1.
Cuando la nueva de la batalla dada en Maratón llegó a Darío, hijo de Histaspes,
quien ya de antes estaba muy irritado contra los atenienses a causa de la
invasión de Sardes, se encolerizó entonces mucho más y se decidió más aun a
marchar contra Grecia. Enseguida, despachó correos a cada ciudad, encargando
que le alistasen tropas, y fijó a cada cual un número mucho mayor que antes de
naves, caballos, víveres y barcos de transporte. Con estos encargos se vio
agitada por tres años el Asia, y se hicieron levas de la mejor tropa y
preparativos para marchar contra Grecia. A los tres años, los egipcios, que habían
sido sometidos por Cambises, se sublevaron contra los persas; por ese motivo se
empeñó más aun Darío en marchar contra ambos.
2. Mientras Darío se apercibía contra Egipto y Atenas,
se originó entre sus hijos una gran contienda sobre el poder supremo, pues,
conforme a la ley de los persas, primero debía señalar sucesor y luego salir a
campaña. Había tenido ya Darío, antes de reinar, tres hijos de su primera
mujer, hija de Gobrias, y después de reinar tuvo otros cuatro de Atosa, hija de
Ciro. El mayor de los primeros era Artobazanes, y el de los últimos, Jerjes;
como no eran hijos de la misma madre andaban en contienda; Artobazanes porque
era el mayor de todos los hijos, y porque es uso entre todos los hombres que
tenga el mando el primogénito. Jerjes, porque era hijo de Atosa, hija de Ciro,
que había conquistado la libertad de los persas.
3. Mientras Darío no declaraba aún su parecer, hallóse
allá por aquel tiempo Demarato, hijo de Aristón, quien, despojado del trono de
Esparta y resuelto a desterrarse de Lacedemonia, había llegado a Susa. Enterado
este hombre de la desavenencia de los hijos de Darío, fue a ver a Jerjes y,
según es fama, le aconsejó que a las razones que alegaba, añadiese la de haber
nacido cuando ya Darío era rey y tenía imperio sobre los persas, mientras que
Artobazanes había nacido cuando Darío era todavía particular; por eso, ni justo
era ni razonable que nadie poseyese la soberanía antes que él, ya que también
en Esparta —decía Demarato en sus consejos— se acostumbraba así: si los hijos
mayores nacían antes de reinar el padre, y al reinar éste le nacía uno menor,
la sucesión del reino correspondía al menor. Valióse Jerjes del consejo de
Demarato, y reconociendo Darío la justicia de lo que decía, le designó rey. Y a
mí me parece que aun sin ese consejo hubiera sido rey Jerjes, porque Atosa
tenía todo el poder.
4. Luego de designar a Jerjes futuro rey de los
persas, Darío se disponía a su campaña; pero al año siguiente de estos sucesos
y de la sublevación de Egipto, haciendo sus preparativos, le sorprendió la
muerte,[1]
habiendo reinado en total treinta y seis años, y sin que le fuese dado castigar
a los egipcios rebeldes ni a los atenienses.
5. Al morir Darío, recayó el reino en su hijo
Jerjes. Al principio Jerjes no tenía ningún deseo de marchar contra Grecia y
reclutaba tropas contra Egipto. Hallábase a su lado, y era de todos los persas
quién más podía con él, Mardonio, hijo de Gobrias, que era primo de Jerjes e
hijo de una hermana de Darío, y le habló en estos términos: «Señor, no parece
bien que los atenienses, que tanto mal han hecho a los persas, no expíen sus
delitos. Muy bien harás ahora en llevar a cabo lo que tienes entre manos; pero
después de sujetar la insolencia de Egipto, marcha contra Atenas, así para que
tengas buena fama entre los hombres como para que en adelante se guarden todos
de invadir tu tierra». Este discurso de Mardonio era para obtener venganza, y
como adición del discurso decía que Europa era una región hermosísima, fecunda
en árboles frutales de todo género, extremada en toda excelencia, digna de no
tener otro dueño que el Rey entre todos los mortales.
6. Así hablaba Mardonio, porque era amigo de novedades
porque deseaba ser gobernador de Grecia. Y con el tiempo logró su intento, y
persuadió a Jerjes a la empresa; concurrieron también otros accidentes que
contribuyeron a persuadir a Jerjes. En primer lugar, llegaron embajadores de
Tesalia, de parte de los Alévadas, invitando al rey con todo empeño a marchar
contra Grecia (eran estos Alévadas los reyes de Tesalia). En segundo lugar, los
Pisistrátidas que habían venido a Susa sostenían las mis-mas razones de los
Alévadas, y por añadidura le solicitaban con algo más, porque habían venido a
Susa trayendo consigo a Onomácrito de Atenas, adivino y editor de los oráculos
de Museo, con quien habían hecho las paces. Había sido Onomácrito expulsado de
Atenas por Hiparco, el hijo de Pisístrato, porque Laso de Hermíona le había
sorprendido en el acto de interpolar entre los oráculos de Museo uno, acerca de
que desaparecerían en el mar las islas adyacentes a Lemno. Por eso le había expulsado
Hiparco, aunque antes había tenido gran trato con él. Pero entonces había
acompañado a los Pisistrátidas, y siempre que llegaba a la presencia del Rey,
ante quien los Pisistrátidas le hacían reverentes elogios, recitaba algunos
oráculos, y si había algo que significase al bárbaro alguna calamidad, no decía
nada de ello, sino que escogía los más felices, decía que un persa había de
echar un puente sobre el Helesponto y explicaba la expedición. Éste, pues, le
hostigaba con sus oráculos, y los Pisistrátidas y Alévadas con sus pareceres.
7. Resuelto Jerjes a marchar contra Grecia, al año
siguiente de la muerte de Darío, hizo en primer lugar la expedición contra los
sublevados; después que les hubo sometido y puesto Egipto entero en mucha mayor
esclavitud que en tiempos de Darío, lo confió al gobierno de Aquémenes, hermano
suyo e hijo de Darío; era Aquémenes gobernador de Egipto cuando, tiempo
después, le asesinó Inaro, hijo de Psamético, natural de Libia.
8. Después de la rendición de Egipto, cuando Jerjes
estaba ya por tomar en sus manos la expedición contra Atenas, convocó una
asamblea de los persas más nobles, para oír sus pareceres y declarar él mismo
su voluntad. Reunidos ya todos, dijo así Jerjes: «Persas, no soy yo el primero
en establecer entre vosotros esta usanza, la he heredado y la seguiré, pues
según oigo decir a los ancianos nunca todavía hemos sosegado, desde que nos apoderamos
del imperio de los medos, cuando Ciro depuso a Astiages. Dios nos así guía y
endereza a nuestro provecho las muchas empresas a que nos aplicamos. No hay
para qué referir, pues bien lo sabéis, todos los pueblos que conquistaron y
ganaron Ciro, Cambises y mi padre Darío. Yo, desde que heredé este trono, pensé
cómo no quedarme atrás de los que en él me precedieron en este honor, y cómo
ganar para los persas un poder nada menor. Y pensándolo hallo que podemos adquirir
gloria y una tierra ni menor ni inferior a la que ahora poseemos, sino más fértil, y obtener, a la vez,
venganza y castigo. Por eso os he reunido ahora, para impartiros lo que pienso
hacer.
»Me propongo, después de echar un puente sobre el
Helesponto, conducir el ejército por Europa contra Grecia, para castigar a los
atenienses por cuanto han hecho a los persas y a mi padre. Veis que también
Darío, mi padre, iba en derechura a combatir contra esos hombres; pero ha
muerto y no le fue dado castigarles. Mas yo, por él y por los demás persas, no
cejaré antes de tomar y quemar a Atenas, que comenzó las hostilidades contra mi
padre y contra mí. Ante todo, los atenienses vinieron a Sardes con Aristágoras
de Mileto, nuestro esclavo, y prendieron fuego a los bosques sagrados y a los
templos; en segundo lugar, todos sabéis, según creo, qué delitos cometieron
contra nosotros al desembarcar en su tierra, cuando Datis y Artafrenes iban al
frente del ejército.
»Por este motivo he decidido marchar contra los
grie-gos y cuando lo pienso, encuentro en ello las siguientes ventajas: si los
sometemos, junto con sus vecinos, que habitan el país de Pélope el frigio,
haremos que el imperio persa limite con el éter de Zeus. Pues no verá el sol
tierra alguna que confine con la nuestra, porque yo junto con vosotros,
recorreré toda Europa, y haré de todos los países uno solo. En efecto: tengo
entendido que una vez descartadas las naciones que dije, no queda ciudad ni
gente alguna capaz de entrar en batalla contra nosotros. Así, llevarán el yugo
de la esclavitud tanto culpables como inocentes. Vosotros, si ejecutáis estos
mis designios, me complaceréis, y cuando os indique el tiempo en que habéis de
concurrir, todos vosotros debéis presentaros con buen ánimo. A quien llegue
trayendo el ejército mejor equipado, le daré los dones tenidos entre nosotros
por más preciosos. Esto es, pues, lo que se ha de hacer; mas, para que no parezca
que me gobierno por mi propio consejo, os someto la empresa e invito a
cualquiera de vosotros a dar su parecer». Así dio fin a su discurso.
9. Después del Rey dijo Mardonio: «Señor, no sólo
eres el mejor de cuantos persas han existido sino de cuantos existirán, pues sobre
exponer todo muy bien y verdaderamente, no permitirás que los jonios establecidos
en Europa se rían indignamente de nosotros. Terrible cosa en verdad sería que
nosotros, que hemos sometido y tenemos por esclavos a los sacas, indos,
etíopes, asirios y muchas otras grandes y populosas naciones que no agraviaron
en nada a los persas, sólo por el deseo de aumentar nuestro poderío, no
castiguemos a los griegos, que abrieron las hostilidades. ¿Por qué temerles?
¿Qué muchedumbre pueden juntar? ¿De qué riqueza disponen?
»Conocemos su modo de combatir; conocemos cuán
débil es su poder. Hemos sometido y poseemos a sus hi-jos, esos que viven en
nuestros dominios y se llaman jonios, eolios y dorios. Yo mismo hice ya la
prueba cuando por orden de tu padre marché contra esos hombres; había avanzado
hasta Macedonia y, faltándome ya poco para llegar a la misma Atenas, nadie me
presentó batalla.
»No obstante, según oigo, acostumbran los griegos
emprender guerra muy sin consejo, por su arrogancia y torpeza. Pues luego de
declararse la guerra unos a otros, bajan a la llanura más hermosa y despejada
que han hallado y ahí combaten, de suerte que los vencedores se retiran con
grave daño; de los vencidos, ni digo palabra, ya que quedan aniquilados. Como
hablan todos la misma lengua, debían de componer sus diferencias por medio de
heraldos y mensajeros, y en cualquier forma antes que con batallas. Y si les
fuera absolutamente preciso combatir unos contra otros, les convendría hallar
el punto más fortificado de unos y otros y acometer por ahí. Los griegos por
usar de esta mala costumbre, cuando avancé hasta Macedonia ni siquiera pensaron
en combatir.
»Y ¿quién habrá que salga al encuentro en pie de
guerra, contra ti, Rey, que traes la muchedumbre del Asia y todas las naves? A
mi parecer, no llega a tanta audacia la condición de los griegos. Pero si me
engañase en mi opinión, y ellos, ensoberbecidos con su mal consejo, combatiesen
contra nosotros, aprenderían cómo somos los mejores hombres para la guerra.
Nada quede sin probar, que nada llega por sí solo, antes los hombres suelen
obtenerlo todo de la prueba».
10. Tras halagar así el parecer de Jerjes, cesó
Mardonio. Callaban los demás persas y no osaban proferir un parecer contrario
al propuesto, cuando Artabano, hijo de Histaspes y tío paterno de Jerjes, fiado
en el parentesco, dijo así: «Rey, cuando no se dicen pareceres contrarios, no
es posible escoger y tomar el mejor, y se ha de adoptar el expuesto; pero
cuando se dicen, sí es posible, así como no conocemos el oro puro por sí mismo pero
cuando lo probamos junto con otro oro, reconocemos cuál es el mejor. Ya yo
aconsejé a Darío, tu padre y mi hermano, no hacer guerra contra los escitas,
gentes que no tienen ciudad en ningún punto de la tierra. Él, con la esperanza
de someter a los escitas nómades, no me escuchó, hizo la expedición y volvió
después de perder muchos y buenos hombres de su ejército. Tú, Rey, te propones
marchar contra hombres muy superiores a los escitas, y que por mar y tierra
tienen fama de excelentes. Justo es que te explique en qué son temibles.
»Dices que echarás un puente sobre el Helesponto y
llevarás el ejército por Europa a Grecia; pero pudiera suceder que fueses
derrotado por mar o por tierra o por entrambas partes, pues los griegos tienen
fama de valientes, y podemos apreciarlo si solos los atenienses desbarataron un
ejército tan numeroso como el que llegó al Ática con Datis y Artafrenes. Pues
aunque no logren éxito por mar y tierra, si nos acometen con sus naves, nos
vencen en una batalla naval, se van al Helesponto y allí cortan el puente,
terrible cosa será, Rey.
»No conjeturo yo este peligro por mi propia previsión,
sino que tal fue el desastre que por poco nos sucedió cuando tu padre echó un
puente sobre el Bósforo Tracio y otro sobre el Istro, y pasó contra los
escitas. Entonces fue cuando los escitas, por todos los medios rogaron a los
jonios, a quienes estaba confiada la custodia de los puentes del Istro, que
deshiciesen el pasaje. Y si entonces Histieo, señor de Mileto, hubiera seguido
el parecer de los demás tiranos y no se les hubiera opuesto, allí se hubiera
aniquilado el poderío de los persas. Es ho-rrendo aun sólo de oír, que todo el
poderío del Rey haya pendido de un solo hombre.
»Así, pues, ya que no hay necesidad alguna, no
hagas planes para ponerte en semejante peligro y obedéceme. Disuelve ahora esta
asamblea; y después, cuando te pareciere, examina a solas el asunto, y ordena
lo que te parezca mejor. Hallo que es grandísimo provecho la buena
deliberación; aun cuando se le presente una adversidad, no por eso es menos
buena, sólo que pudo más la fortuna que el consejo. Pero si ayuda la fortuna al
que ha deliberado mal, dio con un hallazgo, pero no por eso es menos mala su
deliberación.
»Ves cómo fulmina Dios los seres que descuellan y
no les deja ensoberbecerse, mientras que los pequeños no le irritan. Ves
también cómo siempre lanza sus dardos contra las más grandes mansiones y los
más altos árboles: porque Dios suele abatir todo lo que descuella; y de igual
modo un grande ejército queda desbaratado por otro pequeño, siempre que Dios,
celoso, le envíe terror o trueno, y así perece sin merecerlo.
»A nadie permite Dios altos pensamientos sino a sí
mismo. En todo asunto la precipitación engendra errores, de los cuales suelen
nacer grandes daños, mientras el detenimiento contiene mil bienes que aunque no
se nos aparezcan en el mismo instante, los hallamos a su tiempo. Tal es, Rey,
mi consejo. Pero tú, Mardonio, hijo de Gobrias, déjate de decir desatinos sobre
los griegos, que no merecen tener mala reputación. Calumniando a los griegos
incitas al Rey a la expedición, y en ella, a lo que me parece, pones todo tu
empeño. No sea así. Muy terrible cosa es la calumnia; en ella dos son los que
cometen iniquidad y uno el que la sufre: comete iniquidad el calumniador,
acusando al que no está presente; comete iniquidad el que se deja persuadir
antes de averiguar las cosas con certeza. El que está ausente de la
conversación es el que sufre la iniquidad de este modo: uno le calumnia y el
otro le juzga malvado.
»Si de cualquier modo habremos de marchar contra
esos hombres, ea, quédese el Rey en las regiones persas, y apostemos nosotros
nuestros hijos. Escoge las tropas que quieras, toma un ejército tan grande como
desees y haz la expedición: si la situación del Rey prospera como tú dices,
dése muerte a mis hijos y a mí por añadidura; pero si sucede como yo predigo,
sufran tal los tuyos y tú con ellos, si vuelves. Si no quieres someterte a esto
y de todas maneras llevaras el ejército contra Grecia, sostengo que alguno de los
que por acá quedaren oirá que Mardonio, después de infligir gran derrota a los
persas, ha sido despedazado por los perros y aves de presa en la tierra de los
atenienses o en la de los lacedemonios, si no antes, acaso, por el camino,
cuando ya hayas conocido contra qué hombres aconsejas al Rey que haga la
guerra».
11. Así dijo Artabano, y Jerjes, irritado, le
respondió de este modo: «Artabano, eres hermano de mi padre: esto te salvará de
recibir salario digno de tus necias palabras; pero por malo y cobarde te
impongo el deshonor de que no marches conmigo contra Grecia y te quedes acá
junto con las mujeres; yo aun sin ti daré fin a todo cuanto dije. No sería yo
hijo de Darío, hijo de Histaspes, hijo de Arsames, hijo de Ariaramnes, hijo de
Teispes, hijo de Ciro, hijo de Cambises, hijo de Aquémenes, si no castigase a
los atenienses; pues bien sé que si nos quedamos en paz nosotros, no se
quedarán ellos, sino que bien pronto marcharán contra nuestra tierra, si hemos
de conjeturar por lo que ya han hecho cuando invadieron el Asia e incendiaron a
Sardes. En suma, ni ellos ni nosotros podemos volver atrás; se trata de dar el
golpe o de sufrirlo, hasta que pase todo esto a poder de los griegos, o todo
aquello a poder de los persas; no hay término medio en nuestro odio. Ya es hora
de vengarnos, puesto que hemos sido los primeros en ser agraviados, y aprenderé
yo cuál será el desastre que he de sufrir marchando contra esos hombres a
quienes Pélope el frigio, esclavo de mis padres, de tal manera conquistó que
hasta hoy tanto los moradores como la tierra llevan el nombre del
conquistador».
12. Tales fueron los discursos y hasta este punto
llegaron. Vino después la noche; picó a Jerjes el parecer de Artabano y,
tomando a la noche por consejero, vio que no era en absoluto provechoso para él
hacer una expedición contra Grecia. Formada esta segunda resolución se durmió
y, según refieren los persas, tuvo aquella noche la siguiente visión: le
pareció a Jerjes que un varón alto y hermoso estaba a su lado y le decía:
«¿Cambias de consejo, persa, y no llevas el ejército contra Grecia, después de
ordenar a los persas que juntaran tropa? Ni obras bien en mudar de parecer, ni
quien está a tu lado te lo perdonará. Sigue el camino tal como de día lo habías
resuelto».
13. Después de decir estas palabras le pareció a
Jerjes que el hombre se alejaba volando; pero cuando despuntó el día, sin hacer
caso alguno de su sueño, reunió a los persas que antes había convocado y les
dijo así: «Persas, os pido perdón si tan pronto mudo de parecer. No he llegado
aún a lo sumo de mi prudencia, y los que me aconsejan hacer aquello no me dejan
un instante. Al oír la opinión de Artabano, al momento hirvió mi juventud,
hasta el punto de proferir contra un anciano palabras más violentas de lo
debido. Pero ahora estoy de acuerdo con él y seguiré su parecer. Así que revoco
la orden de marchar contra Grecia, y quedad en paz».
14. Los persas al oír esto, llenos de gozo le
hicieron reverencia. Al venir la noche, otra vez se acercó a Jerjes en sueños
la misma visión, y le dijo: «Hijo de Darío, ¿es verdad, entonces, que has
renunciado públicamente ante los persas a la expedición y no has hecho caso
alguno de mis palabras, como si no las hubieras oído? Pues ahora entérate bien
de esto: si no emprendes inmediatamente la expedición, te resultará de ello que
así como has llegado a ser en breve tiempo grande y poderoso soberano, así
pronto serás despreciable».
15. Aterrado Jerjes con la visión, saltó de la cama
y envió un mensajero para llamar a Artabano, y luego de llegado le habló así:
«Artabano, yo en el momento no tuve cordura, y te dije necias palabras por tu
buen consejo; pero poco tiempo después me arrepentí y decidí que debo hacer lo
que tú aconsejaste. Pero no puedo hacerlo aunque lo deseo; porque después de
mudar de opinión y arrepentirme, se me aparece repetidamente una visión que de
ningún modo aprueba tu opinión y que ahora mismo se ha ido después de
amenazarme. Si es un dios quien lo envía, y si es su entero gusto que se haga
la expedición contra Grecia, también volará hacia ti ese mismo sueño,
ordenándote lo mismo que a mí. Imagino que sucederá así si tomas todo mi atavío
y una vez vestido te sientas en mi trono y luego duermes en mi lecho».
16. Así le dijo Jerjes; Artabano no obedeció a la
primera orden, pues no se juzgaba digno de sentarse en el trono real; al fin,
viéndose obligado, hizo lo que se le mandaba, después de haber hablado así:
«Rey, el mismo aprecio me merece el pensar bien y el querer obedecer a quien da
sano consejo; a ti, que posees ambos méritos, te induce a error la compañía de
mala gente; así como siendo el mar lo más provechoso de todo para los hombres, dicen
que cae en él el soplo de los vientos y no le permite usar de su propio
natural. No me hirió tanto la pena de que me tratases mal de palabra, como de
que, siendo dos los pareceres propuestos ante los persas, uno que acrecentaba
la soberbia, y el otro que la reprimía y decía cuán malo es enseñar al ánimo
que procure siempre poseer más de lo que tiene, siendo tales los pareceres, elegías
el más peligroso para ti y para los persas.
»Ahora, después de haber adoptado el mejor, dices
que al abandonar la expedición contra Grecia, te ronda un sueño enviado por
algún dios, que no te deja licenciar el ejército. Hijo, tampoco estas cosas son
divinas. Los sueños que rondan a los hombres son como te lo enseñaré yo, que
soy muchos años mayor que tú. Suelen rondarnos principalmente en sueños las
imágenes de lo que pensamos de día. Y nosotros los días antes no hacíamos más
que tratar de dicha expedición.
»Pero si no es ese sueño tal como lo explico, sino
que algún dios tiene parte en él, tú lo has resumido todo en lo que has dicho:
presénteseme también a mí, como a ti, con su orden. Pero por lo demás, si en
verdad quiere presentarse, no ha de presentarse de mejor grado si llevo tu
atavío y no el mío, si duermo en tu cama y no en la mía, que no ha de llegar a
tal extremo de simpleza esa visión, sea cual fuere, que se te aparece en sueños
que al verme infiera por tu atavío que eres tú. Lo que habrá que observar es si
no hace caso alguno de mí, ni se digna aparecer, ya lleve yo tu atavío o el
mío, ni me visita. Y si en verdad me visitase continuamente, aun yo mismo
afirmaré que es cosa divina. Pero si así lo tienes resuelto, si no hay lugar
para disuadirte y debo dormir en tu misma cama, ea, yo cumpliré todo de mi
parte y aparézcase también a mí. Hasta entonces me atendré a mi opinión presente».
17. Así dijo Artabano, esperando demostrar a Jerjes
que eran vanas sus palabras, e hizo lo que se le ordenaba. Vistióse el atavío
de Jerjes y se sentó en el trono real y luego, mientras dormía, le vino en
sueños la misma visión que había rondado a Jerjes y cerniéndose sobre Artabano
le dijo: «¿Conque tú eres el que aparentando cuidar de Jerjes le disuades de
marchar contra Grecia? Ni ahora ni después saldrás sin castigo por haber
querido impedir lo que es preciso que suceda. En cuanto a Jerjes, lo que ha de
sufrir si desobedece, a él mismo lo he revelado».
