Inmediatamente después de la
inesperada victoria ateniense en Maratón, debieron sentir una enorme sensación
de alivio e incluso de euforia. Pero queda bastante claro que llevó algún
tiempo que se dieran cuenta de lo que habían conseguido y de la importancia que
iba a adquirir el resultado de la batalla. El elogio de los espartanos, que
habían visitado el campo de batalla, debió ser una fuente de orgullo, dada la
reputación de los espartanos como guerreros sin igual. Y cuando los atenienses
contaron a los enemigos muertos con el fin de cumplir la promesa a la diosa
Artemisa —sacrificar un cabrito por cada soldado enemigo muerto si ayudaba a
los atenienses a obtener la victoria— descubrieron que totalizaban unos 6.400.
Esto era demasiado para que la promesa se pudiera cumplir de una sola vez:
Artemisa recibió el pago a plazos, de manera que los atenienses sacrificaban
500 cabritos al año en el aniversario de la batalla. Esta gran cantidad de
enemigos muertos, que representaban las dos terceras partes de los hoplitas atenienses
presentes en la batalla, dio a los atenienses la sensación de que habían hecho
algo grande. La sensación de logro iba a aumentar a lo largo de las décadas
siguientes, hasta que la batalla se afianzó como un referente de la memoria
histórica de los atenienses. Pero aún así nos seguimos preguntando hasta qué
punto fue realmente importante. Después de todo, el ejército persa en Maratón
no había sido más que una simple fuerza expedicionaria, desde el punto de vista
de los persas, de una escala relativamente pequeña y sin la compañía del rey.
Como es bien sabido, la determinación persa de conquistar Grecia no se vio
afectada, y diez años después se puso en marcha una invasión de Grecia a escala
mucho mayor, tanto por tierra como por mar, y dirigida por el rey persa en
persona. Por tanto, ¿por qué se considera a Maratón como una batalla crucial,
como un punto de inflexión? Para contestar a esto debemos analizar tanto lo que
realmente le ocurrió a los atenienses, a los griegos y a los persas en su
conjunto en las décadas posteriores a la batalla, y lo que es lo más probable
que hubiera ocurrido si hubieran ganado los persas, como hubiera podido ser muy
posible, e incluso probable.
ATENAS Y GRECIA DESPUÉS DE LA VICTORIA EN
MARATÓN
El héroe del momento en Atenas justo
después de la batalla fue Milcíades: había sido su política de reclutar a la
fuerza hoplita ateniense y presentar batalla en Maratón, y su estrategia y
tácticas lo que había propiciado la victoria en la batalla, como reconocían
todos. La muerte del polemarchos
Calimaco en la fase final de la batalla ayudó a Milcíades a reclamar el mérito
de la victoria —ya que había desaparecido el rival más obvio para recibir dicho
elogio— pero la alabanza general en nuestras fuentes a Milcíades como el
general ateniense clave demuestra que el papel de Milcíades fue realmente
crucial. Fue reelegido triunfalmente como uno de los diez generales para el año
siguiente, y fue la voz dominante en la política ateniense, aunque esta
situación no iba a perdurar. Una expedición mal planificada con el objetivo de
extender el poder ateniense por las Cicladas llegó a un final desastroso en
Paros, donde Milcíades recibió una herida en el muslo que lo dejó lisiado. Los
enemigos del gran aristócrata aprovecharon la ocasión y lo acusaron de engañar
al pueblo ateniense. Demasiado enfermo a causa de una gangrena terminal como
para defenderse, yació tendido en el lugar de la asamblea mientras el pueblo lo
declaraba culpable y le imponía una gran multa. Era más de lo que podía pagar,
pero de cualquier forma murió poco después, dejando la deuda a su hijo Cimón,
que la cubrió con la ayuda de sus familiares. Así, después de la victoria
glorioso, los atenienses mostraban el lado oscuro de su democracia: la envidia
y la rapidez en juzgar y castigar que iba a perseguir a la mayoría de los
dirigentes atenienses de éxito durante las décadas siguientes.
Aun así, en su conjunto, el estado de ánimo en Atenas en la década de 480
era optimista. En 487 los atenienses terminaron con la elección de los nueve
arcontes al darse cuenta que dichas elecciones siempre iban a favorecer a los
ricos y a los prominentes, y en su lugar establecieron un sorteo para elegir a
estos magistrados, haciendo que las posibilidades de hombres de riqueza
reciente y familias de origen oscuro fueran iguales a los procedentes de
familias antiguas y famosas. Como consecuencia, el prestigio de los arcontes
declinó de manera significativa y lo mismo hizo el prestigio del Consejo del
Areópago, que estaba formado por los antiguos arcontes.
En el futuro, los diez strategoi
anuales establecidos por las reformas de Clístenes, los únicos magistrados
superiores en Atenas, junto con los principales funcionarios financieros, que
seguían siendo elegidos, se convirtieron en los magistrados más prominentes e
importantes en el estado ateniense. En esta misma época, los atenienses
empezaron a hacer uso del sistema del ostracismo que había establecido
Clístenes. Hiparco, familiar de Hipias e hijo de Carmo, que había permanecido
hasta ahora en Atenas a pesar de las sospechas sobre su lealtad a la democracia
ateniense, fue el primer exiliado durante diez años. Después de él, Megacles el
Alcmeónida (probablemente sobrino de Clístenes), Jan tipo (padre del famoso
Pericles) y Arístides «el Justo» fueron condenados al ostracismo por turnos,
como políticos atenienses que rivalizaban por el liderazgo del pueblo.
Temístocles quedó como el dirigente político en Atenas, con una política de
fomentar el poder naval. Ya como arconte principal en 493-492 había persuadido
a los atenienses para construir un verdadero puerto en el Pireo, que presumía
de ser uno de los puertos mejor protegidos de la región del Egeo. Hasta ese
momento los barcos atenienses simplemente habían anclado frente a Falero o se
habían embarrancado en la playa de suave pendiente de la bahía de Falero. Sin
embargo, en 483-482, los atenienses recibieron una ganancia inesperada. Al sur
del Ática, alrededor de Laurión, los atenienses disponían de valiosas minas de
plata en las que ahora se descubrieron nuevas vetas de plata, proporcionando
unos ingresos nuevos y enormes al estado ateniense. Temístocles, citando en
particular la larga y poco exitosa rivalidad naval de los atenienses con los
eginos, persuadió a los atenienses para que utilizasen estos ingresos en un
programa de construcción naval: durante los dos años siguientes se construyeron
200 trirremes nuevos, creando una flota ateniense que dejaba totalmente en
ridículo a la flota egina integrada por unas setenta embarcaciones. Resulta
inevitable sospechar que los eginos fueron sólo una excusa para este programa
de construcción. Cualquier líder griego inteligente que mirase más allá de los
asuntos puramente locales de su estado debía ser consciente de que la amenaza
de la expansión persa hacia Grecia estaba muy lejos de haber desaparecido y la
construcción naval de la escala en la que Temístocles persuadió a los
atenienses para que se embarcaran, sólo podía tener en mente la amenaza persa,
porque sólo los persas podían movilizar este tipo de poder naval que haría
necesaria una construcción naval tan enorme.
