Los griegos posteriores reconocieron úna doble tradición en la historia
de sus ideas sobre la naturaleza de las cosas: la puramente naturalista o
materialista, o —como se la llama a menudo— la tradición atea de Jonia, y la
tradición religiosa, que comienza con Pitágoras en la Magna Grecia, en
Occidente.
Platón, en el décimo libro de sus Leyes resume las
características de ambos sistemas de pensamiento. La opinión que nos da de los
naturalistas jónicos dice así: Los cuatro elementos, tierra, aire, fuego y
agua, existen todos natural y casualmente, y ninguno por designio o
providencia. Los cuerpos que les han sucedido, el Sol, la Luna, la Tierra y las
estrellas, se han originado en esos elementos totalmente inanimados, que se
mueven por una fuerza inmanente, según ciertas afinidades mutuas. De esta
manera fue creado el cielo todo y cuanto hay en él. También las plantas y los
animales. Las estaciones también resultan de la acción de estos elementos, no
de la acción de alguna mente, Dios o providencia, sino natural y casualmente.
La intención nació después, independientemente de ellas: mortal y de nacimiento
mortal. Las diversas artes, materializaciones de la intención, han surgido para
cooperar con la naturaleza, dándonos artes como la medicina, la labranza y aun
la legislación. Los mismos dioses no eran producto de la naturaleza, sino de la
intención contenida en las leyes de los diferentes Estados donde se les
adoraba. También la moral, como la religión, es producto de la intención
humana. Los principios de justicia no existían en la naturaleza: eran simples
convenciones. Resumiendo: los filósofos naturales sostenían que el fuego, el
agua, la tierra y el aire eran los elementos primarios de todas las cosas; que
ellos constituyen la Naturaleza, y que de ellos se originó posteriormente el
alma.
Platón sugiere después las ideas principales de la tradición religiosa
del pensamiento, que es la suya propia. De acuerdo con esta teoría, el alma es
la primera de las cosas. Existió antes que todos los cuerpos, y es el factor
principal de sus cambios y transposiciones. Las cosas del alma preceden a las
del cuerpo; es decir, que el pensamiento, la atención, la mente, la intención y
la ley son anteriores a las cualidades de la materia. El designio, la mente o
la providencia fueron antes; después la naturaleza y sus obras. Lo que llamamos
naturaleza está bajo el gobierno del designio o de la mente. Tal es la
tradición que se supone comenzó con Pitágoras. De aquí en adelante debemos recordar
esta doble tradición, que se encuentra a menudo en un mismo filósofo.
Pitágoras no sólo es el fundador de la tradición religiosa, sino
también uno de los más ilustres hombres de ciencia de Grecia. Griego, jónico
por su origen, probablemente (como también se dice de Tales), tenía sangre
fenicia en sus venas. Emigró a Occidente cuando el dominio persa se extendió
hasta el Egeo, amenazando las libertades de los griegos asiáticos. Se
estableció en Crotona, en la Italia meridional. Es el fundador de la cultura
europea en la órbita del Mediterráneo occidental.
Pitágoras nació en la isla de Samos, que en aquel entonces, como la
ciudad de Mileto, que vio nacer la ciencia griega, era una potencia comercial
en creciente progreso. Polícrates, su dictador, había destruido el poder de la
aristocracia terrateniente, y gobernaba la isla con el apoyo de los
comerciantes. Para conveniencia de éstos, amplió y mejoró el puerto; al crecer
la ciudad capital, hizo que se llevara a cabo una de las obras más
sorprendentes de la ingeniería antigua. Hizo llamar un ingeniero de Megara, de
nombre Eupalino, le ordenó excavar un túnel a través de la colina de Kastro,
que sirviera como acueducto para abastecer a la ciudad.
Dicho túnel, que tiene más de 600 metros de longitud, fue comenzado
simultáneamente por ambos extremos. Las excavaciones modernas revelan que
cuando los dos equipos se encontraron a mitad de camino, la falta de
coincidencia de las perforaciones era de poco más de medio metro.
