Las relaciones entre el Imperio persa y los griegos empezaron como iban a
seguir en su conjunto: mal. Cuando Ciro estuvo en guerra con el Imperio lidio
de Creso en 546, descubrió —cómo no lo sabemos— que el imperio de Creso
incluía, en su costa occidental, una serie de importantes ciudades-estado cuyos
habitantes, que no eran lidios sino griegos, habían sido sometidos
recientemente por los lidios. Ciro calculó que estas ciudades-estado podían
sentir hostilidad hacia su soberano lidio y que podría convertir dicha
hostilidad en una ventaja para él. Como hemos visto, envió mensajeros a las
ciudades griegas de Anatolia Occidental invitándolas a que se librasen de la dominación
lidia y se convirtieran en sus aliados. Pero resultó que los sentimientos
griegos hacia Creso no eran de ninguna manera hostiles —de hecho Creso era un
gobernante bastante moderado y los griegos se sentían inclinados a admirarlo— y
en cualquier caso los griegos jonios estaba impresionados por el poder y la
riqueza de Creso y esperaban que venciese. En consecuencia, declinaron la
invitación de Ciro, hasta que fue demasiado tarde. Sólo cuando estuvo claro que
Creso había perdido, las ciudades griegas enviaron representes a Ciro para
recordarle su ofrecimiento de amistad y diciéndole que ahora estarían
dispuestas a aceptarla. Ciro, según Herodoto, respondió con una fábula
encantadora: un flautista vio una vez algunos peces en el mar, y tocó sus flautas
con la esperanza de que se acercarían a la orilla. Los peces ignoraron su
música, de manera que cogió una red, la tiró al mar y los pescó. Cuando hubo
sacado la red a la orilla y vio a los peces dando saltos, les dijo: «Ahora no
hace falta que bailéis para mí, porque no quisisteis bailar para mí cuando
toqué mis flautas».
En otras palabras, Ciro hizo saber a los griegos que habían perdido su
oportunidad y que ahora bailarían a su son quisieran o no.
PERSIA Y LOS GRIEGOS
Los griegos regresaron a sus ciudades,
cerraron las puertas y ocuparon las murallas con la esperanza de ver como se
alejaba la amenaza persa. Pero el general de Ciro, Harpago, capturó las
ciudades de Jonia una a una mediante el uso de rampas de asedio, y de esta
forma las ciudades griegas de la costa anatolia cayeron bajo el poder persa. En
conjunto, los persas no trataron mal a estas ciudades griegas orientales. Cada
ciudad fue colocada bajo el gobierno de un líder local de confianza —desde la
perspectiva griega, un tirano— que dependía del sátrapa persa en Sardes. Y, por
supuesto, los griegos tenían que pagar tributo al rey persa, pero el pago de
los tributos persas no era una carga excesiva. En su conjunto, las ciudades
jonias disfrutaron de muchas décadas de paz relativa y prosperidad bajo el
gobierno persa durante la segunda mitad del siglo VI. Por supuesto, muchos
griegos orientales lamentaban la pérdida de su libertad. Algunos, antes que
aceptar el gobierno persa, habían elegido exiliarse de su patria, como
individuos o en masa.
La mayor parte de los habitantes de Focea, por ejemplo, subieron a sus
barcos y emigraron hacia el Mediterráneo occidental, fundando un nuevo
asentamiento llamado Alalia en la costa septentrional de Córcega. Gran parte de
los habitantes de Teos emigraron a su colonia de Abdera en la costa de Tracia
al norte del Egeo. Y muchos griegos individuales abandonaron Jonia y se
trasladaron a las regiones coloniales occidentales en el sur de Italia y
Sicilia: por ejemplo, el filósofo Pitágoras y muchos de sus seguidores. Otro
filósofo, Jenófanes de Colofón, que tenía 25 años cuando Harpago el Medo
apareció en Jonia, pasó por su propia cuenta 67 años vagabundeando por las
tierra de Grecia, en especial por las ciudades de Sicilia. En uno de sus
fragmentos que ha sobrevivido habla de las reuniones de los jonios en
Occidente, y la pregunta natural que surgía durante dichas reuniones: ¿qué edad
tenías cuando apareció el Medo?
El Medo, que era la forma en que los griegos se referían a persas y medos
por igual, se convirtió en una figura terrorífica para los griegos. La soberbia
caballería de los medos, las infantería numerosa y muy disciplinada de los
persas con sus mortíferos arqueros, y sobre todo la tecnología de asedio de los
orientales —que convertían en inútiles las caras murallas fortificadas con las
que los griegos rodeaban sus ciudades— hacía que el gran imperio de Ciro
pareciese irresistible e invencible. Y esta impresión sólo se vio incrementada
por las historias que se difundieron sobre la conquista del Imperio babilonio e
incluso de Egipto. Muchos griegos lucharon en estas guerras de conquista, como
soldados mercenarios tanto al servicio de Persia y —probablemente en número
mucho mayor— al servicio de babilonios y egipcios. Al principio, estas
historias de soldados formaban la mayor parte de la información que el mundo
griego tenía sobre los persas, y ya fuera que combatiesen en el lado persa o en
los bandos perdedores, naturalmente exageraban el poder y la habilidad del
«Medo» conquistador. Otro elemento que sin duda exageraron los griegos era su
importancia ante los ojos de los persas.
La encantadora historia de Herodoto está llena de relatos de griegos que se
pusieron al servicio de los persas, ya fuera de forma voluntaria o a través de
su captura, y de encuentros entre griegos y persas. En estas historias los
griegos siempre juegan un papel importante como consejeros o agentes o
avisadores del rey y de otros persas importantes. Ejemplos son el médico griego
Democedes de Crotona, que supuestamente curó un tobillo terriblemente dislocado
del rey Darío y un pecho ulcerado de la esposa del rey, Atossa, convirtiéndose
en consecuencia en un miembro valioso y de confianza de la corte real; y el
tirano milesio Histieo, que según cuenta la leyenda salvó a Darío y a su ejército
de quedar aislado al norte del Danubio, y que, en consecuencia, se convirtió en
uno de los consejeros del rey más valorados y de mayor confianza. Otros
ejemplos son numerosos, en especial en el relato de la campaña de Jerjes contra
Grecia: los consejos sabios y cruciales de numerosos griegos que asisten de vez
en cuando a los consejos del gran rey y sus capitanes se resaltan
constantemente. No quiero sugerir que no exista una base real en todas estas
historias; sólo que el valor y la importancia de estos griegos es visto a
través de sus propios ojos en la narración de Herodoto, y naturalmente se los
exagera; y que al rey y a los demás persas las cosas les podían parecer muy
diferentes.
Una visión verdadera de cómo los persas veían a los griegos, en cualquier
caso antes de la revuelta jonia, se puede deducir de otra historia que Herodoto
cuenta sobre Ciro. Según se explica, como los griegos jonios les habían pedido
ayuda contra «el Medo», los espartanos enviaron una embajada a Ciro
advirtiéndole que debía dejar en paz a las ciudades griegas, porque los
espartanos no le iban a permitir que hiciera daño a los griegos.
Comprensiblemente sorprendido ante este mensaje, Ciro se volvió hacia sus
consejeros y les preguntó, en efecto, quiénes eran los espartanos. Informado
sobre ellos, respondió a los embajadores espartanos que nunca estaría asustado
de ningún hombre que dispusiera zonas en sus ciudades en las que reunirse para
mentir y engañarse. Se estaba refiriendo o bien al sistema político griego, sus
debates colectivos y su forma de tomar decisiones que le parecían insensatos y
engañoso; o bien a los mercados griegos, con su regateo sobre la calidad y el
precio de las mercancías; o bien a ambos. En cualquier caso, lo importante es
que para Ciro los griegos eran prácticamente desconocidos y nada importantes, y
sus costumbres negligibles.
