A principios de agosto, los barcos persas realizaron la corta travesía del
canal de Eubea desde Eretria hasta la costa ática, y desembarcaron en el
extremo septentrional de la amplia bahía de Maratón. El lugar estuvo bien
elegido para un desembarco: Atenas estaba al menos a seis o siete horas a pie,
y en consecuencia las fuerzas atenienses no se podrían movilizar a tiempo para
interferir con el desembarco persa; y la larga península llamada Cinosura (Cola
de Perro) protegía a los barcos embarrancados en la playa de los vientos del
nordeste habituales en esta época del año (véase mapa 5). Además, la llanura de
Maratón era amplia y muy adecuada para el despliegue de la superioridad
numérica persa, y en especial ofrecía espacio para las maniobras de la caballería.
Los PERSAS EN MARATÓN: PRELIMINARES
Instalados en Maratón, los persas
podían librar una batalla bajo condiciones favorables, si los atenienses se
atrevían a salir y presentar batalla; avanzar sobre Atenas por una carretera
adecuada de unos cuarenta y un kilómetros si los atenienses decidían defender
las murallas de la ciudad; o, si los atenienses acudían a Maratón pero evitaban
la batalla, Atenas quedaría desprotegida ante un ataque anfibio alrededor de la
península ática. La elección hecha por Datis y Artafernes del lugar de
desembarco estaba muy bien pensada, y ofrecía una serie de ventajas y
flexibilidad estratégica que no podía igualar ninguna otra zona de desembarco
en el Ática. Hay que reconocerles este mérito, aunque el mérito por la elección
del lugar de desembarco habitualmente se le otorga, siguiendo a Herodoto, al
anciano ex-tirano de Atenas, Hipias, que acompañaba a los persas como
consejero.
El propio Hipias había desembarcado en Maratón con un ejército cerca de
sesenta años antes, cuando su padre Pisístrato regresó del exilio y atacó con
éxito y ganó el control de Atenas a partir de este lugar de desembarco. Es
normal pensar que Hipias recomendaría seguir la misma estrategia que había
tenido éxito para su padre, pero la decisión no estaba en sus manos. Herodoto y
otras fuentes griegas normalmente sobrevaloran la importancia de diversos
exiliados y consejeros griegos en el proceso de toma de decisión persa,
siguiendo sin duda lo que esos mismos griegos pretendían que era el peso de su
influencia: porque ellos (o en muchos casos sus descendientes) fueron, por
supuesto, las fuentes de Herodoto. En realidad, se puede imaginar que el
experimentado comandante medo Datis difícilmente iba a necesitar que se le
señalasen las ventajas de Maratón como punto de desembarco: necesitaba
información pero con toda seguridad podemos atribuirle la decisión a él y a su
colega Artafernes.
Hipias era en esos momentos un hombre muy anciano. Como aparentemente ya
era un adulto en 558, cuando el matrimonio de su padre con la hija de Megacles
se vio arruinado por la negativa de Pisístrato a tener hijos con ella que
pudieran rivalizar con los hijos mayores que ya tenía —es decir, Hipias y su
hermano Hiparco— debía tener cerca de 90 años en la época de la campaña de
Maratón. Quería recuperar su poder en Atenas antes de morir, y que lo
enterrasen en su patria. Herodoto informa que en esa época Hipias tuvo un sueño
que animaba sus esperanzas. Soñó que estaba durmiendo con su madre, lo que
interpretó como que realmente recuperaría Atenas y sería enterrado allí. Pero
cuando desembarcó en Maratón sufrió un ataque de estornudos que le arrancó uno
de los dientes, que ya estaba suelto a causa de la edad. Buscó durante mucho
tiempo el diente pero no lo pudo encontrar, y llegó a la triste conclusión de
que sólo ese diente perdido estaba destinado a conseguir una tumba en el suelo
del Ática.
La historia es obviamente más simbólica que real, sin duda inventada
después de los acontecimientos por los atenienses o por los descendientes de
Hipias. En ese momento, las esperanzas de Hipias eran, a pesar de su avanzada
edad, bastante realistas. Seguía teniendo parientes y seguidores en Atenas —su
primo Hiparco, hijo de Carmo, por ejemplo— que bien podían decidir situar las
ventajas personales por delante del patriotismo y traicionar a Atenas a favor
de Hipias y los persas, como habían hecho los hombres en Eretria.
Y las fuerzas persas parecían irresistibles. Cuando llegaron las noticias a
Atenas, seguramente unas horas después durante el mismo día del desembarco
persa, los atenienses enviaron de inmediato un corredor a Esparta con la
noticia y pidiendo la ayuda de los espartanos, y mientras tanto debatieron qué
hacer ante la amenaza persa. Había dos opciones: traer a Atenas todas las fuerzas
disponibles y defender las murallas, mientras esperaban la deseada ayuda
espartana; o ir a Maratón con todas las fuerzas disponibles para enfrentarse a
los persas en su lugar de desembarco. La primera opción era comprensiblemente
popular: parecía la alternativa más segura, y para eso estaban las murallas
fortificadas con las que los griegos rodeaban sus ciudades. Pero Milcíades dio
un paso al frente como defensor de la estrategia ofensiva. Podía señalar que
ninguna ciudad griega había resistido con éxito un asedio persa, y en especial
que quedarse detrás de las murallas de la ciudad ofrecía la posibilidad de una
traición como la de Eretria. Todos los atenienses sabían que había ciudadanos
que no eran necesariamente leales al cien por cien. Además, Milcíades argumentó
que, si luchaban con el compromiso adecuado, los hoplitas griegos fuertemente
blindados se podían igualar fácilmente a los persas que llevaban una armadura
ligera. Su larga experiencia con la forma de hacer la guerra persa le daba
credibilidad. Así que al final la sugerencia de Milcíades ganó el debate y los
atenienses ordenaron a todos los ciudadanos capaces con la categoría de
hoplitas que tomasen las armas y provisiones para muchos días para marchar
hacia Maratón.
Mientras tanto, el corredor ateniense Filípides (o en algunas fuentes,
Fidípides) estaba de camino a Esparta. En una gesta atlética destacable,
recorrió los 225 kilómetros desde Atenas a Esparta, que pasaba por numerosos y
escarpados puertos de montaña, en dos días, llegando a Esparta el día después
de salir de Atenas. Allí anunció el desembarco persa y pidió la ayuda de los
espartanos como le habían ordenado, espoleando a los espartanos para que no
permitieran que Grecia perdiese otra de sus ciudades más grandes y antiguas. Sin
embargo, la respuesta de los espartanos no fue la que Filípides y los
atenienses habían esperado. Las autoridades espartanas expresaron que no era
una costumbre espartana marchar a la guerra durante la segunda semana de la
luna Carnea (es decir, la segunda luna nueva del año), y que por eso no irían
en ayuda de los atenienses hasta que la luna estuviera llena al cabo de seis
días; Filípides había llegado a Esparta en el noveno día de la luna, y la luna
estaría llena en la noche del decimoquinto día (es decir, el 11 de agosto según
el calendario moderno). Hay que admitir que los espartanos eran un pueblo dado
a la escrupulosidad religiosa y esta razón para el retraso merece algún
respeto. Pero al mismo tiempo, la situación era una emergencia que requería una
acción inmediata: al cabo de seis días Atenas ya se podría encontrar en manos
persas, como demostraba el ejemplo de Eretria. En realidad, los espartanos
siempre habían sido reticentes a comprometer sus fuerzas fuera del Peloponeso,
y no parecía que hubieran tenido dificultades para superar los escrúpulos
religiosos cuando sus propios intereses vitales estaban en juego. Después de
todo, los espartanos estaban arriesgando la existencia de Atenas con su
retraso.
Filípides, después de descansar una noche, partió de vuelta a Atenas
llevando la noticia de que los atenienses tendrían que aguantar solos durante
al menos una semana. Al atravesar el paso de montaña entre Esparta y Tegea,
afirmó que había tenido una experiencia sorprendente: se le apareció el dios Pan,
anunciando su amistad hacia los atenienses, y recriminándoles que no lo
veneraran de forma adecuada. De hecho, después de Maratón, los atenienses
establecieron un nuevo culto a Pan en una cueva al pie de la Acrópolis.