Como resultó, la nueva flota ateniense estuvo lista justo a tiempo. El rey
Darío murió en 487-486 y fue sucedido por su hijo Jerjes. Aunque la atención de
Jerjes se centró en un principio en una rebelión en Egipto, en cuanto fue
aplastada dicha revuelta, volvió su pensamiento hacia nuevas conquistas: como
sucesor en el trono de Ciro, de Cambises y de Darío, cada uno de los cuales
había conquistado nuevas tierras y extendido el imperio de los persas, Jerjes
también consideraba que era necesario que se mostrase digno de ser el rey de
los persas extendiendo el poder persa. Y la lección de la revuelta jonia y el
revés en Maratón no dejaban duda de qué frontera persa necesitaba atención y en
qué dirección se debía extender el poder persa. Se elaboraron grandes planes a
partir de 484 para reunir una expedición real que estableciera la frontera
occidental del imperio y diera a los griegos una lección de una vez por todas.
Las lecciones del pasado se habían aprendido en su totalidad: nada de medias
tintas, ni economías de escala o preparación iban a condicionar el éxito de
Jerjes. Estratégicamente, la decisión fue lanzar el asalto tanto por tierra
como por mar, utilizando la ruta septentrional. El ejército que era necesario
movilizar era demasiado grande para transportarlo en barcos, de manera que
debía cruzar las orillas del Egeo septentrional e invadir Grecia desde el
norte. Para evitar una retraso peligroso desde el punto de vista logístico en
el cruce del Helesponto, se debían construir puentes que salvasen el estrecho,
de manera que el ejército lo pudiera cruzar con rapidez y penetrar en la Tracia
meridional. Resulta irónico que estos puentes, que Herodoto describe con gran
detalle, probablemente fueron diseñados por ingenieros griegos: una fuente
tardía menciona a cierto Harpalo, y el propio Herodoto nos informa que el
anterior cruce del Bosforo sobre puentes realizado por Darío fue diseñado por
Mandrocles de Samos. Puentes similares también fueron preparados sobre los ríos
principales que debía cruzar el ejército, como el Strymón; y se reunieron
víveres en puestos de avituallamiento a lo largo de la costa septentrional del
Egeo para asegurarse que el ejército no pasaría hambre.
En cuanto a la flota, el gran peligro era su paso alrededor de la península
de Atos, donde había naufragado la flota de Mardonio en 493. Mardonio actuaba
como el segundo al mando de Jerjes en este momento, y era muy consciente del
peligro. Para evitarlo, se cavó un canal a través del istmo de la península,
cuyos restos (colmatados hace mucho tiempo) aún se pueden ver. Unos
preparativos tan inmensos y extensos obviamente no se pudieron mantener en
secreto ante los estados griegos que eran el objetivo de la invasión. Todos los
estados que estaban dispuestos a pensar en la resistencia enviaron delegados a
una reunión conjunta en el Istmo de Corinto, probablemente a instancias de los
espartanos, que asumieron la dirección de la resistencia contra los persas. El
objetivo era discutir una estrategia defensiva común, pero la reunión reveló
las divisiones habituales entre los griegos.
Al final, los griegos al norte del paso de las Termopilas en la Grecia
central se sometieron a los persas sin luchar; la mayoría de los estados y de
las comunidades en la Grecia central, el norte del Ática y Megara, en el mejor
de los casos, sólo estaban medio convencidos de resistir; e incluso en el
Peloponeso los argivos —debido a su hostilidad hacia los espartanos— tenían
relaciones amistosas con los persas. Aun así, se formó una alianza para
resistir contra los persas. Esencialmente constaba de dos partes: los
espartanos organizaron y dirigieron una «Liga del Peloponeso», que incluía en
esta época Megara y Egina; y los atenienses con sus aliados los plateos. Los
foceos también se unieron a la resistencia, pero cortados de la alianza
principal por los tibios tebanos y otros boecios, sufrieron mucho a manos
persas y contribuyeron poco o nada al esfuerzo de resistencia griego.
La estrategia de los griegos, después de algunas dudas iniciales sobre
luchar en el extremo septentrional en Tesalia, fue resistir contra los persas,
cuando acabasen invadiendo Grecia en 480, en el estrecho paso de las
Termopilas, mientras una flota de barcos de guerra podría cubrir al ejército
que se encontrase en el paso de un ataque anfibio mediante el control de los
estrechos entre Tesalia y el extremo septentrional de Eubea, que tenía su base
en el cabo Artemisia. Los griegos sabían que los superarían ampliamente en
número y por eso necesitaban fijar su resistencia en un lugar donde la
orografía hiciera imposible que los persas desplegaran sus fuerzas superiores.
A los espartanos les habría gustado plantear esta resistencia en el Istmo,
siguiendo su política ancestral de no comprometer sus fuerzas fuera del
Peloponeso. El problema con esta estrategia era que Megara y, lo que era más
importante, Atenas se encontraban más allá del Istmo y quedarían expuestas a la
ocupación persa si la resistencia se fijaba en el Istmo, y también Egina quedaría
abierta a la ocupación persa con una resistencia naval en el Istmo.
Tal como se desarrollaron los acontecimientos, parece que los espartanos no
se preocuparon demasiado de todo esto excepto por un detalle: necesitaban los
200 trirremes atenienses y los aproximadamente setenta que podían movilizar los
eginos, con el objetivo de evitar que los persas desembarcasen tropas donde más
les conviniese dentro del Peloponeso —en el territorio de la amistosa Argos por
ejemplo— y de esta manera amenazaran por la retaguardia la posición defensiva
espartana en el Istmo. Por eso, con el objetivo de mantener intacta la alianza
ateniense, los espartanos aceptaron con reticencias la estrategia de las
Termopilas, pero al final no llegaron a comprometer a sus fuerzas en ella.
En 480 un gran ejército persa, comandado por el rey Jerjes en persona con
el experimentado Mardonio como segundo al mando, cruzó el Helesponto e inició
la marcha a lo largo de la costa septentrional del Egeo en dirección a Grecia.
A su altura navegaba una gran flota de barcos de guerra y buques de
suministros. Las dimensiones del ejército y de la flota son imposibles de
determinar, porque Herodoto —nuestra fuente principal— ofrece unas cifras muy
exageradas: según él, el ejército estaba compuesto por varios millones de
hombres y la flota por más de 1.200 trirremes. Está claro que lo que hizo
Herodoto fue estimar las fuerzas totales que todas las provincias del Imperio
persa podrían haber movilizado, y después asumió que lo hicieron efectivamente.
Es posible que en esta convicción estuviera influenciad por un muy conocido
epigrama bélico escrito por el poeta Simónides, que fue contemporáneo de estos
acontecimientos, dedicado a los hombres que lucharon en las Termopilas, según
el cual cuatro mil peloponesios combatieron allí contra tres millones.
