1
Dado que la mayor parte de la
oratoria ática que se ha conservado es del siglo IV, resulta comprensible
que estemos ampliamente informados acerca de la corrupción política en cada uno
de sus aspectos. Grandes y admirados oradores, protagonistas de la vida
política, se intercambian, en ese terreno, las acusaciones más graves, en un
entrelazamiento de verdades y falsedades que, para nosotros, resulta con
frecuencia inextricable. Por eso son determinantes las alineaciones, los puntos
de vista.
Desde el punto de vista de los
grupos políticos favorables al predominio macedonio, la política demosténica
está «a sueldo de Persia». Esquines (Contra
Ctesifonte, 156 a
239) y Dinarco (Contra Demóstenes, 10
y 18) son explícitos, aunque se refieran sobre todo a la época posterior a
Queronea (388 a . C.).
Pero nada autoriza a pensar que antes de la derrota de Queronea las cosas
fueran de otro modo. Una tradición historiográfica, evidentemente
filomacedonia, aportaba también detalles sobre el asunto: Alejandro habría
encontrado en Sardos, después de la caída del imperio persa y de la conquista
de sus archivos, las cartas del rey de Persia en las que los sátrapas de Jonia
recibían la orden de apoyar a Demóstenes por todos los medios posibles y de
aportarle sumas colosales (Plutarco, «Vida de Demóstenes», 20, 4-5). El rey de
Persia era consciente de la amenaza que representaban las aspiraciones
macedonias y la agresividad de Filipo, y por eso pagaba a Demóstenes para que
fomentase la oposición a Filipo en Grecia.
Plutarco, quien podría depender
aquí de Teopompo, de su duro e implacable libro sobre «demagogos atenienses»,
insertado en las Historias filípicas,
precisa además que Alejandro encontró, en los archivos persas, una
documentación completa: no sólo las cartas del rey de Persia a los sátrapas,
sino también las cartas de Demóstenes, evidentemente dirigidas a sus
interlocutores persas, y además los informes de los sátrapas, que registraban
las sumas aportadas al orador ateniense.
No tenemos indicios tan
detallados de la eventual relación entre el rey de Macedonia y los adversarios
de Demóstenes. Son los adversarios —Esquines y Filócrates, por ejemplo— a los
que Demóstenes reprocha continuamente el ser «pagados» por el soberano
macedonio y actuar, en la escena política ateniense, siempre y sólo en pro del
interés del soberano macedonio. Pero tampoco tenemos razones para dudar de que
Demóstenes dice la verdad cuando golpea obsesivamente sobre esta tecla. Es obvio
que ninguna de las dos posiciones actúa abiertamente como representante de los
intereses de una o de otra potencia: el apoyo viene dado de manera indirecta.
El objetivo de Esquines y de sus amigos es silenciar las alarmas que Demóstenes
y los suyos lanzan sin parar contra los macedonios: Esquines y los suyos
tienden a mostrar los pronunciamientos de Demóstenes como un alarmismo
infundado; cuando el desgaste se hace evidente y ya es imposible negar la
hostilidad de Filipo hacia Atenas, tienden a demostrar que es la política
provocativa de Demóstenes y de los suyos la que ha llevado a la situación a su
punto de ruptura. Al mismo tiempo, se esfuerzan de todas las formas posibles
para sacar a la luz el hecho de que Demóstenes se inclina por la ruptura
frontal y sin mediaciones frente a Macedonia, ya que trabaja para el rey de
Persia, lo cual predomina por encima del encendido y ostentoso patriotismo que
ocupa una buena parte de sus discursos.
