1.
Así acabó Aristágoras, el que había sublevado la Jonia. Histieo, el señor de
Mileto, se hallaba en Sardes con licencia de Darío. Al llegar de Susa, le
preguntó Artafrenes, gobernador de Sardes, por qué razón creía se habían sublevado
los jonios. Histieo dijo que nada sabía y se maravillaba de lo sucedido como si
nada conociese de la situación presente. Pero Artafrenes, viendo sus artes y
sabedor de la verdad de la sublevación, le replicó: «Histieo, la situación es
ésta: tú cosiste esos zapatos y Aristágoras se los calzó».
2. Así dijo Artafrenes aludiendo a la sublevación.
Histieo, alarmado al ver que Artafrenes comprendía todo, al caer la primera
noche huyó al mar y dejó burlado al rey Darío; porque tras haberle prometido
conquistar la isla de Cerdeña, la mayor de todas, se puso al frente de los
jonios, en la guerra contra Darío. Pero cuando pasó a Quío, le pusieron preso
acusándole de maquinar contra ellos alguna novedad por orden de Darío; después,
informados de toda la historia y de cómo era enemigo del rey, le dejaron libre.
3. Entonces los jonios preguntaron a Histieo por
qué había encargado tan solícitamente a Aristágoras que se sublevase contra el
rey, causando tanta desventura a los jonios. Histieo se guardó bien
descubrirles el verdadero motivo, y les dijo que el rey Darío había resuelto
deportar a los fenicios y establecerles en Jonia, y a los jonios en Fenicia y
que por ese motivo había enviado su encargo. Sin que el Rey hubiera resuelto en
absoluto tal cosa, llenaba de terror a los jonios.
4. En seguida Histieo, valiéndose como mensajero de
Hemipo, natural de Atarneo, envió cartas a los persas de Sardes con quienes
había conversado privadamente acerca de una sublevación. Hermipo no entregó las
cartas a aquellos a quienes iba enviado, se las llevó y puso en las manos de
Artafrenes. Advertido éste de todo lo que pasaba, mandó a Hermipo que fuese y
entregase las cartas de Histieo a los destinatarios, y que le trajese las
respuestas de los persas a Histieo. Así se pusieron en evidencia y Artafrenes mató
entonces a muchos persas.
5. En Sardes, pues, hubo este alboroto. A Histieo,
perdida su esperanza, llevaron los de Quío a Mileto, a ruego suyo. Los
milesios, que se habían librado gustosos de Aristágoras mismo, no tenían la
menor gana de recibir en su tierra a otro señor ya que habían saboreado la libertad.
Histieo intentó entrar de noche y a viva fuerza en Mileto, pero fue herido en
un muslo por un milesio. Echado de su ciudad, volvió a Quío; de allí, no
pudiendo inducirles a que le diesen naves, pasó a Mitilene y persuadió a los
lesbios a que le diesen naves. Éstos tripularon ocho trirremes y navegaron con
Histieo a Bizancio. Apostados allí tomaban las naves que venían del Ponto,
salvo las que se declaraban prontas a seguir a Histieo.
6. Esto hacían Histieo y los de Mitilene. En cuanto
a la misma Mileto, se estaba a la espera de un poderoso ejército por mar y
tierra contra ella, pues los generales persas se habían reunido y formando un
solo ejército marchaban contra Mileto, teniendo en menos las demás plazas. En
la armada eran los fenicios los más solícitos; con ellos militaban los
cipriotas, poco antes sometidos, como también los cilicios y los egipcios.
7. Éstos venían entonces contra Mileto y el resto
de Jonia. Informados de ello los jonios, enviaron delegados al Panjonio.
Llegados a ese lugar, deliberaron y acordaron no juntar ningún ejército de tierra
contra los persas, sino que los milesios defendiesen por sí mismos sus muros,
tripular los jonios su escuadra sin dejar una sola nave, y, tripulada, reunirse
lo más pronto posible, cerca de Lada para proteger a Mileto. Lada es una isla
pequeña frente a la ciudad de Mileto.
8. Después de esto se presentaron con sus naves tripuladas
los jonios, y con ellos los eolios que viven en Lesbo. Se formaron de este
modo. Ocupaban el ala de Levante los mismos milesios con ochenta naves; seguíanles
los de Priene con doce naves, y los de Miunte con tres; a éstos seguían los
teyos con diecisiete naves, y a éstos los de Quío con cien naves. Junto a estos
estaban formados los eritreos y los foceos, los eritreos con ocho naves, y los
foceos con tres; a los foceos seguían los lesbios con setenta naves; estaban
alineados últimos, ocupando el ala de Poniente, los samios con sesenta naves.
El número completo de todas estas naves llegaba a trescientos cincuenta y tres
trirremes.
9. Ésas eran las naves jonias; el número de las naves
bárbaras era de seiscientas. Luego que aparecieron en las costas de Mileto,
donde estaba ya todo el ejército de tierra, al oír los generales persas el
número de las naves jonias, temieron no poder derrotarles y así, no dominando
el mar, no podrían apoderarse de Mileto y correrían peligro de recibir castigo
de Darío. Con este pensamiento, reunieron a los señores de la Jonia que,
depuestos de sus dominios por el milesio Aristágoras, se habían refugiado entre
los medos y venían entonces en la expedición contra Mileto; convocaron a todos
los que estaban presentes, y les hablaron así: «Jonios, ahora muéstrese cada
uno benefactor de la casa real; cada cual procure apartar a sus súbditos del
resto de los aliados. Anunciadles y promtedles que no padecerán disgusto alguno
por su sublevación, que ni abrasaremos sus templos, ni sus casas particulares,
ni se hallarán en nada peor que antes se hallaban. Pero, si no lo hacen y a
todo trance se empeñan en entrar en batalla, les amenazaréis ya con lo que
realmente les espera: que, derrotados en la batalla, serán vendidos por esclavos,
que haréis eunucos a sus hijos, transportaremos sus doncellas a Bactria, y
entregaremos a otros su territorio».
10. Así dijeron los persas; por la noche los
tiranos de Jonia enviaron cada uno a sus súbditos sus emisarios. Los jonios, a
quienes llegaron tales mensajes, se condujeron arrogantemente y no admitieron
la traición; aunque cada ciudad creía que a ella sola enviaban el aviso los
persas.
11. Esto fue lo que sucedió enseguida de llegados
los persas a Mileto. Después, reunidos los jonios en Lada, tuvieron sus asambleas;
muchos fueron los oradores, y principalmente el general foceo Dionisio, quien
dijo así: «Jonios, nuestra situación está en su momento decisivo: quedar libres
o esclavos, y aún esclavos fugitivos. Ahora, pues, si queréis sobrellevar
trabajos, al presente sufriréis fatigas, pero podréis derrotar a vuestros
contrarios y ser libres. Si procedéis con flojedad y desorden, no abrigo
esperanza alguna de que el rey no os castigue por la sublevación. Obedecedme y
confiad en mí. Y os prometo si los dioses son justos, que, o el enemigo no
entrará en batalla, o, si entra, sufrirá gran derrota».
12. Al oír esto, los jonios se pusieron a las
órdenes de Dionisio. Éste sacaba siempre las naves en fila, ejercitaba a los
remeros a abrirse paso los unos en la línea de los otros y a armar la
tripulación. Luego, el resto del día tenía ancladas las naves, y hacía trabajar
a los jonios todo el día. Hasta siete días obedecieron y cumplieron las órdenes,
pero al día siguiente, como gente no hecha a semejantes fatigas y afligidos por
los trabajos y por el sol, empezaron a decirse: «¿Qué dios habremos ofendido
que cumplimos esta condena? Somos unos insensatos y he-mos perdido el juicio,
si nos ponemos a las órdenes de un foceo fanfarrón, caudillo de tres naves.
Desde que se ha apoderado de nosotros nos atormenta con insoportables
tormentos; ya muchos de nosotros hemos caído enfermos y muchos sin duda
habremos de padecer lo mismo. A cambio de estos males será mejor sufrir
cualquier cosa, y soportar la futura esclavitud, cualquiera sea, más bien que
ser presa de la actual. Ea, en adelante no le obedezcamos más». Así dijeron, y
luego nadie quiso obedecerle sino que todos plantaron tienda en la isla, al
modo de un ejército, y vivían a la sombra, sin querer subir a bordo ni hacer
maniobras.
13. Cuando los generales samios vieron lo que los
jonios hacían, aceptaron entonces el partido que Eaces, hijo de Silosonte, de
orden de los persas les había propuesto antes, pidiéndoles que dejasen la
alianza de los jonios. Veían, en efecto, los samios el gran desorden de los
jonios, y juntamente les parecía imposible vencer el poderío del rey, pues bien
sabían que si la presente armada fuese vencida, se les presentaría otra cinco
veces mayor. Apenas vieron que no querían los jonios cumplir su deber, echaron
mano de ese pretexto, dándose por afortunados al poder conservar sus templos y
bienes particulares. Eaces, cuya proposición aceptaron los samios, era hijo de
Silosonte, hijo de Eaces, señor de Samo, y había sido privado de su mando por
el milesio Aristágoras, del mismo modo que lo otros señores de Jonia.
14. Entonces, cuando los fenicios se hicieron a la
mar para el ataque, los jonios por su parte sacaron sus naves en fila. Cuando
estuvieron cerca y vinieron a las manos, no puedo anotar exactamente cuáles de
los jonios fueron los valerosos y cuáles los cobardes en ese combate, ya que se
culpan los unos a los otros. Dícese que entonces los samios, según lo convenido
con Eaces, izaron velas y partieron de la línea rumbo a Samo, salvo once naves.
Los capitanes de éstas permanecieron en su puesto y combatieron desobedeciendo
a sus generales; y por este hecho el común de los samios les otorgó grabar en
una columna sus nombres y los de sus padres, porque se condujeron como bravos,
y esa columna está en la plaza. Viendo los lesbios que sus vecinos huían,
hicieron lo mismo que los samios, y la mayor parte de los jonios hicieron lo
mismo.
15. De los que permanecieron en el combate, los que
más padecieron fueron los de Quío, que realizaron brillantes proezas de valor,
y no quisieron combatir mal de intento. Aportaban, como dije más arriba, cien
naves, y en cada una cuarenta ciudadanos escogidos. Veían que los más de los
aliados les traicionaban, pero tuvieron por indigno parecerse a los ruines de
entre ellos y, abandonados con pocos aliados, rompieron el frente contrario y
combatieron, hasta tomar muchas naves enemigas y perder el mayor número de las
suyas.
16. Con las naves restantes los quíos huyeron hacia
su patria. Al ser perseguidos, todos los quíos cuyas naves por sus averías no
se podían valer, se refugiaron en Mícala; dejando varadas las naves allí mismo,
anduvieron a pie por tierra firme. De camino, al penetrar por territorio de Éfeso,
como llegaran de noche, cuando las mujeres del lugar celebraban las
tesmoforias, los efesios, que nada habían oído todavía de lo sucedido con los
de Quío, viendo que aquella tropa había penetrado en su territorio, la tuvieron
sin falta por salteadores que venían a robarles las mujeres, salieron en masa a
socorrerlas y mataron a los de Quío.
17. Bajo tales infortunios cayeron aquéllos.
Dionisio el foceo, cuando advirtió que la situación de los jonios estaba
perdida, se apoderó de tres naves enemigas, partió de allí, ya no para Focea,
pues bien sabía que sería esclavizada con todo el resto de Jonia. Desde donde
se encontraba navegó en derechura a Fenicia; allí hundió unas naves de carga, se
apoderó de muchas riquezas y se hizo a la vela para Sicilia; se dio a la
piratería, saliendo de allí, no contra ningún griego sino contra cartagineses y
tirrenos.
18. Vencedores los persas de los jonios en la
batalla naval sitiaron por mar y tierra a Mileto, cavaron galerías bajo sus
muros y aplicaron todo género de máquinas. La tomaron totalmente a los seis
años de la sublevación de Aristágoras,[1]
y la esclavizaron, y así coincidió el desastre con el oráculo acerca de Mileto.
19. Porque, consultando los argivos en Delfos
acerca de la conservación de su propia ciudad, les fue dado un oráculo común,
que aludía en parte a los argivos mismos, pero que intercalaba un vaticinio
para los milesios. Mencionaré la parte tocante a los argivos, cuando me halle
en ese pasaje de mi historia. Lo que pronosticó a los milesios, que no se
hallaban presentes, dice así:
Y en ese día, Mileto, tú que urdiste malas obras,
de muchos serás convite, de muchos presa brillante.
Tus esposas lavarán los pies de muchos intonsos,
y nuestro templo de Dídima caerá en manos
extranjeras.
Todas
estas calamidades cayeron entonces sobre los milesios cuando los más de los
hombres murieron a manos de los persas que llevaban pelo largo, sus mujeres e
hijos fueron reducidos a la condición de esclavos, y el santuario de Apolo en
Dídima, con su templo y con su oráculo, fue saqueado y quemado. Muchas veces,
en otra parte de mi historia hice mención de las riquezas de ese santuario.
20. Los milesios prisioneros fueron llevados a
Susa. El rey Darío, sin infligirles otro castigo, les estableció cerca del
llamado mar Eritreo en la ciudad de Ampa, junto a la cual pasa el río Tigris,
para desaguar en el mar. Del territorio de Mileto, los persas asimismo ocuparon
los alrededores de la ciudad y el llano, y dieron las tierras altas a los
carios de Pédaso.
21. Cuando
los milesios sufrieron tal desventura de manos de los persas, no les
correspondieron con la debida compasión los sibaritas (los cuales privados de
su ciudad moraban en Lao y en Escidro); pues, cuando Síbaris fue tomada por los
de Crotona, toda la juventud milesia se cortó el pelo e hizo gran duelo, porque
dichas ciudades fueron, que nosotros sepamos, las que se guardaron mayor
amistad. Muy diferentemente lo hicieron los atenienses, porque los atenienses
manifestaron su gran pesar por la toma de Mileto de muchos modos y señaladamente
al representar Frínico un drama que había compuesto sobre la toma de Mileto, no
sólo prorrumpió en llanto todo el teatro, sino que le multaron en mil dracmas
por haber renovado la memoria de sus males propios, y prohibieron que nadie representase
ese drama.
