1
La «paz» fue, en verdad, no poco
tormentosa. Lo sabemos gracias a Aristóteles. Éste nos informa, ante todo —cosa
que Jenofonte omite decir—, de que no sólo los supervivientes de los Treinta
sino también los Diez (y por tanto evidentemente también los hiparcos que
habían compartido el poder con los Diez) fueron excluidos de la amnistía y
debieron someterse a juicio: como por ejemplo un tal Rinon,[1042]
que por otra parte —asegura Aristóteles— supo salir bien parado. Nos hace saber
también que ni siquiera los demócratas se habían puesto del todo de acuerdo;
que Trasíbulo —quien, por así decir, había pasado a la historia como el hombre
de la «amnistía»—,[1043] precisamente Trasíbulo, había alentado las
venganzas, que de hecho no tardaron en manifestarse; que además Trasíbulo
quería conceder la ciudadanía a todos los que habían combatido a su lado,
«incluso a algunos que eran sin duda esclavos»,[1044] y que, en
definitiva, de no haber sido por la prudencia del moderado Arquino, regresado
también él con los demócratas, todos los buenos propósitos de la restauración
democrática habrían fracasado. Pero precisamente Arquino no había dudado en
hacer ajusticiar, sin juicio previo, a uno de los «supervivientes» del Pireo
que había amenazado con arreglar cuentas con algún miembro del pasado régimen.[1045]
Por lo demás, el juicio intentado por Lisias contra Eratóstenes (que no había
huido a Eleusis junto con los otros supervivientes de los Treinta, tras la
muerte de Critias) es un indicio más de un clima nada «pacífico». En ese
discurso, Lisias pide insistentemente que se ataque Eleusis, cosa que sucedería
poco después[1046] y de manera bastante traicionera. En particular,
los caballeros «que habían luchado a favor de los Treinta» (incluido Mantiteo,
defendido por Lisias) siguieron siendo considerados como un grupo en sí:
cuando, en 399, los espartanos, empeñados en una guerra de desgaste en Asia
como consecuencia de su apoyo a la fracasada rebelión de Ciro contra
Artajerjes, pidieron tropas a Atenas (en nombre del tratado de 404 que imponía
a Atenas «los mismos amigos y los mismos enemigos» que Esparta), los atenienses
—observa Jenofonte— no supieron hacer nada mejor que mandar «a algunos que
habían servido en la caballería con los Treinta, pues consideraban una ventaja
para el pueblo enviarlos fuera e incluso perecer allá».[1047]
2
Para el caballero Jenofonte, el ambiente
en Atenas no era de los mejores. Además era amigo de Sócrates, a quien se
reprochaba haber criado a Critias y también a Alcibíades («culpa» de la cual el
propio Jenofonte se esforzará por exculparlo en los Memorables).[1048] A Sócrates precisamente le pide
consejo. Un viejo amigo tebano, Próxeno, lo invita a tomar parte de una
misteriosa expedición, durante la cual prometía presentarle a Ciro, el hijo del
difunto rey de Persia y hermano del actual soberano. Es el mismo Ciro que
durante los últimos años de la guerra había ayudado a los espartanos a pagar el
costoso sueldo de sus marineros: intervención determinante que había sustraído
a Atenas la única verdadera arma, la supremacía marítima. Próxeno, amigo de
Ciro, recogía en realidad adhesiones para la expedición que el príncipe se
predisponía a dirigir contra su hermano, pero no podía revelar el objetivo:
aludía a una expedición a Pisidia. Se trata tal vez del reclutamiento de
mercenarios que dio inicio a la emboscada de Eleusis.
Se sabe que en esta ocasión
Jenofonte había «desobedecido» a Sócrates. Éste le había aconsejado, aunque en
vano, según parece, que pidiera consejo al oráculo délfico sobre la
eventualidad de su viaje, aunque tampoco había dejado de explicarle el riesgo
de enrolarse con Ciro, de quien los atenienses conservaban muy mal recuerdo.
