domingo, 24 de diciembre de 2017

Benjamin Ferrington.-La ciencia griega: Capitulo VIII Platón

Aparte del Corpus hipocrático, no disponemos de obras completas de la filosofía ni de la ciencia griega que existieran antes de Platón. Ninguno de los escritos hipocráticos puede atribuirse con certeza a un autor determinado. De Platón no sólo tenemos libros completos, sino la totalidad de sus obras publicadas. Es el primer filósofo de cuyas opiniones estamos debidamente informados. Bien es verdad que no se han conservado apuntes de su enseñanza oral en la Academia, pero ninguno de sus diálogos se ha perdido. Alrededor de treinta de los diálogos que se le atribuyen se consideran auténticos. Constituyen una obra de gran volumen: aproximadamente igual al de la Biblia. Los mayores, La República y Las Leyes, abarcan diez y doce libros respectivamente.
La República, escrito a los cuarenta años, y Las Leyes, al que sólo faltó el pulido final, a causa de su muerte, a los ochenta y un años, son los más notables de toda la colección. El primero intenta esbozar una sociedad ideal; el segundo resume el mismo tema con un sentido más práctico y a la luz de una experiencia mayor. Ambos nos hablan de lo que fue el máximo esfuerzo de su vida: la regeneración de la vida política de Grecia. La Academia fue fundada con el mismo propósito: formar mediante la educación un nuevo tipo de ciudadano de la clase dirigente, que no permanecería en la Academia, sino que retornaría a la vida pública. Este intento de reformar la vida pública por la educación de un nuevo tipo de individuo, como la tendencia de toda su filosofía, fue pitagórico.
La única prosa importante escrita en Atenas antes de Platón era la historia. El propósito implícito de Herodoto, y el propósito explícitamente admitido de Tucídides, fue presentar los hechos del pasado en forma tal que pudieran servir para guiar las acciones de los hombres en el futuro. Fueron, respectivamente, los historiadores de las épocas del florecimiento y de la decadencia de la democracia ateniense, y aspiraban a hacer al pueblo consciente del drama de la civilización griega, en la que Atenas había jugado el papel principal. Para ellos la historia era una escuela de política; su temperamento era objetivo, como el de los filósofos naturalistas jónicos, con cuyo movimiento estaban esencialmente identificados; buscaban la ley de la dinámica de la sociedad humana, como los filósofos habían buscado la ley de la dinámica de la naturaleza.
Es estrecha la semejanza entre Tucídides, Demócrito y los mejores escritores de la obra hipocrática, en su concepción del mundo. Es idea común a todos que, así como los hombres son producto de la Naturaleza, los caracteres son producto de su sociedad. Tucídides describe un cuadro terrorífico de la degeneración moral de Grecia durante la guerra del Peloponeso. La degeneración del individuo es la consecuencia y no la causa de la guerra.
LA ACTITUD PLATÓNICA HACIA LA FILOSOFÍA NATURAL
Con Platón, la intención se desvía hacia el alma del individuo; las guerras, internacionales o intestinas, son producto de los deseos desbordados del individuo (Fedón, 66c). Dice el profesor A. E. Taylor: «La República, que comienza con las observaciones de un anciano sobre la proximidad de la muerte y la aprensión por lo que pueda seguirla, y termina con un juicio alegórico, tiene siempre como tema central un hecho más íntimo que la mejor forma de gobierno o los métodos más eugenésicos de propagación: la cuestión de cómo el hombre gana o pierde la salvación eterna».
La esencia del pensamiento platónico es la doctrina de la inmortalidad del alma, que compartió con los pitagóricos. El alma humana se convierte en el campo donde se libra la batalla entre el bien y el mal; ésta adquiere al mismo tiempo trascendental importancia, porque el alma humana no es una parte de la naturaleza, sino un visitante de los dominios celestiales. La salvación individual no será lograda por la conducta pública fundada en el estudio de la historia, sino llegando a comprender los valores eternos de Verdad, Belleza y Bondad. La senda hacia esta comprensión reside en la matemática y la dialéctica. Platón había escrito sobre la puerta de su Academia: No puede entrar aquí quien no conozca la geometría. En el momento culminante de su vida, cuando fue invitado a ayudar al gobierno de Siracusa, la ciudad más poderosa del mundo griego en esa época, demostró cuánto valoraba esa oportunidad, por el uso que hizo de ella. Empezó a enseñar la geometría al joven príncipe, su anfitrión. Por eso la palabra Academia mereció tan temprano su significado actual.
