1.
Los persas dejados por Darío en Europa, y a quienes mandaba Megabazo,
sometieron en primer término a los perintios del Helesponto, que no querían ser
súbditos de Darío y que antes habían tenido mucho que sufrir de parte de los
peonios. En efecto, a los peonios del Estrimón les profetizó el dios que
marchasen contra los perintios y les acometieran si, acampados frente a ellos
los perintios, les desafiaban llamándoles a gritos por su nombre; pero si no
les gritaban no les acometieran. Así lo hicieron los peonios. Los perintios
acamparon frente a ellos en el arrabal, y tuvieron tres combates singulares con
desafío, pues luchan hombre a hombre, caballo con caballo y perro con perro.
Vencedores los perintios en los dos primeros, mientras cantaban gozosos el
peán, conjeturaron los peonios que eso mismo era lo que quería decir el
oráculo, y se dijeron a sí mismos: «Ahora podría cumplírsenos el oráculo; ahora
de nosotros depende». Así, mientras los perintios cantaban el peán, les
acometieron los peonios, les vencieron decididamente y dejaron pocos con vida.
2. De este modo pasó lo que antes había pasado con
los peonios; pero entonces los perintios se mostraron bra-vos defensores de su
libertad, aunque los persas y Megabazo les vencieron por su número. Una vez
sojuzgada Perinto, Megabazo condujo su ejército a través de la Tracia,
sometiendo al rey toda ciudad y todo pueblo de los que allí moraban, pues así
le había ordenado Darío, someter la Tracia.
3. El pueblo de los tracios es el más grande de
todos después de los indios. Si fuesen gobernados por un solo hombre, o
procediesen de común acuerdo, serían invencibles y, en mi opinión, mucho más
poderosos que todos los demás pueblos; pero esta unión es difícil e imposible
que jamás se haga, y por eso son débiles. Tienen muchos nombres, cada cual
según su región; guardan todos ellos usanzas semejantes en todo, salvo los
getas, los trausos y los que moran más allá de los crotoneos.
4. Ya he dicho lo que hacen los getas, que se creen
inmortales. Los trausos proceden en todo como los demás tracios pero en el
nacimiento y en la muerte de los suyos hacen así: puestos los parientes
alrededor del recién nacido, se lamentan por todos los males que deberá sufrir
y cuentan todas las desventuras humanas; pero al morir uno de ellos, contentos
y gozosos, le entierran con la idea de que se ha librado de tantos males y se
halla en completa bienaventuranza.
5. Los pueblos situados más allá de los crotoneos
practican lo siguiente: cada cual tiene muchas mujeres; cuando muere uno de
ellos, hay gran contienda entre sus mujeres, y gran empeño entre sus allegados,
sobre cuál de ellas fue la más querida de su marido. La que sale elegida y
honrada colmada de elogios por hombres y mujeres, es degollada sobre el
sepulcro por su pariente más cercano. Una vez degollada se la entierra junto
con su marido; las demás se llenan de aflicción, porque es para ellas la mayor
infamia.
6. Los demás tracios tienen este uso: venden sus
hijos al extranjero. No guardan a sus doncellas, y les permiten unirse con
cualquier hombre; pero guardan rigurosamente a sus esposas; y las compran a los
padres a gran precio. Estar tatuados se juzga señal de noble linaje: no estarlo,
es de linaje innoble. Estar ocioso es lo más honroso; labrar la tierra, lo más
deshonroso; la mayor honra es vivir de la guerra y de la presa.
7. Ésas son las costumbres más notables. Veneran solamente
a estos dioses: Ares, Dióniso y Ártemis; pero sus reyes, a diferencia de los
demás ciudadanos, veneran a Hermes más que a ningún dios, sólo juran por él y
afirman que descienden de Hermes.
8. Los entierros de los ricos son así: durante tres
días exponen el cadáver, degüellan toda clase de víctimas y se regalan con
ellas, plañiendo primero; después dan sepultura al cadáver quemándolo o si no
enterrándolo. Levantan un túmulo y proponen toda suerte de certámenes; reservan
los mayores premios por su importancia al combate singular. Tales son los
entierros de los tracios.
9. Nadie todavía puede describir exactamente lo que
queda más al norte de esta región, ni qué hombres son los que en ella moran; ya
del otro lado del Istro parece desierta y sin límite. Los únicos que, según he
podido tener noticia, moran del otro lado del Istro son unos hombres llamados
siginnas, quienes visten traje medo. Dícese que sus caballos son tan vellosos, que
tienen todo el cuerpo cubierto de pelo de cinco dedos de largo; que son
pequeños, chatos y no pueden llevar un hombre a cuestas, aunque uncidos al
carro son velocísimos y que por eso los naturales emplean carros. Sus confines
se extienden hasta cerca de los énetos del Adriático, y dicen ellos que son
colonos de los medos, pero yo no puedo explicar cómo lo sean, si bien todo
podría suceder en largo tiempo. Los ligies, establecidos más allá de Marsella,
llaman siginnas a los comerciantes al menudeo, y los de Chipre dan ese nombre a
las lanzas.
10. Según dicen los tracios, las abejas ocupan la región
allende el Istro y por ellas no es posible penetrar más adelante. Al decir
esto, me parece a mí que dicen cosas no verosímiles, pues es evidente que estos
animales no soportan el frío. A mí me parece que las tierras del Norte son
inhabitables por el frío. Esto es lo que se dice de esa región, y Megabazo
sometía sus costas al dominio de los persas.
11. Apenas Darío pasó el Helesponto y llegó a Sardes,
hizo memoria, así del servicio de Histieo de Mileto como del aviso de Coes de Mitilene.
Llamó a los dos a Sardes y les dio a elegir. Histieo, como que era señor de
Mileto, no pidió más señorío, pero sí pidió Mircino, lugar de los edonos,
queriendo fundar allí una ciudad. Así eligió Histieo, pero Coes, como que no
era señor sino particular, pidió el señorío de Mitilene.
12. Cumplidos los deseos de ambos, se dirigieron
ellos a los lugares que habían elegido; pero sucedió que Darío, por haber visto
el siguiente lance, concibió el deseo de encargar a Megabazo que se apoderase
de los peonios y los deportase de Europa al Asia. Luego que Darío pasó al Asia,
dos peonios, Pigres y Mancies, deseando enseñorearse de los peonios, llegaron a
Sardes, trayendo consigo a una hermana hermosa y de gran estatura. Aguardando a
que Darío se sentase en el arrabal de los lidios, hicieron lo siguiente:
ataviaron a su hermana como mejor pudieron, y enviáronla por agua con su cántaro
en la cabeza, llevando un caballo por el ronzal, puesto en el brazo, y con un
huso en la mano. Al pasar la mujer llamó la atención de Darío pues no obraba al
modo persa ni lidio ni de ningún pueblo del Asia. Como le ha-bía llamado la
atención, despachó a algunos de sus guardias, con orden de observar lo que
haría con el caballo la mujer, y los guardias la siguieron. Ella en llegando al
río, abrevó el caballo, luego de abrevarlo y de llenar de agua su cántaro, pasó
por el mismo camino con su cántaro en la cabeza, llevando el caballo por el
ronzal, puesto en el brazo, y revolviendo el huso.
13. Admirado Darío, tanto de lo que oyó de sus observadores
como de lo que él mismo veía, ordenó que la trajeran a su presencia. Cuando se
la trajeron, también estaban presentes sus hermanos, quienes allí cerca observaban
todo. Darío preguntó de dónde era la mujer, y respondieron los jóvenes que eran
peonios y que aquélla era su hermana. Por respuesta, preguntó Darío qué gentes
eran los peonios, en qué lugar de la tierra moraban, y con qué intención habían
venido a Sardes. Explicaron que habían ido allí para entregarse a él, que
Peonia tenía sus ciudades junto al río Estrimón, y el Estrimón no estaba lejos
del Helesponto, y que eran colonos de los teucros de Troya. Esto respondieron
punto por punto y Darío preguntó si eran allí todas las mujeres tan hacendosas,
y ellos se apresuraron a replicar que así era, ya que con ese propósito habían
hecho todo aquello.
14. Escribió entonces Darío a Megabazo, a quien había
dejado en Tracia por general, ordenándole deportar de su país a los peonios y
conducirles a Sardes con sus hijos y mujeres. Corrió en seguida un jinete con
el mensaje al Helesponto, lo cruzó y entregó la carta a Megabazo. Éste, después
de leerla y tomar guías de Tracia, marchó contra Peonia.
15. Enterados los peonios de que los persas venían
contra ellos, se congregaron y salieron al mar, creyendo que por ahí
intentarían acometerles los persas. Los peonios estaban, pues, prontos a
contener el ejército de Megabazo; pero los persas, informados de que los
peonios se habían congregado, y vigilaban la entrada por mar, merced a sus
guías, se volvieron por el camino alto y, sin ser advertidos por los peonios,
cayeron sobre sus ciudades que estaban sin hombres, y como las hallaron vacías
se apoderaron fácilmente de ellas. No bien se enteraron los peonios de que sus
ciudades estaban tomadas, se dispersaron volviéndose cada cual a la suya y se
entregaron a los persas. De este modo, los peonios llamados siriopeonios, los
peoplas y los que se extienden hasta la laguna Prasíade fueron sacados de su
comarca y llevados al Asia.
16. Pero a los que moran cerca del monte Pangeo, de
los doberes, agrianes y odomantos, y de los habitantes de la misma laguna
Prasíade, no les subyugó en un principio Megabazo, por más que procuró tomar a
los habitantes de la laguna del siguiente modo. En medio de la laguna hay un
tablado sostenido sobre altos pilares, que tenía paso angosto desde tierra por
un solo puente. Antiguamente todos los vecinos en común habían colocado los
pilares que sostenían el tablado; pero después, los colocan siguiendo esta
costumbre: traen los pilares desde un monte cuyo nombre es Orbelo y por cada
mujer que uno toma (y cada uno toma muchas) coloca tres pilares. Viven, pues,
de este modo, cada cual en posesión de una choza levantada sobre el tablado, en
la que mora, y que tiene en el tablado una trampa que da a la laguna. Atan los
niños pequeños del pie con una cuerda de esparto, por temor de que se caigan.
Dan pescado como forraje a sus caballos y a las bestias de carga; es tan grande
la abundancia de pescado que, cuando abren la trampa y echan a la laguna su
espuerta pendiente de una cuerda, después de sostenerla poco tiempo la sacan
llena de pescado; hay dos especies de peces: a los unos llaman papraces y
a los otros tilones.
17. Así, pues, los peonios sometidos fueron conducidos
al Asia. Megabazo, así que sometió a los peonios, envió como emisarios a
Macedonia siete persas, los que después de él eran los más importantes en el
campamento. Les enviaba ante Amintas para pedirle tierra y agua para el rey
Darío. Muy directo es el camino desde la laguna Prasíade a Macedonia, pues lo
primero que confina con la laguna es la mina que tiempo después producía a
Alejandro un talento de plata cada día, y pasada la mina, con atravesar el
monte llamado Disoro, se está en Macedonia.
18. Luego que los embajadores persas enviados a
Amintas llegaron a su tierra y estuvieron en su presencia, le pidieron tierra y
agua para el rey Darío. Aquéllas dio y les invitó a que fueran sus huéspedes y,
aparejándoles un magnífico banquete, recibió a los persas con toda cordialidad.
Cuando terminaron el convite y se brindaban unos a otros, los persas dijeron
así: «Huésped de Macedonia, entre nosotros los persas es costumbre, después que
servimos un gran banquete, que entren y se sienten junto a nosotros las
concubinas y las esposas legítimas. Ahora, ya que nos recibes con agrado, nos
hospedas con magnificencia, y entregas al rey Darío tierra y agua, sigue nuestra
costumbre». A esto dijo Amintas: «Persas, no es ésa nuestra costumbre; entre
nosotros están aparte los hombres de las mujeres, pero, pues vosotros, que sois
los dueños, lo pedís, también esto tendréis». Así dijo Amintas, y envió por las
mujeres; ellas acudieron al llamado y se sentaron en hilera frente a los
persas. Entonces los persas, al ver esas hermosas mujeres dijeron a Amintas que
no había sido nada discreto lo hecho, pues hubiera sido mejor que ni siquiera
viniesen allí las mujeres, que no venir y en lugar de estar al lado de ellos
sentarse enfrente, gran dolor para sus ojos. Obligado Amintas, mandó a las
mujeres que se sentaran al lado de los persas; ellas obedecieron, y los persas,
harto borrachos, en seguida les tocaron los pechos, y no faltó quien intentara
besarlas.
19. Amintas lo veía todo y se estaba quieto, aunque
llevándolo a mal, pues tenía gran temor a los persas. Pero Alejandro, hijo de
Amintas, que también lo presenciaba y veía, como joven y sin experiencia de
males, no pudo contenerse más, y montando en cólera, dijo a Amintas: «Padre,
ten cuenta de tu edad; vete a dormir y no sigas en el festín; yo me quedo aquí
para proporcionar todo lo necesario a nuestros huéspedes». Amintas, comprendiendo
que Alejandro estaba por ejecutar una acción temeraria, le dijo: «Hijo, te
abrasas y creo comprender tus palabras: quieres enviarme fuera y hacer alguna
acción temeraria; yo te pido que, para no perdernos, nada intentes contra esos
hombres; mira lo que hacen y calla. En cuanto a mi retiro, te obedeceré».