Pero Jenofonte ya estaba decidido a abandonar Atenas y se limitó a pedir
consejo al oráculo sobre un detalle: ¿a qué dioses hacer sacrificios para
augurar un buen viaje?[1049] Así, en 401, quizá poco después de la
matanza de Eleusis, Jenofonte desaparece de Atenas por una temporada bastante
más larga de lo que dejaba entender el breve diálogo con Sócrates.
También en la Anábasis —donde este episodio es narrado
con cierto énfasis, y donde por otra parte Jenofonte habla continuamente de sí
mismo— la reticencia es grande, sobre todo en el punto principal: por qué
Jenofonte había decidido desaparecer de Atenas. Sólo hacia el final del largo
relato llegamos a saber que pendía sobre su cabeza una acusación (lo que
significa que Jenofonte se había embarcado clandestinamente en Atenas para
reunirse con Próxeno y Ciro en Sardes); y sabemos también que en 399, cuando ya
—terminada la extenuante y tortuosa retirada— Jenofonte se disponía a volver a
Atenas, la noticia de una condena en rebeldía en el exilio lo había inducido a
permanecer en Asia, al servicio del nuevo comandante espartano, Tibrón. El
mismo Tibrón al que, en el preciso momento en el que condenaban a Jenofonte al
exilio, los atenienses habían confiado sin tapujos algunos miembros de la
caballería de los Treinta, esperando librarse de ellos para siempre. El hecho
de que la condena en rebeldía le haya caído precisamente en ese momento explica
por qué Jenofonte no sólo permaneció al servicio de Tibrón sino también de sus
sucesores: Dercílidas, y sobre todo Argesilao. En las Helénicas, como dejando ver, en su habitual modo sibilino, su
propia presencia, Jenofonte se refiere a un no menos oscuro «jefe de los
hombres que habían militado con Ciro» (de los cirèi), que no es otro que el propio Jenofonte, quien habla
orgullosa y decorosamente con Dercílidas, comandante espartano.
Jenofonte sabía, en realidad, que
su regreso a Atenas era imposible. Por eso durante la retirada de los «Diez
Mil» no hizo más que maniobras de dilación, intentos de refundar su propia
existencia; de allí la idea —que no gustó a sus hombres— de fundar una colonia
en el Mar Negro para establecerse allí; de aquí también la aventura en Tracia.
Cuando, pasados los Dardanelos, se encontró de vuelta en Europa, se cuidó bien
de proponerse regresar a Atenas, pero se empeñó, al mando de los «Diez Mil»
(reducidos ya casi a la mitad), en una campaña en Tracia, con la perspectiva de
quedarse, estrechando quizá los lazos familiares con el príncipe Seutes. Sólo
los recelos respecto de Seutes y sobre todo el creciente malhumor de sus
hombres lo indujeron a renunciar al proyecto. Pero en este punto, de manera
inexplicable si no supiéramos lo que le esperaba en Atenas, Jenofonte vuelve a
atravesar el estrecho y, por tierra, a través de la Tróade fue de Lámpsaco
hasta Pérgamo, para entregar al nuevo comandante espartano los restos de la
armada y permanecer él mismo a su servicio. Astutamente, la noticia de que le
esperaba de manera inminente una condena al exilio[1050] nos la da
en el momento en el que se apresta, «por la insistencia de las tropas», a
volver de Europa a Asia.
En definitiva, Jenofonte había
dejado Atenas en 401 porque se vio implicado en un juicio. No es difícil
imaginar que se tratara de algo que había acontecido precisamente cuando
Jenofonte combatía, durante la guerra civil, en la caballería de los Treinta.
3
Hemos comenzado a conocer a
Jenofonte, a seguirlo allí donde se esconde, en su obra, y deja trazas que
quizá son también, desde su punto de vista, «imprudentes». Es la parte de su
vida que él mismo tiene en poca estima, de la que borraría casi hasta el
recuerdo: son los acontecimientos posteriores —aquellos de los que sí quiere
hablar y mediante los cuales quiere afirmar su verdad— los que lo obligan a dar
al menos algunos indicios. ¿Cuántos modernos, supervivientes de su implicación
en regímenes «malditos», no han vivido la misma experiencia?