22. Así, Mileto quedó desierta de milesios. A los samios
que tenían bienes, no les agradó en nada la conducta de sus generales con los
medos; luego del combate naval celebraron consejo inmediatamente y resolvieron,
antes de que llegara al país el tirano Eaces, salir para fundar una colonia, y
no quedarse y ser esclavos de los medos y de Eaces. Por aquel entonces, los
zancleos, pueblo de Sicilia, habían enviado mensajeros a la Jonia, e invitaban
a los jonios a Calacta, deseosos de fundar allí una ciudad jonia. La llamada
Calacta pertenece a los sicilianos, en la parte de Sicilia que mira a Tirrenia.
Ante la invitación de los zancleos, los samios fueron los únicos entre los jonios
que, en compañía de los milesios que habían podido escapar, partieron para
Sicilia, y en su viaje les sucedió lo que sigue.
23. Al trasladarse los samios a Sicilia llegaron a
las tierras de los leocrios epicefirios, al tiempo que los zancleos y su rey,
llamado Escites, sitiaba a cierta ciudad de los sicilianos con ánimo de
apoderarse de ella. En conocimiento de esto, Anaxilao, señor de Regio, enemistado
a la sazón con los zancleos, entró en contacto con los samios y les convenció
de que era preciso dejar enhorabuena a Calacta hacia donde llevaban rumbo, y
apoderarse de Zancla, que se hallaba sin hombres. Se convencieron los samios y
se apoderaron de Zancla. Cuando los zancleos oyeron que había sido tomada su
ciudad, fueron a socorrerla y llamaron a Hipócrates, señor de Gela, pues era su
aliado. Luego que vino Hipócrates con su ejército a socorrerles, encadenó a
Escites, el soberano de Zancla, por haber perdido la ciudad, y le envió, con su
hermano Pitógenes, a la ciudad de Ínix. Entregó el resto de los zancleos a los
samios, con quienes se había puesto de acuerdo empeñando y recibiendo
juramentos: el salario convenido por parte de los samios fue tomar Hipócrates
la mitad de todos los bienes muebles y de los esclavos de la ciudad y recibir
todo lo que hallase en los campos. Él mismo tuvo atados como esclavos a la mayor
parte de los zancleos y entregó a los samios los trescientos principales para
que les degollasen. Pero en verdad no lo hicieron así los samios.
24. Escites, el soberano de los zancleos, huyó de
Ínix a Hímera, de donde llegó al Asia y se presentó ante el rey Darío; Darío le
tuvo por el varón más honrado de cuantos de Grecia le habían visitado; pues,
con licencia del rey fue a Sicilia. Volvió otra vez a su presencia, y colmado
de riquezas, acabó su vida entre los persas en edad avanzada. Los samios que
habían escapado de los medos, se ganaron sin trabajo Zancla, ciudad bellísima.
25. Después de la batalla naval por Mileto, los fenicios,
por orden de los persas, restituyeron a Samo a Eaces, el hijo de Silosonte, por
lo bien que había merecido de ellos y por sus grandes servicios. Los samios, en
recompensa de haber retirado sus naves del combate, fueron los únicos entre los
que se habían sublevado contra Darío, a quienes no se les quemaron ni sus
templos ni su ciudad. Tomada ya Mileto, los persas se apoderaron al instante de
Caria, cuyas ciudades parte se humillaron voluntariamente, parte las anexaron
por fuerza.
26. Así sucedió todo eso. Histieo de Mileto se
hallaba cerca de Bizancio apresando los barcos mercantes de los jonios que
provenían del Ponto, cuando le llegó la nueva de lo sucedido en Mileto. Confió
los asuntos del Helesponto a Bisaltes, natural de Abido e hijo de Apolófanes, y
él se hizo a la vela con los lesbios hacia Quío; no queriendo recibirle la
guarnición de Quío, tuvo un encuentro en un lugar llamado Cela. Mató a muchos,
y venció con sus lesbios al resto de los de Quío, deshechos por la batalla
naval, teniendo como base de operaciones a Policna,
27. Suelen darse ciertos presagios cuando han de
caer grandes calamidades sobre una ciudad o un pueblo; y, en efecto los de Quío
habían tenido antes de esto grandes señales. De un coro de cien mancebos
enviados a Delfos, sólo dos regresaron y a los otros noventa y ocho se llevó
una peste; y en la ciudad hacia el mismo tiempo, poco antes de la batalla naval,
cayó el techo sobre los niños de la escuela, en tal forma que de ciento veinte
que eran, uno solo escapó. Éstas fueron las señales que el dios mostró:
después, la batalla naval abatió la ciudad y después de la batalla, llegó
Histieo con sus lesbios; como los de Quío estaban deshechos, les sojuzgó
fácilmente.
28. Desde aquí Histieo se fue contra Taso llevando
consigo muchos jonios y eolios. Estaban sitiando esta plaza cuando le llegó la
noticia de que los fenicios navegaban desde Mileto al resto de Jonia. Al oír
esto, dejó sin saquear a Taso y se apresuró a partir para Lesbo llevándose toda
su tropa. Pero como su ejército padecía hambre, pasó de Lesbo al continente con
ánimo de segar el trigo del territorio de Atarneo y del llano del Caico, que pertenece
a los misios. Hallábase por azar en aquellos parajes el persa Hárpago, general
de no escasa tropa, el cual, al desembarcar Histieo, tuvo un encuentro con él,
le tomó prisionero y dio muerte a la mayor parte de su ejército.
29. Histieo fue hecho prisionero del modo
siguiente. Cuando combatían los griegos contra los persas en Malena, lugar de
la comarca atarnea, permanecieron en el campo largo tiempo, hasta que luego
arremetió la caballería y cayó sobre los griegos. Ésta fue la obra de la caballería.
Los griegos se dieron a la fuga, e Histieo, con la esperanza de que el rey no
le condenaría a muerte por aquella culpa, se entregó a este cobarde amor a la
vida: en su huida fue alcanzado por un persa, y viendo que iba a pasarle de
parte a parte, le habló en lengua persa y le descubrió que era Histieo de
Mileto.
30. Si Histieo, así como fue cogido vivo, hubiera
sido llevado a Darío, no hubiera sufrido mal alguno, a mi entender, y Darío le
hubiera perdonado la ofensa. Pero, en cambio, por esta causa y para que no escapase
y volviese a gozar del favor del rey, Artafrenes, el gobernador de Sardes y
Hárpago, el que le había apresado, luego que llegó a Sardes, empalaron su
cuerpo allí mismo y enviaron a Darío, en Susa, su cabeza embalsamada. Cuando
Darío supo eso, reprendió a los que lo habían hecho por no haberle traído vivo
a su presencia, y ordenó que lavasen y amortajasen decorosamente la cabeza de
Histieo, como de un varón que había rendido grandes servicios, así a él como a
los persas.
31. Así pasó con Histieo. La armada de los persas,
que había invernado en las cercanías de Mileto, salió al mar al año siguiente,
y tomó fácilmente las islas adyacentes al continente, Quío, Lesbo y Ténedo.
Siempre que tomaban alguna de las islas, en cada una los bárbaros cazaban con
red los moradores. Cazan con red de este modo: forman un cordón, cogidos uno de
la mano del otro, desde la playa del Norte hasta la del Sur, y luego recorren
toda la isla, cazando a los hombres. También tomaron de ese modo las ciudades
jonias del continente, pero no tendían su red porque no era posible.
32. Entonces los generales persas no defraudaron
las amenazas que habían hecho a los jonios, acampados frente a ellos. Porque,
así que se apoderaron de las ciudades, escogían los niños más gallardos, los
castraban y convertían de varones en eunucos, y remitían al rey las doncellas
más hermosas. Esto hacían y quemaban las ciudades con los mismos templos. Así
por tercera vez, fueron esclavizados los jonios, la primera vez por los lidios
y dos veces seguidas por los persas.
33. La armada abandonó la Jonia, y tomó todas las
plazas situadas a la izquierda al entrar en el Helesponto, pues las que están a
mano derecha en el continente habían sido ya sometidas por los persas. Las
regiones de Europa que corresponden al Helesponto son el Quersoneso, en el cual
se hallan numerosas ciudades, y Perinto, los fuertes de Tracia, Selimbria y
Bizancio. Los bizantinos y los calcedonios, situados enfrente, no aguardaron el
ataque de los fenicios, antes dejaron su tierra, se retiraron al interior del
Ponto Euxino y se establecieron en la ciudad de Mesambria. Los fenicios,
después de incendiar las regiones abandonadas, se dirigieron a Proconeso y
Artace y habiendo entregado al fuego también éstas, hiciéronse a la vela otra
vez hacia el Quersoneso, para destruir las ciudades restantes, que no habían
arrasado en el primer desembarco. A Cícico no se acercaron siquiera los fenicios,
porque los mismos cicicenos ya antes de la expedición de los fenicios, se
habían entregado al rey pactando con Ebares, hijo de Megabazo, gobernador de
Dascileo.
34. En el Quersoneso los fenicios sometieron todas
las ciudades, menos la de Cardia. Era hasta entonces señor de ellas Milcíades,
hijo de Cimón, hijo de Esteságoras; había adquirido antes ese señorío Milcíades,
hijo de Cípselo, de la manera que sigue. Los doloncos, pueblo tracio, habitaban
en el Quersoneso. Estos doloncos, apre-miados en la guerra por los apsintios,
enviaron a Delfos sus reyes para que consultasen sobre la guerra. La Pitia les
respondió que se llevaran a su país por fundador de una colonia al primero que,
al salir del templo, les brindara hospitalidad. Iban los doloncos por la vía
sacra que pasa por la Fócide y por la Beocia, y como nadie les invitaba, se
dirigieron a Atenas.
35. En aquella sazón, Pisístrato tenía en Atenas
todo el mando, pero también era hombre poderoso Milcíades, hijo de Cípselo, de
una familia que mantenía cuadrigas. Se remontaba, originariamente a Eaco y a
Egina, y, más recientemente, a Atenas, siendo Fileo, hijo de Ayante, el primer
ateniense de dicha casa. Estaba Milcíades sentado a su puerta cuando viendo
pasar a los doloncos con traje que no era del país y con picas, les llamó y
cuando se acercaron les ofreció posada y hospedaje. Ellos aceptaron y
agasajados por él, le revelaron todo el oráculo, y después de revelárselo le
rogaron que obedeciera al dios. El relato persuadió al punto a Milcíades como a
quien estaba mal con el dominio de Pisístrato y deseoso de salirse. En seguida
envió a Delfos a consultar al oráculo si haría lo que le pedían los doloncos.
36. Como también se lo mandara la Pitia, Milcíades,
hijo de Cípselo, que antes de esto había triunfado en Olimpia con su cuadriga,
reclutó entonces a todos los atenienses que querían tomar parte en su
expedición, se hizo a la vela junto con los doloncos y se apoderó de la región;
los que le habían traído le alzaron señor. Lo primero que hizo fue levantar un
muro en el istmo del Quersoneso, desde Cardia hasta Pactia, para que los apsintios
no pudieran invadir su territorio y devastarlo. El istmo tiene treinta y seis
estadios y, a partir de ese istmo hacia el interior, el Quersoneso todo tiene
cuatrocientos veinte estadios de largo.
37. Fortificada la garganta del Quersoneso y rechazados
así los apsintios, de los demás los primeros a quienes hizo guerra Milcíades,
fueron los lampsacenos. Los lampsacenos le armaron una emboscada y le tomaron
prisionero. Pero Creso tenía aprecio por Milcíades y al saber aquello, envió un
mensaje a los lampsacenos intimándoles que dejaran en libertad a Milcíades; donde
no, les amenazaba que les destrozaría como a un pino. No acertaban los
lampsacenos en sus razones con el sentido de la amenaza de Creso de
destrozarles como a un pino, hasta que a duras penas uno de los ancianos
comprendió y dijo la verdad: que es el pino el único entre todos los árboles
que desmochado no vuelve a retoñar, sino que muere del todo. Así, por temor a
Creso, los lampsacenos dejaron en libertad a Milcíades.
38. Éste se salvó entonces gracias a Creso. Más
tarde murió sin hijos, dejando sus bienes y su mando a Esteságoras, hijo de
Cimón, su hermano de madre. Los de Quersoneso hacen en su honor sacrificios
como es costumbre hacerlos a un fundador, y han establecido un certamen, así
ecuestre como gímnico, en los cuales no puede competir ningún lampsaceno. Pero
en la guerra contra Lámpsaco, sucedió que también murió Esteságoras sin hijos,
herido de un hachazo en la cabeza en el mismo Pritaneo, por uno que era en
apariencia un desertor, y en realidad un enemigo y enemigo enconado.
39. Muerto también Esteságoras de tal modo, los Pisistrátidas
despacharon entonces en una trirreme a Milcíades, hijo de Cimón y hermano del
difunto Esteságoras, para que se hiciese cargo de los asuntos del Quersoneso.
Ya en Atenas le habían favorecido como si no hubieran tenido parte en la muerte
de Cimón, su padre, que en otro relato indicaré cómo pasó. Llegado Milcíades al
Quersoneso, se quedó en su casa, como que quería honrar a su hermano
Esteságoras. Enterados los del Quersoneso, se reunieron los señores de todas
las ciudades, vinieron en diputación común a dar el pésame a Milcíades quien
los puso presos. Así se apoderó del Quersoneso, manteniendo quinientos hombres
de guardia y tomando por esposa a Hegesípila, hija de Óloro, rey de Tracia.
40. Este Milcíades, hijo de Cimón, acababa de
llegar al Quersoneso cuando, recién llegado, hubo de sufrir otras adversidades
más graves que las que había sufrido, porque dos años antes de éstos, tuvo que
huir de los escitas. Los escitas nómades irritados por el rey Darío, se
congregaron y avanzaron hasta el Quersoneso. Milcíades no aguardó su ataque y
huyó del Quersoneso hasta que los escitas se marcharon y a él le restituyeron
de nuevo los doloncos. Eso había acontecido dos años antes que las adversidades
que a la sazón, le sobrevinieron.