20. Después que Amintas, tras este pedido, se marchó,
dijo Alejandro a los persas: «Huéspedes, esas mujeres están a todo vuestro
talante, ya queráis juntaros con todas, o con las que os parecieren; sobre
esto, vosotros mismos os declararéis. Ahora, pues, como casi llega el momento
de acostaros, y veo que estáis bien bebidos, permitid que esas mujeres, si os
agrada, pasen al baño, y después de bañadas, recibidlas de nuevo». Dicho esto,
como accedieran los persas, sacó a las mujeres y las envió a su departamento. El
mismo Alejandro escogió mozos imberbes, en número igual al de las mujeres, les
atavió con el traje de ellas, les entregó dagas y les introdujo dentro, y al
traerles habló a los persas en estos términos: «Persas, me parece que os habeis
regalado con un festín completo; todo cuanto teníamos a mano y cuanto hemos podido
hallar, todo está ante vosotros, y esto, lo más importante de todo: os
entregamos generosamente nuestras propias madres y hermanas, para que del todo
veáis que os respetamos como merecéis, y para que anunciéis al rey que os ha
enviado, que un griego, príncipe de Macedonia, os ha hospedado bien en la mesa
y en el lecho». Diciendo esto, Alejandro hacía sentar junto a cada persa un
mozo macedonio disfrazado de mujer; y cuando los persas intentaron ponerles las
manos, les asesinaron.
21. De esa manera perecieron ellos y su
servidumbre, pues les seguían carruajes, servidores, y todo su gran aparato:
todo desapareció junto con ellos. No mucho tiempo después, los persas hicieron
viva búsqueda de esos hombres, pero Alejandro la detuvo con maña, dando grandes
sumas y entregando a su propia hermana, por nombre Gigea. Detuvo Alejandro la
búsqueda dando estos dones al persa Bubares, jefe de los que buscaban a los
muertos.
22. Así se detuvo y acalló la muerte de esos
persas, Que los descendientes de Perdicas son griegos, como ellos dicen, yo sé
que así es, y mostraré en mis historias siguientes que son griegos. Además, así
lo decidieron los Helanódicas, que dirigen los juegos de Olimpia, porque cuando
Alejandro quiso entrar en el certamen y bajó a la arena para ello, los griegos
que iban a correr con él quisieron excluirlo diciendo que el certamen no era
para competidores bárbaros, sino griegos. Pero como Alejandro probó ser argivo,
fue declarado griego, y compitiendo en la carrera del estadio, llegó a la par
del primero.
23. Así, más o menos, sucedió eso. Megabazo llegó al
Helesponto llevando consigo a los peonios; pasó de allí al Asia y se presentó
en Sardes. Ya estaba Histieo de Mileto fortificando el regalo que había pedido
y obtenido de Darío como salario de su guardia del puente —era ese lugar junto
al Estrimón, por nombre Mircino—. Habíase enterado Megabazo de lo que Histieo
hacía, y apenas llegó a Sardes con los peonios, habló así a Darío: «Rey, ¿qué
has hecho? Has permitido a un griego hábil y astuto fundar una ciudad en
Tracia, donde hay infinita arboleda para construir navíos, muchos remeros,
muchas minas de plata; gran población griega y bárbara vive en sus alrededores,
la cual le tomará por caudillo y hará cuanto les ordene, día y noche. Detén a
este hombre en lo que está haciendo, para que no te enredes en una guerra
intestina; envía por él con suavidad y deténle en su obra, y cuando esté en tu
poder haz de modo que nunca más vuelva a sus griegos».
24. Con estas palabras Megabazo persuadió fácilmente
a Darío, como hombre que preveía bien lo que había de suceder. En seguida envió
un mensajero a Mircino con este recado: «Histieo, éstas son las palabras del
rey Darío: Bien mirado, no hallo persona que tenga mejor voluntad que tú para
mí y para mis intereses, cosa que sé no por palabras sino por tus hechos. Y
pues estoy ahora meditando llevar a cabo una gran empresa, ven sin falta para
poderte dar cuenta de ella». Confiado en esta orden Histieo y a la vez muy
ufano de convertirse en consejero del Rey, se fue a Sardes. A su llegada le
dijo Darío: «Histieo, te he llamado por este motivo: no bien volví de Escitia y
te perdí de vista, nada busqué con tanta urgencia como verte y hablar contigo, porque
conozco que es más precioso que todos los tesoros el amigo discreto y que nos
quiere bien: y yo sé y puedo ser testigo de que posees estas dos prendas en mi
servicio. Ahora, pues, bien hiciste en acudir, y te propongo que dejes a Mileto
y la ciudad recién fundada en Tracia, y me sigas a Susa; poseerás lo que poseo
y serás mi comensal y consejero».
25. Así le habló Darío y, designando gobernador de
Sardes a Artafrenes, su hermano de padre, se dirigió a Susa llevando consigo a
Histieo, y nombrando general de las tropas de la costa a Otanes. A su padre
Sisamnes, que había sido uno de los jueces regios, por haber pronunciado por
dinero un fallo injusto, degolló Cambises, le desolló, cortó su piel en tiras y
cubrió con ellas el asiento desde el cual daba sus fallos; después de cubrir el
asiento, Cambises había nombrado juez en lugar del ajusticiado y desollado
Sisamnes a Otanes, su hijo, encargándole recordara al dar sus fallos, sobre qué
asiento estaba sentado.
26. Este Otanes, pues, que se sentaba en semejante
asiento, sucedió entonces a Megabazo como general, tomó a los bizantinos y calcedonios,
tomó a Antandro, situada en el territorio de la Tróade, tomó a Lamponio, y con las
naves que recibió de los lesbios, tomó a Lemno y a Imbro, ambas pobladas hasta entonces
por los pelasgos.
27. Es verdad que los lemnios combatieron bien y se
resistieron, pero al cabo fueron derrotados. Los persas señalaron por gobernador
de los sobrevivientes a Licareto, hermano de Meandrio, que había sido rey de Samo;
y como gobernador de Lemno, Licareto acabó allí sus días. La causa de la
expedición de Otanes era ésta: esclavizaba y sojuzgaba a todos, acusando a unos
de deserción en la guerra contra los escitas, a otros de haber hostilizado el
ejército de Darío en su retiro de Escitia.
28. Tales eran las hazañas que ejecutó Otanes
siendo general. Después hubo, aunque por poco tiempo, algún descanso; pero por
segunda vez comenzaron los males de los jonios, a causa de Naxo y Mileto. Naxo
aventajaba en prosperidad a las otras islas; y por el mismo tiempo Mileto
estaba en la cumbre de su florecimiento y era el orgullo de la Jonia, pero por
dos generaciones antes, había sufrido en extremo a causa de sus facciones,
hasta que establecieron el orden los parios, porque entre todos los griegos los
milesios habían elegido a los parios para establecer el orden.
29. Los parios les reconciliaron de este modo. Cuando
llegaron a Mileto sus mejores ciudadanos, vieron que todo estaba en ruinas, y
dijeron que querían recorrer su territorio. Así lo hicieron; recorrieron toda
Milesia, y cuando en esa comarca devastada, hallaban un campo bien labrado,
anotaban el nombre del dueño del campo. Después de visitar toda la región y
hallar pocos hombres tales volvieron a toda prisa a la ciudad, congregaron al
pueblo y señalaron para gobernar el estado a aquellos cuyos campos habían
hallado bien labrados, pues declararon que, a su entender, habían de cuidar de
los asuntos públicos como habían cuidado de los propios. Y ordenaron a los
demás milesios, que antes andaban en facciones, que les obedecieran.
30. De tal modo los parios establecieron el orden
en Mileto. Pero entonces esas dos ciudades dieron principio a la desventura de
Jonia. El pueblo de Naxo desterró a ciertos hombres opulentos y los desterrados
se dirigieron a Mileto. Era casualmente gobernador de Mileto Aristágoras, hijo
de Molpágoras, yerno y primo de Histieo, hijo de Liságoras, a quien Darío
retenía en Susa; pues era Histieo señor de Mileto y se hallaba en Susa a la
sazón que vinieron los naxios, ya de antes huéspedes de Histieo. Llegados,
pues, a Mileto, los naxios pidieron a Aristágoras si de algún modo podría
darles fuerzas para volver a su patria. Calculando Aristágoras que si por su medio
volvían a la ciudad, se enseñorearía él de Naxo y so pretexto del vínculo de
hospedaje que tenían con Histieo, les hizo este discurso: «No tengo poder para
ofreceros tantas fuerzas que puedan restituiros, a pesar de los que mandan en
Naxo, pues he oído que tienen los naxios ocho mil hombres que embrazan escudo,
y muchos barcos de guerra. Pero lo intentaré con todo empeño. Se me ocurre este
plan. Artafrenes es mi amigo y es Artafrenes hijo de Histaspes, hermano de
Darío y gobierna toda la costa asiática, disponiendo de numeroso ejército y de
muchas naves. Creo que este hombre hará lo que le pidamos». Al oír esto los
naxios, dejaron todo en manos de Aristágoras, para que lo manejara como mejor
le pareciese y le recomendaron que prometiese regalos y que ellos correrían con
el gasto del ejército, pues tenían gran esperanza de que en cuanto apareciesen
en Naxo, harían los naxios cuanto ellos mandaran, y lo mismo los demás isleños.
Porque hasta entonces ninguna de esas islas Cíclades estaba bajo el dominio de
Darío.
31. Llegado Aristágoras a Sardes, dijo a Artafrenes
que Naxo era una isla no extensa, pero hermosa, rica, cercana a Jonia, y llena
de dinero y de esclavos. «Manda, pues, un ejército contra esta región y
restituye sus desterrados. Si así lo haces tengo a tu disposición grandes sumas
aparte los gastos del ejército, que es justo paguemos nosotros, ya que te
traemos a ello; además, conquistarás por añadidura para el rey la misma Naxo, y
las islas que de ella dependen, Paro, Andro y las restantes que llaman
Cíclades. Desde esta base, atacarás fácilmente a Eubea, isla grande y próspera,
no menor que Chipre y muy fácil de ser tomada. Bastan cien naves para
conquistar todas estas islas». Artafrenes le replicó así: «Has expuesto provechosas
empresas para la casa real y aconsejas bien en todo, salvo en el número de
naves: en lugar de ciento, tendrás listas doscientas al comenzar la primavera;
pero es preciso que el mismo rey dé su consentimiento».
32. Cuando esto oyó Aristágoras, lleno de alegría
se volvió a Mileto. Artafrenes, después de enviar emisarios a Susa y de proponer
lo que había dicho Aristágoras, obtuvo el consentimiento de Darío y aparejó
doscientas trirremes, y enorme muchedumbre de persas y de los otros aliados.
Nombró general de todo al persa Megabates, de la casa de los Aqueménidas, primo
suyo y de Darío, aquel con cuya hija (si es por cierto verdadera la historia),
contrajo esponsales tiempo después el lacedemonio Pausanias, hijo de
Cleómbroto, por amor de convertirse en señor de Grecia. Luego de nombrar
general a Megabates, Artafrenes envió el ejército a Aristágoras.
33. Después de recoger en Mileto a Aristágoras, las
tropas de Jonia y los naxios, Megabates se hizo al mar, aparentemente rumbo al
Helesponto. Llegó a Quío, fondeó las naves en Cáucasa, para desde allí con
viento Norte lanzarse sobre Naxo. Pero, como no habían de perecer los naxios
por esa expedición, aconteció lo siguiente. Rondaba Megabates la guardia de las
naves y en una nave mindia halló que nadie montaba guardia. Llevándolo muy a
mal, ordenó a sus guardias que hallaran al capitán de la nave, que se llamaba
Escílax, y le ataran en la tronera del remo inferior de modo que tuviese dentro
el cuerpo y fuera la cabeza. Así ataron a Escílax cuando alguien avisó a
Aristágoras que Megabates tenía atado en tormento a su huésped mindio. Se
presentó Aristágoras al persa e intercedió por él y, no alcanzando nada de lo
que pedía, fue en persona y le desató. Al enterarse, se indignó mucho
Megabates, y dio rienda suelta a su cólera. Replicó Aristágoras: «¿Qué tienes
que ver en eso? ¿No te envió Artafrenes para que me obedezcas y navegues adonde
yo te mande? ¿Por qué te metes en lo que no te importa?» Así dijo Aristágoras.
Megabates, furioso, así que cayó la noche, despachó en una barca hombres que
descubrieran a los naxios todo lo que se preparaba contra ellos.
34. Porque
los naxios no tenían la menor sospecha de que esa expedición iba a partir
contra ellos. No obstante, en cuanto recibieron el aviso, a toda prisa introdujeron
en la plaza todo cuanto tenían en el campo; prepararon como para un largo
asedio, comida y bebida y fortificaron el muro. Así se preparaban, como para
una guerra inminente. Cuando la expedición sacó las naves de Quío para Naxo, dieron
contra una ciudad fortificada y la sitiaron por cuatro meses. Como a los persas
se les había acabado el dinero que consigo habían traído, y Aristágoras mismo
había además gastado mucho, y el asedio necesitaba todavía más, edificaron una
fortaleza para los naxios desterrados y se retiraron al continente, malograda
la expedición.
35. Aristágoras no podía cumplir la promesa a Artafrenes;
le agobiaba el pago del ejército que se le pedía, temía las consecuencias de su
malograda expedición, y de las calumnias de Megabates, y presumía que sería
despojado del señorío de Mileto. Temeroso de todo esto empezó a planear una sublevación.
Coincidió también, en efecto, que llegó de Susa, de parte de Histieo, el mensajero
con la cabeza tatuada, que indicó a Aristágoras que se sublevase contra el Rey.