La gran aventura en Asia es la
inesperada ocasión de su vida, el akmé
del que quiere hablar y narrar, y para el que inventa un nuevo género: el
diario de guerra. La marcha por el corazón de Asia hasta las puertas de
Babilonia, la batalla de Cunaxa —una batalla de dimensiones ciclópeas por las
masas de hombres involucrados y la longitud de los frentes—, la retirada, la
participación en un comando colegiado (para él, que se había enrolado por
libre, al modo de un curioso «periodista» griego) y finalmente la asunción, en
solitario, del comando de los mercenarios pasados de Asia a Tracia para
conducirlos a una campaña que Jenofonte tiende a contar con tono de epopeya.
Significa, ante todo, el gran encuentro de su vida: la amistad con Argesilao,
rey de Esparta. Jenofonte permanecerá definitivamente en el séquito de
Argesilao, a quien le dedicará una biografía encomiástica en la que vuelve a
utilizar partes enteras de las Helénicas.
Con Argesilao volverá a Grecia[1051]
en 394, a
una Grecia muy distinta de la que había dejado siete años antes: atenienses y
espartanos estaban otra vez en guerra en campos contrapuestos, y en Coronea
Jenofonte (que, por otra parte, había perdido la ciudadanía ateniense debido al
exilio) se encontrará con Argesilao en campo espartano, y de vuelta en el
Peloponeso recibirá de los espartanos el más alto de los dones: una especie de
segunda patria, una finca en Escilunte, en Élide, donde permanecerá hasta que
nuevas crisis, esta vez en el interior del Peloponeso, lo obligarán a partir
hacia Corinto. Mientras tanto el exilio, determinado por acontecimientos
remotos y por así decir pertenecientes a otra época, había sido revocado. No
está claro cuándo exactamente; sus hijos —Grilo y Diodoro— también fueron
miembros de la caballería ateniense, y Grilo murió en Mantinea en 362,
combatiendo por Atenas. Según Aristóteles, en aquella época la autoridad del
viejo Jenofonte era ya tan grande en Atenas que se prodigaron los encomios con
ocasión de la muerte de su hijo.
Acerca de esta segunda fase de su
vida, Jenofonte escribió una página autobiográfica de singular serenidad: una
especie de nuevo exordio en el corazón de la Anábasis, que señala en cierto modo que allí comienza una segunda
parte, escrita en otro momento. En esta página Jenofonte describe en tono
idílico su propia existencia en la finca de Escilunte. Sin embargo, también
aquí, donde todo parece claro y en calma, hay cierta oscuridad peculiar: parece
comprenderse que una de las razones, y no la menor, de ese pasaje
autobiográfico sea el de dar cuenta, de algún modo, del origen de una fortuna
monetaria.
Jenofonte cuenta una historia tortuosa
de diezmos votivos y de botines[1052] que parece entrar en flagrante
contradicción con la extrema pobreza en que declara encontrarse en las últimas
páginas de la Anábasis.
En los últimos años Jenofonte
vivió en Corinto, donde murió «muy viejo». Ésta y otras noticias las tenemos a
través del orador Dinarco, quien había nacido en Corinto poco antes de que
Jenofonte muriese, y donde pasó su juventud, hasta que se trasladó a Atenas a
estudiar retórica y a ejercer el oficio de abogado.
4
Jenofonte no asistió al juicio a
Sócrates. Había desaparecido dos años antes para unirse al ejército de
mercenarios griegos enrolados por el joven Ciro, que se había rebelado contra
su hermano Artajerjes. En el ejército del usurpador, Jenofonte fue testigo de
una historia y de un mundo de grandes dimensiones. La muerte en combate de
Ciro, la consecuente derrota de su ejército, y la matanza final de los jefes
mercenarios en una emboscada urdida por Tisafernes, proyectaron a Jenofonte a
una situación totalmente nueva: de mero corresponsal de guerra a comandante de
una división. Así se encontró dirigiendo, junto a otros capitanes improvisados,
la retirada de los «Diez Mil».
