1.
Así pues, contra ese Amasis dirigió Cambises, hijo de Ciro, una expedición (en
la cual llevaba consigo, entre otros súbditos suyos, a los griegos de Jonia y
Eolia), por el siguiente motivo. Cambises había despachado a Egipto un heraldo
para pedir a Amasis una hija, y la pidió por consejo de cierto egipcio, quien
procedió así enfadado contra Amasis, porque éste le escogió entre todos los
médicos egipcios, le arrancó de su mujer e hijos y le entregó a los persas
cuando Ciro envió a pedir a Amasis un oculista, el mejor que hubiese en Egipto.
Enfadado por este motivo el egipcio, incitaba con su consejo a Cambises,
exhortándole a que pidiera una hija a Amasis, para que se afligiese si la daba
y si no la daba incurriese en el odio de Cambises. Amasis, afligido y temeroso
por el poder de Persia, ni podía darle su hija ni negársela, pues bien sabía
que no la había de tener Cambises por esposa, sino por concubina. Con este
pensamiento, hizo así. Ha-bía una hija del rey anterior, Apries, muy alta y hermosa,
la única que había quedado de su casa; su nombre era Nitetis. Amasis adornó a
esta joven con vestiduras y joyas y la envió a Persia, como hija suya. Al cabo
de un tiempo, como Cambises la saludara llamándola con el nombre de su padre,
la joven le respondió: «Rey, no adviertes que te ha burlado Amasis, quien me
cubrió de adornos y me envió como si te entregara su hija, pero en verdad soy
hija de Apries, a quien Amasis, sublevado con los egipcios, dio muerte, aunque
era su propio señor». Esta palabra y este motivo llevaron contra Egipto, muy
irritado, a Cambises, hijo de Ciro.
2. Así cuentan los persas; pero los egipcios se apropian
a Cambises, pretenden que nació cabalmente de esta hija de Apries, porque fue
Ciro quien pidió una hija a Amasis, y no Cambises. Pero al decir esto no dicen
bien; y de ningún modo ignoran (pues si algún pueblo conoce las costumbres de
los persas, ese pueblo es el egipcio) primero, que no es costumbre entre ellos
reinar el bastardo existiendo un hijo legítimo; y en segundo lugar, que Cambises
era hijo de Casandana, hija de Farnaspes, varón Aqueménida, y no de la egipcia.
Los egipcios, por fingirse parientes de la casa de Ciro, trastornan la historia.
Tales son sus pretensiones.
3. También se cuenta la historia siguiente, para mí
no verosímil. Cierta mujer persa fue a visitar las esposas de Ciro, y viendo
alrededor de Casandana hijos hermosos y crecidos, llena de admiración, los
colmó de alabanzas. Y Casandana, que era mujer de Ciro, replicó así: «Aunque
soy madre de tales hijos, Ciro me afrenta, y tiene en estima a la esclava de
Egipto». Así dijo, irritada contra Nitetis, y Cambises, el mayor de sus hijos,
repuso: «Pues bien, madre, cuando yo sea hombre pondré en Egipto lo de arriba
abajo y lo de abajo arriba». Tales palabras dijo Cambises, niño de unos diez
años, con admiración de las mujeres; y como recordara su promesa, cuando llegó
a la edad varonil, y tomó posesión del reino, emprendió la expedición contra
Egipto.
4. Acaeció también este otro suceso que contribuyó
a esa expedición. Servía entre los auxiliares de Amasis un hombre originario de
Halicarnaso de nombre Fanes, de buen entendimiento y bravo en la guerra. Este
Fanes, enojado contra Amasis, por cierto motivo, escapó de Egipto en un barco
con ánimo de hablar con Cambises. Como tenía no poco crédito entre los
auxiliares, y conocía con mucha exactitud las cosas de Egipto, Amasis envió en
su seguimiento, empeñado en cogerle. Envió en su seguimiento despachando tras
él en una trirreme al más fiel de sus eunucos; éste le cogió en Licia, pero no
le trajo a Egipto, pues Fanes le burló con astucia: embriagó a sus guardias y
escapó a Persia. Cuando Cambises, resuelto a marchar contra el Egipto, no veía
cómo hacer la travesía y cruzar el desierto, se presentó Fanes y le dio cuenta
de la situación de Amasis, y entre otras cosas le explicó la travesía,
exhortándole a que despachase mensajeros al rey de los árabes, para pedirle que
le proporcionase pasaje seguro.
5. Sólo por allí hay entrada abierta para Egipto.
Porque desde Fenicia hasta las lindes de la ciudad de Caditis la tierra es de los
sirios llamados palestinos; desde la ciudad de Caditis, no mucho menor a mi
parecer que la de Sardes, desde allí, los emporios de la costa hasta Yeniso,
son del rey árabe; desde Yeniso es otra vez de los sirios hasta el lago
Serbónide, cerca del cual corre hasta el mar el monte Casio; y, desde el lago
Serbónide, donde es fama que Tifón se ocultó, desde allí ya es Egipto. El espacio
entre la ciudad de Yeniso y el monte Casio y lago Serbónide, que es un
territorio no pequeño sino de tres días
de camino, es atrozmente árido.
6. Voy a decir algo en que han pensado pocos de los
que acuden por mar a Egipto. Cada año se importa en el Egipto de toda Grecia y
también de Fenicia, tinajas llenas de vino, y no es posible ver ni una sola
tinaja vacía, por decirlo así. ¿Dónde se emplean, pues?, podría preguntarse. Yo lo explicaré. Cada
gobernador debe recoger todas las tinajas de su ciudad y llevarlas a Menfis, y
los de Menfis deben transportarlas llenas de agua a esos desiertos de Siria.
Así, las tinajas que llegan a Egipto y se vacían allí, son transportadas a
Siria, donde se agregan a las antiguas.
7. Los persas fueron quienes, apoderados apenas de
Egipto aparejaron la entrada proveyéndola de agua, según he referido. Mas como no existía entonces provisión de
agua, Cambises, instruido por su huésped halicarnasio, envió mensajeros al
árabe para pedirle seguridad y la obtuvo empeñando su fe y recibiendo la de
aquél.
8. Respetan los árabes la fe prometida como los que más y la empeñan del
siguiente modo. En medio de las dos personas que quieren empeñarla, se coloca
otro hom-bre que con una piedra aguda
les hace una incisión en la palma de la mano cerca del pulgar; toma luego pelusa
del vestido de entrambos, y unge con la sangre siete piedras puestas en medio,
y al hacerlo invoca a Dióniso y a Urania. Cuando el tercero ha concluido esta
ceremonia, el que ha empeñado su fe recomienda a sus amigos el extranjero, o el
ciudadano, si la empeña con un ciudadano; y los amigos, por su parte, miran
como deber respetar la fe prometida. De los dioses, los árabes reconocen sólo a
Dióniso y a Urania, y dicen que se cortan el pelo de igual modo que el mismo Dióniso;
y se lo cortan a la redonda, rapándose las sienes. Llaman a Dióniso Urotalt, y
a Urania Alilat.
9. Así, pues, luego que el árabe empeñó su fe a los
enviados de Cambises, discurrió lo que sigue: llenó de agua odres de cuero de
camellos, y cargó con ellos a todos sus camellos; tras esto avanzó al desierto
y aguardó allí al ejército de Cambises. Ésta es la más verosímil de las
relaciones, pero preciso es contar también la menos verosímil, ya que al fin
corre. Hay en la Arabia un gran río, por nombre Coris, que desemboca en el mar
Eritreo. Cuéntase, pues, que el rey de los árabes, formó un caño cosiendo
cueros de bueyes y de otros animales, de tal largo que desde ese río llegaba al
desierto, que por ese medio trajo el agua, y en el desierto cavó grandes cisternas
para que recibieran y guardaran el agua. Hay camino de doce jornadas desde el
río hasta el desierto, y dicen que el árabe condujo el agua por tres caños a
tres parajes distintos.
10. En la boca del Nilo llamada Pelusia acampaba
Psaménito, hijo de Amasis, en espera de Cambises. Porque cuando Cambises marchó
contra Egipto, no encontró vivo a Amasis; después de reinar cuarenta y cuatro
años, murió Amasis sin que le sucediera en ellos ningún gran desastre. Muerto y
embalsamado, fue sepultado en la sepultura del santuario que él mismo se había
hecho fabricar. Reinando en Egipto Psaménito, hijo de Amasis, sucedió un
portento, el mayor del mundo para los egipcios, pues llovió en Tebas, donde
jamás había llovido antes ni después, hasta nuestros días, según los mismos
tebanos aseguran. Pues en verdad no llueve en absoluto en el alto Egipto, y aun
entonces sólo lloviznó en Tebas.
11. Los persas, una vez atravesado el desierto,
plantaron sus reales cerca de los egipcios para venir a las manos con ellos.
Allí los auxiliares del egipcio, que eran griegos y carios, irritados contra
Fanes porque había traído contra Egipto un ejército de lengua extraña, tramaron
contra él semejante venganza: tenía Fanes hijos que ha-bía dejado en Egipto;
los condujeron al campamento, a la vista de su padre, colocaron en medio de
entrambos reales un cántaro y trayendo uno a uno los niños los degollaron sobre
él. Cuando acabaron con todos los niños, echaron en el cántaro vino y agua, y
habiendo bebido de la sangre, todos los auxiliares vinieron a las manos. La
batalla fue reñida; gran número cayó de una y otra parte, hasta que los
egipcios volvieron la espalda.
12. Instruido por los egipcios, observé una gran maravilla.
Los huesos de los que cayeron en esta batalla están en montones, aparte unos de
otros (pues los huesos de los persas están aparte, tal como fueron apartados en
un comienzo, y en el otro lado están los de los egipcios). Los cráneos de los
persas son tan endebles que si quieres tirarles un guijarro, los pasarás de
parte a parte; pero los de los egipcios son tan recios que golpeándolos con una
piedra apenas podrás romperlos. Daban de esto la siguiente causa, y me
persuadieron fácilmente: que, desde muy niños, los egipcios se rapan la cabeza,
con lo cual el hueso se espesa al sol. Y esto mismo es la causa de que no sean
calvos, ya que en Egipto se ven menos calvos que en ninguna parte; y ésta es la
causa también de tener recio el cráneo. En cambio la causa de tener los persas
endeble el cráneo es ésta: porque desde un comienzo lo tienen a la sombra,
cubierto con el bonete de fieltro llamado tiara. Tal es lo que observé, e
idéntica observación hice en Papremis, a propósito de los que, junto con
Aquémenes, hijo de Darío, perecieron a manos de Inaro el libio.
13. Los egipcios que volvieron la espalda en la batalla,
huyeron en desorden. Acorralados en Menfis, Cambises envió río arriba una nave
de Mitilene que llevaba un heraldo persa para invitarlos a un acuerdo. Pero
ellos apenas vieron que la nave entraba en Menfis, salieron en tropel de la
plaza, destruyeron la nave, despedazaron a los hombres, y trajeron los miembros
destrozados a la plaza. Después de esto, sufrieron sitio y se entregaron al
cabo de un tiempo. Pero los libios comarcanos, temerosos de lo que había
sucedido en Egipto, se entregaron sin combate a los persas, imponiéndose
tributo y enviando regalos a Cambises. Los de Cirene y de Barca, con igual
temor que los libios, hicieron otro tanto. Cambises recibió benévolamente los
dones de los libios; pero se enfadó con los que habían llegado de Cirene,
porque, a mi parecer, eran mezquinos. En efecto, los cireneos le enviaron
quinientas minas de plata, las que cogió y desparramó entre las tropas por su
misma mano.
14. Al décimo día de rendida la plaza[1]
de Menfis, Cambises hizo sentar en el arrabal, para afrentarle, a Psa-ménito,
rey de Egipto, que había reinado seis meses; le hizo sentar con otros egipcios;
y probó su ánimo del siguiente modo. Vistió a su hija con ropa de esclava y la
envió con su cántaro por agua; y envió con ella otras doncellas, escogidas
entre las hijas de los varones principales, ataviadas de igual modo que la hija
del rey. Cuando pasaron las doncellas, con grito y lloro delante de sus padres,
todos los demás gritaron y lloraron también al ver maltratadas sus hijas; pero
Psaménito divisó a su hija, la reconoció y fijó los ojos en tierra. Después que
pasaron las aguadoras, Cambises le envió su hijo con otros dos mil egipcios de
la misma edad, con dogal al cuello y mordaza en la boca. Iban a expiar la
muerte de los mitileneos que en Menfis habían perecido en su nave, pues los jueces
regios habían sentenciado así, que por cada uno murieran diez egipcios
principales. Psaménito, viéndolos pasar y sabiendo que su hijo era llevado a la
muerte, mientras los egipcios sentados a su alrededor lloraban y hacían gran
duelo, hizo lo mismo que con la hija. Después que pasaron también los
condenados, sucedió que uno de sus comensales, hombre de edad avanzada, despojado
de todos sus bienes y que no poseía nada sino lo que puede tener un mendigo,
pedía limosna al ejército, y pasó junto a Psaménito, hijo de Amasis, y junto a
los egipcios sentados en el arrabal. Así que le vio Psaménito, prorrumpió en
gran llanto, y llamando por su nombre al amigo, empezó a darse de puñadas en la
cabeza. Había allí guardias que daban cuenta a Cambises de cuanto ha-cía
Psaménito ante cada procesión. Admirado Cambises de sus actos, le envió un
mensajero y le interrogó en estos términos: «Psaménito, pregunta Cambises, tu señor,
por qué al ver maltratada tu hija, y marchando a la muerte tu hijo no clamaste
ni lloraste, y concediste este honor al mendigo, quien, según se le ha
informado, en nada te atañe». Así preguntó éste y del siguiente modo respondió
aquél: «Hijo de Ciro, mis males domésticos eran demasiado grandes para
llorarlos, pero la desgracia de mi compañero es digna de llanto, pues cayó de
gran riqueza en indigencia al llegar al umbral de la vejez». Llevada esta
respuesta por el mensajero, la tuvieron por discreta; y, según dicen los
egipcios, lloró Creso (que también había seguido a Cambises en la expedición
contra Egipto), y lloraron los persas que se hallaban presentes; y el mismo
Cambises se enterneció y al punto dio orden de que salvasen al hijo de entre
los condenados a muerte, que retirasen a Psaménito del arrabal y le trajesen a
su presencia.
15. Los que fueron en su busca no hallaron ya vivo
al hijo, que había sido decapitado el primero. A Psaménito lo retiraron y
condujeron ante Cambises; allí vivió en adelante sin sufrir ninguna violencia.
Y si hubiera sabido quedarse tranquilo hubiera recobrado el Egipto para ser su
gobernador; pues acostumbran los persas conceder honores a los hijos de los
reyes, y aunque éstos se les hayan sublevado, devuelven no obstante el mando a
los hijos. Por otros muchos puede probarse que así acostumbran a proceder, y
entre ellos por Taniras, hijo de Inaro el libio, el cual recobró el dominio que
había tenido su padre; y por Pausiris, hijo de Amirteo; pues también él recobró
el dominio de su padre, aun cuando nadie todavía haya causado a los persas
mayores males que Inaro y Amirteo. Pero, no dejando Psaménito de maquinar maldades,
recibió su pago; pues fue convicto de querer sublevar a los egipcios y, cuando
se enteró de ello Cambises, Psaménito bebió sangre de un toro y murió en el acto.
Así terminó este rey.
16. Cambises llegó de Menfis a Sais con ánimo de
hacer lo que en efecto hizo. Apenas entró en el palacio de Amasis, mandó sacar
su cadáver de la sepultura; cuando se cumplió esta orden, mandó azotar el
cadáver, arrancarle las barbas y los cabellos, punzarle y ultrajarle en toda
forma. Cansados de ejecutar el mandato (pues como el cadáver estaba
embalsamado, se mantenía sin deshacerse) Cambises ordenó quemarlo, orden impía
porque los persas creen que el fuego es un dios. En efecto, ninguno de los dos
pueblos acostumbra quemar sus cadáveres; los persas por la razón indicada, pues
dicen que no es justo ofrecer a un dios el cadáver de un hombre; los egipcios,
por estimar que el fuego es una fiera animada que devora cuanto coge y, harta
de comer, muere juntamente con lo que devora; por eso no acostumbran en
absoluto echar los cadáveres a las fieras, y los embalsaman a fin de impedir
que, cuando estén enterrados, los coman los gusanos. Así, la orden de Cambises
era contraria a las costumbres de ambos pueblos. Según dicen los egipcios,
empero, no fue Amasis quien tal padeció, sino otro egipcio que tenía la misma
estatura que Amasis, a quien ultrajaron los persas creyendo ultrajar a Amasis.
Pues cuentan que enterado Amasis merced a un oráculo de lo que había de
sucederle después de muerto, y tratando de remediar lo que le aguardaba,
sepultó a aquel muerto, que fue azotado dentro de su cámara funeraria y ordenó
a su hijo que le colocase en el rincón más retirado de la cámara. Pero en
verdad, estos encargos de Amasis sobre su sepultura y sobre el otro hombre me parece
que nunca se hicieron, y que sin fundamento los egipcios hermosean el caso.
17. Después de esto, Cambises proyectó tres expediciones:
contra los cartagineses, contra los amonios y contra los etíopes de larga vida,
que moran en Libia, junto al mar del Sur. Tomó acuerdo y decidió enviar contra
los cartagineses su armada, contra los amonios parte escogida de su tropa, y
contra los etíopes, primeramente unos exploradores que, so pretexto de llevar
regalos a su rey, viesen si existía de veras la mesa del Sol que se decía
existir entre los etíopes, y observasen asimismo todo lo demás.
18. Dícese que la mesa del Sol es así: hay en el
arrabal un prado lleno de carne cocida de toda suerte de cuadrúpedos; de noche,
los ciudadanos que tienen un cargo público, se esmeran en colocar allí la
carne, y de día viene a comer el que quiere; los del país, pretenden que la
tierra misma produce cada vez los manjares. Dícese que tal es la llamada mesa
del Sol.
19. Cambises, no bien decidió enviar exploradores,
hizo venir de la ciudad de Elefantina aquellos ictiófagos que sabían la lengua
etiópica. Y en tanto que los buscaban, dio orden a su armada de hacerse a la
vela para Cartago. Los fenicios se negaron a ello, por estar ligados, según
decían, por grandes juras y por ser acción impía llevar la guerra contra sus
propios hijos. Rehusando los fenicios, los restantes no estaban en condiciones
de combate. Así escaparon los cartagineses de la esclavitud persa, ya que no
consideró justo Cambises forzar a los fenicios, porque se habían entregado a
los persas de suyo y porque toda la armada dependía de los fenicios. También
los cipriotas se habían entregado de suyo a los persas y tomaban parte en la
expedición contra el Egipto.