En realidad, habría sido imposible concentrar de repente varios millones de
hombres en un solo lugar con los mecanismos de suministros de alimentos de la
Antigüedad y habrían muerto de hambre. El número máximo de hombres armados que
se podían alimentar y equipar con la logística antigua no parece que pudieran
superar los 150.000: en cualquier caso no se ha demostrado de forma
incontestable ningún ejército antiguo que superase ese número. Podemos suponer
razonablemente que el ejército persa, tan impresionante por sus dimensiones
enormes, estaría formado por entre 100.000 y 150.000 hombres. En cuanto a la
flota, era los suficientemente grande como para encajar las grandes pérdidas
ocasionadas por dos tormentas, y aún así superar significativamente en número a
una flota griega integrada por unos 380 navíos. Es posible que esta flota
estuviera integrada por unos 600 barcos, y fuera la fuente para que éste fuera
el número habitual que se otorgaba a una flota persa. Sin embargo, la mayor
parte del ejército persa realizaba funciones auxiliares y de demostración de
fuerza más que para intervenir en los combates importantes: era el núcleo de
tropas persas, medas e iranias, que representaban entre un tercio y la mitad de
la fuerza total, el que podía decidir el resultado de la guerra. La flota
estaba articulada alrededor de una élite de barcos fenicios, con contingentes
adicionales de cilicios, egipcios, chipriotas y griegos jonios. Pero aunque los
barcos y los marineros procedían de esos pueblos, cada buque transportaba un
contingente de infantería de marina persa, a una media de treinta por nave, que
eran los que intervenían realmente en el combate. Cuando llegaron las noticias
de que semejante ejército y flota habían llegado al norte de Grecia, una flota
griega de unos 300 trirremes, la mitad de ellos atenienses, zarpó hacia
Artemisio, y un ejército griego comandado por el rey espartano Leónidas partió
para ocupar el paso de las Termopilas. Pero Leónidas, como sabemos muy bien, sólo
trajo consigo unos 300 espartiatas, junto con varios miles de siervos ilotas y
unos pocos miles de hoplitas peloponesios aliados, la mayoría de ellos de
Arcadia. Junto con fuerzas tebanas y de otros lugares de Boecia, reclutadas más
o menos a la fuerza a lo largo del camino, y 1.000 foceos que se unieron
voluntariamente, la fuerza total estacionada en las Termopilas no excedía los
7.000 hoplitas. Los espartanos explicaron que ésta era sólo una fuerza de
vanguardia y que el ejército principal espartano y peloponesio se había
retrasado por obligaciones religiosas y que se unirían pronto a Leónidas.
Nunca lo hicieron. De hecho los espartanos estaban muy ocupados
construyendo un muro fortificado que cerrara el Istmo de Corinto: en realidad
seguían creyendo en la estrategia del Istmo. La flota griega en Artemisio se
comportó admirablemente contra una flota persa superior en número, ayudada por
el hecho que una gran tormenta frente a la costa de Tesalia había debilitado
significativamente a los persas. En cuanto a Leónidas y su ejército, lucharon
de forma heroica y sorprendentemente —utilizando la estrechez del paso y su
soberbia armadura defensiva— consiguieron detener a los persas durante
bastantes días a pesar de la grotesca disparidad en número. Los espartiatas
mostraron su indómito espíritu de lucha habitual: cuando alguien intentó
asustar a uno de los espartiatas llamado Diéneces señalando que los persas eran
tan numerosos que cuando disparaban sus arcos, las flechas tapaban el sol,
contestó imperturbable: «Esa es una buena noticia: ¡lucharemos a la sombra!»
En cualquier caso, el resultado de la lucha no estaba seriamente en
cuestión ya que los espartanos se negaron a comprometer su fuerza principal. El
paso de las Termopilas tenía un punto débil: una senda de montaña, estrecha
pero practicable, que lo rodeaba, y la fuerza dirigida por los espartanos era
demasiado pequeña para comprometer tropas para bloquear este camino de forma
efectiva. Allí se estacionaron los 1.000 foceos, pero cuando los persas se enteraron
de la existencia de esta senda de boca de un lugareño llamado Efialtes, marcado
desde entonces como un traidor a lo largo de toda la historia griega, y
enviaron las fuerzas persas de élite que los griegos llamaban los «Inmortales»
para flanquear a Leónidas y los espartanos, los foceos no tuvieron más remedio
que retirarse montaña arriba para salvarse y enviaron a un corredor a Leónidas
para advertirle que estaban a punto de rodearle.
Leónidas ordenó a sus aliados que se retiraran de inmediato y se salvaran:
él se quedaría con sus 300 espartiatas para cubrir su huida. Desconfiando de su
lealtad, se quedó con un pequeño contingente tebano y con 700 tespios que,
dándose cuenta de que su ciudad estaba condenada a ser capturada sin remedio,
se presentaron voluntarios para luchar. Sin embargo, la posterioridad sólo
recordará la resistencia suicida de Leónidas y sus 300 espartanos. Muchas
fuerzas a lo largo de la historia han declarado su intención de luchar hasta el
último hombre, pero pocas lo han hecho realmente. Leónidas y sus 300 lo
hicieron, y su combate hasta la muerte ese día probablemente salvó la alianza
griega.
La pura verdad es que los espartanos habían dejado en la estacada a los
atenienses, porque no habían cumplido su promesa de centrar la resistencia en
las Termopilas, protegiendo de esa manera al Ática de la invasión. Cuando
supieron que las Termopilas habían caído y que el camino hacia la Grecia
central quedaba abierto para los persas, la flota griega se retiró de Artemisio
y la cuestión era qué harían a continuación los atenienses. No podían tener la
esperanza de defender el Ática ahora que los espartanos se habían quedado en el
Peloponeso, y parecía que sólo tenían tres opciones posibles: rendirse a los
persas; coger a toda su gente y bienes muebles, subir a los trirremes y huir
para fundar una nueva ciudad en algún sitio al oeste; o plantear una
resistencia final en las fronteras del Ática y morir luchando. No eligieron
ninguna de las tres: decidieron mantener su alianza con los espartanos, evacuar
a su gente del Ática a las islas de Salamina y Egina y al Peloponeso
—abandonando su patria vacía a la ocupación persa— y luchar con sus barcos al
lado de los espartanos. De esta forma protegieron el Peloponeso de una invasión
anfibia de los persas, aunque los espartanos habían fracasado en la protección
del Ática de una invasión terrestre, como habían prometido.
Y es muy posible que la honda impresión que produjo la resistencia heroica
y suicida de Leónidas y sus 300 ayudase a que los atenienses se decidiesen por
adoptar este curso de acción. En cualquier caso, dirigidos por Temístocles, los
atenienses tripularon sus 200 trirremes y con los poco más o menos 180 barcos
del resto de los griegos, se enfrentaron a la flota persa en las estrechas aguas
entre la isla de Salamina y la costa del Ática. Jerjes y su ejército, que
habían ocupado y saqueado las desiertas Ática y Atenas, fueron testigos de la
batalla desde la orilla, y presenciaron el triunfo de la nueva flota ateniense.
Porque la flota griega, encabezada por los atenienses y por los eginos,
inflingieron una derrota decisiva a los persas, y con ello salvaron el
Peloponeso.
Reflexionando sobre estos acontecimientos una generación más tarde,
Herodoto insiste en que, aunque sabe que en su época esta visión podría ser
impopular, aun así debía concluir que fueron sobre todo los atenienses los que
salvaron Grecia, y no los espartanos. Porque si no hubiera existido la flota
ateniense, o si los atenienses se hubieran negado a seguir luchando después de
las Termopilas, la estrategia espartana de centrar la resistencia en el Istmo
habría fracasado: fuerzas persas desembarcadas en el Peloponeso habrían rodeado
la posición espartana; y aunque nadie dudaba de que los espartanos habrían
luchado con nobleza hasta el final, no parece probable que hubieran ganado bajo
dichas circunstancias. Su opinión parece correcta. Los atenienses fueron
cruciales para el éxito griego. Después de la derrota en Salamina, Jerjes
regresó a Asia con parte del ejército, dejando a Mardonio con la ardua tarea de
«terminar» la conquista de Grecia. Mardonio se retiró a los cuarteles de
invierno en Tesalia y envió embajadores a Atenas, invitando a los atenienses a
que cambiasen de bando, bajo la promesa de que recibirían un trato favorable si
lo hacían. Alarmados, los espartanos también enviaron embajadores exigiendo a
los atenienses que permanecieran fieles a su alianza, y prometiendo que
realmente abandonarían el Peloponeso y lucharían junto a los atenienses en la
Grecia central, si los atenienses se mantenían firmes. Los atenienses lo
hicieron. Pero en la primavera, cuando Mardonio emprendió la marcha hacia el
sur, ningún ejército espartano atravesó el Istmo, y una vez más los atenienses
tuvieron que evacuar sus tierras y contemplar cómo eran ocupadas y devastadas
por los persas. Enviaron una embajada a Esparta para quejarse ante los
espartanos, y les amenazaron con que si los espartanos no hacían honor a su
promesa de luchar fuera del Peloponeso, los atenienses, por su parte, abandonarían
la lucha y partirían hacia Siris, en el sur de Italia, para fundar una nueva
ciudad para vivir.