Pues como Histieo quería indicar a Aristágoras que se sublevase, y no tenía
ningún medio seguro de indicárselo por cuanto los caminos estaban vigilados,
rapó la cabeza del más fiel de sus criados, le marcó el mensaje y aguardó hasta
que le volviera a crecer el pelo; así que le había vuelto a crecer, le despachó
a Mileto sin más recado que cuando llegara a Mileto pidiera a Aristágoras que
le rapara el pelo y le mirara la cabeza. Las marcas significaban, como antes
dije, sublevación. Esto hizo Histieo, muy afligido por su detención en Susa; al
producirse una sublevación, tenía gran esperanza de ser enviado a la costa,
pero si no se rebelaba Mileto, ya no contaba volver allá nunca más.
36. Con esta intención despachó Histieo su mensajero,
y todas estas circunstancias se le juntaron a Aristágoras a un mismo tiempo.
Así, pues, deliberó con los conjurados, revelándoles su propio parecer y el
mensaje que había llegado de Histieo; todos expusieron la misma opinión y estaban
por la sublevación, excepto Hecateo, el historiador, quien, en primer lugar no
les dejaba emprender guerra contra el rey de los persas, y les enumeró todos
los pueblos sobre que reinaba Darío, y su poder. Como no les persuadiera, les
aconsejó en segundo término que hicieran por convertirse en dueños del mar;
pues de otro modo —dijo— no veía absolutamente cómo podrían salir con sus
intentos; bien sabía que los recursos de Mileto eran escasos, pero si echaban
mano de los tesoros del santuario de los Bránquidas, que había ofrecido el
lidio Creso, tenía gran esperanza de que dominarían el mar, y así podrían ellos
usar de esas riquezas, y el enemigo no las robaría. Como he explicado en el
primero de mis relatos, eran grandes esos tesoros. No prevaleció esta opinión,
y no obstante decidieron sublevarse, y que uno de ellos se embarcase para
Miunte, para la expedición que se había marchado de Naxo y se encontraba ahí, y
procurase prender a los capitanes que se hallaban a bordo de las naves.
37. Enviado a este fin Yatrágoras, prendió con engaño
a Oliato de Milasa, hijo de Ibanolis; a Histieo de Térmera, hijo de Timnes; a
Coes, hijo de Erxandro, a quien Darío había regalado el señorío de Mitilene; a
Aristágoras de Cima, hijo de Heraclides, y a otros muchos jefes. Entonces se
sublevó Aristágoras abiertamente contra Darío, tramando contra él todo lo que
podía; y en primer término renunció Aristágoras de palabra a su señorío, y
estableció en Mileto la igualdad, para que de buena voluntad le siguieran los
milesios en la sublevación.[1]
Luego hizo lo mismo en lo restante de la Jonia, arrojando algunos de sus
señores; y a los que había prendido en las naves que habían navegado con él
contra Naxo, los devolvió, entregando cada uno a su respectiva ciudad, con la
intención de conciliarse las ciudades.
38. Los mitileneos, apenas tuvieron a Coes en su poder,
le sacaron y apedrearon; los cimeos dejaron libre a su tirano; y así les
dejaron los más. Cesó, pues, la tiranía en las ciudades. Aristágoras de Mileto,
después de deponer a los tiranos, dio orden a todos de que estableciesen un
general en cada ciudad. Luego él mismo fue como embajador a Lacedemonia en una
trirreme, porque necesitaba hallar alguna alianza poderosa.
39. Ya no reinaba en Esparta Anaxándridas,
hijo de León, pues había muerto, y
tenía el reino Cleómenes, hijo de Anaxándridas, no por mérito sino por
nacimiento. Porque Anaxándridas se hallaba casado con una hija de su hermana, y
la quería bien, pero no tenían hijos; viendo esto los éforos, le llamaron y le
dijeron: «Si no cuidas de ti mismo, nosotros no podemos mirar sin cuidado que
se extinga el linaje de Eurístenes. Puesto que la mujer que tienes no da a luz,
despídela y cásate con otra. Si así lo hicieres agradarás a los espartanos».
Aquél respondió que no haría ni uno ni otro, y que los éforos no le aconsejaban
bien exhortándole a despedir la mujer que tenía, que en nada le había faltado y
a tomar otra, y que no les obedecería.
40. Los éforos y los ancianos deliberaron sobre
ello y le hicieron esta propuesta: «Puesto que te vemos prendado de la mujer
que tienes, sigue nuestro consejo y no nos contradigas, no sea que los
espartanos no tomen alguna resolución extraña contra ti. No te pedimos que
despidas la mujer de quien estás prendado; proporciónale todo cuanto ahora le
proporcionas; pero cásate, además, con una mujer fecunda». Así dijeron;
Anaxándridas se avino, y desde entonces tuvo dos mujeres, y vivió en dos hogares,
enteramente contra las costumbres de Esparta.
41. No pasó mucho tiempo, cuando la segunda mujer
dio a luz a este mismo Cleómenes; ella dio a los espartanos el sucesor del
reino, y a la vez, por azar, la primera mujer, antes infecunda, entonces llegó
a concebir. Aunque estaba encinta de veras, los parientes de la segunda mujer,
enterados de la novedad, alborotaban y decían que alardeaba fingidamente con
intención de simular un parto. Y como daban grandes quejas, cuando llegó el tiempo,
los éforos con la sospecha vigilaron a la parturienta, sentados a su alrededor.
Ella, así que parió a Dorieo, concibió en seguida a Leónidas, y en seguida de
éste a Cleómbroto (aunque dicen que Leónidas y Cleómbroto fueron gemelos);
mientras la madre de Cleómenes, la segunda mujer de Anaxándridas, hija de
Prinétadas, hijo de Demármeno, nunca más volvió a parir,
42. Cleómenes, según dicen, no estaba en su juicio
y era algo loco, al paso que Dorieo era el primero entre todos los de su edad y
sabía bien que por mérito él había de ser rey. De modo que, pensando así,
cuando Anaxándridas murió y los lacedemonios siguiendo su ley alzaron rey al
primogénito Cleómenes, Dorieo, muy resentido y desdeñándose de ser súbdito de
Cleómenes, pidió gente y llevó a los espartanos a fundar una colonia, sin
preguntar al oráculo de Delfos en qué tierra iría a fundar la colonia, y sin
observar ninguna de las prácticas acostumbradas. Lleno de indignación, lanzó
sus navíos a Libia, bajo la conducción de unos hombres de Tera. Al arribar a
Libia, pobló el lugar más hermoso, junto al río Cínipe. Arrojado de allí al
tercer año por los macas, los libios y los cartagineses, volvió al Peloponeso.
43. Allí un tal Antícares, de Eléon, le aconsejó,
ateniéndose a los oráculos de Layo, fundar a Heraclea en Sicilia, diciéndole
que todo el territorio de Érix pertenecía a los Heraclidas, por haberlo
conquistado el mismo Heracles. Oído esto, fue Dorieo a Delfos a consultar al
oráculo si se apoderaría del país a donde se dirigía; la Pitia respondió que se
apoderaría de él; Dorieo llevó consigo la expedición que había conducido a
Libia, y se fue a Italia.
44. En aquella sazón, según cuentan los sibaritas,
estaban ellos y su rey Telis por emprender una expedición contra Crotona; y los
de Crotona, llenos de terror, rogaron a Dorieo que les socorriera, y lograron
su ruego; Dorieo marchó con ellos contra Síbaris y la tomó. Los sibaritas,
pues, cuentan que esto hicieron Dorieo y los suyos; pero los de Crotona
aseguran que en la guerra contra los sibaritas ningún extranjero les socorrió,
salvo solamente Calias el adivino, natural de Élide y de la familia de los
Yámidas; y éste de la siguiente manera: desertó de Telis, señor de los
sibaritas, y se pasó a ellos, al ver que ninguno de los sacrificios que hacía
en favor de Crotona le prometía buenos agüeros.
45. Así es cómo ellos lo cuentan. Unos y otros dan
testimonios de lo que dicen, los sibaritas muestran el recinto y templo junto
al cauce seco del Cratis, los cuales dicen que levantó Dorieo en honor de Atenea,
por sobrenombre Cratia, después de tomar la ciudad, y alegan como el mayor
testimonio la muerte del mismo Dorieo, ya que por obrar contra el oráculo,
murió desastradamente; pues, si en nada se hubiera desviado del oráculo, y se hubiera
ocupado en su empresa, se hubiera apoderado de la comarca del Érix y la hubiera
conservado sin que ni él ni su ejército hubieran muerto desastradamente. Los crotoniatas,
por su parte enseñan en la tierra de Crotona muchas heredades dadas como
privilegio a Calias el eleo (las cuales ocupaban aún en mis días los
descendientes de Calias), pero ninguna dada a Dorieo ni a sus descendientes, y
si Dorieo les hubiera socorrido en la guerra sibarítica, le habrían dado mucho
más que a Calias. Tales son los testimonios que unos y otros alegan; puede cada
uno asentir a lo que más le convenza.
46. Con Dorieo se embarcaron también otros espartanos
para fundar la colonia: Tésalo, Parébates, Celees y Eurileón. Después de
arribar a Sicilia con toda su expedición murieron en batalla derrotados por los
fenicios y los de Segesta. Eurileón fue el único de los fundadores que sobrevivió
a este desastre. Recogió éste los sobrevivientes del ejército y se apoderó con
ellos de Minoa, colonia de los selinusios, y unidos con éstos, les libró de su
monarca Pitágoras. Después de haberle derrocado, él mismo quiso apoderarse de
la tiranía de Selinunte, donde reinó por corto tiempo; porque los selinusios
sublevados le mataron, aunque se había refugiado en el ara de Zeus Agoreo.
47. Siguió a Dorieo y murió con él, un ciudadano de
Crotona, Filipo, hijo de Butácides. Después de haber contraído esponsales con
una hija de Telis, el sibarita, fue desterrado de Crotona. Como se le frustrase
la boda, se embarcó para Cirene, de donde salió siguiendo a Dorieo en una trirreme
propia y con tripulación mantenida a su propia costa. Era vencedor en Olimpia y
el más hermoso de los griegos de su tiempo, y por su hermosura obtuvo de los de
Segesta lo que ningún otro, pues han alzado sobre su sepultura un santuario de
héroe, y se lo propician con sacrificios.
48. De esta manera acabó Dorieo; si hubiera soportado
ser súbdito de Cleómenes, y hubiera permanecido en Esparta, habría llegado a
ser rey de Lacedemonia, pues no reinó Cleómenes largo tiempo, y murió sin hijo
varón, dejando una sola hija, llamada Gorgo.
49. Así, pues, Aristágoras, señor de Mileto, llegó
a Esparta cuando tenía en ella el mando Cleómenes. Entró a conversar con él,
según cuentan los lacedemonios, llevando consigo una plancha de bronce en la
que estaba grabado el contorno de la tierra toda, y todo el mar y todos los
ríos. Entró Aristágoras en conversación y le dijo así: «Cleómenes, no te
admires de mi empeño en visitarte; tal es nuestra situación. Ser los hijos de
los jonios esclavos y no libres es la mayor infamia y el mayor dolor para
nosotros y, de entre los restantes, para vosotros en la medida en que estáis a
la cabeza de Grecia. Ahora, pues, por los dioses de Grecia, salvad de la
esclavitud a los jonios, que son de vuestra misma sangre. Es ésta empresa fácil
de realizar para vosotros porque los bárbaros no son bravos y vosotros habéis
llegado, en lo relativo a la guerra, al extremo del valor. Su modo de combatir
es éste: arco y venablo corto; entran en el combate con bragas y con turbante
en la cabeza: tan fáciles son de vencer. Los que ocupan aquel continente poseen
más riquezas que todos los demás hombres juntos, empezando por el oro, plata,
bronce, ropas labradas, bestias de carga y esclavos, todo lo cual como lo
queráis, será vuestro. Viven confinando unos con otros, como te explicaré: con
estos jonios que ahí ves confinan los lidios, que poseen una fértil región y
son riquísimos en plata». Así decía señalando el contorno de la tierra, que
traía grabado en la plancha. «Y con los lidios —continuaba Aristágoras— confinan
por el Levante los frigios, que son los hombres más opulentos en ganado, y en
frutos de cuantos yo sepa. Confinan con los frigios los capadocios a quienes
llamamos nosotros sirios. Sus vecinos son los cilicios que se extienden hasta
este mar, en que se halla la isla de Chipre que ahí ves, los cuales pagan al
Rey quinientos talentos de tributo anual; confinan con los cilicios los
armenios, también muy opulentos en ganado, y con los armenios los macienos que
ocupan esa región. Linda con ellos esta tierra de Cisia, y en ella a orillas de
este río Coaspes está situada Susa, que ahí ves donde reside el gran Rey y
donde están las cámaras de su tesoro; como toméis esta ciudad, a buen seguro
podréis contender en riqueza con el mismo Zeus. ¡Pues qué! Por una comarca no
vasta, ni tan buena y de reducidos límites, tenéis que emprender combates
contra los mesenios que son tan fuertes como vosotros, y contra los árcades y
los argivos, que no tienen nada de oro ni de plata cuyo deseo induce a uno a
morir con las armas en la mano. Pudiendo con facilidad ser dueños del Asia
entera ¿elegiréis otra cosa?» Así habló Aristágoras, y con estas palabras
respondió Cleómenes: «Huésped de Mileto, difiero la respuesta para el tercer
día».
50. En aquella ocasión no pasaron de esos términos.
Cuando llegó el día fijado para la respuesta y se reunieron en el lugar
convenido, preguntó Cleómenes a Aristágoras cuántos días de camino había desde
las costas de Jonia hasta la residencia del Rey. Y Aristágoras, por otra parte
tan hábil y que tan bien sabía deslumbrar a Cleómenes, dio aquí un paso en
falso porque no debiendo decir la verdad, si en efecto quería arrastrar al Asia
a los espartanos, la dijo, y repuso que el viaje era de tres meses. Cleómenes,
interrumpiendo la explicación que Aristágoras empezaba a dar sobre el camino,
le dijo: «Huésped de Mileto, márchate de Esparta antes de que se ponga el sol.