2
No es una novedad de finales del
siglo IV. Las llamadas Helénicas de
Oxirrinco (es decir, con toda probabilidad, las Helénicas de Teopompo), descubiertas por Grenfell y Hunt en 1906
(papiro de Oxirrinco 842) se abren, en el fragmento conservado, con la
descripción de las maniobras que precedieron a la llamada «guerra corintia» que
el rey de Persia impulsó en Grecia, a espaldas de Agesilao, ocupado en la
campaña de Asia de 395. En el centro de esas maniobras está el envío de un
fiduciario, Timócrates de Rodas, encargado de comprar apoyos políticos en
Grecia, en Atenas en particular. Timócrates, en Atenas, paga a Epícrates y
Céfalo, y ambos dan vida a una amplia maniobra de alianza oculta entre Atenas,
Beocia y otras ciudades, que desembocará poco más tarde en el conflicto que
obligará a Agesilao a volver a Grecia, renunciando definitivamente al proyecto
de atacar el corazón del imperio persa.
Pero podemos remontarnos aún más
atrás y observar otros aspectos de la influencia decisiva del dinero en la
política. Una página de la «Vida de Pericles» de Plutarco (cap. 9) describe y
confronta dos modos diversos de conseguir el consenso: el de Pericles,
precisamente, al menos en el comienzo de su carrera, y el de Cimón, su
adversario, que sale visiblemente perdedor. «Al principio», escribe Plutarco,
«Pericles, al verse obligado a enfrentar el prestigio de que gozaba Cimón,
trató de ganarse la simpatía del pueblo. Pero Cimón lo superaba en riquezas y
propiedades, y se servía de ello para poner de su lado a los indigentes,
ofreciendo todos los días comida a quien la solicitase, proveyendo de
vestimenta a los más ancianos, y derrocando las empalizadas que rodeaban sus
campos, para permitir a quien quisiera recoger los frutos».
Se trata aquí, como queda claro,
de otro tipo de interferencia del «dinero» en la política: la conquista del consenso.
Es obvio que el fenómeno no está del todo separado del anterior, ya que el
dinero que Demóstenes y Esquines obtenían de sus respectivos puntos de
referencia «externos» servía también
para permitir a uno y a otro conquistar el consenso en el interior de la
ciudad. Sin embargo el caso Pericles/Cimón es visto por Plutarco no tanto como
ejemplo de conquista del consenso mediante regalos (es decir, esto no le parece
abiertamente inquietante), sino desde el punto de vista de la procedencia del dinero y de las riquezas
utilizadas, ya sea por Pericles como por Cimón, para conquistar el consenso.
Mientras Cimón daba de lo suyo, «Pericles, apelando al arte de la demagogia,
decretó subvenciones de dinero extraídas de las arcas públicas». «Con las
dádivas, pues, para los teatros y para los juicios, y con otros premios y
diversiones, corrompió a la muchedumbre, y se valió de su poder contra el
consejo del Areópago».
Pericles aparece, en esta
reconstrucción, como quien derrocha el dinero del Estado para conseguir popularidad.
La fuente explotada por Plutarco para esta parte de su relato es de inspiración
hostil a Pericles y a su política «filopopular». Por eso, poco después,
relaciona la política «social» períclea con el riesgo que la emergencia de un
opositor tenaz como Tucídides de Melesia representa para Pericles:
Los aristócratas, viendo ya a
Pericles engrandecido y tan preferido a los demás ciudadanos, quisieron
contraponerle alguno de su partido en la ciudad, y debilitar su poder para que
no fuese absolutamente, de un monarca; y con la mira de que le resistiese,
echaron mano de Tucídides, de la tribu Alopecia, hombre prudente y cuñado de
Cimón […] y bien pronto produjo una división en el gobierno. En efecto: estorbó
que los ciudadanos que se decían principales se allegaran y confundieran como
antes con la plebe, mancillando su dignidad, y más bien manifestándolos
separados, y reuniendo como en un punto el poder de todos ellos, le hizo de más
resistencia, y que viniera a ser como un contrapeso en la balanza […]. Por esto
mismo, soltando más entonces Pericles las riendas a la plebe, gobernaba a gusto
de ésta, disponiendo que continuamente hubiese en la ciudad, o un espectáculo
público, o un banquete solemne, o una ceremonia aparatosa, entreteniendo al
pueblo con diversiones del mejor gusto. Hacía, además, salir cada año sesenta
galeras, en las que navegaban muchos ciudadanos, asalariados por espacio de
ocho meses, y al mismo tiempo se ejercitaban y aprendían la ciencia náutica.