De hecho, para los reyes persas Ciro y Cambises y posiblemente también para
Darío antes del golpe de la revuelta jonia, los griegos eran un pueblo
periférico de muy poca importancia. De mucha más importancia para ellos eran
los pueblos iranios, que formaban junto con los propios persas el corazón del
imperio, y los pueblos grandes, antiguos y ricos de Mesopotamia y Egipto, cuyas
civilizaciones y recursos eran enormemente influyentes y valiosos. La verdad es
que la mayor parte del tiempo los reyes persas sólo debieron ser levemente
conscientes de los griegos, y desde luego no les debieron dedicar mucho tiempo
de reflexión. Los griegos, ese pueblo problemático que habitaba en la costa
occidental, sólo eran importantes para los sátrapas persas en Asia Menor. De
hecho, para estos gobernadores persas estaba claro que sus fronteras
occidentales eran altamente insatisfactorias. La conquista del Imperio lidio
sólo había traído consigo el control del puñado de ciudades griegas en la costa
del continente asiático.
Justo enfrente de las costas se encontraban las grandes islas de (sur a
norte) Rodas, Samos, Quíos y Lesbos, junto con numerosas islas menores; en
dirección hacia el oeste a través del Egeo se encontraban docenas de islas
griegas, incluidas las grandes islas de Creta y Eubea; y más allá se encontraba
la península griega con sus numerosas ciudades-estado y sus estados étnicos.
Los griegos jonios dentro del Imperio persa estaban en contacto constante e
interactuaban con todos estos griegos libres, y el resultado inevitable era el
fomento de la insatisfacción entre los griegos jonios por su situación de
sumisión. Como el pueblo gobernante, lleno de autoconfianza, de un imperio aún
en expansión, evidentemente los persas no tenían intención de pacificar esta
problemática cuestión fronteriza mediante una retirada y devolviendo su
libertad a las ciudades griegas de Jonia. La solución natural era buscar una
expansión más hacia el oeste, haciendo que cada vez más griegos cayeran bajo el
control persa.
El poder principal en el Egeo oriental en esta época, el tercer cuarto del
siglo VI, era la tiranía de Polícrates de Sainos. Herodoto tiene mucho que
decir sobre este gobernante vistoso y destacable, cuya flota patrullaba el Egeo
oriental de una forma bastante depredatoria, al parecer intentando interceptar
cualquier cargamento de valor o interés que atravesaba estas aguas. Sin
embargo, Polícrates estaba muy lejos de ser un simple pirata. Era un mecenas de
las artes, pagando grandes sumas para atraer a su corte a los grandes poetas
Anacreonte de Teos e Íbico de Rhegion, así como al destacado médico Democedes
de Crotona. Promovió grandes obras públicas: el gran templo de Hera que
rivalizaba con el Artemisio de Éfeso; un maravilloso malecón portuario que
convirtió el puerto de Samos en uno de los más grandes y mejor protegidos del
Egeo; y el famoso túnel de Eupalino que llevó un gran suministro de agua a la
ciudad de Samos directamente a través de la montaña que dominaba la ciudad.
También desarrolló alianzas: dándose cuenta de la amenaza persa a su
independencia, se alió con el rey Amasis de Egipto, que también estaba
preocupado por la expansión persa. Sin embargo, cuando Cambises decidió atacar
y conquistar Egipto, Polícrates abandonó esta alianza que ahora se había vuelto
peligrosa y cultivó la buena voluntad persa enviando una fuerza naval para
ayudar a Cambises.
Su buena suerte era legendaria. Herodoto explica la historia de cómo
Polícrates, para evitar los celos divinos por su continuada prosperidad, tiró
al mar su posesión más apreciada, un bello anillo de oro y esmeraldas. Unos
días después un pescador capturó un gran pez y se lo llevó como regalo a
Polícrates: cuando abrieron por la mitad el pescado, allí estaba el anillo de
Polícrates que volvía a él. Sin embargo, hacia 522 el sátrapa persa Oretes
empezó la expansión hacia Occidente del poder persa haciendo caer a Polícrates
en una trampa, arrestándolo y crucificándolo.
Polícrates fue sucedido en el poder por su secretario Meandro, pero los
días de la tiranía samia estaban ahora contados. Uno o dos años después el
nuevo rey Darío envió al noble persa Otanes para convertirse en sátrapa de la
parte occidental de Asia Menor, y Otanes conquistó con rapidez Samos y también
puso bajo control persa a Quíos y Lesbos. Cuando Darío decidió extender el
poder persa al otro lado del Helesponto y del Bosforo hacia Tracia (Bulgaria)
en 512, fue capaz de reunir contingentes navales de las tres islas. Esta expedición
tracia de Darío representa la primera expansión importante hacia Occidente de
los persas más allá del continente asiático, y también es muy posiblemente la
primer vez que Darío se interesó en serio por los griegos. Como hemos visto,
fue un ingeniero griego —Mandrocles de Samos— quien construyó para Darío el
puente que cruzaba el Bosforo, permitiendo que su ejército cruzase con
seguridad y facilidad hacia la orilla europea. Y fueron barcos griegos de las
ciudades jonias y de las islas los que integraron la flota que formaron el
puente para cruzar el río Danubio y le permitieron pasar hacia la moderna
Rumanía para perseguir a los escitas. Al conquistar Tracia y añadirla a su
imperio, Darío —aunque no fuera consciente de ello— había realizado el primer contacto
con los atenienses, puesto que el Quersoneso tracio, la península en la parte
septentrional del Helesponto, estaba poblada por colonos atenienses y gobernada
por el aristócrata ateniense Milcíades, hijo de Cimón. Los intereses atenienses
en esta región se remontaban a la época de Pisístrato, como ya hemos visto, y
fue originalmente el tío de Milcíades del mismo nombre el que había gobernado a
las avanzadillas atenienses y a los nativos dolongos del Quersoneso. Sin
disponer del poder para resistir al ejército de Darío, el joven Milcíades,
quisiera o no, se convirtió en súbdito persa, y fue obligado a comandar un
contingente aliado que marchase con Darío en la conquista del resto de Tracia.
Esto le proporcionó una experiencia muy directa del ejército persa en acción, y
la dio una oportunidad de evaluar su valía. A pesar de toda la excelencia y
disciplina de la infantería persa y de la caballería meda, la conclusión de
Milcíades fue que el ejército persa no era en ningún caso invencible.
Aunque la campaña europea de Darío se ha considerado con frecuencia un
desastre por los lectores de historia griega, siguiendo sin lugar a dudas a
Herodoto, en realidad tuvo bastante éxito. Incorporó al imperio Tracia hasta el
río Danubio, incluida una serie de ciudades griegas en las costas tracias del
Egeo y del mar Negro; e incluso su incursión al otro lado del Danubio contra
los escitas —aunque no pudo conseguir que los escitas presentasen batalla y al
final se pudo sentir satisfecho de cruzar de nuevo el Danubio sin sufrir daño—
no tuvo éxito pero no se debería considerar un desastre. El resultado principal
de la campaña fue el acercamiento del poder persa mucho más próximo a las
principales tierras griegas y la incorporación de muchos más griegos al
imperio. Ahora ya estaba claro que la evaluación que realizaba Darío de la
frontera occidental era que sólo se podría resolver satisfactoriamente
incorporando toda Grecia. Por eso, cuando regresó desde Tracia hacia Asia,
Darío dejó en Tracia un ejército importante bajo el mando de un general persa
veterano y gobernador, Megabazos, con órdenes de finalizar la pacificación de
Tracia y extender el poder persa más hacia el oeste, penetrando en tierras
griegas.
Megabazos consiguió pacificar todas las tierras hasta el río Strymón.
También envió representantes para conseguir la sumisión del reino macedonio,
gobernado en esta época por el rey Amintas. Herodoto escuchó más tarde la
historia de cómo el hijo del rey, Alejandro, había ordenado matar a esos persas
arrogantes; pero la verdad es que los macedonios se sometieron de hecho a la
soberanía persa, introduciendo la autoridad persa hasta el norte de Grecia.
Mientras tanto el poder persa también estaba avanzando a través del Egeo y su
objetivo eran las islas Cicladas que se encontraban frente a la costa sudeste
de la península griega. También aquí, Herodoto explica una historia
característicamente grecocéntrica.