No dices a los lacedemonio palabra bien dicha si quieres llevarlos a tres meses
del mar».
51. Así habló Cleómenes y se volvió a su casa. Aristágoras
tomó en las manos un ramo de olivo y se fue a la casa de Cleómenes; entró como
suplicante y pidió a Cleómenes que le escuchara después de hacer salir a la
niña, pues estaba de pie al lado de Cleómenes su hija, llamada Gorgo, de edad
de ocho o nueve años, y era su única prole. Cleómenes le invitó a decir lo que
quería sin detenerse por la niña. Entonces Aristágoras comenzó por prometerle
desde diez talentos, si le otorgaba lo que le pedía. Como Cleómenes rehusaba,
iba subiendo Aristágoras la suma, hasta que, cuando le había prometido cincuenta
talentos, la niña exclamó: «Padre, si no te vas, te corromperá el forastero».
Agradó a Cleómenes la exhortación de la niña, se retiró a otro aposento, y
Aristágoras se marchó definitivamente de Esparta, y no tuvo ya oportunidad de
hablarle más sobre el viaje que había hasta la residencia del Rey.
52. Lo que hay acerca de ese camino es lo
siguiente: hay en todas partes postas reales y hermosísimas hosterías, y el
camino pasa todo por lugares poblados y seguros. A través de Lidia y Frigia se
extiende por veinte etapas y noventa y cuatro parasangas y media. Al salir de
la Frigia sigue el río Halis, que tiene allí sus pasos, los cuales es
absolutamente preciso atravesar para cruzar el río y en él hay una numerosa
guarnición. Después de pasar a Capadocia, para recorrerla hasta la frontera de
Cilicia, hay treinta etapas menos dos, y ciento cuatro parasangas. En esta
frontera pasarás por dos diferentes puertas y dejarás atrás dos guarniciones.
Después de pasar aquí, tienes de camino a través de Cilicia tres etapas y
quince parasangas y media. El límite entre Cilicia y Armenia es un río
navegable llamado Éufrates. Hay en Armenia quince etapas con sus paradores,
cincuenta y seis parasangas y media de camino, y en ellas una guarnición. Al
entrar de Armenia al territorio macieno hay treinta y cuatro etapas y ciento
treinta y siete parasangas. Cuatro ríos navegables corren a través de este
territorio, los cuales es absolutamente necesario pasar con barca: el primero
es el Tigris; el segundo y el tercero llevan el mismo nombre no siendo un mismo
río, ni saliendo del mismo sitio, pues el uno baja de la Armenia y el otro de
los macienos; el cuarto río que lleva el nombre de Gindes, es el que dividió
Ciro en trescientos sesenta canales. Pasando de ésta a la región Cisia hay once
etapas, cuarenta y dos parasangas y media hasta el río Coaspes, que también es
navegable; a su orilla se levanta la ciudad de Susa. Todas esas etapas son
ciento once, y hay otros tantos paradores al viajar de Sardes a Susa.
53. Y si está bien medido este camino real, por parasangas,
y si la parasanga equivale a treinta estadios, como realmente equivale, hay
desde Sardes hasta el palacio llamado Memnonio trece mil quinientos estadios
siendo las parasangas cuatrocientas cincuenta. Andando cada día ciento
cincuenta estadios se emplean noventa días cabales.
54. Así que bien dijo Aristágoras de Mileto al
decir al lacedemonio Cleómenes, que era de tres meses el viaje a la residencia
del Rey. Mas si desea alguno una cuenta aun más precisa, yo se la indicaré:
debe añadir a la cuenta el camino desde Éfeso hasta Sardes; digo, pues, que
desde el mar griego hasta Susa (porque ésta es la ciudad llamada Memnonio) hay
catorce mil cuarenta estadios, porque los estadios desde Éfeso hasta Sardes son
quinientos cuarenta y así se alarga tres días el camino de tres meses.
55. Aristágoras, expulsado de Esparta, se dirigió a
Atenas, que se había librado de sus tiranos de esta manera. Aristogitón y
Harmodio, descendientes de una familia de origen gefireo mataron a Hiparco,[2]
hijo de Pisístrato y hermano del tirano Hipias (el cual había visto en sueños
la imagen clarísima de su muerte). Después sufrieron los atenienses por cuatro
años la tiranía, no menos que antes, sino mucho más.
56. Esto es lo que vio Hiparco en sueños. En la
víspera de las Panateneas le pareció que un hombre alto y bien parecido, se
erguía cerca de él y le decía estos versos enigmáticos:
Sufre, León, lo insufrible; súfrelo, mal que te
pese,
que hombre ninguno hace daño sin padecer su
castigo.
No bien amaneció, Hiparco propuso públicamente el
caso a los intérpretes de sueños; pero luego dejó de pensar en la visión y tomó
parte en la procesión en la que murió.
57. Acerca de los gefireos, a los que pertenecían
los asesinos de Hiparco, segun dicen ellos mismos, provienen originariamente de
Eritrea; pero, según hallo por mis investigaciones, fueron fenicios, de los
fenicios que vinieron con Cadmo a la región hoy llamada Beocia, y en esa región
moraron en Tanagra, que fue la parte que les tocó en suerte. Arrojados primero
de ahí los cadmeos por los argivos, fueron después los gefireos arrojados por
los beocios y se dirigieron a Atenas. Los atenienses les recibieron como sus
ciudadanos, bajo ciertas condiciones, ordenándoles abstenerse de muchas prácticas
que no vale la pena referir.
58. Esos fenicios venidos junto con Cadmo (de quienes
descendían los gefireos) y establecidos en esa región entre otras muchas
enseñanzas, introdujeron en Grecia las letras, pues antes, a mi juicio, no las
tenían los griegos, y al principio eran las mismas que usan todos los fenicios;
luego, andando el tiempo a una con el habla mudaron también la forma de las
letras. En aquella sazón, los griegos que poblaban la mayor parte de los lugares
alrededor de ellos eran los jonios. Ellos recibieron las letras por enseñanza
de los fenicios y las usaron mudando la forma de algunas pocas, y al servirse
de ellas, las llamaban como era justo, letras fenicias, ya que los fenicios las
habían introducido en Grecia. Así también, los jonios llaman de antiguo
«pieles» a los papiros, porque en un tiempo por falta de papiro, usaban pieles
de cabra y de oveja; y aún en mis tiempos muchos de los bárbaros escriben en
semejantes pieles.
59. Yo mismo vi letras cadmeas en el santuario de
Apolo Ismenio en Tebas, grabadas en ciertos trípodes y muy parecidas en
conjunto a las letras jonias. Uno de los trípodes tiene esta inscripción:
Ofrenda soy de Anfitrión, despojo de Teleboas.
Sería
de la época de Layo, hijo de Lábdaco, hijo de Polidoro, hijo de Cadmo.
60. Otro trípode dice así en verso hexámetro:
Ofrenda soy del triunfante púgil Esceo, que a Apolo
Flechador me ha consagrado como hermosísima joya.
Sería
Esceo el hijo de Hipocoonte (si en verdad éste fue quien hizo la ofrenda y no
algún otro que llevase el mismo nombre que el hijo de Hipocoonte) de la época
de Edipo, hijo de Layo.
61. El tercer trípode dice también en hexámetros:
Soy el trípode que a Febo, siempre certero en el
tiro,
consagró el rey Laodamante como hermosísima joya.
Cabalmente
cuando este Laodamente, hijo de Etéocles, era único rey, fueron los cadmeos
arrojados de su patria por los argivos, y se dirigieron a los enqueleas; los
gefireos habían quedado, pero luego obligados por los beocios se retiraron a
Atenas. Tienen construidos en Atenas santuarios en los que no tienen parte
alguna los demás atenienses; y entre los cultos distintos de los demás, está en
particular el culto y misterios de Deméter de Acaya.
62. He narrado la imagen que vio Hiparco en sueños,
y de dónde procedían los gefireos, a los que pertenecían los matadores de
Hiparco. Además, debo todavía reanudar el relato que iba a contar al principio:
cómo los atenienses se libertaron de sus tiranos. Era tirano Hipias, y estaba
muy irritado contra los atenienses por la muerte de Hiparco; los Alcmeónidas,
familia ateniense, desterrada por los hijos de Pisístrato, procuraban volver a
su patria por fuerza, junto con los demás desterrados de Atenas. Pero como
intentando volver y libertar a Atenas, sufrieran un gran revés, fortificaron
Lipsidrio, más allá de Peonia; y allí tramando contra los Pisistrátidas todo
cuanto podían, los Alcmeónidas se concertaron con los Anficciones para
construir el templo de Delfos, el templo que está ahora y que entonces no
existía aún. Como eran hombres de gran riqueza, e ilustres de tiempo atrás, hi-cieron
el templo más hermoso que su modelo, en todo y en particular porque habiendo
convenido hacer el templo de piedra toba, hicieron la fachada de mármol pario.
63. Moraban en Delfos estos hombres, según cuentan
los atenienses, y convencieron a la Pitia a fuerza de dinero, de que siempre
que vinieran los espartanos, ya en consulta privada, ya en pública, les
respondiera que libertasen a Atenas. Los lacedemonios, como siempre se les
revelaba un mismo oráculo, enviaron a Anquimolio, hijo de Aster, ciudadano
principal, con un ejército, para que arrojasen de Atenas a los hijos de Pisístrato,
aunque fueran estos sus mayores amigos, pues tenían en más la voluntad del dios
que la amistad de los hombres. Les enviaron en naves por mar. Anquimolio fondeó
en Falero y desembarcó sus tropas. Informados anticipadamente los
Pisistrátidas, pidieron auxilio a Tesalia, con quienes tenían alianza. A su
pedido los tésalos enviaron de común acuerdo a su rey Cineas, conieo de nación,
con mil jinetes. Después de recibir el socorro, los Pisistrátidas discurrieron
esta traza: arrasaron la llanura de los falereos, y dejaron el lugar expedito
para los jinetes; luego lanzaron contra el campo enemigo la caballería, que en
su embestida mató a muchos lacedemonios y señaladamente a Anquimolio, y obligó
a los sobrevivientes a encerrarse en sus naves. Así se retiró la primera
expedición de Lacedemonia. El sepulcro de Anquimolio está en el Ática, en
Alopecas, cerca del Heracleo de Cinosarges.
64. Luego enviaron los lacedemonios contra Atenas
una expedición más grande; nombraron general del ejército a su rey Cleómenes,
hijo de Anaxándridas, y no la enviaron por mar sino por tierra firme. Cuando
invadieron el territorio ático la caballería tésala fue la primera en venir con
ellos a las manos, pero no mucho después volvió las espaldas; cayeron más de
cuarenta de los suyos; los sobrevivientes se volvieron sin más en derechura de
Tesalia. Cleómenes llegó a la ciudad junto con los atenienses que querían ser
libres, y sitió a los tiranos, que se habían encerrado en la fortaleza
Pelásgica.
65. Los lacedemonios no hubieran arrojado jamás a
los Pisistrátidas porque no llevaban ánimo de emprender un largo sitio, y por
hallarse los Pisistrátidas bien apercibidos de comida y bebida: después de
sitiarlos unos pocos días se habrían retirado a Esparta; pero sobrevino entonces
cierto azar maligno para los unos y a la vez favorable para los otros: los
hijos de los Pisistrátidas, al tiempo de ser sacados del país a escondidas,
fueron cautivados. Este acaso desconcertó toda su situación y se avinieron a
rescatar a sus hijos en las condiciones que quisieran los atenienses, o sea,
saliendo del Ática en el término de cinco días. Se retiraron en seguida a
Sigeo, sobre el Escamandro, después de dominar en Atenas treinta y seis años.[3]
Eran también oriundos de Pilo y de los Nelidas, descendientes de los mismos
antepasados de la familia de Codro y Melanto, que antes que ellos, aun siendo extranjeros
fueron reyes de Atenas. Por eso se acordó Hi-pócrates de poner a su hijo el
nombre de Pisístrato, por Pisístrato, el hijo de Néstor. Así se desembarazaron
los atenienses de los tiranos; pero explicaré ante todo cuanto este pueblo, una
vez libre, hizo o padeció digno de relato, antes que la Jonia se sublevase
contra Darío y Aristágoras de Mileto viniese a Atenas para pedirles ayuda.
66. Atenas, que antes ya era grande, desembarazada
entonces de sus tiranos, se hizo mayor. Dos hombres pre-valecían en ella:
Clístenes, un Alcmeónida (aquel precisamente de quien es fama que sobornó a la
Pitia), e Iságoras, hijo de Tisandro, de ilustre casa, aunque no puedo declarar
su origen: sus parientes sacrifican a Zeus de Caria. Estos dos se disputaban el
poder. Clístenes, derrotado, se asoció con el pueblo. Luego distribuyó en diez
tribus a los atenienses, que estaban distribuidos en cuatro, y dejando los
nombres de los hijos de Ión, Geleonte, Egicoreo, Argades y Hoples, introdujo
los nombres de otros héroes nativos, a excepción de Ayante: a éste le añadió,
aunque extranjero, por ser vecino y aliado.