Naturalmente nos sentimos inclinados a pensar que la visión de Filípides fue
una alucinación provocada por el cansancio y por las endorfinas y la adrenalina
corriendo a través de su corriente sanguínea, pero para él y para los
atenienses la experiencia fue una revelación religiosa muy real. Y los
atenienses llegaron a pensar que Pan realmente les había ayudado: atribuyeron
la desbandada persa durante la batalla a un ataque de miedo «pánico» provocado
por el dios Pan.
Como Filípides había partido hacia Esparta antes de que los atenienses hubieran
decidido cuál iba a ser su estrategia, seguramente regresó a Atenas y descubrió
que el ejército se encontraba en Maratón. Allí se unió a ellos e informó de las
novedades: tendrían que apañárselas solos durante una semana, antes de que se
pudiera esperar la ayuda espartana.
El comandante ateniense era el polemarchos
(arconte militar) del año, Calimaco de Afidnas, que estaba asistido y
aconsejado por los diez generales tribales de la constitución de Clístenes,
entre los cuales se encontraba Milcíades y dos jóvenes líderes que se volverían
famosos algo más tarde: Temístocles y Arístides «el Justo» (según Plutarco en
su Vida de Arístides 5, aunque el
papel de Temístocles como general sólo se supone aquí).
Los hoplitas atenienses, sin duda acompañados por miles de infantes ligeros
y esclavos, habían tomado posición en las colinas en el extremo meridional de
la llanura de Maratón, atravesando dos carreteras que conducían de Maratón a
Atenas y cubriendo ambas. Estaban acampados alrededor de un santuario de Heracles,
probablemente cerca de la actual capilla de san Demetrio, en una posición
fuerte desde la cual podían presentar o evitar la batalla según lo decidiesen.
La idea habitual es que marcharon hasta allí como una fuerza unida con cerca de
10.000 hombres, pero eso es poco probable. Sin duda los hippeis, los atenienses ricos que se podían permitir sus propios
caballos, llegaron primero, siendo unos centenares. Aunque a veces realizaban
la función de caballería, con mayor frecuencia eran infantería montada, dejando
de lado a los caballos y ocupando sus puestos en la falange cuando estaba a
punto de librarse la batalla. Seguramente aseguraron la posición en las laderas
meridionales de la llanura como una fuerza de vanguardia, a la que se unirían
unos pocas horas después algunos miles de hoplitas que llegaban desde Atenas.
Pero sólo la mitad de los atenienses vivían en realidad en Atenas: el resto
vivía en pueblos y aldeas que se extendían por el resto del Ática, y los
contingentes que procedían de esas zonas es probable que siguieran llegando al
campamento ateniense a lo largo del día siguiente. Una fuerza platea también se
unió ese día a los atenienses, después de marchar pandemei (con todas sus fuerzas) para estar al lado de sus amigos
atenienses en el momento de necesidad. Debían ser unos 600 hombres bajo el
mando de Arimnesto.
Una vez reunida toda la fuerza ateniense, junto con los plateos, debían ser
unos diez mil hoplitas, una cifra remarcable para un estado tan pequeño. En
esta época Atenas debía tener en total unos 30.000 ciudadanos masculinos
adultos, menos de la mitad de los cuales eran lo suficientemente acomodados
para equiparse como hoplitas. La movilización de más de nueve mil hoplitas para
enfrentarse a los persas representaba, en consecuencia, básicamente un
llamamiento general a todos los atenienses en edad militar y categoría de
hoplita, cerca de un tercio del total del cuerpo ciudadano. Incluyendo a los
millares de infantes ligeros que sin duda acompañaban a los hoplitas, parece
bastante probable que más de la mitad de los ciudadanos atenienses saliera al
campo de batalla.
Dice mucho del compromiso y el orgullo cívico de los atenienses que tantos
estuvieran dispuestos y tuvieran la voluntad de dejar de lado otras
preocupaciones en el momento de peligro para su ciudad, y arriesgar sus vidas
para protegerla. Esta enorme movilización del potencial humano nacional, a
nivel porcentual, prácticamente no tiene ningún paralelismo en la historia de
la guerra: sólo la naturaleza fundamentalmente democrática y participativa de
las ciudades-estado griegas, y en especial de Atenas, que igualaba la
ciudad-estado en todos los aspectos importantes con el cuerpo ciudadano y por
eso los ciudadanos sentían que el estado era su estado y su negocio,
puede explicar el tipo de movilizaciones masivas que las ciudades-estado
griegas eran capaces de realizar de forma habitual, y también la frecuencia con
la que los historiadores no lo tienen en cuenta, como si semejantes
movilizaciones fueran acontecimientos naturales y normales.
El tamaño del ejército persa es, como hemos visto, imposible de establecer
de forma precisa. Nos tenemos que contentar con decir que nuestras fuentes
están de acuerdo en que los atenienses estaban significativamente superados en
número, y que la ventaja persa en caballería y arqueros era especialmente
preocupante. Frente a esta superioridad persa, y esperando los refuerzos
espartanos, los atenienses estaban satisfechos con mantener sus posiciones al
pie de las estribaciones de la cordillera de Pentele, y jugar a esperar.
Talaron árboles y los dispusieron sin desbrozar en las llamadas abattis1. líneas de árboles
sin desbrozar con las ramas en dirección hacia el enemigo que forman un
obstáculo contra la caballería en ambos flancos, preparando un avance seguro
hacia la llanura para la batalla cuando llegasen los refuerzos espartanos.
Los persas también jugaron a esperar: Datis y Artafernes no veían ninguna
razón para arriesgarse a un ataque cuesta arriba contra los fuertemente
blindados atenienses. Si los atenienses no querían salir a la llanura a luchar,
la guerra se podría ganar por otras vías. Probablemente esperaban un movimiento
entre algunos de los antiguos seguidores de Hipias para que les entregasen
Atenas; y si esto no ocurría, siempre quedaba la opción de dividir sus fuerzas
y lanzar un ataque anfibio sobre la ciudad de Atenas mientras los atenienses se
encontraban en Maratón. Es muy posible que estuvieran recibiendo información
del campamento ateniense, teniendo en cuenta las diferentes visiones entre los
atenienses sobre si y cómo luchar, y sabían cuándo, como muy pronto, se podría
esperar la llegada de las tropas espartanas. Porque difícilmente puede ser una
coincidencia que, tras días de inactividad, Datis y Artafernes realizaran un
movimiento decisivo la noche antes de la luna llena, cuando debía finalizar el
plazo de retraso de los espartanos. Pero suponiendo que esta información estaba
circulando desde el campamento ateniense al persa, de ninguna manera era un
tráfico en una sola dirección.
En mitad de la noche del 10 al 11 de agosto según el calendario moderno, el
polemarchos ateniense Calimaco fue
despertado por un mensajero procedente de los puestos avanzados atenienses.
Algunos griegos jonios de las fuerzas persas habían cruzado la tierra de nadie
y contactado con los atenienses de guardia para transmitir noticias vitales. Se
enviaron mensajeros para despertar a los diez generales tribales, y sin duda al
comandante plateo, para convocarlos a una reunión en la tienda de Calimaco,
donde serían interrogados los jonios. Estos informaron que los persas estaban
muy ocupados embarcando una parte sustancial de su ejército, y lo que era más
importante, la mayor parte de la fuerza de caballería, con el objetivo de
navegar alrededor del cabo Sunión y en dirección a la bahía de Falero para
atacar a la indefensa ciudad de Atenas mientras el ejército ateniense se
encontraba ausente en Maratón. Uno puede imaginar el alboroto que provocaron
estas noticias entre los comandantes atenienses, y la consecuencia fue un
debate acalorado sobre qué hacer, un debate que se centraba en dos posibles
cursos de acción.