20. Luego que los ictiófagos llegaron a Elefantina
a presencia de Cambises, les envió éste a Etiopía, encargándoles lo que debían
decir, y confiándoles regalos: una ropa de púrpura, un collar de oro trenzado,
unos brazaletes, un vaso de alabastro lleno de ungüento, y un tonel de vino
fenicio. Los etíopes a quienes les
enviaba Cambises son, según cuentan, los más altos y hermosos de todos los
hombres. Dícese que entre otras leyes por las que se apartan de los demás hombres,
observan en especial ésta que mira a la realeza: consideran digno de reinar a aquel
de los ciudadanos que juzgan ser más alto y tener fuerza conforme a su talla.
21. Cuando los ictiófagos llegaron a ese pueblo, al
presentar los regalos al rey, dijeron así: «Cambises, rey de los persas,
deseoso de ser tu amigo y huésped, nos envió con orden de entablar relación
contigo, y te da estos regalos que son aquellos cuyo uso más le complace». El
etíope, advirtiendo que venían como espías, les dijo: «Ni el rey de los persas
os envió con regalos porque tenga en mucho ser mi huésped, ni vosotros decís la
verdad ya que pues venís por espías de mi reino, ni es aquél varón justo; que
si lo fuera, no desearía más país que el suyo, ni reduciría a servidumbre a
hombres que en nada le han ofendido. Ahora, pues, entregadle este arco y
decidle estas palabras: «El rey de los etíopes aconseja al rey de los persas
que cuando los persas tiendan arcos de este tamaño con tanta facilidad como yo,
marche entonces con tropas superiores en número contra los etíopes de larga
vida; hasta ese momento, dé gracias a los dioses porque no inspiran a los hijos
de los etíopes el deseo de agregar otra tierra a la propia».
22. Así dijo, y aflojando el arco lo entregó a los
enviados. Tomó después la ropa de púrpura y preguntó qué era y cómo estaba
hecha; y cuando los ictiófagos le dijeron la verdad acerca de la púrpura y su
tinte, él les replicó que eran hombres engañosos y engañosas sus ropas. Segunda
vez preguntó por las joyas de oro, el collar trenzado y los brazaletes; y como
los ictiófagos le explicaran cómo adornarse con ellos, se echó a reír el rey, y
pensando que eran grillos, dijo que entre los suyos había grillos más fuertes
que ésos. Tercera vez preguntó por el ungüento; y luego que le hablaron de su
confección y empleo, dijo la misma palabra que había dicho sobre la ropa de
púrpura. Pero cuando llegó al vino, y se enteró de su confección, regocijado
con la bebida, preguntó de qué se aumentaba el rey y cuál era el más largo
tiempo que vivía un persa. Ellos respondieron que el rey se alimentaba de pan,
explicándole qué cosa era el trigo; y que el término más largo de la vida de un
hombre era ochenta años. A lo cual repuso el etíope que no se extrañaba de que
hombres alimentados de estiércol vivieran pocos años y que ni aun podrían vivir
tan corto tiempo si no se repusieran con su bebida (e indicaba a los ictiófagos
el vino); en ello les hacían ventaja los persas.
23. Los ictiófagos preguntaron a su vez al rey
sobre la duración y régimen de vida de los etíopes; y él les respondió que los
más de ellos llegaban a los ciento veinte años, y algunos aun pasaban de este
término; la carne cocida era su alimento y la leche su bebida. Y como los exploradores
se maravillaban del número de años, los condujo —según cuentan— a una fuente
tal que quienes se bañaban en ella salían más relucientes, como si fuese de
aceite, y que exhalaba aroma como de violetas. Decían los exploradores que el
agua de esta fuente era tan sutil que nada podía sobrenadar en ella, ni madera,
ni nada de lo que es más liviano que la madera, sino que todo se iba al fondo.
Y si en verdad tienen esa agua y es cual dicen, quizá por ella, usándola
siempre, gocen de larga vida. Dejaron la fuente, y los llevó a la cárcel donde
todos los prisioneros estaban atados con grillos de oro, pues entre los etíopes
el bronce es lo más raro y apreciado. Después de contemplar la cárcel,
contemplaron asimismo la llamada mesa del Sol.
24. Tras ella contemplaron por último sus
sepulturas, hechas de cristal, según se dice, y en la siguiente forma: después
de desecar el cadáver, ya como los egipcios, ya de otro modo, le dan una mano
de yeso y lo adornan todo con pintura, imitando en lo posible su aspecto; y
luego le rodean de una columna hueca de cristal, pues se saca de sus minas
cristal abundante y fácil de labrar. Encerrado dentro de la columna, se
transparenta el cadáver, sin echar mal olor y sin ningún otro inconveniente,
con apariencia en todo semejante a la del muerto. Por un año los deudos más
cercanos tienen en su casa la columna, ofreciéndole las primicias de todo, y
haciéndole sacrificios; luego la sacan y colocan esas columnas alrededor de la
ciudad.
25. Después de contemplarlo todo, los exploradores
se volvieron. Cuando dieron cuenta de su embajada, Cambises, lleno de enojo
marchó inmediatamente contra Etiopía, sin ordenar provisión alguna de víveres
ni pensar que iba a llevar sus armas al extremo de la tierra; como loco que era
y sin juicio, así que oyó a los ictiófagos, partió a la guerra, dando orden a
los griegos que formaban parte de su ejército de aguardarle, y llevando consigo
toda su tropa de tierra. Cuando en su marcha llegó a Tebas, escogió del
ejército unos cincuenta hombres, les encargó que redujeran a esclavitud a los
ammonios y prendiesen fuego al oráculo de Zeus; y él al frente del resto del
ejército, se dirigió hacia los etíopes. Antes que el ejército hubiese andado la
quinta parte del camino, ya se habían acabado todos los víveres que tenía, y
después de los víveres se acabaron las acémilas que devoraban. Si al ver esto
hubiese Cambises desistido y llevado de vuelta su ejército, se hubiera mostrado
sabio después de su error del principio; pero, sin parar mientes en nada,
marchaba siempre adelante. Los soldados, mientras podían sacar algo de la
tierra, se mantenían con hierbas, pero cuando llegaron al arenal, algunos de
ellos cometieron una acción terrible: de cada diez sortearon uno y le
devoraron. Informado Cambises de lo que sucedía, y temeroso de que se devoraran
unos a otros, dejó la expedición contra los etíopes, emprendió la vuelta y
llegó a Tebas con gran pérdida de su ejército. De Tebas bajó a Menfis y
licenció a los griegos, para que se embarcaran.
26. Tal fue la suerte de la expedición contra los
etíopes. Las tropas destacadas para la campaña contra los ammonios, partieron
de Tebas y marcharon con sus guías; consta que llegaron hasta la ciudad de
Oasis (que ocupan los samios, originarios, según se dice, de la tribu
escrionia), distante de Tebas siete jornadas de camino a través del arenal;
esta región se llama en lengua griega Isla de los Bienaventurados. Hasta este
paraje es fama que llegó el ejército; pero desde aquí, como no sean los mismos
ammonios o los que de ellos lo oyeron, ningún otro lo sabe: pues ni llegó a los
ammonios ni regresó. Los mismos ammonios cuentan lo que sigue: una vez partidos
de esa ciudad de Oasis avanzaban contra su país por el arenal; y al llegar a
medio camino, más o menos, entre su tierra y Oasis, mientras tomaban el
desayuno, sopló un viento Sur, fuerte y repentino que, arrastrando remolinos de
arena, les sepultó, y de este modo desaparecieron. Así cuentan los ammonios que
pasó con este ejército.
27. Después que Cambises llegó a Menfis, se apareció
a los egipcios Apis, al cual los griegos llaman Épafo; y al aparecerse, los egipcios
vistieron sus mejores ropas y estuvieron de fiesta. Cuando Cambises vio que tal
ha-cían los egipcios, totalmente persuadido de que celebraban estos regocijos
por el mal éxito de su empresa, llamó a los magistrados de Menfis; cuando
estuvieron en su presencia, les preguntó por qué antes, mientras estaba en
Menfis, no habían dado los egipcios muestra alguna de alegría, y la daban
ahora, que volvía con gran pérdida de su ejército. Los magistrados le
explicaron que se les había aparecido un dios que solía aparecerse muy de tarde
en tarde, y que en cuanto aparecía hacían fiesta gozosos todos los egipcios. Al
oír esto, Cambises dijo que mentían y les condenó a muerte por embusteros.
28. Después de matar a los magistrados, llamó Cambises
segunda vez a los sacerdotes; como éstos le dijeron lo mismo replicó Cambises
que no se le había de ocultar si era un dios manso el que les había llegado a
los egipcios. Y sin agregar más mandó a los sacerdotes que le trajeran a Apis;
ellos fueron a traérselo. Este Apis o Épafo es un novillo nacido de una vaca
que después ya no puede concebir otra cría, dicen los egipcios que baja del
cielo un resplandor sobre la vaca, por el cual concibe a Apis. Este novillo
llamado Apis tiene tales señas: es negro con un triángulo blanco en la frente,
la semejanza de un águila en el lomo, los pelos de la cola dobles y un escarabajo
bajo la lengua.
29. Cuando los sacerdotes trajeron a Apis,
Cambises, como que era alocado, desenvainó la daga, y queriendo dar a Apis en
el vientre, le hirió en un muslo; y echándose a reír dijo a los sacerdotes: «Malas
cabezas, ¿así son los dioses, de carne y hueso, y sensibles al hierro? Digno de
los egipcios, por cierto, es el dios; pero vosotros no os regocijaréis de haber
hecho mofa de mí». Dicho esto, mandó a sus ejecutores que azotaran a los
sacerdotes y que mataran a los demás egipcios que sorprendiesen celebrando la
fiesta. Quedó deshecha la festividad de los egipcios, los sacerdotes fueron
castigados, y Apis, herido en un muslo, expiraba tendido en su santuario.
Cuando murió, a consecuencia de la herida, los sacerdotes le sepultaron a
escondidas de Cambises.
30. A causa de esta iniquidad, según cuentan los
egipcios, Cambises enloqueció al punto, si bien ya antes no estaba en su
juicio. En primer término asesinó a Esmerdis, que era hermano suyo de padre y
madre, y a quien había despachado de Egipto a Persia, por envidia, pues había
sido el único que llegó a tender como dos dedos el arco que habían traído los
ictiófagos del etíope, de lo que ningún otro persa había sido capaz. Cuando Esmerdis
hubo partido para Persia, Cambises vio en sueños esta visión: le pareció que
venía de Persia un mensajero y le anunciaba que Esmerdis, sentado sobre el
trono regio, tocaba el cielo con la cabeza. Receloso por su sueño de que su
hermano le asesinase y se apoderase del reino, envió a Persia a Prexaspes, que le
era el más fiel de los persas, para que le matase. Éste subió a Susa y mató a
Esmerdis, según unos sacándole a caza, según otros, llevándole al mar Eritreo y
ahogándole allí.
31. Éste, dicen, fue el primero de los crímenes de
Cambises. En segundo lugar asesinó a su hermana, que le había seguido a Egipto,
y era su esposa y hermana de padre y madre. He aquí cómo se casó con ella:
antes nunca habían acostumbrado los persas casarse con sus hermanas. Cambises
se prendó de una de sus hermanas y quiso casar con ella; como pensaba hacer una
cosa inusitada, convocó a los jueces llamados regios y les preguntó si había
alguna ley que autorizase, a quien lo quisiera, a casar con su hermana. Estos
jueces regios son entre los persas ciertos varones escogidos hasta la muerte o
hasta que se les descubre alguna injusticia. Juzgan los pleitos de los persas y
son intérpretes de las leyes patrias y todo está en sus manos. A la pregunta de
Cambises respondieron a la vez justa y cautamente, diciendo que ninguna ley
hallaban que autorizase al hermano a casar con la hermana, pero sí habían
hallado otra ley que autorizaba al rey de los persas para hacer cuanto
quisiese. Así, no abrogaron la ley por temor de Cambises, y, para no parecer en
defensa de la ley, descubrieron otra en favor del que quería casar con sus
hermanas. Casóse entonces Cambises con su amada, y sin que pasara mucho tiempo,
tomó también a otra hermana. La que mató era la más joven de las dos, que le
había seguido a Egipto.
32. Su muerte, como la de Esmerdis, se cuenta de
dos maneras. Los griegos cuentan que Cambises había azuzado un cachorro de león
contra un cachorro de perro, y que también su mujer miraba la riña. Llevaba el
perrillo la peor parte; pero otro perrillo, su hermano, rompió su atadura,
corrió a su socorro, y siendo dos vencieron al leoncillo. Cambises miraba con
mucho agrado, pero su esposa, sentada a su lado, lloraba; al notarlo Cambises
le preguntó por qué lloraba, y ella respondió que, viendo el cachorro volver
por su hermano, había llorado acordándose de Esmerdis, y pensando que Cambises
no tenía quién volviese por él. A causa de esta palabra dicen los griegos que
murió a manos de Cambises. Pero los egipcios refieren que, estando a la mesa,
la mujer tomó una lechuga, la deshojó y preguntó a su marido cómo le parecía
mejor la lechuga, deshojada o llena de hojas, y respondiéndole Cambises que
llena de hojas, replicó: «Pues tú imitaste una vez esta lechuga, y despojaste
la casa de Ciro». Enfurecido Cambises se lanzó sobre ella, que estaba encinta,
y ella abortó y murió.
33. Tales locuras cometió Cambises contra sus más
cercanos deudos, ora fuese verdaderamente a causa de Apis, ora por otra razón,
pues suelen ser muchas las desventuras que caen sobre los hombres. Se dice, en
efecto, que Cambises padeció de nacimiento una grave enfermedad que llaman
algunos mal sagrado; ciertamente no es increíble que, padeciendo el cuerpo
grave enfermedad, tampoco estuviese sana la mente.
34. Contra los demás persas cometió las siguientes
locuras. Cuentan que dijo a Prexaspes, a quien entre todos honraba (era quien
le traía los recados, y su hijo era copero de Cambises, lo que no era poca
honra). Cuentan, pues, que le dijo: «Prexaspes: ¿cómo me juzgan los persas?
¿Qué dicen de mí?» Prexaspes respondió: «Señor, en todo te alaban mucho, sino
que dicen que te inclinas al vino más de lo debido». Eso dijo de los persas, y
Cambises, encolerizado, replicó en estos términos: «¿Ahora, pues, dicen de mí
los persas que me entrego al vino y he perdido la razón? Entonces tampoco lo
que decían antes era verdad». Porque hallándose una vez antes en consejo con
los persas y con Creso, preguntó Cambises cómo le juzgaban comparado con su
padre Ciro. Respondieron ellos que era mejor que su padre, pues no sólo poseía
todos sus dominios, sino que les había añadido el Egipto y el mar. Así dijeron
los persas, pero Creso, que estaba presente, descontento de la sentencia, dijo
a Cambises: «Pues a mí, hijo de Ciro, no me pareces semejante a tu padre, pues
no tienes todavía un hijo como el que él dejó en ti». Se agradó Cambises de lo
que había oído y celebró la sentencia de Creso.
35. Haciendo memoria de este suceso, Cambises, airado
dijo a Prexaspes: «Mira, pues, si los persas dicen la verdad o si son ellos los
que desatinan al censurarme. Si disparo contra tu hijo, que está de pie en la
antesala, y le acierto en medio del corazón, quedará claro que lo que dicen los
persas nada vale pero si yerro, quedará claro que los persas dicen la verdad y
yo no estoy en mi juicio». Al decir esto tendió el arco —según cuentan— y tiró
contra el mancebo; cayó éste y Cambises le mandó abrir para examinar el tiro; y
al hallarse la flecha clavada en el corazón, se echó a reír y, lleno de gozo,
dijo al padre del mancebo: «Prexaspes, manifiesto ha quedado que no soy yo el
loco, sino los persas los que desatinan. Dime ahora: ¿viste jamás entre todos
los hombres alguien que tan certeramente disparase?» Prexaspes, viendo a un
hombre que no estaba en su juicio, y temiendo por sí mismo, respondió: «Señor,
a mí me parece que ni Dios mismo tira tan bien». Tal fue lo que cometió
entonces; en otra ocasión, sin ninguna causa seria, mandó enterrar vivos y
cabeza abajo, a doce persas de la primera nobleza.
36. Ante tales actos, Creso el lidio, juzgó
oportuno amonestarle en estos términos: «Rey, no sueltes en todo la rienda al
brío juvenil, antes contente y reprímete. Bueno es ser previsor y sabia cosa la
previsión. Tú das muerte, sin ninguna causa seria, a hombres que son tus compatriotas;
das muerte a mancebos. Si haces muchos actos semejantes, mira que los persas no
se te subleven. A mí tu padre me encargó encarecidamente que te amonestara y
advirtiera lo que juzgase conveniente». Así le aconsejaba Creso dándole
muestras de amor; pero Cambises le contestó en estos términos: «¿Y tú te
atreves a aconsejarme?; ¿tú que tan bien gobernaste tu propia patria, y tan
bien aconsejaste a mi padre, exhortándole a pasar el Araxes y marchar contra
los maságetas, cuando querían ellos pasar a nuestros dominios? A ti mismo te
perdiste dirigiendo mal a tu patria, y perdiste a Ciro que te escuchaba. Pero
no te alegrarás, pues mucho hace que necesitaba tomar un pretexto cualquiera
contra ti». Así diciendo, empuñaba su arco para dispararlo contra Creso, pero
éste salió corriendo. Cambises, como no podía alcanzarle con sus flechas,
ordenó a sus servidores que le cogieran y mataran. Los servidores, que conocían
su humor, escondieron a Creso con este cálculo: si se arrepentía Cambises y le
echaba de menos, se lo presentarían y recibirían regalos por haberle salvado la
vida; y si no se arrepentía ni le echaba de menos, entonces le matarían. Y en
verdad, no mucho tiempo después, Cambises echó de menos a Creso, y enterados de
ello los servidores le anunciaron que Creso vivía. Dijo Cambises que se alegraba
de que estuviera vivo Creso, pero que los que le habían salvado lo pagarían con
la muerte. Y así lo hizo.
37. Muchas locuras como ésas cometió Cambises, así
contra los persas como contra los aliados, mientras se detenía en Menfis, donde
abría los antiguos sepulcros y examinaba los cadáveres. Entonces fue también
cuando entró en el santuario de Hefesto e hizo gran burla de su estatua. Porque
esta estatua de Hefesto es muy semejante a los patecos de Fenicia, que
los fenicios llevan en la proa de sus trirremes. Para quien no los haya visto,
haré esta indicación: es la imagen de un pigmeo. Asimismo Cambises entró en el
santuario de los cabiros, donde no es lícito entrar a otro que el sacerdote, y
hasta quemó las estatuas después de mucho mofarse. Esas estatuas también son
semejantes a las de Hefesto, de quien, según dicen, son hijos los cabiros.