18. Así le pareció a Artabano que le amenazaba la visión
y que con unos hierros calientes iba a quemarle los ojos. Dio un fuerte grito,
saltó de la cama y, sentado junto a Jerjes, le contó lo que había visto en
sueños, y le dijo luego: «Yo, Rey, como hombre que ha visto ya muchos y grandes
imperios caer ante enemigos inferiores, no permitía que cedieses en todo a tu
juvenil edad, sabiendo cuán gran mal es codiciar muchas cosas y acordándome,
por una parte, de cómo acabó la expedición de Ciro contra los maságetas;
acordándome, por otra, de la de Cam-bises contra los etíopes, y habiendo
acompañado a Darío contra los escitas. Porque sabía esto opinaba que, si te estabas
tranquilo, ibas a ser celebrado por feliz entre todos los hombres. Pero, puesto
que el impulso es divino, y la perdición lanzada por los dioses, según parece,
cae sobre los griegos, yo mismo me vuelvo atrás y cambio de opinión. Declara tú
a los persas estos avisos enviados por Dios, manda que se atengan las órdenes
anteriores para los preparativos y procura que nada falte de tu parte, ya que
el dios te lo otorga». Dichas tales palabras y animados con la visión, apenas
amaneció dio Jerjes cuenta de ello a los persas, y Artabano, que era antes el
único que disuadía de la empresa, entonces a la vista de todos la apresuraba.
19. Ya decidido Jerjes a la expedición, tuvo en sueños
una tercera visión; cuando se enteraron de ella los magos juzgaron que aludía a
la tierra entera, y que todos los hombres habían de ser esclavos de Jerjes. Era
ésta la visión: le pareció a Jerjes estar coronado de un tallo de olivo; las
ramas del olivo abarcaban toda la tierra, y luego se le desaparecía la corona
que le ceñía la cabeza. Después que los magos interpretaron el sueño, inmediatamente
cada uno de los persas congregados partió a su respectiva provincia y se esmeró
con todo empeño en la ejecución de las órdenes, deseoso cada cual de alcanzar
los dones propuestos; y Jerjes hizo así la leva de sus tropas, escudriñando
cada rincón del continente.
20. En
efecto: por cuatro años enteros, desde la rendición de Egipto, estuvo
preparando el ejército y lo necesario para el ejército y en el transcurso del
año quinto emprendió la marcha con fuerzas numerosísimas. Porque de cuantas
expediciones nosotros sepamos, aquélla fue sin comparación la más grande, de suerte
que en su cotejo nada parecen la de Darío contra los escitas, ni la de los
escitas cuando, persiguiendo a los cimerios, invadieron el territorio medo y
sometieron y ocuparon casi todas las tierras altas de Asia, por lo cual trató
de castigarles después Darío; nada parece la de los Atridas contra Ilión, según
lo que de ella se cuenta; ni la de los misios y teucros, anterior a la guerra
troyana, quienes, después de pasar por el Bósforo a Europa, sometieron a los
tracios todos, bajaron hasta el mar jonio y avanzaron hasta el río Peneo, que
corre hacia el Mediodía.
21. Todas estas expediciones, ni aun añadidas las
que fuera de éstas se hicieron, no son dignas de compararse con aquella sola.
Pues ¿qué pueblo del Asia no llevó Jerjes contra Grecia? ¿Qué agua no agotó
aquel ejército, salvo la de los más grandes ríos? Unos proporcionaban naves,
otros estaban alistados en la infantería, a otros se les había exigido además
caballería, a estos aparte los combatientes, naves para el transporte de los
caballos; a aquéllos, que aportasen barcas largas para los puentes; a estos
otros, víveres y navíos.
22. Y como los persas habían padecido un desastre
la primera vez que doblaron el Atos, se preparó, cosa de tres años antes, el
paso del Atos. Tenían ancladas sus trirremes en Eleunte, ciudad del Quersoneso,
y desde allí los hombres de toda clase del ejército abrían un canal bajo el
látigo; los unos se sucedían a los otros, y también cavaban los pueblos vecinos
al Atos. Presidían la obra dos persas, Bubares, hijo de Megabazo, y Artaquees,
hijo de Arteo. Es el Atos un monte grande y famoso que avanza hacia el mar y
está poblado de hombres. En la parte por donde el monte confina con el
continente es a modo de península, con un istmo como de doce estadios: es una
llanura con cerros no muy altos, desde el mar de los Acantios hasta el mar
opuesto a Torona. Y en ese istmo donde termina el Atos se hallan Sana, ciudad
griega, y las ciudades más al sur de Sana y más al norte del Atos, que los
persas intentaban convertir en ciudades de una isla en vez de ciudades de
tierra firme; son ellas Dio, Olofixo, Acrotoo, Tiso y Cleonas.
23. Ésas son las ciudades que ocupan el Atos. Excavaban
en esta forma después de repartir los bárbaros el terreno por naciones; trazaron
a cordel una recta por la ciudad de Sana, y cuando el canal era ya profundo,
los que estaban en la parte más honda, cavaban; otros entregaban la tierra que
se iba sacando a otros que estaban arriba, en gradas; los que la recibían la
pasaban a otros, hasta llegar a los que estaban más arriba quienes la llevaban
fuera y la derramaban. Al desmoronarse los paredones de la fosa causaban doble
trabajo a todos, excepto a los fenicios porque como habían dado igual medida a
la cavidad de arriba que a la de abajo, era forzoso que así les sucediese. Pero
en todas sus obras muestran talento los fenicios y también en aquélla, ya que
habiéndoles cabido en suerte la porción correspondiente, abrieron en la parte
superior una boca doble de lo que debía ser el canal; al adelantar el trabajo,
lo iban estrechando y al llegar al suelo era su obra igual a la de los otros.
Hay allí un prado, en donde tenían su plaza y mercado; y de Asia les venía
trigo molido en abundancia.
24. Por lo que hallo según mis conjeturas, Jerjes
mandó abrir el canal por soberbia, queriendo manifestar su poder y dejar
recuerdo, pues pudiendo sin ningún trabajo arrastrar las naves por el istmo,
mandó abrir una fosa que comunicase con el mar, de anchura tal que dos trirremes
pudiesen navegar a remo a la vez. A esos mismos a quienes había encargado el
canal, encargó también echar un puente sobre el río Estrimón.
25. De tal modo ejecutaba esas obras y aparejaba para
los puentes cordajes de papiro y esparto, que había encargado a los fenicios y
egipcios, como también depósitos de víveres para el ejército, para que no
padeciesen hambre las tropas y los bagajes en su marcha a Grecia. Informado
Jerjes acerca de los lugares, mandó que se llevasen los víveres a donde fuese
más oportuno, desde todos los puntos de Asia, en naves de carga y de transporte,
cada cual en distinta dirección. Llevaban la mayor parte a la llamada Playa
Blanca de Tracia; otros tenían orden de conducir los víveres a Tirodiza de los
Perintios, otros a Dorisco, otros a Eyón sobre el Estrimón, otros a Macedonia.
26. En tanto que éstos hacían la tarea fijada, todo
el ejército de tierra, reunido, marchaba con Jerjes a Sardes; había partido de
Critala, lugar de Capadocia, pues allí se había convenido que se reuniesen
todas las tropas que habían de marchar con Jerjes por tierra. No puedo decir
cuál de los capitanes presentó el ejército mejor equipado y recibió del Rey los
dones propuestos, pues ni aun sé si entraron en esta competencia. Después de
pasar el río Halis, se hallaron en Frigia, y marchando por ella llegaron a Celenas,
de donde brotan las fuentes del río Meandro y de otro no menor que el Meandro,
el cual lleva el nombre de Catarractes, y, nacido en la plaza misma de Celenas,
desagua en el Meandro. En aquella plaza está colgada en forma de odre la piel
de Marsias, a quien según cuentan los frigios Apolo desolló y colgó su piel.
27. Aguardaba al Rey en esta ciudad Pitio, hijo de
Atis, varón lidio, quien hospedó a todo el ejército y al mismo Jerjes con
grandísimo agasajo y anunció que quería proporcionarle dinero para la guerra.
Al ofrecerle Pitio dinero, preguntó Jerjes a los persas que estaban presentes
quién era Pitio y cuánta hacienda poseía para ha-cerle tal oferta. Ellos le
respondieron: «Rey, éste es el que regaló a tu padre Darío el plátano y la vid
de oro, y ahora es en riqueza, que nosotros sepamos, el primer hombre después
de ti».
28. Admirado de estas últimas palabras, Jerjes
mismo preguntó luego a Pitio cuánta era su hacienda, y él respondió: «Rey, ni
te la ocultaré ni fingiré no saber mi propia hacienda. La sé y te la diré
exactamente, pues en cuanto supe que bajabas al mar de Grecia, la averigüé con
el deseo de darte dinero para la guerra; saqué mis cuentas y hallé que tenía
dos mil talentos en plata y en oro cuatro millones, menos siete millares, de
estateres daricos. Y te los regalo, pues me bastan para vivir mis posesiones y
esclavos».
29. Así dijo Pitio, y Jerjes, complacido con sus
palabras, replicó: «Huésped lidio, desde que partí de Persia, no he hallado
hasta aquí ningún hombre que quisiera hospedar a mi ejército, ni que
compareciera ante mi presencia por sí mismo y quisiera ofrecerme su hacienda para
la guerra, salvo tú. Tú hospedaste magníficamente mi ejército y me ofreces grandes
riquezas. Ahora, pues, yo te doy en cambio estos privilegios: te hago mi
huésped y completaré los cuatro millones de estateres, dándote de mi peculio
los siete millares para que los cuatro millones no estén faltos en siete millares
y tengas un número cabal completado por mí. Posee tú mismo lo que has allegado,
y procura ser siempre tal como eres, pues si así procedes ni ahora ni después
te arrepentirás».
30. Después de decir estas palabras y de
cumplirlas, siguió adelante. Pasando por una ciudad de los frigios llamada
Anava, y por una laguna de donde se extrae sal, llegó a Colosas, ciudad grande
de Frigia; en ella el río Lico se vierte en un subterráneo, desaparece y luego,
a unos cinco estadios más o menos, reaparece y desagua también en el Meandro.
Partió el ejército desde Colosas hacia los confines de Frigia y Lidia, y llegó
a la ciudad de Cidrara, en donde está enclavada una columna colocada por Creso,
la cual, mediante una inscripción, indica los confines.
31. Luego que el ejército pasó de Frigia a Lidia,
el camino se dividía en dos: el uno llevaba a la izquierda hacia Caria, el otro
a la derecha hacia Sardes; y siguiendo a éste, de toda necesidad hay que cruzar
el río Meandro y tocar en la ciudad de Calatebo, donde hay artesanos que hacen
una miel de tamarindo y de trigo. Yendo Jerjes por este camino, halló un
plátano al que por su belleza regaló un aderezo de oro, y le confió a la
custodia de un «Inmortal»; al día siguiente llegó a la capital de Lidia.
32. Al llegar a Sardes ante todo despachó heraldos
a Grecia para pedir tierra y agua y prevenirles que aparejasen banquetes para
el Rey. Salvo a Atenas y a Esparta, envió a pedir tierra a todas partes. Les
enviaba por segunda vez a reclamar tierra y agua por este motivo: creía
firmemente que cuantos no las habían dado antes a pedido de Darío, se
atemorizarían entonces y las darían. Con el deseo de averiguarlo exactamente
despachó los heraldos.
33. Después de esto, se disponía a marchar hacia
Abido. Entretanto, tendían el puente sobre el Helesponto, de Asia a Europa. Hay
en el Quersoneso del Helesponto, entre las ciudades de Sesto y Madito, un
amplio promontorio que avanza sobre el mar, frente a Abido. Allí fue donde no
mucho tiempo después, siendo general Jantipo, hijo de Arifrón, los atenienses hicieron
prisionero al persa Artaictes, gobernador de Sesto, y le empalaron vivo porque
traía mujeres al templo de Protesilao, que está en Eleunte, y hacía actos
nefandos.
34. Desde Abido, pues, hasta este promontorio comenzaron
a tender los puentes los encargados de ello: los fenicios, el de esparto; y los
egipcios, el de papiro. De Abido a la ribera opuesta hay siete estadios.
Tendidos ya los puentes, sobrevino una fuerte borrasca que rompió y deshizo
todo aquello.
35. Cuando se enteró Jerjes, indignado contra el He-lesponto,
mandó darle con látigo trescientos azotes y arrojar al mar un par de grillos. Y
hasta oí también que envió al mismo tiempo unos verdugos para que marcasen con
estigmas al Helesponto. Lo cierto es que ordenó que al azotarle, le cargasen de
baldones bárbaros e impíos: «Agua amarga, este castigo te impone nuestro Señor
por-que le ofendiste sin haber recibido de él ofensa alguna. El rey Jerjes te
atravesará, quieras o no. Con razón nadie te hace sacrificios, pues eres un río
turbio y salado». Mandó, pues, castigar al mar, y cortar la cabeza a los encargados
del puente sobre el Helesponto.
36. Así lo ejecutaron los que tenían ese ingrato oficio;
y otros maestros tendieron el puente, y lo tendieron en esta forma: juntaron
naves de cincuenta remos y trirremes (trescientos sesenta para el puente del
lado del Ponto Euxino y trescientos catorce para el otro, transversales las del
Ponto y en la dirección de la corriente las del Helesponto), para mantener
tensos los cordajes. Después de juntar las naves, echaron anclas muy grandes,
las unas, del lado del Ponto, a causa de los vientos que soplan de la parte
interior; las otras del lado de Occidente y del Egeo, a causa del viento Oeste
y del Sur. Dejaron como pasaje una abertura entre las naves y las trirremes
para que el que quisiera pudiera navegar con barcas pequeñas hacia el Ponto y
fuera del Ponto. Hecho esto estiraban los cordajes desde tierra enroscándolos
con unos cabrestantes de madera; pero no ya cada especie por separado, sino que
tomaban a cada lado dos cuerdas de esparto y cuatro de papiro. El grosor y buen
aspecto era el mismo aunque en proporción las de esparto eran más pesadas, pues
pesaba cada codo un talento. Una vez tendido el puente, aserraron unos troncos
y adaptándolos a la anchura del puente, íbanlos colocando en orden sobre los
cordajes tendidos, y después de colocarlos allí unos junto a otros, los
trabaron otra vez por encima; hecho esto, los cubrieron de fagina y después de
ponerla en orden, encima acarrearon tierra, apisonaron la tierra y tiraron un
parapeto a uno y otro lado para que no se espantaran las acémilas y caballos
viendo el mar debajo.
37. Cuando estuvo aparejada la obra de los puentes y
se anunció que estaba completamente acabada la del Atos —los diques a una y
otra boca del canal, que habían sido hechos a causa de la marea, para que no se
llenaran sus bocas, y el canal mismo—, entonces después de invernar, al empezar
la primavera, el ejército estaba pronto y partió de Sardes para Abido. A la
partida el sol, dejando su lugar en el cielo, desapareció sin haber nubes y con
cielo muy sereno, y en lugar del día se hizo noche. Jerjes al verlo y
observarlo entró en cuidado y preguntó a los magos qué significaba el portento.
Explicaron que el dios anunciaba a los griegos el abandono de sus ciudades,
alegando que el sol era pronóstico para los griegos, y la luna para ellos. Así
informado, Jerjes sobremanera alegre, emprendió la marcha.
38. Mientras sacaba el ejército, aterrado Pitio el
lidio con aquel portento del cielo y alentado por los dones, se presentó a
Jerjes y le dijo así: «Señor, te pediría algo que quisiera alcanzar: para ti es
cosa leve otorgarlo y para mí es grande obtenerlo». Jerjes, pensando que le
pediría cualquier cosa menos la que le rogó, dijo que se la otorgaría y le
invitó a decir lo que pedía. Al oír tal respuesta, tomó ánimo Pitio y le dijo:
«Señor, cinco hijos tengo, y a los cinco les toca marchar contigo contra
Grecia. Tú, Rey, compadécete de la avanzada edad a que he llegado y exime del
ejército a uno de mis hijos, el primogénito, para que cuide aquí de mí y de mis
bienes. Llévate contigo a los otros cuatro. ¡Así retornes tras cumplir lo que intentas!»
39. Mucho se irritó Jerjes y le respondió en estos
tér-minos: «¡Oh malvado! Cuando yo mismo marcho contra Grecia y llevo a mis
hijos, hermanos, familiares y amigos, ¿osaste hacer mención de tu hijo que,
siendo mi esclavo, debería seguir con toda su familia y con su misma esposa?
Quiero que sepas que en los oídos reside el alma del hombre, la cual, si oye
buenas razones llena de placer todo el cuerpo, y si las contrarias se hincha de
cólera. Cuando me hiciste un favor y prometías otro igual, no pudiste jactarte
de haber sobrepasado en beneficios a tu rey. Ahora que has tomado el camino de
la desvergüenza, no llevarás tu merecido, sino menos de lo que mereces. Tu
hospedaje te salva a ti y a cuatro de tus hijos, pero serás castigado con la
vida de uno solo, aquel a quien más te aferras». Tras responder así, en seguida
ordenó a aquellos a quienes estaba confiado ese oficio, buscasen al primogénito
de Pitio y le partiesen por medio, y luego pusiesen una mitad del cuerpo a la
derecha del camino y la otra a la izquierda, y que por allí pasase el ejército.
40. Así lo hicieron, y luego pasó el ejército.
Marchaban delante los bagajeros con las acémilas; detrás de éstos venía un
ejército mezclado, compuesto de toda clase de pueblos, sin separación alguna, y
a más de la mitad, había un intervalo, y no se acercaban éstos al Rey. Le
precedían, en efecto, mil jinetes escogidos entre todos los persas; seguían mil
lanceros, asimismo escogidos entre todos, que llevaban las lanzas vueltas a
tierra. Luego diez caballos adornados con la mayor esplendidez y llamados los
sagrados neseos. Se llaman neseos los caballos porque en la Media hay una gran
llanura que tiene por nombre Neseo, y ésta es la llanura que cría los caballos
corpulentos. Detrás de estos diez caballos venía el sagrado carro de Zeus, el
cual tiraban ocho caballos blancos, detrás de los caballos seguía a pie el
cochero con las riendas, pues ningún hombre sube sobre aquel trono. Venía
detrás el mismo Jerjes en su carro de caballos neseos. A su lado iba el
cochero, cuyo nombre era Patiranfes, hijo de Otanes, varón persa.
41. De este modo salió Jerjes de Sardes, pero
cuando le venía en gana, pasaba de su carro a su carroza; a sus espaldas venían
mil lanceros, los más valientes y nobles de los persas que traían sus lanzas
como es usual. Seguía luego otro escuadrón de caballería escogida compuesta de
mil persas, y detrás de la caballería marchaban diez mil escogidos entre los
restantes persas. Este cuerpo era de infantería; mil de ellos usaban en las
lanzas, en vez de puntas de hierro, granadas de oro y rodeaban a los restantes;
los nueve mil, que iban dentro llevaban granadas de plata. Granadas de oro
traían asimismo los que iban con las lanzas vueltas a tierra, y manzanas los
más inmediatos a Jerjes. A estos diez mil seguían diez mil de caballería,
después de la caballería quedaba un intervalo de dos estadios, y luego seguía
mezclada la restante muchedumbre.
42. El
ejército seguía su camino desde Lidia hasta el río Caíco y el territorio de
Misia, y a partir del Caíco, teniendo a la derecha el monte Canas, se encaminó
por Atarneo a la ciudad de Carena. Desde allí marchó por la llanura de Teba
pasando junto a Adramiteo y a Antandro, ciudad pelasga; y tomando por la
izquierda del Ida, llegó al territorio de Ilión y ante todo, al pasar la noche
al pie del Ida, cayeron truenos y rayos que dejaron muerto allí mismo gran
gentío.
43. Al llegar el ejército al Escamandro (que fue el
primer río, desde que salieron de Sardes y emprendieron el camino cuya
corriente se agotó y no bastó para la bebida del ejército y de las bestias),
cuando llegó, pues, Jerjes a ese río, subió a ver el Pérgamo de Príamo con
deseo de contemplarlo. Luego de contemplarlo e informarse de todo, sacrificó mil
bueyes a Atenea de Ilión, y los magos hicieron libaciones en honor de los
héroes. Después de estos actos un gran terror sobrecogió al ejército aquella
noche. Al amanecer emprendió desde allí su camino, dejando a la izquierda las
ciudades de Recio, Ofrineo y Dárdano, que confina con Abido; y a la derecha, a
los gergitas teucros.
44. Llegado Jerjes al centro de Abido, quiso ver a
todo su ejército. Habíase construido allí a propósito para él, encima de un
cerro, un trono de mármol blanco: lo habían construido los abidenos por orden
previa del Rey. Sentado allí, miraba hacia la playa, y contemplaba su ejército
y sus naves, y contemplándolos le entró deseo de ver una batalla naval. Así se
hizo, vencieron los fenicios de Sidón, y el Rey quedó tan complacido por el
combate, como por el ejército.
45. Al ver todo el Helesponto cubierto de naves y
llenas de hombres todas las playas y las llanuras de los abidenos, entonces
Jerjes se tuvo por bienaventurado, pero luego se echó a llorar.
46. Observándole Artabano, su tío paterno, el que antes
había dado francamente su parecer disuadiendo a Jerjes de la expedición contra
Grecia; viendo, pues, que Jerjes lloraba, le dijo así: «Rey, ¡cuán lejos está
uno de otro, lo que haces ahora y lo que hiciste antes! Pues primero te tuviste
por bienaventurado y ahora lloras». Y aquél replicó: «Me llené de compasión al
considerar cuán breve es toda vida humana, ya que de tanta muchedumbre ni uno
solo quedará al cabo de cien años». Artabano respondió con estas palabras:
«Otras cosas más dignas de compasión que ésa padecemos en la vida. Pues en tan
corto tiempo ningún hombre hay tan feliz —ni entre éstos ni entre los demás— a
quien no ocurra muchas veces y no una sola, preferir el morir al vivir. Porque
las calamidades que sobrevienen y las enfermedades que nos afligen, aun siendo
breve la vida, la hacen parecer larga. Así, por ser la vida trabajosa, la
muerte es para el hombre el más deseado refugio. Dios da a gustar lo dulce de
la vida pero le hallamos envidioso de su mismo don».
47. Jerjes replicó de este modo: «Artabano, dejemos
de cavilar acerca de la vida humana, que es tal como tú la explicas, y no nos
acordemos de sus males, ya que tenemos en las manos sus bienes. En cambio,
declárame esto: si no se te hubiera aparecido en sueños aquella visión tan
clara, ¿mantendrías tu primera opinión que me disuadía de la guerra contra
Grecia, o la cambiarías? Ea, dímelo verazmente». Respondió aquél: «Rey, ¡ojalá
la visión de mi sueño acabe como ambos deseamos! Yo estoy todavía lleno de
miedo y fuera de mí, entre otros muchos motivos que considero, porque veo
principalmente que las dos cosas más grandes nos son muy contrarias».
48. A esto respondió así Jerjes: «Desdichado,
¿cuáles son esas dos cosas que dices serme muy contrarias? ¿Acaso el ejército
es censurable por su número, y te parece que el griego será muchas veces mayor
que el nuestro? ¿O nuestra marina será inferior a la de aquéllos? ¿O ambas
cosas a la vez? Si por eso nuestras fuerzas te parecen escasas podría hacerse a
toda prisa leva de otro ejército».
49. Repuso así Artabano: «Rey, nadie que tenga entendimiento
censuraría este ejército ni esta muchedumbre de naves. Y si reúnes mayor
número, las dos cosas que digo serán mucho más contrarias todavía. Esas dos
cosas son la tierra y el mar. No hay en todo el mar, a lo que imagino, un
puerto tan grande que, si se levanta borrasca, albergue tu armada y sea
garantía de salvar las naves; y, no obstante, debiera haber no un solo puerto
tal, sino muchos a lo largo de toda la tierra firme que costeas. Y pues no hay
puertos apropiados, mira que el azar gobierna a los hombres, y no los hombres
al azar. Dicha la una de las dos cosas contrarias, voy a decirte la otra. La
tierra te es contraria de este modo: aun cuando no te oponga ningún obstáculo,
se te mostrará tanto más enemiga, cuanto más te internes en ella, siempre
engañado por el más allá, ya que los hombres no se sacian de prosperidad. Por
consiguiente, aunque nadie te salga al encuentro, al aumentar el territorio con
el transcurso del tiempo, nos ha de traer hambre. El mejor hombre será aquel
que temeroso en la consulta, porque tiene en cuenta todo percance que puede
sufrir, y osado en la ejecución».
