La filosofía natural de los jonios, en su simplicidad, comprende dos
elementos: uno de observación y otro de pensamiento. Para explicar los
fenómenos sensoriales tuvieron que crear un sistema de ideas abstractas. Es
verdad que tierra y agua podían ser los nombres de cosas visibles y palpables,
pero esos mismos términos encierran los significados más generales de sólido y
líquido; es decir, tendían a constituirse en términos abstractos. Aún más
netamente abstractas son las ideas de lo indeterminado, o de la condensación y
rarefacción, o de la tensión. Los términos pueden ser tomados de la vida
diaria, pero tal como son usados por el filósofo se convierten en nombres de
conceptos, inventados para expresar percepciones. Aparece la diferenciación
entre la mente y los sentidos. El primero en expresar la conciencia de esta
diferenciación fue el profundo Heráclito. «Los ojos y oídos son malos testigos
para el hombre —dijo— si la mente no puede interpretar lo que dicen». Luego,
consciente de la novedad y dificultad de esta distinción, observa: «De todos
aquellos cuyos discursos he escuchado, no hay uno que comprenda que la
sabiduría es independiente de toda otra cosa».
Aclarada la distinción, la controversia giró alrededor de cuál de las
dos —razón o sensibilidad— sería el verdadero medio de aproximarse a la
comprensión de la Naturaleza. Los pitagóricos influyeron de manera importante
en la solución de este problema. Un contemporáneo de Pitágoras, más joven que
él y miembro de su escuela, Alcmeón de Crotona, en un esfuerzo por exponer las
bases físicas de la experiencia sensible, echó los fundamentos de la fisiología
experimental y de la psicología empírica. Disecó y viviseccionó animales.
Descubrió, entre otras cosas, el nervio óptico, y llegó a la correcta
conclusión de que el cerebro es el órgano central de la sensación. Merece
citarse su descripción de la lengua como órgano del gusto: «Es con la lengua
con lo que discernimos los sabores, pues, por estar caliente y ser blanda,
disuelve las partículas sápidas con su calor, mientras que la porosidad y
delicadeza de su estructura las admite en su seno y las transmite al sensorio».
Estas sorprendentes observaciones, que forman parte de una exposición
general de la fisiología de la sensación, son una prueba tanto de sus dotes de
observador como de las investigaciones sistemáticas realizadas en la escuela
pitagórica.
Las conquistas de los investigadores pitagóricos fueron pronto objeto
de críticas por parte de los filósofos que creían que la verdad debía buscarse
por la razón pura, excluyendo toda evidencia sensorial. También esta crítica
ocupa su lugar en la historia de la ciencia. El ataque a los sentidos fue
iniciado por el fundador de otra escuela italiana, Parménides de Elea, segundo
de los filósofos religiosos de Grecia. Es autor de un poema en dos libros
llamados, respectivamente, El camino de la verdad y El camino de la opinión. En el
primero propone una concepción de la naturaleza de la realidad, basada en el
uso exclusivo de la razón; en el segundo es probable que enunciara y rechazara
el sistema pitagórico, que, para su gusto, contiene demasiadas observaciones.
Se conservan fragmentos considerables de su obra. En cierto pasaje hay un
ataque, demoledor y directo, contra el experimentalismo: «Aleja tu mente de esa
senda de la investigación: ¡que el hábito, inculcado por múltiples
experiencias, no te arrastre por esa senda a ser instrumento de tus ciegos
ojos, de tus oídos resonadores y de tu lengua! Juzga por la razón mi aporte al
gran debate».