41. A la
sazón, oyendo que los fenicios se hallaban en Ténedo, cargó cinco trirremes con
bienes que tenía y se embarcó para Atenas. Partió de Cardia, e iba navegando por
el golfo Melas; pero al costear el Quersoneso cayeron sobre sus naves los fenicios.
Milcíades mismo escapó a Imbro con cuatro de sus naves; pero los fenicios
persiguieron y apresaron la quinta en la que iba por capitán Metíoco, hijo
mayor de Milcíades, habido, no en la hija del tracio Óloro, sino en otra mujer.
Los fenicios le apresaron junto con la nave, y oyendo que era hijo de Milcíades,
le condujeron al rey creídos que se los agradecería mucho por cuanto Milcíades
había expresado entre los jonios la opinión de obedecer a los escitas, cuando
éstos les pedían que destruyeran el puente de barcas y volvieran a su patria.
Darío, cuando los fenicios le trajeron a Metíoco, hijo de Milcíades, no le hizo
ningún mal y sí muchos beneficios, pues le dio casa y bienes y mujer persa, y
los hijos que en ella tuvo se cuentan por persas. Milcíades llegó de Imbro a
Atenas.
42. Ese año no hubo otro acto de hostilidades de parte
de los persas contra los jonios, antes tomaron ese año medidas muy útiles para
los jonios. Artafrenes, gobernador de Sardes, hizo venir embajadores de las ciudades,
y obligó a los jonios a hacer entre ellos tratados a fin de ajustar sus
diferencias en juicio y no devastar mutuamente sus territorios. Les obligó a
hacer eso, y midió sus tierras por parasangas (como llaman los persas a los
treinta estadios), y de acuerdo con esta medición, señaló a cada cual su
tributo, que siempre se ha mantenido en la región desde ese tiempo hasta mis
días tal como lo señaló Artafrenes; la suma fijada era casi la misma que tenían
antes.
43. Ésas eran medidas de paz. Pero con la
primavera, licenciados por orden del Rey los demás generales, bajó a la costa
Mardonio, hijo de Gobrias, conduciendo un gran ejército de mar y tierra; era
joven y recién casado con Artozostra, hija del rey Darío. Conduciendo Mardonio
este ejército, cuando llegó a Cilicia, subió a bordo de una nave y navegó con
toda la escuadra, y otros capitanes condujeron las tropas de tierra al
Helesponto. Bordeando el Asia, llegó Mardonio a la Jonia, y aquí diré una gran
maravilla para aquellos griegos que no admiten que Otanes fue de parecer ante
los siete persas, que debía instituirse en Persia la democracia: depuso
Mardonio a todos los señores de la Jonia y estableció en las ciudades la
democracia. Luego, se dirigió a prisa al Helesponto. Después de juntarse una
prodigiosa cantidad de naves y numeroso ejército de tierra, cruzaron en las
naves el Helesponto, y marcharon por Europa, camino de Eretria y de Atenas.
44. Eran, en efecto, esas ciudades, el pretexto de
la expedición; pero su intento era conquistar todas las ciudades griegas que
pudiesen. Con la armada sometieron a los de Taso, los cuales ni levantaron un
dedo contra los persas; con el ejército de tierra anexaron los macedonios a los
esclavos que tenían; pues ya antes habían sometido a todos los pueblos que moran
más acá de la Macedonia. Desde Taso cruzaron a la parte del continente que está
enfrente, hasta aportar a Acanto, y partiendo de Acanto doblaron el monte Atos.
Se levantó mientras navegaban un viento Norte fuerte e invencible que les
maltrató en extremo y arrojó gran número de las naves contra el Atos. Dícese
que fueron trescientas las naves destruidas, y perecieron más de veinte mil
hombres; pues como el mar vecino al Atos abunda en fieras, unos murieron arrebatados
por ellas; otros estrellados contra las peñas; otros no sabían nadar y por eso
murieron, y otros perecieron de frío.
45. Tal sucedió con la armada. Mardonio y el
ejército de tierra habían acampado en Macedonia, cuando los brigos de Tracia
les acometieron de noche; mataron un gran número e hirieron al mismo Mardonio.
Pero ni así escaparon de ser esclavos de los persas, ya que Mardonio no partió
de esos lugares antes de haberles sometido. Después de sojuzgarles, no
obstante, volvió atrás con su ejército, tanto por la pérdida que sus tropas
terrestres habían sufrido con los brigos, como por la del gran naufragio junto
al Atos. Así, después de combatir sin gloria, la expedición se retiró al Asia.[2]
46. Lo primero que Darío hizo al año siguiente fue
enviar un mensajero a los tasios, falsamente acusados por sus vecinos de que
tramaban una sublevación, ordenándoles que demoliesen sus murallas y pasasen
sus naves a Abdera. Los tasios, en efecto así por haberse visto sitiados antes
por Histieo, como por hallarse con grandes recursos, empleaban sus riquezas en
construir naves de guerra y en rodearse de un muro más fuerte. Los recursos
provenían del continente y de las minas: de las minas de oro de Escaptésila les
entraban por lo común ochenta talentos; de las de la misma Taso, menos que de ésas,
pero con todo una suma tan grande que los tasios percibían cada año, por lo
común (cuando no pagaban contribución por sus frutos), ya del continente, ya de
las minas, doscientos talentos; y cuando percibían más, trescientos.
47. Yo vi en persona esas minas; eran con mucho las
más maravillosas las que habían sido descubiertas por los fenicios que con Taso
poblaron dicha isla, que ahora lleva el nombre del fenicio Taso. Estas minas
fenicias se hallan en Taso, entre los parajes llamados Enira y Cenira, frente a
Samotracia, en un gran monte excavado en la búsqueda. Tales son las minas. Los
tasios, pues, ante la real orden, demolieron su propio muro y pasaron todas sus
naves a Abdera.
48. Después de esto Darío quiso tentar qué pensaban
los griegos, si guerrear contra él o entregarse. Despachó, pues, heraldos a las
diversas ciudades por toda Grecia, con orden de pedir para el rey, tierra y agua.
Ésos envió a Grecia, y envió otros heraldos a sus ciudades tributarias de la
costa con orden de que construyesen naves de guerra y embarcaciones para
transportar la caballería.
49. Mientras éstos emprendían tales preparativos,
muchos pueblos del continente dieron a los heraldos que llegaban a Grecia lo
que se les pedía de parte del persa; y todos los isleños donde aquéllos
aportaron con su pedido, y entre los demás isleños los de Egina, sobre todo,
ofrecieron a Darío tierra y agua. Los atenienses llevaron a mal tal conducta,
pensando que los eginetas se habían entregado por la enemistad que les tenían,
para hacerles la guerra unidos con el persa; se asieron alegres a ese pretexto
y pasando a Esparta acusaron a los eginetas de que con esa conducta habían
traicionado a Grecia.
50. Ante esa acusación, Cleómenes, hijo de Anaxándridas
que era rey de los espartanos, pasó a Egina queriendo prender a los eginetas
más culpables. Cuando intentaba prenderles, entre otros eginetas que se le
opusieron, el que más se señaló fue Crío, hijo de Polícrito, quien le dijo que
no se alegraría de llevar un solo egineta, pues no ejecutaba aquello de orden
del común de los espartanos, sino sobornado con dinero de los atenienses, pues
si no hubiera venido con el otro rey para prenderles. Esto decía Crío según
instrucciones de una carta de Demarato. Rechazado de Egina, Cleómenes preguntó
a Crío cuál era su nombre; éste se lo dijo y Cleómenes le replicó: «Ahora bien,
Crío [‘carnero’] recubre tus astas con bronce, pues toparás con un gran
desastre».
51. Por ese tiempo calumniaba a Cleómenes, Demarato,
hijo de Aristón que quedaba en Esparta. Era asimismo rey de los espartanos,
pero de la familia inferior, no inferior en ningún otro respecto (pues las dos
son de un mismo origen), sino en el derecho de primogenitura; en atención al
cual se da más honra a la casa de Eurístenes.
52. Porque los lacedemonios, sin concordar con ningún
poeta, dicen que no fueron los hijos de Aristodemo quienes les condujeron al
país que al presente poseen, sino el mismo Aristodemo, su rey, hijo de
Aristómaco, hijo de Cleodeo, hijo de Hilo. Al poco tiempo dio a luz la mujer de
Aristodemo cuyo nombre era Argía; dicen que era hija de Autesión, hijo de
Tisámeno, hijo de Tersandro, hijo de Polinices. Dio a luz dos gemelos. Aristodemo
apenas los vio nacidos cuando murió de enfermedad. En aquella época los
lacedemonios, conformándose con sus leyes, decidieron que fuera rey el mayor de
los niños; pero no tenían cómo elegir a uno de los dos, siendo entrambos
parecidos e iguales. No pudiendo averiguarlo interrogaron a la madre, o quizás
antes ya se lo habían preguntado. Ella repuso que tampoco les distinguía, y
dijo así, aunque les conocía muy bien, deseosa de que de algún modo los dos
llegaran a ser reyes. Los lacedemonios no sabían qué partido tomar y no
sabiéndolo, enviaron a Delfos para preguntar cómo harían. La Pitia les ordenó
tener a ambos niños por reyes, pero honrar de preferencia al mayor. Así,
cuentan, les respondió la Pitia, y a los lacedemonios que estaban tan inciertos
como antes de ha-llar al primogénito, les dio consejo un mesenio de nombre
Panites. Aconsejó este Panites a los lacedemonios que observaran cuál de los
niños lavaba y alimentaba primero la madre, y si resultaba que ella siempre
hacía lo mismo, tenían todo cuanto buscaban y deseaban encontrar; pero que si
lo hacía sin orden alternando en ello, se cerciorarían de que ni la misma madre
sabía más que ellos, y en tal caso les sería preciso tomar otro camino.
Entonces los espartanos, conforme a los consejos del mesenio, observaron que la
madre de los hijos de Aristodemo (que no sabía por qué la observaban) siempre, así
en el alimento como en el baño, prefería al mayor. Tomaron los lacedemonios al
niño preferido por la madre, persuadidos de que era el primogénito, y le
criaron por cuenta del Estado; le pusieron por nombre Eurístenes, y al otro
Procles. Dicen que éstos, por más que fuesen hermanos, llegados a la mayor
edad, siempre estuvieron en discordia todo el tiempo de su vida, y lo mismo
hicieron siempre sus descendientes.
53. Los lacedemonios son los únicos entre los
griegos que esto cuentan; escribo lo que sigue conforme a lo que cuentan los
griegos: hasta Perseo, hijo de Dánae (dejando aparte al dios), están bien
enumerados por los griegos los reyes de los dorios, y está demostrado que
fueron griegos, pues por tales eran ya reputados. Dije «hasta Perseo» y no
quise tomar desde más arriba, porque Perseo no tiene apellido tomado de padre
mortal, como Heracles tiene el de Anfitrión; de suerte, que con razón dije: «hasta
Perseo están bien enumerados». Si enumera uno los progenitores desde Dánae,
hija de Acrisio, los soberanos de los dorios resultan ser oriundos de Egipto.
54. Esta es su genealogía, conforme a lo que
cuentan los griegos; pero, según cuentan los persas, Perseo mismo, que era
asirio, se hizo griego, pero no fueron griegos sus progenitores. Respecto de
los padres de Acrisio, que nada tienen que ver con la ascendencia de Perseo, convienen
en que fueron egipcios, como dicen los griegos.
55. Mas sobre este punto baste lo dicho. Por qué razón
ni por qué proezas, siendo egipcios lograron el reino de los dorios, pues ya
otros lo han referido, lo dejaremos; pero recordaré lo que otros no trataron.
56. Los espartanos han dado, pues, las siguientes
prerrogativas a sus reyes: dos sacerdocios, el de Zeus Lacedemonio y el de Zeus
Uranio; llevar las armas al país que quieran, y ningún espartano, so pena de
incurrir en anatema, se lo puede estorbar; ser los primeros en salir a campaña
y los últimos en retirarse; durante la guerra cien soldados escogidos los
custodian; toman en sus expediciones todas las reses que quieran, y se apropian
el cuero y el lomo de todas las víctimas.
57. Éstas son sus prerrogativas militares; las que
les fueron concedidas para la paz, son las siguientes: cuando se hace un sacrificio
público los reyes son los primeros en sentarse al convite; se comienza a servir
por ellos, y de todos los manjares se les distribuye a cada uno de los dos el
doble que a los demás convidados; a ellos corresponde la iniciación de las
libaciones y los cueros de las víctimas sacrificadas. Cada luna nueva y cada
séptimo día al comenzar el mes, por cuenta del Estado debe darse a cada uno
para Apolo una víctima mayor, un medimno de harina y un cuartillo lacedemonio
de vino; y en todos los certámenes les están reservados los mejores asientos.
Pueden nombrar próxenos a los ciudadanos que quieran, y elegir cada cual dos
Pitios. Los Pitios son consultores enviados a Delfos y alimentados por cuenta
del Estado en compañía de los reyes. Cuando los reyes no asisten a comidas, se
les envía a sus casas dos quénices de harina y una cótila de vino para cada
uno: el día en que asisten se les dobla la ración de todo. De igual modo son
honrados cuando los particulares les invitan a un banquete. Custodian los
oráculos pronunciados bien que de ellos sean también sabedores los Pitios. Los
únicos casos que juzgan exclusivamente los reyes son: a quién corresponde casar
con la doncella heredera que no hubiere sido desposada con nadie por su padre,
y lo que mira a los caminos públicos; si alguien quiere adoptar un hijo debe
hacerlo en presencia de los reyes. Pueden tomar asiento en el consejo de los
ancianos, que son treinta menos dos; pero si no concurren, los ancianos que les
son más allegados poseen las prerrogativas de los reyes: tienen dos votos,
aparte el tercero, que es de ellos.
58. Tales honores ha dado en vida a los reyes la comunidad
de los espartanos, y estos otros a su muerte. Unos jinetes anuncian lo sucedido
por toda la Laconia, y por la ciudad van unas mujeres golpeando un caldero.