38. Por todo esto es para mí evidente que Cambises
padecía gran locura; de otro modo, no hubiera intentado burlarse de las cosas
santas y consagradas por la costumbre. Pues si a todos los hombres se
propusiera escoger entre todas las costumbres las más hermosas, después de
examinadas, cada cual se quedaría con las propias: a tal punto cada cual tiene
por más hermosas las costumbres propias. Por lo que parece que nadie sino un
loco las pondría en ridículo. Y que tal opinen acerca de sus costumbres todos
los hombres, por muchas pruebas puede juzgarse y señaladamente por ésta: Darío,
durante su reinado, llamó a los griegos que estaban con él y les preguntó cuánto
querían por comerse los cadáveres de sus padres. Respondiéronle que por ningún
precio lo harían. Llamó después Darío a unos indios llamados calacias, los
cuales comen a sus padres, y les preguntó en presencia de los griegos (que por
medio de un intérprete comprendían lo que se decía) cuánto querían por quemar
los cadáveres de sus padres, y ellos le suplicaron a grandes voces que no
dijera tal blasfemia. Tanta es en estos casos la fuerza de la costumbre; y me
parece que Píndaro escribió acertadamente cuando dijo que «la costumbre es
reina de todo».
39. Mientras Cambises hacía su expedición contra el
Egipto emprendieron los lacedemonios su campaña contra Samo y contra
Polícrates, hijo de Eaces, que en una revolución se había apoderado de Samo. Al
principio, dividió en tres partes el Estado y las distribuyó entre sus hermanos,
Pantagnoto y Silosonte, pero después, como matara al uno y desterrara al más
joven, Silosonte, poseyó la isla entera. En posesión de ella, ajustó un tratado
de hospitalidad con Amasis, rey de Egipto, a quien envió presentes y de quien
los recibió. En poco tiempo prosperaron de pronto los asuntos de Polícrates, y
andaban de boca en boca por Jonia y por el resto de Grecia, porque dondequiera
dirigiese sus tropas, todo le sucedía prósperamente. Tenía cien naves de
cincuenta remos y mil arqueros; pillaba y atropellaba a todo el mundo sin
respetar a nadie porque, decía, más favor se hacía a un amigo restituyéndole lo
que le había quitado que no quitándoselo nunca. Se había apoderado de muchas
islas y de no pocas ciudades del continente y, particularmente, había vencido
en combate naval y tomado prisioneros a los lesbios (quienes ayudaban con todas
sus tropas a los milesios), los cuales, encadenados, abrieron todo el foso que
ciñe los muros de Samo.
40. Amasis no ignoraba la gran prosperidad de Polícrates,
pero esa misma prosperidad le preocupaba. Y co-mo siguiera creciendo mucho más,
escribió en un papiro estas palabras y las envió a Samo: «Amasis dice así a Polícrates.
Dulce es enterarse de la prosperidad de un huésped y amigo; pero tus grandes
fortunas no me agradan, porque sé que la divinidad es envidiosa. En cierto
modo, yo preferiría para mí, y para los que amo, triunfar en unas cosas y
fracasar en otras, pasando la vida en tal vicisitud antes que ser dichoso en
todo; porque de nadie oí hablar que, siendo dichoso en todo no hubiese acabado
miserablemente, en completa ruina. Obedéceme, pues, y haz contra la fortuna lo
que te diré. Piensa, y cuando halles la alhaja de más valor, y por cuya pérdida
más sufras, arrójala, de modo que nunca más aparezca entre los hombres. Y si
después de esto tus fortunas no alternan con desastres, remédiate de la manera
que te aconsejo».
41. Leyó Polícrates la carta, y comprendiendo que
Amasis le aconsejaba bien, buscó cuál sería la alhaja cuya pérdida más afligiría
su alma; y buscándolo halló que sería ésta: tenía un sello que solía llevar,
engastado en un anillo de oro; era una piedra esmeralda, obra de Teodoro de Samo,
hijo de Telecles. Resuelto, pues, a desprenderse de ella, hizo así: tripuló una
de sus naves de cincuenta remos, se embarcó en ella, y luego ordenó entrar en
alta mar; y cuando estuvo lejos de la isla, se quitó el anillo a vista de toda
la tripulación, y lo arrojó al mar. Después de hecho, dio la vuelta y llegó a
su palacio lleno de pesadumbre.
42. Pero al quinto o sexto día le sucedió este
caso. Un pescador cogió un pez grande y hermoso que le pareció digno de darse
como regalo a Polícrates; fue con él a las puertas del palacio y dijo que
quería llegar a presencia de Polícrates, concedido lo cual, dijo al entregar el
pez: «Rey, cogí este pescado y no juzgué justo llevarlo al mercado, aunque vivo
del trabajo de mis manos, antes me pareció digno de ti y de tu majestad. Por
eso lo traigo y te lo doy». Agradado Polícrates de sus palabras, le respondió
así: «Muy bien has hecho; doblemente te lo agradezco por tus palabras y por tu
regalo, y te invitamos a comer». El pescador volvió a su casa muy ufano con el
agasajo. Pero los criados de Polícrates al partir el pescado, hallaron en su
vientre el sello de Polícrates. No bien lo vieron y lo tomaron a toda prisa, lo
llevaron gozosos a Polícrates, y al entregarle el sello le contaron de qué modo
lo habían hallado. Como a él le pareció aquello cosa divina, escribió en un
papiro cuanto había hecho y cuanto le había acontecido, y después de escribir
lo envió a Egipto.
43. Leyó Amasis el papiro que llegaba de parte de
Polícrates, y comprendió que era imposible para un hom-bre librar a otro de lo
que le estaba por venir, y que Polícrates, en todo tan afortunado que aun lo
que arrojaba encontraba, no había de acabar bien. Envió un heraldo a Samo y
declaró que disolvía el tratado de hospitalidad. Hizo esto por el siguiente
motivo: para que, cuando una grande y terrible desdicha cayera sobre
Polícrates, no tuviera que sufrir él por la suerte de su huésped.
44. Contra este hombre, pues, dichoso en todo, hacían
una expedición los lacedemonios, llamados al socorro de los samios que después
fundaron a Cidonia en Creta. Polícrates, a escondidas de los samios, despachó
un he-raldo a Cambises, hijo de Ciro, que estaba reuniendo el ejército contra
Egipto, y le pidió que enviara a Samo una embajada para pedirle tropa. Al oír
esto, Cambises envió de buena gana a Samo a pedir a Polícrates le mandase su
flota contra el Egipto. Polícrates eligió de entre los ciudadanos los más
sospechosos de rebeldía y los despachó en cuarenta trirremes, encargando a Cambises
no los enviara de vuelta.
45. Dicen unos que no llegaron a Egipto los samios
despachados por Polícrates, sino que al acercarse en su navegación a Cárpato,
cayeron en la cuenta y acordaron no pasar adelante. Dicen otros que llegaron a
Egipto, y, aunque vigilados, desertaron de allí. Al volver a Samo, Polícrates
les salió al encuentro con sus naves y les presentó batalla; quedaron
victoriosos los que regresaban y desembarcaron en la isla, pero fueron
derrotados en un combate y entonces se hicieron a la vela para Lacedemonia. Hay
quienes dicen que los fugitivos de Egipto también por tierra vencieron a
Polícrates; pero, a mi parecer, no dicen bien: pues no tendrían ninguna
necesidad de llamar en su socorro a los lacedemonios, si ellos mismos se
bastaban para someter a Polícrates. Además, no es verosímil que un hombre que
poseía gran muchedumbre de auxiliares, mercenarios y arqueros del país, fuera
derrotado por los samios que regresaban, pocos en número. Polícrates había
juntado en los arsenales a los hijos y mujeres de los ciudadanos que estaban a
su mando, y si éstos se entregaban a los que regresaban, los tenía listos para
quemarlos con los mismos arsenales.
46. Cuando los samios expulsados por Polícrates llegaron
a Esparta, se presentaron ante los magistrados y hablaron largamente, como muy
necesitados. Respondieron los magistrados en la primera audiencia que no recordaban
el principio de la arenga ni habían entendido el fin. Luego, al presentarse por
segunda vez, los samios trajeron una alforja y sólo dijeron: «la alforja
necesita harina». Los magistrados les respondieron que «la alforja» estaba de
más, pero resolvieron socorrerles.
47. Luego que hicieron sus preparativos, emprendieron
los lacedemonios la expedición contra Samo, pagando un beneficio según dicen
los samios, pues antes ellos les habían socorrido con sus naves contra los mesenios;
aunque, según dicen los lacedemonios, no emprendieron tanto la expedición para
vengar a los samios que les pedían ayuda, como para vengarse del robo de la copa
que llevaban a Creso, y del coselete que les enviaba en don Amasis rey de
Egipto. Los samios, en efecto, habían arrebatado el coselete un año antes que
la copa. Era de lino, con muchas figuras entretejidas con oro y lana de árbol;
pero lo que lo hace digno de admiración es cada hilo ya que, con ser delgado,
tiene en sí trescientos sesenta hilos, todos visibles. Idéntico a éste es asimismo
el coselete que Amasis consagró a Atenea en Lindo.
48. También los corintios colaboraron con empeño
para que se efectuase la expedición contra Samo. Porque también habían recibido
de los samios un ultraje una generación antes de esta expedición, al mismo
tiempo que el robo de la copa. Periandro, hijo de Cípselo, despachó a Sardes al
rey Aliates trescientos niños de las primeras familias de Corcira, para que los
hiciese eunucos. Cuando los corintios que conducían a los niños arribaron a
Samo, informados los samios del motivo con que se los llevaba a Sardes, lo
primero enseñaron a los niños a no apartarse del santuario de Ártemis, y luego
no permitieron que se arrancase del santuario a los suplicantes, y como los
corintios no dejaban pasar víveres para los niños, los samios instituyeron una
festividad que se celebra todavía del mismo modo. Al caer la noche, todo el tiempo
que los niños se hallaban como suplicantes, formaban coros de doncellas y
mancebos, y al formarlos establecieron la costumbre de que llevasen tortas de
sésamo y miel para que los niños de Corcira se las quitasen y tuviesen
alimento. Así se hizo hasta que los guardias corintios de los niños se
marcharon y los abandonaron. Los samios llevaron de vuelta los niños a Corcira.
49. Si a la muerte de Periandro los corintios
hubiesen estado en buenas relaciones con los corcireos, no hubieran colaborado
en la expedición contra Samo a causa de ese motivo; el caso es que desde que
colonizaron la isla, siempre están en desacuerdo, aunque son de una misma
sangre. Por esa causa los corintios guardaban rencor a los samios.
50. Periandro envió a Sardes los niños escogidos de
entre los principales corcireos para que los hiciesen eunucos, en venganza: porque
los corcireos fueron los que empezaron por cometer contra él un crimen inicuo.
En efecto: después que Periandro quitó la vida a su misma esposa Melisa,
aconteció que de la desgracia pasada le pasó esta otra. Tenía dos hijos habidos
en Melisa, uno de dieciséis y otro de dieciocho años de edad. Su abuelo,
Procles, que era tirano de Epidauro, envió por ellos y les agasajó como era
natural, siendo hijos de su hija. Al tiempo de despedirles, les dijo mientras
les acompañaba: «Hijos míos, ¿sabéis acaso quién mató a vuestra madre?» El
mayor no tuvo en cuenta para nada esa palabra; pero el menor, cuyo nombre era
Licofrón, se afligió de tal modo al oírla que vuelto a Corinto, no quiso hablar
a su padre, porque era el asesino de su madre; cuando le hablaba no le
respondía y si le interrogaba no le decía palabra. Al fin, Periandro, lleno de
enojo, le echó de su palacio.
51. Después de echarle, Periandro interrogó al
mayor sobre lo que le había dicho su abuelo materno. El mozo le contó con qué
agasajo les había recibido, pero no recordó aquella palabra que Procles había
dicho al despedirles, como que no la había comprendido; Periandro dijo que
aquél no podía menos de haberles aconsejado algo, y porfiaba en la
interrogación; hizo memoria el mozo y lo refirió también. Comprendió Periandro,
y resuelto a no mostrar flojedad alguna, envió un mensajero a aquellos con
quienes moraba el hijo arrojado por él, prohibiéndoles que le recibieran en su
casa; y cuando el joven, rechazado, iba a otra casa, era rechazado también de
ésa, porque Periandro amenazaba a los que le habían recibido y ordenaba que le
arrojasen. Así rechazado, se fue a casa de otros amigos, quienes, aunque llenos
de temor, al cabo, por ser hijo de Periandro, le recibieron.
52. Al fin, Periandro echó un bando para que quien
le acogiera en su casa o le hablara tuviera que pagar una multa dedicada a
Apolo, y fijaba su importe. A consecuencia de este pregón nadie quería hablarle
ni recibirle en su casa, y por lo demás él mismo no tenía por bien intentar lo
prohibido y, sin cejar en su proceder, andaba bajo los pórticos. Al cuarto día,
viéndole Periandro sucio y hambriento, se apiadó, y aflojando su cólera, se le
acercó y le dijo: «Hijo, ¿cuál de estas dos cosas es preferible, el estado en
que por tu voluntad te encuentras o ser dócil a tu padre y heredar el señorío y
los bienes que hoy poseo? Siendo hijo mío y rey de la opulenta Corinto, has
elegido una vida de pordiosero, por oponerte y encolerizarte contra quien menos
debías. Si alguna desgracia hubo en aquello por lo cual me miras con recelo,
para mí la hubo y yo soy el que llevo la peor parte pues soy el que lo cometí.
Tú que has podido ver cuánto más vale ser envidiado que compadecido, y a la
vez, cuán grave es enemistarte con tus padres y con tus superiores, vuelve a
palacio». Así quería aplacarle Periandro, pero el joven no dio a su padre más
respuesta, que decirle que debía la multa dedicada al dios por haberle hablado.
Vio Periandro que el mal de su hijo era irremediable e invencible, y le apartó
de su vista, enviándole en una nave para Corcira, de donde era también
soberano. Después de enviarle, Periandro marchó contra su suegro Procles, a
quien tenía por el principal autor de sus presentes desventuras; tomó a
Epidauro y tomó a Procles, a quien tuvo cautivo.
53. Andando el tiempo, como Periandro había envejecido
y reconocía que ya no era capaz de vigilar y despachar los negocios, envió a
Corcira para invitar a Licofrón a la tiranía; pues en el hijo mayor no veía
capacidad y le tenía por algo menguado. Pero Licofrón ni se dignó responder al
que llevaba el mensaje. Periandro, aferrado al joven, volvió a enviarle
mensaje, esta vez con su hermana, e hija suya, pensando que escucharía a ella
más que a nadie. Cuando llegó, le habló así: «Niño ¿quieres que la tiranía
caiga en otras manos, y que la casa de tu padre se pierda, antes que partir de
aquí y poseerla tú mismo? Ve al palacio, no más castigo contra ti mismo. Necio
es el amor propio, no cures mal con mal. Muchos prefieren la equidad a la
justicia. Ya muchos por reclamar la herencia materna han perdido la paterna. La
tiranía es resbaladiza y tiene muchos pretendientes; él está ya viejo y caduco.
No entregues a los extraños tus propios bienes». Enseñada por su padre, la
hermana le proponía las más persuasivas razones; y con todo Licofrón respondió
que mientras supiera que vivía su padre, jamás volvería a Corinto. Después que
la hija dio cuenta de esa respuesta, Periandro, por tercera vez envió a su hijo
un heraldo; pensaba ir él a Corcira, y le invitaba a venirse a Corinto, y sucederle
en la tiranía. Como convino el hijo en estos términos, Periandro se disponía a
pasar a Corcira, y el hijo a Corinto. Noticiosos los corcireos de estos
particulares, dieron muerte al joven para impedir que Periandro viniese a su
tierra. Por ese crimen Periandro quiso vengarse de los corcireos.
54. No bien llegaron los lacedemonios con una gran
expedición, pusieron sitio a Samo. Atacaron los muros y escalaron el baluarte
que está junto al mar en el arrabal de la ciudad, pero luego acudió al socorro
Polícrates en persona con mucha tropa, y fueron rechazados. Por el baluarte
superior, que está en la cresta del monte, atacaron los auxiliares y muchos de
los mismos samios, y después de sostener por poco tiempo el ataque de los lacedemonios,
se dieron a la fuga; aquéllos les persiguieron y mataron.
55. Si ese día todos los lacedemonios presentes se
hubieran portado como Arquias y Licopas, Samo habría caído. En efecto: Arquias
y Licopas fueron los únicos que irrumpieron en la plaza con los samios que
huían; y, cortada la retirada, murieron dentro de la ciudad de los samios. Yo
mismo me encontré en Pitana (pues de este demo era) con un descendiente en
tercer grado de ese Arquias: otro Arquias, hijo de Samio, hijo de Arquias; los
forasteros a quienes más honraba eran los samios; y decía que habían puesto a
su padre el nombre de Samio porque el padre de éste, Arquias, había muerto
distinguiéndose en Samo; y decía que honraba a los samios porque públicamente
habían dado honrosa sepultura a su abuelo.
56. Pasados cuarenta días de sitio, viendo los lacedemonios
que la empresa nada adelantaba, se volvieron al Peloponeso. Según cuenta la
historia menos juiciosa, pero difundida, Polícrates acuñó gran cantidad de moneda
del país, de plomo, la doró y la dio a los lacedemonios; éstos la recibieron y
entonces se volvieron. Esta expedición fue la primera que hicieron contra el
Asia los lacedemonios dorios.
57. Los samios que habían marchado contra Polícrates,
ya que los lacedemonios estaban por abandonarles, hiciéronse también a la vela
rumbo a Sifno. Porque necesitaban dinero, y a la sazón la situación de los
sifnios se hallaba en auge y eran los más ricos de todos los isleños, pues
tenían en su isla minas de oro y plata; a tal punto, que del diezmo de las
riquezas producidas en el país consagraron en Delfos un tesoro que no cede a
los más ricos; y cada año se repartían las riquezas producidas. Al tiempo,
pues, de construir su tesoro, preguntaron al oráculo si era posible que les
durase mucho tiempo su presente prosperidad, y la Pitia les respondió así:
Pero cuando sea blanco el pritaneo de Sifno
y blanco el borde del ágora, precisas un varón
sabio
contra el pregonero rojo y la emboscada de leño.
Por entonces tenían los sifnios el foro y el
pritaneo adornados con mármol pario.
58. No fueron capaces de comprender ese oráculo, ni
entonces mismo ni cuando los samios llegaron. Pues los samios, apenas arribados
a la isla, destacaron una de sus naves, que llevaba embajadores a la ciudad.