El hecho está lleno de sugerencias y enseñanzas para la historia de la
ciencia. Si sólo dependiéramos de las constancias escritas deberíamos esperar a
que un escritor posterior, Herón de Alejandría, que vivió probablemente en el
siglo II de la Era Cristiana, nos explicara con una construcción geométrica
cómo realizar esa proeza. Pero la obra fue llevada a cabo, y con toda
corrección, 600 años antes, por lo que podemos estar seguros de que el
conocimiento matemático necesario existía ya entonces, aunque no tengamos
testimonios escritos de ello.
Pitágoras tenía alrededor de 40 años cuando, hacia el año 530 a. C., la
conquista persa de Jonia trastornó sus planes en Samos, y huyó a refugiarse en
Crotona. Como ya sabría, sin duda, antes de tentar esta aventura, encontró una
ciudad comercial semejante a la suya. Era un político activo, y es probable que
allí se vinculara a la clase de los comerciantes, que ocupaba, como en todas
partes, una posición intermedia entre la aristocracia terrateniente y los
campesinos y obreros. Adquirió gran influencia y reformó la vida política y
religiosa de su patria adoptiva. El profesor George Thomson, en su Æschylus and Athens,
compara su posición con la de Calvino en Ginebra.
TRADICIÓN RELIGIOSA DE LA
FILOSOFÍA GRIEGA
Sin embargo, como ya se ha dicho, Pitágoras no fue sólo un reformador
religioso y político, sino también hombre de ciencia. Comprenderemos mejor su
ciencia si tenemos presentes sus ideas religiosas y políticas, que estaban
íntimamente ligadas. La comunidad pitagórica fue una hermandad religiosa
dedicada a la práctica del ascetismo y al estudio de las matemáticas. Sus
miembros debían hacer examen de conciencia diariamente. Creían en la
inmortalidad del alma y en su transmigración. El cuerpo mortal perecedero era
la prisión o tumba que el alma habitaba temporalmente. Estas creencias eran
compartidas por los devotos de las otras religiones de los misterios difundidas
entonces en Grecia. El pitagorismo era una forma artificiosa de misterio
religioso. La particularidad de este sistema fue encontrar en las matemáticas
una clave para resolver el enigma del universo y un instrumento para la
purificación del alma. Decía Plutarco, como buen pitagórico: «La función de la
geometría es conducirnos de lo sensible y perecedero a lo inteligible y eterno,
pues la
contemplación de lo eterno es el fin de la filosofía, como la contemplación de
los misterios es el fin de la religión». El paralelo es
significativo. Los pitagóricos fueron los iniciadores de la actitud religiosa
respecto a lo matemático. A decir verdad, no despreciaron —por lo menos en los
primeros tiempos de la escuela— la aplicación práctica de las matemáticas. A la
influencia pitagórica se debe la planificación sistemática de ciudades,
comenzado en Grecia en este período; pero el incremento de la mística religiosa
basada en las matemáticas debe también atribuirse a dicha escuela.
EL UNIVERSO MATEMÁTICO
Ésta hizo rápidamente grandes progresos en geometría y en la teoría de
los números. Se acepta que a mediados del siglo V a. C. se
había alcanzado la mayoría de las conclusiones que Euclides sistematizó en los
libros I, II,
VII y IX de sus Elementos.
Es ésta una una conquista de primer orden. Pero si estudiamos sus conceptos
matemáticos en las notables páginas de la famosa obra de Euclides, no dejaremos
de advertir su otro aspecto: el fervor religioso con que sostiene sus ideas.
Una cita de Filolao, un pitagórico del siglo V, nos ayudará a
verlo.
Este autor dice: «Consideremos los efectos y la naturaleza del número
conforme al poder que reside en la decena. Es grande, todopoderoso y
autosuficiente, principio primero y guía de los dioses, del cielo y del hombre.
Sin él todo es ilimitado, oscuro e inescrutable. La naturaleza del número ha de
ser punto de referencia, guía y orientación de toda duda o dificultad. Si no
fuera por el número y por su naturaleza, nada de cuanto existe podría ser
comprendido por nadie, ni en sí mismo, ni con relación a otras cosas… Podemos
observar el poder del número influyendo, no sólo en los asuntos de los demonios
y de los dioses, sino en todos los actos y pensamientos del hombre, y en todos
los oficios y en la música. Ni la armonía ni la naturaleza del número admiten
falsedad alguna. La falsedad es incompatible con él. La falsedad y la envidia
sólo son compatibles con lo ilimitado, lo ininteligible y lo irracional».