50. Respondió Jerjes en esta forma: «Artabano, tú
examinas con juicio todos esos inconvenientes, pero no temas todo ni tengas en
cuenta todo por igual; pues si en las cosas que siempre se ofrecen, tienes en
cuenta todo por igual, jamás harás nada. Vale más tener buen ánimo para todo y
sufrir la mitad de los daños que no temer todo por anticipado y no padecer
nunca nada. Si porfías contra todo lo que se diga sin dar una razón sólida, te
expones a errar al igual del que habla en contrario: los dos estáis a la par.
Y, siendo hombre, ¿cómo se ha de saber lo que es sólido? Pienso que de ningún
modo. Por lo común la ganancia suele darse a quienes quieren obrar, y no a
quienes todo tienen en cuenta y vacilan. Ves a qué punto de poder ha llegado el
imperio de los persas. Pues si los reyes, mis predecesores, hubieran pensado
como tú, o no pensando así hubieran tenido consejeros como tú, nunca lo verías
llegado a este punto. Pero ellos se arrojaron a los peligros y lo llevaron a
este punto; que las grandes empresas suelen lograrse con grandes peligros. A
semejanza de ellos, nosotros emprendemos la expedición en la mejor estación del
año y, una vez conquistada toda Europa, regresaremos sin haber padecido hambre
en parte alguna ni haber sufrido ninguna desgracia. Por una parte, llevamos
mucha provisión, y por otra, poseeremos el trigo de aquellos cuya tierra y
pueblo invadiéremos; que por cierto no vamos a combatir contra nómades, sino
contra labradores».
51. Después de esto dijo Artabano: «Rey, ya que no
permites temer nada, admite a lo menos mi consejo, que necesariamente los
muchos negocios requieren muchas palabras. Ciro, hijo de Cambises, sometió e
hizo tributaria de los persas a toda la Jonia, menos a los atenienses. Te
aconsejo, pues, que de ninguna manera lleves a estos hombres contra sus padres,
pues sin ellos somos capaces de sobreponernos a nuestros enemigos. Porque, si
nos siguen, o han de ser la gente más perversa, esclavizando a su metrópoli, o
la más justa, contribuyendo a su libertad. Su perversidad no nos proporciona
ninguna ventaja importante, pero su justicia puede perjudicar grandemente el
ejército. Ten presente, pues, aquella sentencia antigua y bien dicha: “No todo
fin está manifiesto desde el comienzo”».
52. A esto respondió Jerjes: «Artabano, de las opiniones
que expresaste, ésta es en la que más te engañas, si temes que los jonios se
vuelvan contra nosotros. Tenemos de ellos la mayor prueba, de la cual eres
testigo tú y los demás que hicisteis la campaña con Darío contra los escitas;
pues en manos de ellos estuvo el perder o salvar todo el ejército persa, y
mostraron su justicia y lealtad sin inferirnos ningún daño. Además, dejando ahora
en nuestro dominio hijos, mujeres y bienes, ni hay que pensar que se rebelen.
Así, tampoco temas tal cosa, ten buen ánimo y guarda mi palacio y mi reino, porque
a ti solo entre todos confío yo mi cetro».
53. Después de decir tales palabras y de enviar a
Susa a Artabano, convocó por segunda vez a los más principales de Persia.
Cuando estuvieron en su presencia les ha-bló así: «Persas, os he reunido para
pediros que seáis bravos y no deshonréis los antiguos hechos de los persas, que
son grandes y valiosos; cada uno y todos en común tengamos empeño. El bien tras
el cual nos afanamos será común a todos. Por este motivo os exhorto a tomar con
todo celo esta guerra, pues, a lo que oigo, marchamos contra enemigos
valientes, a quienes si venciéremos, nin-gún otro ejército en el mundo nos hará
frente jamás. Ahora, pues, pasemos el mar, después de implorar a los dioses que
tienen a Persia por heredad».
54. Durante aquel día se dispusieron para el
tránsito: al siguiente esperaban al sol, pues querían verle salir; quemaban
encima de los puentes toda especie de incienso y cubrían de mirto el camino.
Así que asomó el sol, Jerjes, haciendo al mar sus libaciones con una copa de
oro, rogó al sol que no le aconteciera ningún contratiempo tal que le detuviese
en la conquista de Europa, antes de haber llegado a sus límites. Después del
ruego, arrojó la copa al Helesponto junto con un cántaro de oro y una espada
persa que llaman acinaces. No puedo juzgar exactamente si los arrojó al
mar en honor del sol, o si se había arrepentido de haber azotado al Helesponto
y los obsequió al mar en compensación.
55. Cumplidos estos ritos, pasaron por el puente
del lado del Ponto la infantería y toda la caballería, y por el del lado del
Egeo las acémilas y la gente de servicio. Iban a la cabeza los diez mil persas,
todos coronados, y tras ellos el ejército mezclado de toda clase de pueblos. Éstos
pasaron ese día: al siguiente pasaron primero los jinetes y los que llevaban
sus lanzas vueltas abajo; también éstos estaban coronados; después los caballos
sagrados y el carro sagrado; luego, el mismo Jerjes, los lanceros y los mil
jinetes y tras ellos el ejército restante. Al mismo tiempo pasaban las naves a
la otra orilla. También he oído decir que el Rey pasó el último de todos.
56. Una vez que Jerjes pasó a Europa, estuvo mirando
a su ejército, que pasaba a latigazos. Pasó allí el ejército durante siete días
y siete noches, sin parar ningún momento. Dícese que después que acabó Jerjes
de pasar el Helesponto, exclamó uno de los de allá: «¡Oh Zeus! ¿a qué fin, en
forma de persa, y con nombre de Jerjes en lugar del de Zeus, quieres asolar a
Grecia conduciendo contra ella todos los hombres? Pues tú sin ellos podías
hacerlo».
57. Cuando pasaron todos y emprendían la marcha, se les
apareció un gran portento que en nada estimó Jerjes, aunque era de fácil
interpretación: en efecto, una yegua dio a luz una liebre; era fácil la
interpretación de que conduciría Jerjes su ejército contra Grecia con gran soberbia
y magnificencia, pero que volvería al mismo sitio corriendo para salvar la
vida. Otro prodigio le había acontecido también cuando se hallaba en Sardes:
una mula parió otra con dos naturas, de macho y de hembra, estando encima la
del macho. Jerjes, sin estimar en nada los dos prodigios, continuó su camino, y
con él su ejército de tierra.
58. La armada, navegando fuera del Helesponto, se
acercaba a tierra con dirección contraria al ejército, pues se dirigía a
Poniente hacia la punta de Sarpedón, donde tenía orden de arribar y hacer alto.
El ejército de tierra seguía su camino hacia la aurora y el Levante, a través
del Quersoneso, teniendo a la derecha el sepulcro de Hele, hija de Atamante, a
la izquierda la ciudad de Cardia, y marchando por medio de una ciudad cuyo
nombre es Ágora. De aquí torció hacia el golfo llamado Melas y al río Melas,
cuya corriente no bastó para el ejército y quedó agotada. Después de vadear ese
río, del cual toma su nombre ese golfo, se dirigió a Poniente, pasando por Eno,
ciudad eolia, y la laguna Estentóride, hasta que llegó a Dorisco.
59. Es Dorisco una playa y gran llanura de Tracia;
a través de ella corre el gran río Hebro; y allí se había levantado una gran
fortaleza real que se llama cabalmente Dorisco; en ella había colocado Darío
una guarnición de persas desde aquel tiempo en que había hecho su campaña
contra los escitas. Parecióle, pues, a Jerjes que el lugar era a propósito para
formar y contar sus tropas, y así lo hizo. Todas las naves que habían llegado a
Dorisco las arrimaron los capitanes por orden de Jerjes, a la playa inmediata a
Dorisco, donde están Sala, ciudad de Samotracia y Zona, y es su remate Serreo,
cabo famoso. Ese lugar pertenecía antiguamente a los cicones. Arrimaron las
naves a esta playa, y las sacaron a la orilla para secarlas. Entre tanto Jerjes
hacía el cómputo de su ejército en Dorisco.
60. No puedo en verdad decir exactamente la cantidad
que cada nación presentó, pues no está dicho por nadie. El número de todo el
ejército de tierra resultó un millón y setecientos mil hombres. Se les contó de
este modo: juntaron en un solo lugar diez mil hombres apiñados entre sí lo más
posible, y trazaron un círculo alrededor. Después de trazarlo y de soltar a los
diez mil, levantaron una pared sobre el círculo, alta hasta el ombligo de un
hombre. Hecho esto, hicieron entrar otro grupo dentro del cerco, hasta que de
este modo contaron a todos. Una vez contados, les ordenaron por naciones.
61. Los pueblos que militaban eran los siguientes.
Primero los persas, equipados así: llevaban en la cabeza unos bonetes de
fieltro flexible llamados tiaras; al cuerpo, túnicas con mangas de
varios colores, con escamas de acero parecidas a las de pescado; en las piernas
llevaban bragas; en lugar de escudos de metal, escudos de mimbre, debajo de los
cuales pendían las aljabas; traían astas cortas, arcos grandes, saetas de caña
y además puñales pendientes del cinturón, sobre el muslo derecho. Tenían por
general a Otanes, padre de Amestris, la esposa de Jerjes. En lo antiguo los
griegos los llamaban cefenes, pero ellos mismos y sus vecinos se daban el
nombre de arteos. Pero cuando Perseo, hijo de Dánae y de Zeus, llegó al reino
de Cefeo, hijo de Belo, y se casó con su hija Andrómeda, tuvo en ella un hijo a
quien puso el nombre de Persa, y le dejó allí porque Cefeo no había tenido hijo
varón. De este Persa, pues, tomaron el nombre.
62. Los medos marchaban equipados del mismo modo,
pues esa armadura es meda y no persa. Tenían por general a Tigranes, un
Aqueménida. En lo antiguo los llamaban todos arios, pero después que Medea la
cólquide llegó de Atenas al país de los arios, también éstos mudaron el nombre;
así lo refieren los mismos medos. Los cisios, que tomaban parte en la
expedición estaban equipados como los persas, pero en lugar de los bonetes
llevaban mitras. Mandaba a los cisios Anafes, hijo de Otanes. Los hircanios,
armados del mismo modo que los persas, tenían por jefe a Megapano, que fue
después gobernador de Babilonia.
63. Los asirios de la expedición llevaban en la
cabeza yelmos de bronce, entretejidos de cierto modo bárbaro no fácil de
describir; tenían escudos, lanzas y puñales parecidos a los egipcios, y además,
mazas de madera claveteadas de hierro y petos de lino. A éstos llaman sirios
los griegos, pero los bárbaros los han llamado asirios; entre ellos estaban los
caldeos. Era general Otaspes, hijo de Artaquees.
64. Los bactrios de la expedición se protegían la cabeza
de modo semejante a los medos; tenían lanzas cortas y arcos de caña, al uso de
su tierra. Los sacas escitas llevaban en la cabeza gorros puntiagudos, derechos
y tiesos; vestían bragas; tenían sus arcos nacionales, dagas y además unas
hachas o sagaris. Siendo estos escitas amirgios, llamábanlos sacas,
porque los persas llaman sacas a todos los escitas. Mandaba a los bactrios y
sacas Histaspes, hijo de Darío y de Atosa, hija de Ciro.
65. Los indos llevaban vestiduras hechas de
plantas, tenían arcos y saetas de caña guarnecidas de hierro: así estaban
equipados los indos; militaban a las órdenes de Farnazatres, hijo de Artabates.
66. Los arios iban provistos de arcos medos y en lo
demás iban como los bactrios. Mandaba a los arios Sisamnes, hijo de Hidarnes.
Formaban parte de la expedición, con la misma armadura que los bactrios, los
partos, los corasmios, los sogdos, los gandarios y los dadicas. Éstos eran sus
generales: de los partos y de los corasmios, Artabazo, hijo de Farnaces; de los
sogdos, Azanes, hijo de Arteo; de los gandarios y de los dadicas, Artifio, hijo
de Artabano.
67. Los caspios marchaban vestidos de zamarras, con
sus arcos nacionales, de caña, y alfanjes. Así estaban equipados; tenían como
jefe a Ariomardo, hermano de Artifio. Los sarangas se destacaban por sus
vestidos de colores, traían unos borceguíes que les llegaban a la rodilla, arcos
y lanzas medos. Mandaba a los sarangas Ferendates, hijo de Megabazo. Los
paccies llevaban zamarras, tenían sus arcos nacionales y dagas. Los paccies
tenían por jefe a Artaíntes, hijo de Itamitres.
68. Los ucios, los micos y los paricanios estaban armados
del mismo modo que los paccies. Estos eran sus generales: de los ucios y micos,
Arsamenes, hijo de Darío, y de los paricanios Siromitres, hijo de Eobazo.
69. Los árabes traían ceñidas sus marlotas y
llevaban al hombro derecho arcos largos vueltos hacia atrás. Los etíopes,
cubiertos con pieles de leopardos y de leones, tenían arcos largos, de no menos
de cuatro codos, hechos del ramo de la palma y, además, pequeñas saetas de caña;
en vez de hierro tenían una piedra aguzada con la que suelen labrar los sellos;
traían también lanzas cuya punta era un cuerno de gacela aguzado a manera de
cuchilla, y tenían además mazas claveteadas. Al ir a la batalla se pintaban de
yeso la mitad del cuerpo y la otra mitad de bermellón. Mandaba a los árabes y a
los etíopes situados allende el Egipto, Arsames, hijo de Darío y de Artistona,
hija de Ciro; Darío, que la amó más que a todas sus mujeres,
le hizo una estatua de oro batido a martillo.
70. A los etíopes de allende el Egipto y a los
árabes mandaba Arsames; pero los etíopes de Oriente (pues unos y otros iban en
el ejército) estaban agregados a los indos; en aspecto no diferían de los
otros, salvo únicamente en la lengua y en el pelo, porque los etíopes de
Oriente tienen el cabello lacio y los de Libia son los que tienen el cabello más crespo entre todos los hombres.
Esos etíopes del Asia iban en su mayor parte armados como los indos, sólo que
llevaban en la cabeza el cuero de las cabezas de los caballos con orejas y
crines; la crin les servía de penacho, y llevaban las orejas de los caballos
levantadas. En vez de escudos llevaban ante sí pieles de grullas.
71. Venían
los libios con armadura de cuero y usaban dardos aguzados al fuego; tenían por general a Masages,
hijo de Oarizo.
72.
Marchaban los paflagones llevando en la cabeza yelmos entretejidos, escudos
pequeños, lanzas no muy grandes y además venablos y puñales. Llevaban su calzado
nacional hasta media pierna. Los ligies, los macienos, los mariandinos y los sirios
marchaban con la misma armadura que los paflagones. A estos sirios llaman los
persas capadocios. Mandaba a los paflagones y macienos Doto, hijo de Megasidro,
y a los mariandinos, ligies y sirios, Gobrias, hijo de Darío y de Artistona.
73. Los frigios tenían armadura muy semejante a la
paflagónica, con poca modificación. Los frigios, según cuentan los macedonios,
se llamaban brigios todo el tiempo que vivieron en Europa y fueron vecinos de
los macedonios, pero cuando pasaron al Asia, juntamente con la región, mudaron
su nombre en frigios. Los armenios venían armados como los frigios y eran sus
colonos. A entrambos mandaba Artocmes, casado con una hija de Darío.
74. Los lidios tenían armas muy parecidas a las griegas.
Los lidios se llamaban antiguamente meonios, pero cambiaron su nombre y
llevaban el de Lido, hijo de Atis. Los misios llevaban en la cabeza sus cascos
nacionales y usaban escudos pequeños y venablos aguzados al fuego: son colonos
de los lidios y se llaman olimpienos, por el monte Olimpo. Mandaba a los lidios
y a los misios Artafrenes, hijo de Artafrenes, aquel que había invadido Maratón
en compañía de Datis.
75. Los tracios marchaban llevando en la cabeza pieles
de zorro; en el cuerpo, túnicas
que cubrían con marlotas de varios colores, en pies y piernas calzado de piel de
cervato; tenían venablos, peltas y dagas pequeñas. Después de pasar al Asia se
llamaron bitinios; antes, según dicen ellos mismos, se llamaban estrimonios,
porque ha-bitaban junto al Estrimón. Dicen que les arrojaron de sus moradas los
teucros y los misios. Mandaba a los tracios del Asia, Basaces, hijo de
Artabano.
76. Tenían escudos pequeños de cuero crudo de buey
y llevaba cada cual dos chuzos hechos en Licia, y en la cabeza un casco de
bronce; al casco estaban añadidas orejas y cuernos de buey, también de bronce,
y penacho; envolvían las piernas en listones de púrpura. Entre estos hombres se
halla un oráculo de Ares.
77. Los cabelees meonios, llamados lasonios, tenían
la misma armadura que los cilicios, la cual indicaré cuando llegue en mi reseña
al lugar de los cilicios. Traían los milias lanzas cortas, y sus vestidos
estaban prendidos con hebillas; algunos de ellos llevaban arcos licios y en la
cabeza celadas de cuero. A todos éstos mandaba Bardes, hijo de Histanes.
78. Los moscos tenían en la cabeza celadas de madera
y llevaban escudos y lanzas pequeñas, pero provistas de largas cuchillas.
Equipados como los moscos marchaban los tibarenos, los macrones y los
mosinecos, a quienes dirigían los siguiente jefes: a los moscos y tibarenos,
Ariomardo, hijo de Darío y de Parmis, hija de Esmerdis, hijo de Ciro; a los
macrones y mosinecos, Artaíctes, hijo de Querasmis, el cual gobernaba Sesto
sobre el Helesponto.
79. Los mares llevaban en la cabeza sus yelmos nacionales,
entretejidos, y tenían pequeños escudos de cuero y venablos. Traían los colcos
en la cabeza cascos de madera y escudos pequeños de cuero crudo de buey, lanzas
cortas y también espadas. Mandaba a los mares y a los colcos Farandates, hijo
de Teaspis. Los alarodios y los saspires marchaban armados como los colcos; les
mandaba Masistio, hijo de Siromitres.
80. Los pueblos de las islas del mar Eritreo que seguían
al ejército (de las islas en donde confina el rey a los que llaman deportados),
llevaban traje y armas muy semejantes a los medos. A estos isleños mandaba Mardontes,
hijo de Bageo, quien, al año siguiente, siendo general en Mícala, murió en la
batalla.
81. Ésas eran las naciones que marchaban por el continente
y componían el ejército de tierra. Dirigían ese ejército los que llevo dichos,
quienes eran los que lo ordenaban y contaban y los que designaban los jefes de
mil y diez mil hombres. Estos últimos designaban los jefes de cien y de diez
hombres. Había otros caudillos para los regimientos y los pueblos.
82. Así, pues, eran los jefes esos que llevo
dichos. Dirigían a éstos y a todo el ejército de tierra, Mardonio, hijo de
Gobrias, Tritantecmes, hijo de Artabano, el que fue de parecer que no se
marchara contra Grecia, Esmerdomenes, hijo de Otanes (ambos, como hijos de hermanos
de Darío, eran primos de Jerjes), Masistes, hijo de Darío y de Atosa, Gergis,
hijo de Ariazo y Megabizo, hijo de Zópiro.
83. Éstos eran los generales de todo el ejército de
tierra exceptuados los diez mil. A estos diez mil persas escogidos mandaba
Hidarnes, hijo de Hidarnes, y se llamaban «Inmortales» por esta razón: si
faltaba alguno al número por muerte o por enfermedad, ya estaba elegido otro
hombre, y nunca eran ni más ni menos de diez mil. Los persas tenían entre todos
el mejor traje y eran los más valientes. Su armadura era tal como está
descrita, y además se distinguían por el abundante oro que traían. Llevaban
consigo carrozas y en ellas sus concubinas, y mucha servidumbre bien aderezada.
Camellos y otros bagajes conducían sus vituallas, aparte las del ejército.
84. Esos pueblos van a caballo, pero no todos proporcionaban
la caballería, sino sólo los siguientes: los persas, con las mismas armas que
su infantería, sólo que algunos llevaban yelmos de bronce y de hierro batidos.
85. Hay ciertos nómades llamados sagarcios, pueblo
persa y de lengua persa, cuya armadura está a medio camino entre la de los
persas y la de los paccies. Proporcionaban un cuerpo de ocho mil jinetes; no
acostumbran llevar armas, ni de bronce ni de hierro, salvo el puñal, se sirven
de lazos de tientos entretejidos, y confiados en ellos van a la guerra. El modo
de combatir de estos hombres es como sigue: al entrar en batalla con sus enemigos,
arrojan los lazos que en un extremo llevan un nudo corredizo; arrastran hacia
sí lo que llegan a enlazar, sea caballo, sea hombre; la víctima, enredada en el
lazo, perece. Tal es su modo de combatir; formaban cuerpo con los persas.
86. Los medos tenían la misma armadura que su infantería,
como asimismo los cisios. Los indos llevaban las mismas armas que su
infantería; iban a caballo y en carro, y tiraban de sus carros caballos y
onagros. Los bactrios estaban equipados igual que su infantería, y lo mismo los
caspios. También los libios andaban como sus infantes. Asimismo todos éstos
iban en carro. De igual modo, los sacas y los paricanios estaban equipados como
su infantería. Los árabes tenían la misma armadura que sus infantes, y
cabalgaban todos en camellos que no ceden en ligereza a los caballos.
87. Sólo estos pueblos van a caballo. El número de
la caballería era ochenta mil, aparte los camellos y los carros. Los demás
jinetes estaban distribuidos por escuadrones; los árabes ocupaban el último
lugar: como los caballos no soportan a los camellos, ocupaban el último lugar,
para que no se espantaran los caballos.
88. Eran jefes de la caballería Armamitres y Titeo,
hijos de Datis; el tercer jefe, Farnuques, había quedado enfermo en Sardes.
Porque al partir de Sardes le ocurrió un involuntario accidente. Al montar,
pasó un perro por entre las patas del caballo, éste, que no lo había visto venir,
se espantó, se empinó y arrojó a Farnuques. Después de la caída vomitó sangre y
la dolencia vino a parar en tisis. Sus criados en el acto hicieron con su
caballo lo que les mandó: le llevaron al mismo lugar en donde había arrojado a
su señor y le cortaron las patas por las rodillas. Así perdió Farnuques su
mando de capitán.
89. El número de las trirremes era mil doscientas
siete; las proporcionaban los pueblos siguientes: trescientas los fenicios, con
los sirios de Palestina, equipados de este modo: llevaban en la cabeza celadas
hechas de modo muy semejante al griego; vestían petos de lino y tenían escudos
sin reborde y venablos. Moraban estos fenicios en lo antiguo, según ellos dicen,
junto al mar Eritreo, de donde pasaron a vivir en la costa de Siria; esta
región de Siria y toda la que llega hasta el Egipto se llama Palestina. Los
egipcios suministraron doscientas naves. Éstos llevaban en la cabeza cascos
tejidos, escudos cóncavos con grandes rebordes, harpones y grandes hachas. La
mayoría de ellos llevaban coraza y empuñaban grandes espadas.
90. Tal era su equipo; los ciprios aportaban ciento
cincuenta naves y estaban aderezados de este modo: los príncipes traían
envuelta la cabeza en mitras, los otros traían túnicas, y en lo demás iban como
los griegos. Los pueblos de Chipre son los siguientes: unos oriundos de
Salamina y de Atenas, otros de Arcadia, otros de Cidno, otros de Fenicia y
otros de Etiopía según los mismos ciprios dicen.
91. Los cilicios suministraban cien naves; traían
en la cabeza yelmos nacionales; en vez de escudos, usaban adargas hechas de
cuero crudo de buey y vestían túnicas de lana; llevaba cada uno dos venablos y
una espada muy semejante a los alfanjes egipcios. Estos cilicios en los tiempos
antiguos se llamaban hipaqueos y tomaron su nombre de Cílix el fenicio, hijo de
Agenor. Los panfilios, equipados con armas griegas, proporcionaban treinta naves;
estos panfilios descienden de los compañeros de Anfíloco y Calcante, que se
dispersaron al partir de Troya.
