sábado, 23 de diciembre de 2017

Billow Richard.-Maraton:LAS CONSECUENCIAS DE LA BATALLA DE MARATÓN

 Inmediatamente después de la inesperada victoria ateniense en Maratón, debieron sentir una enorme sensación de alivio e incluso de euforia. Pero queda bastante claro que llevó algún tiempo que se dieran cuenta de lo que habían conseguido y de la importancia que iba a adquirir el resultado de la batalla. El elogio de los espartanos, que habían visitado el campo de batalla, debió ser una fuente de orgullo, dada la reputación de los espartanos como guerreros sin igual. Y cuando los atenienses contaron a los enemigos muertos con el fin de cumplir la promesa a la diosa Artemisa —sacrificar un cabrito por cada soldado enemigo muerto si ayudaba a los atenienses a obtener la victoria— descubrieron que totalizaban unos 6.400. Esto era demasiado para que la promesa se pudiera cumplir de una sola vez: Artemisa recibió el pago a plazos, de manera que los atenienses sacrificaban 500 cabritos al año en el aniversario de la batalla. Esta gran cantidad de enemigos muertos, que representaban las dos terceras partes de los hoplitas atenienses presentes en la batalla, dio a los atenienses la sensación de que habían hecho algo grande. La sensación de logro iba a aumentar a lo largo de las décadas siguientes, hasta que la batalla se afianzó como un referente de la memoria histórica de los atenienses. Pero aún así nos seguimos preguntando hasta qué punto fue realmente importante. Después de todo, el ejército persa en Maratón no había sido más que una simple fuerza expedicionaria, desde el punto de vista de los persas, de una escala relativamente pequeña y sin la compañía del rey. Como es bien sabido, la determinación persa de conquistar Grecia no se vio afectada, y diez años después se puso en marcha una invasión de Grecia a escala mucho mayor, tanto por tierra como por mar, y dirigida por el rey persa en persona. Por tanto, ¿por qué se considera a Maratón como una batalla crucial, como un punto de inflexión? Para contestar a esto debemos analizar tanto lo que realmente le ocurrió a los atenienses, a los griegos y a los persas en su conjunto en las décadas posteriores a la batalla, y lo que es lo más probable que hubiera ocurrido si hubieran ganado los persas, como hubiera podido ser muy posible, e incluso probable.

ATENAS Y GRECIA DESPUÉS DE LA VICTORIA EN MARATÓN

 El héroe del momento en Atenas justo después de la batalla fue Milcíades: había sido su política de reclutar a la fuerza hoplita ateniense y presentar batalla en Maratón, y su estrategia y tácticas lo que había propiciado la victoria en la batalla, como reconocían todos. La muerte del polemarchos Calimaco en la fase final de la batalla ayudó a Milcíades a reclamar el mérito de la victoria —ya que había desaparecido el rival más obvio para recibir dicho elogio— pero la alabanza general en nuestras fuentes a Milcíades como el general ateniense clave demuestra que el papel de Milcíades fue realmente crucial. Fue reelegido triunfalmente como uno de los diez generales para el año siguiente, y fue la voz dominante en la política ateniense, aunque esta situación no iba a perdurar. Una expedición mal planificada con el objetivo de extender el poder ateniense por las Cicladas llegó a un final desastroso en Paros, donde Milcíades recibió una herida en el muslo que lo dejó lisiado. Los enemigos del gran aristócrata aprovecharon la ocasión y lo acusaron de engañar al pueblo ateniense. Demasiado enfermo a causa de una gangrena terminal como para defenderse, yació tendido en el lugar de la asamblea mientras el pueblo lo declaraba culpable y le imponía una gran multa. Era más de lo que podía pagar, pero de cualquier forma murió poco después, dejando la deuda a su hijo Cimón, que la cubrió con la ayuda de sus familiares. Así, después de la victoria glorioso, los atenienses mostraban el lado oscuro de su democracia: la envidia y la rapidez en juzgar y castigar que iba a perseguir a la mayoría de los dirigentes atenienses de éxito durante las décadas siguientes.
Aun así, en su conjunto, el estado de ánimo en Atenas en la década de 480 era optimista. En 487 los atenienses terminaron con la elección de los nueve arcontes al darse cuenta que dichas elecciones siempre iban a favorecer a los ricos y a los prominentes, y en su lugar establecieron un sorteo para elegir a estos magistrados, haciendo que las posibilidades de hombres de riqueza reciente y familias de origen oscuro fueran iguales a los procedentes de familias antiguas y famosas. Como consecuencia, el prestigio de los arcontes declinó de manera significativa y lo mismo hizo el prestigio del Consejo del Areópago, que estaba formado por los antiguos arcontes.
En el futuro, los diez strategoi anuales establecidos por las reformas de Clístenes, los únicos magistrados superiores en Atenas, junto con los principales funcionarios financieros, que seguían siendo elegidos, se convirtieron en los magistrados más prominentes e importantes en el estado ateniense. En esta misma época, los atenienses empezaron a hacer uso del sistema del ostracismo que había establecido Clístenes. Hiparco, familiar de Hipias e hijo de Carmo, que había permanecido hasta ahora en Atenas a pesar de las sospechas sobre su lealtad a la democracia ateniense, fue el primer exiliado durante diez años. Después de él, Megacles el Alcmeónida (probablemente sobrino de Clístenes), Jan tipo (padre del famoso Pericles) y Arístides «el Justo» fueron condenados al ostracismo por turnos, como políticos atenienses que rivalizaban por el liderazgo del pueblo.
Temístocles quedó como el dirigente político en Atenas, con una política de fomentar el poder naval. Ya como arconte principal en 493-492 había persuadido a los atenienses para construir un verdadero puerto en el Pireo, que presumía de ser uno de los puertos mejor protegidos de la región del Egeo. Hasta ese momento los barcos atenienses simplemente habían anclado frente a Falero o se habían embarrancado en la playa de suave pendiente de la bahía de Falero. Sin embargo, en 483-482, los atenienses recibieron una ganancia inesperada. Al sur del Ática, alrededor de Laurión, los atenienses disponían de valiosas minas de plata en las que ahora se descubrieron nuevas vetas de plata, proporcionando unos ingresos nuevos y enormes al estado ateniense. Temístocles, citando en particular la larga y poco exitosa rivalidad naval de los atenienses con los eginos, persuadió a los atenienses para que utilizasen estos ingresos en un programa de construcción naval: durante los dos años siguientes se construyeron 200 trirremes nuevos, creando una flota ateniense que dejaba totalmente en ridículo a la flota egina integrada por unas setenta embarcaciones. Resulta inevitable sospechar que los eginos fueron sólo una excusa para este programa de construcción. Cualquier líder griego inteligente que mirase más allá de los asuntos puramente locales de su estado debía ser consciente de que la amenaza de la expansión persa hacia Grecia estaba muy lejos de haber desaparecido y la construcción naval de la escala en la que Temístocles persuadió a los atenienses para que se embarcaran, sólo podía tener en mente la amenaza persa, porque sólo los persas podían movilizar este tipo de poder naval que haría necesaria una construcción naval tan enorme.