De inmediato quedó claro que los atenienses no se podían quedar
sencillamente ocupando la posición que mantenían en esos momentos y esperar la
llegada de los espartanos. Desembarcando en la amplia bahía de Falero, la
caballería persa sería capaz de atravesar la llanura ateniense y avanzar por la
carretera de Maratón, cogiendo allí al ejército ateniense por la espalda al
mismo tiempo que la fuerza principal persa avanzaba para atacar colina arriba
desde la llanura de Maratón.
Mientras tanto, la infantería persa que hubiera desembarcado también en
Falero podría atacar la ciudad de Atenas, defendida sólo por los más viejos,
los más jóvenes y los pobres desarmados. Incluso si la ciudad no era
traicionada como ocurrió en Eretria, era totalmente posible que la
experimentada infantería persa fuera capaz de irrumpir y capturar la ciudad. En
consecuencia, permanecer donde estaban era para los atenienses casi la certidumbre
del desastre.
En vistas del gran peligro para la ciudad, con las mujeres y los niños y la
mayor parte de las propiedades mueble que tenían allí los atenienses, algunos
de los generales argumentaron que la única alternativa posible era abandonar Maratón
y regresar a la ciudad, refugiarse tras sus murallas fortificadas y defenderlas
contra el ataque persa. Esta era, por supuesto, la política que muchos
atenienses habían defendido desde el principio, y es muy comprensible que
reviviera en las presentes circunstancias. Pero las mismas objeciones que
habían evitado la adopción de esta política desde el principio seguían en pie,
sólo que a un nivel incluso mayor. Como líder del grupo que defendía la
resistencia en Maratón, Milcíades fue seguramente el portavoz principal al
plantear estas objeciones.
Para el ejército ateniense retirarse de su posición en Maratón sería
desmoralizador. Muchos de los 9.000 y pico hoplitas atenienses no vivían en la
ciudad de Atenas y se verían tentados de desertar de la marcha desde Maratón a
Atenas para dirigirse a sus pueblos y aldeas de origen en el Ática, para
proteger a sus familias y hogares. Los plateos se verían aún más tentados de
dejar a sus aliados atenienses y regresar a casa. Los que seguían en la ciudad
y defendían las murallas serían conscientes del fracaso de la estrategia
inicial, y la tentación de que alguien colocase los intereses propios y de su
familia por encima de los de la comunidad y cerrase un trato con los persas
para abrirles las puertas de la ciudad —como, hay que enfatizarlo de nuevo,
había ocurrido en Eretria sólo unos pocos días antes— sería muy fuerte. Y
además, hay que señalar que el antiguo tirano Hipias, que estaba con el
ejército persa, seguía teniendo parientes y antiguos seguidores viviendo en
Atenas, y no todos ellos se podían considerar totalmente de confianza por su
lealtad a la nueva Atenas post-Clístenes.
Milcíades argumentó que, al mismo tiempo que el movimiento persa
representaba una gran amenaza, también ofrecía una oportunidad que los
atenienses debían aprovechar como su única esperanza para sobrevivir y seguir
libres: una oportunidad de luchar contra los persas en una batalla en la
llanura de Maratón bajo condiciones más igualadas de lo que se podría haber
esperado. El factor principal que había hecho temer a los atenienses el avance
en la llanura abierta de Maratón había sido la gran superioridad numérica
persa, especialmente en caballería. Era el riesgo de que la caballería persa
flanquease a la falange ateniense y la atacase por detrás al mismo tiempo que
la más numerosa infantería persa avanzaba contra ella desde el frente, lo que
había mantenido a los atenienses en lo alto de la ladera, ocupando las
carreteras hacia Atenas y esperando a que el ejército espartano los reforzase. Ese
riesgo se había reducido ahora en buena medida: la mayor parte de la caballería
persa estaba en los barcos y no sería posible desembarcarla de nuevo a tiempo
para luchar, si los atenienses avanzaban por la llanura a primera hora de la
mañana. Incluso cuando los barcos persas hubieran zarpado los atenienses tenían
una ventana de oportunidad: los barcos tardarían unas doce horas en realizar el
viaje desde Maratón, alrededor del cabo Sunión, hasta la bahía de Falero; pero
la marcha por tierra sólo era de seis o siete horas, dejando un margen de
cuatro o cinco horas para combatir contra las disminuidas fuerzas persas en
Maratón. Milcíades argumentó que la perspectiva de una batalla victoriosa nunca
había sido tan brillante como en ese momento, y que los atenienses se deberían
armar al amanecer y bajar por la ladera para formar su falange en el llano,
forzando a los persas a salir y combatir con ellos sin su caballería, y con su
superioridad en la infantería también reducida por la cantidad de hombres
embarcados para el ataque contra Atenas.
El debate fue aparentemente largo y feroz, con los diez generales
prácticamente divididos por la mitad entre retirada y avance. Al final, la
decisión estuvo en manos del arconte
militar Calimaco y —afortunadamente para el pueblo ateniense y su (y nuestra)
historia posterior— estuvo de acuerdo con Milcíades que lo mejor sería
combatir. Así se tomó la decisión de avanzar por la llanura y presentar
batalla, y aparentemente Calimaco entregó al veterano Milcíades, cuya estrategia
era esta decisión de luchar, la tarea de decidir y organizar la estrategia de
batalla y las tácticas que se debían adoptar. En cualquier caso, todas las
fuentes están de acuerdo en atribuir el mérito a Milcíades.
LA BATALLA
Podemos imaginar que la noticia de
la reunión de los generales y del feroz debate que mantuvieron se extendió por
el campamento ateniense durante la noche, de manera que no debió ser una
sorpresa cuando los heraldos empezaron a distribuirse por el campamento en la
oscuridad previa al amanecer llamando a los hombres para que se despertasen,
preparasen y tomasen un desayuno temprano, y dispusiesen sus armas. Los fuegos
que se habían reducido a brasas durante la noche fueron avivados, los
sirvientes se debieron apresurar a preparar el cocido militar habitual con
cebada y verduras, junto con vino aguado para el desayuno de sus amos, y los
guerreros hoplitas se debieron dedicar a inspeccionar la armadura y las armas,
asegurándose de que estuvieran dispuestas para la acción. Los oficiales de las
secciones de la falange ateniense fueron llamados para reunirse con los
generales y ser instruidos con el plan de batalla que seguirían en cuanto
saliera el sol.
Porque ante el hecho de la aún considerable superioridad numérica persa,
Milcíades había desarrollado un plan de batalla muy innovador y complejo. La
táctica de batalla habitual de la falange hoplita griega era simple y uniforme:
los hombres formaban en un rectángulo constituido por ocho o más filas de
hombres, cada fila formaba un muro de escudos sin fisuras, y avanzaba a un paso
regular para que no se rompieran las limpias filas, hasta chocar con el
enemigo. Pero este sistema simple y habitual iba a sufrir cambios en varios
elementos cruciales, para enfrentarse a la amenaza específica que presentaban
los persas, en un ejemplo de ingenio táctico que no había conocido ningún
antecedente hasta ese momento en la forma griega de hacer la guerra, y que no
sería igualado durante otros 120 años, hasta la famosa batalla de Leuctra en
371 en la que finalmente los tebanos derrotaron a los espartanos en batalla.
Milcíades estaba preocupado por dos peligros específicos que presentaba el
ejército persa: como superaban significativamente en número a atenienses y
plateos, lo más probable era que formaran en una línea de batalla mucho más
larga, flanqueando a los griegos por uno o ambos lados y con ello creando el
riesgo de que la falange ateniense pudiera ser envuelta por uno o ambos
flancos, y así quedar derrotada; y el gran número y la gran habilidad de los
arqueros persas expondría a la falange que avanzaba a un paso corto y regular a
una larga y posiblemente agotadora lluvia de flechas que podría desmoralizar a
los hoplitas atenienses, o potencialmente incluso rechazarlos antes de que
pudieran llegar propiamente a tomar contacto con los persas. Milcíades había
elaborado medidas para contrarrestar ambas amenazas. Con el objetivo de evitar
el peligro de flanqueo, sería necesario extender la largura de la falange.
