sábado, 23 de diciembre de 2017

Canfora Luciano.-El mundo de Atenas: XXXIII. CORRUPCIÓN POLÍTICA


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Dado que la mayor parte de la oratoria ática que se ha conservado es del siglo IV, resulta comprensible que estemos ampliamente informados acerca de la corrupción política en cada uno de sus aspectos. Grandes y admirados oradores, protagonistas de la vida política, se intercambian, en ese terreno, las acusaciones más graves, en un entrelazamiento de verdades y falsedades que, para nosotros, resulta con frecuencia inextricable. Por eso son determinantes las alineaciones, los puntos de vista.
Desde el punto de vista de los grupos políticos favorables al predominio macedonio, la política demosténica está «a sueldo de Persia». Esquines (Contra Ctesifonte, 156 a 239) y Dinarco (Contra Demóstenes, 10 y 18) son explícitos, aunque se refieran sobre todo a la época posterior a Queronea (388 a. C.). Pero nada autoriza a pensar que antes de la derrota de Queronea las cosas fueran de otro modo. Una tradición historiográfica, evidentemente filomacedonia, aportaba también detalles sobre el asunto: Alejandro habría encontrado en Sardos, después de la caída del imperio persa y de la conquista de sus archivos, las cartas del rey de Persia en las que los sátrapas de Jonia recibían la orden de apoyar a Demóstenes por todos los medios posibles y de aportarle sumas colosales (Plutarco, «Vida de Demóstenes», 20, 4-5). El rey de Persia era consciente de la amenaza que representaban las aspiraciones macedonias y la agresividad de Filipo, y por eso pagaba a Demóstenes para que fomentase la oposición a Filipo en Grecia.
Plutarco, quien podría depender aquí de Teopompo, de su duro e implacable libro sobre «demagogos atenienses», insertado en las Historias filípicas, precisa además que Alejandro encontró, en los archivos persas, una documentación completa: no sólo las cartas del rey de Persia a los sátrapas, sino también las cartas de Demóstenes, evidentemente dirigidas a sus interlocutores persas, y además los informes de los sátrapas, que registraban las sumas aportadas al orador ateniense.
No tenemos indicios tan detallados de la eventual relación entre el rey de Macedonia y los adversarios de Demóstenes. Son los adversarios —Esquines y Filócrates, por ejemplo— a los que Demóstenes reprocha continuamente el ser «pagados» por el soberano macedonio y actuar, en la escena política ateniense, siempre y sólo en pro del interés del soberano macedonio. Pero tampoco tenemos razones para dudar de que Demóstenes dice la verdad cuando golpea obsesivamente sobre esta tecla. Es obvio que ninguna de las dos posiciones actúa abiertamente como representante de los intereses de una o de otra potencia: el apoyo viene dado de manera indirecta. El objetivo de Esquines y de sus amigos es silenciar las alarmas que Demóstenes y los suyos lanzan sin parar contra los macedonios: Esquines y los suyos tienden a mostrar los pronunciamientos de Demóstenes como un alarmismo infundado; cuando el desgaste se hace evidente y ya es imposible negar la hostilidad de Filipo hacia Atenas, tienden a demostrar que es la política provocativa de Demóstenes y de los suyos la que ha llevado a la situación a su punto de ruptura. Al mismo tiempo, se esfuerzan de todas las formas posibles para sacar a la luz el hecho de que Demóstenes se inclina por la ruptura frontal y sin mediaciones frente a Macedonia, ya que trabaja para el rey de Persia, lo cual predomina por encima del encendido y ostentoso patriotismo que ocupa una buena parte de sus discursos.