Como resultó, la nueva flota ateniense estuvo lista justo a tiempo. El rey Darío murió en 487-486 y fue sucedido por su hijo Jerjes. Aunque la atención de Jerjes se centró en un principio en una rebelión en Egipto, en cuanto fue aplastada dicha revuelta, volvió su pensamiento hacia nuevas conquistas: como sucesor en el trono de Ciro, de Cambises y de Darío, cada uno de los cuales había conquistado nuevas tierras y extendido el imperio de los persas, Jerjes también consideraba que era necesario que se mostrase digno de ser el rey de los persas extendiendo el poder persa. Y la lección de la revuelta jonia y el revés en Maratón no dejaban duda de qué frontera persa necesitaba atención y en qué dirección se debía extender el poder persa. Se elaboraron grandes planes a partir de 484 para reunir una expedición real que estableciera la frontera occidental del imperio y diera a los griegos una lección de una vez por todas. Las lecciones del pasado se habían aprendido en su totalidad: nada de medias tintas, ni economías de escala o preparación iban a condicionar el éxito de Jerjes. Estratégicamente, la decisión fue lanzar el asalto tanto por tierra como por mar, utilizando la ruta septentrional. El ejército que era necesario movilizar era demasiado grande para transportarlo en barcos, de manera que debía cruzar las orillas del Egeo septentrional e invadir Grecia desde el norte. Para evitar una retraso peligroso desde el punto de vista logístico en el cruce del Helesponto, se debían construir puentes que salvasen el estrecho, de manera que el ejército lo pudiera cruzar con rapidez y penetrar en la Tracia meridional. Resulta irónico que estos puentes, que Herodoto describe con gran detalle, probablemente fueron diseñados por ingenieros griegos: una fuente tardía menciona a cierto Harpalo, y el propio Herodoto nos informa que el anterior cruce del Bosforo sobre puentes realizado por Darío fue diseñado por Mandrocles de Samos. Puentes similares también fueron preparados sobre los ríos principales que debía cruzar el ejército, como el Strymón; y se reunieron víveres en puestos de avituallamiento a lo largo de la costa septentrional del Egeo para asegurarse que el ejército no pasaría hambre.
En cuanto a la flota, el gran peligro era su paso alrededor de la península de Atos, donde había naufragado la flota de Mardonio en 493. Mardonio actuaba como el segundo al mando de Jerjes en este momento, y era muy consciente del peligro. Para evitarlo, se cavó un canal a través del istmo de la península, cuyos restos (colmatados hace mucho tiempo) aún se pueden ver. Unos preparativos tan inmensos y extensos obviamente no se pudieron mantener en secreto ante los estados griegos que eran el objetivo de la invasión. Todos los estados que estaban dispuestos a pensar en la resistencia enviaron delegados a una reunión conjunta en el Istmo de Corinto, probablemente a instancias de los espartanos, que asumieron la dirección de la resistencia contra los persas. El objetivo era discutir una estrategia defensiva común, pero la reunión reveló las divisiones habituales entre los griegos.
Al final, los griegos al norte del paso de las Termopilas en la Grecia central se sometieron a los persas sin luchar; la mayoría de los estados y de las comunidades en la Grecia central, el norte del Ática y Megara, en el mejor de los casos, sólo estaban medio convencidos de resistir; e incluso en el Peloponeso los argivos —debido a su hostilidad hacia los espartanos— tenían relaciones amistosas con los persas. Aun así, se formó una alianza para resistir contra los persas. Esencialmente constaba de dos partes: los espartanos organizaron y dirigieron una «Liga del Peloponeso», que incluía en esta época Megara y Egina; y los atenienses con sus aliados los plateos. Los foceos también se unieron a la resistencia, pero cortados de la alianza principal por los tibios tebanos y otros boecios, sufrieron mucho a manos persas y contribuyeron poco o nada al esfuerzo de resistencia griego.
La estrategia de los griegos, después de algunas dudas iniciales sobre luchar en el extremo septentrional en Tesalia, fue resistir contra los persas, cuando acabasen invadiendo Grecia en 480, en el estrecho paso de las Termopilas, mientras una flota de barcos de guerra podría cubrir al ejército que se encontrase en el paso de un ataque anfibio mediante el control de los estrechos entre Tesalia y el extremo septentrional de Eubea, que tenía su base en el cabo Artemisia. Los griegos sabían que los superarían ampliamente en número y por eso necesitaban fijar su resistencia en un lugar donde la orografía hiciera imposible que los persas desplegaran sus fuerzas superiores. A los espartanos les habría gustado plantear esta resistencia en el Istmo, siguiendo su política ancestral de no comprometer sus fuerzas fuera del Peloponeso. El problema con esta estrategia era que Megara y, lo que era más importante, Atenas se encontraban más allá del Istmo y quedarían expuestas a la ocupación persa si la resistencia se fijaba en el Istmo, y también Egina quedaría abierta a la ocupación persa con una resistencia naval en el Istmo.
Tal como se desarrollaron los acontecimientos, parece que los espartanos no se preocuparon demasiado de todo esto excepto por un detalle: necesitaban los 200 trirremes atenienses y los aproximadamente setenta que podían movilizar los eginos, con el objetivo de evitar que los persas desembarcasen tropas donde más les conviniese dentro del Peloponeso —en el territorio de la amistosa Argos por ejemplo— y de esta manera amenazaran por la retaguardia la posición defensiva espartana en el Istmo. Por eso, con el objetivo de mantener intacta la alianza ateniense, los espartanos aceptaron con reticencias la estrategia de las Termopilas, pero al final no llegaron a comprometer a sus fuerzas en ella.
En 480 un gran ejército persa, comandado por el rey Jerjes en persona con el experimentado Mardonio como segundo al mando, cruzó el Helesponto e inició la marcha a lo largo de la costa septentrional del Egeo en dirección a Grecia. A su altura navegaba una gran flota de barcos de guerra y buques de suministros. Las dimensiones del ejército y de la flota son imposibles de determinar, porque Herodoto —nuestra fuente principal— ofrece unas cifras muy exageradas: según él, el ejército estaba compuesto por varios millones de hombres y la flota por más de 1.200 trirremes. Está claro que lo que hizo Herodoto fue estimar las fuerzas totales que todas las provincias del Imperio persa podrían haber movilizado, y después asumió que lo hicieron efectivamente. Es posible que en esta convicción estuviera influenciad por un muy conocido epigrama bélico escrito por el poeta Simónides, que fue contemporáneo de estos acontecimientos, dedicado a los hombres que lucharon en las Termopilas, según el cual cuatro mil peloponesios combatieron allí contra tres millones.