Solamente el volumen de las obras que sobrevivieron al fragor de la catástrofe sería suficiente para conferir a Platón —a la luz de los modernos estudios de la antigüedad— una importancia única. A aquél debemos agregar la perfección extraordinaria de ellas. Dotado de condiciones dramáticas que completaban su capacidad retórica, Platón expresó sus pensamientos en forma de diálogos, en los que, agrupados alrededor de la figura central de Sócrates, puso en escena a sofistas, generales, hombres de estado, artistas, etc., y los hizo hablar. Si bien es cierto que las disquisiciones son a veces tediosas y arbitrarias al par que profundas, están, en cambio, adornadas con una dorada elocuencia, a la que contribuyen por igual el ingenio, la ironía, la imaginación y la pasión. Además, esos textos se conservan con prístina pureza, debido, sin duda, al hecho de que la Academia gozó como institución de una vida ininterrumpida de novecientos años: fenómeno único en la historia de la literatura antigua. Los estudiosos que dominan su idioma pueden penetrar, con un conocimiento no igualado hasta la fecha, en la vida de Atenas, que fue la escuela de la Hélade, y que desde entonces se convirtió en la escuela de la humanidad.
Por estas razones y muchas otras, la obra platónica atrajo y atrae todavía un grado de atención al que los filósofos y sofistas anteriores no pueden aspirar. Sin embargo, el gran prestigio de esta obra constituye una dificultad para el historiador de la ciencia. Mucho escribió Platón sobre los problemas de epistemología, que se hallan en el límite entre la filosofía y la ciencia. Su talla de filósofo es indudable; sin embargo, su contribución a la ciencia es discutible. ¿Merece en la historia de la ciencia el mismo lugar que se le reconoce en filosofía?
La ciencia anterior a Platón había realizado notables progresos, que pueden ser, a grandes rasgos, clasificados en tres secciones. El primer paso, decisivo, que asociamos especialmente con los filósofos de Mileto, fue la actitud nueva de intentar la explicación de los fenómenos de la naturaleza —incluyendo la naturaleza humana— sin intervención sobrenatural. En segundo lugar, nos encontramos con el comienzo de una técnica rudimentaria de interrogar a la naturaleza valiéndose de experimentos. En Jonia, en Sicilia, en Italia y en la misma Atenas hubo un incremento de la práctica de la experimentación y de la observación, que, cuando sus consecuencias filosóficas fueron comprendidas más claramente, resultó acompañado por un agitado debate sobre la validez de la evidencia sensorial. En tercer lugar, aunque la importancia de esto haya sido poco reconocida, y el hecho haya sido negado por algunos, vino la conexión fundamental entre la filosofía natural y las técnicas, que determinó el carácter de la primitiva filosofía de la naturaleza. Al atacar a los filósofos jónicos, Platón atribuye un lugar importante en su concepción del mundo a que ellos reconocieran esa conexión. Describe su punto de vista con estas palabras: «Las artes que contribuyen más notablemente a la vida humana son las que combinan sus propias fuerzas con las de la naturaleza, como la medicina, la agricultura y la gimnasia» (Leyes X, 889d). Esto, sin más, implica una filosofía de las técnicas, un intento por definir su carácter esencial y por asignarles su muy importante lugar en el desenvolvimiento de la sociedad civilizada.
Analizaremos la posición de Platón frente a la ciencia de sus predecesores, en esos tres aspectos. En primer lugar, su actitud frente al ateísmo o naturalismo de los jónicos.
