domingo, 24 de diciembre de 2017

Benjamin Ferrington.-La ciencia griega Capitulo IV Parménides y el ataque a la ciencia por observación

La filosofía natural de los jonios, en su simplicidad, comprende dos elementos: uno de observación y otro de pensamiento. Para explicar los fenómenos sensoriales tuvieron que crear un sistema de ideas abstractas. Es verdad que tierra y agua podían ser los nombres de cosas visibles y palpables, pero esos mismos términos encierran los significados más generales de sólido y líquido; es decir, tendían a constituirse en términos abstractos. Aún más netamente abstractas son las ideas de lo indeterminado, o de la condensación y rarefacción, o de la tensión. Los términos pueden ser tomados de la vida diaria, pero tal como son usados por el filósofo se convierten en nombres de conceptos, inventados para expresar percepciones. Aparece la diferenciación entre la mente y los sentidos. El primero en expresar la conciencia de esta diferenciación fue el profundo Heráclito. «Los ojos y oídos son malos testigos para el hombre —dijo— si la mente no puede interpretar lo que dicen». Luego, consciente de la novedad y dificultad de esta distinción, observa: «De todos aquellos cuyos discursos he escuchado, no hay uno que comprenda que la sabiduría es independiente de toda otra cosa».
Aclarada la distinción, la controversia giró alrededor de cuál de las dos —razón o sensibilidad— sería el verdadero medio de aproximarse a la comprensión de la Naturaleza. Los pitagóricos influyeron de manera importante en la solución de este problema. Un contemporáneo de Pitágoras, más joven que él y miembro de su escuela, Alcmeón de Crotona, en un esfuerzo por exponer las bases físicas de la experiencia sensible, echó los fundamentos de la fisiología experimental y de la psicología empírica. Disecó y viviseccionó animales. Descubrió, entre otras cosas, el nervio óptico, y llegó a la correcta conclusión de que el cerebro es el órgano central de la sensación. Merece citarse su descripción de la lengua como órgano del gusto: «Es con la lengua con lo que discernimos los sabores, pues, por estar caliente y ser blanda, disuelve las partículas sápidas con su calor, mientras que la porosidad y delicadeza de su estructura las admite en su seno y las transmite al sensorio».
Estas sorprendentes observaciones, que forman parte de una exposición general de la fisiología de la sensación, son una prueba tanto de sus dotes de observador como de las investigaciones sistemáticas realizadas en la escuela pitagórica.
Las conquistas de los investigadores pitagóricos fueron pronto objeto de críticas por parte de los filósofos que creían que la verdad debía buscarse por la razón pura, excluyendo toda evidencia sensorial. También esta crítica ocupa su lugar en la historia de la ciencia. El ataque a los sentidos fue iniciado por el fundador de otra escuela italiana, Parménides de Elea, segundo de los filósofos religiosos de Grecia. Es autor de un poema en dos libros llamados, respectivamente, El camino de la verdad y El camino de la opinión. En el primero propone una concepción de la naturaleza de la realidad, basada en el uso exclusivo de la razón; en el segundo es probable que enunciara y rechazara el sistema pitagórico, que, para su gusto, contiene demasiadas observaciones. Se conservan fragmentos considerables de su obra. En cierto pasaje hay un ataque, demoledor y directo, contra el experimentalismo: «Aleja tu mente de esa senda de la investigación: ¡que el hábito, inculcado por múltiples experiencias, no te arrastre por esa senda a ser instrumento de tus ciegos ojos, de tus oídos resonadores y de tu lengua! Juzga por la razón mi aporte al gran debate».