La isla más poderosa de las Cicladas era Naxos, que en esta época (500
a.C.) era próspera y tenía una clase media fuerte que proporcionaba al estado
un ejército poderoso de 8.000 hoplitas. Esta clase media de hoplitas gobernaba
Naxos y había exiliado a un partido aristocrático conocido como «los Gordos»,
un testimonio más de su riqueza que de su corpulencia. Estos exiliados aparecieron
en Mileto y apelaron al tirano milesio Aristágoras en busca de ayuda para
recuperar su patria; y Aristágoras por su cuenta persuadió al nuevo sátrapa de
Sardes, Artafernes, de que una fuerza expedicionaria para restaurar a esos
hombres en Naxos podía añadir con facilidad los isleños de las Cicladas a los
súbditos del rey. El relato ignora totalmente la tendencia general del poder
persa a extenderse hacia Occidente en esta época, y presenta esta expedición
persa —porque Artafernes, con el visto bueno del rey, se embarcó en ella— como
motivada por iniciativa e intereses griegos. En cualquier caso, fuera cual
fuese la excusa exacta para la expedición, la expedición navegó hasta Naxos:
una importante fuerza persa bajo el mando de un aqueménida llamado Megabates,
en barcos jonios comandados por el propio Aristágoras.
La expedición no tuvo éxito. Megabates y Aristágoras se pelearon, y los de
Naxos resultaron ser una nuez inesperadamente dura de cascar. Habían tenido
noticias del próximo ataque y habían trasladado dentro de la ciudad fortificada
todas las propiedades que se podían mover y que se encontraban en campo
abierto, reforzaron las murallas de la ciudad, y almacenaron grandes reservas
de alimentos y agua dispuestos a resistir un asedio. Evidentemente la fuerza
persa no disponía del personal para construir una de sus eficaces rampas de
asedio: el sitio se arrastró durante cuatro meses, hasta que la fuerza persa se
quedó sin dinero ni suministros. Según Herodoto, Aristágoras incluso tuvo que
emplear la mayor parte de su fortuna personal para mantener el sitio, pero todo
fue inútil. Al final, la expedición se vio forzada a regresar a Asia sin poder
tomar Naxos, y este fracaso iba a ser la fuente de otros acontecimientos
importantes.
Una vez más, Herodoto presenta los acontecimientos de forma característica
en términos de intrigas personales y deseos de un par de líderes griegos:
Aristágoras de Mileto temeroso de perder su posición por su papel en el fracaso
de Naxos, e Histieo de Mileto, enojado porque lo habían obligado a ir hasta
Susa dentro del séquito del rey y deseoso de volver al Egeo. Quizá lo que se
ajuste más a la realidad fue la impresión del fracaso persa. Los habitantes de
Naxos habían detenido con éxito a la fuerza persa, habían resistido su asedio y
habían visto cómo se alejaban fracasados. Lo que habían hecho los de Naxos,
seguramente lo podrían repetir otros. Quizás el poder persa no era tan
inevitable, quizá las tropas persas no eran tan invencibles.
La REVUELTA JONIA
Los griegos jonios llevaban tiempo
resintiéndose de su sometimiento a Persia mientras otros griegos eran libres, y
les molestaba que les gobernasen tiranos apoyados por los persas, mientras por
todo el mundo griego los tiranos se estaban convirtiendo en algo del pasado, reemplazados
por formas de gobierno colectivas. En cualquier caso, Jonia se rebeló en 499,
derrocando a los tiranos pro-persas y exigiendo su libertad, y Aristágoras —que
estaba realmente asustado de que lo pudieran castigar por su fracaso en Naxos—
encabezó esta rebelión. Así empezó la revuelta jonia que se iba a convertir, en
palabras de Herodoto, en la fuente de grandes problemas tanto para los griegos
como para los bárbaros. Hay que tener presente que para los griegos de la época
de Herodoto y de épocas anteriores, el término Barbaroi —el origen de la palabra bárbaro— no tenía el sentido
negativo que adquirió después del siglo V y hasta la actualidad. Los Barbaroi eran simplemente las personas
que hablaban cualquier lengua que no fuera el griego —barbar era. el equivalente griego al «bla, bla» en castellano—, de
manera que los Barbaroi eran las
personas cuya forma de hablar era ininteligible, extranjeros no griegos fuera
civilizados y amistosos o no.
Que las ciudades griegas se habían ido calentando bajo el gobierno persa
resultó evidente por la rapidez con la que se extendió la revuelta. Iniciada en
Mileto, rápidamente contó con la participación de la flota jonia que acababa de
regresar de Naxos y se encontraba anclada en el golfo de Latmia cerca de Miunte,
y desde allí se extendió como el rayo arriba y abajo por la costa jonia. Todas
las ciudades jonias se unieron a ella, incluyendo las islas de Samos y Quíos, y
desde allí la semilla de la rebelión se extendió aún más: hacia las ciudades
eolias alrededor de Cumas en el norte de Jonia, y hacia la Tróade y el
Helesponto; a través del Helesponto hacia las ciudades griegas en la orilla
septentrional (europea), donde Milcíades se unió encantado a la revuelta;
también hacia el sur, hacia las ciudades helenizadas de Caria y Lidia; e
incluso tan lejos como las ciudades griegas de Chipre. En las fases iniciales
de la rebelión no ocurrió prácticamente nada, puesto que las ciudades estaban
muy ocupadas organizando nuevas formas de gobierno después de expulsar a sus tiranos,
reforzando sus defensa y enviando mensajes de un lado a otro para coordinar
planes y políticas comunes. Pero los persas iban a aprender muy pronto que
tenían entre manos una revuelta muy seria. Una de las primeras decisiones que
tomaron los jonios, fue la muy natural de buscar la ayuda de sus compatriotas
griegos al otro lado del Egeo. El propio Aristágoras fue enviado como embajador
a los estados griegos de la península y se encaminó inicialmente a Esparta,
porque si los espartanos aceptaban enviar ayuda, sus aliados peloponesios les
seguirían inevitablemente. En Esparta, Aristágoras fue recibido y entrevistado
por el, inevitable, rey Cleómenes, que era sin lugar a dudas la mente directora
detrás de la política espartana en esta época. Cleómenes era, como descubrió
Aristágoras, un hueso duro de roer.
Aristágoras representó un buen espectáculo, hablando evidentemente de la
riqueza de los persas, del poder y la reputación que podrían ganar los
espartanos asumiendo la causa de la libertad griega, y la facilidad para
derrotar a hombres que luchaban con arcos y lanzas cortas y que vestían pantalones en la batalla. Resultaba
claro que estos hombres serían fáciles de vencer, y para ilustrar su argumento
Aristágoras había traído consigo un artefacto de «enseñar y explicar», la
última producción del racionalismo jonio. Se trataba de un mapa del mundo,
grabado en bronce, mostrando todos los grandes ríos y pueblos, con el que
Aristágoras ilustró la riqueza del Imperio persa y la facilidad de las
comunicaciones. Todo lo que tenían que hacer los espartanos era marchar hacia
el interior, librar una o dos batallas por el camino y capturar Susa para
convertirse en el pueblo más rico y más poderoso de la tierra. Parece que
estaba convenciendo a Cleómenes hasta que llegó el momento en que el rey
espartano preguntó cuánto duraba el viaje entre la costa egea y Susa. Confiado,
Aristágoras respondió la verdad: se trataba de una marcha de tres meses. Sin
pensárselo dos vez, Cleómenes le ordenó que abandonase Esparta por haberse
atrevido a sugerir que los espartanos debían alejarse del mar a una distancia
de tres meses completos.