67. En esto, a mi parecer, imitaba este Clístenes a
su abuelo materno Clístenes, señor de Sición. Porque Clístenes, después de
haber combatido con los argivos, puso fin en Sición a los certámenes en que los
rapsodos recitaban los versos de Homero, a causa de celebrar éstos en casi
todas partes a Argos y los argivos. Además, como existía y existe en la plaza
de Sición un templo del héroe Adrasto, hijo de Talao, Clístenes deseaba
arrojarle del país por ser argivo. Fue a Delfos e interrogó al oráculo si
arrojaría a Adrasto. La Pitia le respondió que Adrasto había sido rey de los
sicionios y que él era un criminal. Como el dios no le otorgaba su pedido, se
volvió y discurrió un medio para que Adrasto se marchase por sí mismo. Cuando
creyó haberlo encontrado, envió a decir a Tebas de Beocia que quería introducir
a Melanipo, hijo de Ástaco. Los tebanos se lo permitieron, y habiendo introducido
a Melanipo, le consagró un recinto en el mismo Pritaneo, y le erigió templo en
el sitio más fortificado. Introdujo Clístenes a Melanipo (puesto que también es
preciso que lo refiera), por haber sido el peor enemigo de Adrasto, y quien a
la a muerte a su hermano Mecistes y a su yerno Tideo. Después de consagrarle su
recinto, quitó Clístenes los sacrificios y fiestas de Adrasto y se los dio a
Melanipo. Los sicionios solían venerar a Adrasto con gran magnificencia, porque
esa región había sido de Pólibo, y Adrasto era hijo de la hija de Pólibo; al morir
éste sin hijo varón, entregó el mando a Adrasto. Entre otras honras que
tributaban a Adrasto, los sicionios celebraban particularmente sus
padecimientos con coros trágicos, no en honor de Dióniso, sino de Adrasto.
Clístenes restituyó los coros a Dióniso y el resto del culto a Melanipo.
68. Esto fue lo que había ejecutado contra Adrasto;
y a las tribus de los dorios, para que no fuesen idénticas a las sicionias y
las argivas, les cambió los nombres. Allí fue donde más se mofó de los
sicionios, porque les puso como nuevos nombres los de puerco y asno, salvo su
propia tribu: a esta le puso nombre tomado de su propio señorío. Así, pues,
éstos se llamaron Arquelaos [‘señores del pueblo’], y los otros Hiatas [de hys,
puerco], Oneatas [onos, asno]
y Quereatas [khoiros, lechón].
Los sicionios mantuvieron estos nombres de sus tribus, no sólo en el reinado de
Clístenes, sino aún unos sesenta años después de su muerte. Luego, no obstante,
se pusieron de acuerdo y los cambiaron por los de Hileos, Panfilos y Dimanatas;
agregaron como cuarto el nombre de Egialeo, hijo de Adrasto, y se llamaron
Egialeos.
69. Tal fue lo que había hecho Clístenes el
sicionio; y Clístenes el ateniense, que era hijo de una hija del sicionio y
llevaba su nombre, a mi parecer, despreciaba a su vez a los jonios y para no
tener las mismas tribus que ellos, imitó a su tocayo Clístenes. En efecto, cuando
se hubo atraído a su partido el pueblo de los atenienses, antes apartado de
todo derecho, cambió entonces el nombre de las tribus y aumentó su número; así
que en lugar de cuatro jefes de tribu, instituyó diez, y asignó a cada tribu
diez demos. Y, por haberse atraído el pueblo, estaba muy por encima de sus
rivales.
70.
Derrotado a su vez Iságoras, discurrió esta traza: llamó a Cleómenes el
lacedemonio, que había sido su huésped cuando el asedio de los Pisistrátidas (y
se acusaba a Cleómenes de tener relaciones con la mujer de Iságoras). Entonces,
ante todo, Cleómenes envió un he-raldo a Atenas, intimando la expulsión de
Clístenes y de otros muchos atenienses, a quienes llamaba «los malditos». Decía
esto en su pregón por instrucción de Iságoras, pues los Alcmeónidas y los de su
bando eran mirados en Atenas como culpables de ese crimen en el cual no habían tenido
parte Iságoras ni sus partidarios.
71. Ciertos atenienses fueron llamados «malditos»
por lo siguiente. Hubo entre los atenienses un tal Cilón, vencedor en los
juegos olímpicos; aspiró éste a la tiranía, reunió en su favor una asociación
de hombres de su misma edad e intentó tomar la acrópolis. Pero no logrando
apoderarse de ella, se refugió como suplicante junto a la estatua. Los
presidentes de los distritos, que a la sazón mandaban en Atenas, les hicieron
salir como reos, pero no de muerte: mas se acusaba a los Alcmeónidas de ha-berles
asesinado. Esto sucedió antes de la edad de Pisístrato.
72. Al intimar Cleómenes con su pregón la expulsión
de Clístenes y de los «malditos», Clístenes salió secretamente. No obstante
Cleómenes se presentó luego en Atenas con una tropa poco numerosa. Una vez
llegado desterró setecientas familias atenienses, las cuales le indicó
Iságoras. En segundo término intentó disolver el Senado, y entregó las
magistraturas a trescientos partidarios de Iságoras. Resistiéndose el Senado, y
no queriendo obedecer, Cleómenes, Iságoras y sus partidarios se apoderaron de
la acrópolis. Los demás atenienses, puestos de acuerdo, los sitiaron por dos
días: al tercero capitularon, y salieron del país todos los que eran
lacedemonios. Y así se le cumplió a Cleómenes la profecía, pues luego que subió
a la acrópolis con ánimo de apoderarse de ella, se fue al santuario de la diosa
como para dirigirle la palabra. Pero la sacerdotisa se levantó de su asiento, y
antes que traspusiese el umbral le dijo: «Forastero de Lacedemonia, vuélvete
atrás y no entres en el santuario: porque no es lícito que entren aquí los
dorios». «Mujer, respondió Cleómenes, yo no soy dorio sino aqueo». Por no contar
con aquel presagio, acometió la empresa y entonces fracasó nuevamente junto con
los lacedemonios. A los demás los atenienses les encadenaron y condenaron a
muerte, entre ellos a Timesiteo de Delfos, de cuya fuerza y bravura podría
contar las mayores hazañas. Fueron, pues, encadenados y muertos.
73. Después de esto, los atenienses enviaron por
Clístenes y por las setecientas familias perseguidas por Cleómenes, y despacharon
mensajeros a Sardes deseando hacer alianza con lo persas, pues bien sabían que
habían provocado a Cleómenes y los lacedemonios. Llegados a Sardes, los
mensajeros, y habiendo expuesto lo que se les había encargado, preguntó
Artafrenes, hijo de Histaspes, gobernador de Sardes, quiénes eran y dónde
moraban aquellos hombres que solicitaban ser aliados de los persas, e informado
por los mensajeros, les respondió en suma que concertaría la alianza si los
atenienses entregaban al rey Darío tierra y agua; y si no las entregaban, les
mandaba partir. Los mensajeros por propia responsabilidad, deseosos de ajustar
la alianza, respondieron que las entregarían. A su regreso a la patria fueron
muy censurados.
74. Cleómenes, sabedor de que los atenienses le ha-bían
insultado con hechos y palabras, reclutó tropas de todo el Peloponeso, sin
declarar para qué las reclutaba; deseaba vengarse del pueblo de Atenas y
establecer por señor a Iságoras, que junto con él había salido de la acrópolis.
Cleómenes invadió a Eleusis con un gran ejército; los beocios de concierto con
él tomaron los demos más alejados del Ática, Enoa e Hisias, y los calcideos atacaban
por el otro lado talando los campos del Ática. Los atenienses, si bien atacados
por ambas partes, dejaron para después el escarmiento de los beocios y calcideos,
y llevaron sus armas contra los peloponesios, que se hallaban en Eleusis.
75. Estaban los dos ejércitos prontos para venir a
las manos, cuando los corintios, pensando que no procedían con justicia, fueron
los primeros que mudaron de parecer y se marcharon; después se retiró Demarato,
hijo de Aristón, también rey de Esparta, que había conducido el ejército de
Esparta junto con Cleómenes, y había tenido antes parecer contrario a él. A
partir de esta discordia, hízose en Esparta una ley por la cual, al salir el
ejército, nunca marchasen entrambos reyes (porque hasta entonces salían
entrambos); eximido de combatir uno de ellos también quedaba uno de los
Tindáridas, pues antes también entrambos, como patronos, seguían al ejército.
76. Viendo entonces en Eleusis el resto de los
aliados que los reyes de Lacedemonia no estaban de acuerdo, y que los corintios
habían desamparado su puesto, también se marcharon. Era la cuarta vez que los
dorios entraban en el Ática; dos veces la invadieron en pie de guerra, y dos en
beneficio del pueblo de Atenas; la primera vez cuando fundaron a Mégara (esta
expedición podría designarse con razón como la de la época en que Codro reinaba
en Atenas). La segunda y la tercera cuando, para expulsar a los Pisistrátidas,
partieron de Esparta: la cuarta, entonces, cuando Cleómenes invadió a Eleusis
al frente de los peloponesios. Así por cuarta vez invadían entonces los dorios
a Atenas.
77. Deshecha ignominiosamente esta expedición, los
atenienses, con ánimo de vengarse, marcharon en primer término contra los calcideos;
los beocios salieron al Euripo en ayuda de los calcideos. Los atenienses, al
ver a los beocios, resolvieron acometerlos antes que a los calcideos. Tuvieron
un encuentro los atenienses con los beocios y lograron una completa victoria;
mataron muchísimos enemigos, e hicieron setecientos prisioneros. Ese mismo día
los atenienses pasaron a Eubea y tuvieron un encuentro con los calcideos; también
los vencieron y dejaron cuatro mil colonos en las tierras de los caballeros; y
entre los calcideos se llamaban caballeros los ciudadanos opulentos. A todos
los prisioneros, así éstos como los de Beocia, los tuvieron aherrojados en la
cárcel, pero algún tiempo después los soltaron, por un rescate de dos minas por
cabeza. Colgaron en la acrópolis los grillos en que les habían tenido, y aún se
conservaban en mis días, colgados de aquellas paredes chamuscadas por el fuego
del medo, frente a la sala del templo que mira a Poniente. Consagraron el
diezmo de dicho rescate, ha-ciendo con él una cuadriga de bronce, que está a
mano izquierda así que se entra en los propileos de la acrópolis; lleva esta
inscripción:
La progenie de Atenas con sus armas
a Beocia y Calcidia ha domeñado.
En prisiones sombrías y en cadenas
apagó su furor, y con el diezmo
ha consagrado a Palas estas yeguas.
78. Iban en aumento los atenienses: pues no en una
sino en todas las cosas se muestra cuán importante es la igualdad, ya que los atenienses,
cuando vivían bajo un señor, no eran superiores en las armas a ninguno de sus
vecinos, y librados de sus señores, fueron con mucho los primeros. Ello
demuestra, pues, que cuando estaban sometidos, de intento combatían mal, como
que trabajaban para un amo, pero una vez libres, cada cual ansiaba trabajar
para sí.
79. En esto andaban los atenienses. Los tebanos enviaron
después a consultar al dios, deseosos de vengarse de los atenienses.
Respondióles la Pitia que por sí solos no obtendrían venganza, les encargó que
llevasen el asunto ante «las muchas voces» y pidiesen ayuda a los más próximos.
Los enviados se marcharon, convocaron una asamblea y comunicaron el oráculo.
Los tebanos, al oír que era menester pedir ayuda a los más vecinos, dijeron:
«¿No son nuestros más próximos vecinos los tanagreos, coroneos y tespieos? Pues
éstos siempre combaten junto con nosotros y comparten celosamente nuestras
guerras. ¿Para qué hemos de pedirles ayuda? Quizá no se refería a eso el
oráculo».
80. Entre tales razones, dijo al fin uno que lo
había entendido: «Me parece comprender lo que nos quiere decir el oráculo.
Dícese que fueron hijas de Asopo, Teba y Egina; paréceme, pues, que habiendo
sido hermanas, nos respondió el dios que pidamos a los eginetas sean nuestros vengadores».
Y como pareció que nadie pudiera presentar mejor opinión que ésta, al punto
enviaron a pedir a los eginetas, invitándoles a que les auxiliaran conforme al
oráculo, pues eran sus más próximos allegados. Ellos respondieron a su pedido
que les enviarían en auxilio los Eácidas.
81. Con el socorro de los Eácidas, los tebanos probaron
fortuna; pero muy malparados por los atenienses, enviaron otra vez emisarios a
Egina, que devolvieron los Eácidas y les pidieron soldados. Los eginetas, engreídos
con su gran prosperidad, y acordándose de su antiguo odio contra los
atenienses, al suplicarles entonces los tebanos, resolvieron hacer guerra sin
declaración previa; y, en efecto, mientras los atenienses acosaban a los
beocios, pasaron los eginetas al Ática en sus barcos de guerra, saquearon a
Falero y a muchos otros demos de la costa, asestando un serio golpe a los
atenienses.
82. El odio
inveterado de los eginetas contra los atenienses nació de este principio: no
daba fruto alguno la tierra de los epidaurios; acerca de esta desgracia, consultaron
los epidaurios al oráculo de Delfos. La Pitia les invitó a levantar estatuas a
Damia y a Auxesia, pues si las levantaban les iría mejor. Preguntaron los epidaurios
si las harían de bronce o de mármol, y la Pitia no permitió lo uno ni lo otro, sino
de madera de olivo cultivado. Pidieron entonces los epidaurios a los atenienses
que les permitieran cortar de sus olivos, persuadidos de que los del Ática eran
más sagrados, y aun se dice que en aquella época no había olivos en ninguna
otra parte de la tierra más que en Atenas. Los atenienses declararon que lo
permitirían a condición de que todos los años enviasen ofrendas a Atenea
Políade y a Erecteo. Convinieron en la condición los epidaurios, lograron lo
que pedían, y levantaron las estatuas hechas de esos olivos; volvió a dar fruto
la tierra y ellos cumplieron a los atenienses lo pactado.