¿En qué pensaba Parménides al hablar así contra la aplicación de los ojos, el oído o la lengua? Muchos comentaristas opinan que dirigía una advertencia general a la humanidad, previniéndola de la falacia de los sentidos; pero sus palabras desmienten esta interpretación. Ataca únicamente a este método de investigación. No es difícil descubrir qué actividades coetáneas con él denuncia. Las actividades astronómicas de la escuela jónica se realizaban en esta época en un observatorio de la isla de Tenedos. Esto constituye un ejemplo sobresaliente del uso del «ojo ciego» en la interpretación del universo. El «oído resonador» alude a los experimentos acústicos de los pitagóricos. Y la lengua, sin duda, no ha de ser interpretada, como han hecho otros tantos comentaristas, como el órgano de la palabra, sino como el órgano del gusto, tan agudamente descrito por Alcmeón. Los médicos hipocráticos, cuya contribución a la ciencia analizaremos en el próximo capítulo, solían probar el agua de las localidades en que se establecían, como asimismo los humores y excrementos del cuerpo humano. Contra estas prácticas de la ciencia por observación, aplicada en diferentes terrenos, fue contra las que Parménides dirigió sus ataques. Si Parménides atacó tan duramente a los hombres de ciencia, ¿de qué opinión positiva era campeón? Tal como su contemporáneo Heráclito de Éfeso, en el otro extremo del mundo de habla griega, estaba preocupado con el problema de la razón y los sentidos, y pensaba que se debe seguir solamente a la primera. Su razón, sin embargo, lo condujo a una conclusión diametralmente opuesta a la de Heráclito. Éste dijo: «todo fluye», y Parménides: «nada cambia»; Heráclito dijo: «La sabiduría es la comprensión del funcionamiento del universo»; Parménides dijo que el universo no funciona, sino que permanece absolutamente inmóvil. Para él, el cambio, el movimiento y la variación eran sólo ilusiones de los sentidos.
Tenía para esto argumentos, pero no pruebas. Partió de dos ideas generales y contradictorias. Ser y No-Ser, «lo que es» y «lo que no es»; entre ambas agotó el universo del discurso. Enunció dos proposiciones simples: «lo que es» es, y «lo que no es» no es. Si se consideran seriamente estas proposiciones es imposible introducir el cambio, el movimiento o la variación en el universo. El Ser puede experimentar cambios de cualquier clase, por la sola admisión del No-Ser; pero el No-Ser no existe. En consecuencia, nada existe sino la plenitud absoluta del Ser. La idea de Anaxímenes de que el principio fundamental puede transformarse de tierra en agua, o de agua en niebla, por contener menos sustancia en un espacio dado, sólo puede significar que se ha diluido —podríamos decir— en espacio vacío, en nada, en «lo que no es», en lo que no existe. Satisfecho con este razonamiento, Parménides sostuvo que la realidad era una esfera sólida increada, eterna, inmóvil, inmutable y uniforme. Nada hay de malo en este argumento, excepto que desprecia toda experiencia. Es un modo de concebir las cosas continuamente refutado por el verdadero contacto con ellas. Por eso previene contra la confianza en el oído, el ojo o la lengua. En Parménides, el pensamiento discrepa con la acción y con la vida.
¿Cuál es el significado de esta extraña filosofía de Parménides? ¿Qué significa el hecho de que el hombre, orgulloso de la posesión de una actividad recién definida —la razón—, se aventure con ayuda de ella a negar la realidad del múltiple mundo de los sentidos? Debemos comprender la posición de Parménides en su doble aspecto: como protesta y como afirmación. Por un lado, protesta contra las consecuencias ateístas de la filosofía jónica que elimina de la naturaleza a lo divino; por el otro, afirma la primacía de una nueva técnica que se advierte ahora por primera vez: la técnica del argumento lógico. Parménides se apoyó en el principio lógico de la contradicción. No podía admitir que una cosa pudiera a la vez ser y no ser; sin embargo, esta admisión es necesaria si hemos de tener en cuenta los cambios. Para él, hombre preocupado por concepciones religiosas (históricamente puede considerársele como reformador de la teología pitagórica), nada significaba deshacerse de los cambios. En realidad, se alegraba de hacerlo. Desde el punto de vista de la escuela jónica antigua, cuyas formas de pensamiento filosófico habían surgido en estrecha relación con los procesos activos de modificar a la naturaleza, como lo fueron las técnicas, era imposible dejar de lado los cambios. No podía admitir que la filosofía condenara y despreciara la vida. La controversia se hizo más profunda que las palabras. El eleatismo señala un paso más en él camino por el que la filosofía se separa de sus raíces de la vida práctica.