Cuando esto pasa, es forzoso que de cada casa, dos personas libres, hombre y mujer,
vistan de duelo, y si no lo hacen incurren en graves penas. La usanza de los lacedemonios
en la muerte de sus reyes es la misma que la de los pueblos bárbaros del Asia,
ya que la mayor parte de los bárbaros sigue la misma usanza en la muerte de sus
reyes. Porque, cuando muere el rey de los lacedemonios, aparte los espartanos,
es necesario que concurran forzosamente al entierro, desde toda Lacedemonia,
cierto número de periecos. Reunidos pues, en un mismo lugar muchos millares de
ellos y de ilotas y de los mismos espartanos junto con sus mujeres, se golpean con afán la frente y se lamentan
interminablemente, diciendo siempre que el rey que acaba de morir era el mejor
de los reyes. Si el rey muere en guerra, labran su imagen y la llevan en un
féretro ricamente aderezado. Después de sepultarle, por diez días no se reúne
el ágora ni se celebran comicios, y están de duelo todos esos días.
59. En esta otra cosa se asemejan a los persas; cuando
muere un rey y se alza otro, el nuevo rey perdona las deudas que todo espartano
tuviese con su predecesor o con el Estado; entre los persas, el rey que entra
en poder hace gracia a todas las ciudades de los tributos que le adeudan.
60. En esta costumbre se parecen los lacedemonios a
los egipcios: los pregoneros, los flautistas y los cocineros heredan las artes
paternas; de suerte que el flautista es hijo de flautista, el cocinero de
cocinero y el pregonero de pregonero, y no entran otros en competencia por la
claridad de la voz ni los desplazan, sino que ejercen el oficio paterno.
61. Así en suma, pasa esto en Esparta. Hallábase entonces
en Egina Cleómenes, trabajando por el bien común de Grecia, cuando Demarato le
calumnió, no tanto por preocuparse de los eginetas, como por rencor y envidia.
Pero, vuelto de Egina Cleómenes, pensó cómo privar del reino a Demarato,
sirviéndose de lo siguiente como medio de ataque. Aristón, rey de Esparta, dos
veces casado, no tenía hijos, y como no reconocía que fuera suya la culpa, se
casó por tercera vez de este modo. Tenía por amigo un espartano a quien Aristón
estaba unido más que a ningún otro ciudadano. Este hombre tenía por esposa la
mujer con mucho más hermosa de Esparta, y por cierto la más hermosa después de
haber sido la más fea. Como era de ruin aspecto, su nodriza, viendo tan desgraciada
a la hija de una familia opulenta y viendo la pena que por su fealdad recibían
sus padres, advirtiendo todo esto pensó lo siguiente: llevarla todos los días
al santuario de Helena. Se halla éste en un lugar que llaman Terapna, más
arriba del santuario de Febo. Cuando la traía la nodriza, la colocaba ante la
estatua y suplicaba a la diosa que librase a la niñita de su fealdad. Y una vez
al volverse del templo, cuéntase que se apareció a la nodriza cierta mujer y le
preguntó qué llevaba en brazos; la nodriza respondió que llevaba una niña, y la
mujer le pidió que se la mostrara. La nodriza se negó, pues los padres le habían
prohibido enseñarla a nadie, pero como la mujer ordenase mostrársela, viendo la
nodriza que ponía tanto interés en verla, se la enseñó. La mujer pasó la mano
por la cabeza de la niña y dijo que sería la más bella de todas las mujeres de
Esparta. Y desde ese día cambió de semblante. Cuando llegó a edad de casarse,
la tomó por mujer Ageto, hijo de Alcides, ese que era amigo de Aristón.
62. Aristón, punzado de amor, por lo visto, por aquella
mujer, maquinó el siguiente artificio: prometió al ami-go de quien era la
mujer, darle en regalo de todas sus prendas, la que él mismo escogiese, e
invitó a su amigo a que, por su parte, le diese lo mismo. Ageto, sin recelar
nada por su mujer, viendo que Aristón también tenía mujer, accedió y
confirmaron el pacto con juramento. Aristón dio en seguida la alhaja,
cualquiera fuese, que escogió Ageto de entre las de su tesoro, y buscando de
recibir otra tal de parte de su amigo, trató de llevársele la esposa.
Protestaba Ageto que a todo menos a su mujer se extendía el pacto; pero,
obligado no obstante por el juramento y cogido en un astuto engaño, permitió
que se la llevase.
63. De esta manera Aristón, divorciándose de su segunda
esposa, casó con la tercera, la cual en menos tiempo, y sin cumplir los diez
meses, dio a luz a aquel Demarato. Se hallaba Aristón en una junta con los
éforos, cuando uno de sus criados le anunció que le había nacido un hijo. Aristón,
que sabía la fecha en que había casado con esa mujer, contó los meses con los
dedos y dijo con juramento: «No podría ser mío». Los éforos lo oyeron todo,
pero no lo tuvieron en cuenta por el momento. Fue creciendo el niño, y Aristón
se arrepintió de su dicho porque creyó con todas veras que era hijo suyo Demarato.
Le puso por nombre Demarato [‘rogado por el pueblo’] por este motivo: antes de
estos sucesos todo el pueblo de los espartanos había hecho rogativas para que
le naciera un hijo a Aristón, el más estimado de todos los reyes de Esparta.
64. Por eso le puso el nombre de Demarato. Andando
el tiempo murió Aristón y poseyó el reino Demarato. Pero, según parece, aquel
dicho de Aristón llegó a divulgarse y hubo al cabo de privar del reino a
Demarato. Fue Demarato muy enemigo de Cleómenes, así antes cuando retiró sus
tropas de Eleusis, como entonces, cuando Cleómenes había pasado a Egina contra
los que habían sido partidarios de los medos.
65. Lanzado, pues, Cleómenes a vengarse de Demarato
concertó con Leotíquidas, hijo de Menares, hijo de Agis, de la misma casa que
Demarato, que si lo hacía rey en lugar de éste, le seguiría en sus medidas
contra los eginetas. Era Leotíquidas el mayor enemigo que tenía Demarato por
este motivo: había aquél hecho sus esponsales con Pércalo, hija de Quilón, hijo
de Demármeno, pero le quitó la novia Demarato, quien se emboscó, se le
adelantó, robó a Pércalo, y la tuvo por mujer. De ahí ha-bía nacido el odio de
Leotíquidas contra Demarato. Entonces, por solicitación de Cleómenes,
Leotíquidas declaró bajo juramento contra Demarato que, no siendo hijo de
Aristón, no le correspondía reinar en Esparta. Después de la declaración
jurada, inició la causa recordando aquella palabra que Aristón había proferido
cuando le avisó su sirviente que le había nacido un hijo, y él, contando los
meses, juró que no era suyo. De esas palabras se asía Leotíquidas y demostraba
que no era Demarato hijo de Aristón ni le correspondía reinar en Esparta, y citaba
por testigos a los mismos éforos, que se habían hallado entonces en junta con
Aristón, y de su boca lo habían oído todo.
66. Al cabo, como se producían contiendas sobre
ello, resolvieron los espartanos interrogar al oráculo de Delfos, si era
Demarato hijo de Aristón. Formulada la pregunta a la Pitia a instigación de
Cleómenes, éste se ganó a Cobón, hijo de Aristofanto, el hombre más poderoso de
Delfos, y Cobón persuadió a la profetisa Periala a decir lo que Cleómenes
quería que dijese. Así, cuando le interrogaron los enviados, respondió la Pitia
que Demarato no era hijo de Aristón; si bien tiempo después se descubrió la
trama, Cobón fue desterrado de Delfos, y la profetisa fue privada de su cargo.
67. En cuanto a la deposición de Demarato, sucedió
de este modo; huyó Demarato de Esparta a Media por esta nueva afrenta. Después
de su deposición, ejercía un cargo para el que había sido elegido. Celebrábanse
las Gimnopedias; las contemplaba Demarato, y Leotíquidas, que ya era rey en su
lugar, le envió un servidor para preguntarle, por mofa y escarnio, qué tal le
parecía ser magistrado después de ser rey. Dolido por la pregunta, respondió
Demarato que él ya había probado lo uno y lo otro; Leotíquidas no, y que esa
pregunta sería para los lacedemonios origen de infinita dicha o de infinita
miseria. Dijo, y embozado salió del teatro para su casa; y sin dilación alguna
preparó y sacrificó a Zeus un buey y después del sacrificio llamó a su madre.
68. Al llegar su madre, le puso en las manos las asaduras
de la víctima y le suplicó en estos términos: «Madre, en nombre de todos los
dioses, y en especial por este nuestro Zeus Herceo, te suplico que me digas la
verdad, quién fue de veras mi padre. Leotíquidas afirmó en juicio que estabas
encinta de tu primer marido cuando viniste a casa de Aristón. No faltan quienes
cuenten una historia más desatinada y digan que tratabas con uno de los criados,
con el arriero, y que yo soy su hijo. Yo te ruego ahora por los dioses que me
digas la verdad. Porque, si algo hubo de esto, no has sido la única: muchas
compañeras tienes. Lo que más se dice en Esparta es que Aristón no tenía semen
fecundo, pues de otro modo le hubieran parido sus primeras mujeres».
69. Así habló, y su madre le replicó así: «Hijo, ya
que me ruegas que diga la verdad, toda la verdad te será dicha. La tercera noche
después que me llevó a su casa Aristón, acercóseme un fantasma con la figura de
Aristón, durmió conmigo y me puso en la cabeza las coronas que llevaba. El
fantasma se fue, y vino luego Aristón. Al verme con aquellas coronas me
preguntó quién me las había dado; yo repuse que él mismo, pero él no lo admitió.
Yo juré y dije que hacía mal en negarlo, pues muy poco antes había venido,
había dormido conmigo y me había dado las coronas. Como vio Aristón que yo se
lo juraba, cayó en la cuenta de que sería aquello cosa divina; en efecto, por
una parte, las coronas resultaron ser las del templete que cerca de la puerta
del patio esta levantado en honor del héroe que llaman Astrábaco; y por otra,
los adivinos respondieron que había sido el mismo héroe. He aquí, hijo, cuanto
deseas averiguar: o eres hijo de este héroe, y tu padre es Astrábaco, o lo es
Aristón, pues aquella noche te concebí. Y en cuanto a la razón con que más te
atacan tus enemigos, alegando que el mismo Aristón cuando recibió la nueva de que habías nacido dijo delante de
muchos que tú no podías ser hijo suyo (por no haber pasado el tiempo, los diez
meses), se le deslizó esa palabra por ignorancia de tal materia, pues las
mujeres paren unas a los nueve, otras a los siete meses, y no todas cumplen los
diez; yo, hijo, te di a luz sietemesino. No mucho después reconoció el mismo
Aristón que por necedad se le escapó esa palabra. No admitas otro relato acerca
de tu nacimiento, pues lo que has oído es la pura verdad. Y ojalá a Leotíquidas
y a los que eso cuentan, paran sus mujeres hijos de arrieros».
70. Así habló su madre. Demarato, oído lo que
quería saber, preparó lo necesario para el viaje y marchó a Élide, esparciendo
la voz de que iba a Delfos para consultar al oráculo. Los lacedemonios,
recelándose de que pretendía huir, le persiguieron, pero Demarato se les adelantó
y pasó de Élide a Zacinto. Tras él pasaron los lacedemonios, pretendieron
echarle mano a Demarato y quitarle sus criados. Después, como los zacintios no
le entregaron, pasó al Asia y se presentó al rey Darío; éste le acogió con
magnificencia y le concedió tierras y ciudades. Así llegó al Asia Demarato y
tal fue su fortuna; varón ilustre entre los lacedemonios, así por muchos hechos
y dichos, como en especial por haberles ganado la palma en la carrera de
cuadrigas de Olimpia, siendo el único de cuantos reyes fueron en Esparta que lo
hicieron.
71. Leotíquidas, hijo de Menares, ocupó el trono al
ser depuesto Demarato; tuvo un hijo por nombre Zeuxidamo, a quien algunos
espartanos llamaron Cinisco. Este Zeuxidamo no reinó en Esparta porque murió
antes que su padre, dejando un hijo, Arquidamo. Leotíquidas, después de perder
a Zeuxidamo, casó en segundas nupcias con Euridama, hija de Diactóridas y
hermana de Menio. En ella no tuvo hijo varón alguno, pero sí una hija, Lámpito,
la que el mismo Leotíquidas dio por esposa a Arquidamo, el hijo de Zeuxidamo.
72. Pero tampoco Leotíquidas pasó su vejez en Esparta,
sino que recibió este castigo por su conducta contra Demarato. Capitaneó a los
lacedemonios contra Tesalia y, pudiendo someter todo el país, se dejó sobornar
por una gran suma de dinero. Cogido en su campamento en flagrante delito,
sentado en una bolsa llena de dinero, y llevado ante el tribunal, fue
desterrado de Esparta. Su casa arrasada; huyó a Tegea y allí acabó sus días.
73. Todo eso sucedió tiempo después. Por entonces
Cleómenes, al ver que le había salido bien su intriga contra Demarato, tomó
consigo a Leotíquidas y se dirigió contra los eginetas, poseído de terrible
enojo por la afrenta que se le había hecho. No osaron entonces los eginetas,
viendo venir contra ellos a los dos reyes, continuar la resistencia; aquéllos escogieron
diez hombres de Egina, los de mayor consideración, por su riqueza y por su
linaje, y entre ellos Crío, hijo de Polícrito, y Casambo, hijo de Aristócrates,
los que tenían más poder; les condujeron al Ática, y les confiaron en depósito
a los atenienses, los peores enemigos de los eginetas.
74. Después de eso, Cleómenes, como se habían divulgado
sus malas artes contra Demarato, temeroso de los espartanos, se retiró a
Tesalia. De allí pasó a Arcadia y empezó a maquinar una rebelión, confederando
a los árcades contra Esparta, y haciéndoles jurar que le seguirían dondequiera
les condujese, y principalmente deseaba llevar los magistrados de Arcadia a la
ciudad de Nonacris, y tomarles juramento por la laguna Estigia; pues en dicha
ciudad los árcades dicen que se halla el agua de la Estigia. Es agua escasa que
brota de una peña y gotea en un valle; una albarrada rodea el valle. Nonacris,
donde se encuentra esta fuente, es una ciudad de Arcadia vecina a Feneo.
