sábado, 23 de diciembre de 2017

Billow Richard.-Maraton:CAPÍTULO 5 LA BATALLA DE MARATÓN

A principios de agosto, los barcos persas realizaron la corta travesía del canal de Eubea desde Eretria hasta la costa ática, y desembarcaron en el extremo septentrional de la amplia bahía de Maratón. El lugar estuvo bien elegido para un desembarco: Atenas estaba al menos a seis o siete horas a pie, y en consecuencia las fuerzas atenienses no se podrían movilizar a tiempo para interferir con el desembarco persa; y la larga península llamada Cinosura (Cola de Perro) protegía a los barcos embarrancados en la playa de los vientos del nordeste habituales en esta época del año (véase mapa 5). Además, la llanura de Maratón era amplia y muy adecuada para el despliegue de la superioridad numérica persa, y en especial ofrecía espacio para las maniobras de la caballería.

Los PERSAS EN MARATÓN: PRELIMINARES

 Instalados en Maratón, los persas podían librar una batalla bajo condiciones favorables, si los atenienses se atrevían a salir y presentar batalla; avanzar sobre Atenas por una carretera adecuada de unos cuarenta y un kilómetros si los atenienses decidían defender las murallas de la ciudad; o, si los atenienses acudían a Maratón pero evitaban la batalla, Atenas quedaría desprotegida ante un ataque anfibio alrededor de la península ática. La elección hecha por Datis y Artafernes del lugar de desembarco estaba muy bien pensada, y ofrecía una serie de ventajas y flexibilidad estratégica que no podía igualar ninguna otra zona de desembarco en el Ática. Hay que reconocerles este mérito, aunque el mérito por la elección del lugar de desembarco habitualmente se le otorga, siguiendo a Herodoto, al anciano ex-tirano de Atenas, Hipias, que acompañaba a los persas como consejero.
El propio Hipias había desembarcado en Maratón con un ejército cerca de sesenta años antes, cuando su padre Pisístrato regresó del exilio y atacó con éxito y ganó el control de Atenas a partir de este lugar de desembarco. Es normal pensar que Hipias recomendaría seguir la misma estrategia que había tenido éxito para su padre, pero la decisión no estaba en sus manos. Herodoto y otras fuentes griegas normalmente sobrevaloran la importancia de diversos exiliados y consejeros griegos en el proceso de toma de decisión persa, siguiendo sin duda lo que esos mismos griegos pretendían que era el peso de su influencia: porque ellos (o en muchos casos sus descendientes) fueron, por supuesto, las fuentes de Herodoto. En realidad, se puede imaginar que el experimentado comandante medo Datis difícilmente iba a necesitar que se le señalasen las ventajas de Maratón como punto de desembarco: necesitaba información pero con toda seguridad podemos atribuirle la decisión a él y a su colega Artafernes.
Hipias era en esos momentos un hombre muy anciano. Como aparentemente ya era un adulto en 558, cuando el matrimonio de su padre con la hija de Megacles se vio arruinado por la negativa de Pisístrato a tener hijos con ella que pudieran rivalizar con los hijos mayores que ya tenía —es decir, Hipias y su hermano Hiparco— debía tener cerca de 90 años en la época de la campaña de Maratón. Quería recuperar su poder en Atenas antes de morir, y que lo enterrasen en su patria. Herodoto informa que en esa época Hipias tuvo un sueño que animaba sus esperanzas. Soñó que estaba durmiendo con su madre, lo que interpretó como que realmente recuperaría Atenas y sería enterrado allí. Pero cuando desembarcó en Maratón sufrió un ataque de estornudos que le arrancó uno de los dientes, que ya estaba suelto a causa de la edad. Buscó durante mucho tiempo el diente pero no lo pudo encontrar, y llegó a la triste conclusión de que sólo ese diente perdido estaba destinado a conseguir una tumba en el suelo del Ática.
La historia es obviamente más simbólica que real, sin duda inventada después de los acontecimientos por los atenienses o por los descendientes de Hipias. En ese momento, las esperanzas de Hipias eran, a pesar de su avanzada edad, bastante realistas. Seguía teniendo parientes y seguidores en Atenas —su primo Hiparco, hijo de Carmo, por ejemplo— que bien podían decidir situar las ventajas personales por delante del patriotismo y traicionar a Atenas a favor de Hipias y los persas, como habían hecho los hombres en Eretria.
Y las fuerzas persas parecían irresistibles. Cuando llegaron las noticias a Atenas, seguramente unas horas después durante el mismo día del desembarco persa, los atenienses enviaron de inmediato un corredor a Esparta con la noticia y pidiendo la ayuda de los espartanos, y mientras tanto debatieron qué hacer ante la amenaza persa. Había dos opciones: traer a Atenas todas las fuerzas disponibles y defender las murallas, mientras esperaban la deseada ayuda espartana; o ir a Maratón con todas las fuerzas disponibles para enfrentarse a los persas en su lugar de desembarco. La primera opción era comprensiblemente popular: parecía la alternativa más segura, y para eso estaban las murallas fortificadas con las que los griegos rodeaban sus ciudades. Pero Milcíades dio un paso al frente como defensor de la estrategia ofensiva. Podía señalar que ninguna ciudad griega había resistido con éxito un asedio persa, y en especial que quedarse detrás de las murallas de la ciudad ofrecía la posibilidad de una traición como la de Eretria. Todos los atenienses sabían que había ciudadanos que no eran necesariamente leales al cien por cien. Además, Milcíades argumentó que, si luchaban con el compromiso adecuado, los hoplitas griegos fuertemente blindados se podían igualar fácilmente a los persas que llevaban una armadura ligera. Su larga experiencia con la forma de hacer la guerra persa le daba credibilidad. Así que al final la sugerencia de Milcíades ganó el debate y los atenienses ordenaron a todos los ciudadanos capaces con la categoría de hoplitas que tomasen las armas y provisiones para muchos días para marchar hacia Maratón.
Mientras tanto, el corredor ateniense Filípides (o en algunas fuentes, Fidípides) estaba de camino a Esparta. En una gesta atlética destacable, recorrió los 225 kilómetros desde Atenas a Esparta, que pasaba por numerosos y escarpados puertos de montaña, en dos días, llegando a Esparta el día después de salir de Atenas. Allí anunció el desembarco persa y pidió la ayuda de los espartanos como le habían ordenado, espoleando a los espartanos para que no permitieran que Grecia perdiese otra de sus ciudades más grandes y antiguas. Sin embargo, la respuesta de los espartanos no fue la que Filípides y los atenienses habían esperado. Las autoridades espartanas expresaron que no era una costumbre espartana marchar a la guerra durante la segunda semana de la luna Carnea (es decir, la segunda luna nueva del año), y que por eso no irían en ayuda de los atenienses hasta que la luna estuviera llena al cabo de seis días; Filípides había llegado a Esparta en el noveno día de la luna, y la luna estaría llena en la noche del decimoquinto día (es decir, el 11 de agosto según el calendario moderno). Hay que admitir que los espartanos eran un pueblo dado a la escrupulosidad religiosa y esta razón para el retraso merece algún respeto. Pero al mismo tiempo, la situación era una emergencia que requería una acción inmediata: al cabo de seis días Atenas ya se podría encontrar en manos persas, como demostraba el ejemplo de Eretria. En realidad, los espartanos siempre habían sido reticentes a comprometer sus fuerzas fuera del Peloponeso, y no parecía que hubieran tenido dificultades para superar los escrúpulos religiosos cuando sus propios intereses vitales estaban en juego. Después de todo, los espartanos estaban arriesgando la existencia de Atenas con su retraso.