Alrededor de diez mil hombres formados en la falange habitual de ocho filas
crearía un frente de 1.200 hombres. Suponiendo que cada hombre ocupase como
media un metro de espacio, o quizás un poco más, la línea de vanguardia se
extendería alrededor de unos 1.300 metros, poco más o menos. Esa línea frontal
se podía extender significativamente si se adoptaba una falange de seis filas,
o incluso menos; pero cuanto más delgada era la falange, menor sería el peso
que tendría su carga contra la formación enemiga y mayor sería la posibilidad
de que fuera rechazada y se rompiese.
Milcíades decidió correr el riesgo de adelgazar su falange, pero sólo en
una parte de la formación. Dividió el ejército en tres partes: un ala derecha,
un ala izquierda y un centro. Las dos alas presentarían la formación habitual
de ocho filas; sólo el centro adelgazaría para extender la línea, formando con
cuatro filas de profundidad. La esperanza era que las dos fuertes alas serían
capaces de derrotar a las alas del ejército persa que se les opusiesen,
consiguiesen que esas alas persas salieran huyendo y entonces girar hacia
dentro para rodear el centro persa. En consecuencia, el delgado centro
ateniense estaría bajo una enorme presión del centro persa, y resultaba
decisivo que tuviera éxito en mantener la formación sin que se rompiese y que
no cediese demasiado terreno, hasta que las alas atenienses pudiesen flanquear
el centro persa y aliviar la presión sobre el centro ateniense. Esta estrategia
de batalla era muy arriesgada: si el centro ateniense se rompía y era superado
por los persas antes de que los flancos persas fueran desbaratados, serían las
alas atenienses las que se verían flanqueadas de dentro a afuera y rodeadas, no
el centro persa. Obviamente, resultaba crucial que los oficiales y los hoplitas
del ejército ateniense comprendiesen este plan de batalla y los papeles de las
dos alas y el centro.
Además, para contrarrestar el peligro de los arqueros persas, Milcíades
había decidido que, en cuanto la falange llegase dentro del alcance de las
flechas persas, debían abandonar su paso regular y avanzar a toda carrera para
encontrarse con los persas, reduciendo todo lo que pudiesen el tiempo que
estarían expuestos a los arqueros persas. Herodoto nos cuenta que los
atenienses en Maratón fueron los primeros hoplitas griegos que cargaron contra
el enemigo a la carrera. La razón resulta obvia: era prácticamente imposible
que miles de hombres corriendo hacia delante mantuvieran correctamente la
formación. Incluso en una explanada de desfiles, las diferencias en condición
física y habilidad como corredores haría que la fila se distorsionase; y la
llanura de Maratón 110 era una explanada de desfiles. Pero Milcíades calculó
que la inevitable distorsión de la filas de la falange era preferible al riesgo
de una exposición larga a los arqueros persas.
A posteriori, este plan de batalla desarrollado por Milcíades parece
bastante simple y evidente, de manera que no es necesario enfatizar lo inusual
y remarcable que fue en su tiempo. No se esperaba que los generales griegos
pensasen mucho o creasen planes de batalla. La guerra griega no se había
desarrollado para fomentar la inventiva o creatividad de los generales; se
basaba en un sistema simple y uniformemente aceptado que dependía de la
disciplina y la firmeza de los guerreros hoplitas. Cada hombre comprendía la
formación estándar y la importancia de mantener su puesto particular en la
formación, de manera que la falange pudiera permanecer intacta y, en
consecuencia, invicta.
Esta uniformización y estandarización de la guerra, enfatizando la disciplina
colectiva de la masa de guerreros más que las habilidades de los líderes,
subyacía a la naturaleza colectiva y democrática de la vida política de los
griegos, y en especial de los atenienses. Por esto probablemente los
habitualmente tan creativos griegos no pensaron seriamente en innovaciones
militares durante muchos siglos (entre principios del siglo VI y principios del
siglo IV a.C.) cuando su civilización de ciudades-estado se encontraba en su
cénit, y por eso es mucho más destacable que la gran excepción a esa regla
tuviese lugar en la Atenas democrática, permitiendo que el gran aristócrata
Milcíades impusiera sus ideas particulares a la falange democrática. Milcíades
merece más crédito como general y líder brillante del que normalmente se le da:
sus tácticas estaban cien años por delante de su tiempo. Sin embargo, al final
la confianza de Milcíades estaba depositada en la armadura superior y la
disciplina colectiva y la moral del hoplita griego para superar la experiencia,
el entrenamiento y el número de los persas.
El ejército ateniense debió levantar el campo y bajar de las montañas hacia
la llanura abierta en cuanto la luz del alba hizo posible el movimiento. No
podían permitirse ningún retraso, porque tenían que realizar su movimiento en
cuanto los barcos persas hubieran zarpado para su viaje alrededor del Ática: la
ventana de oportunidad para la batalla era muy estrecha y como mucho era de
cinco horas. A medida que cada uno de los regimientos tribales atenienses
bajaba a la llanura, se desplegaba desde la columna de marcha para convertirse
en la línea de batalla. Es muy posible que los regimientos del ala derecha
marchase primero, dirigidos por el arconte
militar Calimaco a la cabeza de su tribu Aiantis,
que ocupó la posición de honor en el extremo derecho.
Sabemos que el centro atenienses estaba formado por sólo dos regimientos
tribales: el Leontis dirigido por el
gran Temístocles, que iba a ganar fama como el arquitecto del poder naval
ateniense en la década posterior a Maratón, y la tribu Antiochis mandada por Arístides el Justo. Esto significaba que cada
ala tenía cuatro regimiento tribales, con el ala izquierda reforzada con los
600 plateos en el extremo izquierdo. Suponiendo que cada regimiento tribal
tenía más o menos el mismo número de efectivos, los dos regimientos del centro
debían tener unos 1.800 hombres, formados en cuatro filas de fondo, que debía
ocupar un frente de poco más o menos 500 metros. Las dos alas, el doble de
numerosas pero formadas con el doble de profundidad, ocuparían aproximadamente
el mismo espacio, de manera que, incluyendo unos 100 metros para los 600
plateos, la línea frontal completa del ejército ateniense debía tener alrededor
de 1.600 metros de largo. A los atenienses les debió llevar una o dos horas
desplegarse en esta línea e iniciar el avance; y a los persas les debió ocupar
más o menos lo mismo sacar al ejército del campamento y formar de cara a los
atenienses.
La distancia inicial entre los dos ejércitos, según cuenta Herodoto, era de
unos ocho estadios, lo que también son alrededor de 1.600 metros. En
consecuencia, se puede deducir que las fuerzas persas que permanecían en
Maratón habían avanzado por la parte meridional de la llanura al amanecer, sin
duda para cubrir la partida de los barcos y contrarrestar el movimiento
ateniense. El centro persa, que se consideraba el lugar de honor en su
ejército, estaba formado por la infantería de élite de la expedición:
infantería persa y de sus parientes los iranios saca, con las unidades
reclutadas entre los pueblos sometidos formando las dos alas. Aparentemente, la
práctica totalidad de la caballería persa se encontraba a bordo de los barcos,
puesto que la caballería no aparece en ninguno de los relatos del combate;
aunque el friso del templo Niké en la Acrópolis podría indicar que un resto de
la caballería persa seguía en tierra y luchó en la batalla.
Herodoto da la impresión de que los atenienses cubrieron los ocho estadios
de distancia entre los dos ejércitos a la carrera, pero esto no puede ser
correcto. Aunque los estudiosos han discutido si sería posible para hoplitas
completamente armados correr más de mil quinientos metros para presentar
batalla, la posibilidad de hacerlo no es relevante: no tendría sentido hacerlo.
¿Por qué se tendrían que agotar los atenienses corriendo cientos de metros con
la armadura completa (¡y en pleno agosto!) y corriendo el riesgo de una rotura
total de la formación en falange, cuando los arcos persas sólo eran efectivos a
una distancia de unos 150 metros? Por eso, incluso los historiadores que
argumentan que los atenienses corrieron los últimos 200 metros exageran: sólo
poco más o menos los últimos 150 metros habrían expuesto a los hoplitas
atenienses y plateos a una lluvia de flechas seriamente peligrosa, y sólo
habrían llegado a correr la distancia realmente necesaria.