83. Todavía en este tiempo, como antes, los
eginetas obedecían a los epidaurios; particularmente acudían a Epidauro para
acusar y responder en sus pleitos. Pero desde aquella época, como habían
construido naves, en su arrogancia se sublevaron contra los epidaurios y, como
que eran enemigos, les causaban daño, pues dominaban el mar, y,
particularmente, les robaron las estatuas de Damia y de Auxesia, las
transportaron y las colocaron en medio de su tierra en un lugar llamado Ea, que
dista unos veinte estadios de la ciudad. Después de colocarlas en este sitio,
trataron de propiciarlas con sacrificios y con unos coros de mujeres que
lanzaban injurias, nombrando para cada una de las divinidades diez coregos.
Esos coros no hablaban mal de ningún hombre pero sí de las mujeres del país.
Idénticas ceremonias tenían los epidaurios, y tienen también ceremonias
secretas.
84. Robadas dichas estatuas, ya no cumplían los epidaurios
lo que habían pactado con los atenienses. Éstos enviaron un mensaje expresando
su enojo a los epidaurios, quienes probaron con buenas razones que no cometían
injusticia: todo el tiempo que habían tenido en el país las estatuas, habían
cumplido lo pactado; después de quedarse sin ellas no era justo continuar con
el tributo, y les exhortaban a que lo exigiesen de los eginetas que las
poseían. Entonces enviaron los atenienses a Egina a reclamar las estatuas; respondieron
los de Egina que nada tenían que ver con los atenienses.
85. Cuentan los atenienses que después de esta reclamación
fueron despachados en una sola trirreme los ciudadanos enviados por el Estado;
los cuales llegaron a Egina y trataron de arrancar de los pedestales a esas estatuas,
pues estaban hechas de maderas suyas, para llevárselas. No pudiendo apoderarse
de ellas de este modo, rodearon las estatuas con cuerdas y comenzaron a
arrastrarlas; mientras las arrastraban se produjo un trueno y junto con el trueno
un terremoto. En estas circunstancias, la tripulación de la trirreme, que
estaba arrastrando las estatuas, enloqueció y en el acceso se dieron muerte
unos a otros como enemigos, hasta que de todos quedó uno solo que volvió a
Falero.
86. Así sucedió, según refieren los atenienses;
pero los eginetas dicen que no arribaron los atenienses en una sola nave, pues
que a una, y a algunas más, fácilmente hubieran resistido aun no teniendo naves
propias; sino que se dirigieron contra su país con muchas naves, ellos cedieron
y no combatieron. Pero no pueden indicar exactamente si cedieron por
reconocerse inferiores en combate naval, o porque se proponían ejecutar lo que
en efecto ejecutaron. Afirman que los atenienses, como nadie les presentaba
batalla, salieron de sus naves y se dirigieron hacia las estatuas, y no
pudiéndolas arrancar de sus pedestales, les ataron entonces cuerdas y las
arrastraron, hasta que las estatuas arrancadas hicieron las dos lo mismo
(historia que para mí no es creíble, para otro quizá sí): caer de rodillas ante
ellos, y desde ese momento continúan así. Tal hicieron los atenienses. Los
eginetas dicen que, informados de que se disponían los atenienses a venir
contra ellos, habían alistado a los argivos, y, en efecto, al desembarcar los
atenienses en Egina venían en su socorro los argivos, quienes pasando sin ser sentidos
a la isla desde Epidauro, cayeron sobre los atenienses, que estaban enteramente
desprevenidos, y les apartaron de sus naves, y que en ese preciso instante se
produjeron el trueno y el terremoto.
87. Así lo cuentan argivos y eginetas, y también
los atenienses convienen en que uno solo volvió salvo al Ática, bien que los
argivos dicen que ese solo hombre se salvó de sus manos mientras destruían el
campamento ateniense, y los atenienses dicen que se salvó de algún numen, pero
que ni siquiera este solo sobrevivió, sino que pereció del modo que sigue.
Vuelto a Atenas anunció la desgracia, y al oírle las mujeres de los que habían
marchado contra Egina, indignadas de que él solo entre todos se hubiera
salvado, lo rodearon, se apoderaron de él y le punzaron los ojos con la hebilla
del manto, preguntándole cada una dónde estaba su marido: así pereció ese hombre.
Esta acción de las mujeres pareció a los atenienses más terrible aun que
aquella desgracia. No ha-llando otro modo de castigar a las mujeres, les mudaron
su traje por el jónico; pues en efecto antes de esto las mujeres de los
atenienses llevaban traje dórico, muy semejante al corintio. Mudaron, pues, su
traje por la túnica de lino para que no se sirvieran más de hebillas.
88. Verdad es que ese traje no fue en los tiempos antiguos
jónico, sino cario, pues antiguamente, todo vestido griego de mujer era el que
ahora llamamos dórico. Pero los argivos y los eginetas por ese motivo hicieron
también una ley para que las hebillas se hiciesen la mitad más largas de la
medida entonces usual; para que las mujeres en el santuario de esas diosas
ofreciesen sobre todo hebillas, y que no se trajese ninguna otra cosa ática ni
siquiera sus vasos de barro; antes bien en adelante tenían allí por ley beber
en vasijas del país.
89. Desde entonces hasta mis días las mujeres de
los argivos y de los eginetas, por la contienda con los atenienses, llevaban
hebillas más grandes que antes. El comienzo del odio de los atenienses contra
los eginetas pasó como he contado. Y entonces, al llamado de los beocios,
acordáronse los eginetas de lo que había pasado con las estatuas, y socorrieron
gustosos a los beocios. Talaban, pues, los eginetas las costas del Ática,
cuando al ir los atenienses a combatir contra ellos, vino de Delfos un oráculo
que les prevenía que aguardasen treinta años, a contar desde el atentado de los
eginetas; pero que al cabo de los treinta y uno señalasen un recinto a Éaco, y
empezasen la guerra contra los eginetas, y lograrían lo que deseaban. Mas si emprendían
la guerra desde luego, mucho tendrían que sufrir y mucho que hacer sufrir en el
intervalo, bien que al cabo les someterían. Cuando los atenienses oyeron este
oráculo, señalaron a Éaco ese recinto que ahora se levanta en su plaza, pero
aunque oyeron que era preciso aguardar treinta años, no lo soportaron, después
de haber sido ignominiosamente tratados por los eginetas.
90. Estaban preparándose para la venganza cuando se
atravesó un contratiempo provocado por los lacedemonios. Porque enterados los
lacedemonios del ardid de los Alcmeónidas y de la Pitia contra ellos y contra
los Pisistrátidas, sintieron doblada pesadumbre, porque habían expulsado de la
patria a sus propios huéspedes, y porque después de haber hecho esto los
atenienses manifiestamente no les guardaban ninguna gratitud. Les aguijaban
además los oráculos que predecían muchos agravios de parte de los atenienses.
Habían antes estado ignorantes de dichos oráculos, y se enteraron de ellos
cuando Cleómenes los trajo a Esparta. Cleómenes se apoderó de los oráculos de
la acrópolis de Atenas, que habían estado primero en poder de los
Pisistrátidas, quienes los dejaron en el santuario al ser expulsados. Cleómenes
recogió los oráculos abandonados.
91. Entonces, cuando los lacedemonios recogieron
los oráculos y vieron a los atenienses engrandecidos y nada dispuestos a
obedecerles, reflexionaron que si la raza ática quedaba libre, se les igualaría
en poder, pero si quedaba sujeta a una tiranía se volvería débil y pronta a
obedecer a la autoridad. Penetrados de todo esto, hicieron venir a Hipias, el
hijo de Pisístrato, desde Sigeo, ciudad del Helesponto, adonde se habían
refugiado los Pisistrátidas. Cuando Hipias se presentó al llamado, enviaron
también por embajadores de los demás aliados, y les hablaron así los
espartanos: «Aliados: confesamos que no hemos procedido bien; movidos por
falsos oráculos, echamos de su patria a quienes eran nuestros mayores amigos
que nos tenían prometido mantener en obediencia a Atenas, y tras cometer esto
entregamos el Estado a un pueblo ingrato, el cual, no bien levantó la cabeza,
gracias a que nosotros le libertamos, cuando nos insultó, echándonos a nosotros
y a nuestro rey. Se ha llenado de arrogancia y su poderío aumenta; así lo han
aprendido particularmente sus vecinos los beocios y calcideos y quizás algún otro
lo aprenderá, si se equivoca. Ya que nos hemos engañado en lo que antes
hicimos, procuraremos ahora vengarnos con vuestra asistencia. Por este motivo
hemos llamado a Hipias y a vosotros, embajadores de las ciudades, para que, de
común acuerdo y con común ejército, restituyamos a Hipias a Atenas, y le devolvamos
lo que le hemos quitado».
92. Así
hablaron, pero la mayor parte de los aliados no aceptó la propuesta. Guardaban
todos silencio, cuando Socles de Corinto dijo así: «Ahora sí quedará el cielo
bajo la tierra, y la tierra encima del cielo, tendrán los hombres morada en el
mar y los peces donde moraban primero los hombres, cuando vosotros,
lacedemonios, destruís la igualdad y os preparáis a reponer en las ciudades la
tiranía, cosa la más inicua y sanguinaria que exista entre los hombres. En
verdad, si os parece conveniente que las ciudades estén en manos de tiranos,
estableced primero un tirano entre vosotros mismos, y luego buscad de
establecerlo entre los demás. Pero vosotros, sin conocer lo que son los
tiranos, y cuidando con todo rigor que no aparezcan en Esparta, procedéis
inicuamente con vuestros aliados. Si tuvieseis, como nosotros, experiencia de
lo que es un tirano, podríais proponer sobre ello mejores pareceres que los de
ahora».
La antigua constitución de Corinto era oligárquica,
y gobernaban la ciudad los llamados Baquíadas, que no contraían matrimonio sino
entre ellos mismos. A Anfión, uno de estos hombres, le nació una hija coja; su
nombre era Labda, y como ninguno de los Baquíadas la quiso por mujer, casó con
ella Eeción, hijo de Equécrates, del demo de Petra, bien que Lapita de origen y
descendiente de Ceneo. No tenía hijos de Labda ni de otra mujer alguna; marchó,
pues, a Delfos para consultar sobre su sucesión; y al entrar, la Pitia le
dirigió inmediatamente estos versos:
Eeción, nadie te honra, aunque bien digno de
honores.
Labda, encinta, dará a luz una piedra despeñada
que caerá sobre los príncipes y hará justicia en
Corinto.
Este
oráculo dado a Eeción, llegó no sé cómo a oídos de los Baquíadas, a quienes
antes se había dado acerca de Corinto un oráculo oscuro, pero dirigido al mismo
punto que el de Eeción, y que decía así:
El águila está preñada en los altos peñascales
parirá león carnicero que quitará muchas vidas.
Meditadlo bien, corintios, que moráis junto a la hermosa
fuente Pirene, en Corinto, suspendida en altas
cumbres.
Este
oráculo era antes incomprensible para los Baquíadas, pero entonces, cuando oyeron
el que había recibido Eeción, entendieron en seguida que el primero concordaba
con el de Eeción. Entendiendo, pues, también éste, guardaron silencio, con la
mira de hacer morir al hijo que iba a nacerle a Eeción. Inmediatamente que dio
a luz la mujer, enviaron diez de sus hombres al pueblo en que vivía Eeción,
para matar al niño. Llegados a Petra, pasaron a la casa de Eeción y pidieron
ver al niño. Labda, que no sabía nada de los motivos por qué venían, y creyendo
que lo pedían por amistad hacia el padre, lo trajo y lo puso en brazos de uno
de los diez. Ahora bien, de camino habían concertado que el primero que cogiera
al niño le estrellaría contra el suelo; pero cuando Labda trajo el niño y le
entregó, por divino azar, el niño sonrió al que le había tomado; al percibir la
sonrisa, la piedad le impidió matarle y compadecido le entregó al segundo y
éste al tercero; así fue pasando de mano en mano por todos los diez sin que
ninguno quisiera matarle. Devolvieron, pues, el hijo a la madre y salieron; y
parados ante las puertas se insultaban y culpaban unos a otros, pero sobre todo
al que le había tomado primero, por no haber ejecutado la orden, hasta que al
cabo de un tiempo decidieron pasar de nuevo y participar todos en la muerte.
Mas era forzoso que de la progenie de Eeción brotasen males para Corinto porque
Labda escuchaba todo, parada tras las mismas puertas y recelando que mudasen de
parecer, y tomasen segunda vez la criatura y la matasen, se la llevó y la
escondió donde le pareció que menos lo habían de sospechar, en un arca,
persuadida de que si volvían y se ponían en su busca; habían de registrarlo
todo. Como en efecto sucedió. Llegaron y buscaron y como no apareció,
resolvieron marcharse y decir a los que les habían enviado que se había hecho
cuanto habían ordenado. Se fueron, pues, y así lo dijeron. Creció luego el niño
en casa de su padre Eeción, y por haber escapado de tal riesgo le pusieron por
nombre Cípselo por el arca (kypsele).
Cuan-do fue hombre, haciendo una consulta en Delfos recibió una
profecía doble; confiado en ella, intentó apoderarse de Corinto y lo logró. La
profecía era ésta:
Bienaventurado el hombre que penetra en mi morada,
Cípselo, hijo de Eeción, rey de la ilustre Corinto,
rey él y reyes sus hijos, no los hijos de sus
hijos.
Tal
fue el oráculo: Cípselo, cuando ganó la tiranía, se condujo así: a muchos
corintios desterró, a muchos despojó de su hacienda, y a muchos más, de la
vida. Después de gobernar treinta años, murió en paz.