¿En qué pensaba Parménides al hablar así contra la aplicación de los
ojos, el oído o la lengua? Muchos comentaristas opinan que dirigía una
advertencia general a la humanidad, previniéndola de la falacia de los
sentidos; pero sus palabras desmienten esta interpretación. Ataca únicamente a
este método de investigación. No es difícil descubrir qué actividades coetáneas
con él denuncia. Las actividades astronómicas de la escuela jónica se
realizaban en esta época en un observatorio de la isla de Tenedos. Esto
constituye un ejemplo sobresaliente del uso del «ojo ciego» en la
interpretación del universo. El «oído resonador» alude a los experimentos
acústicos de los pitagóricos. Y la lengua, sin duda, no ha de ser interpretada,
como han hecho otros tantos comentaristas, como el órgano de la palabra, sino
como el órgano del gusto, tan agudamente descrito por Alcmeón. Los médicos
hipocráticos, cuya contribución a la ciencia analizaremos en el próximo
capítulo, solían probar el agua de las localidades en que se establecían, como
asimismo los humores y excrementos del cuerpo humano. Contra estas prácticas de
la ciencia por observación, aplicada en diferentes terrenos, fue contra las que
Parménides dirigió sus ataques. Si Parménides atacó tan duramente a los hombres
de ciencia, ¿de qué opinión positiva era campeón? Tal como su contemporáneo
Heráclito de Éfeso, en el otro extremo del mundo de habla griega, estaba
preocupado con el problema de la razón y los sentidos, y pensaba que se debe
seguir solamente a la primera. Su razón, sin embargo, lo condujo a una
conclusión diametralmente opuesta a la de Heráclito. Éste dijo: «todo fluye», y
Parménides: «nada cambia»; Heráclito dijo: «La sabiduría es la comprensión del
funcionamiento del universo»; Parménides dijo que el universo no funciona, sino
que permanece absolutamente inmóvil. Para él, el cambio, el movimiento y la
variación eran sólo ilusiones de los sentidos.
Tenía para esto argumentos, pero no pruebas. Partió de dos ideas
generales y contradictorias. Ser y No-Ser, «lo que es» y «lo que no es»; entre
ambas agotó el universo del discurso. Enunció dos proposiciones simples: «lo
que es» es, y «lo que no es» no es. Si se consideran seriamente estas
proposiciones es imposible introducir el cambio, el movimiento o la variación
en el universo. El Ser puede experimentar cambios de cualquier clase, por la
sola admisión del No-Ser; pero el No-Ser no existe. En consecuencia, nada
existe sino la plenitud absoluta del Ser. La idea de Anaxímenes de que el
principio fundamental puede transformarse de tierra en agua, o de agua en
niebla, por contener menos sustancia en un espacio dado, sólo puede significar
que se ha diluido —podríamos decir— en espacio vacío, en nada, en «lo que no
es», en lo que no existe. Satisfecho con este razonamiento, Parménides sostuvo
que la realidad era una esfera sólida increada, eterna, inmóvil, inmutable y
uniforme. Nada hay de malo en este argumento, excepto que desprecia toda
experiencia. Es un modo de concebir las cosas continuamente refutado por el
verdadero contacto con ellas. Por eso previene contra la confianza en el oído,
el ojo o la lengua. En Parménides, el pensamiento discrepa con la acción y con
la vida.
¿Cuál es el significado de esta extraña filosofía de Parménides? ¿Qué
significa el hecho de que el hombre, orgulloso de la posesión de una actividad
recién definida —la razón—, se aventure con ayuda de ella a negar la realidad
del múltiple mundo de los sentidos? Debemos comprender la posición de
Parménides en su doble aspecto: como protesta y como afirmación. Por un lado,
protesta contra las consecuencias ateístas de la filosofía jónica que elimina
de la naturaleza a lo divino; por el otro, afirma la primacía de una nueva
técnica que se advierte ahora por primera vez: la técnica del argumento lógico.
Parménides se apoyó en el principio lógico de la contradicción. No podía
admitir que una cosa pudiera a la vez ser y no ser; sin embargo, esta admisión
es necesaria si hemos de tener en cuenta los cambios. Para él, hombre
preocupado por concepciones religiosas (históricamente puede considerársele
como reformador de la teología pitagórica), nada significaba deshacerse de los cambios.
En realidad, se alegraba de hacerlo. Desde el punto de vista de la escuela
jónica antigua, cuyas formas de pensamiento filosófico habían surgido en
estrecha relación con los procesos activos de modificar a la naturaleza, como
lo fueron las técnicas, era imposible dejar de lado los cambios. No podía
admitir que la filosofía condenara y despreciara la vida. La controversia se
hizo más profunda que las palabras. El eleatismo señala un paso más en él
camino por el que la filosofía se separa de sus raíces de la vida práctica.