 2

No es una novedad de finales del siglo IV. Las llamadas Helénicas de Oxirrinco (es decir, con toda probabilidad, las Helénicas de Teopompo), descubiertas por Grenfell y Hunt en 1906 (papiro de Oxirrinco 842) se abren, en el fragmento conservado, con la descripción de las maniobras que precedieron a la llamada «guerra corintia» que el rey de Persia impulsó en Grecia, a espaldas de Agesilao, ocupado en la campaña de Asia de 395. En el centro de esas maniobras está el envío de un fiduciario, Timócrates de Rodas, encargado de comprar apoyos políticos en Grecia, en Atenas en particular. Timócrates, en Atenas, paga a Epícrates y Céfalo, y ambos dan vida a una amplia maniobra de alianza oculta entre Atenas, Beocia y otras ciudades, que desembocará poco más tarde en el conflicto que obligará a Agesilao a volver a Grecia, renunciando definitivamente al proyecto de atacar el corazón del imperio persa.
Pero podemos remontarnos aún más atrás y observar otros aspectos de la influencia decisiva del dinero en la política. Una página de la «Vida de Pericles» de Plutarco (cap. 9) describe y confronta dos modos diversos de conseguir el consenso: el de Pericles, precisamente, al menos en el comienzo de su carrera, y el de Cimón, su adversario, que sale visiblemente perdedor. «Al principio», escribe Plutarco, «Pericles, al verse obligado a enfrentar el prestigio de que gozaba Cimón, trató de ganarse la simpatía del pueblo. Pero Cimón lo superaba en riquezas y propiedades, y se servía de ello para poner de su lado a los indigentes, ofreciendo todos los días comida a quien la solicitase, proveyendo de vestimenta a los más ancianos, y derrocando las empalizadas que rodeaban sus campos, para permitir a quien quisiera recoger los frutos».
Se trata aquí, como queda claro, de otro tipo de interferencia del «dinero» en la política: la conquista del consenso. Es obvio que el fenómeno no está del todo separado del anterior, ya que el dinero que Demóstenes y Esquines obtenían de sus respectivos puntos de referencia «externos» servía también para permitir a uno y a otro conquistar el consenso en el interior de la ciudad. Sin embargo el caso Pericles/Cimón es visto por Plutarco no tanto como ejemplo de conquista del consenso mediante regalos (es decir, esto no le parece abiertamente inquietante), sino desde el punto de vista de la procedencia del dinero y de las riquezas utilizadas, ya sea por Pericles como por Cimón, para conquistar el consenso. Mientras Cimón daba de lo suyo, «Pericles, apelando al arte de la demagogia, decretó subvenciones de dinero extraídas de las arcas públicas». «Con las dádivas, pues, para los teatros y para los juicios, y con otros premios y diversiones, corrompió a la muchedumbre, y se valió de su poder contra el consejo del Areópago».
Pericles aparece, en esta reconstrucción, como quien derrocha el dinero del Estado para conseguir popularidad. La fuente explotada por Plutarco para esta parte de su relato es de inspiración hostil a Pericles y a su política «filopopular». Por eso, poco después, relaciona la política «social» períclea con el riesgo que la emergencia de un opositor tenaz como Tucídides de Melesia representa para Pericles:
Los aristócratas, viendo ya a Pericles engrandecido y tan preferido a los demás ciudadanos, quisieron contraponerle alguno de su partido en la ciudad, y debilitar su poder para que no fuese absolutamente, de un monarca; y con la mira de que le resistiese, echaron mano de Tucídides, de la tribu Alopecia, hombre prudente y cuñado de Cimón […] y bien pronto produjo una división en el gobierno. En efecto: estorbó que los ciudadanos que se decían principales se allegaran y confundieran como antes con la plebe, mancillando su dignidad, y más bien manifestándolos separados, y reuniendo como en un punto el poder de todos ellos, le hizo de más resistencia, y que viniera a ser como un contrapeso en la balanza […]. Por esto mismo, soltando más entonces Pericles las riendas a la plebe, gobernaba a gusto de ésta, disponiendo que continuamente hubiese en la ciudad, o un espectáculo público, o un banquete solemne, o una ceremonia aparatosa, entreteniendo al pueblo con diversiones del mejor gusto. Hacía, además, salir cada año sesenta galeras, en las que navegaban muchos ciudadanos, asalariados por espacio de ocho meses, y al mismo tiempo se ejercitaban y aprendían la ciencia náutica.
Plutarco observa, a continuación, que de este modo Pericles liberaba a la ciudad de una peligrosa «muchedumbre holgazana», e incluye entre las iniciativas «demagógicas» del gran político ateniense el inicio de la célebre política urbanística, que adornó la ciudad con monumentos destinados a una fama perdurable.
Es evidente el punto de vista parcial con que la fuente de Plutarco presenta el fenómeno Pericles. Una política de obras públicas que tiene como fin «social» un salario para los indigentes se convierte —desde esta perspectiva— en un instrumento de corrupción generalizada. Se agrupan fenómenos distintos entre sí: la política de obras públicas, el deseo de enriquecimiento por parte de los arquitectos que las dirigieron, el «salario» a los espectadores del teatro y la multiplicación de las ocasiones festivas en cuanto ocasiones «demagógicas». También el diálogo Sobre el sistema político ateniense subraya este punto: «Los atenienses celebran el doble de fiestas que los demás» (III, 8). Las fiestas se vuelven ocasiones demagógicas, por cuanto, además de todo, son el momento ideal para el consumo gratuito de carne, alimento costoso para los que no tienen una situación desahogada.

