En el último capítulo hemos hablado de la destrucción casi total da las
obras científicas de los griegos anteriores a Sócrates. Debe exceptuarse
solamente una rama de la ciencia antigua. Tenemos la fortuna de disponer de una
colección de escritos médicos, el más antiguo de los cuales es del comienzo del
siglo V. Varias escuelas diferentes están representadas en esta colección, la
que, sin embargo, ha llegado hasta nosotros bajo el nombre de una de ellas: la
hipocrática.
Es posible que esta colección constituyera originariamente la
biblioteca de la escuela hipocrática, en la isla de Cos. Debe su conservación a
la famosa biblioteca de Alejandría, fundada en el siglo III, donde los manuscritos fueron copiados, corregidos y guardados. Allí
fue ordenada la colección en la forma que la conocemos. Su feliz conservación
nos permite formarnos una idea del progreso de la ciencia médica en el mundo
griego, durante los dos siglos precedentes. No todas las obras que la componen
son de igual valor, pero las mejores poseen una delicada mezcla de ciencia y
humanismo, en tanto que dos o tres pueden encontrarse entre las más grandes
realizaciones de la cultura griega.
EL COCINERO Y EL MÉDICO
Los historiadores sostienen en general que las fuentes originales de la
medicina griega son tres. El ritual del antiguo templo de Esculapio, dios de la
medicina; los conocimientos de fisiología de los filósofos, y la práctica de
los instructores de gimnasia. Es posible que la primera de estas fuentes deba
ser desechada. Dice Withington que «las artes no se aprenden en el templo
observando las intervenciones sobrenaturales, reales o supuestas, sino como nos
lo dicen los autores hipocráticos, por la experiencia y la aplicación del
razonamiento a la naturaleza de los hombres y de las cosas».[1]
El autor comparte la opinión de Withington; sin embargo, agregaría que
si fuese necesario reemplazar a los sacerdotes que acabamos de descartar, por
otra fuente de la medicina, podríamos encontrar ésta en la cocina.
Tal era, por lo menos, la opinión de uno de los más grandes hombres de
ciencia griegos: el autor desconocido del tratado hipocrático, De la medicina antigua,
que vivió a mediados del siglo V. Esta obra es quizá la
más importante de la colección. El autor, quienquiera fuese, merece ser citado in extenso.
Escribe: «El hecho es que la imperiosa necesidad llevó al hombre a buscar y
encontrar la medicina, pues a los enfermos no les ha hecho bien, ni les hace,
el mismo régimen que a los sanos. Remontándome más aún, sostengo que de no
haberse descubierto la manera actual de vivir y de nutrirse, la humanidad se
hubiera saciado igualmente con los mismos alimentos y bebidas que sacian a los
bueyes, caballos y demás animales, es decir, con los productos naturales de la
tierra —frutos, hojas y pastos—, ya que de ellos se nutre, crece y vive el
ganado sin inconveniente ni necesidad de otra dieta.
»Creo sinceramente que al principio el hombre utilizó estos alimentos.
Nuestro modo de vivir fue descubierto y perfeccionado durante un largo período
de tiempo. Muchos y muy terribles serían los sufrimientos de quienes, en su
vida áspera y brutal, participaban de esa comida cruda, no preparada, y dotada
de enérgicas propiedades: los mismos que padecería el hombre de hoy, con
violentos dolores y enfermedades seguidas de la muerte. Es probable que antes
sufrieran menos, pues estaban acostumbrados a ingerirla, pero con seguridad
sufrirían aun entonces. La mayoría, naturalmente, sucumbió a causa de su débil
constitución, en tanto que los más fuertes resistieron más. Del mismo modo que
hoy algunos se alimentan con comidas fuertes, mientras que otros sólo podrían
hacerlo tras grandes padecimientos. Por esta razón —me parece— los hombres de
la Antigüedad trataron de encontrar alimentos adecuados a su constitución, y
descubrieron los que ahora utilizamos. Así trillando, moliendo, tamizando,
amasando y horneando el trigo, fabricaron el pan, y con cebada hicieron tortas.
