Acabamos de completar nuestro estudio de las principales figuras de la
primera época de la ciencia griega, la Edad Heroica, que va de Tales a
Demócrito. Los filósofos la han llamado «Época Presocrática» y los
historiadores comúnmente la consideran dedicada sobre todo a una audaz pero
infundada especulación acerca de las «cosas de los cielos». En la Antigüedad se
refería una anécdota a la que se atribuía sentido simbólico: Tales, caminando
por la ciudad de Mileto, concentrado en sus pensamientos, cayó en un pozo. La
preocupación por «las cosas de arriba» le hizo olvidar lo que había bajo sus
pies. Ésa era la consecuencia inevitable de la impía intención de querer
establecer una filosofía de la naturaleza. La humanidad fue rescatada de este
mal principio —malo según esa opinión— por Sócrates, el gran moralista
ateniense, quien «trajo la filosofía del cielo a la tierra». Insistió en que el
verdadero estudio de la humanidad es el hombre, y desvió la atención de la
física a la ética. Bajo su influencia, la filosofía abandonó su presuntuosa
aspiración a comprender el cielo, y se abocó a la tarea más humilde de enseñar
al hombre a portarse como tal.
Este enfoque de la relación de Sócrates con sus predecesores es, a
nuestro modo de ver, falso. Los antiguos filósofos naturalistas no se concentraban
en especulaciones sobre las cosas del cielo, desentendiéndose de los problemas
humanos. Por el contrario, lo más característico y original del modo de
pensamiento jónico fue que no reconoció distinción fundamental entre el cielo y
la tierra, y que trataba de explicarse los misterios del universo en términos
de cosas familiares. Para ser precisos, la fuente de la que surgió la filosofía
jónica fue la nueva concepción del mundo, que resultó de la fiscalización de la
Naturaleza por el técnico, miembro caracterizado de una sociedad libre. Las
técnicas eran maneras de bastarse a sí mismo imitando a la naturaleza. El éxito
con que estas técnicas fueron aplicadas dio a los filósofos naturalistas
jónicos la convicción de que comprendían el mecanismo de la naturaleza. La
creencia en la identidad de los procesos técnicos y naturales es la clave de la
mentalidad de esa época.
Los siglos VI y V, período conocido como el
de la filosofía presocrática, o Edad Heroica de la ciencia, se caracterizaron,
no sólo por el pensamiento abstracto, sino también por un gran progreso
técnico; y lo que es nuevo y característico de su modo de pensamiento proviene
de las técnicas. El desarrollo técnico fue la varita mágica que cambió la vieja
estructura social, basada principalmente en la explotación de la tierra, en una
nueva forma de sociedad sustentada esencialmente en la manufactura. El progreso
técnico originó una nueva clase formada por los industriales y comerciantes,
que rápidamente asumió el poder político en las ciudades.
En la primera década del siglo VI, Solón, representante de
la nueva clase, intentó modernizar Atenas, la vieja Atenas sacudida por las
luchas entre los terratenientes y campesinos. Para llegar a esto, según refiere
Plutarco, Solón «invistió a los oficios con honores». «Desvió la atención de
los ciudadanos hacia las artes y oficios, y promulgó una ley por la cual un
hijo no tenía la obligación de mantener a su padre en la vejez si éste no le
había enseñado un oficio». «En esta época —dice Plutarco— el trabajo no era una
desgracia, y poseer un oficio no implicaba una inferioridad social». Entonces
eran estimados hombres como Anacarsis el Escita, cuyos títulos de gloria fueron
haber perfeccionado el ancla e inventar el fuelle y la rueda de alfarero; u
hombres como Glauco de Quíos, que inventó el soldador; o Teodoro de Samos, que
se acreditó una larga lista de invenciones técnicas, como el nivel, la
escuadra, el tomo, la regla, la llave y el método de fundir el bronce.