92. Los licios aportaban cincuenta naves; llevaban
coraza y grebas, tenían arcos de cornejo, flechas de caña sin pluma y venablos;
llevaban pendientes de los hombros pieles de cabra y en la cabeza, bonetes
coronados de plumas; tenían también puñales y hoces. Los licios, originarios de
Creta, se llamaban termilas y tomaron su nombre de Lico, el ateniense, hijo de
Pandión.
93. Los dorios del Asia, armados a la griega y oriundos
del Peloponeso, proporcionaban treinta galeras. Los carios, equipados en todo
como los griegos, sino que tenían hoces y puñales presentaban cincuenta naves.
Llevo ya dicho en los primeros relatos, cómo se llamaban antes tales pueblos.
94. Los jonios, apercibidos como los griegos, suministraban
cien naves. Todo el tiempo que los jonios habitaron la región del Peloponeso, llamada
ahora Acaya, antes que Dánao y Xuto viniesen al Peloponeso, se llamaban
pelasgos egialees, según dicen los griegos, pero después, por Ión, hijo de
Xuto, se llamaron jonios.
95. Los isleños, armados como los griegos, presentaban
diecisiete galeras; era éste asimismo un pueblo pelásgico; más tarde se
llamaron jonios por la misma razón que las doce ciudades jonias originarias de
Atenas. Suministraban los eolios sesenta galeras; iban equipados como griegos,
y se llamaban en lo antiguo pelasgos, según tradición griega. Los del
Helesponto excepto los de Abido (porque los de Abido tenían orden del Rey de
permanecer en su país y guardar los puentes), los restantes pueblos del Helesponto,
pues, que marchaban en la expedición equipados como los griegos, proporcionaban
cien naves. Eran colonos de los jonios y de los dorios.
96. Tripulaban todas las naves combatientes persas,
medos y sacas. Las naves que mejor navegaban eran las de los fenicios, y de
entre los fenicios, las de los sidonios. Así todos éstos como los que formaban
el ejército de tierra tenían sus jefes nacionales, de los cuales no haré
mención por no estar necesariamente obligado a ello por el hilo de mi historia.
En efecto, los jefes de cada pueblo no eran dignos de mención, y en cada pueblo
había tantos jefes como ciudades; y no militaban como generales, sino como los
demás subalternos del ejército, pues tengo ya dicho quiénes eran los generales
que tenían todo el poder, y entre los jefes de cada pueblo, quiénes eran los
persas.
97. Los generales de la armada eran: Ariabignes,
hijo de Darío; Prexaspes, hijo de Aspatines; Megabazo, hijo de Megabates; Aquémenes,
hijo de Darío. De la jónica y caria lo era Ariabignes, hijo de Darío y de una
hija de Gobrias; general de los egipcios era Aquémenes, hermano de Jerjes por
parte de padre y madre; generales del resto de la armada, los otros dos. Las
naves de treinta y de cincuenta remos, las chalupas y las barcas largas para
transportar la caballería, reunidas, llegaban al número de tres mil.
98. Los tripulantes de mayor nombre después de los
generales eran los siguientes: Tetramnesto de Sidón, hijo de Aniso; Matén de
Tiro, hijo de Siromo; Merbalo de Árado, hijo de Agbalo; Siennesis de Cilicia,
hijo de Oro-medonte; Cibernisco de Licia, hijo de Sica; los cipriotas Gorgo,
hijo de Quersis, y Timonax, hijo de Timágoras, y de los carios, Histieo, hijo
de Timnes, Pigres, hijo de Hiseldomo y Damasítimo, hijo de Candaules.
99. No hago mención de los demás comandantes, pues
no estoy obligado a ello, pero sí de Artemisia, por quien tengo la mayor
admiración, pues aunque mujer marchó en la expedición contra Grecia. Siguió la
expedición por su brío y valor sin tener ninguna obligación, porque como su
marido había muerto y su hijo era mozo ella poseía el señorío. Su nombre era
Artemisia; era hija de Lígdamis, por parte de padre, oriunda de Halicarnaso, y
por parte de madre, de Creta; era señora de los halicarnasios, de los coos, de
los nisirios y de los calidnios, y proporcionó cinco naves; de entre toda la
armada, después de las naves de los sidonios, las suyas eran las más famosas, y
de entre todos los aliados ella fue la que dio al Rey los mejores consejos.
Aclaro que la población de las ciudades que enumeré bajo su gobierno, es toda
dórica, pues los halicarnasios son trecenios y los restantes epidaurios. Hasta
aquí se extiende la descripción de la armada.
100. Hecho el cómputo y la formación de las tropas,
deseó Jerjes contemplarlas cabalgando entre ellas. Así lo hizo luego: iba en su
carro e interrogaba a cada nación, y los escribas tomaban nota, hasta llegar de
un cabo al otro, tanto de la caballería como de la infantería. Después de hecho
esto y de botadas las naves al mar dejó Jerjes su carro por una nave sidonia y,
sentado bajo un dosel de oro, pasaba por las proas de las naves interrogando a
cada una, del mismo modo que al ejército de tierra, y ha-ciendo tomar nota. Los
capitanes habían retirado las naves a cuatro pletros de la orilla, más o menos,
y las tenían ancladas, vueltas todas la proa a tierra en línea recta y armados
los combatientes como para la guerra. Y Jerjes, navegando entre las proas y la
orilla, pasaba revista.
101. Cuando hubo recorrido la armada y desembarcado
de su nave, envió por Demarato, hijo de Aristón, que le acompañaba en la
expedición contra Grecia, y luego de llamarle le interrogó así: «Demarato, es
ahora mi gusto hacerte una pregunta que se me ofrece. Tú eres griego y, según
me he enterado por ti y por otros griegos que han conversado conmigo natural de
una ciudad que ni es la menor, ni la más débil. Dime, pues, si osarán los
griegos venir a las manos conmigo porque a mi parecer ni aunque se reuniesen
todos los griegos y todos los demás hombres que moran a Occidente estarían en
condiciones de hacerme frente, no yendo acordes. Quiero, pues, conocer tu
opinión y enterarme de lo que dices sobre ellos». Así preguntó el Rey, y
respondió Demarato: «Rey ¿usaré contigo de la verdad o del halago?» Jerjes le
ordenó usar de la verdad, asegurándole que nada perdería de su primera gracia.
102. Cuando oyó esto Demarato, dijo así: «Rey, ya
que mandas usar de la verdad de todo en todo, y hablar como quien luego no sea
convicto de ti por mentiroso, digo que en Grecia es natural la pobreza y
adquirida la virtud, que se logra merced a la sabiduría y a la recia ley. Con
su ejercicio se defiende Grecia de la pobreza y de la tiranía. Alabo, en
verdad, a todos los griegos que moran cerca de los países dóricos; pero no diré
las siguientes palabras acerca de todos ellos, sino solamente de los lacedemonios.
En primer lugar, no es posible que acojan jamás tus discursos, que traen la
esclavitud a Grecia; y luego, saldrán a combatir contigo, aunque todos los demás
griegos sean tus partidarios. En cuanto al número, no averigües cuál es el
número de los hombres capaces de esto, porque si su ejército constare de mil
hombres, mil combatirán contra ti, y lo mismo si son menos o si son más».
103. Al oírle, Jerjes se echó a reír y dijo:
«Demarato ¿qué palabra has dicho? ¿Que mil hombres habrán de combatir contra
semejante ejército? Ea, dime: tú afirmas que has sido rey de estos hombres.
¿Quisieras, pues, ahora mismo, combatir contra diez hombres? y en verdad que,
si el orden de vuestro estado es todo como tú lo explicas, cierto que tú, su
rey, debes enfrentarte con doble número, según vuestras leyes. Porque si cada
uno de ellos vale por diez hombres de mi ejército, exijo que tú valgas por
veinte, y así sería exacta la palabra que dices. Pero si con el aspecto y estatura
que tenéis tú y los griegos que venís a mi presencia, os jactáis tanto, mira no
sea esa palabra vana petulancia. Porque, vamos, quiero ver con toda
verosimilitud: ¿cómo podrían mil o diez mil o cincuenta mil hombres, todos
igualmente libres y no mandados por uno solo, hacer frente a tamaño ejército?
Somos en verdad nosotros más de mil por cada uno, si son ellos cinco mil. Si
estuvieran sujetos a un solo hombre, a usanza nuestra, ello podría ser, porque
por miedo a él superarían su naturaleza y podrían marchar a fuerza de látigo
unos pocos contra muchos más, pero sueltos y en libertad, no es posible que
hagan uno ni otro; y me parece que aun igualados en número, difícilmente combatirían
los griegos con los persas solos. Por el contrario, entre nosotros solamente se
halla el mérito que tú dices, bien que no a cada paso, sino rara vez: hay entre
mis lanceros persas quienes se atreverán a combatir con tres griegos a la vez.
Tú como no lo sabes, dices boberías».
104. A estas palabras respondió Demarato: «Rey, sabía
desde el principio que, diciendo la verdad no te diría cosa grata; pero como me
obligaste a decir mis más veraces palabras, te dije la condición de los
espartanos, aunque tú eres quien mejor sabe cómo amo yo mi situación actual, y
cómo los aborrezco a ellos, que me arrebataron mi dignidad y mis prerrogativas
paternas, me quitaron la ciudadanía y me lanzaron al destierro, mientras tu
padre me recibió, me dio casa y sustento. Y no es lógico que un varón sensato
rechace la bondad que se le ha demostrado, sino que la ame por sobre todas las
cosas. Yo no me declaro capaz de combatir contra diez hombres, ni contra dos y
por mi voluntad ni con uno solo combatiría. Pero si hubiera necesidad o si un
gran riesgo me impulsase, combatiría gustosísimo con uno de esos persas que
dicen valer por tres griegos. Porque los lacedemonios cuerpo a cuerpo no son
inferiores a nadie, y en masa son mejores que todos. Pues aunque libres no son
libres en todo, porque tienen por señora a la ley, ante la cual tiemblan mucho
más todavía que los tuyos ante ti. Hacen lo que ella les manda, y ella manda
siempre lo mismo: no les deja huir de la batalla, cualquiera sea la muchedumbre
del enemigo, sino vencer o morir en su puesto. Pero si te parece bobería esto
que digo, en lo futuro quiero callar el resto. Ahora hablé obligado. ¡Ojalá
todo salga a tu voluntad, Rey!».
l05. Así respondió Demarato. Jerjes lo tomó a risa
y no dio muestra ninguna de enojo, sino que le despidió benignamente. Después
de este coloquio, de nombrar gobernador de Dorisco a Mascames, hijo de
Megadostes y de deponer al que Darío había nombrado, Jerjes condujo el ejército
hacia Grecia, a través de Tracia.
106. Dejó, pues, a Mascames, hombre que se condujo
en tal forma, que a él solo acostumbraba Jerjes enviar regalos, como al persa
más valiente entre todos los gobernadores nombrados por él o por Darío, y se
los enviaba todos los años, y todavía Artajerjes, hijo de Jerjes los enviaba a
los descendientes de Mascames. Aún antes de esta expedición, habían sido
nombrados en todas partes gobernadores en Tracia y en el Helesponto. Y todos,
tanto los de Tracia como los del Helesponto fueron arrojados por los griegos,
después de esta expedición, salvo el de Dorisco, porque nadie pudo arrojar a
Mascames de Dorisco, aunque muchos lo intentaron. Por eso le envía regalos el
soberano reinante en Persia.
107. De los que los griegos arrojaron, a ninguno
tuvo Jerjes por bravo sino solamente a Boges, el de Eyón. A éste nunca dejaba
de alabarle y honró muy particularmente a los hijos que de él quedaron entre
los persas, y, en efecto, mereció Boges gran alabanza: porque, cercado por los
atenienses y por Cimón, hijo de Milcíades, pudiendo salir bajo capitulación y
volver al Asia, no lo quiso hacer, no le pareciese al Rey que se había salvado por
cobardía, y resistió hasta el fin. Cuando ya no había más víveres en la plaza,
prendió una gran hoguera, degolló a sus hijos, a su mujer, a sus concubinas y a
sus criados y los arrojó al fuego; después cuanto oro y plata había en la
ciudad, lo esparció desde el muro al Estrimón, y concluido esto, se echó al
fuego. Por eso es justamente celebrado aun hoy entre los persas.
108. Desde Dorisco, Jerjes marchaba hacia Grecia, y
obligaba a todos los pueblos que hallaba a unirse a su expedición, ya que le
estaba sometida, como he explicado antes, toda la tierra hasta Tesalia y era
tributaria del Rey, siendo Megabazo quien la había conquistado y después
Mardonio. En su marcha desde Dorisco pasó Jerjes primero por las plazas de los
samotracios, la última de las cuales hacia Poniente es una ciudad de nombre Mesambria:
linda con ésta Estrima, ciudad de los tasios; por medio de ellas corre el río
Liso, cuya agua no bastó entonces para el ejército de Jerjes y quedó agotada.
Este país se llamaba antiguamente Galaica, y ahora Briántica; conforme al mejor
derecho, también pertenece a los cicones.
109. Después de atravesar el cauce seco del río
Liso, pasó Jerjes por las ciudades griegas de Maronea, Dice y Abdera. Pasó por ellas
y por estas famosas lagunas vecinas: Ismaris, situada entre Maronea y Estrima,
y Bístonis, vecina a Dicea, en la que arrojan su agua dos ríos, el Travo y el
Compsanto. Cerca de Abdera no pasó Jerjes por ninguna laguna famosa, pero sí
por el río Nesto, que corre al mar. Después de estos países pasó por las ciudades
de tierra firme, en una de las cuales hay una laguna que tiene como unos
treinta estadios de circunferencia, más o menos abundante en pesca, y de agua
muy salobre; ésta quedó seca sólo con haber abrevado las bestias de carga. El
nombre de esa ciudad es Pistiro.
110. Pasó Jerjes, dejando las ciudades marítimas
griegas a mano izquierda. Los pueblos tracios por cuyo territorio siguió su
camino fueron los petos, los cicones, los bistones, los sapeos, los derseos,
los edonos y los satras. De éstos los que moraban junto al mar se unían a la
armada; y los que vivían tierra adentro y he enumerado, excepto los satras,
todos los demás seguían por fuerza al ejército de tierra.
111. Los satras, que nosotros sepamos, nunca han sido
súbditos de nadie, y continúan hasta mis tiempos sien-do los únicos entre los
tracios siempre libres. Viven, en efecto, en altos montes cubiertos de todo
género de arboleda, y de nieve, y son excelentes guerreros. Ellos son los que
poseen el oráculo de Dióniso; ese oráculo se halla en las más altas montañas; y
entre los satras los besos son los intérpretes del santuario, una sacerdotisa
da las respuestas como en Delfos, sin ningún otro artificio.
112. Dejó Jerjes la región dicha y pasó luego por
las plazas de los pierios, de las cuales una tiene por nombre Fagres y la otra
Pérgamo. Aquí hizo su camino junto a las plazas mismas dejando a mano derecha
el Pangeo, monte grande y alto, en el cual hay minas de oro y plata que poseen
los pierios y odomantos y sobre todo los satras.
113. Dejó Jerjes a los peones, doberes y peoplas
que habitan al norte del Pangeo, y se dirigió a Poniente hasta llegar al río
Estrimón y a la ciudad de Eyón, en donde todavía vivía y mandaba aquel Boges,
de quien poco antes hice mención. Llámase esta tierra alrededor del monte
Pangeo, Fílis, y se extiende, a Occidente, hasta el río Angites que desemboca
en el Estrimón, a Mediodía hasta el mismo Estrimón. A este río hicieron los
magos un fausto sacrificio, degollando caballos blancos.
114. Después de hacer estos y otros muchos hechizos
en el río, marcharon por el lugar de los edonos llamado Nueve Caminos hacia los
puentes que hallaron ya construidos sobre el Estrimón. Oyendo que ese lugar se
llamaba Nueve Caminos enterraron vivos en él otros tantos mancebos y doncellas,
hijos de la gente del país. Costumbre persa es el enterrar vivos, pues oigo que
Amestris, la mujer de Jerjes, ya vieja, enterró vivos siete parejas de hijos de
persas ilustres, como acción de gracias en su nombre al dios que dicen existir
bajo tierra.
115. El ejército, en su marcha desde el Estrimón, halló
a Poniente una playa y pasó cerca de la ciudad griega de Árgilo allí situada.
Aquella región, y la que está más al interior, se llama Bisalcia. Desde allí,
teniendo a mano izquierda el golfo vecino al templo de Posidón, marchó por la
llanura llamada Sileo, dejando atrás la ciu-dad griega de Estagira, y llegó a
Acanto, llevando consigo todas estas naciones y las que moran alrededor del
monte Pangeo (del mismo modo que se había llevado los pueblos que enumeré
antes), teniendo a los habitantes de la costa como combatientes en la armada y
a los de tierra adentro como agregados a la infantería. Este camino por donde
el rey Jerjes condujo sus tropas, hasta mis tiempos, ni lo roturan ni siembran
en él, y lo miran con gran veneración.
116. Cuando llegó a Acanto, declaró Jerjes por huéspedes
a los acantios, les obsequió con el vestido de los medos y les alabó, así por
verles prontos a la guerra, como por tener noticia del canal.
117. Estaba Jerjes en Acanto, cuando sucedió que
murió de una enfermedad Artaquees, prefecto del canal, apreciado por Jerjes, y
Aqueménida de linaje. Era en estatura el más grande de los persas (pues le
faltaban cuatro dedos para los cinco codos reales), y tenía la voz más fuerte
del mundo. Mostró Jerjes gran pesar por su muerte y le hizo las más suntuosas
exequias; todo el ejército levantó el túmulo. A este Artaquees hacen
sacrificios los acantios como a héroe, por un oráculo, y le invocan por su
nombre.
118. Así, pues, el rey Jerjes mostró gran pesar por
la muerte de Artaquees. Los griegos que acogían el ejército y ofrecían convite
a Jerjes llegaban a la mayor miseria, al punto de desamparar sus casas. Tanto
es así que los tasios, a causa de las poblaciones que poseían en tierra firme,
hubieron de acoger al ejército de Jerjes y hacerle convite, y elegido
Antípatro, hijo de Orges, hombre de tanto crédito como el que más, dio cuenta
de haberse gastado cuatrocientos talentos de plata en la cena.
119. Y cuentas parecidas dieron los magistrados de
las otras ciudades. Como estaba fijado desde mucho tiempo antes y le daban
mucha importancia, el convite se hacía de la manera siguiente. Apenas oían a
los heraldos que anunciaban la orden los ciudadanos se distribuían el grano, y
todos hacían harina de trigo y de cebada durante varios meses seguidos.
Compraban a cualquier precio las reses más hermosas y las cebaban, y también
criaban aves terrestres y acuáticas, en jaulas y estanques para la recepción
del ejército. Labraban vasos y jarros de oro y plata, y toda la demás vajilla
para la mesa. Esto se hacía para el Rey mismo y para sus comensales; para lo
restante del ejército sólo se prevenían los víveres ordenados. Cuando llegaba
el ejército, estaba ya preparado el pabellón donde descansaba el mismo Jerjes,
mientras el resto del ejército permanecía al raso. Llegada la hora de la cena,
se afanaban los huéspedes mientras los otros, hartos, pasaban allí la noche, y
al día siguiente deshacían el pabellón, tomaban todas sus alhajas y se iban así
sin dejar nada y llevándoselo todo.
120. De aquí nació aquella palabra bien dicha de Me-gacreonte
de Abdera, quien aconsejó a los abderitas que todos hombres y mujeres, se
fueran a sus templos, y postrados como suplicantes rogasen a los dioses que en
lo venidero les librasen de la mitad de los males que les amenazaban; y en
cuanto a lo pasado, les agradeciesen mucho que el rey Jerjes no acostumbrase
tomar alimento dos veces al día; porque se les ofrecía a los abderitas, si se
les ordenaba aparejar un almuerzo semejante a la cena, o no aguardar la llegada
de Jerjes, o de aguardarla, perecer del modo más lastimoso.
121. Así, las ciudades, aunque abrumadas,
ejecutaban no obstante las órdenes. Jerjes, después de encargar a sus generales
que la armada esperase en Terma, dejó partir las naves. Terma está situada en
el golfo Termeo y de ella toma nombre este golfo. Supo Jerjes que ése era el
camino más corto. Desde Dorisco hasta Acanto había marchado el ejército en el
orden siguiente. Había Jerjes dividido todo el ejército en tres cuerpos y
ordenó que marchase uno por la playa, parejo con la armada. A éste mandaban
Mardonio y Masistes; el otro tercio del ejército marchaba tierra adentro, al
mando de Tritantecmes y Gergis; la tercera de las partes con la cual iba el
mismo Jerjes, iba por medio de las otras dos, y tenía como generales a
Esmerdomenes y a Megabizo.
122. La armada, cuando se separó de Jerjes, navegó
por el canal abierto en el Atos, que llega hasta el golfo en que se hallan las
ciudades de Asa, Piloro, Singa y Sarta. Recibió el contingente de estas
ciudades, y desde allí navegó directamente hacia el golfo Termeo, y doblando
Ámpelo, promontorio de Torona, pasó por las siguientes ciudades griegas (de las
cuales recibió naves y tropa): Torona, Galepso, Sermila, Meciberna y Olinto.
Esa región se llama Sitonia.
123. La armada de Jerjes, cortando camino desde el
promontorio de Ámpelo hasta el de Canastreo, que es la parte de toda Palene que
más avanza hacia el mar, recibía naves y tropa de Potidea, Afitis, Neápolis,
Ega, Terambo, Esciona, Menda y Sana, pues éstas son las ciudades que ocupan la
región llamada ahora Palene y antes Flegra. Costeando esta tierra se dirigía al
lugar indicado, también recogiendo tropa de las ciudades cercanas a Palene y linderas
con el golfo Termeo, cuyos nombres son: Lipaxo, Combrea, Esa, Gigono, Campsa,
Esmila y Enea; la región en que están aún ahora se llama Crosea. Desde Enea, la
última de las ciudades que enumeré, la armada tomó rumbo hasta el mismo golfo
Termeo y la comarca de Migdonia; en su navegación llegó a la ciudad fijada,
Terma, y a las de Sindo y Calestra sobre el río Axio, que separa la Migdonia de
la tierra Botieida. En esta ocupan las ciudades de Icnas y de Pela el estrecho
terreno costero.
124. Así, pues, la armada, aguardando al Rey, acampó
allí cerca del río Axio, de la ciudad de Terma y de las ciudades situadas entre
ambos. Jerjes, con el ejército de tierra, marchaba desde Acanto, cortando
camino en el continente, con el propósito de llegar a Terma. Atravesaba la
Peonia y la Crestonia, a lo largo del río Equidoro, el cual nace en tierra de
los crestoneos, corre por la región de Migdonia y desemboca cerca del bañado
que está junto al río Axio.
125. Al marchar por este paraje, los leones
atacaban a los camellos que acarreaban los víveres. Los leones, abandonando sus
guaridas, bajaban de los montes de noche, pero no tocaban nada, ni hombre ni
bestia de carga, y sólo mataban los camellos. Me admiro de cuál sería la causa
que obligase a los leones a abstenerse de las otras presas y a atacar a los
camellos, animales que ni habían visto ni probado antes.
126. Hállanse por aquellas partes muchos leones y
búfalos, cuyas astas grandísimas son las que se importan en Grecia. El límite
de estos leones son el río Nesto, que corre por Abdera, y el Aqueloo, que corre
por Acarnania; pues ni a Oriente del Nesto, podría nadie ver un león en ninguna
parte de la cercana Europa, ni a Occidente del Aqueloo, en el resto del
continente; pero sí se crían en la zona medianera entre dichos ríos.
127. Cuando llegó Jerjes a la ciudad de Terma, estableció
allí su ejército. Sus tropas, acampadas a la orilla del mar, ocupaban toda la
región que, empezando desde la ciudad de Terma y de Migdonia, se extiende hasta
los ríos Lidias y Haliacmón, que limitan la región Botieida y Macedónica y
juntan su agua en un mismo curso. Acamparon, pues, los bárbaros en estos
parajes, y el Quidoro, uno de los ríos enumerados que baja de la tierra de los
crestoneos, no bastó para satisfacer por sí solo al ejército y se agotó.