Experimentando con alimentos, los hirvieron u hornearon, los mezclaron o los
combinaron; agregaron comidas fuertes a otras más débiles, hasta adaptarlas a
la fortaleza y constitución del hombre. Pues suponían que los alimentos
demasiado fuertes para ser asimilados por el organismo humano producían
dolores, enfermedad y la muerte; en tanto que los asimilables resultarían
nutritivos y le harían crecer y mantenerse sano. ¿Qué nombre más apropiado que medicina se
puede aplicar a estas búsquedas y descubrimientos, considerando que su
propósito era que la salud, el bienestar y la nutrición del hombre reemplazaran
a ese modo de vivir que era fuente de dolor, enfermedad y muerte?».
He citado lo anterior en toda su extensión para que los lectores puedan
apreciar su notable visión histórica, la combinación de su riqueza de ideas
ceñidas estrechamente a los hechos, y su creciente comprensión del incesante
desarrollo de la ciencia médica derivada de la más vieja y humilde de las
técnicas. Es de notar que el autor de este brillante trabajo científico gusta
llamarse a sí mismo, obrero, artesano o técnico, pues, atribuyendo su
experiencia a la cocina, llama antiguo a su arte.
Por el dialecto empleado se delata su condición de griego jónico. Es
indudable que la medicina, así como otras prácticas, comenzó en Jonia a ser
científica. Ahora bien, en el siglo V había escuelas
médicas en Occidente que no compartían la concepción de que la medicina se
originara en una técnica, sino que aspiraban a deducir las reglas de la
medicina práctica de opiniones cosmológicas apriorísticas. El tratado que hemos
analizado fue escrito para combatir esta nueva medicina «filosófica».
Una de esas escuelas occidentales estaba en Crotona, y su fundador fue
probablemente el pitagórico Alcmeón, cuyas investigaciones sobre los órganos de
los sentidos ya hemos mencionado. Después de él, si en verdad fue el fundador
de la escuela, la calidad de la medicina pitagórica declinó. Disminuyó la
observación y aumentó la especulación. Filolao de Tarento, que vivió hacia
fines del siglo V, en esa década de que ya nos hemos
ocupado, demuestra la nueva tendencia. Sus opiniones no carecen de interés,
pero se vinculan más bien a la filosofía que al arte de curar. Los pitagóricos
atribuían especial importancia al número cuatro. Filolao supuso que los órganos
principales del cuerpo humano habían de ser cuatro. La elección de los órganos
y su número obedecía a consideraciones de orden filosófico. Como todos los
seres vivos tienen la propiedad de reproducirse, incluyó los órganos sexuales.
Luego, tras adoptar una clasificación de las cosas vivientes en plantas —que
sólo tienen la posibilidad de crecer—, animales —que tienen, además, sensaciones—
y el hombre —único que posee razón—, pone, como otros órganos importantes, al
ombligo, asiento de la vida vegetal, y que enlaza al hombre con las plantas; al
corazón, asiento de las sensaciones, que enlaza al hombre con los animales, y
al cerebro, asiento de la razón, que lo eleva sobre todo lo demás.
Esta interpretación, algo arbitraria, pretende señalar al hombre su
lugar en la estructura de la naturaleza, y la elección de los órganos
principales está determinada por esta tendencia filosófica. Desde el punto de
vista del médico práctico, podía haber sido más útil conferir un lugar menos
importante al ombligo y decir algo más del hígado y los pulmones, o, si esto es
pedir demasiado al médico de la Antigüedad, por lo menos debe señalarse que si
el filósofo no hubiera olvidado el vínculo entre el médico y la cocina… ¡no
podría haberse olvidado del estómago!
Fue en la escuela de Empédocles, en Agrigento, donde la cosmología
produjo sus peores efectos sobre el arte de curar. Aquí se suponía al hombre,
como a todo lo demás, formado por cuatro elementos. La doctrina de los
elementos incluía una teoría de sus cualidades características: la tierra fue
calificada de fría y seca; el aire, de caliente y húmedo; el agua, de fría y
húmeda, y el fuego, de caliente y seco. Las alteraciones térmicas del cuerpo
humano, igual que las de las otras cosas, eran atribuidas a exceso o defecto de
una u otra de esas cualidades. La fiebre tenía que ser interpretada como un
exceso de calor. El escalofrío, como un exceso de frío. Siendo así, ¿qué
remedio sugeriría el médico que era a la vez filósofo? ¿No recomendaría una
dosis de calor para curar el escalofrío, y una de frío para curar la fiebre?