Filípides, después de descansar una noche, partió de vuelta a Atenas llevando la noticia de que los atenienses tendrían que aguantar solos durante al menos una semana. Al atravesar el paso de montaña entre Esparta y Tegea, afirmó que había tenido una experiencia sorprendente: se le apareció el dios Pan, anunciando su amistad hacia los atenienses, y recriminándoles que no lo veneraran de forma adecuada. De hecho, después de Maratón, los atenienses establecieron un nuevo culto a Pan en una cueva al pie de la Acrópolis. Naturalmente nos sentimos inclinados a pensar que la visión de Filípides fue una alucinación provocada por el cansancio y por las endorfinas y la adrenalina corriendo a través de su corriente sanguínea, pero para él y para los atenienses la experiencia fue una revelación religiosa muy real. Y los atenienses llegaron a pensar que Pan realmente les había ayudado: atribuyeron la desbandada persa durante la batalla a un ataque de miedo «pánico» provocado por el dios Pan.
Como Filípides había partido hacia Esparta antes de que los atenienses hubieran decidido cuál iba a ser su estrategia, seguramente regresó a Atenas y descubrió que el ejército se encontraba en Maratón. Allí se unió a ellos e informó de las novedades: tendrían que apañárselas solos durante una semana, antes de que se pudiera esperar la ayuda espartana.
El comandante ateniense era el polemarchos (arconte militar) del año, Calimaco de Afidnas, que estaba asistido y aconsejado por los diez generales tribales de la constitución de Clístenes, entre los cuales se encontraba Milcíades y dos jóvenes líderes que se volverían famosos algo más tarde: Temístocles y Arístides «el Justo» (según Plutarco en su Vida de Arístides 5, aunque el papel de Temístocles como general sólo se supone aquí).
Los hoplitas atenienses, sin duda acompañados por miles de infantes ligeros y esclavos, habían tomado posición en las colinas en el extremo meridional de la llanura de Maratón, atravesando dos carreteras que conducían de Maratón a Atenas y cubriendo ambas. Estaban acampados alrededor de un santuario de Heracles, probablemente cerca de la actual capilla de san Demetrio, en una posición fuerte desde la cual podían presentar o evitar la batalla según lo decidiesen. La idea habitual es que marcharon hasta allí como una fuerza unida con cerca de 10.000 hombres, pero eso es poco probable. Sin duda los hippeis, los atenienses ricos que se podían permitir sus propios caballos, llegaron primero, siendo unos centenares. Aunque a veces realizaban la función de caballería, con mayor frecuencia eran infantería montada, dejando de lado a los caballos y ocupando sus puestos en la falange cuando estaba a punto de librarse la batalla. Seguramente aseguraron la posición en las laderas meridionales de la llanura como una fuerza de vanguardia, a la que se unirían unos pocas horas después algunos miles de hoplitas que llegaban desde Atenas. Pero sólo la mitad de los atenienses vivían en realidad en Atenas: el resto vivía en pueblos y aldeas que se extendían por el resto del Ática, y los contingentes que procedían de esas zonas es probable que siguieran llegando al campamento ateniense a lo largo del día siguiente. Una fuerza platea también se unió ese día a los atenienses, después de marchar pandemei (con todas sus fuerzas) para estar al lado de sus amigos atenienses en el momento de necesidad. Debían ser unos 600 hombres bajo el mando de Arimnesto.
Una vez reunida toda la fuerza ateniense, junto con los plateos, debían ser unos diez mil hoplitas, una cifra remarcable para un estado tan pequeño. En esta época Atenas debía tener en total unos 30.000 ciudadanos masculinos adultos, menos de la mitad de los cuales eran lo suficientemente acomodados para equiparse como hoplitas. La movilización de más de nueve mil hoplitas para enfrentarse a los persas representaba, en consecuencia, básicamente un llamamiento general a todos los atenienses en edad militar y categoría de hoplita, cerca de un tercio del total del cuerpo ciudadano. Incluyendo a los millares de infantes ligeros que sin duda acompañaban a los hoplitas, parece bastante probable que más de la mitad de los ciudadanos atenienses saliera al campo de batalla.
Dice mucho del compromiso y el orgullo cívico de los atenienses que tantos estuvieran dispuestos y tuvieran la voluntad de dejar de lado otras preocupaciones en el momento de peligro para su ciudad, y arriesgar sus vidas para protegerla. Esta enorme movilización del potencial humano nacional, a nivel porcentual, prácticamente no tiene ningún paralelismo en la historia de la guerra: sólo la naturaleza fundamentalmente democrática y participativa de las ciudades-estado griegas, y en especial de Atenas, que igualaba la ciudad-estado en todos los aspectos importantes con el cuerpo ciudadano y por eso los ciudadanos sentían que el estado era su estado y su negocio, puede explicar el tipo de movilizaciones masivas que las ciudades-estado griegas eran capaces de realizar de forma habitual, y también la frecuencia con la que los historiadores no lo tienen en cuenta, como si semejantes movilizaciones fueran acontecimientos naturales y normales.
El tamaño del ejército persa es, como hemos visto, imposible de establecer de forma precisa. Nos tenemos que contentar con decir que nuestras fuentes están de acuerdo en que los atenienses estaban significativamente superados en número, y que la ventaja persa en caballería y arqueros era especialmente preocupante. Frente a esta superioridad persa, y esperando los refuerzos espartanos, los atenienses estaban satisfechos con mantener sus posiciones al pie de las estribaciones de la cordillera de Pentele, y jugar a esperar. Talaron árboles y los dispusieron sin desbrozar en las llamadas abattis1. líneas de árboles sin desbrozar con las ramas en dirección hacia el enemigo que forman un obstáculo contra la caballería en ambos flancos, preparando un avance seguro hacia la llanura para la batalla cuando llegasen los refuerzos espartanos.
Los persas también jugaron a esperar: Datis y Artafernes no veían ninguna razón para arriesgarse a un ataque cuesta arriba contra los fuertemente blindados atenienses. Si los atenienses no querían salir a la llanura a luchar, la guerra se podría ganar por otras vías. Probablemente esperaban un movimiento entre algunos de los antiguos seguidores de Hipias para que les entregasen Atenas; y si esto no ocurría, siempre quedaba la opción de dividir sus fuerzas y lanzar un ataque anfibio sobre la ciudad de Atenas mientras los atenienses se encontraban en Maratón. Es muy posible que estuvieran recibiendo información del campamento ateniense, teniendo en cuenta las diferentes visiones entre los atenienses sobre si y cómo luchar, y sabían cuándo, como muy pronto, se podría esperar la llegada de las tropas espartanas. Porque difícilmente puede ser una coincidencia que, tras días de inactividad, Datis y Artafernes realizaran un movimiento decisivo la noche antes de la luna llena, cuando debía finalizar el plazo de retraso de los espartanos. Pero suponiendo que esta información estaba circulando desde el campamento ateniense al persa, de ninguna manera era un tráfico en una sola dirección.
En mitad de la noche del 10 al 11 de agosto según el calendario moderno, el polemarchos ateniense Calimaco fue despertado por un mensajero procedente de los puestos avanzados atenienses. Algunos griegos jonios de las fuerzas persas habían cruzado la tierra de nadie y contactado con los atenienses de guardia para transmitir noticias vitales. Se enviaron mensajeros para despertar a los diez generales tribales, y sin duda al comandante plateo, para convocarlos a una reunión en la tienda de Calimaco, donde serían interrogados los jonios. Estos informaron que los persas estaban muy ocupados embarcando una parte sustancial de su ejército, y lo que era más importante, la mayor parte de la fuerza de caballería, con el objetivo de navegar alrededor del cabo Sunión y en dirección a la bahía de Falero para atacar a la indefensa ciudad de Atenas mientras el ejército ateniense se encontraba ausente en Maratón. Uno puede imaginar el alboroto que provocaron estas noticias entre los comandantes atenienses, y la consecuencia fue un debate acalorado sobre qué hacer, un debate que se centraba en dos posibles cursos de acción.