La asunción de una jefatura en
esa extraña guerra de mercenarios griegos en fuga contra los persas —vencedores
pero temerosos y finalmente fugitivos— y después contra innumerables
poblaciones encontradas a lo largo del camino, fue la experiencia central de su
vida: pretendía además fijar por escrito y documentar aquello que, como
exiliado, había visto y comprendido. Puesto que esos acontecimientos de
mercenarios en fuga por la satrapía del imperio había desvelado, entre otras
cosas —tal como repetirá en diversas ocasiones Isócrates, a quien por cierto
Jenofonte no le tenía ninguna simpatía—, la íntima fragilidad del imperio
persa. En todo caso, el final apologético era importante: pretendía agregar una
palabra clarificadora acerca de muchos puntos oscuros de la vida del autor de
ese libro. Además circulaban otras Anábasis,
de otros participantes en la empresa, y esto impedía que Jenofonte callara. En
especial, acerca de una cuestión: sobre el propósito, según él nunca
abandonado, de “volver” a la patria. Es casi un hilo conductor del relato. Se
advierte en el modo sutil con que el autor, al principio, desliza casi
inadvertidamente el dato biográfico más importante: el de haber permanecido
junto a Ciro, cualquiera que fuera y cualquiera que resultara ser finalmente el
objetivo de ese misterioso viaje. Después, en el curso de la retirada, se
habían producido episodios clamorosos: Jenofonte había intentado inducir a los
mercenarios a instalarse en el Ponto, a fundar allí una colonia, pero esta
iniciativa no fue acogida favorablemente. En el relato de la Anábasis, las cosas se presentan de modo
bien distinto: “Algunos tuvieron la osadía de decir que Jenofonte, queriendo
fundar una ciudad en aquel punto, había persuadido al adivino para que dijese
que los sacrificios no se mostraban favorables a la marcha” (VI, 4, 14). En el
libro anterior, se ve obligado a recordar, para darlas por falsas, las
acusaciones lanzadas contra él por los comandantes aqueos: “que Jenofonte en
privado convence a los soldados para permanecer y hace sacrificios con este
fin, mientras en público no revela sus intenciones” (V, 6, 27). Está, además,
la digresión más impresionante, hiriente e inmotivada, y precisamente por eso
contada sin ninguna aclaración que ilumine el sentido: la larga etapa en
Tracia, cuando, pasados a Europa, los ya seis mil supervivientes de la larga
marcha, ya sólo bajo el mando de Jenofonte (tras la muerte del espartano
Quirísofo), en lugar de volver a sus respectivas ciudades, se ponen al servicio
de Seutes, soberano-bandido local; y Jenofonte prácticamente se lanza a
instaurar con éste un vínculo filial y se instala en Tracia. Aflora una vez más
la acusación recurrente —“Jenofonte no quiere volver” (VII, 6, 9)— que
Jenofonte se afana en refutar mediante un largo discurso (VII, 6, 11-38).
Allí, poco antes de las
conclusiones, aparece una frase reveladora, precisamente porque a primera vista
parece superflua. Jenofonte se ha reunido en Tracia, pocos meses antes, con
Tibrón, el general que Esparta envió a Asia para combatir contra los sátrapas
del Gran Rey. Para Tibrón, Jenofonte y sus hombres son un ejército mercenario disponible
en el mercado, y por eso desde Asia se lo convoca alentándolos con ofertas. Ya
de por sí este episodio revela en qué se habían convertido los “Diez Mil”: en
un ejército de mercenarios disponible al mejor postor (y en este sentido Tibrón
era más atractivo que Seutes). También en este caso la narración, vivaz y
semejante a una crónica, con su rápida y colorida sucesión de acontecimientos
presentados como en obvia y natural concatenación, deja en la sombra el sentido
de lo que se cuenta. Para Jenofonte no es fácil conciliar la decisión, ya
consumada, de ponerse a sueldo de Tibrón con el pretexto, repetido con
frecuencia, de no haber abandonado el propósito de volver. Por eso se las ha de
ver con lo que podría denominarse el
relato de un hecho no sucedido.
He aquí el relato. Obtenido
cuanto Seutes le debía, superadas las inevitables disputas entre los soldados
por el reparto del botín, Jenofonte se mantiene al margen. “Jenofonte no
compareció en el campo; estaba claro que se disponía a volver a la patria, ya
que en Atenas su exilio no había sido aún sometido a votación”. Sus amigos se
le acercan “y le piden que no se vaya antes de haber conducido fuera de Tracia
a los hombres y de haberlos consignado a Tibrón [en Asia]” (VII, 7, 57).