Plutarco observa, a continuación,
que de este modo Pericles liberaba a la ciudad de una peligrosa «muchedumbre
holgazana», e incluye entre las iniciativas «demagógicas» del gran político
ateniense el inicio de la célebre política urbanística, que adornó la ciudad
con monumentos destinados a una fama perdurable.
Es evidente el punto de vista
parcial con que la fuente de Plutarco presenta el fenómeno Pericles. Una
política de obras públicas que tiene como fin «social» un salario para los
indigentes se convierte —desde esta perspectiva— en un instrumento de
corrupción generalizada. Se agrupan fenómenos distintos entre sí: la política
de obras públicas, el deseo de enriquecimiento por parte de los arquitectos que
las dirigieron, el «salario» a los espectadores del teatro y la multiplicación
de las ocasiones festivas en cuanto ocasiones «demagógicas». También el diálogo
Sobre el sistema político ateniense
subraya este punto: «Los atenienses celebran el doble de fiestas que los demás»
(III, 8). Las fiestas se vuelven ocasiones demagógicas, por cuanto, además de
todo, son el momento ideal para el consumo gratuito de carne, alimento costoso
para los que no tienen una situación desahogada.
3
El lugar «clásico» de la
«corrupción» democrática es, en Atenas, el tribunal. Por otra parte, el
tribunal tiene, en la sociedad ateniense de los siglos V y IV, una
centralidad equivalente, y quizá superior, a la de la asamblea y el teatro.
Desembocan en el tribunal el conjunto de las infinitas controversias relativas
a la propiedad: la lucha en torno a la propiedad, a los modos de ejercicio de
los cargos públicos, en especial los que comportan administración de dinero,
las controversias referidas al cargo de los gastos de que los más ricos debían
hacerse cargo en beneficio de la comunidad (las denominadas «liturgias»): todo
ello tiene en el tribunal su campo de batalla cotidiano. Por eso Aristófanes
dedica buena parte de sus comedias a satirizar la manía ateniense por los
tribunales. Los jurados, que son varios centenares, se eligen por sorteo: todo
ciudadano puede ser juez (no se requiere una competencia específica), y no sólo
tiene la ventaja de recibir un salario por tal prestación de utilidad pública,
sino, encontrándose en enfrentamientos que versan por lo general sobre títulos
de propiedad, tienen ocasión de dejarse corromper (y conseguir así una ganancia
suplementaria) por los actores y los participantes que están dispuestos a todo
con tal de ganar el pleito.
El diálogo Sobre el sistema político ateniense dedica a la corrupción de los
tribunales una parte considerable. En el cuadro allí esbozado toda la
maquinaria administrativa y política de la ciudad resulta extremadamente
corruptible («Si uno se presenta ante el Consejo o la asamblea con dinero, se
resolverá su caso»: III, 3), pero es sobre todo el tribunal el objeto de la
reflexión. El autor llega a la conclusión de que la masa de controversias que
recae sobre los tribunales es tal que, de todos modos, el mecanismo está
destinado a bloquearse, cualquiera que
sea el grado de corrupción con que se impulse su funcionamiento. «Yo
estaría de acuerdo con éstos en que muchos asuntos se resuelven en Atenas
pagando, y en que todavía se resolverían en mayor número si aún más gente diera
dinero. [Es interesante este punto de vista sobre la corrupción como vehículo
de celeridad de la vida pública.]
Pero sé bien esto otro, que la ciudad no es capaz de resolverles sus asuntos a
la totalidad de los que presentan peticiones, ni aunque les dieran la cantidad
que fuese de oro y plata». Pasa entonces a la ejemplificación de los «tipos de
causa»: «Si uno no repara una nave o construye en terreno público; y dictar
sentencia todos los años en lo que se refiere a los coregos que han de costear
las Dionisias, las Targelias, las Panateneas, las Prometeas y las Hefestias; y
cada año se nombra a cuatrocientos trierarcas, y hay que dictar sentencia todos
los años en relación con lo que se requiere de éstos; además es preciso someter
a prueba el desempeño de las magistraturas y dictar sentencia sobre ellas, y
someter a prueba a los huérfanos y designar a los guardias de los presos». La
lista prosigue hasta que se abre un singular debate entre los dos dialogantes,
de los cuales uno sugiere hacer «menos juicios por vez» (en los procesos
individuales) y el otro objeta que, con «pocos juicios por cada tribunal»,
«sería más fácil enmarañar y corromper» (III, 3-7).