En lugar de irse, Aristágoras tomó la rama de olivo del suplicante y fue a
la casa de Cleómenes para intentar persuadirle y que cambiara de opinión. Ahora
la persuasión adoptó la forma de un soborno, que Cleómenes rechazó, con lo que
Aristágoras empezó a aumentar la suma que estaba dispuesto a pagar por el apoyo
de Cleómenes, hasta que la hija de ocho años del rey, Gorgo, que estaba
presente, comentó: «¡Papá, si no abandonas la habitación ese visitante te va a
corromper!» Ante esto Cleómenes se fue, y Aristágoras se tuvo que ir sin el
apoyo de Esparta o de los peloponesios, porque sin que Esparta lo dijera,
ningún otro estado peloponesio iba a enviar ayuda, por supuesto.
Todo esto da lugar a otra historia divertida, pero una vez más la verdad
tiene poco que ver con los caprichos personales. Los espartanos, siempre
temerosos de una revuelta de su explotada clase ilota, siempre fueron muy
reticentes a comprometer fuerzas importantes fuera del Peloponeso. El intento
de Aristágoras de conseguir el apoyo de Esparta estaba condenado al fracaso
desde el principio a causa de esta política espartana establecida hacía mucho
tiempo, que se repite una y otra vez a lo largo de esta época, de mantener sus
fuerzas cerca de casa, preferiblemente dentro del Peloponeso, pero desde luego
no lejos de él. Los espartanos habían alcanzado su límite cuando hacía tiempo
habían enviado la embajada para advertir a Ciro: la idea de que la falange
hoplita espartana pudiera luchar en la orilla oriental del Egeo, y mucho menos
penetrando en Asia, estaba completamente fuera de cuestión.
Aristágoras se encaminó hacia Atenas, donde podía esperar una recepción más
amigable puesto que los atenienses también eran griegos jonios con lazos desde
hacía mucho tiempo con sus compatriotas del Egeo oriental. Y de hecho consiguió
persuadir a los atenienses: votaron el envío de veinte barcos de guerra.
Herodoto comenta que fue más fácil engañar a 30.000 atenienses que a un
espartano, pero ya hemos visto las razones por las cuales los espartanos no
iban a ayudar y los atenienses sí, y nos podemos tomar ese comentario con un
poco de escepticismo. Junto con los veinte barcos enviados por los atenienses,
sus amigos los eretrios de Eubea también enviaron cinco barcos: como los
atenienses, los eretrios también eran griegos jonios con lazos tradicionales
con los griegos de Asia Menor, y en especial con los milesios. Los atenienses
han sido criticados a veces por la escasez de su ayuda a los jonios: sólo
veinte barcos de guerra. Sin embargo, debemos tener presente que aquí no
estamos hablando de la Atenas de la década de 470 o posterior, que podía
movilizar flotas de cientos de trirremes. De hecho, poco después de 490, los
atenienses eran capaces de reunir una flota de setenta barcos de guerra para
igualar la flota de Egina sólo mediante el préstamo de veinte barcos corintios,
indicio de que los atenienses no tenían en ese momento más de cincuenta barcos
de guerra. En consecuencia, enviar veinte barcos en 499 significaba que los
atenienses comprometían la mitad del total de su flota, lo que demuestra que
realmente estaba realizando un gran esfuerzo.
En definitiva, reforzados por los contingentes de Atenas y Eretria, los
griegos jonios reunieron una fuerza sustancial y navegaron hasta Coreso, el
puerto de Éfeso donde, después de desembarcar las tropas, dejaron la flota y
marcharon hacia el interior en dirección a Sardes, la capital del poder persa
en Anatolia Occidental. Evidentemente cogieron a los persas por sorpresa porque
no encontraron ninguna oposición en el camino y capturaron Sardes sin combate.
El sátrapa Artafernes junto con la guarnición persa se refugiaron en la
prácticamente inexpugnable acrópolis de Sardes; la ciudad de Sardes fue
incendiada y ardió hasta los cimientos. Encontrándose en una ciudad
completamente quemada, con una acrópolis fuertemente armada que no veían forma
de capturar, y recibiendo la noticia de que las fuerzas persas del resto de Anatolia
estaban siendo movilizadas para acudir en ayuda de Artafernes, los jonios
decidieron retirarse hacia la costa. Sin embargo, las fuerzas persas que
corrían en rescate de Sardes, persiguieron a los griegos en retirada y los
alcanzaron a las afueras de Éfeso. Allí se libró una batalla en la que los
griegos sufrieron una terrible derrota, resultando decisiva la disciplina y el
entrenamiento superiores de los persas. Con sus arqueros, lanzadores de
jabalinas y caballería inflingieron graves pérdidas a los derrotados griegos, y
poco después el ejército jonio se disolvió cuando cada uno de los contingentes
emprendió el regreso a casa. Los atenienses y los eretrios también volvieron a
casa: probablemente pensaron que con la captura y el incendio de Sardes, el centro
del poder persa en la región, habían hecho todo lo que los jonios podían
esperar de ellos; y que asegurar la libertad que los atenienses y los eretrios
les habían ayudado a ganar ahora era cuestión de los jonios. En cualquier caso,
a pesar de peticiones posteriores de los jonios, la revuelta no obtuvo más
ayuda de la península griega.
Sin embargo, la captura y el incendio de Sardes causó sensación. Muchos
griegos orientales que no se habían comprometido se unieron ahora a la
revuelta: en las regiones del Helesponto y del Bosforo, por ejemplo, y también
fue el momento en el que se rebelaron abiertamente los griegos chipriotas. El
saqueo de la capital regional persa hacía que pareciera realmente posible
librarse del yugo persa. Los persas, por su parte, habían comprendido ahora que
la revuelta era un tema muy serio, y que iban a necesitar la movilización de
fuerzas importantes para pararle los pies a los griegos. El propio rey Darío se
enfureció por el saqueo de Sardes y determinó que Jonia sería reconquistada a
cualquier precio y que los atenienses y los eretrios también serían castigados
por su participación en la destrucción de Sardes. Si antes no había estado
convencido, este acontecimiento le confirmó en su creencia de que sólo la
completa sumisión de la Grecia peninsular podría asegurar unas fronteras
occidentales del Imperio persa satisfactorias y pacíficas. En definitiva, fue
sobre todo el incendio de Sardes lo que provocó las grandes campañas persas
para conquistar la Grecia peninsular. Ésta es por supuesto la razón porque
Herodoto vio en la revuelta jonia el inicio de las grandes desgracias tanto
para los griegos como para los bárbaros, como he mencionado antes.
Tras la derrota jonia en Éfeso y la retirada ateniense, el teatro de la
guerra se trasladó a Chipre. La rebelión allí se convertiría en la clave del
curso posterior de la guerra, porque los persas sabían que necesitarían una
flota para aplastar con eficacia a los jonios —en especial a los jonios de las
islas— y la flota persa procedía de Fenicia, Cilicia y Chipre. Con las flotas
de las ciudades chipriotas en el bando griego, las flotas de Fenicia y Cilicia
se tenían que quedar obligatoriamente a defender sus aguas territoriales y sus
puertos. Por eso los persas se tenían que mover con rapidez para recuperar el
control de Chipre, ayudados por el hecho de que no toda las ciudades chipriotas
se habían rebelado: la ciudad no griega de Amatu no se unió a la revuelta. Una
importante fuerza persa desembarcó en Chipre, dirigida por un general llamado
Artibio, y con el apoyo de una flota fenicia. Los jonios también reconocían el
valor estratégico que tenía para ellos la revuelta chipriota, y enviaron una
flota numerosa en ayuda de los griegos chipriotas. Los griegos chipriotas se
enfrentaron a las fuerzas persas en tierra, mientras que los jonios se
encargaron de los fenicios en el mar. Aquí los jonios demostraron sus
habilidades marineras y temple en el combate derrotando a la flota fenicia.