 3

El lugar «clásico» de la «corrupción» democrática es, en Atenas, el tribunal. Por otra parte, el tribunal tiene, en la sociedad ateniense de los siglos V y IV, una centralidad equivalente, y quizá superior, a la de la asamblea y el teatro. Desembocan en el tribunal el conjunto de las infinitas controversias relativas a la propiedad: la lucha en torno a la propiedad, a los modos de ejercicio de los cargos públicos, en especial los que comportan administración de dinero, las controversias referidas al cargo de los gastos de que los más ricos debían hacerse cargo en beneficio de la comunidad (las denominadas «liturgias»): todo ello tiene en el tribunal su campo de batalla cotidiano. Por eso Aristófanes dedica buena parte de sus comedias a satirizar la manía ateniense por los tribunales. Los jurados, que son varios centenares, se eligen por sorteo: todo ciudadano puede ser juez (no se requiere una competencia específica), y no sólo tiene la ventaja de recibir un salario por tal prestación de utilidad pública, sino, encontrándose en enfrentamientos que versan por lo general sobre títulos de propiedad, tienen ocasión de dejarse corromper (y conseguir así una ganancia suplementaria) por los actores y los participantes que están dispuestos a todo con tal de ganar el pleito.
El diálogo Sobre el sistema político ateniense dedica a la corrupción de los tribunales una parte considerable. En el cuadro allí esbozado toda la maquinaria administrativa y política de la ciudad resulta extremadamente corruptible («Si uno se presenta ante el Consejo o la asamblea con dinero, se resolverá su caso»: III, 3), pero es sobre todo el tribunal el objeto de la reflexión. El autor llega a la conclusión de que la masa de controversias que recae sobre los tribunales es tal que, de todos modos, el mecanismo está destinado a bloquearse, cualquiera que sea el grado de corrupción con que se impulse su funcionamiento. «Yo estaría de acuerdo con éstos en que muchos asuntos se resuelven en Atenas pagando, y en que todavía se resolverían en mayor número si aún más gente diera dinero. [Es interesante este punto de vista sobre la corrupción como vehículo de celeridad de la vida pública.] Pero sé bien esto otro, que la ciudad no es capaz de resolverles sus asuntos a la totalidad de los que presentan peticiones, ni aunque les dieran la cantidad que fuese de oro y plata». Pasa entonces a la ejemplificación de los «tipos de causa»: «Si uno no repara una nave o construye en terreno público; y dictar sentencia todos los años en lo que se refiere a los coregos que han de costear las Dionisias, las Targelias, las Panateneas, las Prometeas y las Hefestias; y cada año se nombra a cuatrocientos trierarcas, y hay que dictar sentencia todos los años en relación con lo que se requiere de éstos; además es preciso someter a prueba el desempeño de las magistraturas y dictar sentencia sobre ellas, y someter a prueba a los huérfanos y designar a los guardias de los presos». La lista prosigue hasta que se abre un singular debate entre los dos dialogantes, de los cuales uno sugiere hacer «menos juicios por vez» (en los procesos individuales) y el otro objeta que, con «pocos juicios por cada tribunal», «sería más fácil enmarañar y corromper» (III, 3-7).