ASTRONOMÍA TEOLÓGICA
Cuando los jónicos comenzaron a explicar los fenómenos celestes en un lenguaje naturalista, no puede cabernos duda de lo nueva que resultó su concepción, ni del escándalo que causó. Tal enseñanza estaba en pugna, no sólo con las vagas creencias populares, en la divinidad de los cuerpos celestes, sino también con las doctrinas teológicas formales que sostenían conceptos generales. Los pitagóricos, y más tarde Platón, se esforzaron por devolver lo sobrenatural a la astronomía; y, en verdad, la astronomía no se popularizó en Grecia hasta que fue rescatada del ateísmo. Éste es un hecho típico en la historia del pensamiento. A menudo, muchas hipótesis científicas han dejado de difundirse hasta recibir el cuño de la religión. Un ejemplo moderno y más conocido ilustra el fenómeno en cuestión. No carece de importancia para la comprensión de la historia de la ciencia.
«Me parece probable —escribió Newton, repitiendo las palabras de Gassendi— que en un principio Dios hiciera materia en partículas sólidas, macizas, duras e impenetrables, de forma y tamaño tales, y con tales otras propiedades y en tal proporción al espacio, que sirvieran al propósito para el que habían sido formadas; y que esas partículas primitivas, siendo sólidas, fueran incomparablemente más duras que cualquier cuerpo poroso que estuviera compuesto de ellas; hasta podrían ser tan duras, que nunca llegaran a desgastarse o romperse, pues ninguna fuerza ordinaria es capaz de separar lo que Dios ha unido en la Creación».
Es evidente que las dos tradiciones se hallan aquí mezcladas. Los átomos, con sus diversas propiedades, pertenecen a la tradición científica. No son ni más ni menos que los átomos de Demócrito. Pero los átomos, tal como salieron de la mente de Demócrito, pertenecían a un cosmos ateo que debió ser explicado enteramente por leyes naturales. Esto ha demostrado siempre ser un obstáculo para su aceptación. Newton, no obstante, entretejió otra teoría con su propia versión de los átomos. Dios, la Creación, la finalidad que Dios se propone, y la imposibilidad de separar lo que Dios ha unido, pertenecen a la tradición religiosa. El párrafo, pues, tal como ha salido de la pluma de Newton, es una extraña amalgama de religión y ciencia; pero el éxito con que pudo circular la concepción newtoniana se debe en parte a la íntima combinación de ambas, pues tal hipótesis científica habría tenido muy pocas probabilidades de abrirse paso en la Europa del siglo XVII si hubiera chocado violentamente con la mentalidad teológica de la época. Fue una suerte para el éxito de la física de Newton que el autor estuviera convencido de que los átomos de Demócrito eran obra de Dios, lo que no formaba parte de la concepción original.
Puede ser importante señalar también que Descartes debió reservarse su Principia Philosophiae durante once años, buscando la fórmula en que su posición no ortodoxa pudiera parecer aceptable a la autoridad; y no pudo encontrarla. Newton fue más afortunado; transcribió de buena fe el primer versículo del primer capítulo del Génesis, iluminado por la ciencia de los atomistas griegos: Al principio, Dios creó los átomos y el vacío. Nunca se ha manifestado mejor el genio diplomático inglés.
Los átomos debieron esperar al siglo XVII de nuestra era para ser bautizados en la cristiandad. En cambio, la astronomía fue pitagorizada y platonizada pocas generaciones después de su florecimiento en Jonia. En uno de los mejores textos de la ciencia antigua que ha llegado hasta nosotros —un manual alejandrino de astronomía escrito por un tal Gemino— encontramos esta relación de la influencia pitagórica sobre la astronomía:
«En esto se basa toda la ciencia de la astronomía: en la suposición de que el Sol, la Luna y los cinco planetas se mueven a velocidad constante en círculos perfectos y en dirección contraria al cosmos. Los pitagóricos fueron los primeros en formular estas cuestiones, que condujeron a la hipótesis del movimiento circular y uniforme del Sol, la Luna y los planetas. La razón de ello fue que, considerando su carácter de cuerpos divinos y eternos, era inadmisible suponer desórdenes tales como que se movieran más de prisa o más despacio, o incluso que se detuvieran, como suele decirse de las estaciones de los planetas. Aun en la especie humana, esas irregularidades son incompatibles con el comportamiento acostumbrado de un gentilhombre. Aun cuando las crudas necesidades de la vida impongan a los hombres en ocasiones prisa o lentitud, no puede pensarse que circunstancias tales afecten a la naturaleza incorruptible de las estrellas. Por eso resolvieron el problema explicando el fenómeno por la hipótesis del movimiento circular y uniforme».