NACIMIENTO DE LA
CONCEPCIÓN DE LA CIENCIA POSITIVA
Cuando estas improvisadas doctrinas de las escuelas filosóficas
occidentales comenzaron a ser discutidas en su amada Jonia, el autor de De la medicina antigua
se enfureció. Es agresivo desde el primer párrafo: «Quienes intentan discutir
el arte de curar sobre la base de un postulado —calor, frío, humedad, sequedad,
o lo que quiera que se les antoje—, reduciendo las causas de la enfermedad y de
la muerte en el hambre a uno o dos postulados, no sólo están equivocados, sino
que merecen ser especialmente vituperados por equivocarse en lo que es un arte
o técnica (technè),
y lo que es más, algo a que todo hombre apelará en los momentos críticos de su
vida, honrando debidamente al práctico y experto en ese arte, si es bueno».
En este primer párrafo, nuestro autor ha tratado de reunir cuatro
objeciones diferentes a la nueva tendencia de la medicina. Como todas son de
gran significación en la historia de la ciencia, será conveniente que las
tomemos y las discutamos una a una.
En primer lugar, objeta la fundamentación de la medicina sobre
postulados. La consecuencia de esta objeción es separar la medicina —como
ciencia positiva fundada en la observación y la experimentación— de la
cosmología, donde el control experimental no era posible en la Antigüedad.
Citaremos sus propias palabras: «Los postulados son admisibles cuando se trata
de misterios insolubles, por ejemplo, de las cosas del cielo o de debajo de la
tierra. Si un hombre se pronunciase por ellos, ni él mismo, ni nadie de su
auditorio, podría saber si dice la verdad, pues no hay prueba alguna cuya aplicación
diera la certidumbre. La medicina dispone desde hace tiempo de
todos sus recursos, y ha descubierto un principio y un método con los cuales
los descubrimientos realizados han sido muchos y excelentes, y permitirán otros
más completos aún, si el investigador es habilidoso y conduce sus trabajos con
conocimiento de los descubrimientos anteriores y los utiliza como punto de
partida».
En segundo término, protesta porque los improvisados doctores «están
reduciendo las causas de la enfermedad y de la muerte». Esto hay que
destacarlo: es la protesta de un técnico que practica, consciente de la riqueza
de su ciencia empírica, enfrentándose contra la esterilidad de los metafísicos.
Su trascendencia histórica es muy grande. El técnico está espantado de la ignorancia
de los filósofos. El arte no había sido aún amordazado por la autoridad. Para
esté médico hipocrático, las cualidades de las cosas, que afectaban la salud
del hombre, no eran tres o cuatro, sino infinitamente variadas. «Sé —protesta—
que no es lo mismo para el cuerpo humano que el pan sea de harina pasada, o no,
por el cedazo; que esté hecho de grano entero o descascarado; que haya sido
amasado con mucha o poca agua; que haya sido suficientemente amasado o no; que
haya sido, o no, bastante horneado; y hay muchísimas otras diferencias. Lo
mismo cabe decir de la cebada. Las propiedades de cada variedad de grano son
muchas, pues ninguno es igual al otro; pero ¿cómo puede quien no considere
estas verdades, o quien las considere sin estudiarlas, saber algo de los
padecimientos humanos? Pues cada una de esas diferencias produce en el ser
humano un efecto y un cambio de una u otra clase, y sobre todas esas
diferencias debe basarse la dietética del hombre sano, enfermo o
convaleciente». A continuación procede a complementar el puñado de conceptos de
Empédocles con una serie de otros más significativos para la ciencia médica: en
los alimentos, de cualidades como el dulzor, la amargura, la acidez, la
salinidad, la insipidez o la astringencia; en anatomía humana, de la
configuración de los órganos; y en fisiología humana, de la capacidad del
organismo para reaccionar ante estímulos externos. Así increpa el cocinero al
cosmólogo.