Antiguamente todas las naves estaban pintadas de almagre, y esto era lo que la
Pitia predecía a los sifnios: que se guardasen de la emboscada de leño y del
pregonero rojo. Llegaron, pues, los mensajeros y rogaron a los sifnios les
prestasen diez talentos. Como los sifnios se negaran a prestárselos, los samios
empezaron a saquearles la tierra. Enterados los sifnios, acudieron
inmediatamente al socorro; trabaron combate con ellos y fueron derrotados; a
muchos cortaron los samios la retirada hacia la plaza; y, luego de esto,
exigieron cien talentos.
59. Con esta suma compraron a los hermiones la isla
Hidrea, en la costa del Peloponeso, y la entregaron en depósito a los
trecenios; ellos poblaron a Cidonia, en Creta, bien que no se habían embarcado
con este fin, sino para arrojar a los zacintios de la isla. Permanecieron en
ésta con próspera fortuna cinco años, de modo que ellos son los que edificaron
los santuarios que hay ahora en Cidonia, y el templo de Dictina. Al sexto año,
les vencieron los eginetas en una batalla naval y les hicieron esclavos con
ayuda de los cretenses; los vencedores cortaron los espolones de las galeras,
hechos en forma de jabalí, y los consagraron en el templo de Atenea en Egina.
Tal hicieron los eginetas movidos de encono contra los samios. En efecto: los
samios fueron los primeros, cuando Antícrates reinaba en Samo, en entrar en
campaña contra Egina, causando y sufriendo grandes calamidades. Tal, pues, fue
la causa.
60. Algo más me he alargado al hablar de los samios
porque han ejecutado las tres obras más grandes entre todos los griegos. En su
monte de ciento cincuenta brazas de altura, abrieron un túnel que comienza al
pie, y de dos bocas. El túnel tiene siete estadios de largo y ocho pies de alto
y de ancho. A lo largo está abierto otro conducto de veinte codos de
profundidad y tres pies de ancho, por el cual llega hasta la ciudad el agua
llevada en arcaduces y tomada desde una gran fuente. El arquitecto de este tunel
fue Eupalino de Mégara, hijo de Náustrofo. Esa es una de las tres obras. La
segunda es su muelle, alrededor del puerto y levantado dentro del mar, de
veinte brazas y más de hondo, y el largo del muelle es mayor de dos estadios.
La tercera obra que han hecho es un templo, el mayor de todos los templos que
hayamos visto, cuyo primer arquitecto fue Reco, natural de Samo e hijo de Files.
A causa de estas obras me he alargado más al hablar de los samios.
61. Mientras Cambises, hijo de Ciro, se detenía en
Egipto cometiendo locuras, se sublevaron dos magos hermanos, a uno de los
cuales había dejado Cambises por guardián de su palacio. Este mago, pues, se
sublevó luego de observar que se mantenía secreta la muerte de Esmerdis, que
eran pocos los persas sabedores de ella, y que los más le creían vivo. En
consecuencia, atacó a la casa reinante con el siguiente plan. Tenía un hermano
mago (quien, como dije, se sublevó con él), en extremo semejante en rostro a
Esmerdis, hijo de Ciro, a quien había muerto Cambises a pesar de ser su propio
hermano. Y no sólo era semejante en rostro a Esmerdis, sino también tenía el
mismo nombre: Esmerdis. El mago Paticites convenció a este hombre de que
allanaría todas las dificultades y le colocó en el trono real. Luego de esto despachó
correos, tanto a las demás partes, como asimismo al Egipto, para intimar al
ejército que en adelante se había de obedecer a Esmerdis, hijo de Ciro, y no a
Cambises.
62. En efecto: no sólo los demás heraldos hicieron
esta proclama, sino también el enviado al Egipto (que halló a Cambises, con su
ejército en Ecbatana, lugar de la Siria) se colocó en medio del campo y pregonó
lo que le había encargado el mago. Oyó Cambises el pregón de boca del heraldo,
y pensando que decía verdad y que le había traicionado Prexaspes (esto es, que
enviado para dar muerte a Esmerdis, no lo había hecho), miró a Prexaspes y
dijo: «Prexaspes, ¿así cumpliste las órdenes que te di?». Y aquél respondió:
«Señor, no es verdad que Esmerdis, tu hermano, se haya sublevado ni que te mueva
querella, grande o pequeña; pues yo mismo ejecuté lo que me ordenaste y con mis
propias manos le di sepultura. Si es verdad que los muertos resucitan, espera
que aun el medo Astiages no se te subleve; pero si todo sigue como antes, no
estallará ninguna rebelión, por lo menos de parte de Esmerdis. Por ahora me
parece que persigamos al heraldo, le examinemos y le preguntemos de parte de
quién viene a intimarnos obediencia al rey Esmerdis».
63. Así dijo Prexaspes; y como gustó de ello Cambises,
inmediatamente envió a buscar al heraldo, quien vol-vió y, una vez llegado le
preguntó así Prexaspes: «Heraldo, ya que dices venir como mensajero de Esmerdis,
hijo de Ciro, di ahora la verdad y vete enhorabuena. ¿Fue el mismo Esmerdis
quien se mostró en tu presencia y te dio esas órdenes, o fue alguno de sus
criados?» Y respondió aquél: «Yo, desde que el rey Cambises partió para Egipto,
nunca más he visto a Esmerdis, hijo de Ciro. El mago a quien dejó Cambises por
encargado del palacio me dio esas órdenes diciendo que era Esmerdis, hijo de
Ciro, quien mandaba decíroslas». Así les habló sin faltar en nada a la verdad,
y Cambises dijo: «Prexaspes, como hombre de bien cumpliste lo mandado y estás
libre de culpa. Pero ¿quién podrá ser ese persa rebelde que se ha alzado con el
nombre de Esmerdis?» Aquél respondió: «Me parece comprender lo que ha sucedido,
rey. Los magos son los sublevados: Paticites, a quien dejaste por guardián del
palacio, y su hermano Esmerdis».
64. Al oír entonces Cambises el nombre de Esmerdis,
le conmovió la verdad de las palabras, y de la visión en que le pareció que
alguien le anunciaba en sueños que, sentado Esmerdis sobre el trono real,
tocaba el cielo con la cabeza. Comprendiendo cuán en balde había hecho perecer
a su hermano, lloró a Esmerdis; y después de llorar y lamentarse por todo el
caso, saltó a caballo, con la intención de marchar a toda prisa a Susa contra
el mago. Y al saltar a caballo, se desprendió de la vaina de la espada el pomo,
y la espada desnuda le hirió en el muslo. Herido en la parte misma en que antes
había herido al dios de los egipcios, Apis, y pareciéndole mortal la herida,
preguntó Cambises por el nombre de la ciudad, y le dijeron que era Ecbatana.
Tiempo atrás, un oráculo venido de la ciudad de Buto le había profetizado que
acabaría su vida en Ecbatana. Cambises pensaba que moriría viejo en Ecbatana de
Media, donde tenía toda su hacienda, pero el oráculo se refería por lo visto a
la Ecbatana de la Siria. Y entonces al preguntar y oír el nombre de la ciudad,
atormentado por el dolor que le causaba el caso del mago y la herida, recobró el juicio comprendiendo el oráculo dijo:
«Aquí quiere el destino que acabe Cambises, hijo de Ciro».
65. Nada más dijo entonces; unos veinte días
después convocó a los persas más principales que estaban con él y les habló en
estos términos: «Persas, me veo obligado a descubriros lo que más que cosa alguna escondía. Cuando yo
estaba en Egipto tuve en sueños una visión, que ojalá nunca hubiera tenido; me
pareció que un mensajero venido de mi casa anunciaba que Esmerdis, sentado en
el trono real, tocaba el cielo con la cabeza. Temeroso de verme privado del
poder por mi hermano, obré con más prisa que discreción; pues sin duda no cabía
en la naturaleza humana impedir lo que había de suceder; pero yo, insensato,
envié a Susa a Prexaspes para matar a Esmerdis. Cometido tan gran crimen vivía
seguro, sin pensar en absoluto que, quitado de en medio Esmerdis, persona
alguna se me sublevara. Pero me engañé totalmente con lo que había de suceder,
me he hecho fratricida sin ninguna necesidad, y me veo con todo despojado de mi
reino; porque era Esmerdis el mago, aquel que en mi visión la divinidad me
previno que se sublevaría. Lo que cometí, cometido está; no contéis más con que
existe Esmerdis, hijo de Ciro. Los magos se han apoderado del reino; el que
dejé por encargado de palacio, y su hermano Esmerdis. Aquel que más que nadie
debiera vengarme del ultraje que he recibido de los magos, murió de muerte
impía por el más allegado de sus parientes. Lo más necesario de lo que resta es
encargaros a vosotros, persas (en segundo término, ya que no vive mi hermano),
lo que quiero se haga a mi muerte. Os conjuro, pues, a todos vosotros y en
particular a los Aqueménidas presentes, invocando todos los dioses de la casa
real, que no toleréis que la supremacía vuelva a los medos: sino que si con
engaño la han adquirido, con engaño se la quitéis; si con fuerza la usurparon,
con fuerza, y por violencia la recobréis. Si así lo hiciereis, ojalá la tierra
os dé fruto, ojalá sean fecundas vuestras mujeres y vuestras greyes, y seáis
siempre libres. Pero si no recobrareis el imperio ni acometiereis la empresa, ruego
que os suceda todo lo contrario y, además, que tenga cada persa un fin como el
que yo he tenido». Y al decir estas palabras, lloraba Cambises su destino.
66. Los persas al ver llorar a su rey rasgaron
todos las vestiduras que llevaban y prorrumpieron en infinitos lamentos. Poco
después, como se cariase el hueso y se pudriese en seguida el muslo, el mal se
llevó a Cambises, hijo de Ciro, después de reinar siete años y cinco meses, y
sin dejar prole alguna; ni varón ni hembra, fue muy duro de creer a los persas
presentes que los magos poseyesen el mando; antes sospecharon que lo que
Cambises había dicho acerca de la muerte de Esmerdis era calumnia para
denigrarle y enemistarles con todos los persas. Ellos pues, creían que
Esmerdis, hijo de Ciro, era quien se había constituido en rey, porque
Prexaspes, por su parte, negaba tenazmente haber dado muerte a Esmerdis, pues
muerto Cambises, no era seguro para él confesar que había hecho perecer con sus
propias manos al hijo de Ciro.
67. Así, pues, a la muerte de Cambises, el mago,
usurpando el nombre de Esmerdis, su tocayo, reinó sin temor los siete meses que
faltaban a Cambises para completar los ocho años. En ellos hizo grandes
mercedes a todos sus súbditos, de suerte que cuando murió todos los pueblos de
Asia, excepto los persas, le echaron de menos, pues el mago envió emisarios a
cada pueblo de sus dominios, para proclamar exención de milicia y tributo por
tres años.
68. Proclamó esto, enseguida que subió al poder; pero
al octavo mes fue descubierto del siguiente modo. Otanes, hijo de Farnaspes,
figuraba entre los primeros persas en nobleza y en riqueza. Este Otanes fue el
primero que entró en sospecha de que el mago no era Esmerdis, hijo de Ciro,
sino quien verdaderamente era, fundándose en que no salía del alcázar y en que
no llamaba a su presencia a ninguno de los persas principales. Movido de esta
sospecha, hizo como sigue: Cambises había tenido por mujer una hija suya, de
nombre Fedima, y la tenía entonces el mago, quien vivía con ella así como con todas
las demás mujeres de Cambises. Mandó, pues, Otanes a preguntar a su hija con
qué hombre dormía, si con Esmerdis, hijo de Ciro, o con algún otro. Mandó ella
a contestar que lo ignoraba, puesto que nunca antes había visto a Esmerdis,
hijo de Ciro, ni sabía quién era el que con ella vivía. Envió Otanes por
segunda vez y dijo: «Si no conoces tú misma a Esmerdis, hijo de Ciro, pregunta a
Atosa con quién vivís, así ella como tú, pues ella sin duda no puede menos de
conocer a su propio hermano». Respondió a esto Fedima: «Ni puedo abocarme con
Atosa, ni verme con ninguna otra de las mujeres que moran conmigo. Apenas este hombre,
sea quien quiera, tomó posesión del reino, nos dispersó alojándonos a cada una
en otra parte».
69. Al oír esto, Otanes vio más clara la impostura.
Envió a su hija un tercer mensaje que decía así: «Hija, tú que eres bien nacida,
debes acoger el peligro al que tu padre te ordena exponerte, pues si de veras
no es Esmerdis, hijo de Ciro, sino quien yo presumo, es preciso que ese
impostor que duerme contigo y detenta el imperio de los persas, no se retire
contento, sino que lleve su castigo. Ahora, pues, haz lo que te digo: cuando se
acueste contigo y le veas bien dormido, tiéntale las orejas. Si ves que tiene
orejas, haz cuenta que eres mujer de Esmerdis, hijo de Ciro, pero si no las
tuviere, lo eres del mago Esmerdis». Envió la respuesta Fedima diciendo que si
así lo hacía correría gran peligro; pues si llegaba a no tener orejas y la
cogía en el momento de tentarle, bien sabía que acabaría con ella; pero, no
obstante, lo haría. Así, prometió a su padre ejecutar sus órdenes. A este mago
Esmerdis le había cortado las orejas Ciro, hijo de Cambises, por algún delito
sin duda no leve. Fedima, la hija de Otanes, cumplió todo lo que había
prometido a su padre. Cuando llegó su vez de presentarse al mago (pues las
mujeres de Persia van por turno a estar con sus maridos), fue a acostarse con
él; y cuando el mago estuvo profundamente dormido, le tentó las orejas.
Fácilmente y sin dificultad vio que el hombre no tenía orejas. Apenas amaneció
el día, envió recado a su padre dándole cuenta de lo sucedido.
70. Otanes tomó consigo a Aspatines y Gobrias, que
eran los primeros entre los persas y los que le merecían mayor confianza, y les
contó el asunto. Ellos mismos, por su parte, sospechaban que así era, y cuando
Otanes refirió su historia, le dieron crédito. Decidieron que cada cual se
asociara a otro persa, aquel en quien más confiase. Así, Otanes escogió a
Intafrenes, Gobrias a Megabizo, y Aspatines a Hidarnes. Siendo ya seis los conjurados,
llega a Susa Darío, hijo de Histaspes, venido de Persia, pues de allí era
gobernador su padre, y cuando llegó éste, los seis persas decidieron asociarse
también a Darío.
71. Reuniéronse, pues, los siete a deliberar y juramentarse.
Cuando le tocó a Darío dar su parecer, dijo así: «Yo creía ser el único en
saber que era el mago quien reinaba y que Esmerdis, hijo de Ciro, estaba
muerto, y por ese motivo venía a prisa para concertar la muerte del mago. Pero,
puesto que ha sucedido que también vosotros lo sabéis y no yo solo, mi parecer
es que pongamos ahora mismo manos a la obra, sin demora, pues no redundaría en
provecho nuestro». Dijo a esto Otanes: «Hijo de Histaspes, de buen padre eres,
y no te muestras menos grande que el que te engendró. Pero no apresures tan sin
consejo esta empresa; antes tómala con prudencia. Para acometerla debemos ser
más numerosos». Dice a esto Darío: «Varones presentes, sabed que si adoptáis el
modo que dice Otanes, pereceréis miserablemente. Alguien os delatará al mago
para lograr ventaja particular para sí mismo. Lo mejor fuera que vosotros solos
os hubieseis encargado de hacerlo. Pero ya que resolvisteis dar parte en la
empresa a un mayor número y me la comunicasteis a mí, o hagámosla hoy o sabed
que si se os pasa el día de hoy, nadie ha de adelantarse a ser mi acusador,
antes yo mismo os acusaré ante el mago».
72. Respondió así Otanes cuando vio el ímpetu de
Darío: «Ya que nos obligas a apresurarnos y no nos permites demora, ea, explica
tú mismo de qué modo hemos de penetrar en palacio para acometerles. Creo que
sabes, si no por haberlo visto, por haberlo oído, que hay guardias apostadas.
¿De qué modo las atravesaremos?» Responde Darío en estos términos: «Otanes, hay
muchas cosas que no se pueden demostrar con palabras aunque sí con obras, y
otras hay fáciles de palabra, pero ninguna obra espléndida sale de ellas. Sabed
que no es nada difícil pasar por las guardias apostadas; ya, porque siendo
nosotros de tal condición nadie habrá que no nos ceda el paso, unos quizá por
respeto y otros quizá por miedo; ya, porque tengo un pretexto muy especioso con
que pasar: diré que acabo de llegar de Persia y quiero, de parte de mi padre,
decir al rey unas palabras. Porque donde es preciso mentir, mintamos, ya que
una misma cosa ansiamos tanto los que mentimos como los que decimos la verdad.
Mienten unos cuando persuadiendo con engaños han de ganar algo; dicen verdad
otros para con la verdad sacar algún provecho y para que se confíe más en
ellos. Así, no practicando lo mismo, ambicionamos lo mismo y, si nada se
hubiese de ganar, tanto le daría al que dice la verdad ser mentiroso, como al
que miente ser veraz. El portero que nos ceda el paso de buen grado, sacará después
mejor partido; el que intente oponérsenos, quede ahí mismo por enemigo; luego
penetremos dentro y aco-metamos la empresa».
73. Después de esto, dice Gobrias: «Amigos, ¿cuándo
se nos ofrecerá mejor ocasión de salvar el imperio o de morir si no fuésemos
capaces de recobrarlo puesto que siendo persas tenemos por rey a un mago medo
que, por añadidura, no tiene orejas? Cuantos os hallasteis presentes junto al
enfermo Cambises, no podéis menos de acordaros, sin duda, de las maldiciones de
que nos cargó al acabar su vida, si no procurábamos recobrar el imperio. Nosotros
no le prestamos oído entonces, y nos pareció que Cambises hablaba para denigrar
a su hermano. Ahora voto por que obedezcamos a Darío y porque no nos levantemos
de esta reunión sino para ir en derechura contra el mago». Así dijo Gobrias, y
todos aprobaron su parecer.
74. Entretanto que deliberaban, sucedió por azar
este caso. Los magos en consulta resolvieron atraerse a Pre-xaspes porque había
sufrido indignidades de parte de Cambises, quien había dado muerte a su hijo a
flechazos; por ser Prexaspes el único que sabía la muerte que con sus propias
manos había dado a Esmerdis, hijo de Ciro; y por ser además uno de los que
mayor reputación tenían entre los persas. Por estos motivos, los magos le llamaron,
procuraron ganar su amistad, y le obligaron a empeñar su fe y juramentos de que
guardaría secreto, y no revelaría a nadie el engaño que habían tramado contra
los persas, prometiéndole dar todos los bienes del mundo. Prometió Prexaspes hacerlo
y, cuando le hubieron convencido, le propusieron los magos este segundo
partido: dijeron que ellos convocarían a todos los persas bajo el muro del
palacio, y le ordenaron que subiese a una torre y proclamase que era su
soberano Esmerdis, hijo de Ciro, y no otro ninguno. Esto le encargaban los
magos por ser hombre de muchísimo crédito entre los persas, y porque muchas
veces había manifestado su opinión de que vivía Esmerdis, hijo de Ciro, y había
negado su asesinato.