En realidad, habría sido imposible concentrar de repente varios millones de hombres en un solo lugar con los mecanismos de suministros de alimentos de la Antigüedad y habrían muerto de hambre. El número máximo de hombres armados que se podían alimentar y equipar con la logística antigua no parece que pudieran superar los 150.000: en cualquier caso no se ha demostrado de forma incontestable ningún ejército antiguo que superase ese número. Podemos suponer razonablemente que el ejército persa, tan impresionante por sus dimensiones enormes, estaría formado por entre 100.000 y 150.000 hombres. En cuanto a la flota, era los suficientemente grande como para encajar las grandes pérdidas ocasionadas por dos tormentas, y aún así superar significativamente en número a una flota griega integrada por unos 380 navíos. Es posible que esta flota estuviera integrada por unos 600 barcos, y fuera la fuente para que éste fuera el número habitual que se otorgaba a una flota persa. Sin embargo, la mayor parte del ejército persa realizaba funciones auxiliares y de demostración de fuerza más que para intervenir en los combates importantes: era el núcleo de tropas persas, medas e iranias, que representaban entre un tercio y la mitad de la fuerza total, el que podía decidir el resultado de la guerra. La flota estaba articulada alrededor de una élite de barcos fenicios, con contingentes adicionales de cilicios, egipcios, chipriotas y griegos jonios. Pero aunque los barcos y los marineros procedían de esos pueblos, cada buque transportaba un contingente de infantería de marina persa, a una media de treinta por nave, que eran los que intervenían realmente en el combate. Cuando llegaron las noticias de que semejante ejército y flota habían llegado al norte de Grecia, una flota griega de unos 300 trirremes, la mitad de ellos atenienses, zarpó hacia Artemisio, y un ejército griego comandado por el rey espartano Leónidas partió para ocupar el paso de las Termopilas. Pero Leónidas, como sabemos muy bien, sólo trajo consigo unos 300 espartiatas, junto con varios miles de siervos ilotas y unos pocos miles de hoplitas peloponesios aliados, la mayoría de ellos de Arcadia. Junto con fuerzas tebanas y de otros lugares de Boecia, reclutadas más o menos a la fuerza a lo largo del camino, y 1.000 foceos que se unieron voluntariamente, la fuerza total estacionada en las Termopilas no excedía los 7.000 hoplitas. Los espartanos explicaron que ésta era sólo una fuerza de vanguardia y que el ejército principal espartano y peloponesio se había retrasado por obligaciones religiosas y que se unirían pronto a Leónidas.
Nunca lo hicieron. De hecho los espartanos estaban muy ocupados construyendo un muro fortificado que cerrara el Istmo de Corinto: en realidad seguían creyendo en la estrategia del Istmo. La flota griega en Artemisio se comportó admirablemente contra una flota persa superior en número, ayudada por el hecho que una gran tormenta frente a la costa de Tesalia había debilitado significativamente a los persas. En cuanto a Leónidas y su ejército, lucharon de forma heroica y sorprendentemente —utilizando la estrechez del paso y su soberbia armadura defensiva— consiguieron detener a los persas durante bastantes días a pesar de la grotesca disparidad en número. Los espartiatas mostraron su indómito espíritu de lucha habitual: cuando alguien intentó asustar a uno de los espartiatas llamado Diéneces señalando que los persas eran tan numerosos que cuando disparaban sus arcos, las flechas tapaban el sol, contestó imperturbable: «Esa es una buena noticia: ¡lucharemos a la sombra!»
En cualquier caso, el resultado de la lucha no estaba seriamente en cuestión ya que los espartanos se negaron a comprometer su fuerza principal. El paso de las Termopilas tenía un punto débil: una senda de montaña, estrecha pero practicable, que lo rodeaba, y la fuerza dirigida por los espartanos era demasiado pequeña para comprometer tropas para bloquear este camino de forma efectiva. Allí se estacionaron los 1.000 foceos, pero cuando los persas se enteraron de la existencia de esta senda de boca de un lugareño llamado Efialtes, marcado desde entonces como un traidor a lo largo de toda la historia griega, y enviaron las fuerzas persas de élite que los griegos llamaban los «Inmortales» para flanquear a Leónidas y los espartanos, los foceos no tuvieron más remedio que retirarse montaña arriba para salvarse y enviaron a un corredor a Leónidas para advertirle que estaban a punto de rodearle.
Leónidas ordenó a sus aliados que se retiraran de inmediato y se salvaran: él se quedaría con sus 300 espartiatas para cubrir su huida. Desconfiando de su lealtad, se quedó con un pequeño contingente tebano y con 700 tespios que, dándose cuenta de que su ciudad estaba condenada a ser capturada sin remedio, se presentaron voluntarios para luchar. Sin embargo, la posterioridad sólo recordará la resistencia suicida de Leónidas y sus 300 espartanos. Muchas fuerzas a lo largo de la historia han declarado su intención de luchar hasta el último hombre, pero pocas lo han hecho realmente. Leónidas y sus 300 lo hicieron, y su combate hasta la muerte ese día probablemente salvó la alianza griega.
La pura verdad es que los espartanos habían dejado en la estacada a los atenienses, porque no habían cumplido su promesa de centrar la resistencia en las Termopilas, protegiendo de esa manera al Ática de la invasión. Cuando supieron que las Termopilas habían caído y que el camino hacia la Grecia central quedaba abierto para los persas, la flota griega se retiró de Artemisio y la cuestión era qué harían a continuación los atenienses. No podían tener la esperanza de defender el Ática ahora que los espartanos se habían quedado en el Peloponeso, y parecía que sólo tenían tres opciones posibles: rendirse a los persas; coger a toda su gente y bienes muebles, subir a los trirremes y huir para fundar una nueva ciudad en algún sitio al oeste; o plantear una resistencia final en las fronteras del Ática y morir luchando. No eligieron ninguna de las tres: decidieron mantener su alianza con los espartanos, evacuar a su gente del Ática a las islas de Salamina y Egina y al Peloponeso —abandonando su patria vacía a la ocupación persa— y luchar con sus barcos al lado de los espartanos. De esta forma protegieron el Peloponeso de una invasión anfibia de los persas, aunque los espartanos habían fracasado en la protección del Ática de una invasión terrestre, como habían prometido.
Y es muy posible que la honda impresión que produjo la resistencia heroica y suicida de Leónidas y sus 300 ayudase a que los atenienses se decidiesen por adoptar este curso de acción. En cualquier caso, dirigidos por Temístocles, los atenienses tripularon sus 200 trirremes y con los poco más o menos 180 barcos del resto de los griegos, se enfrentaron a la flota persa en las estrechas aguas entre la isla de Salamina y la costa del Ática. Jerjes y su ejército, que habían ocupado y saqueado las desiertas Ática y Atenas, fueron testigos de la batalla desde la orilla, y presenciaron el triunfo de la nueva flota ateniense. Porque la flota griega, encabezada por los atenienses y por los eginos, inflingieron una derrota decisiva a los persas, y con ello salvaron el Peloponeso.