Pero en tierra las cosas no fueron tan bien. Aunque al principio la batalla
estuvo indecisa, y el comandante chipriota Onesilo incluso consiguió matar al
general persa Artibio, al final los griegos fueron derrotados por un defecto
que los perseguiría a lo largo de toda su historia: la desunión. En el momento
culminante de la batalla, el contingente de la ciudad de Curión, dirigido por
Estasanor, cambió de bando, seguido por la mayor parte de las tropas de
Salamina. Esta traición rompió la línea griega y condujo a una victoria total
de los persas. Las bajas entre los griegos chipriotas derrotados fueron altas,
entre ellas la muerte de Onesilo y otros muchos líderes importantes, y los
persas explotaron su éxito asediando las ciudades griegas. Sólo Soloi resistió
durante algún tiempo, e incluso esta ciudad fue capturada a través de minas
después de cinco meses de asedio. A la flota jonia victoriosa no le quedó más
remedio que regresar a Jonia y preparar la defensa de su patria. A principios
de 496, los persas estaban preparados para desencadenar una campaña a gran escala
para reconquistar Jonia.
Darío había enviado grandes refuerzos a Asia Menor y las operaciones
estaban bajo el mando de tres de sus yernos: Daurises, limeo y Otanes. Daurises
reconquistó al principio muchos de los asentamientos griegos a lo largo de la costa
asiática del Helesponto y después avanzó hacia el sur para invadir Caria. Allí
infligió a los carios una derrota aplastante y cuando llegaron refuerzos
milesios y convencieron a los carios para probar de nuevo la suerte de la
batalla, Daurises les infligió otra derrota sangrante. Los milesios sufrieron
graves pérdidas en esta batalla, según se nos cuenta. Pero la reconquista de
Caria estaba muy lejos de haber finalizado. Aparentemente confiado por sus
victorias, Daurises se dejó conducir a una trampa en la que él mismo perdió la
vida y su ejército fue barrido.
El segundo comandante, Himeo, operaba contra las ciudades griegas a lo
largo del Proponte (mar de Mármara), capturando Quíos entre otros lugares.
Después penetró en la región del Helesponto que Daurises había dejado vacía y
completó la reconquista de esta región antes de morir de una enfermedad
repentina. El tercer comandante, Otanes, se unió al sátrapa Artafernes en
Sardes, y juntos avanzaron por la costa y capturaron las ciudades de Clazomene
y Cime, y es muy probable que también Éfeso porque los efesios no jugaron
ningún papel en el bando griego después de esto. Aunque en ningún caso los
persas tenían las cosas como les hubiera gustado tenerlas, en conjunto iban
recuperando el control sobre la regiones exteriores de la revuelta y la iban
confinando cada vez más al centro de Jonia. Las posibilidades de que los jonios
pudieran asegurar con éxito su libertad se iban reduciendo. En esta situación
llegó el renegado milesio Histieo, liberado por Darío de su estancia forzosa en
Susa con la promesa de que conseguiría acabar con la revuelta jonia.
Desgraciadamente, Herodoto concentra su narración después de la llegada de
Histieo en las acciones de este pintoresco personaje, de manera que no podemos
seguir reconstruyendo en detalle la lucha entre los persas y los griegos. Lo
que podemos deducir del relato de Herodoto sobre Histieo es que las operaciones
se habían vuelto bastante descoordinadas, por no decir caóticas. Aparentemente
Histieo, que parecía que actuaba totalmente por su propia cuenta, consiguió
persuadir a una serie de oficiales persas que no eran leales a Darío para que
conspiraran con él, pero no sabemos para hacer exactamente qué. Artafernes
recibió noticias de la conspiración e hizo arrestar y ejecutar a los persas,
causando un cierto alboroto en el campamento persa. Histieo no podía aparecer
en las regiones controladas por los persas, pero pasó el tiempo moviéndose por
las islas frente a Jonia intentando reunir fuerzas. Cuando consiguió el control
de algunos barcos, sus operaciones con ellos no pasaron de ser poco más que
piratería, y fueron la fuente de más confusión y problemas que ayuda a la causa
griega. Consiguió seguir adelante durante algún tiempo, pero tras la derrota
final de los jonios fue capturado por soldados de Artafernes y el sátrapa
ordenó sumariamente que lo ejecutasen: una muerte que no fue inmerecida si fue
verdad la mitad de lo que Herodoto cuenta de él, a pesar de que Herodoto parece
tenerle una simpatía considerable a este archi-follonero.
A principios de 495, con Artafernes aparentemente reafirmado en su
autoridad y tomando el control de las operaciones persas, se implantó una
estrategia nueva. Artafernes había decidido que el corazón de la revuelta y la
clave para acabar con ella era la gran ciudad de Mileto, la ciudad jonia más
grande y próspera. Concentró todas las fuerzas de tierra persas para un gran
golpe contra Mileto y al mismo tiempo reunió una flota poderosa de barcos de
Fenicia, Cilicia y Chipre para atacar Mileto por mar. Puede ser que esta flota
estuviera bajo el mando del medo Datis, que posteriormente dirigiría otra gran
invasión persa: hay pruebas de que en esta época estaba operando en Rodas, que
estaría en la ruta de la flota desde el Mediterráneo camino de Mileto.
En vista de esta amenaza, los jonios, que no disponían de los recursos para
luchar en tierra y por mar al mismo tiempo, decidieron confiar en las fuertes
murallas fortificadas que protegían a su pueblo de las fuerzas terrestres
persas, y concentraron todas las fuerzas que pudieron reunir para una gran
batalla naval. La flota jonia se concentró en la isla de Lade, que se
encontraba justo delante del puerto de Mileto, una isla que en la actualidad
es, irónicamente, una pequeña colina en una amplia llanura aluvial creada por
los depósitos del río Meandro.
La flota reunida allí era impresionante: 353 trirremes, según el recuento
de Herodoto, la mayor parte de los cuales procedían de las cuatro grandes
potencias navales: la propia Mileto, contribuyó con ochenta barcos, Quíos con
100, los samios con 60 y la gente de Lesbos con 70. Los restantes 43 procedían
de Focea (3), Teos (17), Eritre (8), Priene (12) y Miunte (3). Ésta era una
flota muy capaz de enfrentarse a la flota persa en combate con buenas posibilidades
de vencer, si todos los contingentes luchaban con todas sus fuerzas. Se supone
que la flota persa reunía unos 600 barcos, pero como este parece ser un número
bastante convencional para una flota persa en esta época, podemos suponer que
en realidad era considerablemente menor, con no mucho más de 400 barcos, si es
que llegaba a ese número, porque no parece probable que los cilicios y los
chipriotas hubieran contribuido cada uno con más de 100 barcos, ni que los
fenicios hubieran podido aportar más de 200, si es que fueron tantos; y
cualquier otro contingente (por ejemplo, los egipcios pudieron enviar algunos
barcos) lo más probable es que fuera mucho menor.
En suma, las flotas estaban prácticamente igualadas, y los comandantes
persas no podían estar seguros del resultado de una batalla en el mar. Por ello
decidieron recurrir a explotar el bien conocido talón de Aquiles de los
griegos: la falta de unidad. Sirviendo como consejeros junto a los comandantes
persas se encontraban muchos de los antiguos tiranos de las ciudades jonias,
que habían sido exiliados al iniciarse la revuelta, así como otros exiliados
políticos. Ahora se instruyó a estos hombres para que se pusieran en contacto
con sus conciudadanos y les prometieran que cualquier contingente que cambiase
de bando o se negase a combatir, volviendo a la alianza con el rey, no
recibiría ningún castigo por la rebelión y sería bien tratado. Inicialmente,
dice Herodoto, esta aproximación fue rechazada por todos; pero al final un
contingente decidió que la seguridad era la mejor parte del valor. Sin embargo,
los preparativos ostensibles para la batalla siguieron adelante de la forma
habitual, aunque aparentemente existían disensiones en las filas jonias sobre
los métodos de entrenamiento. Herodoto se centra mucho en este tema, pero la
verdad sea dicha, el curso de la batalla no se decidió por el entrenamiento de
los jonios, ya fuera adecuado o no. El tema parece en gran medida que fue una
excusa para el contingente que había decidido no luchar, y que da pie para que
Herodoto nos explique una de sus historias características: ésta se centra en
el general foceo Dioniso, que habría conducido los jonios a la victoria si
éstos hubieran seguido de buena fe su régimen de entrenamiento.