Este pasaje hace algo más que destacar el aspecto religioso de la
matemática pitagórica. También señala la importancia de la matemática para las
artes prácticas. Ésta es una característica de los primeros tiempos de la
filosofía griega, y en cierto modo persiste en la posterior. Como puede
observarse en la cita con que comenzamos este capítulo, Platón asoció la
filosofía jonia con una teoría definida de la naturaleza y la función social de
las artes prácticas. Para los jonios primitivos no había diferencia esencial
entre los procesos técnicos y los naturales. La hipótesis jonia de que la
naturaleza era inteligible se fundaba en el concepto de que las artes prácticas
eran esfuerzos inteligentes del hombre para cooperar con la naturaleza, para su
propio bien. Los pitagóricos, promotores del gran sistema filosófico que
seguiría después, aún compartían la misma concepción. Para ellos, el número no
era sólo el principio primero de los cielos, sino que mostraba también su poder
«en todos los oficios». La armonía originada por los números será siempre
nuestro tema, sea cual fuere la parte de la filosofía pitagórica que
examinemos. Aquí nos limitaremos a las dos ramas del conocimiento más
poderosamente influidas por la teoría matemática de Pitágoras: la cosmología y
la música.
La cosmología de los pitagóricos es muy curiosa e importante. No
intentaban éstos, Como los jonios, describir el universo en términos de
comportamiento de ciertos elementos materiales y procesos físicos, sino que lo
describen exclusivamente en términos numéricos. Mucho después dijo Aristóteles
que consideraban el número como origen y forma del universo. Los números
constituían el verdadero elemento de que el mundo estaba hecho. Llamaban Uno al
punto, Dos a la línea, Tres a la superficie y Cuatro al sólido, de acuerdo con
el número mínimo de puntos necesarios para definir cada una de esas
dimensiones. Pero sus puntos tenían tamaño; sus líneas, anchura, y sus
superficies, profundidad. Los puntos se sumaban para formar las líneas; éstas,
a su vez, para formar superficies, y éstas para los sólidos. A partir de sus
Uno, Dos, Tres y Cuatro podían construir un mundo. No nos extrañe que Diez, la
suma de estos números, tuviera un poder sagrado y omnipotente. Se infiere
también que la teoría de los números, que tanto lograron perfeccionar, fue para
ellos algo más que matemática: fue también física.
La identificación de los números con las cosas puede parecer
sorprendente al estudiante. Lo intrigará menos si sigue el camino que llevó a
Pitágoras a este concepto. Hemos hablado de su estudio acerca de la teoría del
número. En este estudio, el método consistía en emplear lo que llamaban números
figurados.
Representaban así los números triangulares:
y así sucesivamente;
así los números cuadrados:
y así sucesivamente;
y de esta manera los números pentagonales:
y así sucesivamente.
Esta nueva técnica de analizar las propiedades de los números fue lo
que hizo posible su identificación con las cosas, determinando, como veremos
luego, las características de su sistema cosmológico.