Suponiendo, como he argumentado, que el ejército ateniense empezó a
abandonar el campamento y a desplegarse en la llanura al alba o poco después
del mismo —que habría tenido lugar alrededor de las 6:30 de la mañana el 11 de
agosto— lo más lógico es que la batalla hubiera empezado entre las 8 y las 9 de
la mañana. El polemarchos ateniense
Calimaco habría ordenado a sus salpinktes
(trompeteros) que tocasen la señal de avance y este toque habría sido repetido
sucesivamente por todos los trompeteros a lo largo de la línea hasta que
alcanzase el ala izquierda. En consecuencia, empezando por la derecha, toda la
fila de más de mil quinientos metros empezó a avanzar a un paso regular, fila a
fila, los hombres haciendo todo lo posible para mantener la cohesión de las
filas mientras caminaban por los desniveles del terreno y rodeaban obstáculos
menores.
Al avanzar, todo el ejército habría empezado a cantar el sencillo himno
llamado paian en honor a Apolo como
protector y propiciador de la victoria. Cada estado griego tenía su versión
particular del paian. El efecto era
embravecer a los hombres mientras avanzaban hacia el terrible acto de la
batalla, dándoles un sentido de cohesión y de objetivo común, para suavizar los
temores y calmar los nervios. Uno puede imaginar el sonido de 10.000 hombres
avanzando al paso y cantando el paian
al pensar en una multitud de seguidores británicos de fútbol o de rugby
cantando juntos para espolear a su equipo —los seguidores del Liverpool F.C. cantando
«You’ll never walk alone», por ejemplo, o los seguidores de rugby galeses en
Cardiff cantando «Land of my Fathers»— o en un contexto norteamericano, las
canciones de combate entonadas por miles de estudiantes en los partidos de
fútbol americano universitario.
Al acercarse al enemigo, cesaba el canto del paian y los hombres empezaban a lanzar sus gritos de guerra
—habitualmente un grito sin palabras de «Eleleu!
Eleleu!», por ejemplo— que tenía el objetivo de animar el valor de los
propios e infundir miedo en los enemigos. Mientras gritaban de esta forma y les
empezaban a caer encima las primeras flechas persas, Calimaco ordenó a su
trompetero que tocase la señal de correr, y a medida que los trompeteros
repetían la señal a lo largo de la línea, los atenienses y los plateos
aumentaron su ritmo de un paso regular a una carrera rápida, con los escudos
alzados y estirados hacia el frente para evitar que golpeasen contra las
piernas y (según esperaban) protegiesen contra las flechas, las lanzas alzadas y
dispuestas para golpear las filas delanteras de los persas en cuanto estuviesen
al alcance.
Desde la perspectiva persa la visión debía ser terrorífica: una amplia masa
de hombres recubiertos de bronce, aparentemente más altos y más terribles por
las altas crestas que ondeaban por encima de sus yelmos, las cabezas
completamente cubiertas por esos brillantes cascos de bronce, los cuerpos
ocultos tras grandes escudos recubiertos de bronce, cargando hacia ellos a la
carrera y gritando todo lo que daban sus pulmones. Llegando a semejante
velocidad a la línea frontal persa, los griegos se debieron precipitar
literalmente con un impacto terrible contra los persas que vestían armaduras
ligeras y escudos de mimbre, y el daño inicial a los persas, en hombres derribados
y/o heridos o muertos por los lanzazos, debió ser grande, especialmente en las
alas. De hecho, parece probable que el centro ateniense, con sólo la mitad de
la profundidad de las alas, se hubiera mantenido algo más retrasado: en
definitiva, la estrategia ateniense consistía en que las alas derrotaran
primero a los persas en sus zonas de la batalla, mientras que el centro
ateniense intentaba conservar el terreno frente a posibilidades muy
desfavorable. Por eso es posible que en el centro el combate empezase un poco
después que en las alas; y allí fue donde los persas presionaron a los
atenienses.
Es seguro que los persas lucharon bien, a pesar de la sorpresa inicial de
la carga ateniense. Tenemos que recordar que los persas eran un orgulloso
pueblo guerrero, que habían conquistado un gran imperio y gozaban con toda
justicia de una gran reputación por su valor e invencibilidad. Conservaron el
terreno a pesar de las grandes pérdidas iniciales y respondieron con dureza. En
el centro, mientras tanto, la batalla parecía que se decantaba a su favor al
imponerse la superioridad numérica y empezar a hacer retroceder la delgada
línea de los atenienses. Los dos regimientos tribales en el centro ateniense
pasaron un rato muy malo, de hecho, cediendo terreno y según nuestras fuentes
llegando a un punto cercano a la rotura. Surgieron muchas leyendas sobre esta
lucha desesperada en el centro: según una de ellas, un guerrero enorme, armado
a la antigua, apareció de la nada donde la presión sobre los atenienses era más
fuerte, blandiendo un garrote más que una lanza, y animando a los atenienses a
resistir y mantener la línea. Se supone que este personaje fue el gran héroe
ateniense Teseo, que se había levantado de su tumba para defender a su pueblo
en la hora de mayor necesidad. Esta leyenda nos demuestra lo desesperada que
fue la lucha para las delgadas líneas en el centro ateniense.
Pero explicar la historia de la batalla de esta forma, la narración del
historiador académico, tranquila, racional, sin sangre y casi aséptica, no
puede transmitir el sentido verdadero y completo de cómo era realmente una
batalla. Deberíamos imaginar qué le debió parecer a un hoplita ateniense
mientras participaba en ella. Lo despertaron justo antes del amanecer con la
noticia de que debía prepararse para la batalla —si en realidad no se había
despertado mucho antes con el rumor que recorría el campamento de que habían
llegado novedades importantes y los generales estaban discutiendo el curso de
acción—, tuvo que tomar un desayuno muy temprano y después comprobar y ponerse
su armadura. A muchos hombres les debió resultar difícil tragar la comida, con
el estómago atenazado por los nervios ante la perspectiva de arriesgar sus
vidas, pero los hombres mayores y los oficiales debieron animar a todo el mundo
para que comiera y bebiera adecuadamente. Ajustando la coraza; poniéndose las
grebas; deslizando el cinturón de la espada corta atravesando el torso, la
espada colgada pulcramente sobre la cadera izquierda; colocando el yelmo sobre
la coronilla, preparado para boyarse sobre el rostro en cuanto se iniciase la
marcha hacia el enemigo; alzando el gran escudo para deslizar el brazo
izquierdo a través del agarre central, agarrar el asa para la mano y colocar el
borde del escudo sobre el hombro izquierdo; y finalmente, recogiendo la lanza
de dos metros y medio, y colocando la mano justo en el sitio preciso para
mantenerla equilibrada; sus nervios debían estar tensos durante todo este
tiempo, mientras la imaginación jugaba con la idea de enfrentarse al temido
Medo. A su alrededor estaba el ruido y el bullicio de casi 10.000 compatriotas
atenienses que se preparaban de la misma manera. Después tenía que encontrar su
puesto en la línea y en la fila de su regimiento tribal, y cuando la oscuridad
y el frío que precede al amanecer dio paso a la luz y el calor de la mañana de
principios de agosto, emprendió la marcha hacia la llanura.
La masa de hombres a su alrededor, marchando al mismo ritmo, vistiendo el
mismo equipo, dispuestos a luchar por la misma causa, debieron ser un alivio, y
no hay duda de que el simple acto de marchar al unísono, de moverse, debió calmar un poco sus
nervios. Después sonaron los toques de trompeta y se gritaron las órdenes
cuando los regimientos pasaron de las columnas de marcha a las líneas de
batalla, y con ello el hoplita de la primera lila tuvo la primera visión clara,
a través de los agujeros para los ojos del yelmo que ahora ya llevaba
correctamente colocado sobre el rostro, de las tupidas filas persas. Miles y
miles de hombres de aspecto extraño, vistiendo pantalones en lugar de túnicas,
y otras ropas exóticas, debieron provocar de nuevo su nerviosismo.