SU RECUPERACIÓN POR EMPÉDOCLES
Y ANAXÁGORAS
El gran pensador que lo sucedió entre los griegos occidentales,
Empédocles de Agrigento (Sicilia), no encontró de su gusto la paralizadora
filosofía de Parménides. También expresó sus puntos de vista en forma de
versos. En algunos de sus poemas existentes encontramos la réplica al ataque
que Parménides hizo a los sentidos. Es cierto que reconoció la falibilidad de
los sentidos, pero defendió el uso crítico de la evidencia que suministran.
«Considerad con todos vuestros sentidos cada cosa en su aspecto más claro. No
sostengáis lo que veáis con mayor confianza que lo que oigáis, ni valoréis
vuestros resonantes oídos más que la clara instrucción de vuestra lengua; y no
depositéis vuestra confianza en ninguna otra parte del cuerpo donde haya una
entrada para el entendimiento; consideradlo todo como os sea más claro».
Empédocles sostuvo la jerarquía de los sentidos, pues, como los
antiguos jonios, dedujo de las técnicas las ideas con que quiso explicar los
procesos de la naturaleza. Menciona como fuentes de sus ideas a la mezcla de
colores para pintar y la fabricación del pan y la honda. También, como
Pitágoras y Alcmeón, fue experimentador. Su gran contribución al conocimiento
fue su demostración experimental de la corporeidad del aire invisible. Hasta
entonces nadie lo había diferenciado del espacio vacío. Las cuatro formas de la
materia admitidas no habían sido la tierra, el aire, el fuego y el agua; sino
la tierra, la niebla,
el fuego y el agua. Empédocles acertó con una demostración experimental de la
naturaleza corpórea del aire que respiramos. Los griegos tenían un utensilio
doméstico llamado clepsidra
(«ladrón-de-agua») que consistía esencialmente en un tubo con un filtro en su extremo
inferior y terminado en su parte superior por un cono con un pequeño orificio
que podía taparse con el dedo. Servía para trasladar pequeñas cantidades de
líquido de una vasija a otra. Empédocles, en su poema, describe una muchacha
jugando con la clepsidra.
Cuando tapa con el dedo el orificio de la clepsidra vacía, el aire de su
interior impide la entrada de líquido por el filtro. Recíprocamente, si llena
la clepsidra
y tapa luego el agujero, la muchacha puede darle la vuelta sin que el líquido
se derrame. Empédocles ve en el comportamiento de la clepsidra una clave del
mecanismo de la respiración. Desconoce la circulación de la sangre, pero piensa
que oscila en el cuerpo como una marea. Cuando la marea sube se fuerza al aire
del cuerpo a salir, a través de finos orificios, por la parte posterior de la
nariz; cuando baja, el aire entra otra vez. Explicó la respiración de forma
errónea, sin embargo demostró incidentalmente el hecho de que el aire invisible
ocupa espacio y ejerce presión. Cualquier recipiente popularmente calificado
como vacío estaba, de hecho, lleno de una sustancia invisible.[1]
Tanto el método como la conclusión son memorables. Lo dicho ilustra más
aún el hecho de que los griegos, a pesar de no disponer de nada semejante a las
técnicas modernas con qué indagar a la naturaleza mediante un sistema de
experimentación con instrumentos adecuados, no carecían de práctica en la
investigación experimental. Tal como en el caso señalado —el de la prueba de la
corporeidad del aire—, parece no haberse advertido su significado para todo el
futuro de la teoría griega sobre la constitución de la materia y el grado de
validez del testimonio de los sentidos. Se demostraba experimentalmente que la
materia podía existir en forma demasiado sutil para ser captada por la vista, y
ejercer, sin embargo, en esa forma, considerable poder. La cosa no paró ahí.