Esta filosofía matemática apareció rivalizando con la filosofía natural
de los jonios. Resulta evidente que como teoría del universo contiene menos de
intuición sensible y más de pensamiento abstracto que la concepción jónica. Las
relaciones matemáticas pasan a ocupar el lugar de los procesos o estados
físicos como la rarefacción y la condensación, o la tensión. El universo, según
sostenían los pitagóricos, podría comprenderse mejor y más rápidamente dibujando
diagonales en la arena, que pensando en fenómenos tales como la formación de
las playas, la sedimentación en la desembocadura de los ríos, la evaporación,
la elaboración del fieltro, etcétera, y en esto está el peligro. Esta
interpretación matemática se ajustaba a los principios religiosos y sociales de
la escuela. Las matemáticas no sólo parecían haber explicado las cosas mejor
que la concepción jónica, sino que también contribuían a mantener el alma de
los adeptos libre de contactos con lo terreno y material, y se adaptaban al
temperamento cambiante de un pueblo en el que el desprecio por el trabajo
manual se hermanaba con el incremento de la esclavitud. En una sociedad en la
que todo contacto con los procesos técnicos de la producción era tanto más vergonzante
cuanto que era propia sólo de esclavos, se consideraba deseable el hecho que la
constitución secreta de las cosas no se revelara a aquellos que las
manipulaban, ni a los que trabajaban con el fuego, sino a los que hacían
figuras en la arena. Para Heráclito —que asistió al fin de una escuela de
pensamiento en que la técnica industrial había desempeñado un papel
significativo, proporcionando las ideas que servían para explicar a la
naturaleza— nada más natural que considerar al fuego, principal agente en la
manipulación técnica de las cosas materiales, como el elemento fundamental. La
sustitución del fuego por el número, como principio fundamental, marca una
etapa en la separación de la filosofía de la técnica de la producción. Esta
separación es de importancia fundamental en la interpretación de la historia
del pensamiento griego. La asociación de la fragua, la soldadura, el fuelle y
el torno del alfarero pierde influencia sobre el pensamiento griego en relación
con el desarrollo —más aristocrático— de la teoría de los números y la
geometría.
Habiendo construido la materia a partir de números, los pitagóricos
procedieron luego a ordenar los principales elementos del universo según un
plan que contenía poca observación de la naturaleza y mucho razonamiento
matemático apriorístico. Al vincular los valores morales y estéticos con las
relaciones matemáticas, y al sostener la naturaleza divina de los cuerpos
celestes, no les era difícil decidir que éstos eran esferas perfectas y que
describían órbitas perfectamente circulares, teniendo aquí la palabra perfecto
significación moral y matemática. No probaron que los cuerpos celestes fueran
esferas perfectas, ni que describieran circunferencias perfectas; no obstante,
el hecho de que los pitagóricos realizaran grandes progresos en matemática y
aplicaran su nueva técnica a la astronomía les adjudica la primicia en este
terreno. Su concepción del universo tiene trascendencia histórica. El fuego
ocupaba la parte central; alrededor de él giraban la Tierra, la Luna, el Sol,
los cinco planetas y el cielo de las estrellas fijas. Suponían que la distancia
de los cuerpos celestes al fuego central correspondía a los intervalos de las
notas de la escala musical. Esto proporcionó el plan básico para las
investigaciones posteriores. Se terminaron los tubos de fuego de Anaximandro,
que pueden parecemos primitivos en algún aspecto, pero que constituían un
esfuerzo por brindar un modelo mecánico del universo y fueron reemplazados por
una astronomía enteramente geométrica, que aspiraba a determinar la posición de
los cuerpos celestes considerados divinos. Amplios progresos logrados en la
comprensión de las dimensiones relativas, distancia y posición de los cuerpos
celestes —resultado de la aplicación de una nueva técnica a unas pocas observaciones—
transformarían, a través de los siglos, el simple plan pitagórico en el
complicado sistema de Tolomeo, que no será discutido seriamente hasta el
siglo XVI de nuestra era. De aquí en adelante, los cuerpos celestes divinizados,
y por ende inmortales, dejan de tener historia. Son eliminados —no sin
dificultad— de la esfera de la filosofía natural e incorporados a la teología.
La contribución de los pitagóricos a la música o, para ser más
precisos, a la acústica, es aún más interesante que la cosmología. ¿Cómo
descubrieron los intervalos fijos de la escala musical? Es razonable suponer
que este descubrimiento es uno de los primeros triunfos del método de la
observación y la experimentación. Existe una versión de un escritor posterior,
Boecio, que vivió en el siglo VI de la era cristiana;
puesto que es una historia de aquéllas que la Antigüedad tendía más a olvidar
que a inventar, estoy de acuerdo con Brunet y Mieli, en que es probablemente
cierta. He aquí el relato de Boecio ligeramente resumido:
Pitágoras, obsesionado por el problema de explicarse matemáticamente
los intervalos fijos de la escala, acertó a pasar, por la gracia de Dios,
frente a una herrería; le llamó la atención la musicalidad de los golpes de los
martillos sobre el yunque. Fue irresistible la oportunidad que se le ofrecía de
analizar el problema en otras condiciones. Entró y observó largamente. Pensó
que las diferentes notas fueran proporcionales a las fuerzas de los hombres.