La tercera razón de su fastidio era, no que el filósofo se equivocara,
sino que lo hiciera en una técnica o arte (technè). La razón que hace que
no se justifique la ignorancia de la technè es que ningún conocimiento merecía el título de technè a
menos que diera resultado. Aquí se advierte el justificado orgullo del artesano
experto, que nos demuestra que la ciencia antigua no se ensayó en el
laboratorio, sino en la práctica. No debemos pasar por alto este hecho cuando
discutamos el punto de si la ciencia griega conocía la experimentación o no.
Toda técnica era una manera de imitar la naturaleza; cuando daba resultado,
probaba que el técnico la comprendía.
La cuarta razón de su enojo contra el médico que esgrime sólo
postulados filosóficos e ignora la práctica, es el sufrimiento del paciente.
Esta referencia al paciente es la característica más notable de los médicos
hipocráticos. Hacían todo lo posible por ser rigurosamente científicos, pero
del mismo modo sostenían que el primer deber del médico es curar, más bien que
estudiar la enfermedad. En este aspecto existía cierto grado de desacuerdo
entre ellos y la vecina escuela de Cnido. Podríamos concretar esta diferencia
diciendo que el ideal del hombre de Cnido fue la ciencia, y el del hombre de
Cos, la ciencia al servicio de la humanidad.
LA CIENCIA AL SERVICIO DE
LA HUMANIDAD
Acabamos de ver las cuatro objeciones principales que nuestro médico
práctico pone a las innovaciones médicas de los filósofos. En esta temprana
época, cuando todavía no se había acumulado mucho conocimiento positivo, y
antes de que la especialización se hiciera necesaria, era natural que un
filósofo abarcara todas las ramas del conocimiento; por eso, no debe
sorprendernos que Empédocles dirigiera su atención hacia la medicina. Al
hacerlo así, puso de manifiesto que cierta clase de especulación era admisible
en cosmología, pero inadmisible en medicina. Los cosmólogos acostumbraban a
fundarse en alguna observación, o en varias (cambio del agua en hielo o vapor,
la relación matemática entre las longitudes de las cuerdas que vibran, la
transformación de los alimentos en carne), para elaborar sobre este débil
andamiaje una teoría del universo, y se conformaban si el sistema que
desarrollaban era compatible con la lógica. Esto no podía satisfacer al médico,
cuyas teorías eran ensayadas continuamente en la práctica, y ratificadas o
rectificadas por su efecto sobre el paciente.
De este modo se logró una concepción más estrictamente científica;
podríamos decir que los médicos hipocráticos hicieron cuanto estuvo a su
alcance para lograr enteramente la concepción de una ciencia positiva. Lo que
diferencia su ciencia de la nuestra, fue menos la incapacidad de comprender la
importancia de la experimentación, que la carencia de instrumentos de precisión
y de toda técnica de análisis químico. Fueron tan científicos como las
condiciones materiales de su tiempo lo permitían. Fundamentaremos este aserto
en pocas palabras.
Nuestra primera cita será otra vez del autor de De la medicina antigua, quien
sostiene que el método de observación y experimentación utilizado por los
médicos, y no el método apriorístico de los cosmólogos, es la única senda para
alcanzar la comprensión de la naturaleza del hombre. «Algunos médicos y
filósofos sostienen que nadie puede saber medicina si ignora lo que es el
hombre; quien quiera tratar debidamente a sus enfermos —dicen— deberá aprender
eso. Pero la cuestión que plantean es de carácter filosófico. Lo que el hombre
es desde su origen, cómo apareció, y de qué elementos estaba hecho
originariamente, es incumbencia de aquellos que, como Empédocles, han escrito
sobre la ciencia natural; pero mi punto de vista es, en primer lugar, que todos
aquellos filósofos o médicos que han hablado o han escrito sobre la ciencia
natural pertenecen menos a la medicina que a la literatura. También sostengo
que un conocimiento claro de la naturaleza del hombre sólo puede provenir de la
medicina, y no de otra fuente, y que será posible alcanzar este conocimiento
cuando la medicina misma sea debidamente comprendida; pero que hasta entonces
será imposible. Me refiero a la posesión de los conocimientos de lo que es el
hombre, de qué causas proviene, y otros puntos semejantes» (De la medicina antigua,
cap. XX).