Fue sucesor de la tiranía su hijo Periandro. Al
principio Periandro era más suave que su padre; pero después de tratar por
medio de mensajeros con Trasibulo, tirano de Mileto, llegó a ser todavía mucho
más sanguinario que el mismo Cípselo. Porque envió a Trasibulo un he-raldo para
preguntarle cuál sería el modo seguro para ordenar su situación y gobernar
mejor la ciudad, sacó Trasibulo al enviado de Periandro fuera de la ciudad, y,
entrando en un campo sembrado, a la vez que recorría las sementeras,
interrogaba y examinaba al heraldo sobre los motivos de su venida desde
Corinto, y tronchaba todas las espigas que sobresalían: las tronchaba y las
arrojaba hasta que de ese modo destruyó lo más hermoso y espeso del sembrado.
Después de recorrer todo el campo, despachó al heraldo a Corinto sin aconsejar
palabra. Cuando regresó el heraldo, Periandro estaba deseoso de averiguar el
consejo; pero el heraldo refirió que Trasibulo no le había aconsejado nada, y
que se maravillaba de que le hubiese enviado a semejante hombre, que no estaba
en su juicio y que echaba a perder su propia hacienda; y con esto le contó lo
que había visto hacer a Trasibulo. Mas Periandro entendió la lección;
comprendió que Trasibulo le aconsejaba matar a los ciudadanos sobresalientes, y
desde entonces cometió contra ellos toda maldad. A cuantos había Cípselo dejado
de matar o de desterrar, los mató o desterró Periandro; en un solo día desnudó,
por causa de su mujer Melisa, a todas las mujeres de Corinto. Había enviado
mensajeros a consultar el oráculo de los muertos junto al río Aqueronte en
Tesprocia, acerca de cierto depósito de un huésped. Aparecióse Melisa y dijo
que ni indicaría ni declararía en qué lugar estaba el depósito; porque tenía
frío y estaba desnuda, pues de nada le servían los vestidos en que la había
enterrado, porque no habían sido quemados, y que era testimonio de que decía la
verdad el haber Periandro metido el pan en un horno frío. Cuando se anunció a
Periandro la respuesta (y la prueba le pareció convincente, por cuanto se había
unido a Melisa cuando ya era cadáver) sin más tardanza echó un bando para que
todas las mujeres de Corinto acudieran al templo de Hera. Ellas acudieron como
a una fiesta, llevando sus mejores galas; Periandro apostó allí sus guardias, y
las desnudó a todas por igual, tanto a las amas como a las criadas; juntó todo
en una fosa y lo quemó invocando a Melisa. Hecho esto, envió mensajeros segunda
vez, y el espíritu de Melisa declaró el lugar en que había colocado el depósito
del huésped.
«Tal es la tiranía, lacedemonios, y tales son sus
obras. Nosotros los corintios quedamos admirados al saber que enviabais por Hipias,
y en verdad, ahora nos maravillamos mucho más al oíros tales proyectos y os suplicamos,
conjurándoos por los dioses de Grecia, que no establezcáis tiranías en las
ciudades. Pero si no cesáis y tratáis de restituir a Hipias contra la justicia,
sabed que los corintios, por lo menos, no están de acuerdo con vosotros.»
93. Esto dijo Socles, el embajador de Corinto.
Hipias le replicó invocando a los mismos dioses, que los corintios más que
nadie echarían de menos a los Pisistrátidas, cuando les llegasen los días
fijados de verse afligidos por los atenienses. Así replicó Hipias, como quien
conocía los oráculos con más certeza que nadie. Los demás aliados habían
guardado silencio hasta entonces, pero después de oír a Socles hablar en favor
de la libertad, todos y cada uno alzaron la voz y adoptaron el parecer del corintio,
y suplicaban a los lacedemonios no cometiesen un acto temerario contra una
ciudad griega.
94. Así, pues, terminó el proyecto. Al marcharse de
allí Hipias, Amintas, rey de Macedonia, le ofreció la ciudad de Antemunte, y
los tésalos la de Yolco, pero no quiso aceptar ninguna de las dos, y se retiró
de vuelta a Sigeo. Era ésta una plaza que a punta de lanza había tomado Pisístrato
a los mitileneos y, una vez ganada, estableció como tirano a un hijo suyo
bastardo, Hegesístrato, habido en una mujer argiva, quien no sin combates poseyó lo que había recibido de
Pisístrato. Pues largo tiempo combatieron mitileneos y atenienses, partiendo
los unos de la ciudad de Aquileo, y los otros de Sigeo; aquéllos reclamaban el
territorio y los atenienses no reconocían sus derechos, y demostraban con
razones que no tenían los eolios más parte en el territorio troyano que ellos
mismos y que todos los demás griegos que habían ayudado a Menelao a vengar el
robo de Helena.
95. Mientras guerreaban, acontecieron en los combates
muchos lances variados, y entre ellos señaladamente el poeta Alceo, en un
encuentro en que ganaban los atenienses, escapó dándose a la fuga, y los
atenienses se apoderaron de sus armas y las colgaron en el templo de Atenea en
Sigeo. Sobre esto compuso Alceo unos versos refiriendo su desgracia a su amigo
Melanipo, y los envió a Mitilene. Reconcilió a los mitileneos y los atenienses Periandro,
hijo de Cípselo, a cuyo arbitrio se habían confiado; y les reconcilió de este
modo: cada cual poseería el territorio que ocupaba.
96. Así vino Sigeo a quedar por los atenienses. Hi-pias,
cuando llegó de Lacedemonia al Asia, no dejaba piedra por remover, calumniando
a los atenienses ante Artafrenes, y haciendo todo lo posible para que Atenas
cayese en su poder y en el de Darío. Mientras que Hipias así intrigaba,
informados los atenienses, enviaron mensajeros a Sardes para impedir que los
persas diesen crédito a los desterrados de Atenas. Artafrenes les ordenó que si
querían estar en salvo acogiesen de nuevo a Hipias. No admitieron los
atenienses la propuesta y, al no admitirla, resolvieron mostrarse abiertamente
enemigos de los persas.
97. Hallábanse así resueltos y calumniados ante los
persas cuando en esa sazón llegó a Atenas el milesio Aristágoras expulsado de
Esparta por Cleómenes el lacedemonio. Era Atenas la ciudad más poderosa de
todas. Compareció Aristágoras ante el pueblo, y dijo lo mismo que en Esparta
acerca de los bienes del Asia, y del modo de combatir los persas, que no usaban
escudo ni lanza y eran
fáciles de vencer. Eso decía y esto agregaba: que los milesios eran colonos de
Atenas, y era justo que los atenienses, tan poderosos, les salvasen. No dejó
promesa por hacer, como quien se hallaba en el mayor apuro, hasta que les
persuadió. Así pues, parece que es más fácil engañar a muchos que a uno solo:
pues no habiendo podido engañar al lacedemonio Cleómenes, que era uno solo,
pudo hacerlo con treinta mil atenienses. Persuadidos, pues, los atenienses,
votaron enviar naves en socorro de los jonios, nombrando general de ellas a Melantio,
que de los ciudadanos era el más principal en todo. Fueron esas naves principio
de calamidades tanto para los griegos como para los bárbaros.
98. Aristágoras se hizo a la mar antes y, llegado a
Mileto, ideó un proyecto que no había de hacer ningún provecho a los jonios:
verdad es que ni él mismo lo hacía con ese motivo, sino para molestar al rey
Darío. Despachó un hombre a Frigia, a los peonios que, llevados prisioneros por
Megabazo desde el río Estrimón, vivían en un lugar de la Frigia, en una aldea
apartada. Así que el mensajero se presentó ante los peonios, les dijo: «Peonios,
me envió Aristágoras, señor de Mileto, a proponeros vuestra salvación, con tal
que queráis obedecerle. Al presente, toda la Jonia se ha sublevado contra el
rey; se os ofrece la ocasión de volver salvos a vuestra patria. De vuestra
cuenta corre el camino hasta el mar; de la nuestra, a partir del mar». Al oír
esto los peonios se alegraron en extremo y, cargando con sus hijos y mujeres,
huyeron hacia el mar, bien que unos pocos, medrosos, se quedaron allí. Cuando
los peonios llegaron al agua, pasaron a Quío. Estando ya en Quío, llegó en gran
número la caballería persa que les iba siguiendo las pisadas en su persecución.
Como no habían podido darles alcance, enviaron una orden a Quío a los peonios
para que volviesen, pero los peonios no hicieron caso; y desde allí los de Quío
les condujeron hasta Lesbo, y los de Lesbo les transportaron a Dorisco, desde
donde, por tierra, llegaron a Peonia.
99. Los atenienses llegaron a Mileto con veinte naves,
y trayendo consigo cinco trirremes de Eretria, que no militaban en obsequio de
los atenienses, sino de los mismos milesios, en pago de una deuda. Porque anteriormente
los milesios habían socorrido a los eretrios en la guerra contra los calcideos,
cuando los samios auxiliaron a los calcideos contra eretrios y milesios. Cuando
éstos, pues, llegaron y estuvieron presentes los demás aliados, emprendió
Aristágoras una expedición contra Sardes; no fue él en persona, antes bien se
quedó en Mileto y nombró para ser generales a otros milesios: su propio hermano
Caropino y otro ciudadano, Hermofanto.
100. Llegaron los jonios en esta expedición a
Éfeso, y dejando las naves en un lugar del territorio efesio llamado Coreso se
dirigieron tierra adentro con un ejército numeroso, tomando unos efesios como
guías del camino. Marchaban a lo largo del río Caístro; desde allí, después de
pasar el Tmolo, llegaron a Sardes, y la tomaron sin que nadie les opusiera
resistencia y tomaron todo, salvo la acrópolis: defendía la acrópolis con no pequeña
guarnición el mismo Artafrenes.
101. Aunque habían tomado la ciudad, el siguiente
motivo les impidió saquearla. En Sardes las más de las casas estaban hechas de
caña, y aun las construidas de ladrillo tenían techo de caña. A una de ellas
pegó fuego un soldado; al punto fue corriendo el incendio de casa en casa hasta
apoderarse de la ciudad entera. Ardía la ciudad, cuando los lidios y cuantos
persas se hallaban dentro, viéndose cogidos por todas partes (pues el fuego se
extendía por los extremos), y no teniendo salida de la ciudad, corrieron a la
plaza y al río Pactolo, que lleva granos de oro desde el Tmolo, pasa por medio
de la plaza, y desemboca en el río Hermo, y éste en el mar. Reunidos entonces
lidios y persas, cerca del Pactolo y de la plaza, se vieron obligados a
defenderse; y los jonios, al ver que parte del enemigo se defendía y parte
venía contra ellos en gran número, se asustaron y retrocedieron hacia el monte
llamado Tmolo, y de allí, al caer la noche, se marcharon a sus naves.
102. Fue abrasada Sardes,[4]
y en ella el templo de la diosa nacional Cibeba; pretexto de que se valieron
luego los persas para abrasar a su vez los templos de Grecia. Los persas que
acampaban en las provincias de este lado del río Halis, al oír la noticia, se
reunieron y acudieron al socorro de los lidios, no hallaron ya a los jonios en
Sardes y siguiendo su rastro les alcanzaron en Éfeso. Los jonios les hicieron
frente, pero fueron completamente derrotados en el encuentro. Entre otros
muchos varones de renombre que mataron los persas, uno fue Eválcides, general de
los eretrios, que había ganado corona en certámenes atléticos, y muy celebrado
por Simónides de Ceo. Los que huyeron de la batalla se dispersaron por las ciudades.
103. Tal fue entonces el resultado del combate. Después,
los atenienses desampararon enteramente a los jonios, y a pesar de los repetidos
ruegos que les hizo Aristágoras por medio de mensajeros, se negaron a
ayudarles. Pero los jonios, aunque privados de la alianza de Atenas, no por eso
dejaron (tal era lo que habían cometido contra Darío) de prevenir la guerra
contra el rey. Dirigiéronse hacia el Helesponto y se apoderaron de Bizancio y
de todas las demás ciudades de esa región. Salidos del Helesponto, se ganaron
como aliada la mayor parte de Caria, y hasta Cauno, que no había querido
aliarse antes, también se les unió entonces, después del incendio de Sardes.
104. Todos los de Chipre se les agregaron voluntariamente,
menos los de Amatunte; también éstos se habían sublevado contra los medos del
modo siguiente. Vivía en Chipre Onésilo, hermano menor de Gorgo, rey de los
salaminios, hijo de Quersis, hijo de Siromo, hijo de Eveltón. Ya antes había
aconsejado muchas veces este Onésilo a Gorgo, que se sublevase contra el rey;
pero al oír entonces que los jonios se habían sublevado, le incitaba con las
mayores instancias. Pero como no lograba convencer a Gorgo, aguardó a que
saliese de la ciudad y le cerró las puertas; acompañado de los de su facción,
Gorgo, despojado de su ciudad, se refugió entre los medos, y Onésilo se
enseñoreó de Salamina, trató de persuadir a todos los de Chipre a sublevarse a
una; y persuadió a todos salvo a los de Amatunte, que no querían obedecerle, y
a quienes puso sitio.
105. Onésilo, pues, sitiaba a Amatunte. Cuando se
anunció al rey Darío que Sardes había sido tomada y quemada por los atenienses
y los jonios, y que el jefe de la confederación y quien había tramado todo
aquello era el milesio Aristágoras, cuéntase que al primer aviso, sin hacer
caso alguno de los jonios, bien seguro de que caro les costaría su sublevación;
preguntó quiénes eran los atenienses, y después de oírlo, pidió su arco, colocó
en él una flecha y la lanzó al cielo, y mientras disparaba al aire, dijo:
«Dame, oh Zeus, que pueda yo vengarme de los atenienses». Y dicho esto, ordenó
a uno de sus criados que al servirle la comida, le dijera siempre tres veces:
«Señor, acuérdate de los atenienses».