Empédocles no sólo había demostrado la naturaleza corpórea del aire, sino
también cómo podemos superar las limitaciones de nuestra sensibilidad, y
descubrir, por procesos de inferencia basados en la observación, verdades no
aprehensibles directamente. Con la aplicación cautelosa y crítica de los
sentidos, conquistó, en nombre de la ciencia, un mundo que estaba fuera del
alcance de las percepciones del hombre normal. Reveló la existencia de un mundo
físico imperceptible, examinando sus efectos sobre el mundo de lo perceptible.
Fue decisiva la importancia de este paso hacia la teoría atómica; para
los atomistas, si nos anticipamos a describir su sistema, era esencial
demostrar que «la Naturaleza opera con cuerpos invisibles». La fuerza que era
capaz de ejercer el aire invisible era la prueba más convincente de la verdad
de esta proposición. En el primer libro de De rerum natura, Lucrecio
reúne las pruebas tradicionales de la acción de la naturaleza por medio de
cuerpos invisibles. Hace una lista de cuerpos que son cosas y que, sin embargo,
no pueden verse. El más importante de éstos es el aire. «Ante todo —escribe—,
cuando se levanta el viento, su fuerza sacude los puertos, hunde naves enormes
y desperdiga a las nubes; a veces barre la llanura con rápidos torbellinos,
derriba árboles inmensos y azota con ráfagas arrolladoras la cumbre de las montañas.
El viento brama fieramente con estremecedores aullidos y se enfurece con
rugidos amenazantes. Es
evidente que los vientos son cuerpos invisibles…, pues en sus
efectos rivalizan con los grandes ríos, que son cuerpos visibles».
Nada hay tan importante en Empédocles como su defensa del método de
observación y sus famosos experimentos. En cosmología fue ecléctico. Adoptó
como primeros principios los cuatro estados de la materia aceptados por sus
predecesores, sustituyendo, naturalmente, la niebla por el aire. Llamó a la
tierra, aire, fuego y agua, la raíz de todas las cosas. En sustitución de la tensión, de
Heráclito, sostuvo que dos fuerzas, el amor y el odio, provocan el movimiento
de las cosas. El amor que tiende a mezclar en uno a los cuatro elementos, y el
odio que tiende a separarlos. Bajo la acción de estas fuerzas, la naturaleza
cumple un ciclo semejante al imaginado por Heráclito.
Unió a estas ideas cosmológicas una teoría de la percepción sensorial,
demostrando que la verdadera naturaleza del problema no había sido captada.
Pensó que, como los hombres están compuestos por los mismos elementos que el
resto de la naturaleza, la percepción sensorial podía explicarse por la mezcla
de dichos elementos. El fuego se reconoce en el fuego; el agua, en el agua, y
así sucesivamente. En cambio, la percepción es algo diferente de una mezcla
física de substancias. Cuando la sal se disuelve en el agua, el proceso no se
acompaña de conciencia, según lo que hasta hoy sabemos. Es la conciencia la que
necesita ser explicada. Las especulaciones biológicas de Empédocles son más
interesantes. Pensó que la tierra, en sus primeros tiempos, había producido
mucha mayor variedad de cosas vivas, pero que «muchas especies de cosas vivas
han debido ser incapaces de subsistir y continuar su raza. Cada una de las
especies existentes ha estado protegida desde el comienzo de su existencia por
la destreza, el valor o la agilidad que las preservaba». He aquí un esbozo
preciso de la doctrina de la supervivencia del más apto. Es también notable la
insinuación de que la tierra habría tenido alguna vez un poder que ya no tiene.
Al elegir cuatro primeros principios, Empédocles esperaba, sin duda,
confundir la lógica de Parménides. Introduciendo la pluralidad entre los
principios fundamentales, aspiraba a conservar la posibilidad del cambio y del
movimiento. En esto no afrontaba lealmente la lógica del gran monista, pero por
lo menos demuestra su determinación de eludir aquellas consecuencias.
