pasaran al lado de los griegos. Como Alejandro gustaba de asegurar su retaguardia, al dejar Sidón entronizó como rey de la ciudad a Abdalónimo, quien hasta ese entonces se desempeñaba como jardinero en el palacio real. Y hasta para estos asuntos el Magno acertaba: este humilde ex-sirviente   se convirtió en un rey impecable, muy humanitario y querido por su pueblo. Las conquistas de Alejandro no sólo le reportaron la gloria inmortal, sino también la gratitud de sus contemporáneos. 
Pero la inconquistable ciudad-isla de Tiro, confiada en su inexpugnabilidad, optó por rechazar las propuestas macedonias. Alejandro se dirigió al rey de Tiro, solicitando su amistad, por cuanto deseaba ingresar en la ciudad para rendir homenaje a su antepasado Heracles, llamado por los fenicios Melkart. La respuesta tiria fue desobligante. Tiro, al igual que Alejandro, también era invicta, pues jamás había sido tomada. El babilonio Nabucodonosor la sitió durante ¡15 años!!!, y fracasó en su tenaz empeño. ¿Por qué razón iba a cambiar la historia entonces? Se dio inicio a uno de los asedios más tenaces que el mundo recuerde jamás. Cuando Alejandro inició sus obras, los abucheos y burlas de los tirios casi acallaban el ruido de las labores de los ingenieros griegos. En cuanto los trabajos descritos por J. I. Lago en el respectivo especial estuvieron adelantados, los de Tiro dejaron de burlarse. Ahora el que sonreía era Alejandro.  
Pero los fenicios de Tiro, con el valor que centurias después haría que sus hermanos de Cartago hicieran temblar a Roma y sus legendarias legiones, y con una chispa que rivalizaría con la de Arquímedes, se negaron a resignarse. Comenzó el inmortal duelo de ingenio y tenacidad: los tirios efectuaron ataques sorpresa con sus buques de guerra incendiarios, que -favorecidos por los vientos marítimos- averiaron los trabajos adelantados por los macedonios. Impertérrito, el rey dio la orden de reiniciarlos inmediatamente, al tiempo que ordenó la construcción de máquinas de asalto flotantes, y poder hostigar a Tiro por más de un punto. Los tirios ocultaban sus sorpresivas arremetidas mediante una cortina de velas dispuesta en su puerto: 
“Alejandro, que disfrutaba con esta carrera de velocidad e ingenio, trasladó al otro lado del muelle sus mejores elementos, y dio la vuelta a la isla, situándose ante el puerto de donde habían salido los buques tirios y cortándoles la retirada.

Las baterías flotantes de los macedonios podían entonces acercarse a la muralla que daba al mar (…)
Para poder usar sus máquinas, los buques tenían que anclar. De la ciudad salieron nadadores que, buceando, fueron a cortar los cables de las anclas. Los ingenieros macedonios pusieron cadenas en lugar de cables. Entonces los tirios lanzaron rocas inmensas sobre los lugares donde trataban de anclar los buques. Con la marea, los navíos se quebraban el fondo con las puntas de estas rocas. Se montaron grúas sobre barcas y se quitaron las rocas. Se dotó a los navíos de puentes volantes colocados en los mástiles para que los soldados pusieran pasar a la muralla. Los tirios respondieron construyendo torres más altas que los mástiles de los barcos. Pero las máquinas de los macedonios habían abierto brecha en la muralla, en dos puntos cercanos a los puertos. La batalla no estaba entablada ya entre las máquinas; los hombres comenzaban a enfrentarse con los hombres, y Tiro estaba condenada.”  (LAMB Harold, ALEJANDRO DE MACEDONIA, Pág. 163-4. Ed. Latino Americana S.A., México D. F., 1957)

La inspiración y tenacidad del macedonio, el talento de sus ingenieros (Diadés y Carias especialmente) y la disciplina de sus soldados, volvió a lograr un inesperado milagro. El sitio de Tiro comenzó en enero de 332 a. C., y terminó en julio, según Hammond; Droysen dice que en Agosto. Hammond indica que la calzada de Alejandro tenía “casi” 800 metros de largo. 