Hemos hablado ya de las mezclas de ciencia, religión y política existentes en el pensamiento pitagórico. Helas aquí ilustradas en un tema de la mayor importancia para la historia de la cultura europea. La aplicación de las matemáticas a la astronomía fue un paso científico; la creencia en la divinidad de los cuerpos celestes pertenece a la religión; la noción de que el gentilhombre participa, en cierto grado, de las características divinas, pertenece a la política de clase, a la que se ha asignado, a través de toda la historia de la civilización, un significado, cósmico inmerecido.
Mientras no se ven los cometas cuando mueren los mendigos,
la muerte de los príncipes la proclaman los cielos por sí mismos.
Hasta Kepler la astronomía no se vio libre de la necesidad de interpretar el comportamiento de los planetas en términos de los prejuicios sociales pitagónicos.
Estos prejuicios político-religiosos llegaron a perturbar la astronomía de Platón, a quien afectó especialmente ese supuesto escándalo de los planetas. Platón fue autor o propagador de una teología astral en la cual las estrellas habían sido hechas para que sirvieran como modelos de la regularidad divina. Consideró incompatible con esta exigencia que entre los calificados huéspedes del cielo donde
paso a paso, por la vieja senda
marcha el ejército de la ley eterna,
hubiera un grupo de cinco vagabundos indisciplinados (la palabra planeta significa vagabundo en griego). La inconveniencia era de particular importancia, sobre todo porque el problema del vagabundo llegó a ser crítico, en esa época, en Grecia.
Isócrates, contemporáneo de Platón, había estudiado especialmente el problema de estos mendigos empedernidos. Propuso un remedio, que no fue aumentar la producción ni distribuir mejor los bienes terrenales. Enfrentado con una multitud creciente de parias errabundos, ocurriósele la idea de reclutarlos, militarizarlos y lanzarlos contra el imperio persa. Aun cuando no pudieran conquistarlo, podrían apropiarse de suficiente parte de su territorio como para procurarse el espacio vital que necesitaban. La alternativa de esto era la revolución interna. «Si no podemos detener la creciente potencialidad de estos vagabundos —escribe Isócrates— dándoles una vida satisfactoria, nos encontraremos, sin saber cómo, con que su número es tan grande que constituye tanto peligro para los griegos como para los bárbaros» (Filipo, 121).
En estas circunstancias no debe sorprendernos que para contribuir a la eliminación del vagabundaje sobre la tierra, Platón dispusiera eliminarlo del cielo. Planteó a los estudiosos de entonces el problema de averiguar «cuáles son los movimientos uniformes y ordenados de los que se puede deducir el movimiento de los planetas». Mientras este problema no fuera resuelto, la teología astral, que tanto influía en su propósito de reconstruir la sociedad, estaba expuesta a un fracaso total, pues ¿por qué adorar a los astros si estos seres divinos no son sino un conspicuo ejemplo de desorden e irregularidad? También es falso atribuir al desafío que Platón hizo a los matemáticos, para que redujeran los planetas a un orden dado, el carácter de una prueba de amor desinteresado por la ciencia. No fue un intento de descubrir los hechos sino de conjurar las apariencias socialmente inconvenientes sobre la base de cualquier hipótesis aceptable.
Los discípulos de Platón no tardaron en proporcionarle la deseada solución al problema. Las trayectorias aparentes de los planetas fueron analizadas por Eudoxo y Calipo sobre los resultados de treinta revoluciones completas. Sobre estas bases a la astronomía, que hasta entonces había estado impregnada de ateísmo, se le reconoció ciudadanía en Grecia. Plutarco, en su Vida de Nicias, nos informa sobre este punto cuando nos habla del desastre militar acaecido en Siracusa a ese distinguido general, por su temor supersticioso a los eclipses; lo que movió a su biógrafo a brindamos una extensa reseña del progreso del conocimiento astronómico en el pueblo.