75. Como Prexaspes dijo hallarse también pronto para
ello los magos convocaron a los persas, le hicieron subir a una torre y le
invitaron a hablar. Entonces Prexaspes, olvidándose de intento de lo que los
magos le habían pedido, comenzó a trazar en línea masculina la genealogía de
Ciro desde Aquémenes; luego, al llegar a éste, dijo para terminar cuántas
bondades Ciro había hecho a los persas. Después de referir todo esto, reveló la
verdad y declaró que antes la había encubierto por no poder decir en salvo lo que
había pasado, pero que en la hora presente se veía forzado a revelarlo. Contó,
en efecto, que, obligado por Cambises, él mismo había dado muerte a Esmerdis,
hijo de Ciro; y que quienes reinaban eran los magos. Luego de lanzar sobre los
persas muchas imprecaciones, si no reconquistaban el poder y no castigaban a
los magos, se arrojó de cabeza desde lo alto de la torre. Así murió Prexaspes
que durante toda su vida fue varón principal.
76. Entretanto los siete persas, decidido que
hubieron ejecutar la obra al momento y no demorarla, se pusieron en marcha
después de haber implorado a los dioses, y sin saber nada de lo que había
pasado con Prexaspes. Se hallaban a la mitad del camino cuando oyeron lo que
había sucedido con Prexaspes. Se apartaron entonces del camino y entraron de
nuevo en consulta: los del partido de Otanes exhortaban con todas veras a diferir
la empresa y no acometerla durante tal efervescencia; y los del partido de
Darío insistían en ir al momento, hacer lo resuelto y no demorarlo. Mientras
disputaban, aparecieron siete pares de halcones dando caza a dos pares de
buitres, arrancándoles las plumas y destrozándoles el cuerpo. Al verlas, los
siete aprobaron todos la opinión de Darío, y marcharon a palacio animados por
los agüeros.
77. Cuando se presentaron a las puertas les sucedió
como se prometía Darío, pues los guardias, por respeto a tales varones, los
primeros de Persia y por no sospechar que de ellos resultase nada semejante,
les dieron paso, por dispensación divina, y nadie les interrogó. Cuando
entraron luego en el patio, dieron con los eunucos que entraban los recados,
quienes les preguntaron con qué fin habían venido, y mientras interrogaban a
éstos, amenazaban a los guardias por haberles dejado pasar, y se oponían a los
siete que querían avanzar. Éstos, animándose mutuamente, desenvainaron sus
dagas, traspasaron ahí mismo a los que se les oponían, y se lanzaron a la
carrera a la sala de los hombres.
78. En ese instante los dos magos se hallaban
dentro tomando consejo sobre el caso de Prexaspes. Apenas advirtieron alboroto
y gritería de los eunucos, volvieron a salir corriendo, y al ver lo que pasaba,
acudieron a la violencia: el uno de ellos se adelantó a coger su arco, y el
otro recurrió a su lanza. Y entonces vinieron a las manos. El mago que había
tomado el arco no podía servirse de él, pues sus enemigos le atacaban de cerca;
el otro, se defendía con su lanza, e hirió a Aspatines en un muslo y a
Intafrenes en un ojo, e Intafrenes perdió el ojo por la herida, aunque por lo
menos no murió. Mientras uno de los magos hería a estos dos, el otro, ya que de
nada le servía el arco, como había un aposento que daba a la sala de los
hombres, se refugió en éste, y quiso cerrar las puertas; pero dos de los siete,
Darío y Gobrias, se precipitaron con él. Gobrias se abrazó con el mago; Darío,
que estaba aliado, no sabía qué hacer (pues estaban a oscuras), por temor de
herir a Gobrias. Viéndole ocioso a su lado, Gobrias le preguntó por qué no
empleaba las manos. Darío dijo: «Por temor de herirte» y Gobrias replicó: «Clava
la espada, aunque sea por medio de los dos». Obedeció Darío, clavó la daga y
acertó al mago.
79. Después de matar a los magos y de cortarles la
cabeza, dejaron allí a sus heridos, a causa de su debilidad y para guardar el
alcázar. Los otros cinco salieron corriendo, llevando las cabezas de los magos
y, llenando todo de vocerío y estrépito, llamaban a los demás persas, les
contaban el acontecimiento, les mostraban las cabezas y al mismo tiempo mataban
a todo mago que les saliera al encuentro. Los persas, enterados de lo que
habían ejecutado los siete y de la impostura de los magos, consideraban que
ellos debían hacer otro tanto; desenvainaron sus dagas y dondequiera hallaban
un mago lo mataban. Y de no sobrevenir la noche y detenerles, no hubiesen
dejado ningún mago. Los persas festejan en común este día más que todos los
días y celebran en él una gran fiesta, la cual se llama Matanza de magos; en
ella no está permitido a ningún mago comparecer en público: ese día se están
los magos en su casa.
80. Sosegado ya el tumulto, y pasados cinco días,
los que se habían levantado contra los magos deliberaron sobre toda la
situación, y dijeron discursos increíbles para algunos griegos, aunque los
dijeron, no obstante. Aconsejaba Otanes que los asuntos se dejasen en manos del
pueblo, y les decía así: «Es mi parecer que ya no sea más soberano de nosotros
un solo hombre, pues ni es agradable ni provechoso. Vosotros sabéis a qué extremo
llegó la insolencia de Cambises, y también os ha cabido la insolencia del mago.
¿Cómo podría ser cosa bien concertada la monarquía, a la que le está permitido
hacer lo que quiere sin rendir cuentas? En verdad, el mejor hombre, investido
de este poder, saldría de sus ideas acostumbradas. Nace en él insolencia, a
causa de los bienes de que goza, y la envidia es innata desde un principio en
el hombre. Teniendo estos dos vicios tiene toda maldad. Saciado de todo, comete
muchos crímenes, ya por insolencia, ya por envidia. Y aunque un tirano no debía
ser envidioso, ya que posee todos los bienes, con todo, suele observar un
proceder contrario para con sus súbditos: envidia a los hombres de mérito
mientras duran y viven, se complace con los ciudadanos más ruines y es el más
dispuesto para acoger calumnias. Y lo más absurdo de todo: si eres parco en
admirarle se ofende de que no se le celebre mucho; pero si se le celebra mucho,
se ofende de que se le adule. Voy ahora a decir lo más grave: trastorna las
leyes de nuestros padres, fuerza a las mujeres y mata sin formar juicio; en
cambio, el gobierno del pueblo ante todo tiene el nombre más hermoso de todos, isonomía
[«igualdad de la ley»]; en segundo lugar, no hace nada de lo que hace el
monarca: desempeña las magistraturas por sorteo, rinde cuentas de su autoridad,
somete al público todas las deliberaciones. Es, pues, mi opinión que abandonemos
la monarquía y elevemos al pueblo al poder porque en el número está todo».
81. Tal fue la opinión que dio Otanes. Pero
Megabizo les exhortó a confiar los asuntos a la oligarquía y dijo así: «Lo que
ha dicho Otanes para abolir la tiranía quede como dicho también por mí; mas, en
cuanto mandaba entregar el poder al pueblo, no ha acertado con la opinión más
sabia. Nada hay más necio ni más insolente que el vulgo inútil. De ningún modo
puede tolerarse que, hu-yendo de la insolencia de un tirano, caigamos en la insolencia
del pueblo desenfrenado, pues si aquél hace algo, a sabiendas lo hace, pero el
vulgo ni siquiera es capaz de saber nada. ¿Y cómo podría saber nada, cuando ni
ha aprendido nada bueno, ni de suyo lo ha visto y arremete precipitándose sin
juicio contra las cosas, semejante a un río torrentoso? Entreguen el gobierno
al pueblo los que quieran mal a los persas. Nosotros escojamos un grupo de los
más excelentes varones, y confiémosles el poder; por cierto, nosotros mismos
estaremos entre ellos; y es de esperar que de los mejores hombres partan las
mejores resoluciones».
82. Tal fue la opinión que dio Megabizo. Darío, el
tercero, expresó su parecer con estas palabras: «Lo que tocante al vulgo ha
dicho Megabizo, me parece atinado pero no lo que mira a la oligarquía, porque
de los tres gobiernos que se nos presentan, y suponiendo a cada cual el mejor
en su género —la mejor democracia, la mejor oligarquía y la mejor monarquía—,
sostengo que esta última les aventaja en mucho. Porque no podría haber nada
mejor que un solo hombre excelente; con tales pensamientos velaría
irreprochablemente sobre el pueblo y guardaría con el máximo secreto las
decisiones contra los enemigos. En la oligarquía, como muchos ponen su mérito
al servicio de la comunidad suelen engendrarse fuertes odios particulares, pues
queriendo cada cual ser cabeza e imponer su opinión, dan en grandes odios
mutuos, de los cuales nacen los bandos, de los bandos el asesinato, y del
asesinato se va a parar a la monarquía, y con ello se prueba hasta qué punto es
éste el mejor gobierno. Cuando, a su vez, manda el pueblo, es imposible que no
surja maldad, y cuando la maldad surge en la comunidad, no nacen entre los
malvados odios, sino fuertes amistades, pues los que hacen daño a la comunidad
son cómplices entre sí. Así sucede hasta que un hombre se pone al frente del
pueblo y pone fin a sus manejos; por ello es admirado por el pueblo y,
admirado, le alzan por rey; con lo cual también éste enseña que la monarquía es
lo mejor. Y, para resumirlo todo en una palabra, ¿de dónde nos vino la libertad
y quién nos la dio? ¿Fue acaso el pueblo, la oligarquía o un monarca? En suma,
mi parecer es que libertados por un solo hombre mantengamos el mismo sistema y,
fuera de esto, no alteremos las leyes de nuestros padres que sean juiciosas; no
redundaría en nuestro provecho».
83. Tales fueron las tres opiniones propuestas; los
cuatro que restaban de los siete se adhirieron a la última. Otanes, que ansiaba
establecer la igualdad de derechos para los persas, al ver desechada su
opinión, dijo en medio de ellos: «Conjurados, está visto que uno de nosotros ha
de ser rey, ya lo obtenga por suerte ya lo elija la multitud de los persas a
cuyo arbitrio lo dejemos, ya por cualquier otro medio. Yo no competiré con
vosotros porque ni quiero mandar ni ser mandado. Cedo mi derecho al reino a
condición de no estar yo ni mis descendientes a perpetuidad a las órdenes de
ninguno de vosotros». Así habló, y como convinieron los seis en la condición,
no entró en competencia con ellos Otanes sino que se quitó de en medio; y,
ahora esa casa continúa siendo la única libre entre los persas, y se le manda
sólo lo que ella quiere, sin transgredir las leyes de los persas.
84. Los restantes de los siete deliberaban sobre el
más justo modo para alzar rey y decidieron conceder como privilegio a Otanes y
a sus descendientes a perpetuidad, si el reino recaía en algún otro de los
siete, cada año, una vestidura meda, y todos los regalos que se miran entre los
persas como los más honoríficos. Resolvieron concederle tales dones por esta
causa: por haber sido el primero en planear el golpe y porque los había reunido.
Tales, pues, fueron los privilegios de Otanes, y éstos, los que otorgaron para
todos ellos en común: cualquiera de los siete podría entrar en palacio cuando
quisiese sin introductor, a menos que el rey estuviese durmiendo con una mujer,
y el rey no podría tomar esposa sino de la familia de los conjurados. Tocante
al reino, resolvieron lo que sigue: montar los seis a caballo en el arrabal y
que fuese rey aquel cuyo caballo relinchase primero al salir el sol.
85. Tenía Darío como caballerizo un hombre discreto
por nombre Ebares. Cuando se separaron, Darío dijo así a este hombre: «Ebares,
en cuanto al reino hemos decidido esto: montaremos a caballo, y será rey aquel
cuyo caballo relinche primero al nacer el sol. Ahora, pues, si alguna habilidad
tienes, ingéniate para que yo, y no otro alguno posea este honor». Responde
Ebares en estos términos: «Si en verdad, señor, de eso depende que seas rey o
no, sosiégate y ten buen ánimo, que nadie será rey sino tú: tales drogas
poseo». Replícale Darío: «Si algún ardid posees, tiempo es de usarlo sin
demora, pues mañana mismo será nuestro certamen». Oído lo cual, Ebares hizo lo
siguiente: cuando llegó la noche, tomó una de las yeguas, la que más amaba el
caballo de Darío; la llevó al arrabal, la ató, y condujo allí el caballo de
Darío, le hizo dar mil vueltas cerca de la yegua, permitiéndole rozarla, hasta
que al cabo le dejó cubrirla.
86. Cuando rayó el día, los seis, conforme a lo convenido,
comparecieron a caballo y atravesaban el arrabal, cuando al llegar al paraje
donde la yegua había estado atada la noche pasada, dio una corrida el caballo
de Darío y relinchó. Al mismo tiempo que hacía esto el caballo, corrió un rayo
por el cielo sereno y retumbó un trueno. Añadidos estos prodigios como un
acuerdo en favor de Darío, le consagraron: los otros echaron pie a tierra y se
prosternaron ante él.
87. De ese modo cuentan algunos el artificio de Ebares;
otros de este otro (pues de ambos modos lo cuentan los persas): dicen que Ebares
aplicó antes su mano al vientre de la yegua y la tuvo escondida en sus bragas,
pero al momento de salir el sol, cuando debían partir los caballos, Ebares sacó
esa mano y la llevó a las narices del caballo, el cual, percibiendo el olor,
resopló y relinchó.
88. Darío, hijo de Histaspes, fue entonces proclamado
rey[2]
y, salvo los árabes, fueron sus súbditos todos los pueblos del Asia, que había
sometido antes Ciro y después Cambises. Los árabes nunca prestaron obediencia
como esclavos a los persas, si bien se hicieron aliados al dar paso a Cambises
para el Egipto, ya que, de oponerse los árabes, los persas no hubieran podido
invadir el Egipto. Darío contrajo las más altas bodas, a juicio de los persas,
con dos hijas de Ciro, Atosa y Aristona (Atosa, casada primero con su hermano
Cambises, y después con el mago; Aristona, doncella). Casó asimismo con Parmis,
hija de Esmerdis, hijo de Ciro y tuvo también a la hija de Otanes, que había
puesto en descubierto al mago. Todo estaba lleno de su poderío. Mandó lo primero
labrar y erigir un bajorrelieve de piedra en el que estaba un jinete, e hizo
grabar una inscripción que decía: «Darío, hijo de Histaspes, por el mérito de
su caballo (y decía su nombre) y de su caballerizo Ebares, adquirió el reino de
los persas».
89. Luego estableció entre los persas veinte gobiernos
que ellos llaman satrapías; y después de establecerlos y de nombrar sus
gobernadores, fijó los tributos que debía pagarle cada pueblo, anexando a los
pueblos sus limítrofes y más allá de los colindantes, agrupando los pueblos más
alejados con unos u otros de los primeros. Dividió los gobiernos y la rendición
anual de los tributos de la siguiente manera: los pueblos que pagaban con plata
tenían orden de pagar en talentos babilónicos; y los que pagaban con oro, en
talentos euboicos: el talento babilónico equivale a sesenta minas euboicas.
Pues en el reinado de Ciro y luego en el de Cambises, no se había establecido
nada acerca del tributo, y los pueblos contribuían con donativos. Por esta
fijación del tributo y por otras medidas semejantes, dicen los persas que Darío
fue un mercader, Cambises un señor y Ciro un padre; aquél porque de todo hacía
comercio; el otro porque era áspero y desdeñoso; y el último porque era
bondadoso y les había procurado todos los bienes.
90. De los jonios, de los magnesios del Asia, de
los eolios, de los carios, de los licios, de los milios y de los panfilios
(pues un solo tributo había sido impuesto a todos ellos) le entraba
cuatrocientos talentos de plata; ésa era la primera de las provincias
establecidas por él. De los misios, de los lidios, de los lasonios, de los
cabaleos, y de los hiteneos, le entraban quinientos talentos: ésa era la
segunda provincia. De los pueblos del Helesponto, que caen a la derecha del que
entra en ese mar, de los frigios, de los tracios del Asia, de los plafagonios,
de los mariandinos, de los sirios, era el tributo trescientos sesenta talentos:
ésa era la tercera provincia. Los cilicios proporcionaban trescientos sesenta
caballos blancos, uno por día, y quinientos talentos de plata, de los cuales
ciento cuarenta se gastaban en la caballería apostada en Cilicia, y los
trescientos sesenta restantes iban a manos de Darío: ésa era la cuarta
provincia.
91. Desde la ciudad de Posideo, fundada por Anfíloco,
hijo de Anfiarao, en los confines de Cilicia y Siria, desde ésta hasta Egipto
(salvo la región de los árabes, que era franca), el tributo era de trescientos
talentos; esa provincia abarca toda Fenicia, la Siria llamada Palestina y
Chipre: ésa era la quinta provincia. Del Egipto, de los libios, confinantes con
el Egipto, de Cirene y de Barca (que estaban alineadas con la provincia del
Egipto), entraban setecientos talentos, aparte el dinero proveniente del lago
Meris, el cual provenía de la pesca; aparte, pues, este dinero y las cantidades
de trigo, entraban setecientos talentos, porque los egipcios distribuyen ciento
veinte mil medimnos de trigo entre los persas que están de guarnición en el
Alcázar Blanco de Menfis y entre sus auxiliares: ésa era la sexta provincia.
Los satagidas, los gandarios, los dadicas y los aparitas, reunidos en un mis-mo
grupo, contribuían con ciento setenta talentos: ésa era la séptima provincia.
De Susa con lo demás del país de los cisios, entraban trescientos talentos: ésa
era la octava provincia.
92. De Babilonia con lo restante de la Asiria, le entraban
mil talentos de plata, y quinientos niños eunucos: ésa era la novena provincia.
De Ecbatana con el resto de la Media, de los paricanios y de los
ortocoribancios, entraban cuatrocientos cincuenta talentos: ésa era la décima
provincia. Los caspios, los pausicas, los pantimatos y los daritas, que pagaban
tributo juntos, aportaban doscientos talentos: ésa era la undécima provincia.
Desde los bactrianos hasta los eglos, el tributo era de trescientos sesenta
talentos: ésa era la duodécima provincia.