De inmediato quedó claro que los atenienses no se podían quedar sencillamente ocupando la posición que mantenían en esos momentos y esperar la llegada de los espartanos. Desembarcando en la amplia bahía de Falero, la caballería persa sería capaz de atravesar la llanura ateniense y avanzar por la carretera de Maratón, cogiendo allí al ejército ateniense por la espalda al mismo tiempo que la fuerza principal persa avanzaba para atacar colina arriba desde la llanura de Maratón.
Mientras tanto, la infantería persa que hubiera desembarcado también en Falero podría atacar la ciudad de Atenas, defendida sólo por los más viejos, los más jóvenes y los pobres desarmados. Incluso si la ciudad no era traicionada como ocurrió en Eretria, era totalmente posible que la experimentada infantería persa fuera capaz de irrumpir y capturar la ciudad. En consecuencia, permanecer donde estaban era para los atenienses casi la certidumbre del desastre.
En vistas del gran peligro para la ciudad, con las mujeres y los niños y la mayor parte de las propiedades mueble que tenían allí los atenienses, algunos de los generales argumentaron que la única alternativa posible era abandonar Maratón y regresar a la ciudad, refugiarse tras sus murallas fortificadas y defenderlas contra el ataque persa. Esta era, por supuesto, la política que muchos atenienses habían defendido desde el principio, y es muy comprensible que reviviera en las presentes circunstancias. Pero las mismas objeciones que habían evitado la adopción de esta política desde el principio seguían en pie, sólo que a un nivel incluso mayor. Como líder del grupo que defendía la resistencia en Maratón, Milcíades fue seguramente el portavoz principal al plantear estas objeciones.
Para el ejército ateniense retirarse de su posición en Maratón sería desmoralizador. Muchos de los 9.000 y pico hoplitas atenienses no vivían en la ciudad de Atenas y se verían tentados de desertar de la marcha desde Maratón a Atenas para dirigirse a sus pueblos y aldeas de origen en el Ática, para proteger a sus familias y hogares. Los plateos se verían aún más tentados de dejar a sus aliados atenienses y regresar a casa. Los que seguían en la ciudad y defendían las murallas serían conscientes del fracaso de la estrategia inicial, y la tentación de que alguien colocase los intereses propios y de su familia por encima de los de la comunidad y cerrase un trato con los persas para abrirles las puertas de la ciudad —como, hay que enfatizarlo de nuevo, había ocurrido en Eretria sólo unos pocos días antes— sería muy fuerte. Y además, hay que señalar que el antiguo tirano Hipias, que estaba con el ejército persa, seguía teniendo parientes y antiguos seguidores viviendo en Atenas, y no todos ellos se podían considerar totalmente de confianza por su lealtad a la nueva Atenas post-Clístenes.
Milcíades argumentó que, al mismo tiempo que el movimiento persa representaba una gran amenaza, también ofrecía una oportunidad que los atenienses debían aprovechar como su única esperanza para sobrevivir y seguir libres: una oportunidad de luchar contra los persas en una batalla en la llanura de Maratón bajo condiciones más igualadas de lo que se podría haber esperado. El factor principal que había hecho temer a los atenienses el avance en la llanura abierta de Maratón había sido la gran superioridad numérica persa, especialmente en caballería. Era el riesgo de que la caballería persa flanquease a la falange ateniense y la atacase por detrás al mismo tiempo que la más numerosa infantería persa avanzaba contra ella desde el frente, lo que había mantenido a los atenienses en lo alto de la ladera, ocupando las carreteras hacia Atenas y esperando a que el ejército espartano los reforzase. Ese riesgo se había reducido ahora en buena medida: la mayor parte de la caballería persa estaba en los barcos y no sería posible desembarcarla de nuevo a tiempo para luchar, si los atenienses avanzaban por la llanura a primera hora de la mañana. Incluso cuando los barcos persas hubieran zarpado los atenienses tenían una ventana de oportunidad: los barcos tardarían unas doce horas en realizar el viaje desde Maratón, alrededor del cabo Sunión, hasta la bahía de Falero; pero la marcha por tierra sólo era de seis o siete horas, dejando un margen de cuatro o cinco horas para combatir contra las disminuidas fuerzas persas en Maratón. Milcíades argumentó que la perspectiva de una batalla victoriosa nunca había sido tan brillante como en ese momento, y que los atenienses se deberían armar al amanecer y bajar por la ladera para formar su falange en el llano, forzando a los persas a salir y combatir con ellos sin su caballería, y con su superioridad en la infantería también reducida por la cantidad de hombres embarcados para el ataque contra Atenas.
El debate fue aparentemente largo y feroz, con los diez generales prácticamente divididos por la mitad entre retirada y avance. Al final, la decisión estuvo en manos del arconte militar Calimaco y —afortunadamente para el pueblo ateniense y su (y nuestra) historia posterior— estuvo de acuerdo con Milcíades que lo mejor sería combatir. Así se tomó la decisión de avanzar por la llanura y presentar batalla, y aparentemente Calimaco entregó al veterano Milcíades, cuya estrategia era esta decisión de luchar, la tarea de decidir y organizar la estrategia de batalla y las tácticas que se debían adoptar. En cualquier caso, todas las fuentes están de acuerdo en atribuir el mérito a Milcíades.

 LA BATALLA

 Podemos imaginar que la noticia de la reunión de los generales y del feroz debate que mantuvieron se extendió por el campamento ateniense durante la noche, de manera que no debió ser una sorpresa cuando los heraldos empezaron a distribuirse por el campamento en la oscuridad previa al amanecer llamando a los hombres para que se despertasen, preparasen y tomasen un desayuno temprano, y dispusiesen sus armas. Los fuegos que se habían reducido a brasas durante la noche fueron avivados, los sirvientes se debieron apresurar a preparar el cocido militar habitual con cebada y verduras, junto con vino aguado para el desayuno de sus amos, y los guerreros hoplitas se debieron dedicar a inspeccionar la armadura y las armas, asegurándose de que estuvieran dispuestas para la acción. Los oficiales de las secciones de la falange ateniense fueron llamados para reunirse con los generales y ser instruidos con el plan de batalla que seguirían en cuanto saliera el sol.
Porque ante el hecho de la aún considerable superioridad numérica persa, Milcíades había desarrollado un plan de batalla muy innovador y complejo. La táctica de batalla habitual de la falange hoplita griega era simple y uniforme: los hombres formaban en un rectángulo constituido por ocho o más filas de hombres, cada fila formaba un muro de escudos sin fisuras, y avanzaba a un paso regular para que no se rompieran las limpias filas, hasta chocar con el enemigo. Pero este sistema simple y habitual iba a sufrir cambios en varios elementos cruciales, para enfrentarse a la amenaza específica que presentaban los persas, en un ejemplo de ingenio táctico que no había conocido ningún antecedente hasta ese momento en la forma griega de hacer la guerra, y que no sería igualado durante otros 120 años, hasta la famosa batalla de Leuctra en 371 en la que finalmente los tebanos derrotaron a los espartanos en batalla.
Milcíades estaba preocupado por dos peligros específicos que presentaba el ejército persa: como superaban significativamente en número a atenienses y plateos, lo más probable era que formaran en una línea de batalla mucho más larga, flanqueando a los griegos por uno o ambos lados y con ello creando el riesgo de que la falange ateniense pudiera ser envuelta por uno o ambos flancos, y así quedar derrotada; y el gran número y la gran habilidad de los arqueros persas expondría a la falange que avanzaba a un paso corto y regular a una larga y posiblemente agotadora lluvia de flechas que podría desmoralizar a los hoplitas atenienses, o potencialmente incluso rechazarlos antes de que pudieran llegar propiamente a tomar contacto con los persas. Milcíades había elaborado medidas para contrarrestar ambas amenazas. Con el objetivo de evitar el peligro de flanqueo, sería necesario extender la largura de la falange. Alrededor de diez mil hombres formados en la falange habitual de ocho filas crearía un frente de 1.200 hombres. Suponiendo que cada hombre ocupase como media un metro de espacio, o quizás un poco más, la línea de vanguardia se extendería alrededor de unos 1.300 metros, poco más o menos. Esa línea frontal se podía extender significativamente si se adoptaba una falange de seis filas, o incluso menos; pero cuanto más delgada era la falange, menor sería el peso que tendría su carga contra la formación enemiga y mayor sería la posibilidad de que fuera rechazada y se rompiese.