«El eclipse atemorizó mucho a Nicias y a aquellos que eran tan ignorantes o supersticiosos como para preocuparse de tales cosas, pues aun cuando en esa época hasta la gente del pueblo aceptaba que un eclipse de Sol, hacia el fin del mes, estaba vinculado a la Luna, no podían comprender de ninguna manera qué se había interpuesto en el camino de la Luna para hacer que una luna llena se oscureciera y cambiara de color. Les pareció misterioso: el anuncio de una gran calamidad enviada por Dios. Anaxágoras, el primero que comprendió y se atrevió a intentar la explicación de las fases de la Luna, no tenía gran autoridad, y su libro fue poco apreciado; circuló en secreto, fue leído por pocos y cautelosamente recibido.
»Es que en esa época no había tolerancia para los filósofos naturalistas o, como eran llamados: “Charlatanes en las cosas del cielo”. Se les acusó de rechazar lo divino y reemplazarlo por causas irracionales, fuerzas ciegas y el imperio de la necesidad. Protágoras fue desterrado, Anaxágoras fue encarcelado y cuanto pudo hacer Pericles por él fue liberarlo; Sócrates, aun cuando nada tenía que ver en el asunto, fue llevado a la muerte por ser filósofo. Sólo mucho más tarde, y por la brillante reputación de Platón, la astronomía fue reivindicada y su estudio facilitado a todos. Esto se debió al respeto que su personalidad inspiraba, porque subordinó las leyes naturales a la autoridad de los principios divinos».
Tal era la opinión de Plutarco sobre este tema. No dependemos solamente de esta autoridad, relativamente reciente. Platón nos expresa lo mismo en un curioso pasaje de sus Leyes (820-822), donde hace decir a un personaje que un nuevo descubrimiento astronómico ha hecho innecesario someterse a la opinión generalmente aceptada, de que la astronomía es una materia peligrosa e impía. ¿Cuál es este nuevo descubrimiento? Simplemente que el Sol, la Luna y aquellos vagabundos, los planetas, no se mueven irregularmente, como parecen hacerlo; por consiguiente —continúa diciendo Platón—, nuestra actitud frente a la enseñanza de la astronomía debe ser revisada. La astronomía se convierte ahora en un estudio sin peligros, y hasta enteramente deseable. No debe tolerarse que se diga a los estudiantes, como enseñaban los viejos filósofos naturalistas, que el Sol y la Luna son masas de materia inanimada, sino que habrán de rogar y ofrecer sacrificios por los cuerpos celestes con el espíritu mejor dispuesto, cuando comprendan que los astros son seres divinos cuyos movimientos son modelos de regularidad.
Aristóteles propulsó más tarde este tipo de astronomía, en la que las leyes naturales fueron subordinadas a los principios divinos y en la que se prestó más atención a los cuerpos celestes como objetos de adoración que como material de estudio científico. Sistematizando las doctrinas de Platón y de los pitagóricos, Aristóteles enseñó que no sólo el movimiento circular de los cuerpos celestes era prueba de que estaban bajo el gobierno de una inteligencia divina, sino también de que la verdadera sustancia de que estaban hechos —a la que llamó el quinto elemento, para distinguirlo de la Tierra, el Aire, el Fuego y el Agua— era diferente de otra cualquiera existente bajo el círculo de la Luna. Esa astronomía de tendencia teológica que enseñó (debe observarse que esto no es característico de su concepción científica) fue heredada por la Edad Media.
Aristóteles sostenía que el universo constaba de cincuenta y nueve esferas concéntricas, de las que la Tierra ocupaba el centro. A ésta le correspondían cuatro esferas, una por cada uno de los cuatro elementos. Sobre las cuatro esferas terrestres había cincuenta y cinco esferas celestes. La de la Luna era la inferior, y la de las estrellas fijas, la más distante. Suponía que las esferas giraban alrededor de la Tierra inmóvil, arrastrando en su movimiento a los cuerpos celestes. En el esquema del universo que ofrece Aristóteles, el cambio sólo era posible por debajo de la Luna, donde los cuatro elementos, cuyos movimientos «naturales» eran de ascenso y descenso, podían mezclarse y transformarse el uno en el otro. Pero por encima de la Luna, en las esferas etéreas, cuyos movimientos «naturales» eran circulares, no se producía ningún cambio. Así como la sustancia del cielo es diferente de la de la tierra, así también lo son las respectivas leyes del movimiento. Hay una mecánica celeste y una mecánica terrestre. Las leyes de la una no son válidas para la otra. Hasta Newton la mecánica terrestre no recobra el dominio del cielo.