75. Informados los lacedemonios de lo que hacía
Cleómenes se alarmaron y le hicieron volver a Esparta con la misma posición que
ocupaba antes. Apenas volvió cuando se apoderó de él la locura (bien que de
antes era algo propenso a la demencia) pues cuando se encontraba con algún
espartano, le daba en la cara con el cetro; como hacía esto y había perdido el
juicio sus mismos parientes le ataron a un cepo. Preso allí, cuando vio que su
guardia estaba solo, le pidió su daga; al principio el guardia no quería
dársela, pero Cleómenes le amenazó con lo que le haría más adelante, hasta que
por miedo de las amenazas (pues era un ilota) el guardia le entregó la daga. Cleómenes
tomó el acero y empezó a mutilarse desde las piernas cortándose las carnes a lo
largo desde el tobillo hasta los muslos, de los muslos a las caderas y las
ijadas hasta que llegó al vientre, se despedazó las entrañas, y así murió, según
cuentan los más de los griegos, porque indujo a la Pitia a decir lo que pasó
con Demarato, pero, según cuentan los atenienses, solamente por haber talado el
bosque de los dioses, cuando invadió a Eleusis y, según los argivos, por haber
sacado del templo de Argos a los refugiados de la batalla, haberlos degollado,
y haber quemado sin respeto el bosque sagrado.
76. En efecto, consultando Cleómenes el oráculo de Delfos,
se le respondió que tomaría a Argos. Cuando al frente de los espartanos llegó
al río Erasino, el cual, según se dice, mana de la laguna Estinfálide (porque
se cuenta que esta laguna desagua en un oculto precipicio y reaparece en Argos,
desde donde los argivos llaman ya Erasino a esta corriente), llegado pues,
Cleómenes a ese río, hízole sacrificios. Como no se presentaba ningún agüero
propicio para vadearlo, dijo que admiraba al Erasino por no traicionar a sus
conciudadanos, pero que no por eso lo pasarían bien los argivos. Luego se
retiró y llevó su ejército hacia Tirea, donde sacrificó un toro al mar y
condujo su gente en naves al territorio de Tirinto y de Nauplia.
77. Sabido esto por los argivos, acudieron a la
costa, al llegar cerca de Tirinto, en un lugar llamado Hesipea, plantaron sus
reales frente a los lacedemonios, dejando entre ambos un corto espacio. Los
argivos no temían la batalla campal, pero sí temían ser tomados por fraude,
pues a eso aludía un oráculo que a ellos y a los milesios había vaticinado la
Pitia, y que decía así:
Pero el día que la hembra venza en la batalla al
macho,
le arroje y gane renombre entre todos los argivos,
muchas mujeres de Argos desgarrarán sus mejillas
y así dirán una vez entre las gentes futuras:
«La sierpe de triple espira pereció bajo la lanza».
Todas esas circunstancias reunidas inspiraban miedo
a los argivos. A ese propósito decidieron valerse del he-raldo del enemigo, y una
vez resuelto hicieron así: cuando el heraldo espartano daba una señal a los
lacedemonios, también hacían los argivos lo mismo.
78. Advirtiendo Cleómenes que los argivos ejecutaban
todo lo que su heraldo indicaba, dio orden a los suyos de que, cuando el
pregonero diera la señal de tomar el desayuno, tomaran las armas y avanzaran
contra los argivos. Así lo cumplieron los lacedemonios: estaban los argivos
tomando el desayuno conforme al pregón, cuando les atacaron, mataron a muchos y
a muchos más que se refugiaron en el bosque les cercaron y vigilaron.
79. Entonces, he aquí lo que hizo Cleómenes: tenía
consigo unos desertores, e informado por éstos, envió un heraldo para que
llamase por su nombre a los refugiados en el santuario; los llamaba afuera
diciendo que tenía su rescate; entre los peloponesios el rescate está tasado en
dos minas por prisionero. Llamó afuera, pues, Cleómenes hasta cincuenta argivos
uno a uno, y los mató sin que los demás refugiados del bosque lo advirtiesen,
pues por lo espeso de la arboleda, los de dentro no veían lo que pasaba con los
de fuera, hasta que uno se subió a un árbol y observó lo que sucedía, y ya no
salieron más al llamado.
80. Entonces Cleómenes ordenó que todos los ilotas
rodeasen el bosque de leña; obedecieron y prendió fuego al bosque. Ya estaba en
llamas cuando preguntó a uno de los desertores de qué dios era el bosque
sagrado; y aquél repuso que era de Argo, y así que lo oyó dijo con gran gemido:
«¡Oh profético Apolo! Cruelmente me has engañado, al decirme que tomaría a
Argos; entiendo que se me ha cumplido tu profecía».
81. Enseguida dio licencia Cleómenes al grueso del
ejército para volverse a Esparta y tomando en su compañía mil soldados
escogidos, fue a sacrificar al Hereo. Quería sacrificar sobre el altar, pero el
sacerdote lo prohibió, alegando no ser lícito a un forastero sacrificar allí;
Cleómenes mandó a sus ilotas que sacasen del altar al sacerdote y le azotasen,
y sacrificó él mismo. Tras esto, se volvió a Esparta.
82. De vuelta, lleváronle sus enemigos ante los éforos
acusándole de no haber tomado a Argos por soborno, pudiendo haberla tomado
fácilmente; él respondió, no puedo decir claramente si mintiendo o si diciendo
verdad, pero respondió, en fin, que después de haber tomado el templo de Argo,
le pareció que se había cumplido el oráculo del dios, y que por tanto no había
juzgado prudente atacar la ciudad antes de hacer sacrificios y darse cuenta de
si el dios se la entregaba o se oponía que como sacrificase en el templo de
Hera con agüeros propicios del pecho de la estatua brotó una llama, y así
comprendió que no tomaría a Argos; porque si la llama hubiese brotado de la
cabeza de la estatua, hubiera tomado totalmente la ciudad; pero brotando del
pecho, estaba ya ejecutado cuanto el dios quería que sucediese. Esta excusa pareció
a los espartanos razonable y digna de crédito, y salió absuelto por una gran
mayoría.
83. Quedó Argos tan huérfana de ciudadanos, que los
esclavos se adueñaron de todo, tuvieron el poder y desempeñaron empleos
públicos hasta que se hicieron hombres los hijos de los muertos; entonces
recobraron el dominio de Argos y arrojaron a los esclavos; los expulsados se
apoderaron de Tirinto mediante una batalla. Por algún tiempo quedaron en paz
unos y otros; más tarde se agregó a los esclavos cierto adivino Cleandro,
natural de Figalea en Arcadia, éste persuadió a los esclavos a atacar a sus
señores. De ahí estuvieron en guerra durante mucho tiempo, hasta que a duras
penas salieron vencedores los argivos.
84. Por este motivo, pretenden los argivos que Cleómenes
se volvió loco y murió de mala muerte. Los espartanos mismos sostienen que
Cleómenes no se volvió loco por castigo de ninguna divinidad, sino que, a
consecuencia del trato que tuvo Cleómenes con los escitas se hizo gran bebedor,
y de bebedor loco. Cuentan que los escitas nómades, después que Darío invadió
su territorio, con el ansia de vengarse enviaron embajadores a Esparta para una
alianza y convinieron en que los escitas debían seguir el río Fasis y tratar de
invadir la Media, y aconsejaban a los espartanos que acometieran desde Éfeso y
se internaran hasta juntarse con ellos. Dicen que cuando llegaron los escitas a
este fin tuvo Cleómenes demasiado trato con ellos y, tratándoles más de lo
debido, aprendió a beber vino puro, y por ese motivo creen los espartanos que
se volvió loco. Desde entonces, según ellos mismos dicen, cuando quieren beber
más fuerte, dicen: «Sirve a lo escita». Así cuentan los espartanos lo que pasó
con Cleómenes, pero a mí me parece que Cleómenes sufrió este castigo por su
proceder contra Demarato.
85. Así que se enteraron los eginetas de la muerte
de Cleómenes, despacharon a Esparta enviados para clamar contra Leotíquidas,
por los detenidos como rehenes en Atenas. Los lacedemonios convocaron el
tribunal, reconocieron que lo eginetas habían sido agraviados por Leotíquidas y
le condenaron a que fuese entregado y llevado a Egina en compensación de los
hombres retenidos en Atenas. Estaban ya los eginetas a punto de llevarse a
Leotíquidas, cuando Teásidas, hijo de Leóprepes, hombre muy estimado en
Esparta, les dijo: «¿Qué queréis hacer eginetas? ¿Al rey de los espartanos,
entregado por sus conciudadanos pretendéis llevaros? Aunque dominados por la
cólera ahora lo resolvieron así los espartanos, si vosotros lo ejecutáis, más
tarde cuidad no lleven la ruina completa a vuestro país». Al oír tales
palabras, desistieron los eginetas de llevarse a Leotíquidas, e hicieron este
acuerdo: que él les acompañase a Atenas y devolviese sus rehenes a los
eginetas.
86. Cuando Leotíquidas pasó a Atenas, reclamó su
depósito. Los atenienses se valían de pretextos, no queriendo devolverlo,
diciendo que se lo habían entregado los dos reyes y que no les parecía justo
devolverlo al uno sin el otro. Como los atenienses se negaban a devolver los
rehenes, Leotíquidas les habló así: «Atenienses, ha-ced lo que queráis: si los
devolvéis procederéis píamente y si no los devolvéis, todo lo contrario. Quiero
deciros lo que sucedió en Esparta acerca de un depósito. Cuéntase entre
nosotros, los espartanos, que vivía en Lacedemonia, hará dos generaciones,
Glauco, hijo de Epicides; era este varón el más excelente en todo, y muy
particularmente tocante a justicia era quien más fama tenía de cuantos moraban
a la sazón en Lacedemonia. A su debido tiempo le sucedió según se cuenta, este
caso: un ciudadano de Mileto vino a Esparta con deseo de tratarle y proponerle
lo siguiente: «Glauco, yo soy milesio y vengo con deseo de gozar de tu
justicia, porque, como en toda Grecia y también en Jonia, es grande la fama de
tu justicia, empecé a pensar que Jonia está siempre llena de riesgos y que
jamás vemos que los bienes se mantengan en unas mismas manos, mientras el
Peloponeso se halla seguramente establecido. Considerando esto y tomando consejo,
me resolví a convertir en dinero la mitad de mi hacienda y a depositarlo en tu
poder, bien persuadido de que en tu poder estaría todo en salvo. Recíbeme,
pues, el dinero y guarda esta contraseña; entregarás el dinero a quien te lo
pida presentándote otra igual». Así dijo el forastero que había llegado de
Mileto, y Glauco recibió el depósito en esas condiciones. Pasado mucho tiempo vinieron
a Esparta los hijos del que había depositado el dinero, se abocaron con Glauco
y le reclamaron el dinero mostrándole la contraseña. Él les rechazó con la
siguiente respuesta. “Ni me acuerdo de tal cosa ni nada de lo que decís me lo
hace saber. Pero si llego a recordarlo, quiero hacer cuanto fuere justo. Si lo
recibí, os lo devolveré cabalmente; pero si nunca toqué tal dinero, procederé
contra vosotros según las leyes de Grecia. Me remito al tercer mes, a partir de
ahora, para cumplir mis palabras”. Los milesios, llenos de pesadumbre, se
volvieron como despojados de su dinero; Glauco marchó a Delfos para consultar
al oráculo, y preguntando al oráculo si se adueñaría del dinero por medio de un
juramento, la Pitia le dirigió estos versos:
Glauco, hijo de Epicides, mejor será por ahora
valerte del juramento y adueñarte del dinero.
Jura, que es una la muerte para el justo y el
injusto.
Mas la jura tiene un hijo, sin nombre, sin pies ni
manos,
aunque veloz en la búsqueda: apresa toda la casa
y aniquila para siempre la progenie del injusto.
Mejor recompensa aguarda a la progenie del justo.
Al
oír tales palabras, Glauco pidió al dios le perdonase lo que había dicho, pero
la Pitia replicó que lo mismo era tentar al dios que cometer el delito. Glauco,
entonces, envió por los forasteros de Mileto y les devolvió su dinero. Diré,
atenienses, con qué fin comencé a contaros esta historia. De Glauco no queda
ahora descendiente alguno, ni hogar que se crea ser de Glauco: de raíz fue
exterminado de Esparta. Así, en cuanto a un depósito, no es bueno ni siquiera
pensar otra cosa, que devolverlo a quienes lo reclaman».
87. Así habló Leotíquidas, pero como ni aun así le
escucharon los atenienses, se marchó; y los eginetas, antes de dar satisfacción
de las anteriores injusticias que habían cometido contra los atenienses por
congraciarse con los tebanos, les hicieron lo siguiente. Quejosos de los
atenienses, de quienes se tenían por ofendidos, se preparaban para la venganza;
celebraban entonces los atenienses una festividad quinquenal en Sunio; se pusieron
al acecho los eginetas, apresaron la nave que conducía la delegación religiosa,
y venía llena de los varones principales de la ciudad, y les encadenaron.
88. Los atenienses, así maltratados por los
eginetas, no tardaron en maquinar todo lo posible en su daño. Había en Egina un
varón principal, por nombre Nicódromo, hijo de Cneto, el cual resentido con sus
conciudadanos por haberle antes desterrado de su patria, al ver entonces a los
atenienses ansiosos de hacer algo contra los eginetas, concertó con ellos la
entrega de Egina, declarándoles el día en que él acometería la empresa y ellos deberían venir en su
socorro.
89. Poco después se apoderó Nicódromo, según había
convenido con los atenienses, de la llamada ciudad vieja, pero los atenienses
no acudieron al tiempo debido, por no tener bastantes naves como para combatir
con las de los eginetas; entre tanto que pedían a los corintios les prestaran
sus buques, se malogró la empresa. Los corintios, como eran a la sazón los
mayores amigos de los atenienses, les dieron a su pedido veinte naves vendiéndoselas
a cinco dracmas, por no permitir la ley dárselas de regalo. Los atenienses, con
esas naves y con las propias, tripularon en todo unas setenta, navegaron hacia
Egina y llegaron un solo día después del fijado.