Una muchedumbre, en especial una muchedumbre hostil, suele parecer más
grande, más numerosa de lo que es en realidad; y en este caso los persas
superaban indudablemente en número a los griegos, quizá dos a uno. La
influencia persistente del paian, la
sensación embriagadora de miles de compañeros a su alrededor, moviéndose al
unísono, unidos en el mismo propósito, y el llamamiento a un dios que estará a
tu lado si te muestras digno de ello: todo esto debió jugar su papel en
mantener a nuestro hoplita lo suficientemente tranquilo y concentrado para
marchar hacia delante a un ritmo constante para encontrarse con el peligro que
tenía delante. Después llegó la lluvia de flechas que caían del cielo sobre sus
filas, los gruñidos o gritos ocasionales de un hombre alcanzado por ellas, la
señal de trompeta para empezar a correr, y la propia carrera agotadora con casi
30 kilos de peso colgados del cuerpo o sostenidos con las manos para hacerla
aún más difícil. Esa carrera hacia delante, posiblemente un trote pesado y a
veces a trompicones sobre un terreno nada nivelado, debió impulsar el bombeo de
adrenalina, y es posible que nuestro hoplita se diera cuenta con sorpresa que
estaba gritando a pleno pulmón mientras cargaba.
El choque con las filas persas inició la batalla propiamente dicha, y la
única preocupación en medio del jadeo, el estruendo, la conmoción, era
atravesar a cualquier persa que tuviera a la vista, mientras mantenía levantado
y al frente el escudo para rechazar los golpes enemigos. Para un occidental
contemporáneo resulta difícil imaginar cómo debía ser una batalla de aquella
época, con armas cortantes y de lanzamiento, de combate cuerpo a cuerpo en
formaciones masivas. Implicaba a todos los sentidos —vista, oído, olfato,
tacto— y dichos sentidos se veían agudizados por el miedo, la excitación y la
adrenalina. Para el hombre moderno esta experiencia no se obtiene a través de
la batalla contemporánea, con sus unidades pequeñas, formaciones dispersas y
armas de fuego que provocan la muerte o la herida sin que se las vea desde
prácticamente todas las direcciones y con frecuencia desde una gran distancia.
Más bien se trata de la experiencia de encontrarse en medio de una gran
muchedumbre que puede desencadenar un alboroto: quizás una manifestación que se
enfrenta a una formación policial y que avanza o retrocede en función de las
cargas policiales con porras, cañones de agua o a caballo.
Para el hoplita griego la sensación de perder el control de los movimientos
y las decisiones personales se veía incrementado por el yelmo que amortiguaba
los sonidos y restringía la visión a lo que se encontraba directamente delante,
y por el escudo pesado y poco manejable, que dificultaba los movimientos en la
misma medida que ofrecía protección. Avanzando hacia delante, o —lo que era
mucho más temible— que te empujarán hacia atrás, se escuchaban los gritos de
hombres luchando, los gruñidos y chillidos de hombres heridos y moribundos, el
resonar de las armas contra la armadura y al penetrar en la carne. Se presentía
la aparición indiferenciada de figuras vislumbradas, a las que había que
golpear si vestían togas, pantalones y gorros de fieltro con orejeras, o a las
que había que apoyar si iban cubiertas de una armadura de bronce y faldas
cortas. Los músculos dolían de correr, por el peso del equipo, por las
sacudidas de la lanza contra los cuerpos enemigos, o por recibir los golpes
enemigos sobre el escudo. Y el ruido se veía sobrepasado por toda una serie de
olores penetrantes: el sudor de hombres en combate, el olor ferroso y dulzón de
la sangre, y sobre todo, sin lugar a dudas, el aroma ácido de la orina y el
hedor húmedo de las heces cuando el miedo, las heridas y la muerte provocaban
que los hombres soltasen la vejiga y los intestinos.
Con todo esto lo que quiero decir es que la batalla era una experiencia
confusa y terrible para el soldado individual que participaba en ella. Esto era
así incluso cuando —como es el caso de los atenienses en Maratón— los planes
elaborados antes de la batalla funcionan casi a la perfección y la batalla iba
bien. Para los soldados en el bando persa esta batalla debió ser aún más
terrible. Cubiertos de los pies a la cabeza con ropas, pero portando poca o
ninguna armadura y cargando con un escudo ligero de mimbre que, aunque ofrecía
una buena protección frente a las flechas y las jabalinas de su forma nativa de
hacer la guerra, presentaba poca resistencia frente a los golpes firmes de las
lanzas pesadas griegas, se encontraron en esta batalla con una gran desventaja
frente a los hoplitas griegos cubiertos de armaduras pesadas. Sus propias armas
tenían poco efecto contra los escudos pesados y la armadura de bronce de los
griegos, mientras que las lanzas pesadas griegas causaban grandes daños.
Milcíades demostró tener razón en su estimación del valor de combate
relativo de los hoplitas griegos fuertemente armados y la infantería ligera
irania, sin importar lo bien entrenada y disciplinada que fuera, y la batalla
discurrió exactamente según sus planes. Las dos alas atenienses, la izquierda
reforzada por los aliados plateos, fueron desplazando sin descanso las fuerzas
que se les oponían, y al cabo de poco tiempo los flancos persas se rompieron,
los soldados intentando huir por la senda estrecha entre la marisma y el mar,
encaminándose hacia donde se encontraban los barcos persas cercanos a la
orilla, ofreciendo cobertura. Este fue el momento crucial de la batalla: el
instinto natural de masas de soldados que rechazan y hacen huir al enemigo era
perseguir y matar. ¿Serían capaces de refrenar dicho impulso y recordar sus
instrucciones de rodear por detrás el centro persa, girándose hacia dentro para
flanquearlo y atacarlo desde la retaguardia?
Si fracasaban, las consecuencias podían ser desastrosas. El centro
ateniense iba perdiendo constantemente terreno, y aunque los hoplitas en él,
conociendo su papel, habían resistido y no habían roto filas ni huido, no
podían oponerse indefinidamente a la enorme presión a la que estaban sometidos.
Si conseguían desbaratar el centro ateniense, el riesgo era que los atenienses
aún podían perder la batalla o, en el mejor de los casos, habría conducido a un
punto muerto que habría ofrecido a los persas la oportunidad de triunfar a
través de la fuerza que navegaba alrededor del Ática para capturar Atenas.
Sin embargo, si las alas atenienses conseguían girar hacia dentro y
flanquear el centro persa, el resultado de la batalla quedaría sellado. Cuando
los soldados en la retaguardia del centro persa se vieron atacados, o se dieron
cuenta de que estaban a punto de ser rodeados, huyeron hacia los barcos, como
los soldados de los flancos. A medida que cada vez más soldados del centro
persa huían, la presión sobre el centro ateniense se vio aliviada y, sintiendo
la victoria, fue capaz de retomar la iniciativa y rechazar a los persas que se
les enfrentaban, empujándolos hacia las fuerzas de los flancos atenienses que
los estaban rodeando. Aún quedaba por librar un combate muy duro, porque los
persas y sacas del centro no vendieron baratas sus vidas, pero el resultado
inevitable era una victoria aplastante de los atenienses.
Tras el colapso del centro persa, los atenienses persiguieron las fuerzas
persas en desbandada hacia el campamento persa y sus barcos. Se nos cuenta que
más que en el combate, los persas sufrieron muchas bajas durante esta huida,
cuando la senda estrecha se vio colapsada y numerosos persas fueron empujados
hacia la marisma por un lado o el mar por el otro, mientras que los atenienses
que los perseguían no dejaban de matar a los persas que quedaban rezagados. A
pesar de todo esto, la mayor parte del ejército persa consiguió llegar a los
barcos y empezó a embarcar. Aquí tuvo lugar la última fase de la batalla,
cuando los atenienses intentaron evitar que los persas subieran a los barcos, e
incluso intentaron capturar algunos de ellos.