SU RECUPERACIÓN POR EMPÉDOCLES Y ANAXÁGORAS
El gran pensador que lo sucedió entre los griegos occidentales, Empédocles de Agrigento (Sicilia), no encontró de su gusto la paralizadora filosofía de Parménides. También expresó sus puntos de vista en forma de versos. En algunos de sus poemas existentes encontramos la réplica al ataque que Parménides hizo a los sentidos. Es cierto que reconoció la falibilidad de los sentidos, pero defendió el uso crítico de la evidencia que suministran. «Considerad con todos vuestros sentidos cada cosa en su aspecto más claro. No sostengáis lo que veáis con mayor confianza que lo que oigáis, ni valoréis vuestros resonantes oídos más que la clara instrucción de vuestra lengua; y no depositéis vuestra confianza en ninguna otra parte del cuerpo donde haya una entrada para el entendimiento; consideradlo todo como os sea más claro».
Empédocles sostuvo la jerarquía de los sentidos, pues, como los antiguos jonios, dedujo de las técnicas las ideas con que quiso explicar los procesos de la naturaleza. Menciona como fuentes de sus ideas a la mezcla de colores para pintar y la fabricación del pan y la honda. También, como Pitágoras y Alcmeón, fue experimentador. Su gran contribución al conocimiento fue su demostración experimental de la corporeidad del aire invisible. Hasta entonces nadie lo había diferenciado del espacio vacío. Las cuatro formas de la materia admitidas no habían sido la tierra, el aire, el fuego y el agua; sino la tierra, la niebla, el fuego y el agua. Empédocles acertó con una demostración experimental de la naturaleza corpórea del aire que respiramos. Los griegos tenían un utensilio doméstico llamado clepsidra («ladrón-de-agua») que consistía esencialmente en un tubo con un filtro en su extremo inferior y terminado en su parte superior por un cono con un pequeño orificio que podía taparse con el dedo. Servía para trasladar pequeñas cantidades de líquido de una vasija a otra. Empédocles, en su poema, describe una muchacha jugando con la clepsidra. Cuando tapa con el dedo el orificio de la clepsidra vacía, el aire de su interior impide la entrada de líquido por el filtro. Recíprocamente, si llena la clepsidra y tapa luego el agujero, la muchacha puede darle la vuelta sin que el líquido se derrame. Empédocles ve en el comportamiento de la clepsidra una clave del mecanismo de la respiración. Desconoce la circulación de la sangre, pero piensa que oscila en el cuerpo como una marea. Cuando la marea sube se fuerza al aire del cuerpo a salir, a través de finos orificios, por la parte posterior de la nariz; cuando baja, el aire entra otra vez. Explicó la respiración de forma errónea, sin embargo demostró incidentalmente el hecho de que el aire invisible ocupa espacio y ejerce presión. Cualquier recipiente popularmente calificado como vacío estaba, de hecho, lleno de una sustancia invisible.[1]
Tanto el método como la conclusión son memorables. Lo dicho ilustra más aún el hecho de que los griegos, a pesar de no disponer de nada semejante a las técnicas modernas con qué indagar a la naturaleza mediante un sistema de experimentación con instrumentos adecuados, no carecían de práctica en la investigación experimental. Tal como en el caso señalado —el de la prueba de la corporeidad del aire—, parece no haberse advertido su significado para todo el futuro de la teoría griega sobre la constitución de la materia y el grado de validez del testimonio de los sentidos. Se demostraba experimentalmente que la materia podía existir en forma demasiado sutil para ser captada por la vista, y ejercer, sin embargo, en esa forma, considerable poder. La cosa no paró ahí. Empédocles no sólo había demostrado la naturaleza corpórea del aire, sino también cómo podemos superar las limitaciones de nuestra sensibilidad, y descubrir, por procesos de inferencia basados en la observación, verdades no aprehensibles directamente. Con la aplicación cautelosa y crítica de los sentidos, conquistó, en nombre de la ciencia, un mundo que estaba fuera del alcance de las percepciones del hombre normal. Reveló la existencia de un mundo físico imperceptible, examinando sus efectos sobre el mundo de lo perceptible.