90. Nicódromo, al no parecer a su tiempo los atenienses,
tomó un barco y escapó de Egina y con él otros eginetas a quienes dieron los
atenienses morada en Sunio. De allí partían ellos a devastar la isla de Egina.
Pero esto sucedió después.
91. Los hombres ricos de Egina vencieron al pueblo
que en compañía de Nicódromo se les había levantado, y después de someterles,
les llevaban para darles muerte. Cometieron con ello una impiedad que no
pudieron expiar por más que hicieran, y antes se vieron arrojados de la isla
que no aplacada la diosa. En efecto: tomaron prisioneros a setecientos hombres
del pueblo y les llevaban a darles muerte; uno de ellos se libró de sus
cadenas, huyó al atrio de Deméter Tesmófora, y se asió de las aldabas de la
puerta. Como no pudieron arrancarle tirando de él, le cortaron las manos y así
le llevaron, mientras las manos quedaban asidas de las aldabas.
92. Así maltrataron los eginetas a los suyos.
Cuando llegaron los atenienses, con sus setenta naves, entraron en combate naval
y, derrotados, llamaron en su socorro a los mismos de antes los argivos. Estos,
empero, ya no les socorrieron, quejosos de que las naves de Egina (tomadas a la
fuerza por Cleómenes) habían costeado la Argólide y desembarcado junto con los
lacedemonios; en ese mismo ataque desembarcaron también hombres de las naves sicionias.
Los argivos les impusieron mil talentos de multa, quinientos a cada ciudad. Los
sicionios, reconociendo su culpa, convinieron en pagar cien talentos para
librarse de la multa. Los eginetas no reconocieron su culpa y se condujeron con
notable altivez. Por eso, cuando pidieron socorro ninguno les ayudó más, del
común de los argivos, si bien acudieron mil voluntarios. Los dirigía un general,
por nombre Euríbates, campeón en el pentatlón. Los más de ellos no volvieron,
pues murieron en Egina a manos de los atenienses; y el mismo general Euríbates
luchó en combate singular con tres hombres y así los mató, pero fue muerto por
el cuarto, Sófanes, hijo de Déceles.
93. Los eginetas atacaron la armada de Atenas que
se hallaba en desorden, la vencieron y apresaron cuatro naves con la tripulación.
94. De este modo habían empeñado los atenienses la
guerra contra los eginetas. Entretanto el persa puso en ejecución su plan, ya
que su criado le recordaba siempre que se acordase de los atenienses, los
Pisistrátidas estaban a su lado calumniando a Atenas, y a la vez él mismo,
asido de aquel pretexto, aspiraba a sojuzgar a los griegos que no le habían
dado tierra y agua. Como Mardonio había malogrado su expedición, le quitó el
cargo y nombró a otros generales, Datis, medo de nación, y Artafrenes, su sobrino,
hijo de Artafrenes. Les envió contra Eretria y contra Atenas, y les dio orden
al partir de que esclavizaran ambas ciudades y trajesen a su presencia los esclavos.
95. Así que estos generales designados partieron
del rey y llegaron a la llanura de Aleo en Cilicia, al frente de un ejército
numeroso y bien apercibido, sentaron allí sus reales, y en tanto les alcanzó
toda la armada que se había exigido a cada ciudad; y llegaron también las naves
de transporte de la caballería, que el año anterior Darío ha-bía mandado
aprestar a sus tributarios. Embarcaron en ellas los caballos, tomaron la
infantería a bordo y se hi-cieron a la vela en seiscientos trirremes para Jonia.
Desde allí no siguieron su rumbo costeando la tierra firme, en derechura hacia
el Helesponto y Tracia, sino que salieron de Samo y tomaron la derrota por el
mar Icario, pasando entre las islas: a mi parecer, por el gran temor de doblar
el Atos ya que el año anterior, llevando su rumbo por allí, había sufrido un
gran desastre. Les forzaba a ello, además, la isla de Naxo, no sometida
todavía.
96. Cuando al salir del mar Icario se dirigieron a
Naxo, hicieron tierra (pues a ella habían pensado los persas acometer en primer
término), los naxios, que tenían presentes las hostilidades de antes, huyeron
hacia los montes y no les aguardaron; los persas esclavizaron a los que
pudieron coger e incendiaron los templos y la ciudad. Tras esto se hicieron a
la mar contra las demás islas.
97. En tanto que esto hacían los persas, los delios
desampararon también a Delo y huyeron a Teno. Allá se dirigía la armada, cuando
Datis se adelantó y no permitió que las naves anclasen cerca de Delo, sino más
allá, en Renea; e informado del lugar adonde estaban los delios, les envió un
heraldo que les habló así: «Varones sagrados, ¿por qué huisteis, condenándome
indebidamente? Por mí mismo y por las órdenes del rey, pienso no hacer el menor
daño en la tierra en que nacieron los dos dioses, ni contra la tierra misma ni
contra sus habitantes. Ahora, pues, volveos a vuestras casas y vivid en vuestra
isla». Esto hizo pregonar Datis a los delios y luego acumuló sobre el altar
trescientos talentos de incienso y los quemó.
98. Tras esto, Datis navegó con su ejército primeramente
hacia Eretria, llevando consigo jonios y eolios. En seguida de partir se sintió
en Delo un terremoto, según dicen los eolios, el primero y el último hasta mis
días que se sintiera allí: y esto, creo yo, lo mostraba el dios a los hombres
como presagio de los males que iban a sobrevenir. Porque bajo los reinados de
Darío, hijo de Histaspes, de Jerjes, hijo de Darío, y de Artajerjes, hijo de
Jerjes, por tres generaciones seguidas, tuvo Grecia más males que en las otras
veinte generaciones anteriores a Darío; males ya causados por los persas, ya
por los jefes de partido, que se disputaban el mando. Por donde no tenía nada
de extraño que padeciera terremoto Delo, que no lo había padecido antes. Y
estaba escrito de ella en un oráculo:
También conmoveré a Delo, aunque sea inconmovible.
Los
nombres aquellos quieren decir en lengua griega: Darío, refrenador; Jerjes,
guerrero, y Artajerjes, gran guerrero; así podrían llamar correctamente los
griegos en su lengua a esos reyes.
99. Los bárbaros se hicieron a la mar desde Delo;
abordaban a las islas, les tomaban tropas, y cogían en rehenes a los hijos de
los isleños. Yendo de una en otra isla, aportaron a Caristo; los caristios no
les dieron rehenes y se negaron a combatir contra ciudades vecinas, aludiendo a
Eretria y a Atenas. Pusieron entonces sitio a la plaza y talaron la tierra
hasta que los caristios se dieron al partido de los persas.
100. Al oír los eretrios que navegaba contra ellos
la expedición persa, pidieron auxilio a los de Atenas. No rehusaron los
atenienses el socorro, antes bien les destinaron como auxiliares los cuatro mil
colonos que habían recibido las tierras de los caballeros calcideos. Pero por
lo visto los de Eretria no tenían consejo sano; hicieron venir a los
atenienses, pero ellos mismos estaban divididos entre dos ideas. Unos pensaban
abandonar la ciudad y retirarse a los riscos de Eubea, y otros, esperando del
persa ventajas particulares, aparejaban la traición. Ésquines, hijo de Notón,
uno de los más importantes de la ciudad, sabedor de uno y otro designio, dio
cuenta de todo lo que pasaba a los atenienses que habían venido, y les rogó que
se volviesen a su tierra para no perecer con ellos. Los atenienses obedecieron
el consejo de Ésquines, pasaron a Oropo y así se salvaron.
101. Los persas en su navegación aportaron al
territorio de Eretria, por la parte de Témeno, Quereas y Egilea. Aportados a
estos lugares, desembarcaron al punto sus caballos y se prepararon para
arremeter al enemigo. Los eretrios no tenían intento de salir ni de combatir, y
ponían su cuidado en guardar sus muros, si podían, pues había prevalecido el
parecer de no abandonar la ciudad. En un ataque violento contra el muro durante
seis días cayeron muchos de una y otra parte. Pero al séptimo, dos ciudadanos
principales, Euforbo, hijo de Alcímaco, y Filagro, hijo de Cineas, entregaron la
ciudad a los persas, quienes entrando en ella saquearon y prendieron fuego a
los templos, vengando los templos abrasados de Sardes, y esclavizaron a los
hombres conforme a las órdenes de Darío.
102. Después de someter a Eretria, se detuvieron
unos pocos días y navegaron hacia el Ática, apretando mucho a los atenienses y
pensando que harían lo mismo que habían hecho los de Eretria. Y como Maratón
era el lugar del Ática más a propósito para la caballería y más vecino a
Eretria, allí les guió Hipias, hijo de Pisístrato.
103. Cuando los atenienses supieron del desembarco,
acudieron por su parte a Maratón.[3]
Les dirigían diez generales, y era el décimo Milcíades, a cuyo padre Cimón,
hijo de Esteságoras, le había tocado salir desterrado de Atenas por Pisístrato,
hijo de Hipócrates. Mientras se hallaba desterrado, tuvo la fortuna de triunfar
en Olimpia con su cuadriga, y alcanzando ese triunfo logró idéntico honor que
su hermano de madre Milcíades. En la olimpíada siguiente triunfó con las mismas
yeguas, pero permitió que Pisístrato fuese proclamado vencedor, y por cederle
su victoria volvió a su patria con garantía. Mas al triunfar en otra olimpíada
con las mismas yeguas, le tocó morir a manos de los hijos de Pisístrato, pues
ya no vivía el mismo Pisístrato; le mataron en el Pritaneo de noche, por medio
de unos asesinos apostados. Está sepultado Cimón en el arrabal, más allá del
camino que llaman Cela, y enfrente de su sepulcro fueron enterradas esas yeguas,
tres veces vencedoras en los juegos olímpicos; otras yeguas, las de Evágoras el
lacón, habían hecho ya eso mismo, pero fuera de éstas, ningunas otras. El mayor
de los hijos de Cimón, Esteságoras, se hallaba a la sazón en casa de su tío
Milcíades, criándose en el Quersoneso; el menor estaba en Atenas, en casa del mismo
Cimón, y se llamaba Milcíades por Milcíades, el poblador del Quersoneso.
104. Era entonces general de los atenienses este Milcíades,
recién llegado del Quersoneso y dos veces escapado de la muerte; pues una vez
los fenicios le persiguieron hasta Imbro, muy deseosos de cogerle y, llegado a
su patria, cuando ya se creía en salvo, le tomaron sus enemigos y le llevaron
al tribunal acusándole por su tiranía del Quersoneso. Escapó también de ellos y
fue nombrado general de los atenienses, por elección del pueblo.
105. Lo primero que hicieron los generales, estando
aún en la ciudad, fue enviar a Esparta como heraldo a Fidípides, natural de
Atenas, corredor de larga distancia que hacía de esto su profesión. Hallándose,
según el mismo Fidípides dijo y anunció a los atenienses, cerca del monte Partenio,
más arriba de Tegea se le apareció Pan, el cual le llamó por su nombre,
Fidípides, y le mandó anunciar a los atenienses por qué no hacían ninguna cuenta
de él, que les era benévolo, les había sido antes útil muchas veces y había de
serles todavía. Tuvieron los atenienses por verdadera esta historia, y estando
ya sus cosas en buen estado, levantaron al pie de la acrópolis el templo de
Pan, y desde aquella embajada, se le propician con sacrificios anuales y con
una carrera de antorchas.
106. Despachado entonces Fidípides por los generales,
en el viaje en que dijo habérsele aparecido el dios Pan, llegó a Esparta al día
siguiente de partir de la ciudad de Atenas y, presentándose ante los
magistrados, les dijo: «Lacedemonios, los atenienses os piden que les socorráis
y no permitáis que la ciudad más antigua entre las griegas caiga en esclavitud
en manos de los bárbaros; pues en verdad Eretria ha sido ahora esclavizada y
Grecia ha perdido una ilustre ciudad». Así refirió Fidípides lo que se le había
encargado. Los lacedemonios resolvieron socorrer a los atenienses, pero les era
por el momento imposible, pues no querían faltar a su ley: porque era el día
nono, a comienzo del mes, y en el día nono, no estando lleno el círculo de la
luna, dijeron que no habrían de salir.
107. Los espartanos, pues, aguardaban a la luna
llena. Guiaba los bárbaros a Maratón Hipias, hijo de Pisístrato, quien la noche
anterior había tenido en sueños esta visión: le pareció dormir con su misma
madre; por ese sueño conjeturaba que volvería a Atenas, recobraría el mando y
moriría viejo en su propia tierra: tal era lo que conjeturaba por su sueño.
Entre tanto, mientras les guiaba, pasó los esclavos de Eretria a la isla de los
estireos llamada Eglea, hizo anclar las naves aportadas a Maratón y puso en
formación a los bárbaros que habían bajado a tierra. Mientras se ocupaba en
esto, estornudó y tosió con más fuerza de lo que acostumbraba, y como era
bastante viejo, los más de los dientes se le movieron, y arrojó uno por la fuerza
de la tos. Cayó el diente en la arena, y él se empeñó mucho en hallarle; pero
como el diente no pareciese, dio un gran gemido y dijo a los que tenía cerca:
«No es nuestra esta tierra, y no lograremos sometérnosla; lo que de ella era
mío, de eso mi diente ha tomado posesión».
108. En esto, conjeturó entonces Hipias, había
venido a parar su sueño. Estaban los atenienses formados en el recinto de
Heracles, cuando vinieron a socorrerles en ma-sa todos los de Platea; pues, en
efecto, los de Platea se habían entregado a los atenienses, y por ellos habían
padecido ya los atenienses muchos trabajos. Se habían entregado a Atenas de
este modo. Acosados los de Platea por los tebanos, se entregaron primero a
Cleómenes, hijo de Anaxándridas, y a los lacedemonios, que se hallaban
presentes, pero éstos no les admitieron, y les dijeron: «Nosotros vivimos
demasiado lejos; sería para vosotros tibio socorro el nuestro: muchas veces os
veríais cautivos antes de que nos enteráramos. Os aconsejamos que os entreguéis
a los atenienses; son vuestros vecinos, y no malos para protegeros». Así aconsejaron
los lacedemonios, no tanto por buena voluntad para los de Platea, cuanto por
deseo de que los atenienses tuvieran trabajos enemistándose con los beocios.