El hermano del famoso dramaturgo ateniense Esquilo, Cinegiro, murió en esta
lucha, combatiendo duramente por capturar un barco persa. Aquí murió también el
arconte de guerra Calimaco y
Estesilao, uno de los diez generales tribales. Al final, los atenienses
consiguieron capturar unos siete barcos persas, pero la gran mayoría, después
de recoger a todos los sobrevivientes de la batalla que pudieron, rechazaron
con éxito el ataque ateniense y se adentraron en el mar. La batalla había
acabado y los atenienses —posiblemente para su propia sorpresa— descubrieron
que habían obtenido una clara victoria. Recontando los heridos y los muertos,
gracias a su excelente armadura defensiva y a sus escudos, descubrieron que sus
pérdidas en hombres muertos eran leves: sólo 192 atenienses y once plateos
murieron, la mayoría de ellos en la lucha final alrededor de los barcos. En
contraste, los atenienses contaron 6.400 enemigos muertos: los recontaron con
precisión porque habían realizado una promesa a la diosa Artemisa, si les
ayudada a conseguir la victoria, de sacrificarle un cabrito por cada enemigo
muerto. De hecho el número de enemigos muertos fue tan grande que los
atenienses no pudieron cumplir la promesa de una sola vez: se vieron obligados
a cumplir su promesa a plazos, sacrificando a Artemisa 500 cabritos al año.
Podemos calcular que, si se inició entre las 8 y las 9 de la mañana, la batalla
pudo acabar y los barcos persas se adentraron en el mar no mucho después de las
11 de la mañana. Seguía quedando mucho día por delante, aunque ya lleno de
incidencias, y quedaba mucho trabajo por hacer reuniendo a los muertos y
cuidando a los heridos. Ambas tareas se consideraban cruciales. La importancia
de cuidar a los heridos resulta obvia; pero los antiguos griegos daban una
importancia casi igual a la preocupación por los muertos. En las creencias
religiosas griegas sobre los muertos, un entierro apropiado era de crucial
importancia para el destino de la sombra (o como diríamos en la actualidad, el
espíritu) del fallecido. Sólo si se celebraba un funeral apropiado el barquero
Caronte podía atravesar el río Estigia con la sombra del muerto y alcanzar el
descanso eterno en el Hades, el inframundo. Las sombras de los hombres que no
se enterraban correctamente estaban condenadas a una eternidad de vagabundeo
incesante por la orilla equivocada del Estigia, sin encontrar nunca la paz. En
Maratón, como tributo único a la muerte heroica en la gran batalla, los
cadáveres fueron reunidos para ser enterrados en una fosa común cubierta con un
gran montículo funerario, llamado el Soros, que aún se puede ver en la
actualidad.
LA carrera hacia Atenas
Pero, aunque habían ganado la
batalla, la victoria ateniense en la campaña de Maratón aún no estaba
asegurada. Mientras los líderes atenienses contemplaban a los barcos persas
enfilar hacia el sur desde Maratón, se sintieron ansiosos sobre la fuerza persa
que había partido hacia Atenas esa misma mañana. Si esta fuerza tenía éxito en
la captura de Atenas mientras se encontraba indefensa, la derrota aún se podía
convertir en una victoria. En consecuencia, la cuestión que debían resolver los
líderes atenienses era si podían proporcionar a Atenas una fuerza defensiva
adecuada antes de que llegasen los barcos persas. Según Herodoto, su temor a
que los persas capturasen la ciudad de Atenas se vio reforzado por un informe
de que alguien había «levantado un escudo» para señalar a los persas que la
ciudad era vulnerable.
Esta información resulta sorprendente: había miles de escudos que se
alzaron y bajaron por toda la llanura de Maratón durante ese día, ¿qué quería
decir Herodoto con «levantado» 1111 escudo? Algunos historiadores especulan que
se encontraba en lo más alto de las laderas del monte Pentele, que dominaba la
llanura, de manera que el escudo se utilizó para comunicarse con los persas
mediante destellos del sol en su brillante superficie. Sin embargo, todo esto sólo
es especulación porque Herodoto no dice nada de esto. Todo el episodio del
escudo parece muy dudoso desde el principio, en especial porque esta supuesta
señal le llegó a Herodoto en el contexto de una denuncia de traición por parte
de la poderosa y controvertida familia Alcmeónida. Toda la historia del escudo
podría ser, en efecto, una invención por parte de los enemigos de los
Alcmeónidas.
En cualquier caso, los generales atenienses sabían que algunas fuerzas
tenían que llegar a la ciudad de Atenas en cuanto fuera humanamente posible,
para protegerla del ataque persa. Los barcos persas tenían por delante una
larga travesía, alrededor del Ática, hasta llegar a la bahía de Falero: remando
lo más directamente posible, la distancia a cubrir era de algo más de ciento
diez kilómetros. Lo más seguro es que los trirremes remasen a la mayor
velocidad posible, dejando atrás a los barcos de transporte más lentos para que
avanzasen a vela a la velocidad que pudiesen. Sabemos que los antiguos
trirremes eran capaces de alcanzar una velocidad de seis a ocho nudos, lo que
es lo mismo que decir entre once y quince kilómetros a la hora, en velocidad
punta y durante un corto espacio de tiempo; y podemos asumir que los persas
presionaron a sus remeros para que realizaran un esfuerzo extremo. En cualquier
caso, el más rápido de los trirremes persas no pudo superar una media de unos
nueve kilómetros a la hora para dicha distancia, ni haber alcanzado la bahía de
Falero en menos de doce horas, lo que es lo mismo que decir que los barcos
persas podrían haber empezado a aparecen en la bahía de Falero frente a Atenas
en las horas previas a oscurecer (lo que habría ocurrido hacia las 8:30),
alrededor de las 6 y las 7 de la tarde asumiendo un esfuerzo extenuante. Los
soldados atenienses que viajaban de Maratón hacia el Ática por tierra tenían
una ruta mucho más corta: unos treinta y cinco kilómetros por la ruta más corta
atravesando la vertiente septentrional del Pentele, o entre cuarenta y cuarenta
y dos kilómetros tomando el camino costero hacia el sur y cortando después
sobre las laderas meridionales del Pentele, y a través del paso entre Pentele e
Himeto, bajando hacia la llanura ateniense desde Palene. Esta última era la
ruta más llana y menos exigente, y el camino que había tomado el ejército de
Pisístrato y de sus hijos cuando conquistaron Atenas en 547. La ruta
septentrional, aunque era bastante más corta, implicaba una subida muy
pronunciada de unos cinco o seis kilómetros al principio siguiendo una senda
estrecha a través de un terreno escarpado y boscoso; pero tenía la ventaja de
que después ofrecía un camino prácticamente directo y cuesta abajo de unos
veintinueve kilómetros hasta llegar a la ciudad.
Los historiadores han debatido cuál de estas rutas es más probable que
tomasen los atenienses en este momento de crisis. Pero cualquier elección entre
estas dos rutas me parece un error. La situación requería sobre todo velocidad,
como enfatiza Herodoto en su relato, y extender a miles de hombres a lo largo
de una ruta estrecha no ayuda en nada a conseguir una gran velocidad. Existe un
viejo axioma de guerra: marcha dividido, lucha unido. Creo que es muy probable
que los atenienses regresasen a Atenas por las dos rutas de manera que
consiguiesen la mayor velocidad posible.
Para esta marcha los generales podían dividir el ejército siguiendo dos
principios básicos: por tribus o por edades. En el primer caso, cuatro de las
ocho tribus en marcha (se decidió que dos se quedasen en Maratón, como
veremos), se podían haber asignado a cada una de las rutas. No obstante, en
este caso una división por edades me parece lo más adecuado: en vistas de la
subida empinada y exigente que se encontraba ante los hombres que tomasen la
ruta norte a lo largo de los primeros cinco o seis kilómetros del viaje, lo más
lógico sería enviar a los hombres más jóvenes por esta ruta, reservando la ruta
meridional, más llana y menos exigente desde el punto de vista físico, para los
soldados mayores. Como suposición, se puede especular que los de 18 a 30 años
fueron enviados por la ruta norte, con la orden de subir la cuesta a paso
regular, atravesar el Paso de Dioniso en el punto más alto de la ruta y después
bajar a la máxima velocidad por la larga bajada hasta Atenas; mientras que los
hombres de más de 30 años habrían marchado al mayor ritmo que pudieran sostener
por la ruta sur. Por muy brutal que fuera la subida inicial para los soldados
más jóvenes, completamente armados bajo el bochorno del sol del mediodía y
después de pasar la mañana librando una batalla, se podía esperar que cuando
los hombres atravesaran el paso de montaña podrían recobrar el ritmo durante
los aproximadamente veintinueve kilómetros de un camino básicamente recto y
cuesta abajo, y alcanzar la ciudad antes que los hombres mayores por la ruta meridional.