Se cuenta que poco antes que Alejandro comandara en persona el asalto final, el rey de Tiro había soñado con la imagen de un príncipe tocado con un penacho blanco, lanzándose el primero desde su pasarela de madera sobre el muro de piedra, de 45 metros de alto, protegido por un escudo mágico y el dardo adelantado: 
“(…) Valor extraordinario, con el mayor peligro; era reconocible por las insignias de la realeza y el brillo de sus armas, y sobre todo era él el más visible. ¡Qué espectáculo verle atravesar con su lanza a los defensores de la muralla! Incluso precipitó a algunos rechazándoles a golpes de espada y escudo. La alta torre desde la que se batía estaba casi pegada a los muros del enemigo.” (Quinto Curcio, IV, 10-11)

En efecto, el asalto final sobre Tiro se produjo en las condiciones magistralmente narradas por esta web. El primero en poner pie en la muralla enemiga no fue Alejandro, sino el comandante de los hipaspistas Admeto, que cayó muerto. Con la ayuda de un puente volante lanzado desde la parte alta de una torre de madera unida a dos navíos emparejados, el rey y sus escuderos saltaron sobre la empalizada cercana al arsenal de Tiro, seguidos por el resto de la fuerza de asalto macedonia. Alejandro no sólo fue un genio en estrategia, poliorcética y logística, sino también se convirtió en un verdadero dios de la táctica, venciendo a sus enemigos no sólo en tierra, sino también en el mar y hasta en el cielo inclusive, como aconteció en las altísimas murallas de Tiro. 
Alejandro no pudo hacer uso de su acostumbrada magnanimidad. Los tirios fueron crueles con los prisioneros macedonios, y violaron sagradas leyes al martirizar a la embajada griega que les hizo una última oferta de rendición honorable. Alrededor de 8.000 tirios cayeron en el asedio, y los 30.000 sobrevivientes fueron esclavizados. Sólo el rey de Tiro, sus nobles y unos embajadores cartagineses fueron perdonados. Arriano registra 400 bajas macedonias y más de 3.000 heridos. Finalmente, Alejandro cumplió con su voluntad de rendir honores a Heracles, a quien dedicó el éxito del asedio. El ejército desfiló en orden de parada, y se realizaron juegos dentro del santuario. Nada podía alejar a Alejandro de lo que se proponía, y quien le obstaculizara el camino debería atenerse a las consecuencias.  
Durante el asedio de Tiro ocurrió un episodio que refleja el verdadero carácter del rey macedonio: mientras se adelantaban las geniales obras encargadas por el predilecto de Zeus y Atenea, como éste era incapaz de permanecer ocioso, se dedicó a conquistar las indómitas tribus del interior de la costa, comandando personalmente a sus favoritos agrianos (equivalente de los iberos de César) Una noche, al efectuar una incursión en Galilea, el joven rey notó que su ex tutor Lisímaco se había rezagado de la columna de marcha. El comandante de los griegos no dudó un instante en abandonar a sus soldados y rescatar al anciano, en donde fuera que se encontrara. ¿Por qué tanta vehemencia en defender un viejo inútil? 
Alejandro desde su más tierna infancia fue criado como si fuera un espartano, por su severo maestro Leónidas. No sólo en lo referente a las artes marciales, sino igualmente privado de cualquier lujo o trato cariñoso, formación que ni el más rústico de los macedonios hubiera recibido jamás. El joven príncipe ignoraba el sabor de un dulce, la sensación de estar abrigado en invierno, disfrutar un refresco en verano, o siquiera de andar calzado. Sólo dos voces protestaron ante ese trato tan infame. Una fue la de Olimpia, la madre de Alejandro. La otra, la del viejo Lisímaco. El Magno jamás habría de olvidar esta protección desinteresada, y quizás el único trato tierno que recibiera de una figura paterna, pues su padre el rey andaba ocupado conquistando Grecia. 
Finalmente, Alejandro dio con el anciano. Estaba a punto de ser asesinado por una partida de samaritanos, pueblo hostil a los macedonios, que atacaba y robaba a los rezagados: 
“(…) cargaba la noche y los enemigos se hallaban cerca… (Alejandro) no echó de ver que estaba muy separado de sus tropas con sólo unos pocos, y que iba a tener que pasar en un sitio muy expuesto aquella noche, que era sumamente oscura y fría. Vio, pues, no lejos de allí encendidas con separación muchas hogueras de los enemigos, y confiado en su agilidad y en estar hecho a aliviar siempre con sus propias fatigas los apuros de los macedonios, corrió a la hoguera más próxima, y dando con el puñal a dos bárbaros que se calentaban a ella, cogió un tizón y volvió con él a los suyos. Encendieron también una gran lumbrada, con lo que asustaron a los enemigos; de manera que unos se entregaron a la fuga, y a otros que acudieron los rechazaron, y pasaron la noche sin peligro.” (Plutarco, Vida, XXIV, 21) 
¿Qué sentirían los soldados agrianos y macedonios, cuando al momento de encontrar a su rey, lo hallaran conversando con aquel bondadoso anciano, recordando sus travesuras infantiles y los cuentos que le narraba acerca de Heracles, Aquiles y demás héroes? Pues que bien valdría la pena seguir hasta el infierno a aquel general que arriesgaba su propia vida para defender la de un abuelo que no le reportaría utilidad alguna. He aquí al verdadero Alejandro. 