En cualquier caso, una vez que los persas tuvieron la seguridad que
buscaban, que el principal contingente jonio no iba a luchar, condujeron a su
flota a la batalla, y los barcos jonios salieron a hacerle frente. La posición
jonia se encontraba al norte de la persa, y su flota estaba anclada junto al
contingente milesio en el extremo izquierdo, el punto más cercano a su ciudad
de origen. El gran contingente de Quíos ocupaba el centro de la línea, con los
samios a su derecha y el contingente lesbio en el extremo del ala derecha, los
contingentes más pequeños se intercalaban entre los más grandes. Sin embargo,
cuando los jonios remaron hacia delante para atacar la flota persa, el
contingente samio al completo, excepto once barcos, alzaron las velas y se
dieron la vuelta para alejarse de la batalla y regresar a Samos. Viendo el
amplio hueco en la línea a su lado, el contingente de Lesbos se dio cuenta de
que ahora no había ninguna esperanza de victoria, y siguió su ejemplo, al igual
que la mayoría de los contingentes menores.
En consecuencia, la batalla estuvo perdida antes de dar el primer golpe, y
no porque los barcos de los griegos jonios no pudieran derrotar a los barcos
fenicios y cilicios bajo mando persa, sino porque era característica de las
ciudades-estado griegas que pusieran sus estrechos intereses particulares por
encima del bien común. Los once capitanes samios que mantuvieron a sus barcos
en la línea y combatieron fueron posteriormente honrados por su lealtad y
bravura, pero fue un gesto fútil cuando la mayor parte de sus compatriotas
había huido en dirección a su hogar. Los barcos de Quíos en el centro de la
línea griega lucharon heroicamente, según las crónicas, quizá debido más a las
circunstancias que a cualquier otra cosa: no les resultaba fácil escapar,
emparedados por ambos lados, y decidieron que la mejor forma de huir era romper
a través de la línea enemiga. Lo hicieron con éxito, pero sólo después de
sufrir grandes pérdidas. Aquéllos que consiguieron pasar fueron perseguidos de
cerca y se vieron obligados a abandonar sus barcos en las playas del cabo
Micale y huir tierra adentro. Allí tuvieron la mala suerte de que fueron
confundidos con bandoleros cuando atravesaban de noche territorio efesio.
Atacados por los efesios en supuesta defensa propia, los derrotados hombres de
Quíos fueron masacrados por los propios jonios.
Los barcos milesios no tuvieron más alternativa que luchar, porque se
encontraban justo enfrente de su ciudad de origen, que habría sido atacada en
cuanto se alejasen. Superados en número y sin esperanzas, libraron un combate
desesperado, pero el resultado nunca estuvo en duda. Mileto quedó bloqueada y
asediada por los persas desde tierra y desde el mar, e inevitablemente cayó en
sus manos. Muchos milesios fueron asesinados durante el terrible saqueo. Los
que sobrevivieron fueron capturados y enviados a pie camino de Susa, para ser
juzgados y castigados por el gran rey en persona. AI final, Darío no los
castigó más: fueron reubicados en un nuevo hogar a orillas del golfo Pérsico.
Poco después Mileto fue repoblada con nuevos habitantes, pero la ciudad no
volvió a tener más que una sombra de su anterior riqueza y gloria. En los
siglos siguientes, el limo del Meandro fue colmatando progresivamente su puerto
e hizo que la ciudad quedara aislada en tierra, después de lo cual fue
abandonada.
El saqueo
de Mileto decidió el resultado de la revuelta: a los persas todavía les
quedaban muchas operaciones de «limpieza», pero la destrucción de la ciudad
jonia más grande y la dispersión (y en gran parte también la destrucción) de la
flota jonia acabó efectivamente con la esperanza de una Jonia libre. Tras
invernar en Mileto, la flota persa zarpó en la primavera de 494 y reconquistó
con facilidad las islas jonias, porque sus habitantes se dieron cuenta de que
no tenían más opción que someterse. Las ciudades jonias del continente que
seguían resistiendo también se sometieron, como hicieron
los carios.Al principio el castigo de los persas fue duro: destrucción de santuarios y selección de los muchachos más guapos para castrarlos, y las muchachas más bellas para esclavizarlas. Estos chicos y chicas estaban destinados evidentemente al harén real. Sin embargo, muy pronto Artafernes cambió a una política más conciliadora, con el objetivo de que los jonios se fueran acostumbrando a su nueva sumisión, y para reconstruir la región después de la devastación de la revuelta. La flota, mientras tanto, navegó hacia el Helesponto para recuperar el control del lado septentrional de los estrechos, puesto que el lado meridional ya había sido conquistado. Subieron navegando por el Helesponto y a través de la Propóntide hacia el Bosforo, sometiendo y en algunos casos destruyendo ciudades a su paso, y regresaron a lo largo de la orilla europea, finalizando la reconquista.
Hay que recordar que el ateniense Milcíades gobernaba la mayor parte del
Quersoneso tracio en esta época. Se había retirado a la ciudad fortificada de
Cardia en el istmo del Quersoneso, con todas sus propiedades y dependientes,
que había colocado en cinco barcos. Cuando recibió la noticia de la
aproximación de los fenicios, se internó en el golfo Negro, en el lado
septentrional del Quersoneso, y bajó a lo largo de la costa bajo la cobertura
de la península para emprender entonces la carrera por mar abierto en dirección
sudoeste hacia la Grecia peninsular y, finalmente, el Ática. Sin embargo,
cuando salió del refugio del Quersoneso, sus cinco barcos fueron avistados por
un destacamento de buques fenicios apostados frente a la isla de Tenedo, que
les dieron caza. Milcíades se dirigió a la isla de Imbro y consiguió llegar con
seguridad, pero con la pérdida de un barco, que llevaba a su hijo mayor,
Metioco. Sin embargo, el resto de su familia, incluido su hijo Cimón, escaparon
con Milcíades, y consiguieron llegar a Atenas sin contratiempos, donde
Milcíades se convirtió con rapidez en el líder de la facción hostil a los
persas. El fue el primero perseguido por sus rivales políticos bajo la ley
anti-tiranos, por haber gobernado como tirano sobre los colonos atenienses en
el Quersoneso, pero fue absuelto por la asamblea de los ciudadanos atenienses.
Parece que se habían dado cuenta de que su familiaridad con los persas, sus
métodos y tácticas, les podría ser de gran valor en el futuro, porque es
difícil que los atenienses hubieran podido suponer que el poder persa iba a
finalizar ahora su expansión hacia el oeste, o que el rey olvidaría el papel
que habían jugado al principio de la revuelta jonia, en especial en el saqueo
de Sardes.
MARDONIO Y EL PRIMER ATAQUE PERSA
HACIA OCCIDENTE
En 493, Artafernes se concentró en pacificar Jonia después de la revuelta.
Para sorpresa de los griegos, convocó una reunión de representantes de todas
las ciudades, y les obligó a aceptar el uso de medios pacíficos para resolver
futuras diferencias y conflictos entre ellos, prohibiendo las prácticas
tradicionales del saqueo y las incursiones. Disponía de una medida precisa de
los territorios de cada una de las ciudades y distribuyó los impuestos de
acuerdo a los territorios y los recursos: una decisión que se consideró en gran
medida justa (aunque desagradable), y parece que de hecho fue utilizada más
tarde por los atenienses como la base para su propia distribución de la
«contribución» que cada estado jonio debía hacer al fondo común de la llamada
«Liga de Délos». En 492, Darío envió a la costa un nuevo comandante para todos
los asuntos griegos. Se trataba de Mardonio, yerno del rey, que trajo consigo
un gran ejército y una flota para realizar más campañas.
Mardonio ordenó al ejército que marchase directamente de Cilicia al
Helesponto, pero él mismo llegó a Jonia con su flota y allí complació en gran
manera a todos los jonios rencorosos al deponer a todos los tiranos y
permitiendo que las ciudades establecieran sistemas colectivos de autogobierno,
en apariencia de naturaleza moderadamente democrática en su mayoría. El
objetivo era claramente reconciliar a los jonios con el gobierno persa, y
evitar que provocasen nuevos problemas en el futuro, demostrando que el
gobierno persa podía ser sensible ante su cultura y necesidades particulares.