128. Al ver Jerjes desde Terma los montes de Tesalia,
el Olimpo y el Osa, de enorme altura, informado de que en medio de ellos hay un
estrecho cañón por donde corre el Peneo, y oyendo que por allí había camino que
llevaba a Tesalia, vínole deseo de ir en una nave a contemplar la desembocadura
del Peneo, ya que iba a seguir el camino elevado por la alta Macedonia hasta
los perrebos, junto a la ciudad de Gono, pues había oído decir que esta ruta
era la más segura. Todo fue desearlo y hacerlo. Se embarcó en una nave sidonia,
en la que se embarcaba siempre que quería hacer una de estas excursiones y dio
señal a los demás de hacerse a la mar, dejando allí el ejército de tierra.
Cuando Jerjes hubo llegado y contemplado la desembocadura del Peneo, quedó muy
maravillado. Llamó a los guías del camino y les preguntó si sería posible
desviar el río y llevarlo al mar por otra parte.
129. Es fama que en lo antiguo era Tesalia un lago,
ya que está cerrada por todas partes por enormes montes; porque por la parte
que mira a Levante la cercan el Pelión y el Osa cuyos pies se entremezclan; por
la parte que mira al viento Norte, el Olimpo; por la de Poniente, el Pindo, y
por la de Mediodía y el viento Sur, el Otris: lo que queda en medio de dichos
montes, es la Tesalia, comarca cóncava. Corren, pues hacia ella muchos ríos, de
entre los más célebres, estos cinco, el Peneo, el Apídano, el Onocono, el
Enipeo y el Pamiso, los cuales se reúnen en esta llanura, bajando de los montes
que encierran a Tesalia, con diferentes nombres, y tienen salida al mar por un
solo cañón, y aun este estrecho, en el que mezclan todas sus aguas. No bien las
han mezclado, desde ese punto se apodera ya el Peneo del nombre, dejando sin él
a los otros. Dícese que, en lo antiguo, no existiendo todavía aquel cañón ni
salida, estos ríos y a más de ellos la laguna Bebelda, no se llamaban como
ahora, pero corrían lo mismo que ahora, y convertían toda Tesalia en un mar.
Los tésalos mismos dicen que Posidón abrió el cañón por donde corre el Peneo y
sus palabras son verosímiles. Pues quienquiera crea que Posidón sacude la
tierra y que las grietas de los sismos son obra de este dios, al ver aquello
también diría que lo había hecho Posidón: porque es obra de un sismo, según me
parece, la separación de los montes.
130. Los guías, preguntados por Jerjes si tenía el
Peneo otra salida al mar, como quienes lo sabían muy exactamente dijeron: «Rey,
no tiene este río otra salida que llegue al mar, sino ésta misma, pues toda
Tesalia está coronada de montañas». A lo cual se dice que replicó Jerjes:
«Sabios son los tésalos, ya que muy de antemano han tomado sus precauciones,
reconociendo sobre todo que su país era fácil de tomar y rápido de conquistar;
el único trabajo sería soltar el río sobre el país, desviándolo del cañón con
un terraplén y apartándolo del cauce por donde ahora corre, de modo que toda
Tesalia fuera de los montes quedaría anegada». Así decía aludiendo a los hijos
de Alevas, tésalos que fueron los primeros entre los griegos en entregarse al
Rey, y Jerjes pensaba que le prometían amistad en nombre de toda la nación.
Dicho esto y observado el país, navegó de vuelta a Terma.
131. Cerca de Pieria se detuvo Jerjes muchos días
porque un tercio del ejército estaba desmontando la cordillera Macedónica, para
que por allí pasara todo el ejército hacia los perrebos. Entre tanto llegaron
los heraldos enviados a Grecia a pedir la tierra, unos con las manos vacías;
otros, trayendo tierra y agua.
132. Entre los que dieron vasallaje estaban los tésalos,
los dólopes, los enienes, los perrebos, los locrios, los magnetes, los melieos,
los aqueos de Ftía, los tebanos con los demás beocios, salvo los tespieos y los
plateos. Contra ellos empeñaron juramento los griegos que emprendieron la
guerra contra el bárbaro, y el juramento era de este tenor: si la situación se
resolvía bien, ofrecer al dios de Delfos el diezmo de la hacienda de todos los
griegos que, sin verse obligados, se habían entregado al persa.
133. Ése era el tenor del juramento de los griegos.
No había Jerjes enviado heraldos a pedir tierra a Atenas ni a Esparta por esta
razón: antes, cuando Darío despachó mensajeros para el mismo fin, los unos
arrojaron al báratro a los enviados y los otros a un pozo, invitándoles a
llevar de allí tierra y agua al Rey. Por esta razón Jerjes no les había enviado
heraldos. No sabría decir qué desgracia les vino a los atenienses por haber
tratado así a los heraldos, a no ser que su país y su ciudad fueron devastadas,
pero no creo que esto sucediera por tal causa.
134. Pero sobre los lacedemonios cayó la ira de Taltibio,
heraldo de Agamemnón. Está en Esparta el templo de Taltibio y están los
descendientes de éste, llamados Taltibíadas, a los cuales se confían, como
privilegio, todas las embajadas de Esparta. Sucedió, pues, que después de
aquello, no podían los espartanos en sus sacrificios lograr buen agüero y
continuaron así durante largo tiempo. Pesarosos y afligidos los lacedemonios
muchas veces convocaron asamblea y echaron el siguiente bando: «si quería algún
lacedemonio morir por Esparta». Espertias, hijo de Aneristo, y Bulis, hijo de
Nicolao, espartanos de noble cuna y entre los primeros por sus riquezas, se expusieron
voluntariamente a presentarse a Jerjes como expiación por los heraldos de Darío
que habían perecido en Esparta. De este modo, los espartanos les enviaron a los
medos como si fueran a morir.
135. El valor mismo de estos hombres es digno de
admiración, y lo son además sus palabras. Porque en su marcha a Susa, se
presentaron a Hidarnes; era Hidarnes persa y general de las tropas de la costa
del Asia, el cual les ofreció hospitalidad, les invitó a su mesa y mientras les
agasajaba les habló así: «Lacedemonios ¿por qué rehusáis ser amigos del Rey?
Veis en mí y en mi fortuna cómo sabe el Rey honrar a los hombres de mérito. Así
también vosotros, si os entregarais al Rey, como os tiene por hombres de
mérito, gobernaríais cada uno, por concesión suya, una parte de Grecia». A lo
cual respondieron: «Hidarnes, el consejo que nos das no es imparcial. Nos
aconsejas con conocimiento de una condición, pero sin haber probado la otra.
Conoces la esclavitud, pero no has probado todavía la libertad, y no sabes si
es dulce o no; porque si la hubieses probado, no nos aconsejarías luchar por
ella a lanzadas sino a hachazos».
136. Así contestaron a Hidarnes. Cuando arribaron a
Susa y estuvieron en presencia del Rey, lo primero, como los guardias les
ordenaran y obligaran a postrarse y adorar al Rey, dijeron que de ningún modo
lo harían, ni aunque diesen con ellos de cabeza en el suelo; pues ni tenían por
costumbre adorar a un hombre ni a tal cosa habían venido; lo segundo, después
de haberse resistido a adorar, dijeron estas y otras palabras semejantes: «Rey
de los medos, los lacedemonios nos enviaron como expiación por los heraldos que
perecieron en Esparta». A estas palabras Jerjes respondió con grandeza de alma
que no imitaría a los lacedemonios; ellos por haber matado a los heraldos
habían trastornado las leyes de todas las gentes, pero él no cometería lo que
reprendía en aquéllos ni, matando a su vez a los enviados, absolvería de culpa
a los lacedemonios.
137. Así, por esta acción de los espartanos, se
aplacó por el momento la ira de Taltibio, no obstante haber vuelto a Esparta
Espertias y Bulis. Pero se reanimó mucho tiempo después en la guerra de los
peloponesios y atenienses, según dicen los lacedemonios: esto me parece uno de
los hechos de origen divino más evidente que hayan sucedido. Que cayera sobre
mensajeros la ira de Taltibio y no cesara hasta satisfacerse, lo requería la justicia.
Y que recayera en los hijos de estos hombres que a causa de la ira se habían
presentado al Rey —en Nicolao, hijo de Bulis, y en Aneristo, hijo de Espertias,
quien internándose con una nave mercante llena de hombres tomó a Halies,
colonia de Tirinto— es claro para mí que fue suceso divino, acontecido a
consecuencia de aquella ira. Porque los mensajeros enviados por los lacedemonios
al Asia, traicionados por Sitalces, hijo de Tereo, rey de Tracia, y por
Ninfodoro, hijo de Pites, ciudadano de Abdera, fueron hechos prisioneros cerca
de Bisante, la del Helesponto, y conducidos al Ática, fueron condenados a
muerte por los atenienses y, con ellos Aristeas, hijo de Adimanto, ciudadano de
Corinto. Pero todo esto sucedió muchos años después de la expedición del Rey.
Vuelvo a mi anterior relato.
138. La campaña del Rey nominalmente se dirigía
contra Atenas, pero se lanzaba contra toda Grecia. Informados de esto los
griegos mucho tiempo antes, no todos reaccionaban de igual modo. Los que habían
dado al persa tierra y agua confiaban en que nada malo tendrían que sufrir de
parte del bárbaro; pero los que no las habían dado, hallábanse en gran terror,
pues ni había en Grecia naves en número suficiente para resistir al invasor, ni
querían los más emprender la guerra y favorecían al medo de buen grado.
139. Aquí me veo obligado a manifestar una opinión
que será odiosa a la mayoría de la gente; no obstante, como me parece
verdadera, no la callaré. Si los atenienses, espantados ante el peligro que
venía sobre ellos, hu-bieran desamparado su tierra, o sin desampararla y quedándose
en ella, si se hubieran entregado a Jerjes, nadie hubiera intentado oponerse al
Rey por mar. Y si nadie se hubiera opuesto por mar a Jerjes, por tierra hubiera
sucedido así: aunque se hubieran levantado muchas «corazas de muros», a través
del istmo del Peloponeso, al ser traicionados los lacedemonios por los aliados
(no de grado sino por fuerza, ya que cada ciudad hubiera sido tomada por la
armada del bárbaro), hubieran quedado solos; y solos tras realizar grandes
proezas, hubieran muerto noblemente. O de este modo lo hubieran pasado o bien,
viendo antes que los demás griegos favorecían a Jerjes, hubieran pactado con
él. Y así, en ambos casos hubiera caído Grecia en poder de los persas pues no alcanzo
a comprender de qué hubieran servido los muros levantados a través del istmo,
si el Rey hubiera dominado en el mar. Así, pues, quien diga que los atenienses
fueron los salvadores de Grecia no faltará a la verdad, pues la balanza se
inclinaría a cualquiera de los lados a que ellos se hubieran vuelto. Habiendo
decidido mantener libre a Grecia, ellos fueron quienes despertaron a todo el
resto de Grecia que no favoreció a los persas y quienes, con ayuda de los
dioses, rechazaron al Rey. Los oráculos espantables y terríficos que venían de
Delfos no les persuadieron a abandonar a Grecia; antes bien permanecieron y
osaron aguardar al invasor de su país.
140. En efecto: habían enviado los atenienses a Delfos
sus delegados, dispuestos a consultar el oráculo, y al ejecutar en el templo
los actos prescritos, cuando entraron y se sentaron en el santuario, la Pitia,
por nombre Aristonica, vaticinó así:
Miserables, ¿descansáis? Huid al confín de la
tierra,
dejad casas y ciudad, muro redondo y alcázar.
Ni está firme la cabeza ni queda ya firme el
cuerpo,
ni pies, ni manos, ni pecho; todo muere, todo
abrasa
el fuego y Ares veloz que avanza en su carro sirio.
Mucha almena arrasará, que no tan sólo las tuyas,
y dará al fuego voraz muchos templos de inmortales
que ahora manan sudor, estremecidos de espanto.
Negra sangre se derrama por lo alto de las
techumbres,
presagio de ineluctable calamidad. Salid, digo,
del santuario, y esparcid tristezas sobre vuestra
alma.
141. Al oír tales palabras los enviados de Atenas
se llenaron de pesar. Viéndoles consternados por el desastre que se les había
profetizado, Timón, hijo de Aristobulo, varón estimado en Delfos como el que
más, les aconsejó que tomasen la rama de olivo y que como suplicantes
consultasen por segunda vez el oráculo. Obedecieron los atenienses y dijeron así:
«¡Oh Rey!, danos algún oráculo mejor acerca de nuestra patria, en reverencia a
estas ramas de olivo que te traemos, o bien no partiremos del santuario y aquí
permaneceremos hasta morir». A estas palabras, la profetisa por segunda vez
vaticinó así:
No puede Palas Atenea propiciar a Zeus Olimpio,
aunque elocuente le implora con densa sabiduría.
Mas te diré nuevo oráculo, sólido como diamante:
mientras yazga en cautiverio cuanto abarca la
montaña
de Cécrope, y las gargantas del divino Citerón,
Zeus el de voz anchurosa otorga a Tritogenia
que perdure inexpugnable sólo un muro de madera,
refugio que ha de salvarte y ha de salvar a tus
hijos.
No tú aguardes sosegado las huestes innumerables
de infantes y de jinetes que de allende el mar
avanzan.
Cede el paso, da la espalda, que ya les saldrás al
frente.
Y tú, sacra Salamina, matarás hijos de madres
cuando esparza las espigas Deméter o las reúna.
142. Los enviados anotaron esta respuesta, que era
y parecía ser más suave que la primera, y se volvieron a Atenas. De regreso,
los enviados comunicaron el oráculo al pueblo y entre muchas opiniones que
surgieron para investigar la profecía, éstas eran las más contrarias: decían
algunos de los ancianos que a su parecer el dios vaticinaba que la acrópolis
había de salvarse, porque en lo antiguo, la acrópolis de Atenas estaba cercada
de una empalizada. Los unos, pues, conjeturaban que lo de «muro de madera» se
refería a la empalizada; los otros por otra parte, decían que el dios aludía a
las naves y exhortaban a aparejarlas, abandonando todo lo demás. Pero hacía
vacilar a los que decían que eran las naves el muro de madera los dos últimos
versos dichos por la Pitia:
Y tú, sacra Salamina, matarás hijos de madres
cuando esparza las espigas Deméter o las reúna.
En
cuanto a estos versos se confundía la opinión de los que decían que las naves
eran el muro de madera, pues los intérpretes lo tomaban como que los
atenienses, dispuestos a una batalla naval, serían vencidos junto a Salamina.
143. Había entre los atenienses un varón que hacía
poco había empezado a figurar entre los ciudadanos prin-cipales, por nombre
Temístocles, hijo de Neocles. Afirmaba este hombre que los intérpretes no
explicaban todo bien, y decía así: si de veras aludía a los atenienses la
profecía no creía él que vaticinaría con tanta suavidad, antes bien de este
modo: «y tú ¡fatal Salamina!» en vez de decir «y tú, sacra Salamina» si en
verdad los moradores iban a perecer junto a ella; tomándolo debidamente, lo
cierto era que el dios había pronunciado aquel oráculo contra los enemigos y no
contra los atenienses. Aconsejábales, pues, que se dispusiesen a una batalla
naval, como que eso era el muro de madera. Con esta explicación de Temístocles,
los atenienses tuvieron por mejor su parecer que no el de los intérpretes,
quienes no permitían aparejar el combate naval y en una palabra decían que no
había que hacer resistencia, sino abandonar el Ática y establecerse en otra
región.
144. Antes de éste, otro parecer de Temístocles
había triunfado en su oportunidad, cuando los atenienses, ante las grandes
riquezas que afluían al tesoro público (provenientes de las minas de Laurion),
estaban a punto de distribuírselo a diez dracmas por cabeza. Temístocles
persuadió entonces a los atenienses a dejar ese reparto y a construirse con ese
dinero doscientas naves para la guerra, entendiendo la de Egina: y en efecto,
esa guerra salvó por entonces a Grecia, porque obligó a los atenienses a
convertirse en marinos. No se emplearon las naves con el objeto para el cual se
las había hecho, pero de este modo las tuvo Grecia cuando las necesitó. Tenían,
pues, los atenienses esas naves hechas con anterioridad, pero debían construir
otras, y determinaron, después de deliberar sobre el oráculo, aguardar todos
juntos en sus naves al bárbaro invasor de Grecia, obedeciendo al dios, y en
compañía de los griegos que así quisiesen.
145. Tales fueron los oráculos dados a los
atenienses. Los que más sano consejo tenían sobre Grecia se reunieron en un
mismo punto y, empeñando su fe y palabra, resolvieron en sus deliberaciones,
ante todas las cosas, deponer los odios y las guerras que tenían unos con otros
(porque las había entre varios pueblos, y la más grande era la de atenienses y
eginetas). Luego, enterados de que Jerjes con su ejército se hallaba en Sardes,
decidieron enviar al Asia espías que observasen los asuntos del Rey; a Argos
embajadores para ajustar una alianza contra el persa; a Sicilia otro ante Gelón
hijo de Dinómenes; a Corcira para exhortarles a socorrer a Grecia; y otros a
Creta: esperando, si fuese posible que Grecia llegara a hacerse una y que todos
se concertaran para hacer una misma cosa, ya que terribles calamidades
avanzaban por igual contra todos los griegos. Decíase que el poderío de Gelón
era grande, mucho más grande que el de cualquier estado griego.
146. Tomadas dichas resoluciones y conciliados sus
odios, primeramente enviaron al Asia tres espías; después de llegar a Sardes y
observar el ejército del Rey, fueron descubiertos, torturados por los generales
del ejér-cito de tierra y conducidos al suplicio. Estaban, pues, condenados a
muerte pero cuando se enteró de ello Jerjes, censuró la sentencia de los
generales y despachó a algunos de sus guardias con orden de que, si hallaban vivos
a los espías, se los trajeran. Como los hallaran todavía vivos, los trajeron a
presencia del Rey, quien, conocido el propósito de su viaje, ordenó a sus
guardias que les guiasen y mostrasen todas sus tropas así de a pie como de a
caballo, y cuando se hartaran de contemplarlas, les despachasen sanos y salvos
al país que quisiesen.
147. Dio esa orden por la razón siguiente: si
perecían los espías, ni sabrían los griegos de antemano que sus recursos eran
superiores a todo encarecimiento, ni perjudicaría mucho a sus enemigos con la
pérdida de tres hombres; pero si volvían a Grecia, decía, sospechaba que los
griegos, sabedores antes de hacerse la expedición de cuán grandes eran sus
fuerzas, le rendirían su libertad y así ni sería necesario marchar contra ellos
y llenarse de afanes. Semejante modo de pensar es conforme a este otro: estaba
Jerjes en Abido, cuando vio unos barcos, cargados de trigo, que desde el Ponto
atravesaban el He-lesponto rumbo a Egina y al Peloponeso. Los que estaban a su
lado, en cuanto oyeron que los barcos eran enemigos estaban prontos a tomarlos
y tenían puestos los ojos en el Rey aguardando su orden. Jerjes les preguntó
adónde navegaban y ellos replicaron: «Señor, llevan trigo a tus enemigos». Y
respondió Jerjes: «¿Acaso no navegamos nosotros hacia el mismo punto,
provistos, entre otras cosas, de trigo? ¿En qué nos perjudican, pues,
transportando trigo?»
148. Despachados, pues, los espías tras de haber he-cho
así sus observaciones, regresaron a Europa. Los griegos confederados contra el
persa, después de la vuelta de los espías, enviaron segunda vez mensajeros a Argos.
Cuentan los argivos que lo que aconteció con ellos fue lo siguiente: supieron
desde el principio los preparativos del bárbaro contra Grecia; como lo
supieran, y entendiendo que los griegos intentarían tomarles como alia-dos
contra el persa, despacharon enviados a Delfos para interrogar al dios qué era
lo que mejor les convendría hacer; porque seis mil ciudadanos acababan de morir
a manos de los lacedemonios y de Cleómenes, hijo de Anaxándridas: por ese
motivo enviaban emisarios a Delfos. La Pitia respondió así a los consultantes:
Aborrecido a los hombres, caro a los dioses
eternos,
cautelosamente acampa con el venablo en la mano,
y protege la cabeza, que salvará todo el cuerpo.
Así
les profetizó primero la Pitia. Luego, cuando llegaron los mensajeros a Argos,
comparecieron ante el Senado y dijeron lo que se les había encargado. Con todo,
respondieron los de Argos a la propuesta que estaban conformes, a condición de
hacer la paz por treinta años con los lacedemonios y de tener por mitad el
mando de todo el ejército aliado, aunque en justicia les tocaba el mando total,
pero con todo les bastaba la mitad.
149. Así respondió el Senado, según dicen, no obstante
que el oráculo les prohibía hacer alianza con los griegos; pero, aun temiendo
el oráculo, tenían empeño en hacer treguas por treinta años, para que entre
tanto sus niños se hicieran hombres. Y explicaban que si no se ha-cían las
treguas y si además de la desgracia que les había sucedido, les sobrevenía otro
revés de parte del persa, temían quedar en adelante sometidos a los lacedemonios.
Los mensajeros de Esparta respondieron a las palabras del Senado en estos
términos: en cuanto a las treguas, darían parte a la asamblea popular, pero en
cuanto al mando se les había confiado la respuesta y decían, por consiguiente,
que los espartanos tenían dos reyes y los argivos uno: no era, pues, posible
despojar del mando a ninguno de los dos, pero nada impedía que el argivo
tuviese igual voto que los dos espartanos. Entonces, dicen los argivos, no
soportaron la arrogancia de los espartanos y antes quisieron ser gobernados por
los bárbaros que ceder en nada a los lacedemonios; e intimaron a los mensajeros
que antes de ponerse el sol se retirasen del territorio de Argos; donde serían
perseguidos como enemigos.
150. Tal es y no más lo que cuentan los argivos
sobre este caso; pero corre por Grecia otra historia: que Jerjes, antes de
emprender la expedición contra Grecia, envió un heraldo a Argos, quien llegado
allá dijo, según cuentan: «Argivos, el rey Jerjes os dice lo siguiente:
nosotros cre-emos que Perses, de quien descendemos, era hijo de Perseo, el hijo
de Dánae, y que había nacido de Andrómeda, la hija de Cefeo; así, pues,
vendríamos a ser descendientes vuestros. Por consiguiente, no es razón que
hagamos nosotros la guerra contra nuestros progenitores, ni que vosotros, por
socorrer a los demás, os convirtáis en contrarios nuestros. Quedaos quietos en
vuestro propio territorio y, si saliere con mi intención, a nadie tendré en más
que a vosotros». Dícese que los argivos tuvieron muy en cuenta tal propuesta, y
que por lo pronto no se comprometieron a nada ni reclamaron nada, pero cuando
los griegos trataron de asociárselos, sabiendo que los lacedemonios no
compartirían con ellos el mando, lo reclamaron, para tener pretexto de quedarse
quietos.
151. Dicen algunos de los griegos que concuerda con
estos sucesos la siguiente historia, que aconteció muchos años después.
Hallábanse en Susa la Memnonia, a causa de otro asunto, los mensajeros de
Atenas, Calias, hijo de Hiponico, y los que le habían acompañado, y por ese
mismo tiempo los argivos enviaron también mensajeros a Susa para preguntar a
Artajerjes, hijo de Jerjes, si continuaba aún la alianza que habían estipulado
con Jerjes, como ellos lo deseaban, o si los tenía por enemigos. El rey
Artajerjes respondió que sin duda continuaba y que a ninguna ciudad tenía por
más aliada que a Argos.
152. No puedo afirmar con certeza que Jerjes
enviara a Argos un heraldo con aquella embajada, ni que los mensajeros de los
argivos llegados a Susa interrogaran a Artajerjes sobre la alianza, ni mantengo
otra opinión que la que expresan los mismos argivos. Sé únicamente que si todos
los hombres sacaran a plaza sus malas
acciones, con el propósito de cambiarlas por las de sus vecinos, al ver las del
prójimo, de buena gana cada cual se llevaría de vuelta las que hubiese traído.