Estos inventos náuticos e industriales fueron apreciados, entre otros,
por los comerciantes de Mileto. La creciente prosperidad de éstos dependió de
las manufacturas destinadas a la exportación. Entre ellos aplicó Tales sus
conocimientos de matemática y geometría para el perfeccionamiento del arte de
la navegación, y para ellos hizo Anaximandro el primer mapa del mundo. Allí fue
donde el mundo comenzó a ser concebido como una máquina. El carácter de la
época era tal, que los honores eran conferidos a los técnicos. La palabra
griega para expresar la sabiduría, sophia, significa aún en esta época «habilidad técnica» y
no especulación abstracta; mejor dicho, no se hacía distinción entre ambas,
pues la mejor especulación se basaba en la habilidad técnica. El autor de De la medicina antigua
no sabía de títulos más altos que el de técnico. En este medio nació la
filosofía natural de los jonios. Presentarla tan enteramente absorta en
especulaciones sobre los cielos, hasta el punto de negligir los intereses
humanos, es falso.
Aún nos falta mencionar el producto más acabado de esta nueva
tendencia. En las ciudades libres de la vieja Jonia, la conquista de la
naturaleza por la técnica hizo nacer la ambición por extender los dominios de
la razón sobre toda la naturaleza, incluyendo Ja vida y el hombre. Hubo un movimiento
definido y consciente de pensamiento racional sobre todos los aspectos de la
existencia. Hubo una propaganda de esclarecimiento, como lo demuestran muchas
páginas de las obras hipocráticas. «Me parece —dice un autor tratando de la
misteriosa afección llamada epilepsia— que esta enfermedad no es más divina que
otra cualquiera. Tiene, como toda enfermedad, su causa natural. Los hombres
piensan que es divina simplemente porque no la comprenden; pero si llaman
divino a todo lo que no comprender, ¡bueno! las cosas divinas serían
interminables». Éstas son palabras verdaderamente clásicas. Marcan el
advenimiento de una nueva época de la cultura humana. En su suave ironía
encierran el juicio definitivo sobre una época pasada: el período de la
explicación mitológica. A decir verdad, ese punto de vista no ha llegado ni aún
hoy a prevalecer en todos los lugares de la tierra. La batalla sigue
librándose, y el resultado es dudoso. Los milagros son todavía el fundamento de
la opinión de grandes sectores, aun de la humanidad civilizada. La cristiandad
no se ha decidido a aceptar una concepción estrictamente naturalista de la
historia del cristianismo, ni siquiera de la leyenda de Juana de Arco; pero la
vieja proposición continúa obrando silenciosamente en la mente del hombre
civilizado. «Los hombres piensan que es divina simplemente porque no la
comprenden; pero si llaman divino a todo lo que no comprenden, ¡bueno! las
cosas divinas serían interminables». La identificación de lo divino con lo aún
no explicado fue el más hábil de los golpes asestados a favor de la razón y la
naturaleza.
LA PRIMERA CIENCIA SOCIAL
El movimiento en pro de la ilustración que ha dejado su impronta en los
escritos hipocráticos nos ha legado también un esbozo del ascenso de la cultura
humana en una obra que es una contribución de primordial importancia de la
escuela jónica a la ciencia.[1]
«En la época de la génesis del universo —dice el texto— el cielo y la
tierra eran una sola cosa, y sus elementos estaban mezclados; luego sus
componentes se separaron, y el cosmos cobró totalmente el orden que ahora
observamos en él, pero el Aire continuó en un estado de agitación. Como
consecuencia de esta agitación, la porción incandescente del Aire —por su
natural tendencia a ascender, debida a su poco peso— se acumuló en los espacios
superiores; por esta razón, el Sol y los demás cuerpos celestes fueron
envueltos en el movimiento rotatorio. La porción de Aire más densa y turbulenta
se unió al elemento húmedo, y ambos se dispusieron en la misma zona, a causa de
su peso. Cuando esta materia más pesada se hubo concentrado y girado alrededor
de sí misma, los elementos húmedos formaron el mar, y la tierra surgió de los
elementos sólidos.
»La tierra fue al principio cenagosa y blanda, y por la sola acción del
calor del sol, comenzó a endurecerse. Entonces, debido a ese mismo calor,
algunos de los elementos húmedos se dilataron, y la tierra comenzó a burbujear
en muchos lugares. En esos lugares se produjeron fermentaciones encerradas en
membranas delicadas, fenómeno que aún hoy puede observarse en los pantanos y
fangales cuando sobreviene un ascenso rápido de la temperatura del aire,
después de un enfriamiento de la tierra. Así, por la acción del calor, los
elementos húmedos comenzaron a producir la vida. Los embriones así formados se
alimentaron de noche con la niebla que caía del aire ambiente, en tanto que
durante el día la acción del calor solar les daba solidez. Al cabo de esta
etapa, cuando los embriones hubieron adquirido todo su desarrollo y sus
membranas, secas por el calor, se rompieron, aparecieron los seres vivientes de
todas clases. Los que habían recibido más calor llegaron a las regiones más
altas y se convirtieron en pájaros; los que contenían una proporción mayor de
tierra constituyeron la clase de los seres que se arrastran y de otros animales
terrestres, en tanto que los que tenían mayor cantidad de elementa húmedo
fueron a las regiones semejantes a ellos, y se tornaron lo que llamamos peces.