Fue decisiva la importancia de este paso hacia la teoría atómica; para los atomistas, si nos anticipamos a describir su sistema, era esencial demostrar que «la Naturaleza opera con cuerpos invisibles». La fuerza que era capaz de ejercer el aire invisible era la prueba más convincente de la verdad de esta proposición. En el primer libro de De rerum natura, Lucrecio reúne las pruebas tradicionales de la acción de la naturaleza por medio de cuerpos invisibles. Hace una lista de cuerpos que son cosas y que, sin embargo, no pueden verse. El más importante de éstos es el aire. «Ante todo —escribe—, cuando se levanta el viento, su fuerza sacude los puertos, hunde naves enormes y desperdiga a las nubes; a veces barre la llanura con rápidos torbellinos, derriba árboles inmensos y azota con ráfagas arrolladoras la cumbre de las montañas. El viento brama fieramente con estremecedores aullidos y se enfurece con rugidos amenazantes. Es evidente que los vientos son cuerpos invisibles…, pues en sus efectos rivalizan con los grandes ríos, que son cuerpos visibles».
Nada hay tan importante en Empédocles como su defensa del método de observación y sus famosos experimentos. En cosmología fue ecléctico. Adoptó como primeros principios los cuatro estados de la materia aceptados por sus predecesores, sustituyendo, naturalmente, la niebla por el aire. Llamó a la tierra, aire, fuego y agua, la raíz de todas las cosas. En sustitución de la tensión, de Heráclito, sostuvo que dos fuerzas, el amor y el odio, provocan el movimiento de las cosas. El amor que tiende a mezclar en uno a los cuatro elementos, y el odio que tiende a separarlos. Bajo la acción de estas fuerzas, la naturaleza cumple un ciclo semejante al imaginado por Heráclito.
Unió a estas ideas cosmológicas una teoría de la percepción sensorial, demostrando que la verdadera naturaleza del problema no había sido captada. Pensó que, como los hombres están compuestos por los mismos elementos que el resto de la naturaleza, la percepción sensorial podía explicarse por la mezcla de dichos elementos. El fuego se reconoce en el fuego; el agua, en el agua, y así sucesivamente. En cambio, la percepción es algo diferente de una mezcla física de substancias. Cuando la sal se disuelve en el agua, el proceso no se acompaña de conciencia, según lo que hasta hoy sabemos. Es la conciencia la que necesita ser explicada. Las especulaciones biológicas de Empédocles son más interesantes. Pensó que la tierra, en sus primeros tiempos, había producido mucha mayor variedad de cosas vivas, pero que «muchas especies de cosas vivas han debido ser incapaces de subsistir y continuar su raza. Cada una de las especies existentes ha estado protegida desde el comienzo de su existencia por la destreza, el valor o la agilidad que las preservaba». He aquí un esbozo preciso de la doctrina de la supervivencia del más apto. Es también notable la insinuación de que la tierra habría tenido alguna vez un poder que ya no tiene.
Al elegir cuatro primeros principios, Empédocles esperaba, sin duda, confundir la lógica de Parménides. Introduciendo la pluralidad entre los principios fundamentales, aspiraba a conservar la posibilidad del cambio y del movimiento. En esto no afrontaba lealmente la lógica del gran monista, pero por lo menos demuestra su determinación de eludir aquellas consecuencias.