Quizá la leyenda más famosa sobre la batalla de Maratón sea la del corredor
Filípides que fue enviado por los generales en Maratón para que corriera hasta
la ciudad para anunciar el resultado de la batalla. Según se cuenta, llegó a la
ciudad después de correr durante todo el camino, anunció al consejo su «hemos
ganado», y cayó muerto de agotamiento. Esta leyenda no se encuentra en el
relato de Herodoto: su primera aparición data de la época imperial romana, más
de 600 años después del acontecimiento, en historias narradas por Plutarco y
Luciano.
En este caso la verdad es mucho más impresionante que la leyenda. Filípides
no corrió los míseros cuarenta kilómetros de Maratón a Atenas, sino los duros
225 kilómetros de Atenas a Esparta y la misma distancia de vuelta, como hemos
visto. Para este «ultrafondista» en plena forma una carrera de Maratón a Atenas
habría sido un placentero ejercicio de entrenamiento. De hecho fue la mayor
parte del ejército ateniense, aquellos que eran capaces después de la batalla,
quien en esa tarde del 11 de agosto de 490 a.C. viajó de Maratón a Atenas,
después de librar por la mañana la batalla más desesperada de sus vidas. Y no
viajaron con ropa de atletismo, sino con la armadura completa, incluidos
escudos y lanzas. Los dos regimientos tribales que habían luchado en el centro
de la formación ateniense, y que habían sufrido más durante la batalla, como
hemos visto, quedaron atrás para asegurar el campo de batalla, cuidar a los
heridos y reunir a los muertos. El resto del ejército ateniense, los que
estaban en buenas condiciones para viajar, recibieron la orden de encaminarse
hacia Atenas lo más rápido que pudiesen, como lo expresa Herodoto. Dejando
atrás a dos regimientos, y teniendo claro que junto a los cerca de doscientos muertos
varios centenares de hoplitas habrían recibido heridas durante la batalla, es
posible que cerca de seis mil hombres emprendieran esta marcha a paso ligero
para salvar a Atenas. Debemos recordar que los hombres en los tiempos antiguos
estaban acostumbrados a ir andando a todas partes, a menudo durante horas y
utilizando caminos irregulares y escabrosos, de manera que esta marcha le
habría parecido mucho menos extremada a un griego antiguo que a un hombre
moderno que está acostumbrado a cubrir las distancias largas con vehículos
motorizados. Aun así, esta tarde de verano los atenienses completaron una
marcha sorprendente.
Resulta inevitable que, dadas las diferencias naturales en estado de forma,
ritmo y habilidades atléticas, los miles de guerreros atenienses se fueran
separando a lo largo de los caminos durante las horas siguientes; y también es
natural que no debieron correr toda la distancia. Esto habría resultado casi
imposible con toda la armadura incluso en la mejor de las ocasiones, y mucho menos
a primera hora de la tarde después de librar una batalla durante toda la
mañana.
Los
soldados más jóvenes habrían partido a paso rápido para encarar la difícil
etapa inicial de subida por la cara norte del Pentele, y muchos habrían reducido considerablemente el ritmo
después de los dos primeros kilómetros. Aun así, después de alcanzar el Paso de
Dioniso, los hombres más en forma habrían sido capaces de trotar o correr al
menos una parte del resto del camino, bajando por la ladera hacia Atenas.
Un buen corredor de maratón aficionado puede completar la distancia moderna
de casi cuarenta y dos kilómetros en unas cuatro horas. Muchos de los
atenienses en 490, como he sugerido, tomaron la ruta más corta, en la que N. G.
L. Hammond informó que había caminado de Atenas a Maratón en seis horas, y
había tardado de regreso el mismo día unas siete horas. En consecuencia,
podemos asumir que los primeros hoplitas atenienses agotados empezaron a gotear
en la ciudad de Atenas unas seis horas después de partir, y habrían
transcurrido al menos siete horas antes de que un número considerable de
hoplitas atenienses alcanzase la ciudad. Podemos suponer que los hippeis, los aristócratas ricos que eran
propietarios de caballos, incluidos los generales y algunos de los oficiales,
cabalgaron al galope por la ruta más llana del Palene, para llegar antes a la
ciudad y preparar la defensa. Se tomó la decisión de estacionar a la fuerza de
hoplitas atenienses justo en las afueras de la ciudad, en su lado occidental,
en el gimnasio de Cinosargos, encarando la bahía de Falero. Parecía un buen
augurio que al igual que había habido un santuario de Heracles en el campamento
ateniense en Maratón, Cinosargos también estuviera dedicado a Heracles.
A medida que los cansados hoplitas atenienses iban llegando por los
polvorientos caminos que atravesaban el llano de Atenas, se encontraban con la
orden de atravesar directamente la ciudad para encaminarse hacia Cinosargos, y
esperar allí en formación militar. Ancianos y muchachos, y en esta situación
quizá también mujeres, probablemente llenaban jarras de agua en las fuentes de
las casas de la ciudad para refrescar a los hombres agotados por el esfuerzo,
reproduciendo escenas que no se debían diferenciar demasiado de los puntos de
avituallamiento en los maratones modernos. ! ,o que sabemos es que cuando, al
caer la tarde, aparecieron ron los primeros barcos persas en la amplia bahía
que había delante de Falero, vieron que ya les esperaban delante de la ciudad
un fuerza de varios miles de hoplitas. Como habían abandonado la bahía de
Maratón por la mañana, antes de la batalla, al principio se debieron preguntar
quiénes eran esos soldados. Pero deben haber visto avanzando por los caminos
polvorientos de la llanura atenienses para unirse a las fuerzas en Cinosargos
una corriente continua de hoplitas atenienses, lo que les habría dado la clave.
Estos no eran soldados derrotados o en retirada, acosados por una ejército
perseguidor, y su presencia sólo se podía explicar asumiendo que la fuerza
persa en Maratón había quedado de alguna manera fuera de combate. Los persas,
indecisos, anclaron en la bahía y esperaron. Podemos suponer que no tardó
demasiado en llegarles noticias definitivas: para los persas que se retiraban
de la bahía de Maratón debió resultar crucial informar de lo que había ocurrido
a los barcos persas en Falero, y un barco ligero de reconocimiento podía
realizar el viaje alrededor del Ática a una velocidad mucho mayor que los
trirremes y los transportes. En cualquier caso, después de descansar en la
bahía de Falero durante un rato, los jefes discutieron sobre lo que debían
hacer y los barcos persas se dieron la vuelta y remaron de vuelta a Asia. Nadie
en el ejército persa tenía ganas de intentar un desembarco delante mismo de una
fuerza de guerreros hoplitas grande, decidida y victoriosa. Así quedo
confirmada la victoria total de los atenienses.
Unos
pocos días después, una avanzadillas de 2.000 espartiatas llegó a Atenas,
después de salir de Esparta el día 12, inmediatamente después de la noche de
luna llena, y a marchas forzadas llegó a Atenas (sorprendentemente) al tercer
día. Allí supieron que la batalla ya había tenido lugar y que ya no eran
necesarios. Pidieron permiso para visitar el campo de batalla y, después de
hacerlo, se fueron impresionado por el logro de los atenienses. Es muy posible
que los propios atenienses no fueran totalmente conscientes de la escala de lo
que habían logrado. Acontecimientos como éstos tardan tiempo en calar en las
conciencias. Pero no pasaron muchos años antes de que la batalla de Maratón
fuera reconocida como el día más importante en la historia ateniense, y como
uno de los puntos de inflexión en la historia de Grecia y del mundo occidental.
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