106. Dada esta orden, llamó a su presencia al
milesio Histieo, a quien Darío retenía hacía ya tiempo, y le dijo: «Me he
enterado, Histieo, de que aquel regente tuyo a quien confiaste Mileto, ha cometido
contra mí temerario delito. Ha traído tropas del otro continente, y persuadido
a que junto con ellas le siguiesen los jonios (que han de dar satisfacción de
lo que han hecho), y me ha arrebatado a Sardes. Dime ahora ¿te parece bien
hecho? ¿Cómo pudo ejecutarse semejante cosa sin tu consejo? Mira que no tengas
luego que acusarte a ti mismo.» A lo que respondió Histieo: «Rey, ¿qué palabra
has dicho? ¿Habría yo de aconsejar cosa que ni mucho ni poco pudiera
disgustarte? ¿Para qué lo había yo de procurar? ¿Qué cosa me falta? Gozo de
todo lo que tú, me cabe la honra de escuchar todas tus resoluciones. Si mi
regente tiene entre manos algo como lo que me dices, sabe que ha obrado por su
propia responsabilidad. Pero yo no puedo siquiera admitir la noticia de que los
milesios y mi regente intenten alguna temeridad contra tu imperio. Mas si lo
hacen y si en verdad lo has oído, rey, ve lo que has hecho al arrancarme de la
costa; pues, no teniéndome a su vista, parece que los jonios han ejecutado lo
que hace tiempo ansiaban; si yo hubiese estado en Jonia, ninguna ciudad se
hubiera movido. Ahora, pues, permíteme marchar aprisa a Jonia, para restablecer
todo aquello en su antiguo orden y para poner en tus manos ese regente, que
tales cosas ha maquinado. Después de ejecutar todo esto conforme a tu voluntad
juro por los dioses de tu real casa, no quitarme la túnica con que bajare a
Jonia antes de hacerte tributaria a Cerdeña, la más grande de las islas».
107. Con este discurso procuraba Histieo engañar al
rey. Darío se persuadió y le dejó partir ordenándole que, después de cumplir lo
que prometía, se presentase de nuevo en Susa.
108. En tanto llegaba al rey la noticia de Sardes,
y Darío lanzó su arco y habló con Histieo, y éste, licenciado por Darío, se
trasladó al mar, en todo ese tiempo sucedió lo siguiente. Estaba Onésilo de
Salamina sitiando a Amatunte, cuando se le avisó que se esperaba en Chipre al
persa Artibio, que conducía en sus naves un poderoso ejército. Enterado de
ello, Onésilo envió heraldos por la Jonia, para llamarlos, y los jonios, sin
deliberar mucho tiempo, llegaron con una gran armada. Los jonios aportaron a
Chipre, y los persas cruzaron desde Cilicia y se dirigieron por tierra a
Salamina, mientras los fenicios, en sus naves, doblaban el cabo que se llama
las Llaves de Chipre.
109. En tal situación, convocaron los señores de Chipre
a los jefes jonios y les dijeron: «Jonios, nosotros, los cipriotas, os damos a
elegir combate con los que querráis, o con los persas o con los fenicios. Si
queréis venir a las manos con los persas por tierra, sería hora de que desembarcarais
y formarais filas, y de embarcarnos nosotros en vuestras naves, para combatir
con los fenicios. Pero, si preferís venir a las manos con los fenicios, es preciso
que hagáis (cualquiera de las dos alternativas adoptéis) que por vuestra parte
sean libres tanto Jonia como Chipre». Replicaron a esto los jonios: «La confederación
de los jonios nos envió para defender el mar, no para entregar las naves a los
ciprios y atacar por tierra a los persas. Nosotros, en el cargo que nos han
señalado, procuraremos, pues, mostramos valientes, menester es que luchéis vosotros
como bravos, acordándoos de lo que sufristeis cuando erais esclavos de los
medos».
110. En esos términos respondieron los jonios; después,
como hubiesen llegado los persas al llano de Salamina, los reyes de Chipre
alinearon sus tropas; frente a los persas alinearon lo más escogido de los
salaminios y los solios, y frente a los demás soldados el resto de los
cipriotas. Onésilo, por su voluntad, se situó frente a Artibio, general de los
persas.
111. Artibio montaba un caballo amaestrado a empinarse
contra un hoplita. Advertido de esto Onésilo, dijo a un escudero cario que
tenía, hombre muy famoso en las armas, y además, lleno de valor: «Oigo decir
que el caballo de Artibio se empina y mata al que embiste con manos y boca.
Piénsalo tú, y dime en seguida a cual de los dos quieres acechar y huir, si al
caballo o si al mismo Artibio». Su escudero le respondió así: «Rey, estoy
pronto para hacer ambas cosas, para cualquiera de las dos y para todo lo que
ordenes. Diré, sin embargo, lo que me parece más provechoso para tu situación.
Sostengo que un rey ha de atacar a otro rey, y un general a otro general; porque,
si das en tierra con un general, es una gran hazaña, y si él da en tierra
contigo, lo que no quieran los dioses, aun la muerte, a manos de un enemigo
digno, es sólo desgracia a medias. A nosotros, los servidores, corresponde
atacar a otros servidores y al caballo. Y no temas sus artes, que te prometo no
volverá a empinarse delante de hombre alguno».
112. Así
dijo, e inmediatamente, las fuerzas vinieron a las manos por tierra y por mar.
Por mar sobresalieron los jonios y vencieron a los fenicios, y entre ellos se
destacaron los samios. En tierra, cuando se encontraron los dos ejércitos, se
lanzaron a la carga y combatieron. Entre los dos generales pasó lo siguiente:
embestía Artibio, montado en su caballo, a Onésilo; éste, según lo convenido
con su escudero, hirió a Artibio, y al golpear las patas el caballo contra el
escudo de Onésilo, el cario le dio un golpe de hoz, y segó las dos patas al
caballo.
113. Entonces Artibio, el general de los persas,
cayó allí mismo, junto con el caballo. Combatían los demás, cuando Estesenor,
tirano de Curio, que tenía consigo una fuerza no pequeña, desertó. (Dícese que
estos curieos son colonos de los argivos.) Al desertar los curieos, inmediatamente
los carros de guerra de los salaminios hicieron lo mismo que los curieos, y con
esto, los persas llevaron ventaja a los cipriotas; el ejército volvió las
espaldas, y entre otros muchos cayó Onésilo, hijo de Quersis, autor de la
sublevación de Chipre; y Aristócipro, rey de los solos, hijo de Filócipro,
aquel Filócipro a quien Solón de Atenas, cuando llegó a Chipre, ensalzó en sus
versos sobre todos los señores.
114. Los de Amatunte, como Onésilo les había sitiado,
le cortaron la cabeza, se la llevaron a Amatunte y la colgaron sobre las
puertas. Estaba colgada, y ya hueca cuando entró dentro un enjambre de abejas y
la llenó de panales. Ante tal suceso, los de Amatunte consultaron al oráculo
acerca de la cabeza, y la respuesta fue que la descolgaran y la sepultaran, y
sacrificaran a Onésilo todos los años, como a un héroe, y que si hacían así les
iría mejor. Y, en efecto, así lo hacían los de Amatunte hasta mis días.
115. Los jonios, que habían combatido por mar en
Chipre se enteraron de que estaba perdida la causa de Onésilo, y cercadas las
ciudades de Chipre, menos Salamina, que los mismos salaminios habían restituido
a Gorgo, su antiguo rey. Inmediatamente que se enteraron de esto los jonios
volvieron a Jonia. Entre las ciudades de Chipre, Solos fue la que por más
tiempo resistió el cerco; los persas abrieron minas alrededor de sus muros, y
la tomaron a los cinco meses.
116. Los cipriotas, en suma, libres durante un año,
de nuevo quedaron esclavizados. Daurises, casado con una hija de Darío, Himeas
y Otanes, otros generales persas, también casados con hijas de Darío,
persiguieron a los jonios que habían marchado contra Sardes y los rechazaron
contra sus naves; y después de vencerles en la batalla, se dividieron las
ciudades y las saquearon.
117. Daurises se dirigió a las ciudades de Helesponto,
tomó Dárdano, tomó Abido y Percata y Lámpsaco y Peso; ésas tomó una por día. Se
dirigía desde Peso a la ciudad de Pario, cuando le llegó la noticia de que, de
acuerdo los carios con los jonios se habían sublevado contra los persas.
Volvióse, pues, del Helesponto, y marchó con sus tropas contra Caria.
118. Por azar, tuvieron los carios aviso de esto antes
de llegar Daurises; pero cuando lo oyeron se reunieron en las llamadas Columnas
Blancas, cerca del río Marsias, que baja de la región Idríade y desemboca en el
Meandro. Reunidos los carios, hubo muchos planes, pero el que a mí me parece
mejor fue el de Pixodaro, hijo de Mausolo y natural de Cindia, quien estaba
casado con la hija de Siennesis, rey de Cilicia. Era su parecer que los carios
pasasen el Meandro y trabasen combate con el río a la espalda, para que, no
teniendo adónde huir y obligados a permanecer en su puesto, fuesen más
valientes de lo que eran por naturaleza. No prevaleció este parecer, sino el de
que los persas y no ellos tuvieran a sus espaldas el Meandro, sin duda para que
si los persas se daban a la fuga y eran derrotados en el encuentro, no
escaparan y cayesen en el río.
119. A poco, cuando aparecieron los persas, y cruzaron
el Meandro, se encontraron con ellos los carios cerca del río Marsias;
combatieron reñidamente y durante largo tiempo; al cabo, fueron derrotados por
el número. De los persas cayeron hasta dos mil, de los carios hasta diez mil.
Los fugitivos se refugiaron en Labranda, en el santuario de Zeus Guerrero, un
vasto bosque sagrado de plátanos (los carios son los únicos, que nosotros
sepamos, que ofrecen sacrificios a Zeus Guerrero). Refugiados allí deliberaban
cómo podrían salvarse, si les iría mejor entregándose a los persas o
abandonando del todo el Asia Menor.
120. Mientras tal deliberaban, llegaron en su
socorro los milesios con sus aliados. Entonces abandonaron los carios su deliberación
previa y se dispusieron inmediatamente a combatir de nuevo. Hicieron frente al
ataque de los persas y combatieron, pero sufrieron una derrota todavía más
grave que la anterior, murieron muchos de todas partes, y más que nadie padecieron
los milesios.
121. Después de este desastre, se recobraron los carios
y volvieron a combatir. Enterados de que los persas se disponían a marchar
contra sus ciudades, se emboscaron en el camino para Pédaso, en el que los
persas cayeron en la celada y perecieron, ellos y sus generales, Daurises,
Amorges y Sisamaces, y con ellos murió asimismo Mirso, hijo de Giges. El
capitán de esa emboscada fue Heraclides, hijo de Ibanolis, natural de Milasa.
122. Así perecieron esos persas. Himeas, que también
era de los que perseguían a los jonios que habían marchado contra Sardes, se
dirigió a la Propóntide y tomó Cio, ciudad de Misia. Después de tomarla, apenas
supo que Daurises había dejado el Helesponto y marchaba contra Caria, abandonó
la Propóntide y condujo su ejército al Helesponto; tomó a todos los eolios que
ocupaban el territorio de Ilión, y tomó a los gergitas que son los restos de
los antiguos teucros. Pero el mismo Himeas mientras estaba tomando estos
pueblos, murió de enfermedad en Tróade.
123. Así murió entonces Himeas. Artafrenes, el gobernador
de Sardes, y Otanes, que era el tercero entre los generales, fueron designados
para hacer la guerra contra Jonia y la Eólide comarcana; y tomaron Clazómena en
Jonia y Cima en Eólide.
124. Al tiempo que caían dichas ciudades, el
milesio Aristágoras, que había trastornado la Jonia y creado la mayor
confusión, como era, según mostró, hombre de poco ánimo, al ver lo que pasaba,
trató de escapar. Parecíale, además, imposible vencer al rey Darío. Así, pues,
llamó a consulta sus partidarios y les dijo que sería mejor para ellos tener
prevenido un refugio, por si eran arrojados de Mileto, y que se llevaría una
colonia desde ese lugar a Cerdeña, o bien a Mircino, en Edonia, que había
fortificado Histieo después de recibirla de Darío como regalo. Así les preguntó
Aristágoras.
125. El parecer del historiador Hecateo, hijo de He-gesandro,
era de no llevar la colonia a ninguna de aquellas dos partes, sino de que
Aristágoras levantase una fortaleza en la isla de Lero, y se estuviese quieto,
caso de perder a Mileto; más tarde, podría partir de esa isla y volver a
Mileto.
126. Así aconsejaba Hecateo, mas el parecer a que
más se inclinaba Aristágoras, era el de llevar una colonia a Mircino. Confió,
pues, Mileto a un ciudadano acreditado, Pitágoras, y él tomó consigo todo el
que se ofrecía, se hizo a la vela para Tracia, y se apoderó del país al cual se
había dirigido. Pero partió de allí y pereció a manos de los tracios, tanto
Aristágoras como su ejército; mientras sitiaba una ciudad, pereció Aristágoras con
su tropa a manos de los tracios, que habían convenido en capitular y retirarse.
[1] 499 a.C.
[2] 514 a.C.
[3] 510 a.C.
[4] 498 a.C.
No hay comentarios:
Publicar un comentario