Sería, no obstante, erróneo sugerir que la concepción platónica «que aspiraba a subordinar las leyes naturales a los principios divinos» no tuviera oposición alguna y que fuera aceptada por todos. Aristóteles mismo da pruebas de las reservas con que se la miraba. Las referencias que hemos venido haciendo a sus opiniones en astronomía, están tomadas de su tratado De los cielos, que parece ser uno de sus primeros trabajos, escrito cuando estaba fuertemente influido por Platón y la Academia. En su Metafísica (XI, 8, 1073 b 8 y sigts.), discutiendo el movimiento aparente de los cuerpos celestes, emite una opinión más prudente, que es digna de ser citada: «Para quienes han prestado un poco de atención al asunto, es evidente que los movimientos son más numerosos que los cuerpos que se mueven, pues cada uno de los planetas tiene más de un movimiento. Con respecto al número real de estos movimientos, citaremos —para dar una noción del tema— lo que dicen esos matemáticos, que afirman que si bien nuestro pensamiento puede captar cierto número de movimientos, los demás debemos investigarlos en parte nosotros mismos, en parte aprendiendo de otros investigadores, y si quienes han estudiado este tema, se han formado una opinión distinta de la nuestra, debemos valorar ambas, pero seguir la más exacta».
Esta opinión es digna del gran hombre de ciencia que fue Aristóteles. Es oportuno señalar que a menudo, aun cuando rebate una opinión correcta de sus predecesores, lo hace porque está en posesión de más pruebas que ellos. Se justifica, desde este punto de vista, su desastrosa distinción entre la mecánica terrestre y la mecánica celeste. Los antiguos jónicos, por ignorar hasta el tamaño aproximado de los cuerpos celestes, sus distancias recíprocas y sus distancias a la Tierra, fueron incapaces de hacer un distingo real entre la astronomía y la meteorología; suponían que los cuerpos celestes eran pequeños en comparación con la Tierra. Dos siglos de aplicación de las matemáticas a la astronomía cambiarían todo esto. Casualmente, Aristóteles ya pudo hacer notar que: «La masa de la Tierra es infinitesinal en comparación con todo el universo que la rodea» (Metereología, 340 a).
Del mismo modo, mientras los jónicos podían sin temor inferir fenómenos celestes a partir de los que ocurrían en la tierra, Aristóteles sentía que ya no podía hacer lo mismo. «Es absurdo —dice— suponer mudanzas en el universo porque haya en la Tierra pequeños e insignificantes cambios, pues el tamaño de la Tierra es insignificante en relación con el universo todo» (Ibíd., 352a). Aristóteles pudo fundamentar así en descubrimientos astronómicos, entonces recientes, su incorrecta filosofía celeste. La ciencia no avanza siempre con el mismo ritmo, sino que, como los planetas, ora se apresura, ora se detiene, y aun a menudo parece volver atrás.
LA VISIÓN DEL ALMA Y LA DEL CUERPO
El segundo triunfo que debemos reconocer a los pensadores preplatónicos es el progreso realizado hacia la concepción de la ciencia positiva, así como también el haber iniciado una teoría correcta del papel desempeñado por la observación y la experimentación en la estructuración de esa ciencia. ¿Cuál fue la actitud de Platón ante esta nueva costumbre de interrogar a la naturaleza para arrebatarle sus secretos? En general, debemos admitir que se opuso a ella, y es frente a la astronomía y a la acústica cuando lo demostró más claramente. Analizaremos sucesivamente estos dos hechos.
En su diálogo Fedón, donde expone su teoría de la inmortalidad del alma, Platón hace decir a Sócrates: «Si alguna vez hemos de saber algo plenamente, debemos estar libres del cuerpo y contemplar la verdadera realidad sólo con la visión del alma… Mientras vivamos, estaremos más cerca del conocimiento si evitamos, en cuanto nos sea posible, el intercambio y la comunión con el cuerpo, excepto en lo que sea absolutamente necesario y no esté contaminado por su naturaleza. Mantengámonos libres de él hasta que Dios mismo nos libere».