Reflexionando sobre estos acontecimientos una generación más tarde, Herodoto insiste en que, aunque sabe que en su época esta visión podría ser impopular, aun así debía concluir que fueron sobre todo los atenienses los que salvaron Grecia, y no los espartanos. Porque si no hubiera existido la flota ateniense, o si los atenienses se hubieran negado a seguir luchando después de las Termopilas, la estrategia espartana de centrar la resistencia en el Istmo habría fracasado: fuerzas persas desembarcadas en el Peloponeso habrían rodeado la posición espartana; y aunque nadie dudaba de que los espartanos habrían luchado con nobleza hasta el final, no parece probable que hubieran ganado bajo dichas circunstancias. Su opinión parece correcta. Los atenienses fueron cruciales para el éxito griego. Después de la derrota en Salamina, Jerjes regresó a Asia con parte del ejército, dejando a Mardonio con la ardua tarea de «terminar» la conquista de Grecia. Mardonio se retiró a los cuarteles de invierno en Tesalia y envió embajadores a Atenas, invitando a los atenienses a que cambiasen de bando, bajo la promesa de que recibirían un trato favorable si lo hacían. Alarmados, los espartanos también enviaron embajadores exigiendo a los atenienses que permanecieran fieles a su alianza, y prometiendo que realmente abandonarían el Peloponeso y lucharían junto a los atenienses en la Grecia central, si los atenienses se mantenían firmes. Los atenienses lo hicieron. Pero en la primavera, cuando Mardonio emprendió la marcha hacia el sur, ningún ejército espartano atravesó el Istmo, y una vez más los atenienses tuvieron que evacuar sus tierras y contemplar cómo eran ocupadas y devastadas por los persas. Enviaron una embajada a Esparta para quejarse ante los espartanos, y les amenazaron con que si los espartanos no hacían honor a su promesa de luchar fuera del Peloponeso, los atenienses, por su parte, abandonarían la lucha y partirían hacia Siris, en el sur de Italia, para fundar una nueva ciudad para vivir.
Finalmente, esta amenaza consiguió que los espartanos entraran en acción: sabían que su posición era desesperada sin los atenienses, de manera que al final enviaron un ejército —5.000 espartiatas, 5.000 periokoi y alrededor de 15.000 aliados del resto del Peloponeso— que atravesó el Istmo y penetró en el sur de Boecia, donde se unieron a un ejército de 8.000 hoplitas atenienses en Platea. La batalla final de la invasión persa se libró allí, con el espartiata Pausanias, sobrino de Leónidas y regente en nombre del hijo menor de Leónidas, al mando. Platea fue la batalla de los espartanos. Aunque parece que Pausanias convirtió la táctica en un caos, a juzgar por el relato de Herodoto, cuando se trató de atacar, la falange espartana cargó contra la fuerza de élite de los persas comandada por el propio Mardonio y la expulsó del campo de batalla, derrotada y en desbandada. Mardonio murió en la lucha, el campamento persa fue capturado y la victoria griega fue completa. Los persas nunca más volvieron a representar un amenaza creíble contra la libertad griega, y como fueron los hoplitas espartanos los que ganaron la batalla final, fueron los espartanos los que se llevaron el mérito, inmerecido en su conjunto, de haber salvado la libertad griega.
Esta derrota del poderoso Imperio persa inyectó en los griegos una dosis enorme de optimismo, en especial, por supuesto, en los atenienses. La victoria fue tan inesperada y aun así tan completa, que durante un par de generaciones pareció que todo era posible, siempre que se intentase. Para centrarnos primero en la historia militar, los atenienses dirigieron de inmediato un contraataque griego contra los persas. En principio este contraataque debía estar dirigido por los espartanos, pero estos mostraron con rapidez que no tenían ningún interés: serían necesarias operaciones muy amplias en el lado oriental del Egeo. Ya en 479, en el momento de la campaña de Platea, una flota griega formada en su mayor parte por barcos atenienses pero bajo mando del rey espartano Leotiques, había cruzado el Egeo en persecución de la derrotada flota persa. Encontraron los restos de la ilota persa en el cabo Micale en la costa de Asia Menor, cerca de Samos, y le infligieron otra derrota decisiva. Entonces Leotiques decidió que ya había bastante y regresó a la Grecia continental; pero los barcos atenienses, bajo el mando de Jantipo, navegaron hasta el Helesponto para asegurarse de la destrucción de los puentes de Jerjes. Al descubrir que el puente ya no existía, asediaron la ciudad de Sestos en el lado europeo y la capturaron, matando a la guarnición persa y llevándose como botín los cables de papiro del antiguo puente. Este fue el primer paso en una década de ofensiva ateniense en contra de los restos del poder persa en el Egeo. El objetivo confesado era liberar a todos los griegos del control persa y castigar a los persas por los «daños infligidos a los griegos»; pero más que nada implicó la creación de un sistema de alianza que abarcase todo el Egeo y que convirtiese a los atenienses en una gran potencia en los asuntos griegos para rivalizar con los espartanos y su «Liga del Peloponeso».
El sistema de alianza ateniense surgido de la invasión persa se conoce habitualmente como «Liga de Délos» porque su sede, durante algún tiempo, estuvo en el islote sagrado de Délos en las Cicladas. Los atenienses fueron desde el principio los líderes reconocidos de la alianza: proporcionaban los comandantes para todas las acciones militares aliadas, proporcionaban a los tesoreros de los fondos de la alianza, fue el estadista ateniense Arístides «el Justo» quien estableció la contribución adecuada de los aliados iniciales para financiar las empresas conjuntas, y el estado ateniense fijaba las políticas de la alianza.
Los aliados se dividían efectivamente en dos grupos: un grupo pequeño de aliados poderosos que mantenían una independencia considerable y contribuían con fuerzas militares y navales a las acciones conjuntas; y un grupo mucho más grande de aliados pequeños que realizaban una contribución anual en dinero para financiar las actividades de la alianza, bajo el buen entendimiento que los atenienses utilizarían dichos fondos para pagar los barcos y los hombres que libraban las batallas de la alianza. De esta forma, en efecto, los aliados de Atenas financiaron un crecimiento enorme de las fuerzas armadas atenienses, en especial de su flota que creció por encima de los 400 navíos en servicio. Desde el principio los atenienses empezaron a tratar a los aliados más pequeños como subordinados, y al final Atenas se empezó a ver como una «ciudad tiránica». Pero, dirigidos sobre todo por Cimón, el hijo de Milcíades, los atenienses utilizaron realmente su poder y el de sus aliados para expulsar a la potencia persa de la región del Egeo. Primero se eliminaron las guarniciones persas del Egeo septentrional y del Helesponto; todas las ciudades jonias fueron liberadas e incorporadas a la alianza; y un gran contraataque persa para—al menos— recuperar el control de Jonia fue derrotado en una batalla doble, por mar y por tierra, en la desembocadura del río Eurimedonte en Panfilia, alrededor de 468.
El apoyo ateniense a una rebelión egipcia contra los persas en la década de 450 acabó en un desastre cuando el comandante persa Megabizo reconquistó Egipto y destruyó una fuerza ateniense que ayudaba a los egipcios. Pero un nuevo intento persa de regresar al Egeo fue definitivamente derrotado por los atenienses en una gran victoria doble, por mar y por tierra, en la Salamina chipriota poco antes de 450. Los persas reconocieron que no tenían el tipo adecuado de fuerzas para enfrentarse con éxito a los griegos por mar o por tierra, mientras que los ateniense, envueltos desde 460 en hostilidades con los espartanos y sus aliados, estaban dispuestos a llegar a un acuerdo. Las negociaciones llevadas a cabo por parte ateniense por un adinerado dirigente político llamado Calias —un aliado del estadista de Atenas más importante de esta época, Pericles— condujo a un acuerdo de paz entre los atenienses y los persas, la llamada «Paz de Calias» de alrededor de 447, llamada así por el negociador ateniense.