Milcíades decidió correr el riesgo de adelgazar su falange, pero sólo en una parte de la formación. Dividió el ejército en tres partes: un ala derecha, un ala izquierda y un centro. Las dos alas presentarían la formación habitual de ocho filas; sólo el centro adelgazaría para extender la línea, formando con cuatro filas de profundidad. La esperanza era que las dos fuertes alas serían capaces de derrotar a las alas del ejército persa que se les opusiesen, consiguiesen que esas alas persas salieran huyendo y entonces girar hacia dentro para rodear el centro persa. En consecuencia, el delgado centro ateniense estaría bajo una enorme presión del centro persa, y resultaba decisivo que tuviera éxito en mantener la formación sin que se rompiese y que no cediese demasiado terreno, hasta que las alas atenienses pudiesen flanquear el centro persa y aliviar la presión sobre el centro ateniense. Esta estrategia de batalla era muy arriesgada: si el centro ateniense se rompía y era superado por los persas antes de que los flancos persas fueran desbaratados, serían las alas atenienses las que se verían flanqueadas de dentro a afuera y rodeadas, no el centro persa. Obviamente, resultaba crucial que los oficiales y los hoplitas del ejército ateniense comprendiesen este plan de batalla y los papeles de las dos alas y el centro.
Además, para contrarrestar el peligro de los arqueros persas, Milcíades había decidido que, en cuanto la falange llegase dentro del alcance de las flechas persas, debían abandonar su paso regular y avanzar a toda carrera para encontrarse con los persas, reduciendo todo lo que pudiesen el tiempo que estarían expuestos a los arqueros persas. Herodoto nos cuenta que los atenienses en Maratón fueron los primeros hoplitas griegos que cargaron contra el enemigo a la carrera. La razón resulta obvia: era prácticamente imposible que miles de hombres corriendo hacia delante mantuvieran correctamente la formación. Incluso en una explanada de desfiles, las diferencias en condición física y habilidad como corredores haría que la fila se distorsionase; y la llanura de Maratón 110 era una explanada de desfiles. Pero Milcíades calculó que la inevitable distorsión de la filas de la falange era preferible al riesgo de una exposición larga a los arqueros persas.
A posteriori, este plan de batalla desarrollado por Milcíades parece bastante simple y evidente, de manera que no es necesario enfatizar lo inusual y remarcable que fue en su tiempo. No se esperaba que los generales griegos pensasen mucho o creasen planes de batalla. La guerra griega no se había desarrollado para fomentar la inventiva o creatividad de los generales; se basaba en un sistema simple y uniformemente aceptado que dependía de la disciplina y la firmeza de los guerreros hoplitas. Cada hombre comprendía la formación estándar y la importancia de mantener su puesto particular en la formación, de manera que la falange pudiera permanecer intacta y, en consecuencia, invicta.
Esta uniformización y estandarización de la guerra, enfatizando la disciplina colectiva de la masa de guerreros más que las habilidades de los líderes, subyacía a la naturaleza colectiva y democrática de la vida política de los griegos, y en especial de los atenienses. Por esto probablemente los habitualmente tan creativos griegos no pensaron seriamente en innovaciones militares durante muchos siglos (entre principios del siglo VI y principios del siglo IV a.C.) cuando su civilización de ciudades-estado se encontraba en su cénit, y por eso es mucho más destacable que la gran excepción a esa regla tuviese lugar en la Atenas democrática, permitiendo que el gran aristócrata Milcíades impusiera sus ideas particulares a la falange democrática. Milcíades merece más crédito como general y líder brillante del que normalmente se le da: sus tácticas estaban cien años por delante de su tiempo. Sin embargo, al final la confianza de Milcíades estaba depositada en la armadura superior y la disciplina colectiva y la moral del hoplita griego para superar la experiencia, el entrenamiento y el número de los persas.
El ejército ateniense debió levantar el campo y bajar de las montañas hacia la llanura abierta en cuanto la luz del alba hizo posible el movimiento. No podían permitirse ningún retraso, porque tenían que realizar su movimiento en cuanto los barcos persas hubieran zarpado para su viaje alrededor del Ática: la ventana de oportunidad para la batalla era muy estrecha y como mucho era de cinco horas. A medida que cada uno de los regimientos tribales atenienses bajaba a la llanura, se desplegaba desde la columna de marcha para convertirse en la línea de batalla. Es muy posible que los regimientos del ala derecha marchase primero, dirigidos por el arconte militar Calimaco a la cabeza de su tribu Aiantis, que ocupó la posición de honor en el extremo derecho.
Sabemos que el centro atenienses estaba formado por sólo dos regimientos tribales: el Leontis dirigido por el gran Temístocles, que iba a ganar fama como el arquitecto del poder naval ateniense en la década posterior a Maratón, y la tribu Antiochis mandada por Arístides el Justo. Esto significaba que cada ala tenía cuatro regimiento tribales, con el ala izquierda reforzada con los 600 plateos en el extremo izquierdo. Suponiendo que cada regimiento tribal tenía más o menos el mismo número de efectivos, los dos regimientos del centro debían tener unos 1.800 hombres, formados en cuatro filas de fondo, que debía ocupar un frente de poco más o menos 500 metros. Las dos alas, el doble de numerosas pero formadas con el doble de profundidad, ocuparían aproximadamente el mismo espacio, de manera que, incluyendo unos 100 metros para los 600 plateos, la línea frontal completa del ejército ateniense debía tener alrededor de 1.600 metros de largo. A los atenienses les debió llevar una o dos horas desplegarse en esta línea e iniciar el avance; y a los persas les debió ocupar más o menos lo mismo sacar al ejército del campamento y formar de cara a los atenienses.
La distancia inicial entre los dos ejércitos, según cuenta Herodoto, era de unos ocho estadios, lo que también son alrededor de 1.600 metros. En consecuencia, se puede deducir que las fuerzas persas que permanecían en Maratón habían avanzado por la parte meridional de la llanura al amanecer, sin duda para cubrir la partida de los barcos y contrarrestar el movimiento ateniense. El centro persa, que se consideraba el lugar de honor en su ejército, estaba formado por la infantería de élite de la expedición: infantería persa y de sus parientes los iranios saca, con las unidades reclutadas entre los pueblos sometidos formando las dos alas. Aparentemente, la práctica totalidad de la caballería persa se encontraba a bordo de los barcos, puesto que la caballería no aparece en ninguno de los relatos del combate; aunque el friso del templo Niké en la Acrópolis podría indicar que un resto de la caballería persa seguía en tierra y luchó en la batalla.
Herodoto da la impresión de que los atenienses cubrieron los ocho estadios de distancia entre los dos ejércitos a la carrera, pero esto no puede ser correcto. Aunque los estudiosos han discutido si sería posible para hoplitas completamente armados correr más de mil quinientos metros para presentar batalla, la posibilidad de hacerlo no es relevante: no tendría sentido hacerlo. ¿Por qué se tendrían que agotar los atenienses corriendo cientos de metros con la armadura completa (¡y en pleno agosto!) y corriendo el riesgo de una rotura total de la formación en falange, cuando los arcos persas sólo eran efectivos a una distancia de unos 150 metros? Por eso, incluso los historiadores que argumentan que los atenienses corrieron los últimos 200 metros exageran: sólo poco más o menos los últimos 150 metros habrían expuesto a los hoplitas atenienses y plateos a una lluvia de flechas seriamente peligrosa, y sólo habrían llegado a correr la distancia realmente necesaria.