La acción continuada del sol y el viento endureció más aún la tierra, y
entonces ya no fue posible traer a la vida a ninguno de los seres mayores; sin
embargo, cada uno de los seres vivientes se reprodujo por el contacto con sus
semejantes.
»Los primeros hombres vivieron una vida azarosa, como la de los
animales salvajes, saliendo a pastar independientemente los unos de los otros,
dirigiéndose hacia toda vegetación que los atrajera, y hacia los frutos
silvestres de los árboles. La necesidad les enseñó a cooperar, pues los
individuos eran presa de los animales salvajes. Sólo cuando el miedo les enseñó
a agruparse, comenzaron lentamente a reconocer sus semejantes. El lenguaje fue
al principio confuso y carente de sentido. Gradualmente se hizo articulado,
atribuyó a cada objeto un sonido convencional e hizo recíprocamente inteligible
la conversación sobre cualquier tema.
»Grupos como éstos se formaron sobre toda la tierra habitable, pero no
todos tenían la misma forma de hablar, pues cada grupo estableció su lenguaje
al azar. Por eso llegaron a existir todas las clases de lenguas. Los primeros
grupos constituidos son el origen de todas las razas humanas. Como aún no se
habían descubierto las comodidades, los primeros hombres vivieron una vida difícil.
Carecían de vestidos; no tenían casa ni fuego, y no conocían los alimentos
cultivados; ni siquiera se les ocurrió la idea de almacenar alimentos
silvestres, y no hicieron provisiones para cuando pudieran necesitarlas. El
resultado fue que murieron en gran número durante los inviernos, por el frío y
la desnutrición. Poco a poco, sin embargo, la experiencia les enseñó a
refugiarse en cuevas durante el invierno, y a acumular las frutas conservables.
Fueron descubiertos el fuego y otras comodidades, y se inventaron las artes y
todas las cosas que promueven la vida social. Por la ley general de este
proceso, es la necesidad la que enseña todo al hombre. La necesidad es la guía
íntima que conduce al hombre a través de cada prueba, y la necesidad tiene en
él a un discípulo naturalmente apto, equipado como está, con sus manos, su
lenguaje y su ingenio, para cualquier propósito».
Diodoro, que nos ha legado este conciso esbozo de la historia del
hombre y de la sociedad, no fue —como bien podemos deducirlo con un cuidadoso
análisis de su libro— el más inteligente de los hombres.
Es improbable que hiciera entera justicia al pensamiento del original:
no obstante, su texto es aún extraordinariamente impresionante. Al parecer, el
escritor tenía un concepto dialéctico de la evolución. Imaginó que, bajo
ciertas condiciones históricas, podrían surgir nuevas formas de vida. En una
etapa dada de su desarrollo, la tierra es capaz de producir organismos vivos;
pasada esta etapa, sucede a la generación espontánea la generación sexual, al
menos para los seres más grandes.
El proceso de evolución combina el desarrollo cuantitativo con los
saltos cualitativos; además, esta dinámica dialéctica intervino no sólo en el
origen y desarrollo de la vida, sino también en la génesis y estructuración de
la sociedad. El hombre no es por naturaleza un animal político; se convierte en
animal político por un proceso gradual de experiencia, ya que sólo aquellos
hombres que aprenden a cooperar escapan a la destrucción provocada por las
bestias salvajes. El hombre no ha sido dotado por los dioses del don de la
palabra. Por un proceso de evolución histórica se convierte en un animal capaz
de hablar. El significado de sus palabras es convencional. En lugar de
esforzarse por comprender a la naturaleza analizando el significado de las
palabras —procedimiento que más tarde llegaría a ser el vicio característico
del pensamiento griego—, el escritor se inclinaba a comprender el significado
de las palabras por el estudio de la historia de la sociedad.