Finalmente, esta amenaza consiguió que los espartanos entraran en acción:
sabían que su posición era desesperada sin los atenienses, de manera que al
final enviaron un ejército —5.000 espartiatas, 5.000 periokoi y alrededor de 15.000 aliados del resto del Peloponeso—
que atravesó el Istmo y penetró en el sur de Boecia, donde se unieron a un
ejército de 8.000 hoplitas atenienses en Platea. La batalla final de la
invasión persa se libró allí, con el espartiata Pausanias, sobrino de Leónidas
y regente en nombre del hijo menor de Leónidas, al mando. Platea fue la batalla
de los espartanos. Aunque parece que Pausanias convirtió la táctica en un caos,
a juzgar por el relato de Herodoto, cuando se trató de atacar, la falange
espartana cargó contra la fuerza de élite de los persas comandada por el propio
Mardonio y la expulsó del campo de batalla, derrotada y en desbandada. Mardonio
murió en la lucha, el campamento persa fue capturado y la victoria griega fue
completa. Los persas nunca más volvieron a representar un amenaza creíble
contra la libertad griega, y como fueron los hoplitas espartanos los que
ganaron la batalla final, fueron los espartanos los que se llevaron el mérito,
inmerecido en su conjunto, de haber salvado la libertad griega.
Esta derrota del poderoso Imperio persa inyectó en los griegos una dosis
enorme de optimismo, en especial, por supuesto, en los atenienses. La victoria
fue tan inesperada y aun así tan completa, que durante un par de generaciones
pareció que todo era posible, siempre que se intentase. Para centrarnos primero
en la historia militar, los atenienses dirigieron de inmediato un contraataque
griego contra los persas. En principio este contraataque debía estar dirigido
por los espartanos, pero estos mostraron con rapidez que no tenían ningún
interés: serían necesarias operaciones muy amplias en el lado oriental del
Egeo. Ya en 479, en el momento de la campaña de Platea, una flota griega formada
en su mayor parte por barcos atenienses pero bajo mando del rey espartano
Leotiques, había cruzado el Egeo en persecución de la derrotada flota persa.
Encontraron los restos de la ilota persa en el cabo Micale en la costa de Asia
Menor, cerca de Samos, y le infligieron otra derrota decisiva. Entonces
Leotiques decidió que ya había bastante y regresó a la Grecia continental; pero
los barcos atenienses, bajo el mando de Jantipo, navegaron hasta el Helesponto
para asegurarse de la destrucción de los puentes de Jerjes. Al descubrir que el
puente ya no existía, asediaron la ciudad de Sestos en el lado europeo y la
capturaron, matando a la guarnición persa y llevándose como botín los cables de
papiro del antiguo puente. Este fue el primer paso en una década de ofensiva
ateniense en contra de los restos del poder persa en el Egeo. El objetivo
confesado era liberar a todos los griegos del control persa y castigar a los
persas por los «daños infligidos a los griegos»; pero más que nada implicó la
creación de un sistema de alianza que abarcase todo el Egeo y que convirtiese a
los atenienses en una gran potencia en los asuntos griegos para rivalizar con
los espartanos y su «Liga del Peloponeso».
El sistema de alianza ateniense surgido de la invasión persa se conoce
habitualmente como «Liga de Délos» porque su sede, durante algún tiempo, estuvo
en el islote sagrado de Délos en las Cicladas. Los atenienses fueron desde el
principio los líderes reconocidos de la alianza: proporcionaban los comandantes
para todas las acciones militares aliadas, proporcionaban a los tesoreros de
los fondos de la alianza, fue el estadista ateniense Arístides «el Justo» quien
estableció la contribución adecuada de los aliados iniciales para financiar las
empresas conjuntas, y el estado ateniense fijaba las políticas de la alianza.
Los aliados se dividían efectivamente en dos grupos: un grupo pequeño de
aliados poderosos que mantenían una independencia considerable y contribuían
con fuerzas militares y navales a las acciones conjuntas; y un grupo mucho más
grande de aliados pequeños que realizaban una contribución anual en dinero para
financiar las actividades de la alianza, bajo el buen entendimiento que los
atenienses utilizarían dichos fondos para pagar los barcos y los hombres que
libraban las batallas de la alianza. De esta forma, en efecto, los aliados de
Atenas financiaron un crecimiento enorme de las fuerzas armadas atenienses, en
especial de su flota que creció por encima de los 400 navíos en servicio. Desde
el principio los atenienses empezaron a tratar a los aliados más pequeños como
subordinados, y al final Atenas se empezó a ver como una «ciudad tiránica».
Pero, dirigidos sobre todo por Cimón, el hijo de Milcíades, los atenienses
utilizaron realmente su poder y el de sus aliados para expulsar a la potencia
persa de la región del Egeo. Primero se eliminaron las guarniciones persas del
Egeo septentrional y del Helesponto; todas las ciudades jonias fueron liberadas
e incorporadas a la alianza; y un gran contraataque persa para—al menos—
recuperar el control de Jonia fue derrotado en una batalla doble, por mar y por
tierra, en la desembocadura del río Eurimedonte en Panfilia, alrededor de 468.
El apoyo ateniense a una rebelión egipcia contra los persas en la década de
450 acabó en un desastre cuando el comandante persa Megabizo reconquistó Egipto
y destruyó una fuerza ateniense que ayudaba a los egipcios. Pero un nuevo
intento persa de regresar al Egeo fue definitivamente derrotado por los
atenienses en una gran victoria doble, por mar y por tierra, en la Salamina
chipriota poco antes de 450. Los persas reconocieron que no tenían el tipo
adecuado de fuerzas para enfrentarse con éxito a los griegos por mar o por
tierra, mientras que los ateniense, envueltos desde 460 en hostilidades con los
espartanos y sus aliados, estaban dispuestos a llegar a un acuerdo. Las
negociaciones llevadas a cabo por parte ateniense por un adinerado dirigente
político llamado Calias —un aliado del estadista de Atenas más importante de
esta época, Pericles— condujo a un acuerdo de paz entre los atenienses y los
persas, la llamada «Paz de Calias» de alrededor de 447, llamada así por el
negociador ateniense.