93. De la Paccíica, de la Armenia y pueblos comarcanos
hasta el Ponto Euxino, era de cuatrocientos talentos: ésa era la decimotercera
provincia. De los sagarcios, de los sarangas, de los tamaneas, de los ucios, de
los micos y de los habitantes de las islas del mar Eritreo, en las cuales
confina el rey a los que llaman deportados, provenían seiscientos talentos de
contribución: ésa era la decimocuarta provincia. Los sacas y los caspios,
pagaban doscientos cincuenta talentos: ésa era la decimoquinta provincia. Los
partos, los corasmios, los sogdos y los arios trescientos talentos: ésa era la
decimosexta provincia.
94. Los paricanios y los etíopes del Asia pagaban
cuatrocientos talentos: ésa era la decimoséptima provincia. A los macienos,
saspires y alarodios, se les había fijado doscientos talentos: ésa era la
decimooctava provincia. A los moscos, a los tibarenos, macrones, mosinecos y
mardos, se les había impuesto trescientos talentos: ésa era la decimonona
provincia. El número de los indios sobrepasa en mucho al de todos los pueblos
que nosotros sepamos, y pagaban un tributo comparable al de todos los demás
juntos, consistente en trescientos sesenta talentos de oro en polvo: ésa era la
vigésima provincia.
95. Ahora, reducido el talento de plata de
Babilonia al talento euboico, resultan nueve mil quinientos cuarenta talentos
euboicos. Y contado el oro como trece veces más valioso que la plata, se halla
que el polvo de oro equivale a cuatro mil seiscientos ochenta talentos euboicos:
sumado todo esto, se reunía en conjunto para Darío como contribución anual
catorce mil quinientos sesenta talentos euboicos, y todavía dejo sin decir lo
que era menor que estas cantidades.
96. Tal era el tributo que percibía Darío del Asia
y de una pequeña parte de Libia. Andando el tiempo, percibió también otro
tributo de las islas del Asia menor, y de los habitantes de Europa, hasta
Tesalia. El rey atesora este tributo del modo siguiente: funde el oro y la
plata y los vierte en unas tinajas de barro, una vez llena la vasija, quita el
barro y, cuando necesita dinero, hace acuñar la cantidad que cada vez necesita.
97. Tales eran las provincias y las tasas de
tributo. Persia es el único país que no he contado como contribuyente, porque
los persas moran en país franco. Los siguientes pueblos no habían recibido
orden de pagar tributo, pero presentaban donativos: los etíopes confinantes con
el Egipto, a los cuales había sometido Cambises en la expedición contra los
etíopes de larga vida; están establecidos alrededor de la sagrada Nisa y
celebran las festividades de Dióniso. Esos etíopes y los limítrofes usan el
mismo grano que los indios calancias, y tienen casas subterráneas; entrambos
presentaban, y presentan todavía hasta hoy, año por medio, dos quénices de oro
nativo, doscientos troncos de ébano, cinco niños etíopes y veinte grandes
colmillos de elefante. Los colcos que se habían impuesto el donativo y sus
vecinos hasta el monte Cáucaso (pues hasta este monte llega el dominio de los
persas, y los que se encuentran al norte del Cáucaso ya no se preocupan de los
persas), esos pueblos, pues, presentaban hasta mis tiempos, cada cuatro años,
los donativos que se habían impuesto: cien mancebos y cien doncellas. Los
árabes presentaban cada año mil talentos de incienso. Tales eran los donativos
que esos pueblos traían al rey, fuera del tributo.
98. Esa gran cantidad de oro de la que, como he dicho,
los indios llevan al rey una porción en polvo, la adquieren del siguiente modo.
La parte de la India que está al Levante es un arenal, porque de los pueblos
que conocemos y acerca de los cuales se dice algo de cierto, los indios son,
entre los del Asia, los más vecinos a la aurora, y a la salida del sol; por eso
la parte de la India que está al Levante es un desierto, a causa de la arena.
Hay en la India muchos pueblos y no de una misma lengua; unos nómades, otros
no; unos viven en los pantanos del río y se alimentan de pescado crudo que
pescan en barcas de caña: un solo cañuto forma cada barca. Estos son los indios
que visten ropa de junco; después de recoger el junco del río y machacarlo, lo
tejen luego como estera, y lo llevan como peto.
99. Otros indios que viven al Levante de éstos, son
nómades y comen carne cruda. Se llaman padeos y se dice que tienen las
siguientes usanzas. Cuando uno de ellos enferma (sea hombre o mujer), si es
hombre, los hombres más allegados le matan, dando por razón que si la enfermedad
le consume, sus carnes se corromperán; si niega su enfermedad, ellos no le
creen, le matan y se regalan con él; si enferma una mujer, las mujeres más
allegadas se conducen del mismo modo que los hombres. Porque sacrifican y comen
a quien llega a la vejez. Pero no son muchos los de ese número, ya que matan a
todo el que ha enfermado antes.
100. Otros indios hay que tienen esta otra
costumbre: no matan animal alguno, ni siembran nada, ni suelen tener casa. Se
alimentan de hierbas y tienen un grano, tamaño como el mijo, en su vaina, que
crece naturalmente de la tierra; lo recogen y lo comen cocido con la misma
vaina. El que entre ellos cae enfermo se va a despoblado y se tiende; nadie se
cuida de él, ni mientras está enfermo ni después de muerto.
101. Todos estos indios que he mencionado se juntan
en público, como el ganado. Todos tienen igual color, semejante al de los
etíopes. El semen que dejan en las mujeres no es blanco, como el de los demás
hombres, sino negro como su cutis, y lo mismo es el que despiden los etíopes.
Estos indios viven más allá de los persas, hacia el viento Sur y nunca fueron súbditos
del rey Darío.
102. Otros indios son vecinos de la ciudad de Caspatiro,
y de la región Paccíica; moran, respecto de los demás indios, hacia la Osa y el
viento Norte, y tienen un modo de vida parecido al de los bactrios. Éstos son
los más aguerridos entre los indios y son los que salen en expedición a buscar
el oro, pues en ese punto está el desierto, a causa de la arena. En ese
desierto se crían hormigas de tamaño menor que el de un perro, y mayor que el
de una zorra: algunas cazadas allí se encuentran en el palacio del rey de
Persia. Al hacer estas hormigas su morada bajo tierra, sacan arriba la arena
del mismo modo que en Grecia hacen las hormigas, y son también de aspecto muy
semejante: la arena que sacan arriba contiene oro. En busca de esa arena los
indios salen en expedición al desierto. Unce cada cual tres camellos: a cada
lado un cadenero macho para tirar y en medio una hembra. El indio monta sobre
ella, tras de procurar arrancarla de crías tan tiernas como pueda, pues sus
camellas no son inferiores en velocidad a los caballos y, por otra parte, mucho
más capaces de llevar carga.
103. No describo qué aspecto tiene el camello, porque
los griegos lo conocen; pero diré una particularidad que no se conoce: el
camello tiene en las patas traseras cuatro muslos y cuatro rodillas. Y el
miembro se halla entre las patas traseras, vuelto hacia la cola.
104. De ese modo y con ese tiro, salen los indios
en busca del oro con la idea de estar en el pillaje cuando más ardientes son
los calores, porque a causa del calor ardiente las hormigas desaparecen bajo
tierra. Para estos hombres el momento en que más calienta el sol es la mañana,
no el mediodía, como para los demás, sino desde muy temprano hasta la hora en
que acaba el mercado: a esa hora quema mucho más que en Grecia al mediodía, a
tal punto que, según cuentan, la gente lo pasa entonces sumergida en el agua.
Pero al llegar al mediodía, quema casi lo mismo a los demás hombres que a los
indios. Cuando el sol declina se torna para ellos como es en la mañana para los
demás, y a medida que se aleja, refresca más aún hasta que, al ponerse, el frío
es extremo.
105. Cuando llegan los indios con sus costales al lugar,
los llenan de la arena y a toda prisa se marchan de vuelta porque las hormigas,
según dicen los persas, les rastrean por el olor y les persiguen. Dícese que
ningún otro animal se le parece en velocidad, al punto de que si los indios no
cogieran la delantera mientras las hormigas se reúnen, ninguno de ellos se
salvaría. Desuncen a los camellos machos, pues son menos veloces para correr que
las hembras, cuando se dejan arrastrar por ellas, pero no a ambos a la vez; las
hembras, con la memoria de las crías que han dejado, no aflojan en nada. Así
adquieren los indios, cuentan los persas, la mayor parte de su oro; otro, más escaso,
lo sacan de las minas del país.
106. A los extremos de la tierra habitada les han cabido
en suerte, podría decirse, las cosas más bellas; así como a Grecia le han
cabido con mucho las estaciones más templadas. Por la parte de Levante, la
extrema de las tierras habitadas es la India, según he dicho poco antes; en ella,
en primer lugar, los animales, tanto cuadrúpedos como aves, son mucho más
grandes que en las demás regiones, salvo los caballos (éstos son inferiores a
los de Media, llamados neseos). En segundo lugar, hay allí infinita copia de
oro, ya sacado de sus minas, ya arrastrado por los ríos, ya robado, como
expliqué, a las hormigas. Los árboles agrestes llevan allí como fruto una lana,
que en belleza y en bondad aventaja a la de las ovejas, y los indios usan ropa
hecha del producto de estos árboles.
107. Por la parte del mediodía, la última de las
tierras pobladas es Arabia, ésta es la única de todas las regiones que produce
el incienso, la mirra, la canela, el cinamomo y el ládano. Todas estas
especies, excepto la mirra, las adquieren los árabes con dificultad. Recogen el
incienso con sahumerio de estoraque, que traen a Grecia los fenicios; con ese
sahumerio lo cogen, porque custodian los árboles del incienso unas sierpes
aladas de pequeño tamaño y de color vario, un gran enjambre alrededor de cada
árbol, las mismas que llevan guerra contra el Egipto. No hay medio alguno de
apartarlas de los árboles, como no sea el humo del estoraque.
108. Los árabes dicen también que toda la tierra se
llenaría de esas serpientes, si no les sucediera la misma calamidad que, según
sabemos, sucede a las víboras. Pienso que la divina providencia, en su
sabiduría, como es de suponer, ha hecho a todos los animales de ánimo tímido y
comestibles, muy fecundos, a fin de que, aunque comidos no desaparezcan;
mientras a los fieros y perjudiciales ha hecho infecundos. Como la liebre es presa
de todos, fieras, aves y hombres, es tan extremadamente fecunda: es la única
entre todos los animales, que estando preñada vuelve a concebir, y a un mismo
tiempo lleva en su vientre una cría con pelo, otra sin pelo, otra que apenas se
va formando en la matriz y otra a la que está concibiendo. Tal es la fecundidad
de la liebre. Al contrario, la leona, fiera la más valiente y fuerte, pare una
sola vez en su vida y un solo cachorro, porque al parir junto con la prole,
arroja la matriz. La causa de esto es la siguiente: cuando empieza el leoncillo
a moverse dentro de la madre, como tiene uñas mucho más agudas que todas las
fieras, rasga la matriz, y cuanto más va creciendo, tanto más profundamente la
araña y, cuando está vecino el parto, no queda enteramente nada sano de ella.
109. Así también, si las sierpes voladoras de los
árboles nacieran conforme a su naturaleza, la vida no sería posible para los
hombres. Pero sucede que mientras se aparean, durante el mismo coito, cuando el
macho está arrojando el semen, la hembra le ase del cuello, le aprieta y no le
suelta hasta devorarle. Muere entonces el macho del modo que queda dicho, pero
la hembra recibe este castigo por la muerte del macho: los hijuelos, estando todavía
en el vientre, para vengar a su padre, devoran a su madre, y después de
devorarle el vientre, de ese modo salen a luz. Pero las otras serpientes que no
son perjudiciales al hombre, ponen huevos y sacan gran cantidad de hijuelos.
Víboras las hay en toda la tierra, pero las sierpes voladoras en enjambres
existen en Arabia y en ninguna otra parte: por eso parecen muchas.
110. De ese modo, pues, adquieren los árabes el incienso;
de este otro la canela. Se envuelven primero con cueros de buey y otras pieles
todo el cuerpo y la cara, salvo únicamente los ojos, y de este modo van en
busca de la canela; porque nace en una laguna poco profunda, alrededor de la
cual y en la cual moran ciertos animales alados muy parecidos a los
murciélagos, que chillan atrozmente y se resisten con vigor; les es preciso
apartarlos de los ojos, y así recogen la canela.
111. En cuanto al cinamomo, lo reúnen en forma aun
más admirable; no saben decir dónde nace, ni cuál es la tierra que lo produce,
bien que algunos, apoyados en verosímil raciocinio, aseguran que nace en los
lugares en que se crió Dióniso. Dicen que unas grandes aves llevan esas
semillas que nosotros, enseñados por los fenicios llamamos cinamomo, y las
llevan las aves a sus nidos, formados de barro, en unos peñascos escarpados sin
acceso alguno para el hombre. Ante esto, dicen, los árabes han discurrido el
siguiente ardid: parten en pedazos, los más grandes que pueden, los bueyes,
asnos y otras bestias de carga que se les mueren, los transportan hacia esos
lugares, y después de dejarlos cerca de los nidos, se retiran lejos; las aves
bajan volando al instante y los suben al nido que, no pudiendo llevar tanto peso,
se rompe y cae por tierra. Acuden los árabes a recoger así el cinamomo, y así
recogido pasa de ellos a los demás países.
112. En cuanto al lédano, que los árabes llaman ládano,
es todavía de más maravilloso origen, ya que, naciendo en lugar muy maloliente,
es muy oloroso; se encuentra en las barbas de los machos cabríos, como resina
de los árboles. Es útil para muchos ungüentos, y con él muy especialmente
sahuman los árabes.
113. Sobre los aromas, baste lo dicho: de la tierra
de Arabia se exhala un perfume divinamente suave. Tienen dos castas de ovejas
dignas de admiración, que no existen en ninguna otra región: la una de ellas
tiene cola larga, no menor de tres codos, y si se dejara que la arrastrasen, al
frotar contra el suelo la cola se ulceraría; sucede, en cambio, que todo pastor
entiende de trabajar la madera para este fin: hace unos carritos, y los ata a
las colas, atando la cola de cada res sobre un carrito; la otra casta de ovejas
tiene la cola ancha, hasta de un codo de ancho.
114. Por la parte en que declina el Mediodía, se extiende
a Poniente la Etiopía, última tierra de las pobladas, produce mucho oro,
elefantes enormes, árboles, silvestres todos, el ébano, y los hombres más
grandes, más hermosos y de más larga vida.
115. Tales son los extremos del mundo, así en Asia
como en Libia. De los extremos que en Europa caen a Occidente, no puedo hablar
con certeza, pues yo, por lo menos, ni admito, que cierto río, llamado por los
bárbaros Erídano, desemboque en el mar del Norte, de donde es fama que proviene
el ámbar, ni sé que haya unas islas Casitérides, de donde provenga nuestro
estaño. Pues en lo primero el nombre mismo de Erídano, demuestra ser griego y
no bárbaro, creado por algún poeta; y en lo segundo, aunque me he empeñado,
nunca pude saber por un testigo de vista, que la frontera de Europa sea un mar,
pero es cierto que el estaño y el ámbar nos llegan de un extremo de la tierra.
116. Parece manifiesto que hacia el Norte de Europa
es donde hay oro en mayor abundancia, aunque tampoco puedo decir con certeza
cómo se obtiene. Cuéntase que lo roban a los grifos los arimaspos, hombres que
tienen un solo ojo; mas no puedo persuadirme siquiera de que existan hombres
que tengan un ojo solo, y que en el resto de su naturaleza sean como los demás.
En suma, parece que las partes extremas que encierran y contienen el resto de
la tierra, poseen lo que a nosotros nos parece más hermoso y más raro.
117. Hay en el Asia una llanura encerrada por todas
partes por montañas; los desfiladeros de las montañas son cinco. Esta llanura
perteneció en un tiempo a los corasmios, y estaba situada en los confines de
los corasmios, de los hircanios, de los partos, de los sarangas y de los
tamaneos; pero después que el imperio pasó a los persas, pertenece al rey. De
esas montañas que encierran la llanura corre un gran río, por nombre Aces.
Antes éste regaba las referidas tierras dividido en cinco partes, y conducido a
cada tierra por medio de cada desfiladero. Pero desde que están bajo el dominio
de los persas, les ha pasado esto: el rey ha tapiado los desfiladeros, levantando
compuertas en cada uno; impedido el escape del agua, la llanura interior de las
montañas se convierte en un mar, ya que el río se vierte en ella por no tener
salida por ninguna parte. Así, pues, los que antes acostumbraban servirse del
agua, no pudiendo valerse de ella, sufren gran calamidad, pues aunque en
invierno la divinidad les envía lluvia como a los demás hombres, en verano necesitan
agua para sus sementeras de mijo y sésamo. Como no se les concede gota de agua
van a Persia, hombres y mujeres, y de pie ante las puertas del rey, se lamentan
a voces. El rey manda abrir las compuertas que dan al pueblo más necesitado; y
cuando esa tierra se harta de beber, sus compuertas se cierran y manda abrir
otras para otros, los más necesitados de los restantes. Según he oído decir,
para abrir las compuertas el rey recauda mucho dinero, además del tributo.
118. Así se hace eso. Uno de los siete sublevados contra
el mago, Intafrenes, hubo de morir en seguida de la sublevación, por haber
cometido el siguiente desafuero. Quiso entrar en palacio para tratar un asunto
con el rey y, en efecto, la regla disponía que los sublevados contra el mago
tenían acceso al rey sin enviar recado, a menos de hallarse el rey en unión con
una mujer. Así, Intafrenes, pretendía que nadie le anunciase, y por ser uno de
los siete, quería entrar; mas el portero y el recadero no lo permitían alegando
que estaba el rey en unión con una mujer. Intafrenes, pensando que mentían hizo
esto: desenvainó el alfanje, les cortó orejas y narices, las ató a la brida de
su caballo, y poniéndola al cuello de éstos, les dejó.
119. Ellos se presentaron al rey, y le dijeron el
motivo del ultraje. Temeroso Darío de que tal hubiesen hecho los seis
conjurados de común acuerdo, les hizo venir uno a uno, y exploró su pensamiento
para ver si aprobaban lo que había pasado. Cuando advirtió que Intafrenes había
cometido aquello sin complicidad de los otros, prendió, no sólo a él mismo,
sino también a sus hijos y a todos sus familiares, teniendo mucha sospecha de
que tramaba con sus parientes una sublevación, y luego de prender a todos, les
encarceló con pena de muerte. La esposa de Intafrenes iba muchas veces a las
puertas del rey, llorando y lamentándose. Y como hacía esto sin cesar, movió a
compasión al mismo Darío, quien le mandó decir por un mensajero: «Mujer, el rey
Darío te concede salvar uno de los prisioneros de tu familia, el que entre
todos quieras». Ella, después de pensarlo, respondió: «Pues si el rey me
concede la vida de uno, escojo entre todos a mi hermano». Enterado de ello
Darío, y admirado de la respuesta, le envió a decir: «Mujer, te pregunta el rey
por qué idea dejas a tu marido y a tus hijos y prefieres que viva tu hermano,
que te es más lejano que tus hijos y menos caro que tu marido». Ella respondió
así: «Rey, yo podría tener otro marido si la divinidad quisiera, y otros hijos
si perdiera éstos; pero como mi padre y mi madre ya no viven, de ninguna manera
podría tener otro hermano. Por tener esa idea hablé de aquel modo». Parecióle a
Darío que la mujer había hablado con acierto y, agradado de ella, le entregó el
hermano que escogía y el mayor de sus hijos. A todos los demás dio muerte. Así,
pues, uno de los siete pereció enseguida del modo referido.