Así, no son los argivos quienes peor se condujeron. Por mi parte, debo contar
lo que se cuenta, pero de ninguna manera debo creérmelo todo, y esta advertencia
mía valga para toda mi narración; ya que también se cuenta que los argivos
fueron los que llamaron al persa contra Grecia, por hallarse sus armas
malparadas por los lacedemonios y por desear cualquier cosa antes que su
presente aflicción.
153. Queda dicho, pues, lo que se refiere a los argivos.
A Sicilia llegaron, para tratar con Gelón, los mensajeros de los confederados,
y particularmente Siagro, de parte de los lacedemonios. El antepasado de Gelón,
colonizador de Gela, era de la isla de Telo, situada frente al Triopio; no
quedó atrás cuando los lindios de Rodas y Antifemo fundaron a Gela. Andando el
tiempo, sus descendientes llegaron a ser hierofantes de las diosas infernales y
continuaron siéndolo desde que Telines, uno de ellos, se posesionó del
sacerdocio del modo siguiente: ciertos ciudadanos de Gela, vencidos en una
revuelta, huyeron a Mactorio, ciudad situada más allá de Gela. A éstos, pues,
hizo regresar a Gela Telines, sin poseer fuerza armada sino sólo el sacerdocio
de las diosas. No puedo decir de dónde lo tomó o si ya lo poseía. Pero confiado
en él hizo regresar a los fugitivos con condición de que sus descendientes
fueran hierofantes de las diosas. Ante lo que oigo decir de Telines, es para mí
una maravilla que llevase a cabo tamaña empresa; pues tales obras nunca he
creído que las haga cualquiera sino un espíritu valiente y un vigor viril, y
cuentan en cambio los colonos de Sicilia que fue, por lo contrario, varón
afeminado y muelle.
154. En fin, él fue quien adquirió esa dignidad.
Cuan-do acabó su vida Cleandro, hijo de Pantares, quien después de dominar
siete años en Gela murió a manos de Sabilo, natural de Gela, se apoderó de la
soberanía Hipócrates, hermano de Cleandro. Durante el señorío de Hi-pócrates,
Gelón, descendiente del hierofante Telines (así como, entre otros muchos,
Enesidemo, hijo de Pateco), era guardia de Hipócrates, y al cabo de no mucho
tiempo fue nombrado por su mérito jefe de toda la caballería: porque sitiando
Hipócrates a Calípolis, Naxo, Zande, Leontinos y además, a Siracusa, y a muchas
ciudades de los bárbaros, en estas guerras Gelón se reveló brillantísimo
soldado. De las ciudades que dije, ninguna sino Siracusa escapó de la
esclavitud de Hipócrates, y a los siracusanos, derrotados en batalla junto al
río Eloro, les salvaron los de Corinto y de Corcira, y les salvaron, reconciliándolos
a condición de que los siracusanos entregaran Camarina a Hipócrates, porque en
lo antiguo Camarina pertenecía a los siracusanos.
155. Cuando frente a la ciudad de Hibla, en expedición
contra los sícelos, le tocó morir a Hipócrates (quien había dominado igual
número de años que su hermano Cleandro), Gelón ayudó de palabra a los hijos de
Hipócrates, Euclides y Cleandro, a quienes los ciudadanos ya no querían
obedecer, pero en realidad, así que venció en el campo de batalla a los de
Gela, él mismo tomó el gobierno, privando de él a los hijos de Hipócrates.
Después de este lance feliz, cuando los siracusanos llamados «terratenientes» fueron
expulsados por el pueblo y por sus esclavos, llamados cilirios, Gelón
los restituyó desde la ciudad de Cásmena a la de Siracusa, y se apoderó también
de ésta, pues el pueblo de Siracusa al presentarse Gelón se le entregó y
entregó la ciudad.
156. Después de apoderarse de Siracusa, hacía Gelón
menos cuenta del gobierno de Gela y lo confió a su hermano Hierón. Él ejercía
el mando en Siracusa, y para él todo lo era Siracusa. Inmediatamente, la ciudad
se elevó y floreció, pues por una parte, trajo a Siracusa todos los de
Camarina, los hizo ciudadanos y arrasó la ciudad de Camarina; y por la otra,
hizo con la mitad de los moradores de Gela lo mismo que con los de Camarina. En
cuanto a los megareos de Sicilia, a quienes tenía sitiados, y que habían
consentido en pactar, a los opulentos que ha-bían emprendido la guerra contra
él y que por eso esperaban la muerte, les condujo a Siracusa y les hizo ciudadanos;
y al pueblo, que no había tenido culpa de esta guerra y que no esperaba padecer
mal alguno, lo condujo también a Siracusa y lo vendió a condición de que lo sacaran
de Sicilia. Igual diferencia e igual conducta observó con los eubeos de
Sicilia; y se condujo así con ambas ciudades, porque sostenía que el pueblo era
el más ingrato vecino.
157. De este modo vino Gelón a ser un gran tirano.
Entonces, llegados a Siracusa los mensajeros de Grecia y admitidos a su
audiencia, hablaron así: «Nos han enviado los lacedemonios y sus aliados, para
que te asocies con nosotros contra el bárbaro. Sin duda estás enterado de la
invasión de Grecia, y de cómo el persa va a echar un puente sobre el Helesponto
y traer desde el Asia todas las tropas de Levante para hacer la guerra contra
Grecia. El pretexto es marchar contra Atenas, pero el intento es someter toda
Grecia. Tú, ya que dispones de gran poder y como señor de Sicilia posees no
mínima parte de Grecia, ayuda a los que la están libertando y libértala a una
con ellos. Si toda Grecia se coliga, reunirá gran hueste y estaremos en
condiciones iguales para combatir con los invasores. Pero si algunos de
nosotros nos traicionan, otros no quieren socorrernos y la parte sana de Grecia
es pequeña, surge entonces el peligro de que caiga toda Grecia. No esperes que
si el persa nos derrota y conquista no se presentará en tus tierras, antes
bien, toma tus precauciones anticipadamente. Ayudándonos a nosotros, a ti mismo
te socorres y, por lo general, la acción bien meditada suele lograr buen
éxito».
158. Así dijeron, y Gelón respondió airado en estos
términos: «Griegos, con la codicia en el pensamiento osasteis venir a invitarme
a la alianza contra el bárbaro. Vosotros al rogaros yo primero que lucharais
conmigo contra el ejército bárbaro cuando estuve en guerra con los
cartagineses, y al insistir en que vengarais el asesinato de Dorieo, hijo de
Anaxándridas cometido por los de Sagesta, y al ofrecerme a liberar las factorías
de las que obtenéis gran fruto y provecho, ni acudisteis a prestar ayuda por mi
causa ni por vengar el asesinato de Dorieo y, por lo que a vosotros mira, todo
esto estaría en poder de los bárbaros. Pero las cosas pararon en bien y aun en
mejor de lo que estaban. Ahora, cuando la guerra en su curso ha llegado hasta
vosotros, hacéis memoria de Gelón. Con todo, aunque me agraviasteis, no me
asemejaré a vosotros y estoy pronto a ayudaros: os ofrezco doscientas trirremes,
veinte mil hoplitas, dos mil jinetes, dos mil arqueros, dos mil honderos y dos
mil auxiliares de caballería, armados a la ligera. Me ofrezco a proporcionar trigo
para todo el ejército hasta acabar la guerra. Prometo todo esto a condición de
ser general en jefe de todo el ejército griego contra el bárbaro. Con otra
condición ni iré yo ni enviaré a nadie».
159. Al oír esto, no se contuvo Siagro y dijo así:
«¡Cómo gemiría el pelópida Agamemnón si se enterase de que los espartanos
quedan despojados del mando por Gelón y los siracusanos! No te acuerdes ya de
esa pretensión de que te entreguemos el mando. Si quieres ayudar a Grecia,
entiende que estarás a las órdenes de los lacedemonios; y si tienes a menos
estar a nuestras órdenes, no vengas a ayudarnos».
160. A esto Gelón, ya que vio la hostilidad de las
palabras de Siagro, les dijo su última palabra: «Huésped de Esparta, los
insultos lanzados a un hombre suelen despertar su cólera. Con todo, tú con las
injurias que has proferido en tus palabras, no me persuadirás a ser descortés
en mi respuesta. Puesto que vosotros os aferráis tanto al mando, es razonable
que me aferre más yo, que mando un ejército muchas veces mayor y naves mucho
más numerosas. Pero, como mi pretensión se os hace tan cuesta arriba, también
cederé yo en algo de mi primera propuesta. Podríais vosotros mandar el
ejército, y yo la armada; y si os fuera grato acaudillar la marina, yo quiero
el ejército. Preciso es que os contentéis con estos términos o que os retiréis,
desamparados de tales aliados».
161. Tal fue la oferta que les proponía Gelón. Adelantándose
el enviado de Atenas al de Lacedemonia, le replicó en estos términos: «Rey de
Siracusa, Grecia no nos envió ante ti porque necesitase general, sino porque
necesitaba ejército. Tú no das muestras de enviar ejército sin acaudillar a
Grecia y ansías ser su general. Mientras pretendías acaudillar todas las
tropas, tuvimos por bien quedarnos en paz, sabiendo que el lacedemonio habría
de bastarse para volver por ambos. Pero cuando, rechazado del mando sobre todo
el ejército pides el de la armada, el caso es así: ni aunque el lacedemonio te
permita el mando nosotros te lo concederemos, porque es nuestro, ya que no lo
quieren los lacedemonios. No nos opondremos a éstos si desean acaudillarnos,
pero no cederemos a ningún otro el mando de la escuadra. Pues de tal modo, en
vano habríamos poseído la mayor armada de Grecia si cediéramos el mando a los
siracusanos nosotros, los atenienses, que podemos presentarnos como el pueblo
más antiguo y los únicos entre los griegos que no hemos sido inmigrantes; y
nuestro era el hombre de quien el poeta épico Homero dijo que era el mejor de
cuantos llegaron a Troya en alinear y ordenar la hueste. Nadie, pues, puede
reprocharnos esas palabras».
162. Gelón respondió en estos términos: «Huésped de
Atenas parece que vosotros tenéis quién mande, pero no tendréis a quién mandar.
Puesto que queréis poseerlo todo sin ceder en nada, retiraos cuanto antes, y
anunciad a Grecia que su año está despojado de primavera». Y éste es el sentido
de sus palabras: sin duda, como la primavera es lo más preciado del año, su
ejército lo era del ejército de Grecia: privada, pues, Grecia de su alianza, la
comparaba al año que estuviese despojado de primavera.
163. Después de estas negociaciones con Gelón, los
enviados griegos se hicieron a la vela. Pero Gelón, temeroso de que a causa de
este desacuerdo los griegos no pudieran sobreponerse a los bárbaros, y teniendo
por desdoro insoportable ir al Peloponeso a recibir órdenes de los lacedemonios
él, que era señor de Sicilia, abandonó ese camino y se valió de otro. Así que
supo que el persa había atravesado el Helesponto, despachó para Delfos, en tres
naves de cincuenta remos, a Cadmo, hijo de Escites, natural de Cos, con gran
tesoro y mensajes de amistad, para aguardar cómo se decidiría la batalla: si
vencía el bárbaro le entregaría el tesoro más tierra y agua por los dominios de
Gelón; pero si vencían los griegos, se vendría de vuelta.
164. Antes de estos sucesos, dicho Cadmo había he-redado
de su padre el señorío de Cos, en próspero estado; y de su voluntad, sin que le
apremiara mal alguno, sólo por virtud de justicia depuso su autoridad entre los
ciudadanos de Cos y se retiró a Sicilia. Allí poseyó por merced de los samios
la ciudad de Zancle, y la pobló, cambiando su nombre por Mesana. Gelón pues,
despachó a Cadmo, quien de este modo había llegado a Sicilia, a causa de la
virtud de justicia que poseía, como a él mismo le constaba. Aparte otros actos
de justicia por él ejecutados, Cadmo dejó tras sí éste, no el más pequeño: teniendo
en su poder gran tesoro que le había confiado Gelón, y pudiendo retenerlo, no
lo quiso, y cuando los griegos vencieron en el combate naval y Jerjes se batió
en retirada, él por su parte llegó a Sicilia, trayendo todo el tesoro.
165. Cuentan también los moradores de Sicilia que,
aun debiendo estar a las órdenes de los lacedemonios, Gelón hubiera no
obstante, auxiliado a los griegos si por este mismo tiempo Terilo, hijo de
Crinipo y señor de Hímera, arrojado de allí por Terón, hijo de Enesidemo, monarca
de Agrigento, no hubiese llevado contra él trescientos mil hombres entre
fenicios, libios, iberos, ligies, elisicos, sardos y corsos. Como general venía
Amílcar, hijo de Hannón, rey de Cartago, a quien había convencido Terilo por la
amistad de huésped que tenía con él y principalmente por la diligencia de
Anaxilao, hijo de Cretines, y señor de Regio, quien entregó sus dos hijos como
rehenes a Amílcar y le llevó a Sicilia en socorro de su suegro. Porque Anaxilao
estaba casado con la hija de Terilo, por nombre Cidipa. Así, cuentan, como no
estaba Gelón en condiciones de ayudar a los griegos, despachó el tesoro a Delfos.
166. Añaden además que en el mismo día sucedió que
Gelón y Terón vencieron en Sicilia a Amílcar el cartaginés, y los griegos, en
Salamina a los persas. Oigo decir que Amílcar, cartaginés por parte de padre y
siracusano por parte de madre, que por sus méritos llegó a ser rey de Cartago,
al producirse el encuentro y ser derrotado en la batalla, desapareció, y no se
le halló ni vivo ni muerto en ninguna parte de la tierra, por más que Gelón lo
recorriera todo en su busca.
167. Los cartagineses, a su vez, valiéndose de un relato
verosímil, cuentan que los bárbaros lucharon contra los griegos en Sicilia
desde la aurora hasta muy avanzada la tarde: tanto, según cuentan, duró el
combate. Entre tanto, Amílcar permanecía en el campamento y ofrecía sacrificios
para obtener buenos agüeros, quemando en holocausto sobre una gran hoguera
reses enteras. Al ver que los suyos volvían la espalda, tal como se hallaba haciendo
libaciones sobre las víctimas, se arrojó al fuego, y así abrasado desapareció.
Desaparecido Amílcar, ya de semejante modo, como cuentan los fenicios, ya de
otro, le hacen sacrificios como a héroe y le han erigido monumentos en todas
las ciudades de sus colonias, y el más grande en la misma Cartago.
168. Esto es cuanto sucedió de parte de Sicilia. En
cuanto a los corcireos, he aquí cómo respondieron a los enviados y he aquí cómo
procedieron. En efecto: les invitaron los mismos que habían ido a Sicilia, y
dijeron las mismas razones que habían dicho a Gelón. Ellos inmediatamente
prometieron despachar tropas en su defensa, declarando que no podían ver con
indiferencia que Grecia pereciera; pues si caía, no les quedaba a ellos otra alternativa
que la esclavitud desde el primer día; y que se había de enviar socorro en toda
la medida de sus fuerzas. Tan hermosa respuesta dieron. Pero cuando llegó la ocasión
de socorrer, tripularon con segunda intención sesenta naves, a duras penas se
hicieron a la mar, abordaron en el Peloponeso, y cerca de Pilo y Ténaro, en
tierra de lacedemonios, anclaron las naves, aguardando también ellos cómo se
decidiría la guerra. No esperaban que los griegos se sobrepusieran, antes
creían que los persas vencerían con gran ventaja y dominarían a toda Grecia.
Procedían, pues, de intento para poder decir así al persa: «Rey, cuando los
griegos nos invitaban a esta guerra, nosotros, que no poseemos el poderío menor
ni el menor número de naves, sino el mayor después de Atenas, no quisimos
oponernos a ti ni hacer nada que te disgustase». Con tales palabras esperaban
sacar mejor partido que los demás lo que quizá se hubiera realizado, según me
parece. Para con los griegos tenían prevenida su excusa, de que en efecto se
valieron. Porque al culparles los griegos de que no les hubieran socorrido,
replicaron que habían tripulado sesenta trirremes pero que, a causa de los vientos
etesias no habían podido doblar Malea, y por eso no habían llegado a Salamina
y, sin la menor cobardía, no habían intervenido en el combate naval.
169. De este modo defraudaron los corcireos a los
griegos. Los cretenses, cuando les invitaron los que para ello habían designado
los griegos, procedieron así: de común acuerdo despacharon a Delfos enviados
para preguntar si les convendría socorrer a Grecia. La Pitia respondió:
«Necios, no estáis contentos con todo el llanto que os causó Minos por el
socorro que prestasteis a Menelao, pues aquéllos le ayudaron a vengarse de la
muerte que halló en Camico, mientras vosotros ayudasteis a aquéllos a vengarse
del rapto de la espartana, cometido por un bárbaro». Cuando los cretenses
oyeron la respuesta que les habían traído, se abstuvieron de enviar socorro.
170. Cuéntase, en efecto, que Minos, en su búsqueda
de Dédalo, llegó a Sicania, que hoy se llama Sicilia, y murió de muerte
violenta. Andando el tiempo, por impulso del dios, todos los cretenses, salvo
los de Policna y de Preso, fueron en gran expedición a Sicania y sitiaron
durante cinco años la ciudad de Camico, que en mis tiempos ocupaban los
agrigentinos. Al fin, no pudiendo ni tomarla ni permanecer (afligidos como
estaban por el hambre) levantaron el sitio y se retiraron. Al llegar en su
navegación a Yapigia les sorprendió una gran borrasca que les arrojó a tierra;
como las naves se habían hecho pedazos, les resultó imposible todo regreso a
Creta. Fundaron allí la ciudad de Hiria en la que permanecieron, mudándose de
cretenses en mesapios de Yapigia, y de isleños en moradores de tierra firme.
Partiendo de la ciudad de Hiria, poblaron las restantes. Mucho tiempo después,
los tarentinos trataron de destruirlas, pero sufrieron un gran desastre, de
suerte que fue ésta la mayor mortandad de griegos que nosotros sepamos, tanto
de los tarentinos como de los reginos. Los ciudadanos de Regio, obligados por
Micito, hijo de Quero, acudieron como auxiliares de los tarentinos y murieron
en número de tres mil; pero de los tarentinos no fue posible el cómputo. Este
Micito, que, siendo criado de Anaxilao, quedó por gobernador de Regio, fue el
mismo que al ser arrojado de Regio se estableció en Tegea de Arcadia y consagró
en Olimpia todas esas estatuas.
171. Pero lo dicho sobre los reginos y los
tarentinos es un paréntesis en mi narración. En Creta, así desierta, se establecieron
entre otros —según cuentan los presios— principalmente los griegos, y a la
tercera generación después de muerto Minos, tuvo lugar la guerra de Troya, en
la cual no fueron los cretenses los más despreciables auxiliares de Menelao. Y
a causa de ello, al volver de Troya, hombres y ganado padecieron hambre y
peste, hasta que, desierta Creta de nuevo, la ocupó junto con los
sobrevivientes, una tercera población cretense. Con recordarles la Pitia todo
esto, les retuvo en su intención de socorrer a los griegos.
172. En un comienzo los tésalos tomaron el partido
de los medos por fuerza, según lo demostraron, pues no les agradaba lo que
tramaban los Alévadas. Porque así que entendieron que el persa estaba a punto
de pasar a Europa, enviaron mensajeros al istmo. En el istmo estaban reunidos
los diputados de Grecia, escogidos entre las ciudades mejor dispuestas a la
causa griega. Llegados allí los embajadores tésalos, dijeron: «Griegos, para
que la Tesalia y toda Grecia esté al abrigo de la guerra, preciso es aguardar
el paso del Olimpo. Nosotros estamos prontos a guardarlo en vuestra compañía,
pero vosotros ha-bréis de mandar un ejército numeroso. Y si no lo enviáis,
sabed que nos concertaremos con el persa, pues no hemos de perecer nosotros
solos, montando guardia tan lejos, por el resto de Grecia y por vosotros. Si no
queréis ayudarnos, no tenéis derecho de imponernos ninguna obligación. Pues
ninguna obligación es más fuerte que el no poder. Nosotros, por nuestra cuenta,
trataremos de discurrir algún medio de salvación».
173. Así hablaron los tésalos. Ante esto, los
griegos resolvieron despachar por mar a Tesalia tropa de infantería para que
guardase el paso. Cuando se reunió la tropa fue navegando por el Euripo. Al
llegar a Alo, en Acaya, desembarcó y dejando allí las naves, marchó a Tesalia y
llegó al Tempe, al paso que lleva de la baja Macedonia a Tesalia, riberas del
río Peneo entre el monte Olimpo y el Osa. Allí acamparon los griegos reunidos
en número de unos diez mil hoplitas más o menos y se les agregó la caballería
tésala. Mandaba a los lacedemonios Evéneto, hijo de Careno, elegido entre los
jefes aunque no era de familia real; y a los atenienses, Temístocles, hijo de
Neocles. Permanecieron allí pocos días, porque llegaron mensajeros de parte de
Alejandro, hijo de Amintas de Macedonia, y les aconsejaron que se retirasen y
no permanecieran en el paso para ser hollados por el ejército invasor, y les
indicaron la cantidad de soldados y naves. Como les aconsejaban así y parecían
aconsejarles bien y era evidente que el rey de Macedonia les tenía buena voluntad,
se dejaron persuadir. Pero, a mi parecer, lo que les persuadió fue el terror,
cuando entendieron que había otro paso para Tesalia por la alta Macedonia, a
través del país de los perrebos, cerca de la ciudad de Gono, por donde
precisamente entró el ejército de Jerjes. Los griegos se embarcaron en sus
naves y marcharon de vuelta al Istmo.
174. Tal fue la campaña de Tesalia, cuando el Rey
se hallaba ya en Abido y estaba por cruzar de Asia a Europa. Los tésalos,
abandonados por sus aliados, se inclinaron entonces con celo a los medos y ya
sin vacilar, a tal punto que durante la campaña resultaron los hombres más
útiles al Rey.
175. Los griegos, así que llegaron al Istmo,
deliberaron basándose en las palabras de Alejandro, qué paraje y qué regiones
elegirían como campo de batalla. La opinión que prevaleció fue guardar el paso
de las Termópilas porque les pareció ser más estrecho que el de Tesalia y, a la
vez, más cercano a su propia tierra. La senda, por la cual fueron tomados los
griegos que fueron tomados en las Termópilas, no sabían que existiera antes de
llegar a las Termópilas y oírlo de boca de los traquinios. Acordaron, pues,
guardar aquel paso y no admitir al bárbaro en Grecia, y que la escuadra navegase
hacia Artemisio, en tierra de Histiea; ya que se hallan tan vecinos esos dos
puntos que en cada uno se sabe lo que pasa en el otro.
176. La situación de esos lugares es la siguiente.
En primer término, Artemisio: el mar ancho de Tracia se estrecha de tal modo
que el pasaje entre la isla de Esciato y la tierra firme de Magnesia es
angosto. Desde el estrecho de Eubea sigue ya la playa de Artemisio, y en ella
el templo de Ártemis. En segundo lugar, la entrada a Grecia por Traquis, en su
trecho más angosto mide medio pletro. Pero no está allí el trecho más angosto
de toda la región, sino delante y detrás de las Termópilas; detrás, junto a
Alpenos, hay senda para un solo carro; y delante, junto al río Fénix, cerca de
la ciudad de Antela, también hay senda para un solo carro. La parte de las
Termópilas que da a Occidente es montaña inaccesible, escarpada y alta, que se
extiende hasta el Eta; la que da a Oriente linda con el mar y los pantanos. Hay
en esa entrada baños calientes que los nativos llaman Las Ollas, y junto a
ellos está erigido un altar a Heracles. Estaba construida una muralla ante esa
entrada, y en lo antiguo tenía sus puertas. Habían construido la muralla los
foceos por temor de los tésalos que habían llegado de Tesprocia para habitar la
Eólide que en la actualidad poseen. Y como los tésalos habían procurado
someterlos, habían tomado los foceos sus precauciones contra ello. Entonces fue
cuando soltaron sobre esa entrada el agua caliente, para que se llenase de
torrentes el lugar, discurriéndolo todo a fin de que los tésalos no invadiesen
el país. Así, pues, la muralla vieja estaba construida de antiguo, y con el
tiempo la mayor parte se había desmoronado. Pero la levantaron segunda vez,
porque determinaron rechazar ahí de Grecia al bárbaro. Hay una aldea, muy cerca
del camino, de nombre Alpenos; los griegos contaban con abastecerse en ella.