Sin embargo, Jonia sólo fue una breve parada para Mardonio: sus instrucciones
eran llevar el poder persa a la Grecia peninsular, atravesando la costa norte
del Egeo y bajando hacia Grecia desde el norte, mientras que la flota acompañaría
al ejército a lo largo de la costa y proporcionaría apoyo naval y suministros.
El empujón para crear una frontera occidental aceptable para el imperio
mediante la culminación de la conquista de los griegos estaba en marcha.
Mardonio subió navegando por el
Helesponto con su flota para encontrarse con el ejército, que la flota
transportó hasta la orilla europea. Entonces el ejército marchó hacia el oeste
siguiendo la orilla septentrional del Egeo, con la flota navegando a su altura.
Esta región ya había sido sometida por Darío y su general Megabates veinte años
antes, de manera que se trataba básicamente de reafirmar la autoridad persa. La
primera acción real de la expedición fue en la rica isla de Tasos, que fue
obligada a someterse por fuerzas apabullantemente superiores. El ejército
prosiguió entonces hacia Macedonia, que renovó su aceptación de la soberanía
persa.
Mientras tanto, la flota navegó alrededor de la península Calcídica, pero
ahí llegó el desastre. La larga costa de la península de Atos —la más oriental
de las tres penínsulas que se proyectan hacia el sur desde la Calcídica— es
rocosa, sin puertos y carece en su mayor parte incluso de playas o bahías
resguardadas. Durante la temporada de navegación habitualmente no era difícil
de circunnavegar, pero los marineros locales sabían que había que tener mucho
cuidado: el viento del nordeste predominante durante el verano —que en la
actualidad es llamado meltemi— puede
cambiar rápidamente de una brisa agradable a casi una galerna, y si ocurría eso,
los barcos en la costa oriental de la península de Atos estaban condenados,
porque el viento los llevaría directamente contra las rocas y los acantilados.
Esto es de hecho lo que le ocurrió a la flota persa, que o no había pensado en
conseguir navegantes con conocimiento de las condiciones locales, o no había
seguido su consejo. Muchos de los barcos naufragaron y la mayor parte de sus
tripulaciones se ahogaron, fueron aplastados contra las rocas de la costa, o
fueron atacados y muertos por los tiburones que infestaban esas aguas, como nos
explica Herodoto. Con esto, la estrategia persa de un ataque anfibio sobre
Grecia quedó arruinada, pero lo peor estaba por llegar para la expedición de
Mardonio. El ejército estaba acampado al este de Macedonia y aparentemente
—quizá confiados en la sumisión macedonia— no mantuvieron una vigilancia
adecuada. En cualquier caso, una tribu local llamada de los brigos lanzó un
ataque nocturno que cogió a los persas por sorpresa. Les infligieron muchas
bajas y el propio Mardonio recibió una fea herida en el muslo, antes de que
pudieran repeler finalmente a los brigos.
Mardonio restauró un poco su prestigio quedándose en la zona y luchando
incansablemente contra los brigos hasta que éstos se rindieron, pero entonces
se vio obligado a dar por terminada la campaña. La flota no podía seguir
cumpliendo su papel, el ejército estaba seriamente debilitado y el propio
Mardonio necesitaba tiempo para recuperarse. Así este primer intento de
conquistar Grecia terminó sin gloria y sin que realmente se hubiera conseguido
nada: la frontera persa no había podido avanzar más hacia el oeste de lo que se
había conseguido veinte años antes en tiempos de la campaña tracia de Darío.
Sin embargo, el rey no se sintió descorazonado por esto, ni flaqueó su
determinación de conquistar Grecia.
En 491, como un movimiento preliminar para futuras campañas, Darío envió
emisarios por toda la Grecia peninsular para exigir tierra y agua para el rey:
las prendas formales de sumisión. El objetivo era sin duda valorar la posible
fuerza y determinación de la oposición, y diseñar de acuerdo con ello la futura
estrategia de conquista. Intimidados y temerosos por lo que habían visto que le
había ocurrido a los jonios, todos los griegos de las islas del Egeo enviaron las
prendas de sumisión, y lo mismo hicieron en el centro y el norte de Grecia. Sin
embargo, los atenienses y los espartanos se negaron y de una forma muy
contundente: en ambos lugares los heraldos persas fueron asesinados al
lanzarlos a una zanja o pozo. Esto era una violación de la ley internacional
conocida por todos de que los heraldos eran sagrados e inviolables, de manera
que incluso los pueblos en guerra se podían comunicar entre ellos con seguridad
a través de heraldos, lo que demuestra los sentimientos tan fuertes que sobre
este tema compartían espartanos y atenienses. Enfrentados a la amenaza persa,
los espartanos y los atenienses resolvieron ahora sus diferencias y se
convirtieron en aliados. Incluso el rey Cleómenes dejó de lado su hostilidad
del pasado hacia los atenienses. Cuando los atenienses informaron que los
eginos, aliados de los espartanos, habían enviado tierra y agua al rey y de
esta forma amenazaban las posibilidades de Atenas para resistir a los persas,
Cleómenes forzó a los eginos a retractarse de dicha sumisión y a enviar rehenes
a Atenas para garantizar su buen comportamiento en el futuro. Planteada la
situación y con el fin de conseguir esto, Cleómenes tuvo que encontrar primero
una forma de deponer a su propio co-rey (y rival personal) Demarato, que le
estaba obstaculizando en defensa de los eginos, de manera que podemos valorar
lo comprometido que estaba Cleómenes en esta alianza con Atenas y en contra de
Persia. Demarato, por su parte, demostró donde se encontraban sus simpatías al huir
en secreto de Esparta y entrar al servicio del rey persa, un traidor a su
ciudad de origen y a Grecia.
LA campaña que condujo a Maratón
Ahora ya estaba dispuesta la escena para el segundo intento de Darío de
conquistar Grecia y castigar a los que habían apoyado la revuelta jonia. Como
los griegos de las islas y la mayor parte de los griegos peninsulares al norte
del Ática habían ofrecido su sumisión, Darío y sus consejeros calcularon que no
sería necesario reunir otra expedición del tamaño de la de Mardonio. Se diseñó
una estrategia nueva. Una expedición anfibia más pequeña podría golpear
directamente a través del sur del Egeo en las Cicladas, Eretria y Atenas. Esto
tenía una serie de ventajas. Habría que movilizar menos hombres y recursos. La
flota podría evitar la peligrosa península de Atos para que no se volviera a
repetir el desastre. Los tres estados que habían luchado contra el poder persa
y lo habían humillado —Naxos, Eretria y Atenas— podrían ser castigados como una
lección para todos los griegos. Y desde un Ática ocupado, se podría organizar
la conquista del resto de Grecia y emprenderla a placer desde una base en el
corazón de Grecia. En efecto, como Grecia al norte del Ática ya había ofrecido
sumisión y difícilmente se iba a retractar en vistas del castigo que iba a
recaer sobre los atenienses, sólo quedaban los peloponesios, dirigidos por los
espartanos, como único obstáculo. Durante la segunda mitad de y principios de
490 se trabajó para construir un gran número de barcos de transporte especiales
para la caballería que iba a formar parte de la expedición. Datis el Medo y
Artafernes, hijo del Artafernes que fue sátrapa en Sardes, fueron puestos al
mando de la expedición. Y en la primavera de 490, un gran ejército, una flota y
una escuadra de barcos de transporte se reunieron en Cilicia para poner en
práctica esta nueva estrategia de conquista.