Con esta paz los atenienses aceptaban no seguir molestando a los persas ni
a ayudar a la rebelión de los súbditos persas, y los persas, por su parte,
acordaban permanecer totalmente alejados del mar Egeo y a no aproximarse a un
día de viaje a caballo de la costa occidental de Anatolia, lo que implicaba la
cesión del control de las ciudades jonias. Al mismo tiempo, en 446, después de
cerca de quince años de hostilidades, los atenienses y los espartanos acordaron
la paz, la «Paz de los Treinta Años», llamada así porque ésa se esperaba que
fuera su duración, por ella los espartanos —a cambio de la paz— aceptaban básicamente
el sistema de alianza ateniense y reconocían a los atenienses como sus iguales.
Desde el punto de vista militar, los quince años siguiente representaron el
punto culminante del poder y del prestigio de Atenas, y esos años —que están
especialmente asociados al liderazgo del gran estadista Pericles— representan
también el cénit de la prosperidad material y de los logros culturales
atenienses.
La democracia fundada por Clístenes y los atenienses de su época, y
defendida de forma tan efectiva en las batallas contra Tebas y Calcis, y en la
llanura de Maratón, había prosperado. Llenos de confianza a causa de estos
éxitos, y también gracias a las grandes victorias de Salamina y del
Eurimedonte, los atenienses creían completamente en su derecho y habilidad para
gobernarse a sí mismos a través de la toma de decisiones y acciones colectivas,
y extendieron esta idea en una serie de reformas aprobadas a finales de la
década de 460, a propuesta de un dirigente llamado Efialtes. Estas reformas
arrebataron al Consejo del Areópago de clase alta los pocos poderes que le
quedaban, en especial el poder de examinar a los candidatos para los cargos
públicos para decidir su elegibilidad y su idoneidad (dokimasia), y la revisión de la conducta y las cuentas de todos
los magistrados y funcionarios después de su año en el cargo para comprobar
cualquier mala gestión (euthyne).
Estas responsabilidades se pasaron directamente al pueblo, que actuaba a través
de los tribunales públicos de justicia, formados por jurados de entre 200 a 500
ciudadanos elegidos a partir de un grupo anual de 6.000 ciudadanos dispuestos y
elegibles para este servicio. Y una ley presentado por Pericles unos pocos años
después, en la década de 450 garantizaba, una paga diaria de 3 óbolos
(suficientemente para alimentarse él mismo y su familia) a cada hombre que
servía como jurado, animando incluso a los ciudadanos atenienses más pobres
para que se presentasen como elegibles para el servicio de jurado.
Además, los arcontes perdieron el poder que les quedaba para actuar como
jueces. En su lugar, debían ver los pasos preliminares de todos los casos
judiciales —recibir acusaciones, reunirse con el demandante y el defensor para
asegurase que realmente existía un caso y determinar el procedimiento, y otras
gestiones por el estilo— mientras que juzgar y fallar los casos se convirtió en
responsabilidad de los tribunales públicos de justicia, es decir, de los
jurados de ciudadanos ordinarios, con los arcontes con la única función de
presidirlos.
El puerto de Atenas, el Pireo, se había convertido en el puerto más
importante del mundo griego, de manera que la mayor parte del comercio del Egeo
y del Mediterráneo oriental pasaba por él. A los escritores atenienses, como el
poeta cómico Aristófanes, por ejemplo, les gustaba presumir de la inmensa
variedad de bienes que llegaban al Pireo, queriendo decir que todos los
productos «del mundo» estaban a disposición de los atenienses. En consecuencia,
la economía ateniense vivió un crecimiento espectacular, y miles de griegos procedentes
de todo el mundo griego llegaron a Atenas para participar de este crecimiento
económico, registrándose como residentes permanentes extranjeros (metoikoi) y pagando una tasa mensual
por el privilegio de vivir en Atenas y crear allí un negocio. Estos metecos,
como se les llamaba habitualmente, eran artesanos y hombres de negocios: como
no se les permitía ser propietarios de tierras o casas en el Ática, gestionaban
empresas comerciales, talleres artesanales y manufacturas.
En el punto culminante de la prosperidad ateniense, había más de 10.000
metecos viviendo en el Ática, pagando impuestos al estado ateniense, alquilando
sus viviendas a los ciudadanos atenienses, e impulsando la economía de Atenas
con sus actividades productivas. Como todos los bienes que entraban y salían
del Pireo estaban sujetos a tasas de importación y exportación; como todo barco
que utilizaba el puerto pagaba las tasas portuarias; como todo producto
comprado o vendido, y todo propietario de un puesto en la plaza del mercado (agora) pagaba una tasa del mercado,
todas estas actividades económicas proporcionaron unos ingresos enormes al
estado ateniense. Éstos se añadían a los ingresos procedentes de las minas de
plata del Laurión en el Ática meridional, y a la contribución anual de los
aliados, que representaban más de 360 talentos al año (una suma muy grande).
Próspero, poderoso y democrático, un lugar en el que la libertad de
pensamiento y de palabra se había convertido en una forma de vida, Atenas era
la meca de intelectuales, artistas y escritores de todo tipo, que acudían de
todo el mundo griego para intercambiar ideas y buscar oportunidades. Una fuente
de oportunidades fue el famoso programa de construcción que emprendieron los
atenienses persuadidos por Pericles. Como el estado más poderoso y desarrollado
en Grecia, Atenas debía tener edificios públicos y monumentos en consonancia
con su posición, argumentó; y a lo largo de la década de 440 y de los decenios
siguientes, se emprendieron una serie de grandes proyectos de construcción que
emplearon a arquitectos, escultores, artistas, canteros y obreros de todo tipo.
La joya de este programa de construcción, y desde entonces uno de los edificios
más famosos del mundo, fue el Partenón, el templo de Atenea la Virgen (Parthenos). Los arquitectos de este
edificio fueron Ictino y Calícrates, que aplicaron a su diseño los últimos
adelantos de la ingeniería y de la ciencia óptica, incorporando una amplia
variedad de refinamientos precisos en la delicada curvatura de la base, de las
columnas y del frontón del edificio, con el objetivo de obtener una
construcción visualmente perfecta. Ictino escribió un libro describiendo los
refinamientos en el diseño que provocaban este efecto de perfección visual, que
conocemos a través de su utilización por parte del escritor arquitectónico
romano Vitruvio.
Gracias a la obra de Vitruvio, y a la impresión que ofrece el propio
edificio, el Partenón ha sido una de las obras más elogiadas de la arquitectura
en la historia occidental. Sin embargo, muchos otros edificios impresionantes
se construyeron en esta época: el Erecteion y los Propileos (patio de acceso)
en la Acrópolis; el gran teatro de Dionisio en la ladera meridional de la
Acrópolis; el Odeón (sala de conciertos) de Pericles; las murallas fortificadas
de Atenas y del Pireo; y de alguna forma lo más impresionante de todo, las tres
«murallas largas» que conectaban Atenas con el Pireo y con Falero, convirtiendo
la ciudad y su puerto en una especie de isla fortificada. Estas largas
murallas, construidas tan anchas que sobre ellas se extendían calzadas en las
que los carros podían cruzarse sin dificultad, significaban que un ejército
sitiador nunca podría rendir por hambre a los atenienses mientras la flota
ateniense controlase el mar y permitiese que las importaciones fluyesen al
Pireo.