Determinación semejante mostró Anaxágoras, de Clazómenes, filósofo de
la escuela jónica residente en Atenas desde el 480 aproximadamente hasta su
expulsión en el 450 a. C. Hizo cuanto estuvo a su alcance para aproximarse al
pluralismo. Según él, el principio fundamental que llamó «simientes» es infinito
en número y variedad, y cada una de ellas contiene algo de todas las cualidades
de las que nuestros sentidos nos informan. Llegó a esta concepción por sus
meditaciones en fisiología. ¿Cómo, por ejemplo, el pan que comemos se convierte
en hueso, carne, sangre, tendones, piel, cabellos y en todo lo demás si las
partículas de trigo no contienen en forma oculta toda la variedad de cualidades
que luego se manifiestan en los diversos componentes del cuerpo? La digestión
debe ser una liberación de los elementos allí contenidos.
Estas consideraciones de Anaxágoras, deducidas de observaciones
fisiológicas, revelan una conciencia creciente de la complejidad del problema
de la constitución de la materia. También encaró el mismo problema desde el
punto de vista físico. Aristóteles (Física, IV, 6, 213a) nos dice que Anaxágoras repitió el
experimento de Empédocles con la clepsidra y que demostró además la resistencia del aire
empleando vejigas y esforzándose por comprimirlas. También tomó parte en la
discusión de la validez de la evidencia sensible. Es innegable que consideraba
a la evidencia sensible como indispensable para la investigación de la
naturaleza, pero, como Empédocles, se limitó a sostener que existían procesos
físicos demasiado sutiles para ser percibidos directamente por nuestros
sentidos. Concibió una demostración experimental de este hecho: tomó dos
vasijas; una que contenía un líquido blanco y otra que contenía un líquido
negro. Hizo gotear el contenido de la una dentro de la otra. Físicamente, a
cada gota debía corresponder un cambio de color; sin embargo, el ojo es incapaz
de notar ese cambio hasta que han caído muchas gotas. Es difícil imaginar una
demostración más perfecta de los límites de la percepción sensible. Más
adelante tendremos oportunidad de hablar de la reacción del pueblo ateniense
ante la presencia de un filósofo jonio en su seno. No era Anaxágoras de los que
estaban dispuestos a dejar la astronomía al criterio de los teólogos. En esto
seguía a los antiguos jonios, y su temeridad le acarreó dificultades.
LOS ÁTOMOS DE DEMÓCRITO
Refiriéndonos a las especulaciones que se hacían en el siglo V
a. C. sobre la estructura de la materia y el mecanismo del universo, sólo
nos falta hablar de la teoría atómica de Demócrito. Esta teoría ha sido
recientemente recuperada, y el grado de similitud entre las teorías de
Demócrito y de Dalton nos permite calificar a la concepción antigua de
anticipación maravillosa de las conclusiones de la ciencia experimental
posterior. Esto es cierto; no obstante, es fácil confundir la relación entre el
atomismo antiguo y el moderno. Cornford (Before and after Socrates,
pág. 25), escribe: «El atomismo fue una hipótesis brillante; recuperada, por la
ciencia moderna, nos ha conducido a los descubrimientos más importantes en química
y física». Esto constituye una tergiversación de los hechos; se debió decir:
«El atomismo fue una hipótesis brillante; los importantes descubrimientos de la
química moderna la hicieron resurgir». En la larga serie de investigaciones que
llevaron a Dalton a enunciar su teoría atómica en la primera década del
siglo XIX, las especulaciones de Demócrito no juegan papel alguno. La verdadera
gloria del atomismo de Demócrito es la de haber respondido mejor que cualquier
otra teoría corriente a los problemas de su época. Culmina así, dentro de la
Antigüedad, el movimiento racionalista comenzado por Tales de interpretación de
la naturaleza del universo. Su base material la constituyen las observaciones
de los procesos naturales y técnicos, directamente por los sentidos, sumadas a
las pocas demostraciones experimentales del tipo descrito. Su valor teórico es
el haber dado a estas conclusiones una mayor coherencia lógica, jamás alcanzada
en ningún otro sistema antiguo. No se sintió la necesidad de renovar por completo
el antiguo sistema de pensamiento hasta que el progreso técnico puso en manos
del hombre instrumentos de investigación que extendieron enormemente el alcance
y la precisión de sus percepciones sensoriales. La ciencia antigua estableció
claramente el hecho de que la Naturaleza actúa por medio de cuerpos invisibles.