120. Cuando la enfermedad de Cambises, más o menos,
sucedió este caso. Era gobernador de Sardes, designado por Ciro, un persa,
Oretes. Éste codició hacer una acción impía, pues sin haber recibido disgusto,
ni haber oído palabra liviana de parte de Polícrates de Samo, y sin haberle
visto antes, codició apoderarse de él y perderle, según cuentan los más, por el
siguiente motivo. Estaba Oretes sentado a las puertas del rey con otro persa
llamado Mitrobates, gobernador de la provincia de Dascileo y de palabra en
palabra llegaron a reñir; contendían sobre su méritos, y dicen que Mitrobates
dirigió a Oretes este reproche: «Tú te tienes por hombre, tú que no ganaste
para el rey la isla de Samo, contigua a tu provincia, y tan fácil de someter,
que uno de los naturales se sublevó con quince hoplitas, se apoderó de ella y
es ahora su tirano». Pretenden algunos, pues, que al oír esto, dolido del agravio,
no tanto codició vengarse del que se lo dijo, cuanto arruinar de cualquier modo
a Polícrates, causa de que se le insultase.
121. Otros, en menor número, cuentan que Oretes en-vió
a Samo un heraldo para pedir algo (pero no dicen qué cosa fuese), a Polícrates,
que se hallaba recostado en la sala de los hombres y tenía a su lado a
Anacreonte de Teos; y que ya de intento, en desprecio de Oretes, ya por azar,
sucedió esto: entró el heraldo de Oretes y expuso su embajada; y Polícrates, que
se hallaba vuelto a la pared, ni se volvió ni respondió. Cuentan que éstos
fueron los dos motivos de la muerte de Polícrates; cada cual puede creer el que
quiera.
122. Oretes, que residía en Magnesia, la ciudad fundada
a orillas del río Meandro, envió a Samo a Mirso, hijo de Giges y natural de
Lidia, con un mensaje, pues conocía el pensamiento de Polícrates. Porque
Polícrates es, que sepamos, el primero de los griegos que pensó en el imperio
del mar, aparte Minos de Cnoso y algún otro anterior, si lo hubo, que reinara
sobre el mar; en la llamada era humana, fue Polícrates el primero, y tenía
grandes esperanzas de reinar en Jonia y en las islas. Conociendo, pues, Oretes
que andaba en tales pensamientos, le envió un mensaje en estos términos:
«Oretes dice así a Polícrates: estoy informado de que meditas grandes empresas,
y de que tus medios no alcanzan a tus proyectos. Haz como te diré y te elevarás
a ti mismo y me salvarás la vida, pues el rey Cambises, según se me anuncia
claramente, maquina mi muerte. Sácame, pues, a mí y a mis tesoros: toma una parte
de ellos y déjame la otra; por lo que al dinero hace conquistarás la Grecia
entera. Y si no me crees lo que te digo de los tesoros, envíame el hombre más
fiel que tengas, y se los mostraré».
123. Oyó Polícrates con mucho gusto tal embajada y
aceptó. Y como, por lo visto, era hombre muy ansioso de dinero, envió ante todo
para que lo viese a Meandrio, hijo de Meandrio, un ciudadano que era su
secretario y que no mucho tiempo después consagró en el Hereo todo el aderezo,
digno de admiración, de la sala de hombres de Polícrates. Cuando supo Oretes
que llegaría el veedor, hizo lo siguiente: llenó de piedras ocho cofres hasta
muy poco antes del borde, y por encima de las piedras echó oro; cerró los
cofres con nudo y los tuvo listos. Llegó Meandrio, los vio, y dio cuenta luego
a Polícrates.
124. Éste se preparaba para partir, a pesar de que
los agoreros le disuadían con empeño y con empeño también los amigos, y aunque
además su hija tuvo en sueños esta visión: parecióle que su padre, suspendido
en el aire, era lavado por Zeus y ungido por el sol. Por haber tenido semejante
visión, pugnaba por todos los medios para que Polícrates no se presentase ante
Oretes, y al entrar ya Polícrates en su nave de cincuenta remos, pronunciaba palabras
de mal agüero. Amenazó Polícrates a su hija que si volvía salvo, mucho tiempo
iba a seguir doncella, y ella rogó que así se cumpliera, pues más quería ser
largo tiempo doncella que no perder a su padre.
125. Sin tener en cuenta ningún consejo, se embarcó
Polícrates para ir a verse con Oretes, llevando gran séquito de amigos, y entre
otros a Democedes de Crotona, hijo de Califonte, el cual era médico y, en sus
tiempos, el que mejor practicaba su arte. Al llegar Polícrates a Magnesia,
pereció miserablemente, con muerte indigna de su persona y de sus ambiciones,
pues a excepción de los que fueron tiranos de Siracusa ninguno de los tiranos
griegos puede compararse en magnificencia con Polícrates. Luego de haberle
muerto en forma indigna de referirse, Oretes le crucificó; de su séquito, a
cuantos eran naturales de Samo, los dejó partir diciéndoles que debían darle
las gracias por quedar libres; a cuantos eran extranjeros y criados les trató
como esclavos. Polícrates, colgado de la cruz, cumplió toda la visión de su
hija, pues era lavado por Zeus cuando llovía, y ungido por el sol que hacía
manar los humores del cadáver.
126. En esto pararon las grandes fortunas de Polícrates,
como le había profetizado Amasis, rey de Egipto. No mucho tiempo después cayó
sobre Oretes el castigo por su crimen contra Polícrates. Luego de la muerte de
Cambises y del reinado de los magos, Oretes permanecía en Sardes, sin hacer
ningún servicio a los persas, despojados del mando por los medos; y en aquella
perturbación, dio muerte a Mitrobates, gobernador de Dascileo que le ha-bía
zaherido por no haberse apoderado de los dominios de Polícrates y al hijo de
Mitrobates, Cranaspes, varones principales entre los persas; cometió además
toda clase de atentados y, en particular, a un correo de Darío, como no era de
su gusto el recado que le traía, le armó una emboscada en el camino, le mató cuando
se marchaba de vuelta, y después de matarle le hizo desaparecer junto con su
caballo.
127. Cuando Darío se apoderó del mando, deseaba
castigar a Oretes por todas sus maldades, y principalmente por la muerte de
Mitrobates y de su hijo. No le parecía del caso enviar abiertamente un ejército
contra él, por durar todavía la efervescencia y ser nuevo en el mando, y por
considerar que Oretes disponía de una gran fuerza: tenía una guardia de mil
persas y gobernaba las provincias de Frigia, Lidia y Jonia. Darío, en tal
situación, discurrió lo que sigue. Convocó a los persas más principales de la
corte y les dijo así: «Persas, ¿quién de vosotros se encargaría para mí de una
empresa y la ejecutaría con ingenio, y no con fuerza ni con número? Pues donde
se precisa ingenio, de nada sirve la fuerza. ¿Quién de vosotros, en fin, me
traería vivo a Oretes o le mataría? Hombre que en nada ha servido hasta aquí a
los persas y lleva cometidas grandes maldades: ha hecho desaparecer a dos de
vosotros, Mitrobates juntamente con su hijo; asesina a los que yo le envío para
llamarle, mostrando una insolencia intolerable. Antes de que pueda cometer
algún mal mayor contra los persas, debemos pararle con la muerte»,
128. Tal fue la demanda de Darío; se le ofrecieron
treinta hombres pretendiendo cada cual ejecutarla. Darío puso fin a la porfía
ordenando echar suertes; echadas las suertes, fue designado entre todos, Bageo,
hijo de Artontes. Y una vez designado, Bageo hizo así: escribió muchas cartas
que trataban de muchas materias; las cerró con el sello de Darío, y con ellas
se fue a Sardes. Cuando llegó y estuvo en presencia de Oretes, sacó las cartas
una a una, y las dio a leer al secretario real (pues todos los gobernadores
tienen secretarios reales); Bageo daba las cartas para sondear a los guardias,
si aceptarían separarse de Oretes. Viéndoles llenos de respeto por las cartas y
mas aun por lo que en ellas decía, dio otra que contenía estos términos: «Persas,
el rey Darío os prohibe servir de guardias a Oretes». Al oír esto dejaron ante
él sus picas, y Bageo, viendo que en ello obedecían a la carta, cobró ánimo y
entregó al secretario la última carta en que estaba escrito: «El rey Darío
manda a los persas que están en Sardes matar a Oretes». En cuanto oyeron esto
los guardias, desenvainaron los alfanjes y le mataron inmediatamente. Así cayó sobre
Oretes el castigo por su crimen contra Polícrates de Samo.
129. Una vez llegados y transportados a Susa los bienes
de Oretes, sucedió no mucho tiempo después que el rey Darío, al saltar del
caballo en una cacería, se torció un pie, y, según parece, se lo torció con
gran fuerza, pues el tobillo se le desencajó de la articulación. Como desde
antes acostumbraba tener consigo médicos egipcios reputados como los primeros
en medicina, recurrió a ellos. Pero ellos, torciendo y forzando el pie, le
causaron mayor daño. Siete días y siete noches pasó en vela Darío por el dolor
que padecía, y al octavo día, en que se hallaba mal, alguien que al hallarse
antes en Sardes había ya oído hablar del arte de Democedes de Crotona, se lo
anunció a Darío; éste ordenó que se lo trajesen cuanto antes, y así que le
hallaron entre los esclavos de Oretes, arrinconado y despreciado le condujeron
a presencia del rey, arrastrando cadenas y cubierto de harapos.
130. Puesto en presencia del rey, le preguntó Darío
si sabía medicina. Democedes no asentía, temiendo que si se daba a conocer,
jamás volvería a Grecia. Darío vio bien que la sabía y lo disimulaba, y mandó a
los que lo habían conducido, traer allí azotes y aguijones. En tal trance,
Democedes confesó, y dijo que no sabía rigurosamente la medicina, mas que por
haber tratado con un médico entendía un poco del arte. Luego, como Darío se
confiara a él, Democedes empleó remedios griegos y aplicando la suavidad
después de la anterior violencia, hizo que el rey lograse dormir, y en poco
tiempo le dejó sano, cuando Darío ya no esperaba más tener el pie bueno.
Después de esto, el rey le regaló dos pares de grillos de oro, y Democedes le
preguntó si le doblaba su mal adrede, por haberle sanado. Cayó en gracia a
Darío el dicho del médico, y le envió a sus mujeres. Los eunucos que le
conducían decían a las mujeres que ése era el que había devuelto la vida al
rey. Cada una de las mujeres llenó una copa con el oro de su arca y obsequió a
Democedes tan opulento regalo que el criado (llamado Escitón) que recogía tras
él las monedas que caían de las copas, juntó una cuantiosa suma de dinero.
131. Este Democedes había llegado a Crotona y fue a
vivir con Polícrates, del siguiente modo. Vivía en Crotona con su padre, hombre
de condición áspera, y no pudiendo sufrirle más, le dejó y se fue a Egina.
Establecido allí, desde el primer año, sobrepasó a los demás médicos, aunque
carecía de instrumentos y no tenía ninguno de los útiles de su profesión. Al
segundo año, los eginetas le fijaron salario público de un talento; al tercer
año, los atenienses se lo fijaron en cien minas, y al cuarto, Polícrates, en
dos talentos; de tal modo había llegado a Samo, y por este hombre sobre todo
ganaron fama los médicos de Crotona, pues esto sucedió cuando se decía que los
médicos de Crotona eran los primeros de Grecia, y los de Cirene los segundos.
En la misma época los músicos de Argos eran tenidos por los primeros entre los
griegos.
132. Pues entonces, por haber curado completamente
a Darío, tenía Democedes en Susa una casa muy grande, era comensal del rey y, a
excepción de una sola cosa, el retorno a Grecia, disponía de todo lo demás. Los
médicos egipcios que atendían antes al rey iban a ser empalados por haber sido
vencidos por un médico griego, pero él intercedió ante el rey y les salvó;
también salvó a un adivino eleo, que había seguido a Polícrates y estaba abandonado
entre los esclavos. Era gran personaje Democedes ante el rey.
133. Poco tiempo después acaecieron estos otros sucesos.
A Atosa, hija de Ciro y esposa de Darío, se le for-mó en el pecho un absceso
que reventó e iba avanzando. Mientras el mal no fue grande, ella lo ocultaba
por pudor sin decir palabra; mas cuando se vio en grave estado, envió por
Democedes y se lo mostró. Él dijo que la curaría, pero la conjuró a que, a su
vez, le hiciese el servicio que le pidiese, agregando que no le pediría nada
deshonroso.
134. Así, pues, más tarde, cuando la hubo atendido
y sanado, Atosa, instruida por Democedes, dijo estas palabras a Darío, en la cama:
«Rey, tienes tanto poderío y te estás sentado sin añadir a la Persia ni pueblo
ni fuerza. Razonable es que un hombre joven y dueño de grandes riquezas se muestre
autor de alguna proeza para que vean los persas que están gobernados por un
hombre. Por dos motivos te conviene obrar así; para que sepan los persas que
tienen a su frente un hombre, y para que afanados en la guerra no tengan tiempo
de conspirar contra ti. Ahora podrías realizar una gran acción, mientras eres
joven: el alma, en efecto, crece juntamente con el cuerpo, envejece con él, y
se debilita para todos los actos». Así decía Atosa, conforme a la instrucción
recibida, y Darío respondió en estos términos: «Mujer, has dicho cuanto yo
mismo pienso hacer. Tengo resuelto echar un puente de este continente al otro
para emprender una expedición contra los escitas, y te aseguro que pronto lo
verás en ejecución». Replicó Atosa: «Mira, deja esta primera expedición contra
los escitas, pues, cuando quieras, serán tuyos. Marcha, te lo ruego, a Grecia:
por lo que oí decir, deseo tener criadas lacedemonias, argivas y corintias.
Tienes el hombre más diestro de todos para señalar y explicar todas las cosas
de Grecia, ese que te curó el pie». Respondió Darío: «Mujer, ya que te parece
que acometamos primero a Grecia, creo sería mejor enviar primero exploradores
persas junto con el médico que dices, para que nos refieran todo lo que hayan
averiguado y visto, y luego, bien informado, marcharé contra ellos».
135. Así respondió, y al dicho acompañó el hecho;
apenas despuntó el día, llamó a quince persas principales, les ordenó recorrer
las costas de Grecia siguiendo a Democedes, y les recomendó que no se les
escapara Democedes y que lo trajeran de vuelta a cualquier precio. Después de
dar tales órdenes, llamó al mismo Democedes y le pidió que, después de explicar
y mostrar a los persas toda Grecia, volviese. Le invitó a llevarse todos los
bienes muebles para regalarlos a su padre y hermanos, prometiendo darle en
cambio muchos más, y además dijo que él contribuía a los regalos, con una barca
llena de toda suerte de riquezas, que navegaría con él. En mi opinión, Darío
hacía tales promesas sin ninguna intención dolosa; pero Democedes, receloso de
que Darío le estuviese tentando, no aceptó desde luego todo lo que se le daba,
y replicó que dejaría sus bienes en el país para hallarlos después a su vuelta,
aunque sí aceptaba la barca que Darío le prometía como regalo para sus
hermanos. Después de dar tales órdenes también a Democedes, les despachó al
mar,
136. Bajaron a Fenicia, y en Fenicia a la ciudad de
Sidón, equiparon en seguida dos trirremes y con ellas un barco grande de carga,
lleno de toda suerte de riquezas. Abastecidos de todo siguieron rumbo a Grecia.
Al costearla, contemplaban las costas y levantaban planos, hasta que tras
contemplar la mayor parte de sus lugares y los más nombrados, llegaron por fin
a Tarento, en Italia. Para complacer a Democedes, Aristofílides, rey de los tarentinos,
separó los timones de las naves, y arrestó a los persas por espías. Mientras
esto sufrían, Democedes llegó a Crotona, y una vez llegado a su patria, soltó
Aristofílides a los persas y les devolvió lo que les había quitado de las
naves.
137. Desde allí se embarcaron los persas, y en seguimiento
de Democedes llegaron a Crotona; le hallaron en la plaza y le echaron mano.
Algunos de los vecinos de Crotona, amedrentados por el poderío persa, estaban
dispuestos a entregarle; pero otros salieron en su defensa y golpearon con sus
bastones a los persas, que alegaban estas razones: «Hombres de Crotona, mirad
lo que hacéis. Nos estáis quitando un esclavo fugitivo del rey, ¿Cómo pensáis
que el rey Darío sufrirá esta injuria? ¿Cómo os saldrá lo que hacéis si nos le
arrebatáis? ¿Contra qué ciudad llevaremos guerra antes que contra la vuestra?
¿Qué ciudad trataremos de esclavizar antes?» Con tales protestas no lograron,
sin embargo, convencer a los crotoniatas, antes bien, despojados no sólo de
Democedes, sino también del barco de carga que llevaban, navegaron de vuelta al
Asia sin procurar ya llevar adelante su reconocimiento de Grecia, faltos de
guía. Con todo, cuando se embarcaron, Democedes les encargó que dijeran a Darío
que había tomado por esposa a una hija de Milón. Porque tenía el luchador Milón
gran renombre ante el rey, y a mi juicio, Democedes, a fuerza de dinero, apresuró
el casamiento, para que Darío viese que también en su patria era hombre
principal.
138. Partidos los persas de Crotona, fueron
arrojados con sus naves a Yapigia, donde quedaron esclavos, y Gilo, un
desterrado de Tarento, les redimió y condujo al rey Darío. En recompensa, el
rey estaba dispuesto a darle lo que quisiese. Gilo, después de darle cuenta de
su desgracia, escogió su vuelta a Tarento y, para no trastornar toda Grecia, si
por su causa una poderosa armada se hacía a la vela para Italia, dijo que los
cnidios solos bastaban para restituirle, pensando que por ser los cnidios amigos
de los tarentinos, obtendría sin falta su regreso. Darío se lo prometió y
cumplió, pues ordenó a los cnidios por medio de un enviado, que restituyesen
Gilo a Tarento. Los cnidios obedecieron a Darío, pero no lograron persuadir a
los tarentinos, y no tenían medios de obligarles por fuerza. Así, pues, sucedió
todo. Éstos fueron los primeros persas que llegaron de Asia a Grecia, y
salieron como exploradores por el motivo señalado.