La cita siguiente se refiere al uso correcto de las inferencias cuando
existen hechos que no son accesibles directamente por los sentidos. El autor
discute las dificultades del tratamiento de las dolencias internas: «Sin duda,
ningún hombre que vea sólo con los ojos puede llegar a saber nada de lo que se
ha descrito. Por esta razón he llamado oscuros a estos puntos, a pesar de
juzgar que no pertenecen al arte. Su oscuridad no significa que no puedan
llegar a ser dominados. Se los ha dominado cuanto ha sido posible, con las
limitaciones impuestas por la capacidad del enfermo para ser examinado y la
capacidad de los investigadores para investigar. Serán menester más fatigas y
más tiempo para conocerlos como si los viéramos con nuestros propios ojos; pues lo que escapa a la
visión de los ojos es percibido por el ojo de la mente, y los
padecimientos del enfermo no son culpa del médico, sino de la naturaleza del
enfermo y de la enfermedad, cuando no puede ser rápidamente observada. En verdad, el médico, no
pudiendo ver la enfermedad con sus ojos, trata de descubrirla por el
razonamiento (El Arte, capítulo XI).
No debemos pasar por alto que lo que el médico hipocrático llamó el
«ojo de la mente» era muy diferente de lo que Platón quería decir cuando usaba
la misma frase. Platón se refería a las deducciones que se hacen partiendo de
una premisa apriorística; el escritor hipocrático alude a la inferencia de
hechos invisibles por los síntomas visibles.
La tercera cita enumera alguno de los instrumentos utilizados para
alcanzar los escondidos secretos del cuerpo: «La medicina, imposibilitada de
ver con los mismos ojos que a todos sirven perfectamente, en los casos de
empiemas, de enfermedades del hígado, del riñón o de las cavidades en general,
descubrió, no obstante, otros recursos para lograrlo. La claridad o ronquera de
la voz, la aceleración o retardo de la respiración y el carácter de las excreciones
habituales, (su olor, su color o su consistencia), proporcionan al médico los
elementos para deducir cuál es la enfermedad a que esos síntomas pertenecen.
Algunos síntomas indican que una parte ya está afectada; otros, que una parte
puede afectarse después. Cuando la naturaleza no proporciona por sí misma
ninguno de sus secretos, la medicina ha encontrado los medios para obligarla a
revelarlos sin perjuicio; cuando éstos se han logrado, se hace claro para
quienes dominan este arte, qué camino debe seguirse. El arte puede hacer, por
ejemplo, que la naturaleza aísle las flemas, valiéndose de comidas y bebidas
agrias, a fin de sacar conclusiones viendo lo que antes era invisible. Del
mismo modo, cuando la respiración es sintomática, haciendo que el paciente suba
corriendo una cuesta, se obliga a la naturaleza a revelar sus síntomas» (El Arte,
cap. XIII).
La última cita nos muestra al médico tratando de bosquejar una teoría
del conocimiento. «En la práctica médica no se debe prestar atención preferente
a teorías plausibles, sino a la experiencia combinada con la razón. La teoría
verdadera será una combinación de la memoria de las cosas aprehendidas mediante
la percepción sensorial, pues ésta, haciéndose experiencia y aportando al
intelecto las cosas que a él atañen, genera imágenes claras; y el intelecto al
recibirlas repetidas veces, atendiendo a la ocasión, el momento y la forma, las
acumula y las recuerda. Ahora bien, admito que se teorice, si esto se hace fundándose en los hechos y si la
deducción de conclusiones corresponde a los fenómenos, pues si la
teoría se funda sobre hechos claros, puede existir en el dominio del intelecto,
que recibe todas sus impresiones de otras fuentes. Podemos imaginar que nuestra
naturaleza se agita y experimenta bajo gran variedad de estímulos, y el
intelecto, como ya dijimos, tomando sus impresiones de la naturaleza, nos
conduce luego hacia la verdad. Pero si se parte, no de impresiones claras, sino de ficciones
plausibles, a menudo se determinará un estado lastimoso y perturbador. Aquellos
que proceden de este modo se pierden en un callejón sin salida» (Preceptos,
cap. I).
Estas citas pueden servir para aclararnos en qué medida los médicos de
la Antigüedad han contribuido a la concepción moderna de la ciencia positiva.
También nos permiten comprender cuánto debe la medicina griega a los filósofos,
segunda de las fuentes mencionadas a menudo por los historiadores.