Suponiendo, como he argumentado, que el ejército ateniense empezó a abandonar el campamento y a desplegarse en la llanura al alba o poco después del mismo —que habría tenido lugar alrededor de las 6:30 de la mañana el 11 de agosto— lo más lógico es que la batalla hubiera empezado entre las 8 y las 9 de la mañana. El polemarchos ateniense Calimaco habría ordenado a sus salpinktes (trompeteros) que tocasen la señal de avance y este toque habría sido repetido sucesivamente por todos los trompeteros a lo largo de la línea hasta que alcanzase el ala izquierda. En consecuencia, empezando por la derecha, toda la fila de más de mil quinientos metros empezó a avanzar a un paso regular, fila a fila, los hombres haciendo todo lo posible para mantener la cohesión de las filas mientras caminaban por los desniveles del terreno y rodeaban obstáculos menores.
Al avanzar, todo el ejército habría empezado a cantar el sencillo himno llamado paian en honor a Apolo como protector y propiciador de la victoria. Cada estado griego tenía su versión particular del paian. El efecto era embravecer a los hombres mientras avanzaban hacia el terrible acto de la batalla, dándoles un sentido de cohesión y de objetivo común, para suavizar los temores y calmar los nervios. Uno puede imaginar el sonido de 10.000 hombres avanzando al paso y cantando el paian al pensar en una multitud de seguidores británicos de fútbol o de rugby cantando juntos para espolear a su equipo —los seguidores del Liverpool F.C. cantando «You’ll never walk alone», por ejemplo, o los seguidores de rugby galeses en Cardiff cantando «Land of my Fathers»— o en un contexto norteamericano, las canciones de combate entonadas por miles de estudiantes en los partidos de fútbol americano universitario.
Al acercarse al enemigo, cesaba el canto del paian y los hombres empezaban a lanzar sus gritos de guerra —habitualmente un grito sin palabras de «Eleleu! Eleleu!», por ejemplo— que tenía el objetivo de animar el valor de los propios e infundir miedo en los enemigos. Mientras gritaban de esta forma y les empezaban a caer encima las primeras flechas persas, Calimaco ordenó a su trompetero que tocase la señal de correr, y a medida que los trompeteros repetían la señal a lo largo de la línea, los atenienses y los plateos aumentaron su ritmo de un paso regular a una carrera rápida, con los escudos alzados y estirados hacia el frente para evitar que golpeasen contra las piernas y (según esperaban) protegiesen contra las flechas, las lanzas alzadas y dispuestas para golpear las filas delanteras de los persas en cuanto estuviesen al alcance.
Desde la perspectiva persa la visión debía ser terrorífica: una amplia masa de hombres recubiertos de bronce, aparentemente más altos y más terribles por las altas crestas que ondeaban por encima de sus yelmos, las cabezas completamente cubiertas por esos brillantes cascos de bronce, los cuerpos ocultos tras grandes escudos recubiertos de bronce, cargando hacia ellos a la carrera y gritando todo lo que daban sus pulmones. Llegando a semejante velocidad a la línea frontal persa, los griegos se debieron precipitar literalmente con un impacto terrible contra los persas que vestían armaduras ligeras y escudos de mimbre, y el daño inicial a los persas, en hombres derribados y/o heridos o muertos por los lanzazos, debió ser grande, especialmente en las alas. De hecho, parece probable que el centro ateniense, con sólo la mitad de la profundidad de las alas, se hubiera mantenido algo más retrasado: en definitiva, la estrategia ateniense consistía en que las alas derrotaran primero a los persas en sus zonas de la batalla, mientras que el centro ateniense intentaba conservar el terreno frente a posibilidades muy desfavorable. Por eso es posible que en el centro el combate empezase un poco después que en las alas; y allí fue donde los persas presionaron a los atenienses.
Es seguro que los persas lucharon bien, a pesar de la sorpresa inicial de la carga ateniense. Tenemos que recordar que los persas eran un orgulloso pueblo guerrero, que habían conquistado un gran imperio y gozaban con toda justicia de una gran reputación por su valor e invencibilidad. Conservaron el terreno a pesar de las grandes pérdidas iniciales y respondieron con dureza. En el centro, mientras tanto, la batalla parecía que se decantaba a su favor al imponerse la superioridad numérica y empezar a hacer retroceder la delgada línea de los atenienses. Los dos regimientos tribales en el centro ateniense pasaron un rato muy malo, de hecho, cediendo terreno y según nuestras fuentes llegando a un punto cercano a la rotura. Surgieron muchas leyendas sobre esta lucha desesperada en el centro: según una de ellas, un guerrero enorme, armado a la antigua, apareció de la nada donde la presión sobre los atenienses era más fuerte, blandiendo un garrote más que una lanza, y animando a los atenienses a resistir y mantener la línea. Se supone que este personaje fue el gran héroe ateniense Teseo, que se había levantado de su tumba para defender a su pueblo en la hora de mayor necesidad. Esta leyenda nos demuestra lo desesperada que fue la lucha para las delgadas líneas en el centro ateniense.
Pero explicar la historia de la batalla de esta forma, la narración del historiador académico, tranquila, racional, sin sangre y casi aséptica, no puede transmitir el sentido verdadero y completo de cómo era realmente una batalla. Deberíamos imaginar qué le debió parecer a un hoplita ateniense mientras participaba en ella. Lo despertaron justo antes del amanecer con la noticia de que debía prepararse para la batalla —si en realidad no se había despertado mucho antes con el rumor que recorría el campamento de que habían llegado novedades importantes y los generales estaban discutiendo el curso de acción—, tuvo que tomar un desayuno muy temprano y después comprobar y ponerse su armadura. A muchos hombres les debió resultar difícil tragar la comida, con el estómago atenazado por los nervios ante la perspectiva de arriesgar sus vidas, pero los hombres mayores y los oficiales debieron animar a todo el mundo para que comiera y bebiera adecuadamente. Ajustando la coraza; poniéndose las grebas; deslizando el cinturón de la espada corta atravesando el torso, la espada colgada pulcramente sobre la cadera izquierda; colocando el yelmo sobre la coronilla, preparado para boyarse sobre el rostro en cuanto se iniciase la marcha hacia el enemigo; alzando el gran escudo para deslizar el brazo izquierdo a través del agarre central, agarrar el asa para la mano y colocar el borde del escudo sobre el hombro izquierdo; y finalmente, recogiendo la lanza de dos metros y medio, y colocando la mano justo en el sitio preciso para mantenerla equilibrada; sus nervios debían estar tensos durante todo este tiempo, mientras la imaginación jugaba con la idea de enfrentarse al temido Medo. A su alrededor estaba el ruido y el bullicio de casi 10.000 compatriotas atenienses que se preparaban de la misma manera. Después tenía que encontrar su puesto en la línea y en la fila de su regimiento tribal, y cuando la oscuridad y el frío que precede al amanecer dio paso a la luz y el calor de la mañana de principios de agosto, emprendió la marcha hacia la llanura.
La masa de hombres a su alrededor, marchando al mismo ritmo, vistiendo el mismo equipo, dispuestos a luchar por la misma causa, debieron ser un alivio, y no hay duda de que el simple acto de marchar al unísono, de moverse, debió calmar un poco sus nervios. Después sonaron los toques de trompeta y se gritaron las órdenes cuando los regimientos pasaron de las columnas de marcha a las líneas de batalla, y con ello el hoplita de la primera lila tuvo la primera visión clara, a través de los agujeros para los ojos del yelmo que ahora ya llevaba correctamente colocado sobre el rostro, de las tupidas filas persas. Miles y miles de hombres de aspecto extraño, vistiendo pantalones en lugar de túnicas, y otras ropas exóticas, debieron provocar de nuevo su nerviosismo.