Con esta paz los atenienses aceptaban no seguir molestando a los persas ni a ayudar a la rebelión de los súbditos persas, y los persas, por su parte, acordaban permanecer totalmente alejados del mar Egeo y a no aproximarse a un día de viaje a caballo de la costa occidental de Anatolia, lo que implicaba la cesión del control de las ciudades jonias. Al mismo tiempo, en 446, después de cerca de quince años de hostilidades, los atenienses y los espartanos acordaron la paz, la «Paz de los Treinta Años», llamada así porque ésa se esperaba que fuera su duración, por ella los espartanos —a cambio de la paz— aceptaban básicamente el sistema de alianza ateniense y reconocían a los atenienses como sus iguales. Desde el punto de vista militar, los quince años siguiente representaron el punto culminante del poder y del prestigio de Atenas, y esos años —que están especialmente asociados al liderazgo del gran estadista Pericles— representan también el cénit de la prosperidad material y de los logros culturales atenienses.
La democracia fundada por Clístenes y los atenienses de su época, y defendida de forma tan efectiva en las batallas contra Tebas y Calcis, y en la llanura de Maratón, había prosperado. Llenos de confianza a causa de estos éxitos, y también gracias a las grandes victorias de Salamina y del Eurimedonte, los atenienses creían completamente en su derecho y habilidad para gobernarse a sí mismos a través de la toma de decisiones y acciones colectivas, y extendieron esta idea en una serie de reformas aprobadas a finales de la década de 460, a propuesta de un dirigente llamado Efialtes. Estas reformas arrebataron al Consejo del Areópago de clase alta los pocos poderes que le quedaban, en especial el poder de examinar a los candidatos para los cargos públicos para decidir su elegibilidad y su idoneidad (dokimasia), y la revisión de la conducta y las cuentas de todos los magistrados y funcionarios después de su año en el cargo para comprobar cualquier mala gestión (euthyne). Estas responsabilidades se pasaron directamente al pueblo, que actuaba a través de los tribunales públicos de justicia, formados por jurados de entre 200 a 500 ciudadanos elegidos a partir de un grupo anual de 6.000 ciudadanos dispuestos y elegibles para este servicio. Y una ley presentado por Pericles unos pocos años después, en la década de 450 garantizaba, una paga diaria de 3 óbolos (suficientemente para alimentarse él mismo y su familia) a cada hombre que servía como jurado, animando incluso a los ciudadanos atenienses más pobres para que se presentasen como elegibles para el servicio de jurado.
Además, los arcontes perdieron el poder que les quedaba para actuar como jueces. En su lugar, debían ver los pasos preliminares de todos los casos judiciales —recibir acusaciones, reunirse con el demandante y el defensor para asegurase que realmente existía un caso y determinar el procedimiento, y otras gestiones por el estilo— mientras que juzgar y fallar los casos se convirtió en responsabilidad de los tribunales públicos de justicia, es decir, de los jurados de ciudadanos ordinarios, con los arcontes con la única función de presidirlos.
El puerto de Atenas, el Pireo, se había convertido en el puerto más importante del mundo griego, de manera que la mayor parte del comercio del Egeo y del Mediterráneo oriental pasaba por él. A los escritores atenienses, como el poeta cómico Aristófanes, por ejemplo, les gustaba presumir de la inmensa variedad de bienes que llegaban al Pireo, queriendo decir que todos los productos «del mundo» estaban a disposición de los atenienses. En consecuencia, la economía ateniense vivió un crecimiento espectacular, y miles de griegos procedentes de todo el mundo griego llegaron a Atenas para participar de este crecimiento económico, registrándose como residentes permanentes extranjeros (metoikoi) y pagando una tasa mensual por el privilegio de vivir en Atenas y crear allí un negocio. Estos metecos, como se les llamaba habitualmente, eran artesanos y hombres de negocios: como no se les permitía ser propietarios de tierras o casas en el Ática, gestionaban empresas comerciales, talleres artesanales y manufacturas.
En el punto culminante de la prosperidad ateniense, había más de 10.000 metecos viviendo en el Ática, pagando impuestos al estado ateniense, alquilando sus viviendas a los ciudadanos atenienses, e impulsando la economía de Atenas con sus actividades productivas. Como todos los bienes que entraban y salían del Pireo estaban sujetos a tasas de importación y exportación; como todo barco que utilizaba el puerto pagaba las tasas portuarias; como todo producto comprado o vendido, y todo propietario de un puesto en la plaza del mercado (agora) pagaba una tasa del mercado, todas estas actividades económicas proporcionaron unos ingresos enormes al estado ateniense. Éstos se añadían a los ingresos procedentes de las minas de plata del Laurión en el Ática meridional, y a la contribución anual de los aliados, que representaban más de 360 talentos al año (una suma muy grande).
Próspero, poderoso y democrático, un lugar en el que la libertad de pensamiento y de palabra se había convertido en una forma de vida, Atenas era la meca de intelectuales, artistas y escritores de todo tipo, que acudían de todo el mundo griego para intercambiar ideas y buscar oportunidades. Una fuente de oportunidades fue el famoso programa de construcción que emprendieron los atenienses persuadidos por Pericles. Como el estado más poderoso y desarrollado en Grecia, Atenas debía tener edificios públicos y monumentos en consonancia con su posición, argumentó; y a lo largo de la década de 440 y de los decenios siguientes, se emprendieron una serie de grandes proyectos de construcción que emplearon a arquitectos, escultores, artistas, canteros y obreros de todo tipo. La joya de este programa de construcción, y desde entonces uno de los edificios más famosos del mundo, fue el Partenón, el templo de Atenea la Virgen (Parthenos). Los arquitectos de este edificio fueron Ictino y Calícrates, que aplicaron a su diseño los últimos adelantos de la ingeniería y de la ciencia óptica, incorporando una amplia variedad de refinamientos precisos en la delicada curvatura de la base, de las columnas y del frontón del edificio, con el objetivo de obtener una construcción visualmente perfecta. Ictino escribió un libro describiendo los refinamientos en el diseño que provocaban este efecto de perfección visual, que conocemos a través de su utilización por parte del escritor arquitectónico romano Vitruvio.
Gracias a la obra de Vitruvio, y a la impresión que ofrece el propio edificio, el Partenón ha sido una de las obras más elogiadas de la arquitectura en la historia occidental. Sin embargo, muchos otros edificios impresionantes se construyeron en esta época: el Erecteion y los Propileos (patio de acceso) en la Acrópolis; el gran teatro de Dionisio en la ladera meridional de la Acrópolis; el Odeón (sala de conciertos) de Pericles; las murallas fortificadas de Atenas y del Pireo; y de alguna forma lo más impresionante de todo, las tres «murallas largas» que conectaban Atenas con el Pireo y con Falero, convirtiendo la ciudad y su puerto en una especie de isla fortificada. Estas largas murallas, construidas tan anchas que sobre ellas se extendían calzadas en las que los carros podían cruzarse sin dificultad, significaban que un ejército sitiador nunca podría rendir por hambre a los atenienses mientras la flota ateniense controlase el mar y permitiese que las importaciones fluyesen al Pireo.