139. Después, Darío se apoderó de Samo, la primera
de todas las ciudades así griegas como bárbaras, con el motivo siguiente. En tanto
que Cambises hacía la expedición al Egipto, muchos griegos llegaban allá: unos,
como es natural, para comerciar, otros, para sentar plaza en el ejército, y
algunos para ver el país. Entre ellos estaba también Silosonte, hijo de Eaces,
hermano de Polícrates, y desterrado de Samo. Aconteció a Silosonte este feliz
azar. Había tomado su manto de grana, y con él puesto andaba por la plaza de
Menfis. Le vio Darío, que era un guardia de Cambises, y no aún personaje de
gran cuenta, se prendó del manto, se acercó a él y quiso comprárselo.
Silosonte, viendo a Darío ardientemente prendado de su manto, por un divino
azar, le dijo: «No lo vendo a ningún precio, te lo doy gratuitamente, ya que
así ha de ser». Darío convino en ello y tomó el manto.
140. Silosonte pensó que lo había perdido por su
simpleza. Andando el tiempo, cuando murió Cambises, los siete se sublevaron
contra el mago y, de los siete, Darío se apoderó del reino, oyó decir Silosonte
que había recaído el reino en aquel hombre a quien en una ocasión, en Egipto,
había regalado su manto, a su pedido. Fuése entonces a Susa, se presentó a las
puertas del palacio del rey y dijo que era un bienhechor de Darío. El portero
lo oyó y lo comunicó al rey, y éste admirado le dijo: «¿Quién de los griegos es
un bienhechor a quien yo esté obligado? Pues hace poco que ejerzo el mando, y
ninguno de ellos, por así decirlo, ha llegado hasta nosotros, ni puedo recordar
que deba yo nada a un griego. Con todo, introdúcele, para saber con qué
intención dice eso». El portero introdujo a Silosonte, y cuando se hallaba de
pie ante el rey le preguntaron los intérpretes quién era y por qué servicios
decía ser bienhechor del rey. Refirió Silosonte todo lo tocante al manto y que
él era quien lo había regalado. A esto respondió Darío: «¡Oh el más generoso de
los hombres! Tú eres aquel que cuando yo no tenía ningun poder, me hiciste un
regalo y, aunque pequeño, el favor fue igual que si recibiera hoy un gran don.
Te doy en cambio oro y plata infinitos, para que nunca te arrepientas de haber
hecho un beneficio a Darío, hijo de Histaspes». A estas palabras respondió
Silosonte: «Rey, no me des oro ni plata, pero devuélveme mi patria, Samo, que
ahora, por la muerte de mi hermano Polícrates a manos de Oretes, está en poder
de un esclavo nuestro: dámela, sin matanza ni esclavitud».
141. Oída la petición, Darío envió un ejército y a
Otanes, uno de los siete, por general, con orden de llevar a cabo cuanto
pidiera Silosonte. Otanes bajó al mar y alistó la expedición.
142. En Samo el poder estaba en manos de Meandrio,
hijo de Meandrio, quien lo había recibido de Polícrates como regencia; quiso
Meandrio ser el más justo de todos los hombres, pero no lo logró. Cuando llegó
la noticia de la muerte de Polícrates hizo esto: ante todo, levantó un altar a
Zeus Libertador, y delimitó a su alrededor ese recinto, que está hoy en el
arrabal de la ciudad. Luego, hecho ya esto, convocó una asamblea de todos los
ciudadanos y dijo así: «Tengo en mis manos, como vosotros mismos sabéis, el
cetro y todo el poder de Polícrates, y puedo ser vuestro soberano. Pero lo que
repruebo en otro no lo haré yo en cuanto pueda, pues ni me agradaba Polícrates
que mandaba sobre sus iguales, ni nadie que tal haga. En fin, Polícrates
cumplió su destino; yo pongo el poder en manos del pueblo, y proclamo la
igualdad de derechos. Sólo os pido dos prerrogativas: que del tesoro de
Polícrates se me reserven seis talentos, y además reclamo para mí y para mis
descendientes el sacerdocio de Zeus Libertador, ya que yo mismo le erigí
templo, y os concedo la libertad». Tales propuestas formuló Meandrio a los
samios; pero uno de ellos se levantó y dijo: «Tú ni siquiera mereces ser
nuestro soberano, según eres de mal nacido y despreciable. Mejor será que des
cuenta del dinero que has manejado».
113. El que así habló era uno de los ciudadanos principales,
llamado Telesarco. Meandrio, comprendiendo que si dejaba el mando, algún otro
se constituiría como tirano en su lugar, ya no pensó más en abandonarlo; se
retiró a la ciudadela, y enviando por cada uno de los principales con el
pretexto de dar cuenta del dinero, les prendió y puso en prisión. Mientras estaban
presos, le tomó a Meandrio una enfermedad. Su hermano, por nombre Licareto,
creyendo que moriría, y para apoderarse más fácilmente del señorío de Samo,
mató a todos los presos, ya que, a lo que parece, no querían ser libres.
144. Cuando los persas aportaron a Samo, llevando consigo
a Silosonte, nadie empuñó las armas contra ellos y, bajo capitulación, los
partidarios de Meandrio y Mean-drio mismo declararon estar prontos a salir de
la isla. Convino Otanes en esta condiciones y celebró las paces; los persas de
mayor autoridad hicieron colocar unos asientos frente a la ciudadela, y se
sentaron allí.
145. Tenía el tirano Meandrio un hermano, por nombre
Carilao, hombre algo atolondrado; éste se hallaba preso en un calabozo por
cierto delito que había cometido. En esa oportunidad oyó lo que pasaba y
acechando por una reja, como vio a los persas sentados en paz, púsose a gritar
y a decir que tenía que hablar a Meandrio. Cuando lo oyó Meandrio, mandó que le
desatasen, le sacaran de la cárcel y lo trajesen a su presencia. Apenas fue traído,
cargó de baldones y reproches a su hermano y trató de persuadirle a atacar a
los persas, diciendo así: «¡Oh tú el peor de los hombres!, ¿a mí que soy tu
hermano y que nada cometí digno de cadenas, me aherrojaste y me condenaste a
calabozo, y ves ahí a los persas que te echan y te quitan tu misma casa, y no
te atreves a vengarte siendo tan fácil vencerles? Pero si tú les tienes terror,
dame tus auxiliares y yo les castigaré por la venida. En cuanto a ti, estoy
dispuesto a enviarte fuera de la isla».
146. Así dijo Carilao. Aceptó Meandrio el partido,
no porque hubiese llegado a tal extremo de insensatez, creo yo, como para creer
que sus fuerzas vencerían a las del rey, sino más bien envidioso de que
Silosonte, sin trabajo, iba a apoderarse de la ciudad intacta. Irritó, pues, a
los persas porque quería debilitar el estado de Samo y así entregarlo, pues
bien veía que si los persas eran maltratados, se encarnizarían con los samios,
y porque sabía que tenía su salida segura de la isla, siempre que quisiese, pues
tenía hecho un subterráneo secreto que llevaba de la ciudad al mar. Así, pues,
Meandrio partió de Samo; Carilao armó a todos los auxiliares, abrió las puertas
y los lanzó contra los persas que no esperaban tal cosa y creían que todo
estaba concertado. Cayeron los auxiliares contra los persas de más calidad que
tenían derecho de asiento, y les mataron. Mientras esto hacían llegó en socorro
el resto del ejército persa y, apretados los auxiliares, se encerraron en la
ciudadela.
147. Cuando Otanes, el general, vio que los persas
habían padecido un gran desastre, olvidó, aunque bien las recordaba, las
órdenes de Darío, quien al despedirle le había mandado que entregase la isla de
Samo a Silosonte, libre de todo mal, sin matar ni esclavizar a nadie, y ordenó
al ejército que matasen a todo samio que cogiesen, hombre o niño, por igual.
Entonces, parte de las tropas puso sitio a la ciudadela, parte mató a cuantos
se les ponían delante, así en sagrado como fuera de sagrado.
148. Meandrio, huyendo de Samo, navegó rumbo a
Lacedemonia. Cuando llegó allí, desembarcó todo lo que se había llevado al
partir e hizo así: colocó a la vista su vajilla de oro y plata, y sus criados
la limpiaban. Entre tanto él platicaba con Cleómenes, hijo de Anaxándridas, rey
de Esparta y le condujo a su posada. Cleómenes al ver la vajilla quedó
maravillado y atónito, y aquél le instó a tomar cuanto le agradara. Dos o tres
veces repitió esto Meandrio, pero Cleómenes se condujo como el más justo de los
hombres, pues no se dignó tomar lo ofrecido, y comprendiendo que si Meandrio
regalaba a otros ciudadanos, se procuraría socorro, se presentó ante los éforos
y dijo que era mejor para Esparta que el forastero de Samo se marchara del
Peloponeso, para que no persuadiese a él mismo o a otro espartano a conducirse
mal. Los éforos le oyeron y pregonaron la expulsión de Meandrio.
149. Los persas barrieron a Samo como con red y entregaron
a Silosonte la isla desierta. No obstante, tiempo después, el mismo general
Otanes ayudó a poblarla, movido de una visión que tuvo en sueños y de cierta
enfermedad vergonzosa que padeció.
150. Hacia el tiempo que partía la expedición naval
contra Samo, se sublevaron los babilonios, que estaban muy bien apercibidos, ya
que mientras reinó el mago y se rebelaron los siete, durante todo este tiempo y
este tumulto, se prepararon para un sitio, y, según parece, lo hicieron sin que
se echara de ver. Cuando se rebelaron abiertamente, he aquí lo que cometieron:
juntaron a todas las mujeres y las estrangularon, exceptuando a sus madres, y a
una sola mujer de la casa, a elección, que debía prepararles la comida.
Estrangularon a las mujeres para que no les consumieran alimento.
151. Informado Darío de lo que pasaba, reunió todas
sus fuerzas, partió contra ellos, y cuando llegó a Babilonia, comenzó a
sitiarles, pero los babilonios no hacían caso alguno del sitio. Subidos a las
almenas del muro, bailaban y se mofaban de Darío y de su ejército, y uno de
ellos dijo este sarcasmo: «Persas, ¿qué hacéis aquí ociosos y no os marcháis?
Porque cuando paran las mulas, entonces nos tomaréis». Esto dijo uno de los
babilonios, no pensando que jamás pariese una mula.
152. Pasado ya un año y siete meses, se afligía
Darío y todo el ejército por no ser capaz de tomar a Babilonia. Y en verdad,
Darío había empleado contra ellos todos los ardides y todas las astucias; pero
así y todo no podía tomarles, aunque entre otros ardides ensayó aquel con que Ciro
les había tomado. Pero los sitiados estaban muy en guardia y Darío no podía
tomarles.
153. Por aquel entonces, al cabo de veinte meses, a
Zópiro, hijo de ese Megabizo que fue uno de los siete que derrocaron al mago, a
Zópiro, hijo de ese Megabizo, le sucedió este prodigio: una de las mulas de su
bagaje parió. Cuando le dieron la noticia y Zópiro, que no le daba crédito, vio
por sus propios ojos la cría, prohibió a los que la habían visto que contasen a
nadie el caso, y meditó. Y ante las palabras del babilonio, que había dicho al
comienzo que cuando las mulas parieran, entonces se to-maría la plaza, ante ese
agüero le pareció a Zópiro que ya estaba Babilonia en sazón de ser tomada. Pues
era sin duda obra divina que aquél así dijera y que su mula pariera.
154. Persuadido Zópiro de que la toma de Babilonia
estaba ya fijada por el destino, se presentó a Darío y le preguntó si tenía
mucho empeño en tomar a Babilonia, y cuando averiguó que era su más caro deseo,
meditó de nuevo para ser él quien la tomase y para que fuese suya la hazaña,
porque los persas honran las grandes acciones con adelantos en dignidad. Y
pensó que por ningún otro medio podría adueñarse de ella, sino mutilándose y pasándose
a los babilonios. Tuvo por leve cosa mutilarse entonces en forma incurable: se
cortó las narices y las orejas, se rapó descompuestamente los cabellos, se
azotó, y se presentó así a Darío.
155. Darío llevó muy a mal ver así mutilado a un
persa principal, saltó de su trono, dio voces y le preguntó quién le había
ultrajado y con qué ocasión. Zópiro contestó: «No hay tal hombre sino tú que
tenga fuerza para ponerme así; ningún extraño, rey, ha hecho esto, sino yo
mismo, por mis propias manos, indignado de que los asirios burlen de los
persas». Darío repuso: «¡Oh tú el más terrible de los hombres! Pusiste el más
hermoso nombre a la más vergonzosa acción, al decir que a causa de los sitiados
te has desfigurado en forma incurable. Necio, ¿por qué motivo se rendirán
pronto los enemigos ahora que te has mutilado? ¿No ves que estropeándote no has
cometido sino una locura?» Respondió Zópiro: «Si te hubiera dado parte de lo
que pensaba hacer, no me lo hubieras permitido; por eso lo hice bajo mi
responsabilidad. Desde ahora, pues, si por ti no queda, tomamos Babilonia. Yo
me pasaré a la plaza, tal como me encuentro, y les diré que tú me maltrataste
de este modo; creo que si les persuado que esto es así, lograré el mando de un
ejército. Tú, a partir del día que yo haya entrado en la plaza, el décimo día a
partir de ése saca mil hombres del ejército, que no te den pesar alguno si se
pierden, y fórmales delante de las puertas que llaman de Semíramis. Pasados
otra vez siete días, desde el décimo, forma otros dos mil frente a las otras
puertas que llaman de Nínive. Después del séptimo día, deja pasar veinte, y
alinea otros cuatro mil frente a las puertas llamadas de Caldea. Ni los primeros
ni los últimos tengan otras armas defensivas que sus puñales: éstos permíteles
tener. Después de los veinte días cabales, ordena a las tropas acometer los
muros por todas partes, pero a los persas alíneales frente a las puertas que
llaman Bélides y Cisias. Porque, a mi modo de ver, cuando haga yo tantas
proezas, los babilonios me confiarán todo, aun las llaves de la ciudad. En
cuanto al resto, a mi cuenta y a la de los persas correrá hacer lo necesario».
156. Tras estas recomendaciones, huyó Zópiro hacia
las puertas de la ciudad, volviendo la cabeza como un verdadero desertor. Al
verle desde las torres los centinelas apostados en ese punto se apresuraron a
bajar y, entreabriendo un poco una hoja de la puerta le preguntaron quién era y
a qué venía. Él les dijo que era Zópiro, y que venía como desertor. Cuando esto
oyeron, los centinelas le condujeron a la asamblea de Babilonia. Allí empezó a
lamentarse diciendo que había sufrido a manos de Darío lo que había sufrido a
las suyas propias, y que había sufrido eso porque él le aconsejaba retirar el
ejército, ya que no aparecía medio alguno para tomar la plaza. «Ahora,
babilonios, continuó diciendo, tenéis en mí un gran bien para vosotros y un
gran mal para Darío, para su ejército y para los persas, pues a fe que no me
habrá mutilado gratuitamente. Yo sé todos los pasos de sus planes.»
157. Así les habló Zópiro; los babilonios, que
veían a uno de los hombres más importantes de Persia con las narices y las
orejas cortadas, con las marcas de los latigazos y de la sangre, quedaron enteramente
convencidos de que decía la verdad, y de que había venido como aliado, y
estaban dispuestos a concederle lo que pedía. Les pidió un ejército, y luego
que lo recibió, hizo lo que con Darío había concertado. Sacó, en efecto, al
décimo día el ejército de los babilonios y, rodeando a los mil soldados, los
primeros que había pedido que apostase Darío, los mató a todos. Viendo entonces
los babilonios que acreditaba con hechos sus palabras, sobremanera alegres, estuvieron
prontos a servir a Zópiro en todo. Él dejó pasar los días convenidos, tomó una
partida de babilonios escogidos, los sacó otra vez, y mató a los dos mil
soldados de Darío. Al ver esta nueva hazaña, el elogio de Zópiro andaba en boca
de todos los babilonios. Zópiro dejó pasar otra vez los días convenidos, hizo
su salida al puesto señalado, encerró y exterminó a los cuatro mil. Tras esta
última hazaña, Zópiro lo era todo para con los babilonios, y le nombraron jefe
del ejército y guardián de la fortaleza.
158. Según lo convenido, cuando Darío dio el asalto
alrededor de la plaza, Zópiro reveló entonces todo su ardid. Los babilonios,
subidos a los muros, resistían al ejér-cito de Darío que les acometía, pero
Zópiro abrió las puertas llamadas Bélides y Cisias, e introdujo a los persas
dentro de la plaza. Algunos babilonios vieron lo que hizo; ésos se refugiaron
en el santuario de Zeus Belo; los que no lo vieron, permanecieron cada cual en
su puesto hasta que también ellos comprendieron que estaban traicionados.
159. Así fue tomada Babilonia por segunda vez.
Dueño ya Darío de los babilonios, derribó sus muros y arrancó todas las puertas
de la ciudad (al apoderarse por primera vez de Babilonia, Ciro no había tomado
ninguna de estas medidas); hizo empalar hasta tres mil de los principales en la
rebelión; y entregó a los demás babilonios la ciudad para que vivieran en ella.
A fin de que los babilonios tuviesen mujeres y dejasen hijos, pues por sal-var
las provisiones habían estrangulado las propias, según hemos declarado al
comienzo, con ese propósito Darío hizo así: ordenó a los pueblos de los
alrededores que trajesen mujeres a Babilonia, fijando a cada uno un número, de
suerte que se reunió un total de cincuenta mil. De estas mujeres descienden los
actuales babilonios.
160. Respecto de Zópiro, a juicio de Darío, ningún
persa, ni de los que existieron antes ni después, le aventajó en grandes
acciones, quitando solamente a Ciro, pues con este rey ningún persa osó jamás
compararse. Cuéntase que muchas veces Darío expresó el pensamiento de que
preferiría que Zópiro no hubiese sufrido aquella ignominia, que no conquistar
veinte Babilonias además de la que existía. Le concedió los mayores honores,
pues le enviaba todos los años los regalos que son entre los persas los más
honoríficos, y le concedió la satrapía de Babilonia, exenta de tributo. De este
Zópiro nació Megabizo, el que en Egipto mandó las tropas contra los atenienses
y sus aliados; y de este Megabizo nació Zópiro, el que pasó como desertor de
Persia a Atenas.
[1] 525
a.C.
[2] 521 a.C.
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