Una muchedumbre, en especial una muchedumbre hostil, suele parecer más grande, más numerosa de lo que es en realidad; y en este caso los persas superaban indudablemente en número a los griegos, quizá dos a uno. La influencia persistente del paian, la sensación embriagadora de miles de compañeros a su alrededor, moviéndose al unísono, unidos en el mismo propósito, y el llamamiento a un dios que estará a tu lado si te muestras digno de ello: todo esto debió jugar su papel en mantener a nuestro hoplita lo suficientemente tranquilo y concentrado para marchar hacia delante a un ritmo constante para encontrarse con el peligro que tenía delante. Después llegó la lluvia de flechas que caían del cielo sobre sus filas, los gruñidos o gritos ocasionales de un hombre alcanzado por ellas, la señal de trompeta para empezar a correr, y la propia carrera agotadora con casi 30 kilos de peso colgados del cuerpo o sostenidos con las manos para hacerla aún más difícil. Esa carrera hacia delante, posiblemente un trote pesado y a veces a trompicones sobre un terreno nada nivelado, debió impulsar el bombeo de adrenalina, y es posible que nuestro hoplita se diera cuenta con sorpresa que estaba gritando a pleno pulmón mientras cargaba.
El choque con las filas persas inició la batalla propiamente dicha, y la única preocupación en medio del jadeo, el estruendo, la conmoción, era atravesar a cualquier persa que tuviera a la vista, mientras mantenía levantado y al frente el escudo para rechazar los golpes enemigos. Para un occidental contemporáneo resulta difícil imaginar cómo debía ser una batalla de aquella época, con armas cortantes y de lanzamiento, de combate cuerpo a cuerpo en formaciones masivas. Implicaba a todos los sentidos —vista, oído, olfato, tacto— y dichos sentidos se veían agudizados por el miedo, la excitación y la adrenalina. Para el hombre moderno esta experiencia no se obtiene a través de la batalla contemporánea, con sus unidades pequeñas, formaciones dispersas y armas de fuego que provocan la muerte o la herida sin que se las vea desde prácticamente todas las direcciones y con frecuencia desde una gran distancia. Más bien se trata de la experiencia de encontrarse en medio de una gran muchedumbre que puede desencadenar un alboroto: quizás una manifestación que se enfrenta a una formación policial y que avanza o retrocede en función de las cargas policiales con porras, cañones de agua o a caballo.
Para el hoplita griego la sensación de perder el control de los movimientos y las decisiones personales se veía incrementado por el yelmo que amortiguaba los sonidos y restringía la visión a lo que se encontraba directamente delante, y por el escudo pesado y poco manejable, que dificultaba los movimientos en la misma medida que ofrecía protección. Avanzando hacia delante, o —lo que era mucho más temible— que te empujarán hacia atrás, se escuchaban los gritos de hombres luchando, los gruñidos y chillidos de hombres heridos y moribundos, el resonar de las armas contra la armadura y al penetrar en la carne. Se presentía la aparición indiferenciada de figuras vislumbradas, a las que había que golpear si vestían togas, pantalones y gorros de fieltro con orejeras, o a las que había que apoyar si iban cubiertas de una armadura de bronce y faldas cortas. Los músculos dolían de correr, por el peso del equipo, por las sacudidas de la lanza contra los cuerpos enemigos, o por recibir los golpes enemigos sobre el escudo. Y el ruido se veía sobrepasado por toda una serie de olores penetrantes: el sudor de hombres en combate, el olor ferroso y dulzón de la sangre, y sobre todo, sin lugar a dudas, el aroma ácido de la orina y el hedor húmedo de las heces cuando el miedo, las heridas y la muerte provocaban que los hombres soltasen la vejiga y los intestinos.
Con todo esto lo que quiero decir es que la batalla era una experiencia confusa y terrible para el soldado individual que participaba en ella. Esto era así incluso cuando —como es el caso de los atenienses en Maratón— los planes elaborados antes de la batalla funcionan casi a la perfección y la batalla iba bien. Para los soldados en el bando persa esta batalla debió ser aún más terrible. Cubiertos de los pies a la cabeza con ropas, pero portando poca o ninguna armadura y cargando con un escudo ligero de mimbre que, aunque ofrecía una buena protección frente a las flechas y las jabalinas de su forma nativa de hacer la guerra, presentaba poca resistencia frente a los golpes firmes de las lanzas pesadas griegas, se encontraron en esta batalla con una gran desventaja frente a los hoplitas griegos cubiertos de armaduras pesadas. Sus propias armas tenían poco efecto contra los escudos pesados y la armadura de bronce de los griegos, mientras que las lanzas pesadas griegas causaban grandes daños.
Milcíades demostró tener razón en su estimación del valor de combate relativo de los hoplitas griegos fuertemente armados y la infantería ligera irania, sin importar lo bien entrenada y disciplinada que fuera, y la batalla discurrió exactamente según sus planes. Las dos alas atenienses, la izquierda reforzada por los aliados plateos, fueron desplazando sin descanso las fuerzas que se les oponían, y al cabo de poco tiempo los flancos persas se rompieron, los soldados intentando huir por la senda estrecha entre la marisma y el mar, encaminándose hacia donde se encontraban los barcos persas cercanos a la orilla, ofreciendo cobertura. Este fue el momento crucial de la batalla: el instinto natural de masas de soldados que rechazan y hacen huir al enemigo era perseguir y matar. ¿Serían capaces de refrenar dicho impulso y recordar sus instrucciones de rodear por detrás el centro persa, girándose hacia dentro para flanquearlo y atacarlo desde la retaguardia?
Si fracasaban, las consecuencias podían ser desastrosas. El centro ateniense iba perdiendo constantemente terreno, y aunque los hoplitas en él, conociendo su papel, habían resistido y no habían roto filas ni huido, no podían oponerse indefinidamente a la enorme presión a la que estaban sometidos. Si conseguían desbaratar el centro ateniense, el riesgo era que los atenienses aún podían perder la batalla o, en el mejor de los casos, habría conducido a un punto muerto que habría ofrecido a los persas la oportunidad de triunfar a través de la fuerza que navegaba alrededor del Ática para capturar Atenas.
Sin embargo, si las alas atenienses conseguían girar hacia dentro y flanquear el centro persa, el resultado de la batalla quedaría sellado. Cuando los soldados en la retaguardia del centro persa se vieron atacados, o se dieron cuenta de que estaban a punto de ser rodeados, huyeron hacia los barcos, como los soldados de los flancos. A medida que cada vez más soldados del centro persa huían, la presión sobre el centro ateniense se vio aliviada y, sintiendo la victoria, fue capaz de retomar la iniciativa y rechazar a los persas que se les enfrentaban, empujándolos hacia las fuerzas de los flancos atenienses que los estaban rodeando. Aún quedaba por librar un combate muy duro, porque los persas y sacas del centro no vendieron baratas sus vidas, pero el resultado inevitable era una victoria aplastante de los atenienses.
Tras el colapso del centro persa, los atenienses persiguieron las fuerzas persas en desbandada hacia el campamento persa y sus barcos. Se nos cuenta que más que en el combate, los persas sufrieron muchas bajas durante esta huida, cuando la senda estrecha se vio colapsada y numerosos persas fueron empujados hacia la marisma por un lado o el mar por el otro, mientras que los atenienses que los perseguían no dejaban de matar a los persas que quedaban rezagados. A pesar de todo esto, la mayor parte del ejército persa consiguió llegar a los barcos y empezó a embarcar. Aquí tuvo lugar la última fase de la batalla, cuando los atenienses intentaron evitar que los persas subieran a los barcos, e incluso intentaron capturar algunos de ellos.