Pero quizá el producto cultural más importante y característico de Atenas en esta época fue la invención del drama. El drama trágico y cómico, cuyas raíces se hundían en las canciones corales y la danza del siglo VI, están inextricablemente entrelazados con la democracia ateniense. La épica homérica se compuso para audiencias aristocráticas, para entretener a los invitados a las fiestas aristocráticas. Las canciones de la Grecia arcaica estaban compuestas para y eran cantadas en fiestas de diversa naturaleza: en su mayor parte fiestas organizadas y atendidas por los más acomodados, pero también para fiestas más «públicas» como las bodas y las victorias atléticas. Los cantos corales eran una parte importante de los festivales públicos en honor de los dioses, donde los participantes que formaban la audiencia eran más numerosos, y por eso estos cantos corales se pueden considerar que tienen un espíritu más «popular». Pero el drama fue el primer entretenimiento cultural verdaderamente «popular».
El drama nació en el contexto de los festivales en honor del dios Dioniso en Atenas, y desde el principio las representaciones en las que los actores encarnaban los papeles de personajes de las historias que se explicaban atrajo grandes audiencias de ciudadanos, que se sentaban en theatra (literalmente «espacios para ver»; teatros, como los llamamos en la actualidad) especialmente diseñados para ello. Las obras de los grandes dramaturgos trágicos de la Atenas del siglo V —Esquilo, Sófocles, Eurípides— se siguen leyendo y representando como clásicos del género dramático; y las comedias del siglo V de Aristófanes y del siglo IV de Menandro también reciben un reconocimiento similar. Estos dramaturgos eran considerados maestros nacionales por los atenienses, comentando y haciendo que los ciudadanos reflexionasen sobre ideas y políticas, preocupaciones y debilidades de la vida política, social, cultural, religiosa y militar de la ciudad.
Otra invención de este período fue la historiografía analítica. El primer historiador que analizó racionalmente los acontecimientos y que produjo una narración histórica elaborada que no era sólo una simple enumeración de acontecimientos, sino que penetraba hasta el trasfondo social y cultural que hacía que los pueblos fueran lo que eran y que condicionaba su toma de decisiones, e intentó comprender no sólo qué ocurrió, sino porqué lo hizo, fue, por supuesto, Herodoto. Procedía de la ciudad de Halicarnaso en la costa occidental de Asia Menor, pero pasó muchos años en Atenas, trabajando en su historia, y al final se unió a la colonia que los atenienses enviaron a Turios en el sur de Italia, donde murió y fue enterrado. La inspiración y el objetivo de Herodoto era contar y explicar el gran conflicto entre los persas y los griegos, y en especial, por supuesto, porqué en contra de todas las probabilidades, los griegos llegaron a ganar y a preservar su libertad. Una generación después de Herodoto, el ateniense Tucídides siguió su ejemplo al escribir sobre la gran guerra entre los atenienses y los espartanos, y sus aliados respectivos: la llamada guerra del Peloponeso. Tucídides era un racionalista aún más cuidadoso en sus métodos de lo que había sido Herodoto, y se preocupó especialmente en ilustrar las lecciones atemporales sobre la naturaleza de la política y la guerra, lo que ha provocado que se le vea como el «padre de la ciencia política», de la misma forma que Herodoto se considera el «padre de la historia».
La filosofía es otra disciplina en la que fueron fundamentales las contribuciones de los griegos clásicos de los siglo V y IV. Los primeros racionalistas jonios como Tales y Anaximandro habían iniciado la investigación racional al analizar el mundo físico, y pensadores como Jenófanes y Heráclito habían orientado el análisis racional hacia áreas que tenían una relación más directa con las preocupaciones humanas, como la religión, la ontología y la epistemología. Ambas vías de la investigación racional prosiguieron en el siglo V. Investigadores científicos como Anaxágoras de Clazomene, un amigo íntimo del estadista ateniense Pericles, y Demócrito de Abdera, que estableció la teoría atomista, realizaron progresos enormes en la comprensión de la realidad física. Sin embargo, resulta mucho más importante el llamado movimiento sofista, que se concentró en temas como la epistemología, la comunicación y el significado, la ética y la política, iniciando una reevaluación fundamental de la naturaleza de la compresión y la sociabilidad humanas. Aceptando el enfoque racionalista de los antiguos jonios y el relativismo de Heráclito, filósofos como Protágoras, Gorgias, Pródico y Sócrates criticaron las ideas recibidas sobre el conocimiento, el lenguaje, la virtud, la moralidad, la justicia y la piedad. Aunque contemporáneos conservadores, como el dramaturgo cómico Aristófanes en su obra Las nubes, los criticaron por socavar los valores tradicionales sin ofrecer nada a cambio más que escepticismo e interés personal, de hecho los sofistas desbrozaron el camino para los grandes filósofos del siglo IV —Platón y Aristóteles— al mostrar las debilidades de las ideas aceptadas sobre moralidad, conocimiento y virtud, y estableciendo el método para crear teorías filosóficamente correctas en estas áreas. Y su impacto sobre la cultura griega, en un sentido amplio, de su época —en figuras como el historiador Tucídides, el trágico Eurípides, o el orador Isócrates— fue profundo. En esencia, toda la carrera filosófica de Platón fue una respuesta extensa a, y un compromiso crítico con, el movimiento sofista, del cual su maestro Sócrates había sido una de las figuras clave, aunque Platón pretendía que no lo era.
A través de Gorgias, cuyo interés en el significado y la comunicación le habían llevado a desarrollar las primeras reglas para argumentar de forma efectiva y la ordenación persuasiva de las ideas que condujo al arte de la retórica, los grandes oradores áticos del siglo IV —Isócrates, Lisias, Iseo, Esquines, Hiperides, Licurgo, Demades y, sobre todos ellos, Demóstenes— estaban directamente en deuda con el movimiento sofista. Y estos oradores áticos, y en especial Isócrates a través de su escuela de retórica, que sentó las bases del modelo de educación superior griego, tuvieron un impacto enorme en el mundo greco-romano, y después del Renacimiento, en la teoría literaria y en los principios estilísticos de Europa occidental. Por debajo de todo esto se encontraba una idea de perfección que impregnaba la crítica sofista de los valores e ideas tradicionales. E
Esta misma idea de perfección resultó importante para el arte griego cuando escultores como los atenienses Mirón y Fidias, pero sobre todo Polícleto, Praxíteles y Lisipo, intentaron expresar el ideal de la forma humana. El kanon de Polícleto, su conjunto de reglas y relaciones espaciales que establecían una teoría racional para la forma masculina perfecta, queda encarnado en su estatua del doryphoros (portador de lanza) de las que han sobrevivido numerosas copias romanas. Praxíteles intentó una ilustración de la forma femenina ideal en su Afrodita de Cnido, que fue famosa en todo el mundo antiguo. Y por supuesto la persecución de la perfección visual en la arquitectura que intentaron Ictino y Calícrates con el Partenón, y que se explicaba y justificaba racionalmente en el libro de Ictino, como hemos visto con anterioridad.