Así aconsejaron a los de Platea, y éstos no les desoyeron; a la sazón en que
los atenienses sacrificaban a los doce dioses, se sentaron como suplicantes
junto al altar y se les entregaron. Enterados de ello los tebanos, marcharon
contra los de Platea, y los atenienses acudieron en su socorro. Estaban a punto
de trabar combate, pero no lo permitieron los corintios, quienes como
casualmente se encontraban allí, reconciliaron a los dos pueblos que se habían
confiado a su arbitraje, y señalaron los límites de la región en estos términos:
los tebanos dejarían en paz a los beocios que no quisiesen formar parte de la
liga beocia: así lo determinaron los corintios, y se volvieron. Al tiempo que
los atenienses se retiraban, los atacaron los beocios; pero fueron derrotados en
la batalla. Los atenienses, pasando más allá de los límites que los corintios
habían señalado a los de Platea, tomaron al mismo río Asopo como límite de Tebas
en la parte que mira a Hisias y a Platea. De dicho modo se entregaron los de
Platea a los atenienses; y vinieron entonces en su socorro a Maratón.
109. Los generales atenienses pensaban de dos modos
distintos: los unos no dejaban dar batalla, porque eran pocos para combatir con
el ejército de los medos; los otros, entre los cuales se contaba Milcíades,
exhortaban al combate. Como pensaban de dos modos distintos y prevalecía el peor,
entonces Milcíades se dirigió al polemarco. Porque había un undécimo votante,
aquel que por el sorteo del haba había sido elegido por los atenienses
polemarco (antiguamente los atenienses daban al polemarco el misma voto que a
los generales); era entonces polemarco Calímaco de Afidna, a quien habló así Milcíades:
«En ti está ahora Calímaco, o esclavizar a Atenas, o hacerla libre y dejar para
toda la posteridad una memoria como no han dejado siquiera Harmodio y
Aristogitón. Ahora, sin duda, han llegado los atenienses al mayor peligro desde
que existen: si se humillan ante los medos, decidido está lo que tendrán que
sufrir entregados a Hi-pias; pero si la ciudad vence, puede llegar a ser la primera
de las ciudades griegas. Voy a explicarte cómo es posible que esto suceda y
cómo depende de ti decidir la situación. Nosotros, los diez generales, pensamos
de dos modos distintos: quieren los unos que se dé la batalla; los otros, no.
Si no la damos, temo que una gran sedición trastorne los ánimos de los
atenienses y les induzca a simpatizar con los medos; pero si la damos antes que
flaqueen algunos atenienses, y si los dioses son justos, podremos vencer en el
encuentro. Al presente, pues todo estriba en ti, y de ti depende: si te
adhieres a mi opinión, es libre tu patria y es la primera ciudad de Grecia;
pero si sigues el parecer de los que disuaden del combate, tendremos lo
contrario de todos los bienes que te he enumerado».
110. Con este discurso Milcíades se ganó a Calímaco;
y con la adición del voto del polemarco quedó decidido dar la batalla. Después,
los generales cuyo parecer había sido que se diese la batalla, cada cual en el
día en que les tocaba el mando del ejército, lo cedían a Milcíades; éste lo
aceptaba, pero no presentó combate hasta el día mismo en que le tocaba el
mando.
111. Cuando llegó su vez, las tropas atenienses se
formaron para la batalla del siguiente modo: mandaba el ala derecha Calímaco el
polemarco, pues era entonces costumbre entre los atenienses que el polemarco
tuviese el ala derecha; después de aquel jefe seguían las tribus una tras otra
en el orden en que se enumeraban; y los últimos en la formación eran los de
Platea, que tenían el ala izquierda. Desde esta batalla, cuando los atenienses
ofrecen sacrificios en las festividades nacionales que celebran cada
quinquenio, el heraldo ateniense, al rogar a los dioses, pide la prosperidad
para los atenienses y juntamente para los de Platea. Alineados entonces los atenienses
en Maratón, resultó lo siguiente: al igualarse su formación con la formación meda,
el centro constaba de pocas filas, y en esta parte era más débil la formación,
mientras cada una de las alas era fuerte por su número.
112. Una vez formados y siendo favorables los agüeros
de los sacrificios, luego que se les permitió, cargaron a la carrera los
atenienses contra los bárbaros. Había entre los dos ejércitos un espacio no
menor de ocho estadios. Los persas, que les veían cargar a la carrera, se apercibían
para recibirles, y reprochaban a los atenienses como demencia y total ruina,
que siendo pocos se precipitasen contra ellos a la carrera, sin tener
caballería ni arqueros. Así presumían los bárbaros; pero los atenienses, luego
que cerraron con ellos todos juntos, combatieron en forma digna de memoria.
Fueron los primeros entre todos los griegos, que sepamos, en cargar al enemigo
a la carrera, y los primeros que osaron poner los ojos en los trajes medos y en
los hombres que los vestían, pues hasta entonces sólo oír el nombre de los
medos era espanto para los griegos.
113. Mucho tiempo combatieron en Maratón; en el
centro de la formación, donde estaban alineados los mis-mos persas y los sacas,
vencían los bárbaros, y rompiendo por medio de ella, la persiguieron tierra
adentro. Pero en cada ala vencieron los atenienses y los de Platea; los
vencedores dejaron huir la parte derrotada del enemigo, y uniendo entrambas
alas lucharon con los bárbaros que habían roto el centro, y vencieron los
atenienses. Persiguieron a los persas en retirada haciéndoles pedazos, hasta
que llegados al mar, pidieron fuego e iban apoderándose de las naves.
114. En esta acción murió Calímaco el polemarco,
que se portó como bravo; de los generales murió Estesilao, hijo de Trasilao.
Allí fue cuando Cinegiro, hijo de Euforión, se asió de la popa de una nave y
cayó, cortada la mano de un hachazo. Cayeron además otros muchos gloriosos
atenienses.
115. De ese modo los atenienses se apoderaron de
siete naves. Los bárbaros ciaron en las demás, y habiendo otra recogido de la
isla los esclavos de Eretria que habían dejado en ella, doblaron a Sunio con el
intento de llegar a la ciudad antes que los atenienses. Sospecharon los atenienses
que por astucia de los Alcmeónidas habían formado los persas ese designio; pues
habían convenido en mostrar un escudo los persas cuando éstos estuvieran ya en
las naves.
116. Los persas, pues, doblaban a Sunio, los atenienses
marchaban a todo correr al socorro de la ciudad y llegaron antes que los
bárbaros. Habían venido del recinto de Heracles en Maratón, y acamparon en otro
recinto de Heracles, el de Cinosarges. Los bárbaros, llegados a la altura de
Falero, que era entonces el arsenal de los atenienses, se detuvieron allí y
luego navegaron de vuelta al Asia.
117. En esa batalla de Maratón murieron unos seis
mil cuatrocientos bárbaros y ciento noventa y dos atenienses; tal es el número
de los que cayeron de una y otra parte. Sucedió allí el siguiente prodigio:
Epicelo, ateniense, hijo de Cufágoras peleando en la refriega y conduciéndose
como bravo, perdió la vista sin haber recibido golpe de cerca, ni tiro de lejos
en todo su cuerpo; y desde aquel punto quedó ciego por el resto de su vida. He
oído que él contaba esta historia acerca de su desgracia: que le pareció que se
le ponía delante un hoplita de gran estatura, cuya barba cubrió de sombra todo
su escudo, el fantasma pasó de largo y mató al soldado que estaba a su lado:
tal era, según he oído, lo que contaba Epicelo.
118. Al marchar Datis al Asia con su armada, cuando
llegó a Micono tuvo en sueños una visión; no se dice cuál fuese la visión, pero
apenas amaneció hizo registrar las naves, y habiendo hallado en una nave
fenicia una imagen dorada de Apolo, preguntó de dónde había sido robada e
informado de qué templo era, navegó en su propia nave a Delo. Y como entonces
los delios habían vuelto a la isla, depositó la imagen en el santuario, y
encargó a los delios que la llevasen a Delio, lugar de Tebas que está en la
playa de Calcis. Dio la orden Datis y se volvió pero los delios no llevaron la
estatua, y al cabo de veinte años los tebanos, avisados por un oráculo, la
trajeron a Delio.
119. Cuando en su navegación Datis y Artafrenes
arribaron al Asia, llevaron a Susa los eretrios esclavizados. El rey Darío,
antes de caer en cautiverio los eretrios, abrigaba contra ellos terrible
cólera, por haber iniciado las hostilidades; pero después que les vio llevados
a su presencia y puestos en su poder, no les hizo ningún mal sino establecerles
en un territorio suyo de la región de Cisia, que tiene por nombre Arderica,
distante de Susa doscientos diez estadios, y cuarenta del pozo que produce tres
especies distintas, pues de él se saca betún, sal y aceite, en esta forma.
Vacían el pozo con una cabria que, en vez de cubo, lleva atada la mitad de un
odre. Métenlo y luego lo vierten en una cisterna, y de ésta lo derraman en
otra, donde se convierte en las tres especies: el betún y la sal se cuajan al
instante; al aceite llaman los persas radinaca; es negro y despide olor
pesado. Allí estableció el rey Darío a los eretrios, los cuales ocupaban hasta mis
tiempos ese país y conservaban su antigua lengua. Tal sucedió con los eretrios.
120. Los lacedemonios llegaron a Atenas en número
de dos mil, después de la luna llena, y con tan grande empeño de alcanzar al
enemigo, que al tercer día de salidos de Esparta llegaron al Ática. Pero aunque
arribados después de la batalla, quisieron no obstante ver a los medos;
fuéronse a Maratón y los contemplaron. Luego alabaron a los atenienses y su
hazaña y se volvieron.
121. Admiración me causa, y no admito la historia,
que los Alcmeónidas, de concierto con los persas les mostrasen el escudo, queriendo
que Atenas estuviese sometida a los bárbaros y a Hipias; pues ellos se mostraron
tanto o más enemigos de los tiranos que Calias, hijo de Fenipo y padre de
Hiponico. Porque Calias fue el único entre todos los atenienses que, desterrado
Pisístrato de Atenas, se atrevió a comprar sus bienes, puestos en subasta
pública, y en otras mil cosas le hizo todo el daño posible.
122. De este Calias vale la pena que todo el mundo
se acuerde por muchas razones: ya por haber sido, como he dicho, un hombre de
gran ánimo para libertar a su patria; ya por lo que hizo en Olimpia, donde
salió vencedor en la carrera de caballos, y segundo en la de la cuadriga (antes
había triunfado en los juegos píticos), se puso en evidencia ante todos los
griegos por su gran prodigalidad; ya por el modo de portarse con sus hijas, que
fueron tres: porque, cuando estuvieron en edad de matrimonio les dio la más
espléndida dote, y les permitió elegir entre todos los atenienses al que cada
una de ellas quisiera para marido, y con aquél las casó.
123. Y fueron los Alcmeónidas igualmente o nada
menos enemigos de los tiranos que Calias. Admiración me causa, pues, y no
admito la calumnia de que mostrasen el escudo unos hombres que huían todo el
tiempo de los tiranos y por cuyo ardid abandonaron los Pisistrátidas la
tiranía. Así ellos fueron los que libertaron a Atenas, mucho más que Harmodio y
Aristogitón, según juzgo yo, pues éstos, con matar a Hiparco irritaron a los
demás Pisistrátidas, pero en nada contribuyeron a poner fin a los demás
tiranos. Los Alcmeónidas, evidentemente, libertaron a Atenas, si fueron ellos
realmente los que persuadieron a la Pitia a indicar a los lacedemonio que
libertasen a Atenas según tengo antes declarado.
124. Podrá decirse que quizá por algún disgusto con
el pueblo de Atenas traicionaron a su patria; pero no hubo en Atenas hombres
más acreditados ni más honrados por el pueblo. Así que ni es razonable que
mostrasen el escudo por semejante motivo. Es cierto que alguien mostró un
escudo, ni otra cosa puede decirse, porque así sucedió; pero sobre quién fuese
el que lo mostró, no tengo más que añadir de lo que he dicho.
125. Los Alcmeónidas, desde tiempo atrás eran distinguidos
en Atenas, pero mucho más lo fueron desde Alcmeón, no menos que desde Megacles.
Porque al llegar de parte de Creso al oráculo de Delfos unos lidios de Sardes,
Alcmeón, hijo de Megacles, fue su auxiliar y les ayudó con ahínco. Y Creso
informado por los lidios que habían visitado a Delfos, de cómo le había
favorecido, le llamó a Sardes, y llegado que hubo, le ofreció de regalo tanto
oro cuanto de una vez pudiese llevar encima. Ante semejante oferta, Alcmeón
trazó esta astucia: se puso una gran túnica y dejó ancho el seno de la túnica;
se calzó los coturnos más holgados que encontró y se fue al tesoro adonde le
condujeron. Allí cayó sobre un montón de oro en polvo, y en primer lugar se
atestó de oro las piernas, cuanto cabía en sus coturnos; llenó después de oro
todo el seno; esparció oro en polvo por todo el cabello de su cabeza, y tomó
otra porción en la boca. Salía del tesoro arrastrando apenas los coturnos,
parecido a cualquier cosa menos a un hombre, pues tenía inflados los mofletes y
estaba hinchado por todas partes. Al verle Creso se echó a reír, y no sólo le
dio todo aquello, sino además otros presentes no menores. Así quedó muy rica
aquella casa, y Alcmeón pudo criar caballos para las cuadrigas y vencer con ellos
en los juegos olímpicos.