LA CONQUISTA DE GAZA 
Ahora era esta plaza la que se interponía en los proyectos del favorito de los dioses. Los ingenieros de Alejandro, que tanto renegaron durante el sitio de Tiro, ahora juraban que la toma de Gaza era imposible. El rey sonería. No era la primera vez que los expertos le decían que soñaba metas irrealizables. No era la última vez que realizaría otro milagro más.  
Pero la cuestión no iba a ser fácil. Gaza estaba emplazada sobre un monte de laderas verticales de ¡75 metros de altura!!!!, y como si esto fuera poco, la ciudad estaba rodeada por una impresionante muralla. De nada serviría el ingenio desplegado en Tiro, pues la barrera no era el mar, sino la misma tierra. Alejandro no se desanimó. El ejército levantó una rampa tan gigantesca como el monte y la muralla misma, en el punto considerado como más vulnerable. Cuando la obra alcanzó la altura deseada por el Magno, (los trabajos se culminaron en apenas 2 meses) el rey alistó su equipo de sitio y ofrendó un sacrificio para propiciar el éxito del asalto.  
Durante la ceremonia de libación, ocurrió un prodigio que impactó a los macedonios: un ave rapaz dejó caer una piedra sobre la cabeza del mismísimo Alejandro. Aristandro, el augur de cabecera del rey de los macedonios dio el siguiente veredicto: “Oh Rey, tomarás la ciudad pero deberás cuidar de tu propia persona”. 
Respetuoso de la voluntad de los dioses, Alejandro determinó hacer una excepción a su costumbre de acaudillar la toma de las plazas fuertes. Pero la fuerza de asalto macedonia fue rechazada. El comandante de Gaza se llamaba Batis. Contaba con un fuerte contingente de mercenarios árabes, que lucharon con el coraje que milenios después les garantizaría la creación de su propio imperio. No sólo rechazaron a los macedonios una, sino TRES veces. Esto fue demasiado para Alejandro. Decidió encabezar la siguiente entrada. El ataque no sólo se efectuó con la infantería de asalto, sino que ésta también fue apoyada por las catapultas, arietes y hasta un equipo de zapadores que cavó túneles que minaron las murallas de Gaza. Cuando una buena parte de la muralla cayó, Alejandro condujo a sus hipaspistas (más tarde rebautizados como “Escudos de Plata”) al asalto. Como el rey combatía en primera fila y su magnífica panoplia lo diferenciaba del resto de sus huestes de élite, una lanza disparada por una catapulta le alcanzó. Afortunadamente, el escudo de Aquiles alcanzó a desviar en algo el disparo, y el impacto no fue mortal. Pero el proyectil alcanzó a atravesar el hombro de Alejandro. 
Con la palidez de la muerte, Alejandro se negó a abandonar la batalla. Ante el asombro de sus hombres, el rey -con los huesos de su hombro izquierdo fracturados- se mantuvo firme en su puesto de combate, venciendo el insoportable dolor y arengando a sus tropas una y otra vez. Los macedonios, avergonzados por haber permitido que su adorado general fuera impresionantemente herido, redoblaron su coraje. Finalmente, debilitado por la pérdida de sangre, Alejandro perdió el sentido y fue retirado de la lucha. 
Pero ésta ya se había decidido. Gaza cayó, y la profecía de Aristrando se cumplió cabalmente. En esta ocasión, el premio al valor lo recibió Neoptólemo, miembro de la casa real molosa, y por lo tanto compatriota de Pirro de Epiro, el temible primer gran rival de la república romana. Quinto Curcio Rufo cuenta que Alejandro trató vilmente a Batis tras la caída de Gaza, pero la historiografía contemporánea no da crédito a este relato, ya que Alejandro siempre honró al valiente, bien fuera éste aliado o enemigo. Si el Magno trató caballerosamente al pérfido rey púnico de Tiro, quien vilmente apresó una indefensa embajada macedonia, y a la vista de Alejandro los torturó infamemente, ¿Por qué iba a tratar peor al valiente Batis? La toma de esta plaza inconquistable aconteció en diciembre del 332 a. C. 