El hombre no es por definición, y en su naturaleza esencial, un animal
racional; se convierte en animal racional en la rigurosa escuela de la
necesidad, y con holgura, pues cuenta con un par de manos capaces. El escritor
reconocía la importancia de la técnica en la historia de la cultura humana.
Puntualiza que el hombre se distanció de los demás animales, en la carrera por
sobrevivir, gracias a su educabilidad superior. Sabemos de otras fuentes que
Demócrito, que pudo ser su autor, pensaba que el hombre habría aprendido de la
araña a tejer, de la golondrina a edificar, y que imitando a los pájaros
aprendió a cantar.
LOS SOFISTAS
La difusión que alcanzaron en Grecia los nuevos modos de pensamiento,
actualizados y publicados por hombres como Anaximandro, Empédocles, Anaxágoras
y Demócrito, tuvo una influencia difícil de justipreciar, pero no hay duda, que
fue grande. Anaxágoras, natural de Clazómenes, que vivió en Atenas del 480 al
450 y enseñó a Pericles cuando era joven, hizo mucho para difundir el nuevo
conocimiento. Otro extranjero distinguido que pasó gran parte de su vida en
Atenas fue Protágoras de Abdera, el primero de los sofistas —nueva clase de
hombres que caracterizan a esta época— que tuvimos oportunidad de mencionar.
Los sofistas eran conferenciantes ambulantes que iban de ciudad en ciudad
difundiendo las nuevas ideas. Se especializaban en historia y en política, y se
decían capaces de enseñar el arte de gobernar. No hay lugar a duda que el
fundamento general de sus ideas sobre la sociedad fue la obra del autor anónimo
que se ha citado. Platón, que se oponía diametralmente a esta teoría del origen
y naturaleza de la civilización, se valió de las opiniones de los sofistas y de
su manera de vivir para atacarlos.
Los tres sofistas más notables fueron: Protágoras, a quien ya
mencionamos, y que provenía de la misma ciudad que Demócrito: Abdera, que
parece haber sido el mayor centro de ilustración; Gorgias, de Leontini
(Sicilia), e Hipias, de Elis (en el Peloponeso). Platón los calificó duramente,
y mucho de lo que sabemos acerca de ellos está destinado a ilustrarnos acerca
de la irresponsabilidad de sus enseñanzas y de la vulgaridad de su
autopropaganda. Es dudoso que estas críticas estén bien fundadas. Protágoras
dijo: El hombre es
la medida de todas las cosas; por eso figura en la historia de la
filosofía como representante del principio del subjetivismo en su forma más
extrema. Gorgias dijo: La
verdad no existe; pero, si existiera, no podría ser conocida, y si pudiera ser
conocida, no podría ser comunicada. Se le considera como el
prototipo del escéptico. Hipias, que tuvo fama de vanidoso, se distinguía por
asistir a los juegos de Olimpia en traje de gala, confeccionado hasta en sus
menores detalles con sus propias manos, y se creía preparado para disertar
sobre cualquier tema, desde la astronomía hasta la historia antigua.
Subjetivismo, escepticismo y vanidad, para no mencionar el afán de lucro,
fueron los vicios de ios sofistas, a quienes Sócrates, según Platón, arrebató
la conducción del pensamiento griego con el ejemplo de su vida y su
conversación.
No es posible entrar en el análisis de las discusiones filosóficas
surgidas de los ataques de Platón a los sofistas en una breve historia de la
ciencia de Grecia; pero, desde el punto de vista del historiador de la ciencia,
debemos decir algunas palabras de cada uno de los tres autores mencionados. Con
respecto al primero, Protágoras, es sumamente dudoso que la cita que se le
atribuye haya sido correctamente interpretada como una inflexible aseveración
del principio del subjetivismo. Protágoras era legislador; a pedido de
Pericles, redactó una constitución para la famosa colonia de Turios, en la
Italia meridional, comunidad progresista que creía en la planificación, y
empleó a un arquitecto pitagórico, Hipodamo de Mileto, para que la transformase
en una ciudad modelo. El esclarecido legislador de esta comunidad consideraba
las leyes como una creación humana. Compartía la opinión de su compatriota
Demócrito sobre la evolución humana. Creía, como los filósofos jónicos, en el
concepto contractual de la justicia; cuando dijo que el hombre era la medida de
todas las cosas, es casi seguro que quería decir que las instituciones humanas
debían adaptarse a las cambiantes necesidades del hombre. Esta idea era antema
para Platón, quien pone en boca de Sócrates, en su República, la idea de que el
concepto de justicia era eterno, y debía ser comprendido, no a través del
estudio de la historia, sino de la razón pura. Éste, y no el principio del
subjetivismo, parecería ser el verdadero fundamento de las diferencias entre
Protágoras y el Sócrates de Platón.