4
Un ámbito del que se habla poco
en general, porque tampoco existen muchos estudios sobre el tema, es el del
espionaje. Espionaje interno en la ciudad, en el que opera una tupida serie de
informadores de diverso tipo, al servicio de privados, de grupos influyentes,
de magistrados; y espionaje hacia el exterior (intelligence). En ambos casos el vehículo común para obtener los
servicios de estos informadores es el dinero.
Son conocidas las circunstancias
y situaciones concretas, que remiten a fenómenos más generales. Ante todo, una
vez más, los juicios: los grandes juicios en primer lugar, aquellos en que los
contendientes cuentan con grupos más o menos organizados, colaboradores, etc. Se
trata de procesos políticos de cierto relieve, e incluso de juicios en que
están en juego fortunas enteras. Se ha observado que, en los discursos que se
conservan (los casos en los que contamos tanto con la acusación como con la
defensa no son muchos, pero son sin duda significativos), con frecuencia las
partes muestran un conocimiento recíproco de las argumentaciones que en rigor
hubieran podido conocer sólo durante el curso de los debates. Estas
«anticipaciones de los argumentos», como han sido denominadas (Dorjahn), tienen
origen en diversas fuentes de información. Pero cuando son muy detalladas no
pueden circunscribirnos a instancias oficiales (y por necesidad muy sumarias)
como por ejemplo la llamada anàkrasis
(una suerte de pre-juicio que se desarrolla en una fecha establecida en el
momento de depositar la acusación). Se remontan más probablemente a informadores. Éstos a veces se presentan
espontáneamente: son enemigos personales de una de las dos partes y aprovechan
la ocasión del proceso para «ponerse a disposición» de la otra parte, sin duda
a cambio de un provecho. Demóstenes, en su discurso «Contra Midias» —rico y
agresivo personaje con el que había chocado por una cuestión inherente a los
gastos teatrales—, nos hace saber que los enemigos de Midias se le presentaron
espontáneamente y le ofrecieron ayuda (XXI, 23; 25; 26). En otra ocasión da a
conocer los nombres de informadores que, según dice, colaboraron con Esquines
en su contra. Es cierto que en una sociedad pequeña —que, exagerando, algunos sociólogos
anglosajones catalogaron como del tipo face
to face— no todos, pero sí muchos se conocen y saben mucho unos de otros. La ateniense es una sociedad en la que
no sólo se vive mucho «en la plaza pública», sino que además todos, o la
mayoría, conocen los asuntos de los demás: desde los esclavos que oyen a
hurtadillas y «venden» pequeñas informaciones cotidianas a los impostores y
entrometidos de profesión, tales como los diversos Escafontes y Pitángelo,
conocidos porque estaban al servicio de un temible promotor de juicios, el
llamado «perro del pueblo» Aristogitón.
En momentos altamente dramáticos,
como en 415, los juicios por la mutilación de los hermes y la profanación de
los misterios, las fuentes (Tucídides y Adnócides ante todo), aunque sea con cautela
y reticencias, aportan un nutrido cuadro de delatores, informadores,
calumniadores, espías. En casos de este tipo, siempre envueltos en amplias
zonas de sombra, podemos postular el mecanismo del espionaje asalariado; del
mismo modo en que adivinamos indirectamente su huella en las informaciones
sobre algunas operaciones militares. Luis Losada estudió The Fifth Column in the Peloponnesian War
(1972). Muchos siglos antes, Onasandro, escritor táctico,
observaba en su tratado: «No existe ejército en el que tanto los esclavos como
los hombres libres no deserten pasando a la parte enemiga, en las numerosas
ocasiones que la guerra necesariamente ofrece» (X, 24). También la singular
noticia referida por el tardío biógrafo de Tucídides, Marcelino, según el cual
el historiador pagaba a soldados de ambos bandos para obtener la información
necesaria para su relato («Vida de Tucídides», 21), alcanza para probar la
costumbre de obtener noticias a cambio de compensaciones. El tardío biógrafo,
no sin cierta pruderie, se pregunta
qué necesidad había de pagar también a informadores espartanos, pero enseguida
objeta que Tucídides lo hacía por amor a la verdad, para tener las versiones de
los hechos de unos y otros.