Determinación semejante mostró Anaxágoras, de Clazómenes, filósofo de la escuela jónica residente en Atenas desde el 480 aproximadamente hasta su expulsión en el 450 a. C. Hizo cuanto estuvo a su alcance para aproximarse al pluralismo. Según él, el principio fundamental que llamó «simientes» es infinito en número y variedad, y cada una de ellas contiene algo de todas las cualidades de las que nuestros sentidos nos informan. Llegó a esta concepción por sus meditaciones en fisiología. ¿Cómo, por ejemplo, el pan que comemos se convierte en hueso, carne, sangre, tendones, piel, cabellos y en todo lo demás si las partículas de trigo no contienen en forma oculta toda la variedad de cualidades que luego se manifiestan en los diversos componentes del cuerpo? La digestión debe ser una liberación de los elementos allí contenidos.
Estas consideraciones de Anaxágoras, deducidas de observaciones fisiológicas, revelan una conciencia creciente de la complejidad del problema de la constitución de la materia. También encaró el mismo problema desde el punto de vista físico. Aristóteles (Física, IV, 6, 213a) nos dice que Anaxágoras repitió el experimento de Empédocles con la clepsidra y que demostró además la resistencia del aire empleando vejigas y esforzándose por comprimirlas. También tomó parte en la discusión de la validez de la evidencia sensible. Es innegable que consideraba a la evidencia sensible como indispensable para la investigación de la naturaleza, pero, como Empédocles, se limitó a sostener que existían procesos físicos demasiado sutiles para ser percibidos directamente por nuestros sentidos. Concibió una demostración experimental de este hecho: tomó dos vasijas; una que contenía un líquido blanco y otra que contenía un líquido negro. Hizo gotear el contenido de la una dentro de la otra. Físicamente, a cada gota debía corresponder un cambio de color; sin embargo, el ojo es incapaz de notar ese cambio hasta que han caído muchas gotas. Es difícil imaginar una demostración más perfecta de los límites de la percepción sensible. Más adelante tendremos oportunidad de hablar de la reacción del pueblo ateniense ante la presencia de un filósofo jonio en su seno. No era Anaxágoras de los que estaban dispuestos a dejar la astronomía al criterio de los teólogos. En esto seguía a los antiguos jonios, y su temeridad le acarreó dificultades.
LOS ÁTOMOS DE DEMÓCRITO
Refiriéndonos a las especulaciones que se hacían en el siglo V a. C. sobre la estructura de la materia y el mecanismo del universo, sólo nos falta hablar de la teoría atómica de Demócrito. Esta teoría ha sido recientemente recuperada, y el grado de similitud entre las teorías de Demócrito y de Dalton nos permite calificar a la concepción antigua de anticipación maravillosa de las conclusiones de la ciencia experimental posterior. Esto es cierto; no obstante, es fácil confundir la relación entre el atomismo antiguo y el moderno. Cornford (Before and after Socrates, pág. 25), escribe: «El atomismo fue una hipótesis brillante; recuperada, por la ciencia moderna, nos ha conducido a los descubrimientos más importantes en química y física». Esto constituye una tergiversación de los hechos; se debió decir: «El atomismo fue una hipótesis brillante; los importantes descubrimientos de la química moderna la hicieron resurgir». En la larga serie de investigaciones que llevaron a Dalton a enunciar su teoría atómica en la primera década del siglo XIX, las especulaciones de Demócrito no juegan papel alguno. La verdadera gloria del atomismo de Demócrito es la de haber respondido mejor que cualquier otra teoría corriente a los problemas de su época. Culmina así, dentro de la Antigüedad, el movimiento racionalista comenzado por Tales de interpretación de la naturaleza del universo. Su base material la constituyen las observaciones de los procesos naturales y técnicos, directamente por los sentidos, sumadas a las pocas demostraciones experimentales del tipo descrito. Su valor teórico es el haber dado a estas conclusiones una mayor coherencia lógica, jamás alcanzada en ningún otro sistema antiguo. No se sintió la necesidad de renovar por completo el antiguo sistema de pensamiento hasta que el progreso técnico puso en manos del hombre instrumentos de investigación que extendieron enormemente el alcance y la precisión de sus percepciones sensoriales. La ciencia antigua estableció claramente el hecho de que la Naturaleza actúa por medio de cuerpos invisibles. La ciencia moderna ha concebido, paso a paso, mejores métodos para ver lo invisible.