Pero quizá el producto cultural más importante y característico de Atenas
en esta época fue la invención del drama. El drama trágico y cómico, cuyas
raíces se hundían en las canciones corales y la danza del siglo VI, están
inextricablemente entrelazados con la democracia ateniense. La épica homérica
se compuso para audiencias aristocráticas, para entretener a los invitados a
las fiestas aristocráticas. Las canciones de la Grecia arcaica estaban
compuestas para y eran cantadas en fiestas de diversa naturaleza: en su mayor
parte fiestas organizadas y atendidas por los más acomodados, pero también para
fiestas más «públicas» como las bodas y las victorias atléticas. Los cantos
corales eran una parte importante de los festivales públicos en honor de los
dioses, donde los participantes que formaban la audiencia eran más numerosos, y
por eso estos cantos corales se pueden considerar que tienen un espíritu más
«popular». Pero el drama fue el primer entretenimiento cultural verdaderamente
«popular».
El drama nació en el contexto de los festivales en honor del dios Dioniso
en Atenas, y desde el principio las representaciones en las que los actores
encarnaban los papeles de personajes de las historias que se explicaban atrajo
grandes audiencias de ciudadanos, que se sentaban en theatra (literalmente «espacios para ver»; teatros, como los
llamamos en la actualidad) especialmente diseñados para ello. Las obras de los
grandes dramaturgos trágicos de la Atenas del siglo V —Esquilo, Sófocles,
Eurípides— se siguen leyendo y representando como clásicos del género
dramático; y las comedias del siglo V de Aristófanes y del siglo IV de Menandro
también reciben un reconocimiento similar. Estos dramaturgos eran considerados
maestros nacionales por los atenienses, comentando y haciendo que los
ciudadanos reflexionasen sobre ideas y políticas, preocupaciones y debilidades
de la vida política, social, cultural, religiosa y militar de la ciudad.
Otra invención de este período fue la historiografía analítica. El primer
historiador que analizó racionalmente los acontecimientos y que produjo una
narración histórica elaborada que no era sólo una simple enumeración de
acontecimientos, sino que penetraba hasta el trasfondo social y cultural que
hacía que los pueblos fueran lo que eran y que condicionaba su toma de
decisiones, e intentó comprender no sólo qué
ocurrió, sino porqué lo hizo, fue,
por supuesto, Herodoto. Procedía de la ciudad de Halicarnaso en la costa
occidental de Asia Menor, pero pasó muchos años en Atenas, trabajando en su
historia, y al final se unió a la colonia que los atenienses enviaron a Turios
en el sur de Italia, donde murió y fue enterrado. La inspiración y el objetivo
de Herodoto era contar y explicar el gran conflicto entre los persas y los
griegos, y en especial, por supuesto, porqué en contra de todas las
probabilidades, los griegos llegaron a ganar y a preservar su libertad. Una
generación después de Herodoto, el ateniense Tucídides siguió su ejemplo al
escribir sobre la gran guerra entre los atenienses y los espartanos, y sus
aliados respectivos: la llamada guerra del Peloponeso. Tucídides era un
racionalista aún más cuidadoso en sus métodos de lo que había sido Herodoto, y
se preocupó especialmente en ilustrar las lecciones atemporales sobre la
naturaleza de la política y la guerra, lo que ha provocado que se le vea como
el «padre de la ciencia política», de la misma forma que Herodoto se considera
el «padre de la historia».
La filosofía es otra disciplina en la que fueron fundamentales las
contribuciones de los griegos clásicos de los siglo V y IV. Los primeros
racionalistas jonios como Tales y Anaximandro habían iniciado la investigación
racional al analizar el mundo físico, y pensadores como Jenófanes y Heráclito
habían orientado el análisis racional hacia áreas que tenían una relación más
directa con las preocupaciones humanas, como la religión, la ontología y la
epistemología. Ambas vías de la investigación racional prosiguieron en el siglo
V. Investigadores científicos como Anaxágoras de Clazomene, un amigo íntimo del
estadista ateniense Pericles, y Demócrito de Abdera, que estableció la teoría
atomista, realizaron progresos enormes en la comprensión de la realidad física.
Sin embargo, resulta mucho más importante el llamado movimiento sofista, que se
concentró en temas como la epistemología, la comunicación y el significado, la
ética y la política, iniciando una reevaluación fundamental de la naturaleza de
la compresión y la sociabilidad humanas. Aceptando el enfoque racionalista de
los antiguos jonios y el relativismo de Heráclito, filósofos como Protágoras,
Gorgias, Pródico y Sócrates criticaron las ideas recibidas sobre el
conocimiento, el lenguaje, la virtud, la moralidad, la justicia y la piedad.
Aunque contemporáneos conservadores, como el dramaturgo cómico Aristófanes en
su obra Las nubes, los criticaron por
socavar los valores tradicionales sin ofrecer nada a cambio más que
escepticismo e interés personal, de hecho los sofistas desbrozaron el camino
para los grandes filósofos del siglo IV —Platón y Aristóteles— al mostrar las
debilidades de las ideas aceptadas sobre moralidad, conocimiento y virtud, y
estableciendo el método para crear teorías filosóficamente correctas en estas
áreas. Y su impacto sobre la cultura griega, en un sentido amplio, de su época
—en figuras como el historiador Tucídides, el trágico Eurípides, o el orador
Isócrates— fue profundo. En esencia, toda la carrera filosófica de Platón fue
una respuesta extensa a, y un compromiso crítico con, el movimiento sofista,
del cual su maestro Sócrates había sido una de las figuras clave, aunque Platón
pretendía que no lo era.
A través de Gorgias, cuyo interés en el significado y la comunicación le
habían llevado a desarrollar las primeras reglas para argumentar de forma
efectiva y la ordenación persuasiva de las ideas que condujo al arte de la
retórica, los grandes oradores áticos del siglo IV —Isócrates, Lisias, Iseo,
Esquines, Hiperides, Licurgo, Demades y, sobre todos ellos, Demóstenes— estaban
directamente en deuda con el movimiento sofista. Y estos oradores áticos, y en
especial Isócrates a través de su escuela de retórica, que sentó las bases del
modelo de educación superior griego, tuvieron un impacto enorme en el mundo
greco-romano, y después del Renacimiento, en la teoría literaria y en los
principios estilísticos de Europa occidental. Por debajo de todo esto se
encontraba una idea de perfección que impregnaba la crítica sofista de los
valores e ideas tradicionales. E
Esta misma idea de perfección resultó importante para el arte griego cuando
escultores como los atenienses Mirón y Fidias, pero sobre todo Polícleto,
Praxíteles y Lisipo, intentaron expresar el ideal de la forma humana. El kanon de Polícleto, su conjunto de
reglas y relaciones espaciales que establecían una teoría racional para la
forma masculina perfecta, queda encarnado en su estatua del doryphoros (portador de lanza) de las
que han sobrevivido numerosas copias romanas. Praxíteles intentó una
ilustración de la forma femenina ideal en su Afrodita de Cnido, que fue famosa
en todo el mundo antiguo. Y por supuesto la persecución de la perfección visual
en la arquitectura que intentaron Ictino y Calícrates con el Partenón, y que se
explicaba y justificaba racionalmente en el libro de Ictino, como hemos visto
con anterioridad.