«¿No querrían intercambiar los martillos?». Se evidenció el error de su idea
primera, pues el resultado fue el mismo. La explicación debía de estar en los
martillos, no en los hombres.
Se utilizaban cinco martillos, «¿se le permitiría pesarlos?». ¡Oh!
¡Milagro de los milagros! El peso de cuatro de ellos estaba en la proporción de
12, 9, 8 y 6. El quinto, cuyo peso no correspondía a relación numérica alguna
con el resto, era el que echaba a perder la perfección del repiqueteo. Fue
retirado, y Pitágoras volvió a escuchar. En efecto, el mayor de los martillos,
cuyo peso era doble del más pequeño, daba la octava más baja. La doctrina de la
media aritmética y armónica (12-9-6 y 12-8-6) le dio la clave del hecho de que
los otros dos martillos dieran las otras notas fijas de la escala. Dios quiso,
seguramente, que pasara frente a la herrería. Fue corriendo a casa a continuar
sus experimentos, ahora en condiciones que podríamos llamar de laboratorio.
¿Era la relación matemática observada la única razón de la armonía
entre aquellas notas? Pitágoras ensayó otro medio: hizo vibrar cuerdas.
Descubrió que la nota emitida estaba relacionada con la longitud. Pero ¿qué
tendrían que ver la tensión y el grosor de las cuerdas? También experimentó
estos dos puntos. Finalmente, volviendo a la relación de longitudes, ensayó
otra vez con flautas de caña de dimensiones adecuadas. Entonces se convenció.
Ésta es la tradición que nos ha legado Boecio.
Hay en ella algo de confuso. La experiencia de los martillos no pudo
dar el resultado que se le atribuye. Si hubiese hecho experimentos con la tensión,
los resultados le habrían sorprendido. El número de vibraciones de una cuerda
tensa no es proporcional al peso que la estira, sino a la raíz cuadrada del
peso. Nos faltan evidencias de que Pitágoras o cualquier otro de sus
contemporáneos supiera esto. Sin embargo, estos experimentos son de significado
crucial en la historia de la ciencia.
Se admite que los griegos nunca practicaron la experimentación con la
profundidad y sistematización que caracterizan a la de nuestro tiempo. Eso no
significa que no la practicaran. Brunet y Mieli afirman con razón que estos
experimentos «constituyen una refutación categórica a la creencia sustentada
por muchos, de que los griegos ignoraban la ciencia experimental. Importa
destacar —agregan— que la tradición atribuye el descubrimiento al mismo
Pitágoras, y en este caso la atribución resulta enteramente aceptable. El
desarrollo de los métodos experimentales aplicados a la acústica y a otras
partes de la física es uno de los títulos de gloria más legítimos de la escuela
de los pitagóricos» (Obra
cit., pág. 121).
Queda por agregar algo acerca de la crisis que soportó la concepción
geométrica que del mundo tenían los pitagóricos al promediar el siglo V.
Éstos, como se ha dicho, construyeron el mundo a partir de puntos con magnitud.
Sería imposible decir el número de puntos que había en una línea determinada,
pero, teóricamente, éste debía ser finito. Luego, por el progreso de su propia
ciencia matemática, su fundamentación del universo fue barrida repentinamente.
Se descubrió que la diagonal y el lado del cuadrado eran inconmensurables. √2
es un número «irracional». Ellos crearon el término que nos señala la sorpresa
de quienes, sosteniendo que el número y la razón son una misma cosa, no podían
expresar √2 con número alguno. La confusión fue grande. Si la diagonal y el
lado de un cuadrado eran inconmensurables, se deduce que las líneas son
infinitamente divisibles. Si las líneas son infinitamente divisibles, los
pequeños puntos que sirvieron a los pitagóricos para construir el universo, no
existen, o, si existen, deben ser descritos de otro modo, y no en términos
meramente matemáticos.
El siglo V a. C. fue también testigo de la crisis de la física.
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