Jenofonte no declara abiertamente haber aceptado tal solicitud, pero ya en la
línea siguiente él y sus hombres están en el mar, a la vista de Lámpsaco, el
puerto sobre la vertiente asiática de los Dardanelos. Nada se dice acerca de
cómo se procuraron las naves que hicieron posible la travesía; en cambio se
refiere con multitud de detalles una conversación que Jenofonte tiene, en alta
mar, con el adivino Euclides. Ésta discurre sobre la dificultad de Jenofonte
para volver porque “no puede pagarse el viaje” y debe resignarse a vender su
amado caballo. Poco más tarde sabemos que el caballo ha sido vendido por
cincuenta dáricos y que después unos amigos lo volvieron a comprar y se lo
restituyeron (VII, 8, 6) de modo que la dificultad material que le impedía el
regreso parecía superada. La escena se desplaza a continuación de Lámpsaco a
Pérgamo. Aquí una mujer afable acoge a Jenofonte y le sugiere un atraco muy
rentable; él se aplica de inmediato a la labor, y asiste, en la última página
de su relato, a una incursión nocturna tierra adentro que le proporciona
doscientos esclavos y numerosas ovejas. La última noticia es que esa vez
Jenofonte se queda con una buena parte del botín, aunque lo diga con un
eufemismo. Llega Tibrón y se pone al mando de las tropas. Fin del relato.
¿Dónde está Jenofonte?
Lo entrevemos, sin que se
mencione ya su nombre, en el libro III de las Helénicas, y comprendemos que ya no ha abandonado Asia. Tibrón ha
sido sustituido por otro comandante espartano, Dercílidas, “Sísifo” para los
soldados. Las operaciones de Dercílidas en Asia son relatadas con todo detalle:
sus palabras, sus diálogos… La conducta de este comandante es muy apreciada por
Jenofonte. Cuando llegan de Esparta los mensajeros de los éforos con el fin de
prorrogar la comandancia de Dercílidas y elogiar su conducta, reprochando a los
soldados por las incursiones realizadas bajo Tibrón, se levanta para hablar “el
jefe de los cireos (es decir, de los mercenarios que habían luchado con Ciro) y
dice pocas pero sabrosas palabras: “Bien, espartanos, nosotros somos los mismos
ahora y el año anterior, mas uno es el jefe ahora y otro era el año pasado”.
Creo entonces que está clara la causa por la que nuestra conducta también ha
cambiado» (III, 2, 7). «El jefe de los cireos» es, obviamente, el propio
Jenofonte. Así sabemos, aunque sea veladamente, que el propósito de volver
nunca se llegó a realizar; que Jenofonte —quien, en Tracia, en el momento de la
despedida de Seutes, «estaba claro que se disponía a volver a la patria»— ha
permanecido en Asia con Tibrón, y más tarde con Dercílidas; y continuará aún
con Agesilao.
La dosificación de las noticias
no es ingenua. Dividida entre dos obras distintas consiguen volverse más
huidizas. En rigor, nada queda silenciado: bastaba con saberlo decir. El hecho
de que pesara sobre Jenofonte, ya antes de su partida, una «votación» que
decidió su «exilio» lo sabemos cuando la Anábasis
está por terminar, y nos es dicho en un inciso que casi se pierde, dispuesto
como está junto a la noticia que parecería más importante («estaba claro que
Jenofonte se disponía a volver») y que sin embargo se refiere a un hecho que
nunca iba a materializarse. Es inevitable deducir que precisamente esa
inminente «votación», es decir el procedimiento en su contra que tuvo lugar
antes de la partida de Jenofonte a Asia, haya sido el primum movens de todo el periplo: de la decisión de partir; de la
continua tentación de establecerse en otro lugar, incluso entre los bárbaros
tracios; y, en fin, del pasaje al servicio de los jefes espartanos que tuvo
lugar en Asia en los cinco años que siguieron a la conclusión de la peripecia
de los «Diez Mil».