126. En la generación siguiente, Clístenes, señor
de Sición, exaltó a la misma familia, de suerte que llegó a ser entre los griegos
mucho más célebre que antes. Este Clístenes, hijo de Aristónimo, hijo de Mirón,
hijo de Andreas, tenía una hija llamada Agarista, y quiso hallar el mejor de
los griegos para casarle con ella. Así, pues, mientras se celebraban los juegos
olímpicos, en los cuales salió vencedor con su cuadriga Clístenes, hizo pregonar
que todo griego que se juzgase digno de ser yerno de Clístenes, a los sesenta
días o antes, se presentase en Sición, pues Clístenes celebraría las bodas de
su hija dentro de un año, empezando de allí a sesenta días. Entonces todos los
griegos que se sentían orgullosos de sí mismos, y de su patria, concurrieron
como pretendientes; y Clístenes hizo construir un estadio y una palestra para
ese mismo fin.
127. De Italia vino Esmindírides de Síbaris, hijo
de Hipócrates, el hombre que había llegado al colmo de la molicie, en un tiempo
en que Síbaris florecía sobremanera, y Dámaso de Siris, hijo de Amiris, llamado
el sabio: ésos vinieron de Italia. Del golfo Jonio, Anfimnesto de Epidamno,
hijo de Epístrofo: éste vino del golfo Jonio. Vino un etolio, Males, hermano de
ese Titormo que superó en fuerza a todos los griegos y se retiró al extremo de
Etolia, huyendo de los hombres. Del Peloponeso llegó Leocedes, hijo de Fidón,
tirano de los argivos, ese Fidón que fijó los pesos y medidas de los
peloponesios y fue el hombre más violento de todos los griegos; él quitó a los
eleos la presidencia en los juegos olímpicos y los presidió él mismo. Vino
entonces el hijo de ese hombre, y de Trapezunte, Amianto de Arcadia, hijo de
Licurgo; Láfanes de Azania, natural de la ciudad de Peo, hijo de Euforión, de
quien es fama en Arcadia que recibió en su casa a los Dióscuros y desde aquel
tiempo solía hospedar a todo hombre; y Onomasto de Elis, hijo de Ageo: ésos vinieron
del mismo Peloponeso. De Atenas llegaron Megacles, hijo de aquel Alcmeón que
había visitado a Creso, y otro, Hipoclides, hijo de Tisandro, el más rico y gallardo
de los atenienses. De Eretria, entonces floreciente, concurrió Lisanias: éste
fue el único de Eubea. De Tesalia vino Diactórides de Cranón, de la familia de
los Escópadas; y de los molosos, Alcón. Todos ésos fueron los pretendientes.
128. Cuando se presentaron al día señalado,
Clístenes se informó ante todo de la patria y linaje de cada uno. Después les
retuvo un año haciendo prueba de la bizarría, del carácter, de la educación y
de las costumbres de todos, ya tratando con cada uno ya con todos en común; ya
llevando a los más jóvenes a los gimnasios y, lo que es más importante que todo,
hacía prueba de ellos en la mesa, pues todo el tiempo que les retuvo hizo todo por
ellos y les hospedó con esplendidez. Los que más le satisfacían entre los
pretendientes eran los venidos de Atenas y entre éstos Hipoclides, el hijo de
Tisandro, por su bizarría y por estar emparentado por sus antepasados con los
Cipsélidas de Corinto.
129. Cuando llegó el día fijado, así para celebrar
la boda como para que Clístenes proclamara al que había elegido entre todos,
sacrificó Clístenes cien bueyes y agasajó, no sólo a los pretendientes, sino
también a todos los sicionios. Terminada la comida, los pretendientes competían
en la música o en hablar entre la concurrencia. Continuaba la sobremesa, cuando
Hipoclides, que embelesaba a todos, mandó al flautista que le tocase cierta
danza; obedeció éste, y la bailó con gran satisfacción propia, aunque Clístenes
le miraba y recelaba de todo aquello. Después de un rato, Hipoclides ordenó que
le trajesen una mesa, y cuando llegó la mesa, primero bailó sobre ella unos
bailecitos laconios; luego, otros áticos; y por último apoyando la cabeza en la
mesa, daba zapatetas en el aire. Clístenes, si bien con la primera y segunda
danza abominaba ya de tomar por yerno a Hipoclides a causa de su bailar
desvergonzado, se reprimía, no queriendo estallar contra él, pero cuando le vio
dar zapatetas en el aire, no pudo reprimirse más y le dijo: «Hijo de Tisandro,
con tu danza has perdido la boda». Y replicó el mozo: «¿Qué se le da a
Hipoclides?» Y desde entonces el dicho quedó en proverbio.
130. Clístenes hizo silencio y habló así a todos: «Pretendientes
de mi hija, pagado estoy de todos vosotros, y si fuera posible a cada uno de
vosotros favorecería sin escoger a un solo privilegiado y desechar a los demás.
Pero como, tratándose de una doncella sola, no cabe contentaros a todos, doy a
cada uno de los rechazados un talento de plata por haber querido entroncar
conmigo, y por haberos ausentado de vuestras casas, y entrego mi hija Agarista
a Megacles, hijo de Alcmeón, conforme a las leyes atenienses». Aceptó Megacles
los esponsales, y Clístenes realizó las bodas.
131. Todo
esto pasó con la competencia de los pretendientes, y así la fama de los
Alcmeónidas resonó por toda Grecia. De este matrimonio nació Clístenes que estableció
las tribus y la democracia en Atenas, y que llevaba el nombre de su abuelo materno,
de Sición. Nacióle a Megacles ése y también Hipócrates, y a Hipócrates, otro
Megacles y otra Agarista, que llevaba el nombre de la Agarista hija de
Clístenes. La segunda Agarista casó con Jantipo, hijo de Arifrón, y estando
encinta tuvo un sueño: le pareció que daba a luz un león, y poco después dio a
luz a Pericles, hijo de Jantipo.
132. Después del desastre persa en Maratón, Milcíades,
ya antes reputado entre los atenienses, aumentó más su reputación. Pidió a sus
conciudadanos setenta naves con tropa y dinero, sin declararles contra qué país
marchaba, pero asegurándoles que si le seguían, iba a enriquecerles, pues les
llevaría a un país tal que sacarían fácilmente de él oro en abundancia. En
estos términos pidió las naves, y los atenienses, exaltados con semejantes
palabras, se las entregaron.
133. Recibió Milcíades la expedición y partió
contra Paro, pretextando que los parios les habían provocado, al venir en sus
trirremes a Maratón junto con los persas. Pero esto era excusa verbal; en
realidad guardaba cierto encono contra los parios, porque Liságoras, hijo de
Tisias y natural de Paro, le había calumniado ante el persa Hidarnes. Llegado
allá Milcíades con su expedición, puso sitio a los parios que se habían
encerrado dentro de sus muros, y les envió un heraldo pidiéndoles cien talentos
y diciendo que si no se los daban no retiraría el ejército antes de tomar la
plaza. Los parios ni pensaban siquiera cómo darían a Milcíades el dinero, antes
bien discurrían cómo defender su ciudad, y entre otras cosas idearon ésta: levantar
por la noche al doble de su antigua altura el lienzo de la muralla que había
sido débil en el asalto.
134. Hasta este punto de la narración concuerdan todos
los griegos, lo que sucedió a partir de aquí lo cuentan los parios del
siguiente modo: dicen que Milcíades no sabía qué partido tomar, cuando se abocó
con él una prisionera natural de Paro que se llamaba Timo y era sacerdotisa de
las diosas de la tierra. Llego ésta a presencia de Milcíades y le aconsejó que
si tenía mucho empeño en tomar a Paro, hiciera lo que ella le aconsejaba, y
luego le dio su consejo. Subió Milcíades al cerro que está frente a la ciudad y
saltó la cerca, no pudiendo abrir las puertas del templo de Deméter Tesmófora;
después de saltar, se dirigió al santuario para hacer algo dentro, ya para
mover algo que no es lícito mover, ya para ejecutar cualquier otra cosa. Al
llegar a las puertas, he aquí que le sobrevino un terror religioso, y se lanzó atrás
por el mismo camino; al saltar otra vez la pared, se dislocó un muslo, o, según
dicen otros, dio en tierra con una rodilla.
135. Malparado, pues, Milcíades navegó de vuelta
sin traer tesoros a los atenienses y sin haber conquistado a Paro; había
sitiado la ciudad veintisiete días y talado la isla. Enterados los parios de
que Timo, la sacerdotisa de las diosas, había guiado a Milcíades, y queriendo
castigarla por ello, cuando estuvieron libres del asedio, enviaron a Delfos
emisarios para preguntar si darían muerte a la sacerdotisa de las diosas, por
haber revelado a los enemigos de su patria cómo podrían tomarla y por haber mostrado
a Milcíades los sagrados misterios que a ningún varón era lícito conocer. Pero
no lo permitió la Pitia y dijo que la culpa no era de Timo, sino que, como Milcíades
tenía que acabar mal, ella se le había aparecido como guía para esos crímenes.
136. Así respondió la Pitia a los parios. Vuelto Milcíades
de Paro, no hablaban de otra cosa los atenienses, y sobre todo Jantipo, hijo de
Arifrón, quien le abrió ante el pueblo causa capital, acusándole de haber
engañado a los atenienses. Milcíades, aunque presente, no se defendió en
persona: se hallaba imposibilitado por gangrenársele el muslo; estaba en cama
allí mismo, y le defendieron sus amigos haciendo mucha memoria del combate de
Maratón, como también de la toma de Lemno, cómo había tomado a Lemno, castigando
a los pelasgos y la había entregado a los atenienses. El pueblo se puso de su
lado en cuanto a absolverle de la pena capital, pero le multó por su delito en
cincuenta talentos. Después de este juicio, como se le gangrenase y pudriese el
muslo, murió Milcíades, y su hijo Cimón pagó los cincuenta talentos.
137. Milcíades, hijo de Cimón, se apoderó de Lemno
de este modo. Habían sido los pelasgos arrojados del Ática por los atenienses,
si con razón o sin ella, no puedo decirlo; sólo sé lo que sobre ello se dice,
esto es, que Hecateo, hijo de Hegesandro, afirma en su historia que fueron
arrojados sin razón. Porque, dice, viendo los atenienses el terreno situado al
pie del Himeto, que habían dado a los pelasgos como residencia (en pago del
muro que éstos habían construido en tiempo atrás alrededor de la acrópolis),
viendo, pues, los atenienses bien cultivado ese terreno, que antes era estéril
y sin ningún valor, tuvieron envidia y codicia de la tierra, y así les
arrojaron sin alegar ningún otro motivo. Pero, según dicen los mismos
atenienses, les arrojaron con razón; porque, establecidos los pelasgos al pie
del Himeto, salían de allí a inferirles estos agravios: las hijas e hijos de
los atenienses solían ir por agua a las Nuevas Fuentes, por no tener esclavos
en aquel tiempo, ni ellos ni los demás griegos; cada vez que llegaban, con
vergüenza y desprecio las maltrataban los pelasgos; y no contentos todavía con
tal proceder, al cabo fueron cogidos en flagrante delito de tramar un ataque.
Ellos, dicen los atenienses, se condujeron mucho mejor que los pelasgos, ya que
pudiendo matarles, pues les habían cogido tramando un ataque, no quisieron
hacerlo y les ordenaron salir de su tierra. Así expulsados, ocuparon varias
tierras y señaladamente Lemno. Aquello es lo que dijo Hecateo; esto, lo que dicen
los atenienses.
138. Estos pelasgos que ocupaban entonces Lemno,
deseosos de vengarse de los atenienses, como conocían sus festividades,
adquirieron naves de cincuenta remos, y acecharon a las mujeres atenienses que
celebraban en Braurón la fiesta de Ártemis. Robaron muchas, se hicieron con
ellas a la mar, las trajeron a Lemno y las tuvieron por concubinas. Al llenarse
de hijos estas mujeres, enseñaban la lengua ática y las maneras atenienses a
sus niños, quienes no querían juntarse con los hijos de las mujeres pelasgas, y
si veían que uno de éstos golpeaba a uno de ellos, acudían todos a su defensa y
se socorrían mutuamente; y hasta pretendían mandar sobre los otros y les
dominaban mucho. Viendo los pelasgos lo que pasaba, entraron en cuenta consigo
y consultando entre sí se llenaron de temor si esos niños resolvían ayudarse
contra los hijos de las mujeres legítimas y ya intentaban mandar sobre ellos,
¿qué no harían al hacerse hombres? Resolvieron entonces matar a los hijos de las
mujeres áticas; así lo hicieron, y por añadidura mataron también a sus madres.
De este hecho y de aquel otro anterior, que cometieron las mujeres cuando
dieron muerte a sus maridos que acompañaban a Toante, se acostumbra por toda Grecia
llamar «lemnias» a todas las grandes crueldades.
139. Después que los pelasgos dieron muerte a sus
propios hijos y mujeres, ni la tierra rendía fruto, ni mujeres y rebaños eran
fecundos como antes. Apretados, pues, por el hambre y la esterilidad, enviaron
a Delfos para pedir remedio de las calamidades en que se hallaban. La Pitia les
mandó dar a los atenienses la satisfacción que éstos fijasen. Fueron, pues, a
Atenas los pelasgos y se declararon dispuestos a satisfacer la pena de todo su
delito. Los atenienses aparejaron en su pritaneo una cama, lo más rica que
pudieron, y sirvieron una mesa llena de todo género de manjares, y mandaron a
los pelasgos que les entregasen su país en igual estado; a lo que respondieron
los pelasgos: «Cuando una nave de vuestro país llegue al nuestro el mismo día
con viento Norte, entonces os lo entregaremos». Así decían sabiendo que eso no
podía suceder, porque el Ática está muy al sur de Lemno.
140. Por entonces todo quedó así; pero muchísimos
años después, cuando el Quersoneso del Helesponto cayó en poder de los
atenienses, Milcíades, hijo de Cimón, con la ayuda de los vientos etesias, hizo
en una nave el viaje de Eleunte, en el Quersoneso, a Lemno e intimó a los
pelasgos a salir de la isla, recordándoles el oráculo que ellos jamás esperaron
que se les cumpliría. Obedecieron entonces los de Hefestia, pero los de Mirina,
que no reconocían como ático el Quersoneso, fueron sitiados hasta que también
se sometieron. Así se apoderaron de Lemno los atenienses y Milcíades.
[1] 494 a.C.
[2] 492 a.C.
[3] 490 a.C.
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