El hermano del famoso dramaturgo ateniense Esquilo, Cinegiro, murió en esta lucha, combatiendo duramente por capturar un barco persa. Aquí murió también el arconte de guerra Calimaco y Estesilao, uno de los diez generales tribales. Al final, los atenienses consiguieron capturar unos siete barcos persas, pero la gran mayoría, después de recoger a todos los sobrevivientes de la batalla que pudieron, rechazaron con éxito el ataque ateniense y se adentraron en el mar. La batalla había acabado y los atenienses —posiblemente para su propia sorpresa— descubrieron que habían obtenido una clara victoria. Recontando los heridos y los muertos, gracias a su excelente armadura defensiva y a sus escudos, descubrieron que sus pérdidas en hombres muertos eran leves: sólo 192 atenienses y once plateos murieron, la mayoría de ellos en la lucha final alrededor de los barcos. En contraste, los atenienses contaron 6.400 enemigos muertos: los recontaron con precisión porque habían realizado una promesa a la diosa Artemisa, si les ayudada a conseguir la victoria, de sacrificarle un cabrito por cada enemigo muerto. De hecho el número de enemigos muertos fue tan grande que los atenienses no pudieron cumplir la promesa de una sola vez: se vieron obligados a cumplir su promesa a plazos, sacrificando a Artemisa 500 cabritos al año.
Podemos calcular que, si se inició entre las 8 y las 9 de la mañana, la batalla pudo acabar y los barcos persas se adentraron en el mar no mucho después de las 11 de la mañana. Seguía quedando mucho día por delante, aunque ya lleno de incidencias, y quedaba mucho trabajo por hacer reuniendo a los muertos y cuidando a los heridos. Ambas tareas se consideraban cruciales. La importancia de cuidar a los heridos resulta obvia; pero los antiguos griegos daban una importancia casi igual a la preocupación por los muertos. En las creencias religiosas griegas sobre los muertos, un entierro apropiado era de crucial importancia para el destino de la sombra (o como diríamos en la actualidad, el espíritu) del fallecido. Sólo si se celebraba un funeral apropiado el barquero Caronte podía atravesar el río Estigia con la sombra del muerto y alcanzar el descanso eterno en el Hades, el inframundo. Las sombras de los hombres que no se enterraban correctamente estaban condenadas a una eternidad de vagabundeo incesante por la orilla equivocada del Estigia, sin encontrar nunca la paz. En Maratón, como tributo único a la muerte heroica en la gran batalla, los cadáveres fueron reunidos para ser enterrados en una fosa común cubierta con un gran montículo funerario, llamado el Soros, que aún se puede ver en la actualidad.

LA carrera hacia Atenas

 Pero, aunque habían ganado la batalla, la victoria ateniense en la campaña de Maratón aún no estaba asegurada. Mientras los líderes atenienses contemplaban a los barcos persas enfilar hacia el sur desde Maratón, se sintieron ansiosos sobre la fuerza persa que había partido hacia Atenas esa misma mañana. Si esta fuerza tenía éxito en la captura de Atenas mientras se encontraba indefensa, la derrota aún se podía convertir en una victoria. En consecuencia, la cuestión que debían resolver los líderes atenienses era si podían proporcionar a Atenas una fuerza defensiva adecuada antes de que llegasen los barcos persas. Según Herodoto, su temor a que los persas capturasen la ciudad de Atenas se vio reforzado por un informe de que alguien había «levantado un escudo» para señalar a los persas que la ciudad era vulnerable.
Esta información resulta sorprendente: había miles de escudos que se alzaron y bajaron por toda la llanura de Maratón durante ese día, ¿qué quería decir Herodoto con «levantado» 1111 escudo? Algunos historiadores especulan que se encontraba en lo más alto de las laderas del monte Pentele, que dominaba la llanura, de manera que el escudo se utilizó para comunicarse con los persas mediante destellos del sol en su brillante superficie. Sin embargo, todo esto sólo es especulación porque Herodoto no dice nada de esto. Todo el episodio del escudo parece muy dudoso desde el principio, en especial porque esta supuesta señal le llegó a Herodoto en el contexto de una denuncia de traición por parte de la poderosa y controvertida familia Alcmeónida. Toda la historia del escudo podría ser, en efecto, una invención por parte de los enemigos de los Alcmeónidas.
En cualquier caso, los generales atenienses sabían que algunas fuerzas tenían que llegar a la ciudad de Atenas en cuanto fuera humanamente posible, para protegerla del ataque persa. Los barcos persas tenían por delante una larga travesía, alrededor del Ática, hasta llegar a la bahía de Falero: remando lo más directamente posible, la distancia a cubrir era de algo más de ciento diez kilómetros. Lo más seguro es que los trirremes remasen a la mayor velocidad posible, dejando atrás a los barcos de transporte más lentos para que avanzasen a vela a la velocidad que pudiesen. Sabemos que los antiguos trirremes eran capaces de alcanzar una velocidad de seis a ocho nudos, lo que es lo mismo que decir entre once y quince kilómetros a la hora, en velocidad punta y durante un corto espacio de tiempo; y podemos asumir que los persas presionaron a sus remeros para que realizaran un esfuerzo extremo. En cualquier caso, el más rápido de los trirremes persas no pudo superar una media de unos nueve kilómetros a la hora para dicha distancia, ni haber alcanzado la bahía de Falero en menos de doce horas, lo que es lo mismo que decir que los barcos persas podrían haber empezado a aparecen en la bahía de Falero frente a Atenas en las horas previas a oscurecer (lo que habría ocurrido hacia las 8:30), alrededor de las 6 y las 7 de la tarde asumiendo un esfuerzo extenuante. Los soldados atenienses que viajaban de Maratón hacia el Ática por tierra tenían una ruta mucho más corta: unos treinta y cinco kilómetros por la ruta más corta atravesando la vertiente septentrional del Pentele, o entre cuarenta y cuarenta y dos kilómetros tomando el camino costero hacia el sur y cortando después sobre las laderas meridionales del Pentele, y a través del paso entre Pentele e Himeto, bajando hacia la llanura ateniense desde Palene. Esta última era la ruta más llana y menos exigente, y el camino que había tomado el ejército de Pisístrato y de sus hijos cuando conquistaron Atenas en 547. La ruta septentrional, aunque era bastante más corta, implicaba una subida muy pronunciada de unos cinco o seis kilómetros al principio siguiendo una senda estrecha a través de un terreno escarpado y boscoso; pero tenía la ventaja de que después ofrecía un camino prácticamente directo y cuesta abajo de unos veintinueve kilómetros hasta llegar a la ciudad.
Los historiadores han debatido cuál de estas rutas es más probable que tomasen los atenienses en este momento de crisis. Pero cualquier elección entre estas dos rutas me parece un error. La situación requería sobre todo velocidad, como enfatiza Herodoto en su relato, y extender a miles de hombres a lo largo de una ruta estrecha no ayuda en nada a conseguir una gran velocidad. Existe un viejo axioma de guerra: marcha dividido, lucha unido. Creo que es muy probable que los atenienses regresasen a Atenas por las dos rutas de manera que consiguiesen la mayor velocidad posible.
Para esta marcha los generales podían dividir el ejército siguiendo dos principios básicos: por tribus o por edades. En el primer caso, cuatro de las ocho tribus en marcha (se decidió que dos se quedasen en Maratón, como veremos), se podían haber asignado a cada una de las rutas. No obstante, en este caso una división por edades me parece lo más adecuado: en vistas de la subida empinada y exigente que se encontraba ante los hombres que tomasen la ruta norte a lo largo de los primeros cinco o seis kilómetros del viaje, lo más lógico sería enviar a los hombres más jóvenes por esta ruta, reservando la ruta meridional, más llana y menos exigente desde el punto de vista físico, para los soldados mayores. Como suposición, se puede especular que los de 18 a 30 años fueron enviados por la ruta norte, con la orden de subir la cuesta a paso regular, atravesar el Paso de Dioniso en el punto más alto de la ruta y después bajar a la máxima velocidad por la larga bajada hasta Atenas; mientras que los hombres de más de 30 años habrían marchado al mayor ritmo que pudieran sostener por la ruta sur. Por muy brutal que fuera la subida inicial para los soldados más jóvenes, completamente armados bajo el bochorno del sol del mediodía y después de pasar la mañana librando una batalla, se podía esperar que cuando los hombres atravesaran el paso de montaña podrían recobrar el ritmo durante los aproximadamente veintinueve kilómetros de un camino básicamente recto y cuesta abajo, y alcanzar la ciudad antes que los hombres mayores por la ruta meridional.