Fuentes hebreas cuentan que Alejandro se dirigió a Judea y Samaria después de la conquista de Gaza. Según Josefo y la tradición talmúdica, al pie de Jerusalén Alejandro fue recibido por el sumo sacerdote y una multitud que festejaba la llegada del rey de Macedonia, a quien aclamaban como el héroe prometido por las sagradas escrituras, y que los liberaría del yugo persa. Alejandro los trató con su acostumbrado respeto y caballerosidad. Inclusive honró al sumo sacerdote Jaddua (Jadeo), prosternándose ante él y ofreciendo un sacrificio al soberano del universo, el Dios único de los judíos. Alejandro preguntó a los líderes del pueblo elegido la forma de complacerles. “Poder vivir según las leyes de nuestros padres y estar exentos de impuestos una vez cada siete años”, lo cual les fue concedido por el noble conquistador, inclusive a las comunidades hebreas de Babilonia y Media (Antigüedades Judaicas, XI, 326-339) 
Droysen advierte de la gran cantidad de relatos contradictorios que existen en relación con el paso de Alejandro por Jerusalén. Paul Faure señala que Plutarco, Quinto Curcio y Polieno guardan silencio en este punto. (Frente al tema, resulta interesante la alusión que J. I. Lago hace de este episodio en su web dedicada a la historia del cristianismo) La profecía judía también se hizo realidad, y fue la más verídica de todas. De ahí el trato benévolo que la Biblia y la tradición judeocristiana tienen para con Alejandro, muy diferente de la recibida por sus indignos sucesores, tanto diádocos como epígonos. Junto con los Macabeos, Roma habría de ajustarles las cuentas. 
Una diferencia existente entre la conducta desplegada por Alejandro y Pompeyo al conquistar Palestina, fue el trato amable del general macedonio para con el pueblo hebreo, diametralmente diferente de la arrogancia desplegada por el comandante romano. De hecho, resulta interesante verificar cómo la buena estrella de Pompeyo empezó a declinar desde la profanación efectuada por el rival de César en el templo de Jerusalén, mientras que la de Alejandro jamás decrecería, sino todo lo contrario. El escrupuloso respeto hacia las creencias ajenas también reporta beneficios en el mundo material. No hay que olvidar que años más tarde, Herodes, futuro rey de Jerusalén y posteriormente apodado “Grande” se sentiría enormemente halagado cuando en su propio idioma un victorioso romano alabara su valor desplegado en batalla, y se mostrara respetuoso hacia las tradiciones de su pueblo. El nombre de este romano fue Cayo Julio César. 

EL ORÁCULO DE AMÓN 
El avance desde Gaza hasta Egipto se demoró siete días, lo que arroja la impresionante cifra de 32 kilómetros diarios de marcha en pleno terreno desértico, otra gran proeza lograda por el Magno. Para medir la grandeza de esta hazaña, hay que tener en cuenta que hay 300 kilómetros desde Alejandría a Mershah Matruh, a lo largo de la costa desértica, y otro tanto desde esa costa hasta el oasis de Siwah. Según la tradición, en ese desierto de fuego el rey Cambises (hijo y heredero de Ciro el Grande) perdió un ejército de 50.000 hombres:

“El viaje a emprender apenas era soportable para hombres ligeramente armados y poco numerosos: en la tierra y el cielo el agua se echaba en falta. Tiene por delante la extensión estéril de las arenas. Cuando el ardor del sol les abraza, el suelo se vuelve tórrido y quema la planta de los pies. Se eleva un calor intolerable y no sólo hay que luchar contra la sequedad ardiente del clima, sino también contra la aridez extrema de la arena, que cediendo bajo el paso estorba el movimiento de marcha.” (Quinto Curcio, IV, 7, 6-7)

Egipto acogió a Alejandro como a un libertador. Finalmente, la flota persa fue derrotada desde tierra. Las ciudades fenicias y los reyes de Chipre pusieron sus naves de guerra a órdenes de Alejandro, y éste les acogió con regios honores. El rey de Chipre le regaló a Alejandro un inigualable cinturón forjado en la isla de Rodas, constelado todo de joyas y tan radiante como el rostro de Atenea. Alejandro lo usaría por el resto de su vida, no sólo en las ceremonias, sino también en pleno campo de batalla. Debió lucir majestuoso, haciendo juego con el escudo de Aquiles y el yelmo de plumas blancas. 
El rey macedonio acababa de demostrar que su visión estratégica era la acertada. La milenaria lucha habida entre griegos y fenicios por el dominio del Mediterráneo Oriental había llegado a su fin. La paz impuesta por Alejandro dio inicio a un comercio que determinó una prosperidad económica sin precedente alguno en aquella región del planeta. Hammond enfatiza que dicho logro tendría efectos hasta la época del poderío romano y bizantino. 