177. Estos parajes, pues, parecieron oportunos a
los griegos porque tras considerarlo todo y calcular que los bárbaros no podrían
sacar partido ni de su número ni de su caballería decidieron aguardar allí al
invasor de Grecia. Cuando supieron que el persa estaba en Pieria se separaron y
marcharon desde el Istmo, unos por tierra a las Termópilas, otros por mar a
Artemisio.
178. Los griegos, así dispuestos, llevaron socorro
a toda prisa. Entre tanto, los de Delfos, alarmados por sí y por Grecia,
interrogaron al dios. Les fue profetizado que rogaran a los vientos, pues ellos
habían de ser los grandes aliados de Grecia. Luego de recibir el oráculo los de
Delfos anunciaron primero a los griegos empeñados en la libertad lo que se les
había profetizado, y por haberlo anunciado se acreditaron gratitud eterna, ante
aquellos que temían sobremanera al bárbaro. Después de esto, los de Delfos
asignaron a los vientos un altar en Tíia, en el punto mismo en que está el
recinto de Tíia la hija de Cefiso (por quien posee tal nombre ese lugar), y les
ofrecieron sacrificios.
179. Los de Delfos, conforme al oráculo, aun hoy todavía
propician a los vientos. La armada de Jerjes partió de la ciudad de Terma, y
las diez naves más veleras pasaron en derechura a Esciato, donde montaban
guardia tres naves griegas una de Trecén, una de Egina y una del Ática.
Descubriendo éstas la escuadra de los bárbaros, se dieron a la fuga.
180. Los bárbaros persiguieron a la de Trecén, que
comandaba Praxino, la tomaron en seguida, y luego condujeron a la proa de la
nave al más hermoso de los combatientes y le degollaron, considerando como
primicia al más hermoso y primero de los griegos que habían cogido. El nombre
del degollado era León, y quizá recogería el fruto de su nombre.
181. La nave de Egina, que capitaneaba Asónides,
dio bastante que hacer. Iba en ella Piteas, hijo de Isquénoo, que ese día
sobresalió por su valor. Después de apresada la nave combatió resistiendo hasta
quedar todo hecho pedazos. Como al caer no murió sino que aún respiraba, los
persas que iban a bordo de las naves pusieron el mayor empeño en salvarlo, por
su mérito, curándole con mirra las heridas y envolviéndolas en vendas de hilo
fino. Cuando regresaron a sus reales, le mostraban pasmados a todo el ejército
y le trataron bien. Pero a los demás que cogieron en esa nave les trataron como
esclavos.
182. Así fueron apresadas dos de las naves. La tercera,
a la que capitaneaba Formo, ciudadano de Atenas, encalló, al huir, en las bocas
del Peneo. Los bárbaros se apoderaron de la embarcación, pero no de los
hombres, pues en cuanto encalló la nave, a toda prisa saltaron a tierra y
marchando por Tesalia llegaron a Atenas.
183. Los griegos apostados en el Artemisio se enteraron
de ello por las antorchas de Esciato; una vez enterados, llenos de espanto, se
trasladaron de Artemisio a Calcis, con intento de guardar el Euripo, si bien
dejaron vigías en las alturas de Eubea. De las diez naves de los bárbaros, tres
se dirigieron al escollo que está entre Esciato y Magnesia, llamado Mírmex.
Entonces, los bárbaros, después de colocar sobre el escollo una columna de
piedra que habían traído, partieron de Terma y, como tenían ante sí todo el mar
despejado, navegaban con todas sus naves, once días después que el Rey partió
de Terma. Les indicó el escollo, que estaba en pleno derrotero, Pamón de
Esciro. Los bárbaros navegaron todo el día y llegaron a Sepias, en tierra de Magnesia, y a la costa que está en medio de la
ciudad de Castanea y de la playa de Sepias.
184. Hasta este paraje y las Termópilas no
habían padecido daño alguno las tropas, y tenían aún el siguiente número, según hallo por mis conjeturas: como eran mil
doscientas siete las naves de Asia, el contingente original de todos los
pueblos era de doscientos cuarenta y un mil cuatrocientos, calculando
doscientos hombres por cada nave. Iban a bordo de estas naves, aparte los combatientes
de cada país, treinta combatientes persas, medos y sacas: así resulta otra
muchedumbre de treinta y seis mil doscientos diez. Agregaré todavía a este
número y al anterior los hombres de las naves de cincuenta remos, fijándolo más
o menos en ochenta tripulantes. El número que se reunió de tales naves, como
dije antes, fue de tres mil, de modo que irían en ellas doscientos cuarenta mil
hombres. Tal, pues, era la escuadra del Asia, que en conjunto constaba de
quinientos diecisiete mil seiscientos diez. El ejército de tierra era de un
millón setecientos mil infantes y ochenta mil jinetes. Agregaré todavía a éstos
los árabes que guiaban los camellos y los libios que conducían los carros, lo
cual hace una suma de veinte mil hombres. En verdad, reunido el número de la
escuadra y del ejército llega a dos millones trescientos diez y siete mil
seiscientos diez. Queda contado el ejército traído del Asia misma, con
exclusión de la servidumbre que le seguía, de las embarcaciones de bastimentos
y de cuantos en ellas navegaban.
185. Pero es preciso sumar el ejército traído de
Europa al número ya contado, si bien lo que he de decir es conjetura. Los
griegos de Tracia y de sus islas adyacentes proporcionaban ciento veinte naves,
de donde resultan veinticuatro mil hombres. Al ejército de tierra contribuían
los tracios, los peonios, los eordos, los botieos, la nación calcídica, los
brigos, los pierios, los macedonios, los perrebos, los enienes, los dólopes,
los magnesios, los aqueos, y cuantos moran en el litoral de Tracia: pienso que
de estos pueblos resultaron trescientos mil. Añadidos, pues estos miles a los
del Asia, hacen en total dos millones seiscientos cuarenta y un mil seiscientos
diez hombres de combate.
186. Siendo tamaño el número de combatientes, la
servidumbre que les seguía, la tripulación de los transportes de bastimentos y
principalmente la del resto del convoy, no creo fuera menos sino más que los
combatientes; pero, en fin, los doy como iguales, ni más ni menos que aquéllos.
Igualados con los combatientes, forman igual número de millares que aquéllos.
Así, pues, Jerjes, hijo de Darío, condujo hasta Sepias y las Termópilas, cinco
millones doscientos ochenta y tres mil doscientos veinte hombres.
187. Éste era el número de todo el ejército de
Jerjes, que el número exacto de las mujeres panaderas, de las concubinas y de
los eunucos, nadie podría decirlo, ni tampoco podría decir nadie, por su
muchedumbre, el número de las acémilas, de las otras bestias de carga y de los
perros de la India que seguían al ejército. De suerte que no me parece
maravilla alguna que el agua de algunos ríos se agotase, sino, más bien, me
parece maravilla que hubiese alimento bastante para tantos millares. Pues
encuentro por mi cálculo que si cada cual recibía un quénice de trigo por día y
nada más, se gastaban a diario ciento diez mil trescientos cuarenta medimnos, sin
contar la ración de las mujeres, de los eunucos, acémilas y perros. Y entre
tantos miles de hombres, en belleza y estatura nadie era más digno de poseer
esa fuerza que el mismo Jerjes.
188. Partió entonces la armada, navegó y arribó al
litoral del país de Magnesia que está entre la ciudad de Castanea y la playa de
Sepias. Las primeras naves quedaban fondeadas en tierra, pero las siguientes se
sujetaban por sus anclas, de tal modo que, no siendo grande la costa, estaban
fondeadas en hileras de ocho en fondo vueltas hacia el mar. En esta forma
pasaron la noche; pero con la aurora, en medio de la calma y bonanza, se alborotó
el mar y cayó sobre ellos gran borrasca y fuerte viento de Levante, al que los
moradores de estos lugares llaman Helespontias. Todos los que advirtieron que aumentaba
el viento y fondeaban en posición favorable, previnieron la borrasca retirando
a tierra las naves, y así se salvaron ellos y sus naves. Pero a cuantas naves
cogió en el mar, el viento arrastró unas a los llamados Hornos del Pelión y
otras a la costa; éstas cayeron cerca de la misma Sepias, aquéllas contra la
ciudad de Melibea, y otras se estrellaron contra Castanea. Imposible de sobrellevar
fue la tempestad.
189. Cuéntase que los atenienses, movidos por una
profecía, invocaron al Bóreas, pues les había llegado otro oráculo que les
aconsejaba llamar como aliado a su pariente político. Y el Bóreas, según la
tradición de los griegos, tiene por esposa a una mujer ática, Oritía, la hija
de Erecteo. Conforme a este parentesco, es fama que los atenienses,
conjeturando era el Bóreas su pariente político, cuando desde su puesto en Calcis
de Eubea, advirtieron que arreciaba la borrasca, o aún antes, sacrificaron e
invocaron al Bóreas y a Oritía para que les socorriesen y destruyesen las naves
de los bárbaros, como lo habían hecho antes cerca del Atos. No puedo decir si
por esta causa cayó el Bóreas sobre la escuadra fondeada de los bárbaros; pero
los atenienses sostienen que así como les había socorrido en aquella primera
ocasión, también entonces fue el Bóreas quien hizo aquel estrago, y de regreso
levantaron al Bóreas un santuario a riberas del Iliso.
190. En ese desastre dicen que cuando menos se perdieron
no menos de cuatrocientas naves, infinito número de gente e inmensa cantidad de
riquezas. De tal modo que este naufragio fue harto provechoso para Aminocles,
hijo de Cretines, natural de Magnesia, que poseía tierras en Sepias; porque
tiempo después recogió muchas copas de oro y plata que arrastraban las aguas;
halló el tesoro de los persas y se apropió de otras indecibles riquezas.
Gracias a estos hallazgos llegó a ser rico en extremo, aunque no fue afortunado
en otras cosas. Ya que también a este hombre afligió un desgraciado accidente:
el asesinato de su hijo.
191. Imposible fue hallar el número de las barcas
de víveres y de los demás buques destruidos: a tal punto que, temerosos los
jefes de la escuadra de que, así afligidos, les atacaran los tésalos, se
rodearon de un alto muro construido con los restos del naufragio. La borrasca
duró tres días; al fin, los magos hicieron al viento sacrificios y
encantamientos con ayuda de hechiceros, sacrificaron además a Tetis y a las
Nereidas y aplacaron la borrasca al cuarto día, si no es que amainó por su
propia voluntad. Sacrificaron a Tetis porque oyeron contar a los jonios que en
ese lugar había sido raptada por Peleo, y que toda esa playa de Sepias
pertenecía a ella y a las demás Nereidas.
192. Así, pues, la borrasca había amainado al
cuarto día. Al segundo día de haberse levantado, los vigías llegaron corriendo
desde las alturas de Eubea y refirieron a los griegos todo lo sucedido con el
naufragio. Así que se enteraron ellos, después de orar a Posidón y de verter libaciones,
se apresuraron a volver a toda prisa a Artemisio, con la esperanza de que
quedarían pocas naves contrarias.
193. Llegados por segunda vez se apostaron en Artemisio,
y desde entonces hasta hoy todavía mantienen la advocación de Posidón Salvador.
Los bárbaros, en cuanto cesó el viento y se calmó el oleaje, sacaron las naves,
navegaron por la costa del continente y, doblando la punta de Magnesia, se
dirigieron en derechura al golfo que lleva a Pagasas. Hay en el golfo de
Magnesia un lugar donde dicen que yendo por agua Heracles fue abandonado por Jasón
y sus compañeros de la nave Argo, cuando navegaban a Ea de Cólquide en busca
del vellocino. Pues después de hacer aguada allí, habían de lanzarse al mar y
de ahí que el nombre de este lugar sea Áfetas [‘Lanzamiento’]. Aquí, pues,
fondeó la escuadra de Jerjes.
194. Quince de esas naves, que habían quedado casualmente
muy a la zaga, llegaron a divisar las naves griegas situadas en Artemisio.
Creyeron los bárbaros que eran las suyas y navegaron hasta caer en manos del enemigo.
Era capitán el gobernador de Cima eólica, Sandoces, hijo de Tamasio, a quien
antes de estos sucesos crucificó el rey Darío porque, mientras era uno de los
jueces reales le cogió en el siguiente delito: por dinero dictó una sentencia
injusta. Pendía ya en la cruz cuando, calculando Darío, encontró que eran más
los servicios que las culpas que había cometido contra la casa real. Encontrando
esto Darío y reconociendo que había procedido con más prisa que cordura, le
puso en libertad. Así escapó de perecer a manos del rey Darío y se salvó, pero
entonces, internándose entre los griegos, no había de salvarse por segunda vez.
Pues cuando los griegos les vieron acercarse, entendieron el error en que
habían caído, salieron mar afuera y les apresaron fácilmente.
195. Fue cautivado a bordo de una de esas naves Aridolis,
tirano de Alabanda, en Caria, y en otra el general pafio Pentilo, hijo de
Demónoo, que conducía doce naves de Pafo y, tras perder las once en la tormenta
que se había levantado en Sepias, navegando en la única que le quedaba, fue
hecho prisionero en Artemisio. Los griegos les interrogaron acerca de lo que
querían saber sobre el ejército de Jerjes, y les despacharon encadenados al istmo
de Corinto.
196. La escuadra de los bárbaros, aparte las quince
naves que dije comandaba Sandoces, llegó a Áfetas. Jerjes, con el ejército de
tierra, marchó por Tesalia y Acaya y penetró al tercer día en Malis. En Tesalia
hizo un certamen con su propia caballería, en el que también puso a prueba la
caballería tésala, de la que había oído decir que era la mejor de Grecia, y
allí los caballos griegos quedaron muy atrás. De los ríos de Tesalia, el
Onocono fue el único cuya corriente no bastó a la sed del ejército, mientras de
los ríos que corren en Acaya ni siquiera el Apídano que es el más grande de
todos, ni él siquiera, fue bastante, sino a duras penas.
197. Al llegar Jerjes a Alo, en Acaya, los guías
del camino, deseosos de explicarle todo, le contaron una tradición local acerca
del templo de Zeus Lafistio, de cómo Atamante, hijo de Éolo, concertado con
Ino, maquinó la muerte de Frixo, de cómo más tarde los aqueos, llevados de una
profecía, fijaron para sus descendientes las siguientes pruebas: ordenan al
mayorazgo de este linaje que se aparte del pritaneo (al que los aqueos llaman
Casa del Pueblo) y ellos mismos montan guardia. Y si entra no hay modo de que
salga, como no sea para ser sacrificado. Contaban además de esto, cómo muchos
de los que estaban a punto de ser sacrificados escapaban de miedo a otro país.
Andando el tiempo, si volvían y les cogían, eran conducidos al pritaneo; y le
contaban cómo era sacrificada la víctima, toda cubierta de coronas y como sacada
en procesión. Sufren esto los descendientes de Citisoro, el hijo de Frixo
porque destinando los aqueos como víctima purificatoria de su país, conforme a
un oráculo, a Atamante, hijo de Éolo, y estando a punto de sacrificarle, llegó
de Ea de Cólquide este Citisoro y le salvó, y por este hecho atrajo contra sus
descendientes la cólera del dios. Al oír Jerjes lo que pasaba con el bosque
sagrado, se abstuvo de tocarle y previno lo mismo a todo su ejército, y de
igual modo respetó la casa y recinto de los descendientes de Atamante.
198. Esto es lo que sucedió en Tesalia y en Acaya.
De esas regiones pasó Jerjes a Malis, junto al golfo del mar donde durante todo
el día hay flujo y reflujo. En torno de este golfo hay un lugar llano, en parte
ancho, en parte muy estrecho, y a su alrededor unos montes altos e
inaccesibles, llamados Peñas Traquinias, encierran toda la tierra de Malis.
Viniendo de Acaya, la primera ciudad del golfo es Antícira, por la que pasa el
río Esperquío, que corre desde el país de los enienes y desemboca en el mar. A
unos veinte estadios de distancia de éste hay otro río, cuyo nombre es Diras,
el cual es fama que apareció para socorrer a Heracles, que se estaba abrasando.
A partir de éste, a otros veinte estadios, hay otro río, llamado Melas.
199. La ciudad de Traquis dista cinco estadios de
ese río Melas. Por ahí es donde más ancho tiene toda esa región, desde los
montes donde está situada Traquis, hasta el mar, pues hay veintidós mil pletros
de llanura. En el monte que encierra la comarca traquinia hay una quebrada, al
Mediodía de Traquis, y por esa quebrada corre el río Asopo a lo largo del pie
de la montaña.
200. Hay otro río no grande, el Fénix, al Mediodía
del Asopo, el cual baja de esos montes y desagua en el Asopo. La región del
Fénix es la que presenta el ancho menor, ya que únicamente está abierta allí
una senda para un solo carro. Desde el río Fénix hay quince estadios hasta las
Termópilas. Entre el río Fénix y las Termópilas hay una aldea de nombre Antela,
por donde pasa el Asopo para desaguar en el mar. A su alrededor hay un ancho
espacio en el cual se levanta el templo de Deméter Anficciónide, los sitiales
de los Anficciones y el templo del mismo Anficción.
201. En la región de Traquis el rey Jerjes acampó
en Malis, y los griegos en el pasaje; a este lugar llama la mayor parte de los
griegos Termópilas, y los naturales y vecinos, Pilas. Acampaban unos y otros en
aquellos lugares; el uno dominaba todo lo que mira al viento Norte hasta
Traquis; los otros, todo lo orientado al Sur y al Me-diodía de esta parte del
continente.
202. Los griegos que aguardaban al Rey en ese lugar
eran los siguientes: de Esparta, trescientos hoplitas; mil a medias entre Tegea
y Mantinea; ciento veinte de Orcómeno de Arcadia, y mil del resto de Arcadia.
Tantos eran los de Arcadia. De Corinto eran cuatrocientos, de Fliunte
doscientos y de Micenas ochenta. Ésos eran los que ha-bían concurrido del
Peloponeso. De Tespias de Beocia había setecientos y de Tebas cuatrocientos.
203. Además de éstos, habían sido convocados con
toda su gente de armas los locrios de Opunte y mil foceos. Los convocaron los
griegos mismos, diciéndoles por medio de mensajeros que venían precediendo a
los demás, que esperaban de día en día el resto de los aliados, que tenían el
mar vigilado, pues montaban guardia sobre él los atenienses, los eginetas y los
que formaban la escuadra, y que no les pasaría nada malo. Porque no era un dios
quien invadía a Grecia, sino un hombre, y no había ni habría ningún mortal a
quien desde el comienzo de su vida los dioses no le entremezclaran algún infortunio,
y a los más grandes hombres los más grandes infortunios. Quizás el invasor,
como mortal que era, había de caer de su vanidad. Al oír esto, acudieron en
socorro a Traquis.
204. Tenían estas tropas otros generales correspondientes
a las respectivas ciudades, pero el más admirado y el que dirigía todo el
ejército era el lacedemonio Leónidas, hijo de Anaxándridas, hijo de León, hijo
de Euricrátidas, hijo de Anaxandro, hijo de Euricrates, hijo de Polidoro, hijo
de Alcámenes, hijo de Teleclo, hijo de Arquelao, hijo de Agesilao, hijo de
Doriso, hijo de Leobotes, hijo de Equéstrato, hijo de Agis, hijo de Eurístenes,
hijo de Aristodemo, hijo de Aristómaco, hijo de Cleodeo, hijo de Hilo, hijo de
Heracles. Inesperadamente había adquirido Leónidas el reino de Esparta.
205. Como tenía dos hermanos mayores, Cleómenes y
Dorieo estaba lejos de pensar en el reino. Pero al morir Cleómenes sin dejar
hijo varón, y no viviendo ya Dorieo (quien también había muerto, en Sicilia),
recayó entonces el reino en Leónidas. Además, era mayor que Cleómbroto (el
menor de los hijos de Anaxándridas) y estaba casado con la hija de Cleómenes.
Fue pues, quien marchó a las Termópilas, después de reclutar los trescientos
fijados por la ley entre hombres con hijos; y trajo consigo también los tebanos
cuyo número he indicado en la cuenta, y de quienes era general Leoncíadas, hijo
de Eurímaco. Leónidas se empeñó en traerse consigo a estos solos de entre los
griegos, porque se les acusaba insistentemente de favorecer a los medos. Les
invitó, pues, a la guerra porque quería saber si enviarían tropas, con los
demás, o si rechazarían abiertamente la alianza de los griegos. Ellos enviaron
tropas, aunque otra era su intención.
206. Los espartanos enviaron primeramente estas
fuerzas al mando de Leónidas para que, al verlas, los demás aliados saliesen a
campaña y no se pasasen a los medos si oían que los espartanos se demoraban.
Pero más tarde (pues tenían encima las Carneas) después de celebrar la
festividad y de dejar guardias en Esparta habían de acudir en masa a toda
prisa. Los demás aliados pensaban también hacer otro tanto, pues había
coincidido con estos sucesos la olimpíada. No creyendo, pues, que la guerra se
decidiría tan aprisa en las Termópilas, enviaron sus vanguardias.
207. Así pensaban proceder. Los griegos, acampados
en las Termópilas, cuando el persa estuvo cerca del paso se llenaron de temor y
deliberaron sobre la retirada. Los demás peloponesios se inclinaban a ir al
Peloponeso y custodiar el Istmo; pero Leónidas, viendo a los locrios y foceos
indignados contra ese parecer, votó que se permaneciera allí mismo y se
despacharan mensajeros a las ciudades exhortándolas a ayudarles, pues eran
pocos para rechazar el ejército de los medos.
208. Mientras así deliberaban, Jerjes envió de
espía a un jinete para que viese cuántos eran y qué hacían, pues cuando todavía
estaba en Tesalia había oído que se había juntado en ese lugar un pequeño
ejército cuyos jefes eran los lacedemonios y Leónidas, del linaje de Heracles.
Cuando se hubo acercado al campamento, el jinete no lo contempló y observó todo
(pues no era posible ver a los que estaban alineados tras el muro que habían
restaurado y tenían con guardia), pero observó a los que estaban fuera, y cuyas
armas yacían delante del muro. A esa sazón eran casualmente los lacedemonios
quienes estaban alineados delante. Vio, pues, que unos hacían ejercicios, y
otros se peinaban la cabellera. Maravillado al verles, tomó nota de su número y
después de observarlo todo exactamente, cabalgó de vuelta sin ser molestado,
pues nadie le siguió ni le hizo caso. A su regreso, contó a Jerjes cuanto había
visto.
209. Al oírlo, Jerjes no podía acertar con lo que pasaba,
esto es, que se preparaban los lacedemonios para morir y matar con todas sus
fuerzas. Y como le pareció que se conducían absurdamente, envió por Demarato, hijo
de Aristón, que estaba en el campamento. Llegado Demarato, le interrogó Jerjes
por cada una de estas cosas, con deseo de comprender lo que los lacedemonios hacían.
Y él replicó: «Me oíste hablar ya de estos hombres cuando partíamos para
Grecia; y cuando me oíste te echaste a reír porque decía lo que veía que iba a
suceder. El mayor afán para mí, Rey, es decir la verdad ante ti. Óyeme también
ahora. Estos hombres han venido para combatir contra nosotros por el pasaje, y
para ello se preparan. Pues tienen esta usanza: siempre que se disponen a
arriesgar la vida, se peinan la cabellera. Y sabe, Rey, que si sometes a éstos
y a los que han quedado en Esparta, no hay ningún otro pueblo de la tierra que
ose levantar las manos contra ti. Ahora, en efecto, te lanzas contra el reino y
ciudad más noble de Grecia y contra sus más valientes varones». Muy increíbles
parecieron semejantes palabras a Jerjes, y preguntó por segunda vez de qué modo
siendo tan escaso número combatirían contra su ejército. Demarato respondió:
«Rey, trátame como embustero si esto no sale tal como te digo».