Por eso Jenofonte no estuvo
presente en el juicio a Sócrates. No sorprende, tampoco, que Sócrates le
desaconsejara irse de Atenas, ya que el propio Sócrates, a su turno, decide
precisamente no salvarse abandonando Atenas; lo cual, según sabemos por el Critón platónico, habría podido hacer
hasta el último momento. Jenofonte hizo, entonces, desobedeciendo a Sócrates,
lo que Sócrates no quiso hacer: se sustrajo a la justicia de su ciudad. En
verdad, su situación debía ser bastante seria: dado que su condena fue el
exilio, el delito debía ser de sangre; y sabemos que la amnistía de 403 no
valía para estos delitos (Aristóteles, Constitución
de los atenienses, 39, 5). Ello explicaría la decisión de retirarse a
Eleusis, y la consiguiente de desaparecer en el ejército de Ciro cuando la
república oligárquica de Eleusis fue derrotada a traición. También para
Sócrates se trataba de un tardío contragolpe de la guerra civil: para él, que
«había permanecido en la ciudad», como se decía entonces de aquellos que no se
habían sumado a los demócratas del Pireo, y que, ante todo, era conocido por
haber «educado» a Critias, como le fue reprochado post mortem en un conocido libelo e, incluso, muchos años después
por Esquines en un discurso judicial de gran resonancia (I, 173). ¿Acaso su
memoria no nos ha sido conservada por los jóvenes «ricos» de cuya amistad él se
enorgullecía en la Apología platónica
(23c)? Entonces el juicio en su contra, en 399, un año rico en juicios
abiertamente disonantes con la letra y el espíritu de la amnistía, formaba
parte de ese ajuste de cuentas que constituye, con frecuencia, la más penosa
prolongación de una guerra civil.
Jenofonte no supo silenciar este
dolor; así, después de muchos años, escribió una Apología de Sócrates en la que sostenía que en realidad Sócrates
deseaba morir y por eso había afrontado el juicio de esa manera. «Es cierto que
también otros han escrito sobre ello», así empieza la Apología, «y que todos han captado su capacidad discursiva […]. Sin
embargo, no han llegado a clarificar lo siguiente: el hecho de que, al fin y al
cabo, consideró que para él era ya preferible la muerte a la vida. De manera
que su capacidad discursiva da la impresión de ser considerablemente
insensata». Esta premisa es vista en general como una torpeza, y hasta ha
habido más de un crítico que considerara espurio el opúsculo (un pensamiento
semejante se encuentra al final de los Memorables);
sin embargo, se trata de la justificación que Jenofonte eligió frente al
trágico final al que Sócrates se entregó, y al que él mismo, en cambio, se
había sustraído.
[1043]
La presentación más fuertemente orientada en este sentido es la que se lee en
la breve y muy interesante Vida de Trasíbulo de Cornelio Nepote, octava
de lo que se conservó del libro Sobre los generales extranjeros. El tono
de Cornelio parece a tal punto convincente que el humanista Denis Lambin
construye un comentario completo a las Vidas de Cornelio en función de
esta de Trasíbulo (1569) como instrumento para caldear la pacificación
entre posiciones opuestas en el ápice de las guerras religiosas en Francia. Por
eso fue duramente criticado por influyentes sabios católicos, hasta el punto de
que murió del susto tras la noche de San Bartolomé. Sobre este acontecimiento,
véase L. Canfora, Le vie del classicismo 2. Classicismo e libertà,
Laterza, Roma-Bari, 1997, pp. 18-43. <<
[1044] Aristóteles, Constitución de los atenienses, 40,
2. <<
[1045] Ibídem. <<
[1046] Cfr., más arriba, cap. XXX, § 3. <<
[1047] Jenofonte, Helénicas, III, 1, 4. <<
[1048] Véase, más arriba, Introducción, cap. V. <<
[1049] Jenofonte, Anábasis, III, 1, 4-7. <<
[1050] Jenofonte, Anábasis, VII, 7, 57. <<
[1051] Jenofonte, Helénicas, IV, 3, 3. <<
[1052] Jenofonte, Anábasis, V, 3, 4-13. <<
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