Es difícil decir cómo debe interpretarse la opinión de Gorgias.
Considerémoslo, por su apariencia, como expresión de un escepticismo extremo.
En tal sentido, no puede de ningún modo ser considerado como producto del
materialismo jónico. La filosofía natural de los jónicos dio a este
escepticismo una respuesta mejor que la teoría ideal del Sócrates platónico.
Los autores de los tratados hipocráticos estaban convencidos de que la verdad existe,
de que puede ser conocida y de que puede ser comunicada. De este modo pensaban
Empédocles, Anaxágoras y Demócrito. La tradición científica que ellos
caracterizan es el único camino para establecer la objetividad de la verdad.
Fue la escuela platónica la que no tardó en caer en un escepticismo que muy
bien podría ser resumido en la fórmula de Gorgias. En esa época es la filosofía
platónica, y no la tradición científica, la que alimenta el escepticismo.
En cuanto a Hipias, vestido enteramente con trajes hechos por él mismo,
pues había fabricado hasta el anillo que llevaba en el dedo, ilustra a la
perfección que la antigua tradición de la sabiduría incluía las técnicas.
Hilandero, tejedor, curtidor, sastre, zapatero y herrero: todos unidos en su
persona, lo hacen una muestra típica del sabio de las generaciones más
antiguas, cuyos títulos de sabiduría no estaban reñidos con la habilidad y
destreza de sus manos. Ya hemos dicho que era capaz de disertar sobre historia
antigua. Es indudable que su concepción de la historia reconocería el papel de
los oficios en el progreso humano.
LA REVOLUCIÓN SOCRÁTICA
DEL PENSAMIENTO
Si resumimos las evidencias mencionadas en este capítulo, vemos que es
completamente inadecuado considerar que los filósofos de la Antigüedad estaban
siempre soñando con las cosas del cielo, en detrimento de la comprensión de los
problemas humanos; y que es un error describir la revolución socrática del
pensamiento como si fuera esencialmente la que trajo la filosofía «del cielo a
la tierra». Sería más exacto enunciarlo de este modo: la escuela jónica de la
filosofía natural proporcionó una explicación materialista de la evolución del
cosmos; inculcó el ideal de la ciencia positiva y el imperio de la ley
universal; aportó una descripción de la dinámica de la civilización, en la que
el hombre, por la conquista de las técnicas, aparece como autor de su propio
progreso; y sostuvo la teoría contractual de la justicia.
Sócrates, por su parte, desalentó la investigación de la naturaleza;
sustituyó el ideal de la ciencia positiva por una teoría de ideas estrechamente
vinculadas a la creencia en la inmortalidad del Alma, visitante temporal de una
envoltura perecedera; trató de explicar teológicamente la Naturaleza y la
historia de la humanidad por la providencia; y consideró a la Justicia como
idea eterna, independiente del tiempo, lugar y circunstancias. En una palabra,
Sócrates abandonó el enfoque científico de la naturaleza y el hombre, que había
sido desarrollado por los pensadores de la escuela jónica, desde Tales hasta
Demócrito, y lo sustituyó por una concepción religiosa que provenía de
Pitágoras y Parménides. Más que a traer la filosofía del cielo a la tierra, se
dedicó a persuadir al hombre de que debía vivir de modo tal, que a la muerte su
alma volviera al cielo inmediatamente. Puede admitirse que hizo importantes
contribuciones a la lógica. Aristóteles le reconoce el haber introducido los
conceptos de inducción y definición, pero su dominio de estas artes fue
desplegado solamente en las esferas de la ética y la política, y en ellas tuvo
un carácter más bien metafísico que histórico. No hizo ninguna contribución a
la ciencia.
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