Al leer toda esta presentación esencialmente positiva de la historia y la cultura griegas y atenienses de los siglos V y posteriores, el lector se puede estar preguntado qué tiene todo esto que ver con la batalla de Maratón, y por qué no se está teniendo en cuenta el lado más oscuro de la sociedad y la cultura griegas. Porque desde luego que existía un lado oscuro: esclavitud, opresión de las mujeres, infanticidio, imperialismo descarnado, etc. Sin embargo, el objetivo de este libro es mostrar lo que se habría perdido si los atenienses hubieran sido derrotados y conquistados en Maratón: de ahí el énfasis en los logros positivos de los atenienses y los otros griegos después de Maratón. Y que todas estas cosas se habrían perdido, que un resultado diferente en Maratón realmente habría cambiado de raíz la cultura clásica griega, se puede demostrar —de eso estoy convencido— más allá de cualquier duda razonable. Por regla general los historiadores son muy reticentes a especular sobre «qué habría podido ocurrir» si sólo una acción o 1111 acontecimiento hubiera tenido un resultado diferente o no hubiera tenido lugar, y por buenas razones: como norma general, no podemos estar totalmente seguros de todo lo que se habría podido derivar de un resultado alternativo. Sin embargo, en el caso de Maratón, sabemos con casi total seguridad lo que los persas habrían hecho con los atenienses si hubieran ganado; y también sabemos que lo que planeaban los persas lo habría cambiado todo.

 Y SI HUBIERAN GANADO LOS PERSAS

            Cuando los persas capturaron y saquearon la ciudad de Mileto en 494, reunieron a todos los milesios que habían sobrevivido al saqueo y los condujeron a Susa para que los juzgase el rey Darío. El rey decidió ser misericordioso: los milesios supervivientes fueron asentados pacíficamente cerca del golfo Pérsico. Por supuesto, los descendientes de estos milesios no jugaron ningún papel en la historia y la cultura griegas. La propia ciudad de Mileto fue muy pronto ocupada con nuevos pobladores, pero ya no fue más que una sombra de lo que había sido, y sus habitantes no realizaron tan grandes contribuciones a la cultura griega como los milesios del siglo VI.
Hacia poco más o menos el año 510 la ciudad de Barca en la Cirenaica (la Libia moderna) fue capturada y, como castigo, su población también fue deportada para someterse al juicio de Darío. Además, lo que tiene mayor importancia, el objetivo de la expedición de 490 no era únicamente establecer una base en la Grecia central desde la que someter al resto de los griegos, sino que era específicamente castigar a eretrios y atenienses. Después de la captura y el saqueo de Eretria, la población superviviente de la ciudad fue embarcada y conducida hasta Susa para enfrentarse al juicio de Darío: su destino fue, como el de los milesios, su asentamiento en Irán. Y de nuevo, allí los descendientes de los eretrios se perdieron para la historia y la cultura griegas; y la Eretria reocupada de la época clásica fue sólo una sombra de lo que había sido. Si los persas hubieran vencido en Maratón y hubieran capturado Atenas, realmente no hay ninguna duda de cuál habría sido el destino de los atenienses: habrían sido capturados —se entiende que los supervivientes— y conducidos a Susa, junto con los eretrios supervivientes, y habrían desaparecido en sus nuevos asentamientos cerca del golfo Pérsico.
Se puede objetar que los persas habían traído consigo al Ática a Hipias y tenían planeado restaurarlo como tirano de Atenas. Aunque no creo que podamos estar seguros de ello, porque esta pretensión pudo ser un invento de los descendientes de Hipias, es posible que lo hubieran hecho si hubieran obtenido la victoria. Pero de lo que podemos estar seguros es que, si Hipias se hubiera instalado de nuevo como tirano de Atenas bajo los persas, habría gobernado sobre una Atenas tristemente en ruinas, sobre una Atenas poblada con los que hubieran quedado, los más pobres y los campesinos del Ática, y por nuevos colonizadores. El destino de los atenienses propiamente dichos está claro que habría sido el mismo que el de los eretrios y los milesios. Y los efectos de la destrucción de Atenas y de la deportación de sus habitantes habrían sido enormes.
Para empezar, la democracia ateniense habría desaparecido, sólo quince años después de su invención, y sería conocida por la historia, si es que entraba en ella, sólo como un experimento breve y fallido. Lo que esto habría supuesto para la historia posterior de la teoría democrática y del sistema de gobierno democrático sólo se puede suponer; pero resulta obvio que sin su modelo de mayor éxito, la historia de la democracia en la Grecia antigua sería muy diferente y posiblemente mucho más pobre; y el concepto de democracia como un sistema de gobierno viable, es más, todo el vocabulario de la política democrática, sería radicalmente diferente. Se puede dudar muy seriamente que los europeos y los americanos vivieran en la actualidad bajo sistemas de gobierno que se llamasen democracias.
Una Atenas capturada bajo control persa habría tenido un gran impacto sobre el resto de Grecia. Como las comunidades de la Grecia central y septentrional, al norte del Ática, habían ofrecido en su mayoría agua y tierra, las prendas de sumisión, a Darío en 491; y como esas mismas regiones se sometieron al control persa sin luchar en 480, podemos afirmar con toda confianza que una victoria persa en Maratón habría asegurado el control persa de toda Grecia hasta el Istmo de Corinto. Sólo el Peloponeso, bajo el liderazgo espartano, habría permanecido libre.
¿Los espartanos habrían sido capaces de resistir contra los persas bajo estas circunstancias? Herodoto creía que no, y por muy buenas razones. La estrategia espartana consistía en fortificar los estrechos del Istmo de Corinto, y detener allí al ejército persa.
Y hasta ese punto podrían haber triunfado. Pero los estados peloponesios no disponían de una flota significativa: la flota ateniense de 200 trirremes que combatió en Salamina no habría llegado a existir. Sólo los corintios tenían un número significativo de trirremes, pero incluso ellos no podrían haber movilizado a más de un centenar. Todo el resto de los peloponesios no podrían haber reunido ni un centenar de barcos. Es decir, los peloponesios no tenían una flota lo suficientemente grande para evitar que los persas desembarcasen tropas en el Peloponeso siempre que quisieran hacerlo; y en Argos, el rival enconado de Esparta, existía una zona de desembarco segura para los persas. En consecuencia, las fuerzas persas podrían haber atacado a los espartanos y a sus aliados en el Istmo desde ambos lados, y resulta bastante difícil ver cómo el resultado podría haber sido diferente a una victoria para los persas. En otras palabras, el resultado casi seguro de una victoria persa en Maratón habría sido una conquista completa y un sometimiento total de Grecia por los persas; y una Grecia en el siglo V como provincia persa, sin la gran ciudad-estado de Atenas, habría producido una cultura griega del siglo V muy diferente.
¿Podemos imaginar incluso una cultura clásica griega bajo dominio persa? Debemos tener presente que ninguna de las figuras seminales atenienses que jugaron un papel tan importante en la vida intelectual y cultural de los siglos V y IV habría estado allí. Esquilo, por ejemplo, es muy posible que hubiera muerto luchando en la batalla perdida de Maratón; o si hubiera sobrevivido, habría sido capturado y deportado a Susa con el resto de los atenienses. No habría escrito ninguna de sus grandes obras. Sófocles habría vivido una existencia oscura cerca del golfo Pérsico, al igual que Eurípides, si es que hubieran llegado a nacer. En consecuencia, la tragedia atenienses habría sido cortada de raíz en su infancia, como la democracia: sólo unas pocas obras de Frínico (ninguna de las cuales ha sobrevivido hasta la actualidad) habrían dado testimonio de lo que podría haber sido la tragedia ateniense. ¿Es posible que otros griegos, quizá en Siracusa, en Sicilia, por ejemplo, hubieran podido desarrollar el drama trágico? No lo podemos afirmar. Pero sí podemos decir que si la tragedia se hubiera llegado a desarrollar, habría sido radicalmente diferente a la tragedia que conocemos. Lo más probable es que nunca hubiera llegado a existir el drama trágico griego.