 4

Un ámbito del que se habla poco en general, porque tampoco existen muchos estudios sobre el tema, es el del espionaje. Espionaje interno en la ciudad, en el que opera una tupida serie de informadores de diverso tipo, al servicio de privados, de grupos influyentes, de magistrados; y espionaje hacia el exterior (intelligence). En ambos casos el vehículo común para obtener los servicios de estos informadores es el dinero.
Son conocidas las circunstancias y situaciones concretas, que remiten a fenómenos más generales. Ante todo, una vez más, los juicios: los grandes juicios en primer lugar, aquellos en que los contendientes cuentan con grupos más o menos organizados, colaboradores, etc. Se trata de procesos políticos de cierto relieve, e incluso de juicios en que están en juego fortunas enteras. Se ha observado que, en los discursos que se conservan (los casos en los que contamos tanto con la acusación como con la defensa no son muchos, pero son sin duda significativos), con frecuencia las partes muestran un conocimiento recíproco de las argumentaciones que en rigor hubieran podido conocer sólo durante el curso de los debates. Estas «anticipaciones de los argumentos», como han sido denominadas (Dorjahn), tienen origen en diversas fuentes de información. Pero cuando son muy detalladas no pueden circunscribirnos a instancias oficiales (y por necesidad muy sumarias) como por ejemplo la llamada anàkrasis (una suerte de pre-juicio que se desarrolla en una fecha establecida en el momento de depositar la acusación). Se remontan más probablemente a informadores. Éstos a veces se presentan espontáneamente: son enemigos personales de una de las dos partes y aprovechan la ocasión del proceso para «ponerse a disposición» de la otra parte, sin duda a cambio de un provecho. Demóstenes, en su discurso «Contra Midias» —rico y agresivo personaje con el que había chocado por una cuestión inherente a los gastos teatrales—, nos hace saber que los enemigos de Midias se le presentaron espontáneamente y le ofrecieron ayuda (XXI, 23; 25; 26). En otra ocasión da a conocer los nombres de informadores que, según dice, colaboraron con Esquines en su contra. Es cierto que en una sociedad pequeña —que, exagerando, algunos sociólogos anglosajones catalogaron como del tipo face to face— no todos, pero sí muchos se conocen y saben mucho unos de otros. La ateniense es una sociedad en la que no sólo se vive mucho «en la plaza pública», sino que además todos, o la mayoría, conocen los asuntos de los demás: desde los esclavos que oyen a hurtadillas y «venden» pequeñas informaciones cotidianas a los impostores y entrometidos de profesión, tales como los diversos Escafontes y Pitángelo, conocidos porque estaban al servicio de un temible promotor de juicios, el llamado «perro del pueblo» Aristogitón.
En momentos altamente dramáticos, como en 415, los juicios por la mutilación de los hermes y la profanación de los misterios, las fuentes (Tucídides y Adnócides ante todo), aunque sea con cautela y reticencias, aportan un nutrido cuadro de delatores, informadores, calumniadores, espías. En casos de este tipo, siempre envueltos en amplias zonas de sombra, podemos postular el mecanismo del espionaje asalariado; del mismo modo en que adivinamos indirectamente su huella en las informaciones sobre algunas operaciones militares. Luis Losada estudió The Fifth Column in the Peloponnesian War (1972). Muchos siglos antes, Onasandro, escritor táctico, observaba en su tratado: «No existe ejército en el que tanto los esclavos como los hombres libres no deserten pasando a la parte enemiga, en las numerosas ocasiones que la guerra necesariamente ofrece» (X, 24). También la singular noticia referida por el tardío biógrafo de Tucídides, Marcelino, según el cual el historiador pagaba a soldados de ambos bandos para obtener la información necesaria para su relato («Vida de Tucídides», 21), alcanza para probar la costumbre de obtener noticias a cambio de compensaciones. El tardío biógrafo, no sin cierta pruderie, se pregunta qué necesidad había de pagar también a informadores espartanos, pero enseguida objeta que Tucídides lo hacía por amor a la verdad, para tener las versiones de los hechos de unos y otros.