5
Los comportamientos de la
magistratura eran constantemente escrutados y sometidos a control, puesto que
de ella dependía la estrategia, que regía la suerte de la ciudad. La
magistratura era electiva (junto con la hiparquía), aunque estaba reservada a
los exponentes de las clases más altas del censo (pentacosiomedimnos y miembros
de la caballería). Esto explica por qué esas dos magistraturas están
constantemente «bajo observación»: no sólo por la extrema delicadeza de su
función, y por el enorme poder que ostentaban, sino además por el tipo de
personas, siempre sospechosas a los ojos del pueblo, que las ejercían.
A pesar de que los estrategos son
por lo general hombres ricos, una de las sospechas que pesan siempre sobre
ellos es la de dejarse corromper. Por otra parte, su trabajo era controlado
mensualmente, sometido a examen (epicheirotonia),
y si resultaba que algo no cuadraba en la gestión de alguno de ellos eran
convocados (apocheirotonia) a Atenas
y procesados; además estaban los casos en los que las reservas sobre el trabajo
de uno u otro estratego eran controladas al final de su gestión. Es el caso,
por ejemplo, de la importante condena de al menos tres estrategos del colegio
en activo en 425/424 (Pitodoro, Sófocles y Eurimedonte), todos ellos
condenados, al regresar a Atenas, por una causa de corrupción (graphé doron). Según Tucídides, la
condena fue, para Sófocles y Pitodoro, «el exilio» (la condena más grave
después de la capital) y para Eurimedonte una pena económica. La acusación,
considerada como válida, fue la siguiente: «A pesar de que ellos hubieran
podido poner bajo control la situación en Sicilia, se retiraron, dejándose
corromper con regalos» (IV, 65).[1078]
Desde el punto de vista léxico es
interesante notar que para indicar la noción de «corromper» se adopta el verbo
«persuadir» (peisthéntes). Desde el
punto de vista político lo destacable es que la motivación de la sentencia
—citada literalmente por Tucídides— saca brutalmente a la luz el hecho de que
el fin que los tres generales habían perseguido en Sicilia no era (según se les
había confiado formalmente) el de «ayudar a los leontinos» (tal como lo refiere
Filocoro, FGrHist 328 F 127) sino el meramente
imperialista de «poner bajo control» (katastrépsasthai)
la situación en Sicilia. El demo (ya que el juicio debe de haberse desarrollado
en la asamblea, y no en un tribunal ordinario, dado que la acusación era,
sustancialmente, la de traición) no duda en expresar claramente las propias
aspiraciones imperialistas. Por eso considera obvio (y puede ser dicho en un
documento) que una misión formalmente destinada a «dar ayuda» a una ciudad deba
llevar en realidad a un mayor control ateniense sobre la política siciliana.
Los tres estrategos han interpretado —quizá, en efecto, bajo soborno— su
mandato en el sentido más reductivo, y por eso fueron condenados, se entiende
que «por corrupción».
[1078]
Si, como sugiere D. L. Drew, Clasical Review, 42, 1928, pp.
56-57, el Sófocles que «por ambición de riqueza se habría hecho al mar hasta
sobre una estera de mimbre», el blanco de Aristófanes (Paz, 695-699) es
el estratego de 425/424 (y no el poeta Sófocles, como se considera
generalmente), se puede suponer que el eco del juicio de Estado de 424
permaneciera aún vivo dos años más tarde, cuando Aristófanes escribe y pone en
escena la Paz. <<
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