Al leer toda esta presentación esencialmente positiva de la historia y la
cultura griegas y atenienses de los siglos V y posteriores, el lector se puede
estar preguntado qué tiene todo esto que ver con la batalla de Maratón, y por
qué no se está teniendo en cuenta el lado más oscuro de la sociedad y la
cultura griegas. Porque desde luego que existía un lado oscuro: esclavitud,
opresión de las mujeres, infanticidio, imperialismo descarnado, etc. Sin
embargo, el objetivo de este libro es mostrar lo que se habría perdido si los
atenienses hubieran sido derrotados y conquistados en Maratón: de ahí el
énfasis en los logros positivos de los atenienses y los otros griegos después
de Maratón. Y que todas estas cosas se habrían perdido, que un resultado
diferente en Maratón realmente habría cambiado de raíz la cultura clásica
griega, se puede demostrar —de eso estoy convencido— más allá de cualquier duda
razonable. Por regla general los historiadores son muy reticentes a especular
sobre «qué habría podido ocurrir» si sólo una acción o 1111 acontecimiento
hubiera tenido un resultado diferente o no hubiera tenido lugar, y por buenas
razones: como norma general, no podemos estar totalmente seguros de todo lo que
se habría podido derivar de un resultado alternativo. Sin embargo, en el caso
de Maratón, sabemos con casi total seguridad lo que los persas habrían hecho
con los atenienses si hubieran ganado; y también sabemos que lo que planeaban
los persas lo habría cambiado todo.
Y SI HUBIERAN GANADO LOS PERSAS
Cuando
los persas capturaron y saquearon la ciudad de Mileto en 494, reunieron a todos
los milesios que habían sobrevivido al saqueo y los condujeron a Susa para que
los juzgase el rey Darío. El rey decidió ser misericordioso: los milesios
supervivientes fueron asentados pacíficamente cerca del golfo Pérsico. Por
supuesto, los descendientes de estos milesios no jugaron ningún papel en la
historia y la cultura griegas. La propia ciudad de Mileto fue muy pronto
ocupada con nuevos pobladores, pero ya no fue más que una sombra de lo que
había sido, y sus habitantes no realizaron tan grandes contribuciones a la
cultura griega como los milesios del siglo VI.
Hacia poco más o menos el año 510 la ciudad de Barca en la Cirenaica (la
Libia moderna) fue capturada y, como castigo, su población también fue
deportada para someterse al juicio de Darío. Además, lo que tiene mayor
importancia, el objetivo de la expedición de 490 no era únicamente establecer
una base en la Grecia central desde la que someter al resto de los griegos,
sino que era específicamente castigar a eretrios y atenienses. Después de la
captura y el saqueo de Eretria, la población superviviente de la ciudad fue
embarcada y conducida hasta Susa para enfrentarse al juicio de Darío: su destino
fue, como el de los milesios, su asentamiento en Irán. Y de nuevo, allí los
descendientes de los eretrios se perdieron para la historia y la cultura
griegas; y la Eretria reocupada de la época clásica fue sólo una sombra de lo
que había sido. Si los persas hubieran vencido en Maratón y hubieran capturado
Atenas, realmente no hay ninguna duda de cuál habría sido el destino de los
atenienses: habrían sido capturados —se entiende que los supervivientes— y
conducidos a Susa, junto con los eretrios supervivientes, y habrían
desaparecido en sus nuevos asentamientos cerca del golfo Pérsico.
Se puede objetar que los persas habían traído consigo al Ática a Hipias y
tenían planeado restaurarlo como tirano de Atenas. Aunque no creo que podamos
estar seguros de ello, porque esta pretensión pudo ser un invento de los
descendientes de Hipias, es posible que lo hubieran hecho si hubieran obtenido
la victoria. Pero de lo que podemos estar seguros es que, si Hipias se hubiera
instalado de nuevo como tirano de Atenas bajo los persas, habría gobernado
sobre una Atenas tristemente en ruinas, sobre una Atenas poblada con los que
hubieran quedado, los más pobres y los campesinos del Ática, y por nuevos
colonizadores. El destino de los atenienses propiamente dichos está claro que
habría sido el mismo que el de los eretrios y los milesios. Y los efectos de la
destrucción de Atenas y de la deportación de sus habitantes habrían sido
enormes.
Para empezar, la democracia ateniense habría desaparecido, sólo quince años
después de su invención, y sería conocida por la historia, si es que entraba en
ella, sólo como un experimento breve y fallido. Lo que esto habría supuesto
para la historia posterior de la teoría democrática y del sistema de gobierno
democrático sólo se puede suponer; pero resulta obvio que sin su modelo de
mayor éxito, la historia de la democracia en la Grecia antigua sería muy
diferente y posiblemente mucho más pobre; y el concepto de democracia como un
sistema de gobierno viable, es más, todo el vocabulario de la política
democrática, sería radicalmente diferente. Se puede dudar muy seriamente que
los europeos y los americanos vivieran en la actualidad bajo sistemas de
gobierno que se llamasen democracias.
Una Atenas capturada bajo control persa habría tenido un gran impacto sobre
el resto de Grecia. Como las comunidades de la Grecia central y septentrional,
al norte del Ática, habían ofrecido en su mayoría agua y tierra, las prendas de
sumisión, a Darío en 491; y como esas mismas regiones se sometieron al control
persa sin luchar en 480, podemos afirmar con toda confianza que una victoria
persa en Maratón habría asegurado el control persa de toda Grecia hasta el
Istmo de Corinto. Sólo el Peloponeso, bajo el liderazgo espartano, habría
permanecido libre.
¿Los espartanos habrían sido capaces de resistir contra los persas bajo
estas circunstancias? Herodoto creía que no, y por muy buenas razones. La
estrategia espartana consistía en fortificar los estrechos del Istmo de
Corinto, y detener allí al ejército persa.
Y hasta ese punto podrían haber triunfado. Pero los estados peloponesios no
disponían de una flota significativa: la flota ateniense de 200 trirremes que
combatió en Salamina no habría llegado a existir. Sólo los corintios tenían un
número significativo de trirremes, pero incluso ellos no podrían haber
movilizado a más de un centenar. Todo el resto de los peloponesios no podrían
haber reunido ni un centenar de barcos. Es decir, los peloponesios no tenían
una flota lo suficientemente grande para evitar que los persas desembarcasen
tropas en el Peloponeso siempre que quisieran hacerlo; y en Argos, el rival
enconado de Esparta, existía una zona de desembarco segura para los persas. En
consecuencia, las fuerzas persas podrían haber atacado a los espartanos y a sus
aliados en el Istmo desde ambos lados, y resulta bastante difícil ver cómo el
resultado podría haber sido diferente a una victoria para los persas. En otras
palabras, el resultado casi seguro de una victoria persa en Maratón habría sido
una conquista completa y un sometimiento total de Grecia por los persas; y una
Grecia en el siglo V como provincia persa, sin la gran ciudad-estado de Atenas,
habría producido una cultura griega del siglo V muy diferente.
¿Podemos imaginar incluso una cultura clásica griega bajo dominio persa?
Debemos tener presente que ninguna de las figuras seminales atenienses que
jugaron un papel tan importante en la vida intelectual y cultural de los siglos
V y IV habría estado allí. Esquilo, por ejemplo, es muy posible que hubiera
muerto luchando en la batalla perdida de Maratón; o si hubiera sobrevivido,
habría sido capturado y deportado a Susa con el resto de los atenienses. No
habría escrito ninguna de sus grandes obras. Sófocles habría vivido una
existencia oscura cerca del golfo Pérsico, al igual que Eurípides, si es que
hubieran llegado a nacer. En consecuencia, la tragedia atenienses habría sido
cortada de raíz en su infancia, como la democracia: sólo unas pocas obras de
Frínico (ninguna de las cuales ha sobrevivido hasta la actualidad) habrían dado
testimonio de lo que podría haber sido la tragedia ateniense. ¿Es posible que
otros griegos, quizá en Siracusa, en Sicilia, por ejemplo, hubieran podido
desarrollar el drama trágico? No lo podemos afirmar. Pero sí podemos decir que
si la tragedia se hubiera llegado a desarrollar, habría sido radicalmente
diferente a la tragedia que conocemos. Lo más probable es que nunca hubiera
llegado a existir el drama trágico griego.