Es indudable que Platón permitía que este deseo —ser libre del cuerpo y contemplar la verdadera realidad con los ojos del alma— influyera sobre su concepto de la investigación. Reprimió el impulso investigador en la física y anuló todo entusiasmo por la abstracción matemática. Platón era de aquellos que estaban preparados para escuchar a Parménides; como éste, desconfiaba del ojo ciego y del oído engañoso.
En La República (VII, 529, 530), refiriéndose a la astronomía, nos advierte que «el cielo tachonado de estrellas que contemplamos está forjado sobre un firmamento visible; por consiguiente, aun siendo la más hermosa y perfecta de las cosas visibles, debe ser necesariamente considerado muy inferior al movimiento puro de la celeridad absoluta y de la lentitud absoluta… Éstas han de ser aprehendidas por la razón y la inteligencia, y no por la vista… El cielo estrellado debe considerarse como modelo, con miras a un conocimiento más elevado…; pero un verdadero astrónomo no debe imaginar nunca que hayan de ser eternas y no sufran variaciones las proporciones del día y la noche, o de ambas con el mes, o de éste con el año, o de las estrellas a éstos o entre sí, o que cualquier otra cosa que sea material y visible pueda ser eterna e inmutable. Esto es absurdo, y es igualmente absurdo desvivirse por establecer su exacta verdad. En astronomía, como en geometría, debemos utilizar problemas, abandonar a los cielos, si queremos conducir el tema por su verdadera senda».
Su actitud frente a la acústica experimental es tan hostil como frente a la observación en astronomía. A continuación del pasaje sobre astronomía que acabamos de citar, pone en boca de Sócrates lo siguiente: «Los maestros de armonía comparan los sonidos y las consonancias que se oyen; su tarea es tan vana como la de los astrónomos. A lo que Glauco agrega: ¡Cielos! ¡Es tan divertido escucharlos hablar de las notas condensadas, como suelen llamarlas!… Ponen sus oídos junto a las cuerdas en toda su longitud, como quienes tratan de escuchar a través de una pared lo que ocurre en la casa vecina. Algunos dicen que distinguen una nota intermedia, y que han encontrado el intervalo menor, que debe ser la unidad de medida; otros insisten en que dos sonidos se han deslizado en uno: todos anteponen el oído a la comprensión».
Sócrates aprueba esto: «¿Te refieres a estos señores que golpean y torturan las cuerdas, y las despedazan en las clavijas de los instrumentos?… están tan equivocados como los astrónomos; investigan el número de las armonías que se oyen; pero nunca llegan al fondo de los problemas». Dos hechos se advierten en lo expuesto: en primer lugar, existía cierto grado de investigación sistemática; en segundo lugar, Platón estaba en completo desacuerdo con ello.
Nuevamente, como en la cuestión de revivir la le en la divinidad de los astros, Platón significa una reacción. Pero también, como lo hemos hecho antes, debemos decir algo en su descargo. Platón no aportó nada a la ciencia en cuanto a la observación y la experimentación; es dudoso que la matemática le deba algo. El juicio de Heath con respecto a sus conocimientos matemáticos es que «apenas si parece haber estado al día» (Ob. cit., pág. 294). Sin embargo, contribuyó a la filosofía de las matemáticas. Lo que más lo fascinó fue el significado de aquellas verdades matemáticas que parecen ser independientes de la experiencia. En La República (VI, 510), refiriéndose a los geómetras, dice que «éstos utilizan las figuras visibles y discurren sobre ellas. Al hacer esto no piensan en esas figuras sino en lo que representan; por eso el objeto de sus razonamientos es el cuadrado —o el diámetro— absoluto, y no el que dibujan». Al distinguir este tipo de conocimiento, del que parece ser dependiente por entero de la actividad sensorial, Platón hace una contribución fundamental a la epistemología. Esta preocupación suya debe justificar, si algo puede justificarla, su hostilidad hacia la geometría práctica en grado tal, que le hace considerar la simple construcción de figuras como esencialmente antagónica al verdadero estudio del tema.
FILOSOFÍA Y TÉCNICAS
Refiriéndose al tercer punto, es decir, a la conexión entre la filosofía y las técnicas, que tan fructífera se mostró en períodos anteriores, comprobamos que la contribución de Platón fue nula. Preocupado por problemas teológicos, metafísicos y políticos, y no creyendo en la posibilidad de una ciencia de la naturaleza, Platón apreció muy poco las vinculaciones entre el pensamiento griego y la práctica griega, que habían sido tan notables en épocas anteriores.