Los números de las diversas partes de la fuerza expedicionaria son,
desafortunadamente, imposibles de establecer debido a la costumbre griega de
exagerar las fuerzas persas en esta época. Herodoto habla de los habituales
«600 trirremes» para una flota persa de este período; no da una cifra para los
soldados, pero otras fuentes hablan de cientos de miles. Cuestiones prácticas
de coste, logística y necesidad sugieren números mucho más pequeños. En la
Grecia peninsular no existían en esta época flotas demasiado grandes; incluso
diez años más tarde, después de que los atenienses hubieran construido 200
barcos de guerra nuevos, los griegos peninsulares podían reunir poco más de 400
trirremes, y en este momento esos 200 trirremes atenienses no existían, puesto
que los atenienses tenían escasamente 50 barcos, como hemos visto antes. Muchos
de estos cincuenta barcos eran probablemente anticuadas pentecoteras (galeras de 50 remos). En consecuencia, una flota
persa de 600 trirremes habría tenido algo así como tres veces el tamaño de
cualquier flota que se hubieran podido encontrar incluso bajo la más pesimista
de las proyecciones; de hecho no era demasiado probable que se le opusieran
algo más de una docena de barcos de guerra griegos. Por eso, una cifra mucho
más plausible para la flota persa, adaptada a la escala real de las
operaciones, sería de 200 barcos o menos.
Algunas de nuestras fuentes antiguas hablan de cientos de miles de soldados
en esta expedición. Pero en realidad, el tamaño de los ejércitos antiguos en
campaña estaba limitado por las condiciones de transporte en la Antigüedad, que
hacían prácticamente imposible alimentar a gran cantidad de personas que se
reunieran de repente en un único emplazamiento. Incluso encontrar suministros
para ejércitos formados por decenas de miles de soldados era con frecuencia muy
difícil; alimentar y equipar ejércitos que llegasen a los cientos de miles
habría presentado dificultades logísticas insuperables: muchos de los hombres
habrían muerto de hambre. Como la estrategia que se perseguía era de un coste
relativamente bajo y una movilización moderada de recursos, se puede considerar
certero que el ejército persa agrupaba a mucho menos de 100.000 hombres.
Probablemente no tenía más de unos 25.000 infantes y varios miles de
caballería, lo que sería dos o tres veces el tamaño de las fuerzas que
cualquier de los tres objetivos principales —Naxos, Eretria y Atenas— podía movilizar,
y sustancialmente más grande que sus ejércitos incluso si de alguna manera
conseguían reunir un número significativo de refuerzos por parte de sus
aliados.
Esta fuerza navegó a la largo de la costa del sur de Anatolia, subió por la
costa oriental del Egeo hasta Samos, y entonces cruzó a cubierto de la larga
isla de Icaria hasta las Cicladas en el sudoeste del Egeo. Desembarcaron en
Naxos. A diferencia del año 500, los habitantes de Naxos no presentaron batalla
ni defendieron su ciudad, sino que se refugiaron en las montañas. Los persas
dieron un escarmiento con el lugar, quemando la ciudad y los santuarios,
capturando y esclavizando a unos pocos pobladores despistados, y siguieron
adelante hacia Délos. En contraste, Datis trató a la isla de Apolo con respeto:
se aseguró a los delios que no les iba a ocurrir nada malo, y se realizó una
gran ofrenda de incienso al dios Apolo. El resto de las islas Cicladas se
rindió, ofreciendo tropas auxiliares y rehenes: el contraste entre Naxos y
Délos les quedó meridianamente claro. Al alcanzar el extremo meridional de
Eubea, los persas exigieron a los caristios que se rindieran también. Después
de ver devastados sus campos y la ciudad asediada durante unos pocos días, los
caristios se sometieron y los persas siguieron adelante hacia el segundo de sus
objetivos principales: Eretria.
Para entonces, a mediados de julio, los eretrios habían tenido tiempo
suficiente para mejorar las defensas de su ciudad y para debatir el mejor curso
de acción. Habían pedido ayuda a los atenienses, y los atenienses habían
ordenado a sus 4.000 colonos en Calcis que ayudaran a los eretrios. Pero los
propios eretrios estaban divididos sobre qué hacer: algunos querían abandonar
la ciudad y refugiarse en las montañas del centro de Eubea, otros querían
ocupar las murallas de la ciudad y defenderla, y unos terceros pedían
directamente la rendición incondicional. En medio de esta disensión, y
siguiendo el consejo de un eretrio principal llamado Esquines —que les dijo que
se salvasen porque Eretria estaba condenada—, los 4.000 atenienses cruzaron el
canal de Eubea y regresaron a Atenas. Entonces la armada persa desembarcó en
territorio eubeo y formó a sus tropas, con la caballería en vanguardia, pero no
encontró a nadie con quien luchar. Finalmente los eretrios habían decidido
retirarse detrás de sus murallas fortificadas y defender su ciudad.
Así los persas pusieron sitio a Eretria. Durante seis días las murallas de
la ciudad sufrieron ataques y se produjeron combates feroces con pérdidas por
ambos lados. Pero, como hemos visto, los griegos siempre solían acabar
aplastados por una debilidad característica: la desunión. En la sexta noche,
dos eretrios prominentes pusieron la seguridad propia y la de sus familias por
delante de la comunidad y abrieron las puertas de la ciudad a los persas.
Herodoto los nombra como Euforbo, hijo de Alquímaco, y Filagro, hijo de Cinea.
Una vez dentro de la ciudad, los persas rodearon a la población y la
deportaron, incendiando la ciudad vacía y sus santuarios. Así, hacia finales de
julio, el pueblo de Eretria fue cargado en barcos y trasladado a Asia, donde
fueron llevados tierra adentro hasta Susa para enfrentarse al rey. Como los
persas seguían teniendo un objetivo principal por atacar, los atenienses,
«aparcaron» a los eretrios en algunos islotes en el estrecho de Eubea durante
las operaciones en el Ática. Al final los eretrios fueron trasladados a Susa
donde, al igual que a los milesios, el rey Darío no tuvo interés en seguir
castigándolos sino que los asentó en un nuevo hogar no demasiado alejado del
golfo Pérsico. Herodoto constata que seguían viviendo allí en su época, aunque
sin duda se refería mayoritariamente a sus descendientes.
Hasta ese momento la expedición persa había sido un éxito total. Las islas
Cicladas y el extremo meridional de Eubea pertenecían a los persas, y se habían
logrado dos de los tres objetivos principales, y todo ello con pocos combates
puesto que los griegos estaban o demasiado superados o demasiado desunidos para
ofrecer ninguna resistencia seria. Mientras los comandantes persas, Datis y
Artafernes, dejaban descansar el ejército durante unos pocos días después del
saqueo de Eretria y discutían los planes exactos para la invasión del Ática con
sus consejeros griegos —entre los que se encontraba el antiguo tirano ateniense
Hipias— debían sentirse muy confiados. No tenían ninguna razón para suponer que
la última parte de su campaña se desarrollaría de forma diferente a lo que ya
había ocurrido, y no hay duda de que sus informantes atenienses les estaban
señalando que Atenas no estaba más unida en propósito y determinación de lo que
lo había estado Eretria. Al menos una parte de la aristocracia ateniense estaba
descontenta con la constitución democrática que Clístenes había creado tan
recientemente, sólo hacía poco más de quince años. Y no existía ninguna razón
para creer que no habría, entre los atenienses como en otras comunidades
griegas, algunas personas que situarían los cálculos sobre su provecho personal
por encima de la lealtad a la comunidad.
Por entonces, los persas tenían una larga historia de explotar con éxito la
desunión griega, y tenían razones para creer que si los atenienses, como
parecía lo más probable, pretendían defender sus murallas, su desunión o las
máquinas de asedio persas los de Trotarían. E incluso si los atenienses salían
a campo abierto a luchar, los persas los superaban ampliamente en número y
confiaban en el entrenamiento y la disciplina de sus fuerzas, que en esa época
tenían a sus espaldas una larga historia de triunfos imperiales, y en
particular creían que la caballería y los arqueros les proporcionaban una gran
ventaja frente a los movimientos lentos y torpes de la fuerza hoplita que los
atenienses podían formar para oponerse a ellos. Así que lo más probable era que
los persas volvieran a embarcar en los barcos de guerra y de transporte para la
corta travesía entre Eubea y el Ática en un estado de ánimo de optimismo
efervescente de que la tarea quedaría completada con cierta rapidez.
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