Como los grandes trágicos, los dramaturgos cómicos de Atenas nunca habrían llegado a escribir sus obras. Las obras de los pioneros Cratino y Eupolis, y las obras del gran Aristófanes que han sobrevivido (once de ellas), no habrían sido escritas, porque sus autores, si es que estaban vivos, habrían vivido en la oscuridad de algún lugar en Irán. Y sin los grandes pioneros de la comedia ática, también resulta difícil imaginar la comedia nueva de Menandro a finales del siglo IV. Con la pérdida del drama ático, la cultura moderna se vería enormemente empobrecida, y no sólo por no disponer de esas obras. Marlowe, Shakespeare, Ben fonson, Racine, Corneille, Moliere, Goethe, Ionesco, Miller, Williams, O’Neill: la lista de los grandes escritores occidentales cuyas obras y géneros están inspirados y dependen del drama ateniense es muy larga. De hecho, cada vez que vamos a ver una película, o nos sentamos a ver un drama televisivo, o una comedia de situación, o una comedia del estilo de Monty Python o Saturday Night IJve, contraemos una deuda por este entretenimiento directamente con los antiguos dramaturgos atenienses que fueron la fuente y la inspiración de la tradición dramática en la cultura occidental. ¿Serían diferentes nuestras vidas si estos dramaturgos atenienses no hubieran escrito nada? ¡Desde luego!
Para los historiadores una pérdida especialmente importante habría sido la obra de Tucídides. No se habría librado la guerra del Peloponeso sobre la que pudiera escribir, y en cualquier caso habría pasado su vida, si es que aceptamos que hubiera llegado a vivir, en Irán junto con el resto de los antiguos atenienses. Por supuesto se puede sugerir que al menos Herodoto, que no era ateniense, no se habría visto afectado: seguiríamos teniendo su historia, y la idea de una narración histórica analítica habría estado allí. Pero ¿de verdad sería así? La inspiración de Herodoto era narrar y explicar la historia de cómo los griegos, pocos y pobres como eran, hablando de una forma relativa, consiguieron resistir y derrotar al poderoso Imperio persa. ¿Se habría sentido inspirado para escribir si los griegos hubieran sido fácilmente conquistados por los persas, lo que habría sido el resultado más probable de una victoria persa en Maratón? No parece demasiado probable. De todas formas es posible que hubiera aparecido algún tipo de narrativa histórica; pero de nuevo, habría sido muy diferente de la que tenemos al faltar como inspiración las grandes historias de Herodoto y Tucídides.
En cuanto a la filosofía, tendríamos que intentar imaginar la historia de la filosofía sin Sócrates y Platón. Es más, nuestra pérdida no se detendría con estos dos atenienses: ¿qué tipo de filosofía habría llegado a producir Aristóteles, si es que lo hubiera hecho, sin ninguna Atenas a la que acudir, sin academia en la que estudiar, sin un Platón que le enseñase y estimulase su mente? Algunas veces se ha dicho que toda la filosofía no es más que una respuesta extensa y una crítica a Platón y Aristóteles: sin Platón y Aristóteles para proporcionar las categorías, los métodos y la inspiración, ¿habría existido en absoluto una filosofía occidental? En cualquier caso, la filosofía occidental sería radicalmente diferente de la que conocemos. Quizá valga la pena señalar, puesto que antes me he referido al lado oscuro de la historia griega, que Platón fue el primer gran líder intelectual en la historia humana en defender el tratamiento igualitario de la mujer desde el punto de vista social y político. Nadie tomó en serio sus ideas durante siglos; pero cuando surgió el feminismo en la Europa de finales del siglo XVIII, la autoridad de Platón, tan admirado por los pensadores «ilustrados», no se pudo soslayar fácilmente por parte de los oponentes al feminismo.
La teoría de la comunicación y la retórica —el arte de la comunicación efectiva— fueron desarrolladas inicialmente por no atenienses como Protágoras de Abdera, Pródico de Ceos y Gorgias de Leontino. Sin embargo, vale la pena señalar que todos ellos viajaron a Atenas y pasaron buena parte de su tiempo en Atenas, discutiendo y debatiendo entre ellos y con Sócrates, y fortaleciendo sus ideas a través del debate libre y continuado que hacía posible Atenas. Aun así, sin Atenas resulta claramente posible que podrían haber desarrollado sus ideas, aunque es probable que de forma algo diferente. Pero sus escritos no han sobrevivido, porque los grandes maestros y exponentes de la retórica resultaron ser hombres de las generaciones posteriores, y hombres que eran atenienses: sobre todo Isócrates, cuya escuela de retórica estableció las bases del sistema de educación superior y el currículum para toda la Antigüedad, y los grandes oradores Lisias y Demóstenes. Las ideas y los principios del estilo literario y la composición que estos hombres profundizaron y encarnaron en sus escritos han tenido un impacto enorme en toda la literatura occidental. Para citar sólo un ejemplo notable, resulta difícil imaginar las obras del gran orador y escritor romano Cicerón, sin las obras de Isócrates y Demóstenes que tomó como modelo.
En el arte y en la arquitectura, para finalizar, no habría existido el Partenón, ni Ictino, ni Fidias y Mirón, los grandes escultores atenienses del siglo V: la historia del arte occidental también habría sido muy diferente.
En resumen, podemos ver que, más allá de cualquier duda razonable, el impacto de una derrota ateniense en Maratón, no sólo en la historia ateniense, ni sólo en la historia de la Grecia clásica, sino en la historia y en la cultura de toda la civilización occidental, habría sido enorme: todo sería diferente. Por supuesto, se puede argumentar que incluso sin la Atenas clásica y sin las contribuciones de los grandes atenienses, los griegos habrían conseguido de alguna forma contener a los persas bajo el liderazgo espartano, y que alguna forma de cultura clásica griega podría haber surgido bajo el liderazgo y la inspiración de otros griegos. Quizá los griegos de Occidente, de Sicilia e Italia, habrían jugado un papel más importante. Quizá los siracusanos o los tarentinos habrían sido los pioneros del desarrollo político e intelectual, del drama y de la historiografía, de la filosofía y del arte. Quizá sí. O quizá no: es posible que la cultura griega hubiera entrado en decadencia y se hubiera diluido bajo el impacto opresor del predominio persa. La cuestión es que todo lo que hubiera podido ocurrir sería radicalmente diferente a lo que ocurrió realmente, sin las contribuciones seminales de atenienses como Temístocles y Pericles, Esquilo, Sófocles y Eurípides, Aristófanes y Menandro, Tucídides y Sócrates, Platón y Aristóteles, Isócrates y Demóstenes, Ictino y Fidias, y todos los demás. A pesar de que no esté de moda decirlo, la batalla de Maratón fue realmente un punto de inflexión decisivo en la civilización occidental; los 10.000 atenienses que resistieron ese día, en un sentido muy significativo, realmente «salvaron la civilización occidental».

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