La comunidad helénica obsequió a Alejandro una corona de oro por la hazaña recientemente lograda. Y como un misterioso nexo entre Alejandro y César, el Magno premió a la ciudad de Mitilene por su valiente oposición a Persia. Mitilene y el valor. Valor que le reportaría la corona cívica a César y su ascenso a la gloria inmortal. Mitilene, la bendecida de Alejandro y la que bendijo a César. 
Alejandro fue aclamado por los egipcios como faraón, y por lo tanto como hijo de Ra y predilecto de Amón. El nuevo faraón decidió hacer algo más que los tradicionales juegos para celebrar sus victorias, y decidió fundar una nueva ciudad, respecto de la cual aconteció todo tipo de augurios favorables. La nueva plaza se eligió por haber sido cantada por Homero en su inmortal Odisea: la isla de Faros, tierra de los perros marinos. El rey, interpretó magistralmente el texto del viejo poeta, y el terreno fue bautizado Alejandría, la ciudad de Alejandro. Los planos se trazaron de acuerdo con las concepciones de Pitágoras. Esta maravillosa metrópoli habría de servir de cuna a hombres de todas las nacionalidades, y dejaría su propio legado artístico, científico y cultural a la historia, uniendo al mundo occidental con el lejano oriente. 
El Magno, verdadero visionario, vivió un eterno sueño que día a día hizo realidad: en esa ocasión, convirtió un terreno pantanoso en el que se refugiaban todos las serpientes, ratas y forajidos de Egipto en una ciudad provista de tres puertos que no sólo fue un inmenso emporio comercial, sino también un centro cosmopolita; Alejandría no sólo fue habitada por egipcios, griegos, macedonios y persas. También fue poblada por judíos, cuyos antepasados habían sido expulsados de Egipto durante el reinado de Ramsés, en la época narrada por el Éxodo. La ciudad de Alejandro logró reunir un millón de habitantes (cifra récord en la antigüedad) y convertirse en la ciudad más grande del Mediterráneo. Paul Faure dijo de la ciudad fundada por Alejandro: “Tomando Alejandría como base, César, Antonio, Octavio, el futuro Augusto, Germánico, los Antoninos y los Severos, rehicieron el sueño de Alejandro de someter Asia a su Imperio.” 
Pero como hijo de su tiempo, Alejandro también tenía un viejo anhelo: cumplir una peregrinación, de significado tan sagrado como la visita a Jerusalén por parte de los cristianos, o La Meca para los musulmanes. Alejandro deseaba ver el santuario de Amón, emplazado en el oasis de Siwah, tal y como lo habían hecho sus antepasados Perseo y Heracles. Se trataba de un santuario más antiguo que el oráculo de Delfos, al que lejanos pueblos enviaban embajadas para consultar sobre sus destinos. Alejandro no fue la excepción. 
Los dioses propiciaron la peregrinación enviándole a su favorito lluvias y aves que lo guiaron cuando sus guías se desorientaron. Alejandro fue recibido por el sumo sacerdote en persona, y calificado de “Hijo de Ra”, honor que jamás había recibido un mortal hasta ese entonces. Sólo el rey pudo entrar en el templo. El diálogo habido entre el héroe y el dios quedó en secreto. Pero las conjeturas de sus contemporáneos indican que Alejandro indagó por la adecuada venganza de su padre y el éxito de su empresa. Alejandro se mostró satisfecho con las respuestas del dios. Los macedonios quedaron profundamente impresionados. Al interior del ejército circularon todo tipo de rumores: que Zeus-Amón había adoptado a Alejandro como hijo, y que le había prometido el dominio del mundo; o que se le había informado que la paternidad del rey era doble, como la del legendario Teseo.  
La leyenda de Alejandro comenzó antes de la muerte de este gran caudillo. Lo realmente acontecido durante la peregrinación a Siwah hace parte del misterio del fabuloso rey macedonio. Como consuelo, es vivificante pensar que el joven general salió del milenario templo reconfortado, rodeado por un aura sobrenatural y considerado por “sus muchachos” como verdadero hijo de Zeus-Amón. Los soldados del ejército griego empezaron a ver a su rey con cierto temor reverencial. Los macedonios habían alcanzado el límite de lo imposible llegando en tres años al extremo oriental del Mediterráneo. Ahora encontraban la explicación a tantas hazañas y prodigios acontecidos. 
Y aún faltarían muchos más por sobrevenir, pues estaba pendiente liquidar cuentas con Darío. Pero esta, es otra historia. 


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