Si tenemos presente la tendencia de los filósofos a imponer en medicina
los métodos apriorísticos de la cosmología, nos sentiremos inclinados a pensar
que la medicina hipocrática debe tan poco a los filósofos como a los
sacerdotes. Por otra parte, cuando consideramos la contribución de un
Empédocles o de un Anaxágoras al problema del uso correcto del testimonio de
los sentidos, vemos que su opinión en este punto es idéntica a la de los
médicos; además, para la medicina no fue del todo inútil ser tema de discusión
de los filósofos. Una ciencia puede resentirse si se la divorcia de la vida
intelectual de la época; los filósofos, aportando su acervo, contribuían a la
formación de un cuerpo sistemático de teoría médica que, aunque prematura,
alimentó la natural impaciencia con la creencia de que el paulatino progreso de
la investigación científica había alcanzado su meta. En verdad, la vida es
corta y el arte es largo, y la generalización prematura es a veces mejor que
nada.
El tercero de los tributarios a la corriente de la medicina de Grecia,
que comúnmente se menciona en los libros, es el proveniente de los instructores
de los gimnasios. Éstos poseían un conocimiento notablemente preciso de la
anatomía de superficie; crearon una técnica completa del tratamiento manual de
las dislocaciones, y en su ocupación de cuidar y restablecer la salud de sus
clientes, estudiaron los masajes, las dietas y los sistemas graduados de
ejercicios. Esta contribución, en la medida de sus posibilidades, fue valiosa,
y es la más importante de las tres fuentes analizadas por los historiadores.
No por desprecio hacia ella la dejaremos de lado para pasar a ocuparnos
del mayor fracaso de la medicina griega, inevitablemente sugerido por nuestro
presente tema. Los gimnasios eran el lugar de reunión de los ciudadanos, y muy
especialmente de los más encumbrados. Proporcionaban a los miembros de la clase
ociosa la oportunidad de someterse, debidamente dirigidos, a regímenes de
salud; pero la cuestión que desearíamos encarar ahora es la salud de los
obreros.
Ya hemos citado un pasaje de Jenofonte que dice: «Lo que se conoce por
artes mecánicas lleva consigo un estigma social, y con razón se considera
deshonroso en nuestras ciudades, pues tales artes dañan el cuerpo de quienes
trabajan en ellas y de quienes actúan como supervisores, porque les imponen una
vida sedentaria y encerrada, y, en algunos casos, los obligan a pasar el día
junto al fuego». Es evidente que estos trabajadores, con sus cuerpos
castigados, no constituían la clientela de los instructores de gimnasia y,
recíprocamente, la contribución de los instructores a la medicina no se
adaptaba a las necesidades de los obreros, ni lo pretendía.
En verdad, fácil es ver que, cuando la sociedad evolucionaba hacia una
precisa diferenciación entre las categorías de ciudadano y obrero, la medicina
tendía cada vez más a servir directamente a las necesidades de la clase ociosa.
Esto determinó consecuencias muy paradójicas.
Una de las glorias de la medicina hipocrática es que se esforzó siempre
por contemplar al hombre en relación con su ambiente. El tratado Aires, aguas y lugares
es una de las primeras expresiones de esta concepción bien definida del efecto
sobre la constitución del hombre, no sólo de su ambiente natural, sino también
de su ambiente político. El médico hipocrático consideraba lo que el hombre
comía, la calidad del agua que tomaba, el clima en que vivía y el efecto que
tenía sobre él la libertad griega o el despotismo oriental; pero no hay aspecto
del medio que influya en el hombre tan íntimamente ni con tanta persistencia
como su ocupación habitual, y acerca de este tema los tratados hipocráticos nada
dicen. El estudio de las enfermedades profesionales no fue iniciado hasta una
época relativamente reciente: con Paracelso (c. 1490-1541) y, mucho más
notablemente, con Ramazzini (1633-1714).
NOTA BIBLIOGRÁFICA
De la medicina
antigua, un documento clave en la historia de la
ciencia, puede encontrarse, excelentemente editado y comentado, en Hippocrates L’Ancienne
Médecine. Introduction, Traduction et Commentaire por A.-J.
Festugière, París, 1948.
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