Quizá la leyenda más famosa sobre la batalla de Maratón sea la del corredor Filípides que fue enviado por los generales en Maratón para que corriera hasta la ciudad para anunciar el resultado de la batalla. Según se cuenta, llegó a la ciudad después de correr durante todo el camino, anunció al consejo su «hemos ganado», y cayó muerto de agotamiento. Esta leyenda no se encuentra en el relato de Herodoto: su primera aparición data de la época imperial romana, más de 600 años después del acontecimiento, en historias narradas por Plutarco y Luciano.
En este caso la verdad es mucho más impresionante que la leyenda. Filípides no corrió los míseros cuarenta kilómetros de Maratón a Atenas, sino los duros 225 kilómetros de Atenas a Esparta y la misma distancia de vuelta, como hemos visto. Para este «ultrafondista» en plena forma una carrera de Maratón a Atenas habría sido un placentero ejercicio de entrenamiento. De hecho fue la mayor parte del ejército ateniense, aquellos que eran capaces después de la batalla, quien en esa tarde del 11 de agosto de 490 a.C. viajó de Maratón a Atenas, después de librar por la mañana la batalla más desesperada de sus vidas. Y no viajaron con ropa de atletismo, sino con la armadura completa, incluidos escudos y lanzas. Los dos regimientos tribales que habían luchado en el centro de la formación ateniense, y que habían sufrido más durante la batalla, como hemos visto, quedaron atrás para asegurar el campo de batalla, cuidar a los heridos y reunir a los muertos. El resto del ejército ateniense, los que estaban en buenas condiciones para viajar, recibieron la orden de encaminarse hacia Atenas lo más rápido que pudiesen, como lo expresa Herodoto. Dejando atrás a dos regimientos, y teniendo claro que junto a los cerca de doscientos muertos varios centenares de hoplitas habrían recibido heridas durante la batalla, es posible que cerca de seis mil hombres emprendieran esta marcha a paso ligero para salvar a Atenas. Debemos recordar que los hombres en los tiempos antiguos estaban acostumbrados a ir andando a todas partes, a menudo durante horas y utilizando caminos irregulares y escabrosos, de manera que esta marcha le habría parecido mucho menos extremada a un griego antiguo que a un hombre moderno que está acostumbrado a cubrir las distancias largas con vehículos motorizados. Aun así, esta tarde de verano los atenienses completaron una marcha sorprendente.
Resulta inevitable que, dadas las diferencias naturales en estado de forma, ritmo y habilidades atléticas, los miles de guerreros atenienses se fueran separando a lo largo de los caminos durante las horas siguientes; y también es natural que no debieron correr toda la distancia. Esto habría resultado casi imposible con toda la armadura incluso en la mejor de las ocasiones, y mucho menos a primera hora de la tarde después de librar una batalla durante toda la mañana.
Los soldados más jóvenes habrían partido a paso rápido para encarar la difícil etapa inicial de subida por la cara norte del Pentele, y muchos habrían reducido considerablemente el ritmo después de los dos primeros kilómetros. Aun así, después de alcanzar el Paso de Dioniso, los hombres más en forma habrían sido capaces de trotar o correr al menos una parte del resto del camino, bajando por la ladera hacia Atenas.
Un buen corredor de maratón aficionado puede completar la distancia moderna de casi cuarenta y dos kilómetros en unas cuatro horas. Muchos de los atenienses en 490, como he sugerido, tomaron la ruta más corta, en la que N. G. L. Hammond informó que había caminado de Atenas a Maratón en seis horas, y había tardado de regreso el mismo día unas siete horas. En consecuencia, podemos asumir que los primeros hoplitas atenienses agotados empezaron a gotear en la ciudad de Atenas unas seis horas después de partir, y habrían transcurrido al menos siete horas antes de que un número considerable de hoplitas atenienses alcanzase la ciudad. Podemos suponer que los hippeis, los aristócratas ricos que eran propietarios de caballos, incluidos los generales y algunos de los oficiales, cabalgaron al galope por la ruta más llana del Palene, para llegar antes a la ciudad y preparar la defensa. Se tomó la decisión de estacionar a la fuerza de hoplitas atenienses justo en las afueras de la ciudad, en su lado occidental, en el gimnasio de Cinosargos, encarando la bahía de Falero. Parecía un buen augurio que al igual que había habido un santuario de Heracles en el campamento ateniense en Maratón, Cinosargos también estuviera dedicado a Heracles.
A medida que los cansados hoplitas atenienses iban llegando por los polvorientos caminos que atravesaban el llano de Atenas, se encontraban con la orden de atravesar directamente la ciudad para encaminarse hacia Cinosargos, y esperar allí en formación militar. Ancianos y muchachos, y en esta situación quizá también mujeres, probablemente llenaban jarras de agua en las fuentes de las casas de la ciudad para refrescar a los hombres agotados por el esfuerzo, reproduciendo escenas que no se debían diferenciar demasiado de los puntos de avituallamiento en los maratones modernos. ! ,o que sabemos es que cuando, al caer la tarde, aparecieron ron los primeros barcos persas en la amplia bahía que había delante de Falero, vieron que ya les esperaban delante de la ciudad un fuerza de varios miles de hoplitas. Como habían abandonado la bahía de Maratón por la mañana, antes de la batalla, al principio se debieron preguntar quiénes eran esos soldados. Pero deben haber visto avanzando por los caminos polvorientos de la llanura atenienses para unirse a las fuerzas en Cinosargos una corriente continua de hoplitas atenienses, lo que les habría dado la clave.
Estos no eran soldados derrotados o en retirada, acosados por una ejército perseguidor, y su presencia sólo se podía explicar asumiendo que la fuerza persa en Maratón había quedado de alguna manera fuera de combate. Los persas, indecisos, anclaron en la bahía y esperaron. Podemos suponer que no tardó demasiado en llegarles noticias definitivas: para los persas que se retiraban de la bahía de Maratón debió resultar crucial informar de lo que había ocurrido a los barcos persas en Falero, y un barco ligero de reconocimiento podía realizar el viaje alrededor del Ática a una velocidad mucho mayor que los trirremes y los transportes. En cualquier caso, después de descansar en la bahía de Falero durante un rato, los jefes discutieron sobre lo que debían hacer y los barcos persas se dieron la vuelta y remaron de vuelta a Asia. Nadie en el ejército persa tenía ganas de intentar un desembarco delante mismo de una fuerza de guerreros hoplitas grande, decidida y victoriosa. Así quedo confirmada la victoria total de los atenienses.
Unos pocos días después, una avanzadillas de 2.000 espartiatas llegó a Atenas, después de salir de Esparta el día 12, inmediatamente después de la noche de luna llena, y a marchas forzadas llegó a Atenas (sorprendentemente) al tercer día. Allí supieron que la batalla ya había tenido lugar y que ya no eran necesarios. Pidieron permiso para visitar el campo de batalla y, después de hacerlo, se fueron impresionado por el logro de los atenienses. Es muy posible que los propios atenienses no fueran totalmente conscientes de la escala de lo que habían logrado. Acontecimientos como éstos tardan tiempo en calar en las conciencias. Pero no pasaron muchos años antes de que la batalla de Maratón fuera reconocida como el día más importante en la historia ateniense, y como uno de los puntos de inflexión en la historia de Grecia y del mundo occidental. 

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