La ciencia moderna ha concebido, paso a paso, mejores métodos para ver lo
invisible.
El atomismo de los antiguos afirmaba que el universo estaba constituido
por dos cosas: los átomos y el vacío. El vacío era infinito en extensión; los
átomos, infinitos en número. En esencia, éstos eran semejantes, pero diferían
en tamaño, forma, disposición y situación. Los átomos, como el Uno de
Parménides, eran increados y eternos, sólidos y uniformemente constituidos, e
incapaces de cambiar por sí mismos; pero estando en continuo movimiento en el
vacío, combinándose y disolviéndose, forjan el espectáculo de nuestro cambiante
mundo. De esta manera se proporcionaba un elemento eternamente inmutable para
satisfacer a Parménides y un elemento eternamente cambiante para satisfacer a
Heráclito. El mundo del Ser fundamentaba el mundo del Devenir. El logro de esta
conciliación supone una audaz revisión de la lógica de Parménides a la luz de
la experiencia. La existencia del vacío ha de ser admitida juntamente con la
existencia de la materia. La experiencia de la realidad del cambio obliga a
afirmar que «lo que no es» existe con igual certidumbre que «lo que es». La
materia, o el átomo, fue definida como algo absolutamente lleno; el vacío como algo
enteramente huero.
El átomo era totalmente impenetrable; el vacío era completamente penetrable.
Una originalidad del atomismo consistió en sostener la existencia del
vacío; otra lo fue el concepto del átomo mismo. Recordemos que los pitagóricos
intentaron construir el universo a partir de puntos que tuvieran volumen, y
cuando descubrieron que el espacio era infinitamente divisible ya no pudieron
dar una definición precisa del punto con volumen. Para los matemáticos, el
punto señalaba simplemente una posición, pero no ocupaba espacio. Con esos
puntos nada podría construirse. Demócrito definió la unidad con la cual el
universo está construido, en términos físicos, y no matemáticos. Por tener
volumen, sus átomos eran espacialmente divisibles, pero físicamente
indivisibles. El concepto de la impenetrabilidad, derivado del Uno de
Parménides, era la cualidad esencial del átomo. Así, Demócrito proporciona a
los pitagóricos el pequeño ladrillo con que construir su mundo matemático. La teoría
atómica también resolvió el problema de Anaxágoras, en la medida en que es
posible hablar de una solución en la Antigüedad, cuando las teorías de la
constitución de la materia podían ser más o menos lógicas, pero no susceptibles
de probarse. Con la hipótesis del átomo, el problema de la digestión y
asimilación de los alimentos fue fácilmente resuelto. No hubo ninguna
dificultad en suponer que una nueva estructuración de los átomos pueda
transformar el pan en carne y sangre, de igual manera que la disposición de las
letras del alfabeto podía transformar una tragedia en una comedia. Esta
comparación es antigua. Con analogías semejantes suplían los antiguos la
insuficiencia inevitable de sus comprobaciones.
Demócrito realizó una contribución importante al problema de la
percepción sensorial. Según él, toda cosa perceptible es un agrupamiento de
átomos que sólo difieren en tamaño y forma. Las cualidades que atribuimos a
este agrupamiento de átomos —colores, sabores, ruidos, olores y propiedades
táctiles— no son cualidades intrínsecas de los cuerpos, sino efecto de los
cuerpos sobre nuestros sentidos. Galileo, en su día, no pudo hacer más que
repetir esta brillante sugestión. Debemos agregar a todos estos méritos de su
sistema su excelente capacidad de generalización. Su cosmología siguió el
esquema jónico general; por eso no nos detendremos, pero los grandes principios
sobre los que descansa su concepción fueron enunciados con una nueva claridad.
«Nada es creado de la nada». «Necesariamente, todas las cosas que fueron, son y
serán, fueron predeterminadas». En estos términos anuncia por vez primera las
doctrinas de la conservación de la materia y el imperio de la ley universal. La
desaparición de su libro es probablemente la pérdida más importante que hemos
sufrido con la destrucción casi total de las obras de los filósofos científicos
presocráticos.
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