Como los grandes trágicos, los dramaturgos cómicos de Atenas nunca habrían
llegado a escribir sus obras. Las obras de los pioneros Cratino y Eupolis, y
las obras del gran Aristófanes que han sobrevivido (once de ellas), no habrían
sido escritas, porque sus autores, si es que estaban vivos, habrían vivido en
la oscuridad de algún lugar en Irán. Y sin los grandes pioneros de la comedia
ática, también resulta difícil imaginar la comedia nueva de Menandro a finales
del siglo IV. Con la pérdida del drama ático, la cultura moderna se vería
enormemente empobrecida, y no sólo por no disponer de esas obras. Marlowe,
Shakespeare, Ben fonson, Racine, Corneille, Moliere, Goethe, Ionesco, Miller,
Williams, O’Neill: la lista de los grandes escritores occidentales cuyas obras
y géneros están inspirados y dependen del drama ateniense es muy larga. De
hecho, cada vez que vamos a ver una película, o nos sentamos a ver un drama
televisivo, o una comedia de situación, o una comedia del estilo de Monty
Python o Saturday Night IJve,
contraemos una deuda por este entretenimiento directamente con los antiguos
dramaturgos atenienses que fueron la fuente y la inspiración de la tradición
dramática en la cultura occidental. ¿Serían diferentes nuestras vidas si estos
dramaturgos atenienses no hubieran escrito nada? ¡Desde luego!
Para los historiadores una pérdida especialmente importante habría sido la
obra de Tucídides. No se habría librado la guerra del Peloponeso sobre la que
pudiera escribir, y en cualquier caso habría pasado su vida, si es que
aceptamos que hubiera llegado a vivir, en Irán junto con el resto de los
antiguos atenienses. Por supuesto se puede sugerir que al menos Herodoto, que
no era ateniense, no se habría visto afectado: seguiríamos teniendo su
historia, y la idea de una narración histórica analítica habría estado allí.
Pero ¿de verdad sería así? La inspiración de Herodoto era narrar y explicar la
historia de cómo los griegos, pocos y pobres como eran, hablando de una forma
relativa, consiguieron resistir y derrotar al poderoso Imperio persa. ¿Se
habría sentido inspirado para escribir si los griegos hubieran sido fácilmente
conquistados por los persas, lo que habría sido el resultado más probable de
una victoria persa en Maratón? No parece demasiado probable. De todas formas es
posible que hubiera aparecido algún tipo de narrativa histórica; pero de nuevo,
habría sido muy diferente de la que tenemos al faltar como inspiración las
grandes historias de Herodoto y Tucídides.
En cuanto a la filosofía, tendríamos que intentar imaginar la historia de
la filosofía sin Sócrates y Platón. Es más, nuestra pérdida no se detendría con
estos dos atenienses: ¿qué tipo de filosofía habría llegado a producir
Aristóteles, si es que lo hubiera hecho, sin ninguna Atenas a la que acudir,
sin academia en la que estudiar, sin un Platón que le enseñase y estimulase su
mente? Algunas veces se ha dicho que toda la filosofía no es más que una
respuesta extensa y una crítica a Platón y Aristóteles: sin Platón y
Aristóteles para proporcionar las categorías, los métodos y la inspiración,
¿habría existido en absoluto una filosofía occidental? En cualquier caso, la
filosofía occidental sería radicalmente diferente de la que conocemos. Quizá
valga la pena señalar, puesto que antes me he referido al lado oscuro de la
historia griega, que Platón fue el primer gran líder intelectual en la historia
humana en defender el tratamiento igualitario de la mujer desde el punto de
vista social y político. Nadie tomó en serio sus ideas durante siglos; pero
cuando surgió el feminismo en la Europa de finales del siglo XVIII, la
autoridad de Platón, tan admirado por los pensadores «ilustrados», no se pudo
soslayar fácilmente por parte de los oponentes al feminismo.
La teoría de la comunicación y la retórica —el arte de la comunicación
efectiva— fueron desarrolladas inicialmente por no atenienses como Protágoras
de Abdera, Pródico de Ceos y Gorgias de Leontino. Sin embargo, vale la pena
señalar que todos ellos viajaron a Atenas y pasaron buena parte de su tiempo en
Atenas, discutiendo y debatiendo entre ellos y con Sócrates, y fortaleciendo sus
ideas a través del debate libre y continuado que hacía posible Atenas. Aun así,
sin Atenas resulta claramente posible que podrían haber desarrollado sus ideas,
aunque es probable que de forma algo diferente. Pero sus escritos no han
sobrevivido, porque los grandes maestros y exponentes de la retórica resultaron
ser hombres de las generaciones posteriores, y hombres que eran atenienses:
sobre todo Isócrates, cuya escuela de retórica estableció las bases del sistema
de educación superior y el currículum para toda la Antigüedad, y los grandes
oradores Lisias y Demóstenes. Las ideas y los principios del estilo literario y
la composición que estos hombres profundizaron y encarnaron en sus escritos han
tenido un impacto enorme en toda la literatura occidental. Para citar sólo un
ejemplo notable, resulta difícil imaginar las obras del gran orador y escritor
romano Cicerón, sin las obras de Isócrates y Demóstenes que tomó como modelo.
En el arte y en la arquitectura, para finalizar, no habría existido el
Partenón, ni Ictino, ni Fidias y Mirón, los grandes escultores atenienses del
siglo V: la historia del arte occidental también habría sido muy diferente.
En resumen, podemos ver que, más allá de cualquier duda razonable, el
impacto de una derrota ateniense en Maratón, no sólo en la historia ateniense,
ni sólo en la historia de la Grecia clásica, sino en la historia y en la
cultura de toda la civilización occidental, habría sido enorme: todo sería
diferente. Por supuesto, se puede argumentar que incluso sin la Atenas clásica
y sin las contribuciones de los grandes atenienses, los griegos habrían
conseguido de alguna forma contener a los persas bajo el liderazgo espartano, y
que alguna forma de cultura clásica griega podría haber surgido bajo el
liderazgo y la inspiración de otros griegos. Quizá los griegos de Occidente, de
Sicilia e Italia, habrían jugado un papel más importante. Quizá los siracusanos
o los tarentinos habrían sido los pioneros del desarrollo político e
intelectual, del drama y de la historiografía, de la filosofía y del arte.
Quizá sí. O quizá no: es posible que la cultura griega hubiera entrado en
decadencia y se hubiera diluido bajo el impacto opresor del predominio persa.
La cuestión es que todo lo que hubiera podido ocurrir sería radicalmente diferente
a lo que ocurrió realmente, sin las contribuciones seminales de atenienses como
Temístocles y Pericles, Esquilo, Sófocles y Eurípides, Aristófanes y Menandro,
Tucídides y Sócrates, Platón y Aristóteles, Isócrates y Demóstenes, Ictino y
Fidias, y todos los demás. A pesar de que no esté de moda decirlo, la batalla
de Maratón fue realmente un punto de inflexión decisivo en la civilización
occidental; los 10.000 atenienses que resistieron ese día, en un sentido muy
significativo, realmente «salvaron la civilización occidental».
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