 5

Los comportamientos de la magistratura eran constantemente escrutados y sometidos a control, puesto que de ella dependía la estrategia, que regía la suerte de la ciudad. La magistratura era electiva (junto con la hiparquía), aunque estaba reservada a los exponentes de las clases más altas del censo (pentacosiomedimnos y miembros de la caballería). Esto explica por qué esas dos magistraturas están constantemente «bajo observación»: no sólo por la extrema delicadeza de su función, y por el enorme poder que ostentaban, sino además por el tipo de personas, siempre sospechosas a los ojos del pueblo, que las ejercían.
A pesar de que los estrategos son por lo general hombres ricos, una de las sospechas que pesan siempre sobre ellos es la de dejarse corromper. Por otra parte, su trabajo era controlado mensualmente, sometido a examen (epicheirotonia), y si resultaba que algo no cuadraba en la gestión de alguno de ellos eran convocados (apocheirotonia) a Atenas y procesados; además estaban los casos en los que las reservas sobre el trabajo de uno u otro estratego eran controladas al final de su gestión. Es el caso, por ejemplo, de la importante condena de al menos tres estrategos del colegio en activo en 425/424 (Pitodoro, Sófocles y Eurimedonte), todos ellos condenados, al regresar a Atenas, por una causa de corrupción (graphé doron). Según Tucídides, la condena fue, para Sófocles y Pitodoro, «el exilio» (la condena más grave después de la capital) y para Eurimedonte una pena económica. La acusación, considerada como válida, fue la siguiente: «A pesar de que ellos hubieran podido poner bajo control la situación en Sicilia, se retiraron, dejándose corromper con regalos» (IV, 65).[1078]
Desde el punto de vista léxico es interesante notar que para indicar la noción de «corromper» se adopta el verbo «persuadir» (peisthéntes). Desde el punto de vista político lo destacable es que la motivación de la sentencia —citada literalmente por Tucídides— saca brutalmente a la luz el hecho de que el fin que los tres generales habían perseguido en Sicilia no era (según se les había confiado formalmente) el de «ayudar a los leontinos» (tal como lo refiere Filocoro, FGrHist 328 F 127) sino el meramente imperialista de «poner bajo control» (katastrépsasthai) la situación en Sicilia. El demo (ya que el juicio debe de haberse desarrollado en la asamblea, y no en un tribunal ordinario, dado que la acusación era, sustancialmente, la de traición) no duda en expresar claramente las propias aspiraciones imperialistas. Por eso considera obvio (y puede ser dicho en un documento) que una misión formalmente destinada a «dar ayuda» a una ciudad deba llevar en realidad a un mayor control ateniense sobre la política siciliana. Los tres estrategos han interpretado —quizá, en efecto, bajo soborno— su mandato en el sentido más reductivo, y por eso fueron condenados, se entiende que «por corrupción».

 [1078] Si, como sugiere D. L. Drew, Clasical Review, 42, 1928, pp. 56-57, el Sófocles que «por ambición de riqueza se habría hecho al mar hasta sobre una estera de mimbre», el blanco de Aristófanes (Paz, 695-699) es el estratego de 425/424 (y no el poeta Sófocles, como se considera generalmente), se puede suponer que el eco del juicio de Estado de 424 permaneciera aún vivo dos años más tarde, cuando Aristófanes escribe y pone en escena la Paz. <<

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