210. Con
semejantes palabras no logró persuadir a Jerjes, quien dejó pasar cuatro días
esperando siempre que los griegos huirían. Pero al quinto, como no se retiraban,
le pareció que se quedaban llevados de su insolencia y poco seso, e irritado envió
contra ellos a medos y cisios, con orden de cogerles vivos y traerles a su
presencia. Cuando los medos se lanzaron a la carga contra los griegos muchos
cayeron, pero otros les reemplazaron, y no fueron rechazados aunque sufrían
grandes pérdidas. Fue evidente para cualquiera y mucho más para el Rey, que
eran muchos los hombres, pero pocos los varones. El combate duró todo el día.
211. Como los medos recibían gran daño, se
retiraron de allí poco a poco; y les atacaron, a su vez los persas que el Rey
llamaba los «Inmortales», a quienes acaudillaba Hidarnes, y se creía que éstos,
a lo menos, ejecutarían fácilmente la faena. Pero cuando vinieron a las manos
con los griegos no llevaron mejor parte que el ejército medo, sino la misma,
como que luchaban en un paraje estrecho, usaban lanzas más cortas que los
griegos y no podían sacar partido de su número. Los lacedemonios combatieron en
forma memorable, demostrando a gente que no sabía combatir que ellos sí lo
sabían. Por ejemplo: cada vez que volvían la espalda, fingían huir en masa; los
bárbaros, viéndoles huir, se lanzaban con clamor y estrépito pero al irles a
los alcances se volvían para hacer frente a los bárbaros, y al volverse
derribaban infinito número de persas. También cayeron allí unos pocos espartanos.
Los persas, puesto que podían en absoluto apoderarse de la entrada, aunque lo
intentaban atacando por batallones y en toda forma, volvieron grupas.
212. Dícese que mientras el Rey contemplaba estos
encuentros, por tres veces saltó del trono, lleno de temor por su ejército. Por
entonces combatieron así; al día siguiente no les fue a los bárbaros nada
mejor. Como los griegos eran pocos, les atacaban esperando que se llenasen de
heridas y no pudieran ya llevar armas. Pero los griegos estaban ordenados según
su formación y pueblo, y combatían cada cual a su vez, salvo los foceos que habían
sido destacados en el monte para guardar la senda. Los persas, como hallaron
idéntica resistencia que la que habían visto el día anterior, se retiraron.
213. No sabía el Rey qué partido tomar en la situación
en que se hallaba, cuando vino a tratar con él Efialtes, hijo de Euridemo,
ciudadano de Malis; quien, en la creencia de obtener del Rey una gran
recompensa, le indicó la senda que a través del monte llevaba a las Termópilas,
y causó la pérdida de los griegos que en ella estaban apostados. Más tarde, por
temor a los lacedemonios, huyó a Tesalia, y en su ausencia los Pilágoros,
cuando los Anficciones estaban reunidos en Pilea, pusieron a precio su cabeza.
Tiempo después llegó a Anticira, y murió a manos de Atenades, ciudadano
traquinio. Este Atenades a Efialtes por otra causa que yo indicaré más adelante
en mi narración, pero no por eso recibió menos honores de parte de los
lacedemonios.
214. Así murió más tarde Efialtes. También se
cuenta otra historia, nada fidedigna para mí, de cómo Onetes, hijo de
Fanágoras, natural de Caristo, y Coridalo de Anticira fueron quienes dijeron
esas palabras al Rey y guiaron a los persas alrededor del monte. Por una parte
se debe juzgar por el hecho de que los Pilágoros, entre los griegos, no
pusieron a precio la cabeza de Onetes y Coridalo, sino la de Efialtes de
Traquis, después de averiguar el caso con toda exactitud, según creo; y por
otra parte, porque sabemos que Efialtes anduvo fugitivo por esta acusación.
Verdad es que Onetes, aun no siendo de Malis podría conocer esa senda si
hubiese frecuentado mucho esa región. Pero es Efialtes quien les guió por la
senda alrededor del monte; a éste inscribo como culpable.
215. Jerjes, después de aprobar lo que Efialtes prometía
llevar a cabo, al punto, lleno de alegría, envió a Hidarnes y los hombres al
mando de Hidarnes. Partieron del campamento a la hora de prender las luces. Esa
senda la habían hallado los naturales de Malis, y una vez hallada, habían
guiado por ella a los tésalos contra los foceos en aquel tiempo en que los
foceos, por haber cerrado el paso con una muralla, se hallaban al abrigo de la
guerra. Desde todo ese tiempo habían descubierto los de Malis que la senda no
era nada buena.
216. Su disposición es la siguiente: comienza desde
el río Asopo, ese que corre por la quebrada; el monte y la senda tienen el
mismo nombre, Anopea. Esta Anopea se extiende por la cresta del monte y termina
en la ciudad de Alpeno (que es la primera de las ciudades de la Lócride por el
lado de los de Malis), cerca de la piedra llamada Melámpigo, y de las sillas de
los Cércopes, allí donde está su parte más estrecha.
217. Por esa senda, así situada, marcharon los
persas toda la noche, después de pasar el Asopo, teniendo a la derecha los montes
de Eta y a la izquierda los traquinios. Cuando rayaba la aurora se hallaron en
la cumbre del monte. Montaban guardia en él, como queda dicho más arriba, mil
hoplitas foceos que protegían su propio país y vigilaban la senda. El paso, por
la parte inferior estaba guardado por quienes ya he dicho. Guardaban la senda
que iba a través del monte los foceos, quienes de suyo se habían ofrecido a
Leónidas.
218. Los foceos cayeron en la cuenta de que los persas
habían escalado el monte de esta manera: mientras lo escalaban pasaron
inadvertidos, porque todo el monte estaba lleno de encinares. Era noche serena
y, siendo grande el fragor —como era lógico, con la hojarasca esparcida bajo
los pies—, subieron corriendo, tomaron las armas, y en ese momento se
presentaron los bárbaros. Al ver hombres en armas se quedaron maravillados,
pues esperando que no se les apareciera ningún adversario, ha-bían dado con
todo un ejército. Entonces Hidarnes, temiendo que los foceos fuesen
lacedemonios, preguntó a Efialtes de qué país era el ejército, y cuando lo hubo
averiguado con exactitud, alineó a los persas en orden de batalla. Los foceos
heridos por muchos y espesos dardos, huyeron a la cima del monte creyendo que
habían partido expresamente contra ellos, y se disponían a morir. Esto era lo
que pensaban, pero los persas que seguían a Efialtes y a Hidarnes, no hicieron
ningún caso de los foceos y bajaron del monte a toda prisa.
219. A los griegos que estaban en las Termópilas,
el agorero Megistias, observando las víctimas, fue el primero que les reveló la
muerte que les esperaba a la aurora siguiente; después fueron unos desertores
quienes les trajeron la noticia del rodeo de los persas (éstos trajeron la
noticia todavía de noche), y en tercer lugar, los vigías que bajaron corriendo
desde las cumbres, cuando ya rayaba el día. Entonces tomaron consejo los
griegos, y sus pareceres estaban divididos: los unos no dejaban que se
abandonase el puesto, y los otros se oponían. Separáronse después; unos se
retiraron y dispersaron, volviéndose cada cual a su ciudad, y los demás se
dispusieron a quedarse ahí mismo con Leónidas.
220. Y se cuenta que el mismo Leónidas les envió de
vuelta pesaroso de que perecieran, pero que a él y a los espartanos presentes
no les estaba bien abandonar el puesto para cuya defensa habían venido
expresamente. Por eso me inclino más a pensar que Leónidas, cuando advirtió que
los aliados no ponían mucho celo ni querían afrontar el peligro junto con
ellos, les invitó a retirarse, aunque a él no le quedaba bien irse. Al permanecer
allí dejó gran gloria y no desapareció la prosperidad de Esparta. En efecto:
cuando los espartanos consultaron sobre esta guerra en el primer momento mismo
en que había estallado, la Pitia les había respondido o bien que Lacedemonia
sería devastada por los bárbaros, o bien que perecería su rey. Profetizó esto
en versos hexámetros que dicen así:
Escuchadme, pobladores de la anchurosa Laconia:
o arrasa vuestra ciudad la progenie de Perseo,
o se salva la ciudad, pero el baluarte espartano
llorará a su muerto rey, el de la estirpe heraclea.
Pues ni bravura de toros, ni coraje de leones
detendrán al invasor: suya es la fuerza de Zeus,
y que no ha de parar, juro, sin devorar rey o
pueblo.
Cavilando
en esto Leónidas y deseoso de que la gloria fuese solamente de los espartanos,
despidió a los aliados. Esto creo, y no que, por no estar de acuerdo, se
retiraran tan vergonzosamente los que se retiraron.
221. No es para mí el menor testimonio acerca de
ello, el hecho de que Leónidas, como es evidente, despidiera al adivino que
seguía a ese ejército, Megistias de Acarnania, para que no pereciese con ellos.
Megistias, de quien se contaba que descendía de Melampo, fue quien por la
observación de las víctimas dijo lo que les había de suceder. Aunque despedido,
no les abandonó, pero hi-zo partir a su hijo, el único que tenía, que combatía
en el ejército.
222. Los aliados despedidos se marcharon y obedecieron
a Leónidas, los de Tespias y los de Tebas fueron los únicos que permanecieron
al lado de los lacedemonios. De ellos, los tebanos permanecieron de mala gana y
contra su voluntad, pues les retenía Leónidas en calidad de rehenes. Pero los
de Tespias se quedaron muy de voluntad, se negaron a retirarse, abandonando a
Leónidas y a los suyos, y murieron junto con ellos. Era su general Demófilo,
hijo de Diádromes.
223. Jerjes, después de hacer libaciones al salir
el sol, se detuvo un tiempo, más o menos hasta la hora en que se llena el
mercado, y comenzó a avanzar. En efecto, así lo había recomendado Efialtes,
porque la bajada del monte era más rápida y el trecho mucho más corto que el
rodeo y la subida. Los bárbaros, a las órdenes de Jerjes, atacaban, y los griegos,
a las órdenes de Leónidas, saliendo como al encuentro de la muerte, se
lanzaban, mucho más que al principio, a lo más ancho del desfiladero. En los
días anteriores, como el muro estaba vigilado, salían cautelosamente y
combatían en los trechos angostos; pero entonces trabaron el combate fuera de
las angosturas. Caían los bárbaros en gran número, porque por detrás los jefes
de los batallones, látigo en mano, azotaban a cada soldado aguijándoles a
avanzar. Muchos cayeron al mar y murieron, y muchos más todavía fueron hollados
vivos entre ellos mismos: no se hacía cuenta alguna del que perecía. Los
griegos, como sabían que habían de recibir la muerte a manos de los que
rodeaban el monte, hacían alarde del máximo de su esfuerzo contra los bárbaros,
desdeñando el peligro y llenos de temeridad.
224. Por entonces la mayor parte de ellos tenían ya
quebradas las lanzas y mataban a los persas con sus espadas. En esa refriega
cayó Leónidas, excelente varón, y con él muchos espartanos principales cuyos
nombres he averiguado, por tratarse de varones de mérito, y he averiguado los
de todos los trescientos. De los persas cayeron allí, entre otros muchos y
principales dos hijos de Darío, Abrócomes e Hiperantes, los cuales tuvo Darío
en Frataguna, hija de Artanes. Era Artanes hermano del rey Darío e hijo de
Histaspes, hijo de Arsames. Entregó Artanes su hija a Darío y le entregó
juntamente toda su hacienda, porque era su única hija.
225. Así, pues, cayeron luchando allí dos hermanos
de Jerjes; y sobre el cadáver de Leónidas hubo terrible pugna hasta que con su
arrojo los griegos lo arrancaron y por cuatro veces pusieron en fuga a sus
adversarios. Duró el combate hasta que llegaron los hombres que conducía
Efialtes. Cuando los griegos advirtieron que éstos habían llegado, cambió la
contienda, pues volvieron a retroceder a lo estrecho del pasaje y, pasando la
muralla, se apostaron sobre el cerro todos juntos, excepto los tebanos. El
cerro está a la entrada, donde se levanta ahora el león de piedra en recuerdo
de Leónidas. Se defendían en ese lugar con sus dagas, los que aún las
conservaban, y a puñadas y bocados cuando los bárbaros les sepultaron bajo sus flechas, unos hostigándoles por
delante y desmoronando la fortificación del muro, y otros cercándoles por todas
partes a su alrededor.
226. Con ser tanta la bravura de los lacedemonios y
tespieos se dice con todo que el más bravo fue el espartano Diéneces. Cuentan
que fue éste quien pronunció aquel dicho antes de trabar combate con los medos:
oyendo decir a uno de los traquinios que cuando los bárbaros disparasen sus
arcos ocultarían el sol bajo sus flechas, tanto era su número, replicó sin
amedrentarse ni tener en cuenta el número de los medos, que el amigo traquinio
no les traía más que buenas nuevas, pues si los medos ocultaban el sol, la
batalla contra ellos sería a la sombra y no al sol.
227. Dicen que éste y otros dichos semejantes dejó
en recuerdo el lacedemonio Diéneces. Es fama que después de él sobresalieron
dos hermanos lacedemonios, Alfes y Marón, hijos de Orsifanto. De los de
Tespias, quien ganó gloria se llamaba Ditirambo, hijo de Harmátides.
228. Fueron
sepultados en el mismo lugar en que habían caído, ellos y los que habían muerto
antes de que los aliados partieran, despedidos por Leónidas, y les escribieron
un epitafio que dice así:
Un tiempo, aquí contra tres mil millares
lucharon cuatro mil peloponesios.
Tal
es la inscripción para todos, pero para los espartanos en particular se
escribió:
Amigo, anuncia a los lacedemonios
que aquí yacemos, a su ley sumisos.
Ésta
fue la inscripción para los lacedemonios; para el adivino, la siguiente:
Del ilustre Megistias ve el sepulcro.
Cruzó el medo el Esperquio y mató al vate
que, sabedor de la cercana muerte,
no quiso abandonar al rey de Esparta.
Los
que honraron a los muertos con epitafios y lápidas, salvo el epitafio del
adivino, son los Anficciones. El del adivino Megistias lo hizo Simónides, hijo
de Leóprepes, por amistad.
229. Dícese que dos de estos trescientos, Éurito y
Aristodemo, pudiendo, si se ponían de acuerdo, o bien volver ambos salvos a
Esparta (pues Leónidas les había licenciado del campamento y habían estado muy
gravemente enfermos de los ojos en Alpenos), o bien si no querían volver, morir
junto con los demás, pudiendo, pues, elegir una de estas dos alternativas, no
quisieron ponerse de acuerdo, antes siguieron diversos pareceres. Éurito,
enterado del rodeo de los persas, pidió las armas, se las puso, y ordenó a su
ilota que le condujese al combate; una vez que le condujo, el ilota escapó, y
Éurito murió precipitándose en el tumulto. A Aristodemo, en cambio, le faltó
ánimo, y se quedó. Ahora bien: si sólo Aristodemo hubiese estado enfermo y
vuelto a Esparta; o si hubiesen hecho su regreso los dos juntos, me parece que
los espartanos no les hubiesen mostrado ninguna cólera. Pero, al morir el uno
de ellos y no querer morir el otro, que estaba en la misma condición,
necesariamente hubieron de llenarse de cólera contra Aristodemo.
230. Unos dicen que de este modo y mediante tal excusa
Aristodemo se puso en salvo en Esparta; otros cuentan que enviado desde el
campamento como mensajero, y pudiendo intervenir en la batalla que se había
trabado, no quiso hacerlo, y se salvó por continuar en su camino, mientras que
su compañero de mensajería, llegó a la batalla y murió en ella.
231. Cuando volvió a Lacedemonia, Aristodemo fue
objeto de insulto e incurrió en nota de infamia. Consistía la infamia en tales
ofensas: ninguno de los espartanos le daba fuego ni le hablaba; y fue objeto de
insulto porque se le llamaba Aristodemo el cobarde. Pero en la batalla de
Platea reparó toda la culpa de que se le cargaba.
232. También cuentan que se salvó otro de los Trescientos
despachado como mensajero a Tesalia, de nombre Pantites. Éste, al volver a
Esparta, como había incurrido en nota de infamia, se ahorcó.
233. Los tebanos, a quienes acaudillaba Leonciadas,
combatieron por un tiempo en las filas griegas contra el ejército del Rey,
forzados por la necesidad. Pero cuando vieron que los persas llevaban la mejor
parte, entonces, mientras los griegos a las órdenes de Leónidas, se dirigían al
cerro, se separaron de éstos, tendieron las manos y se acercaron a los
bárbaros, diciendo la pura verdad: que ellos eran partidarios de los medos y
habían sido de los primeros en dar al Rey tierra y agua, que forzados por la
necesidad habían venido a las Termópilas y no tenían culpa del desastre infligido
al Rey. Así, con esta declaración se salvaron, pues tenían a los tésalos como
testigos de sus palabras. Pero no en todo fueron afortunados, pues cuando los
bárbaros les tomaron, mataron a algunos de los que avanzaban y a los más, por
orden de Jerjes, les marcaron con el estigma del Rey, comenzando por su general
Leonciadas, a cuyo hijo Eurímaco mataron los de Platea tiempo después, cuando
al frente de cuatrocientos tebanos se había apoderado de la ciudadela de
Platea.
234. Así combatieron los griegos en las Termópilas.
Por su parte, Jerjes llamó a Demarato y comenzó a interrogarle de este modo:
«Demarato, eres hombre de bien; la verdad lo atestigua, pues cuanto habías
dicho todo ha acontecido así. Dime ahora cuántos son los lacedemonios
restantes, y de éstos cuántos los que tienen igual valor para la guerra o bien
si todos lo tienen». Él respondió: «Rey, grande es el número de todos los
lacedemonios, y muchas sus ciudades. Pero sabrás lo que quieres averiguar. Está
en Lacedemonia la ciudad de Esparta, de ocho mil hombres más o menos, y todos
ellos son semejantes a los que han luchado aquí, pero los demás lacedemonios no
son semejantes, aunque valerosos». A esto dijo Jerjes: «Demarato, ¿de qué modo
podremos vencerles con el menor esfuerzo? Ea, explícate, ya que tú por haber
sido su rey conoces los pasos de sus planes».
235. Y él replicó: «Rey, si sinceramente te
aconsejas conmigo, justo es que te diga lo mejor: podrías enviar contra el país
de Laconia trescientas naves de tu flota. Hay allí una isla adyacente cuyo
nombre es Citera. De ella dijo Quilón, el hombre más sabio que hubo entre nosotros,
que sería de más provecho para los espartanos que estuviese hundida en el mar y
no sobre él, porque siempre recelaba que resultase de ella algo como lo que yo
te estoy proponiendo, no porque previese tu armada, sino temiendo por igual
toda armada. Partan de esa isla tus tropas e inspiren miedo en los
lacedemonios. Teniendo en casa la guerra en la frontera, no haya temor de que
socorran al resto de Grecia, cuando esté sometido por tu ejército. Y
esclavizado el resto de Grecia, ya queda débil la Laconia sola. Si no hicieres
eso, debes esperar esto otro: hay en el Peloponeso un istmo estrecho; presumo
que en este lugar te darán otras batallas, más recias que las que has tenido,
todos los peloponesios que se han juramentado contra ti. Pero si hicieres
aquello, tanto el istmo como las ciudades se te entregarán sin combatir».
236. Después de él habló Aquémenes, hermano de
Jerjes, y jefe de la armada, que se hallaba presente en el coloquio y temía que
Jerjes fuese inducido a obrar de ese modo: «Rey, veo que acoges las palabras de
un hombre que envidia tu prosperidad o aun que traiciona tus intereses. Pues en
verdad los griegos se ufanan de practicar semejantes costumbres: envidian la
buena fortuna y aborrecen al que es más poderoso. Si tras los recientes infortunios
en que han naufragado cuatrocientas naves, envías del campamento otras
trescientas para costear el Peloponeso, el enemigo estará en condiciones de
combatir con nosotros; pero si la armada está reunida, resulta totalmente
inatacable; el enemigo no estará en absoluto en condiciones de combate, y toda
la escuadra ayudará al ejército y el ejército a la escuadra, marchando a una. Pero
si destacas trescientas naves, ni tú les serás útil a ellas ni ellas a ti. Es
mi opinión que dispongas bien tus cosas sin tomar en cuenta la situación de los
adversarios, dónde darán la batalla o qué harán o cuál es su número. Ellos, a
fe mía, se bastan para pensar por sí, y de igual modo pensaremos nosotros por
nosotros. En cuanto a los lacedemonios, si salen en batalla contra los persas,
no sanarán de su reciente herida».
237. Jerjes respondió en estos términos: «Aquémenes,
me parece que dices bien y así lo haré. Demarato dice ciertamente lo que espera
sea mejor para mí, pero tu consejo vale más. Porque en verdad no admitiré que
Demarato no favorezca mis intereses, y así lo juzgo, tanto por lo que ya ha
dicho como por la realidad. Pues el ciudadano envidia la prosperidad del
conciudadano y es hostil con su silencio; y si le pide consejo no le sugerirá
lo que le parece mejor (a menos que haya llegado a la más alta excelencia: y
raros son los que han llegado). El extranjero es el más benévolo de todos para
la prosperidad del extranjero, y si le pide consejo, le dará el consejo mejor.
Así, pues, mando que en adelante, todo el mundo se abstenga de murmurar de
Demarato, que es mi huésped extranjero».
238. Después de estas palabras, pasó Jerjes por
entre los cadáveres y, como oyese que Leónidas había sido rey y general de los
lacedemonios, ordenó que le cortaran la cabeza y la empalaran. Es evidente para
mí por muchas otras señales y muy principalmente por ésta, que con nadie en el
mundo se había encolerizado tanto el rey Jerjes como con Leónidas, cuando
estaba en vida, pues si no, nunca hubiera ultrajado así el cadáver, ya que de
cuantos hombres conozco, los persas son quienes acostumbran a respetar más a
los guerreros valientes. Y los que tenían tal cargo, así lo ejecutaron.
239. Vuelvo al punto de mi relato [cap. 220] donde
antes me quedé en suspenso. Los lacedemonios fueron los primeros en enterarse
de que el Rey vendría en expedición contra Grecia, y así despacharon mensajeros
al oráculo de Delfos, y allí se les profetizó lo que poco antes dije. Se
enteraron de maravillosa manera. Demarato, hijo de Aristón, refugiado entre los
medos, no sentía benevolencia para con los lacedemonios, según me parece (y la
probabilidad está de mi parte): no obstante, todos pueden juzgar si lo que hizo
fue por benevolencia o por alegrarse a costa de ellos. En efecto, una vez que
Jerjes decidió la expedición contra Grecia, Demarato, que se hallaba en Susa y
se había enterado de ello, quiso anunciarlo a los lacedemonios. Y como no tenía
otro modo de indicarlo (pues corría el riesgo de ser cogido) discurrió lo que
sigue: tomó unas tablillas dobles, raspó la cera, y luego escribió en la madera
de las tablillas la resolución del Rey. Tras esto, volvió a fundir la cera
sobre las letras para que el transporte de la tablilla en blanco no ocasionase
ninguna molestia por parte de los guardias de los caminos. Cuando llegó la
tablilla a Lacedemonia, los lacedemonios no pudieron comprender lo que pasaba
hasta que, según he oído, Gorgo, la hija de Cleómenes y mujer de Leónidas, lo
entendió por sí sola y les invitó a raspar la cera sugiriéndoles que
encontrarían letras en la madera. La obedecieron; hallaron y leyeron el mensaje
y luego lo enviaron a los demás griegos. Así dicen que pasó este hecho.
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