El atomismo de los antiguos afirmaba que el universo estaba constituido por dos cosas: los átomos y el vacío. El vacío era infinito en extensión; los átomos, infinitos en número. En esencia, éstos eran semejantes, pero diferían en tamaño, forma, disposición y situación. Los átomos, como el Uno de Parménides, eran increados y eternos, sólidos y uniformemente constituidos, e incapaces de cambiar por sí mismos; pero estando en continuo movimiento en el vacío, combinándose y disolviéndose, forjan el espectáculo de nuestro cambiante mundo. De esta manera se proporcionaba un elemento eternamente inmutable para satisfacer a Parménides y un elemento eternamente cambiante para satisfacer a Heráclito. El mundo del Ser fundamentaba el mundo del Devenir. El logro de esta conciliación supone una audaz revisión de la lógica de Parménides a la luz de la experiencia. La existencia del vacío ha de ser admitida juntamente con la existencia de la materia. La experiencia de la realidad del cambio obliga a afirmar que «lo que no es» existe con igual certidumbre que «lo que es». La materia, o el átomo, fue definida como algo absolutamente lleno; el vacío como algo enteramente huero. El átomo era totalmente impenetrable; el vacío era completamente penetrable.
Una originalidad del atomismo consistió en sostener la existencia del vacío; otra lo fue el concepto del átomo mismo. Recordemos que los pitagóricos intentaron construir el universo a partir de puntos que tuvieran volumen, y cuando descubrieron que el espacio era infinitamente divisible ya no pudieron dar una definición precisa del punto con volumen. Para los matemáticos, el punto señalaba simplemente una posición, pero no ocupaba espacio. Con esos puntos nada podría construirse. Demócrito definió la unidad con la cual el universo está construido, en términos físicos, y no matemáticos. Por tener volumen, sus átomos eran espacialmente divisibles, pero físicamente indivisibles. El concepto de la impenetrabilidad, derivado del Uno de Parménides, era la cualidad esencial del átomo. Así, Demócrito proporciona a los pitagóricos el pequeño ladrillo con que construir su mundo matemático. La teoría atómica también resolvió el problema de Anaxágoras, en la medida en que es posible hablar de una solución en la Antigüedad, cuando las teorías de la constitución de la materia podían ser más o menos lógicas, pero no susceptibles de probarse. Con la hipótesis del átomo, el problema de la digestión y asimilación de los alimentos fue fácilmente resuelto. No hubo ninguna dificultad en suponer que una nueva estructuración de los átomos pueda transformar el pan en carne y sangre, de igual manera que la disposición de las letras del alfabeto podía transformar una tragedia en una comedia. Esta comparación es antigua. Con analogías semejantes suplían los antiguos la insuficiencia inevitable de sus comprobaciones.

Demócrito realizó una contribución importante al problema de la percepción sensorial. Según él, toda cosa perceptible es un agrupamiento de átomos que sólo difieren en tamaño y forma. Las cualidades que atribuimos a este agrupamiento de átomos —colores, sabores, ruidos, olores y propiedades táctiles— no son cualidades intrínsecas de los cuerpos, sino efecto de los cuerpos sobre nuestros sentidos. Galileo, en su día, no pudo hacer más que repetir esta brillante sugestión. Debemos agregar a todos estos méritos de su sistema su excelente capacidad de generalización. Su cosmología siguió el esquema jónico general; por eso no nos detendremos, pero los grandes principios sobre los que descansa su concepción fueron enunciados con una nueva claridad. «Nada es creado de la nada». «Necesariamente, todas las cosas que fueron, son y serán, fueron predeterminadas». En estos términos anuncia por vez primera las doctrinas de la conservación de la materia y el imperio de la ley universal. La desaparición de su libro es probablemente la pérdida más importante que hemos sufrido con la destrucción casi total de las obras de los filósofos científicos presocráticos.

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