Estas vinculaciones fueron numerosas; la astronomía no fue, desde luego, considerada como una mera curiosidad, sino que se la estudió para resolver los muchos problemas que dependían de ella, y que Platón despreciaba: la relación exacta entre la duración del día y de la noche, de ambas con el mes y de los meses con el año. De la resolución de estos problemas dependía el mejoramiento del calendario; de esta mejora, el perfeccionamiento de la agricultura, la navegación y la conducción toda de los asuntos públicos. Tampoco tenía el estudio de la geometría, fuera de la Academia, el propósito único del bien del alma, sino que se la estudiaba en relación con la agrimensura, la navegación, la arquitectura y la ingeniería. La ciencia mecánica fue aplicada al teatro, a la guerra, a la construcción de diques y arsenales, a las canteras, y dondequiera que hubiese una construcción en marcha. La medicina fue un ejemplo notable de ciencia aplicada. Fue el estudio científico del hombre en su medio, con vistas a promover su bienestar. En cambio, el programa político propuesto por Platón en La República y en Las Leyes carece por completo de la comprensión del papel de la ciencia aplicada al mejoramiento del destino de la humanidad. En ambas obras se preocupa únicamente del problema del gobierno de los hombres, y nada dice del problema del control del medio material. Por eso, estos trabajos, si bien plenos de inventiva política, carecen de ciencia natural.
Platón lleva al extremo esta hostilidad o indiferencia hacia la ciencia implícita en las técnicas. Característica de los científicos jónicos fue la valoración de los grandes inventores como Anacarsis, quien inventó el fuelle y perfeccionó la construcción del ancla, o Glauco de Quíos, quien inventó el soldador. Ellos fueron ejemplo de inventiva humana en épocas anteriores; sin embargo, Platón (La República, X, 597) no creyó que un artesano pudiera crear algo. Debía esperar que Dios inventara su Idea o Forma. Así, Platón decía que un carpintero sólo podía hacer una cama fijando la visión de su alma en la Idea de la cama hecha por Dios. Teodoro de Samos, que inventó el nivel, el torno, la escuadra y la llave, era así despojado de su originalidad y de sus títulos de gloria; y Zópiro, inventor del gastrophetes —ballesta apoyada en el vientre— había robado la patente a Dios.
Los defensores de la moderna teoría de la evolución se encuentran confundidos ante las afirmaciones del Antiguo Testamento de que las diversas especies de plantas y animales, tales como hoy existen, fueron creadas por Dios. No menos confundidos se encontrarían los técnicos de la antigüedad de que se les dijera que debían esperar la iniciativa divina antes de crear o mejorar cualquier invento técnico, pues la etapa alcanzada por el desarrollo técnico formaba parte de un plan divino.
Platón fue aún más lejos en su desprecio por el valor intelectual del técnico. Éste no sólo fue despojado de su reputación de inventor, sino que se le negó que poseyera verdad científica alguna en el arte de la fabricación. Con un recurso ingenioso de sofisticación, Platón prueba en el mismo pasaje de La República que quien posee el verdadero conocimiento científico de una cosa no es quien la hace, sino quien la usa. El usufructuario, que es el único que posee la verdadera ciencia, debe impartirla al fabricante, para que éste tenga así «la correcta opinión».
Esta doctrina exalta la posición del consumidor en la sociedad y reduce la jerarquía del productor. La importancia política de esto, en una sociedad en la que había propietarios de esclavos, es evidente. A un esclavo que hace objetos no se le puede permitir que sea poseedor de una ciencia superior a la del amo que los utiliza. Esto constituye una barrera efectiva contra el avance técnico y contra la verdadera historia de la ciencia. Platón ha preparado el camino para la concepción grotescamente antihistórica, que fue más tarde corriente en la antigüedad, de que los filósofos habían sido los creadores de las técnicas, que luego enseñaron a los esclavos.
¿Por qué pensaba Platón de esta manera? Él fue uno de los mejores cerebros que la historia registra. ¿Por qué sus razonamientos conducen a veces a conclusiones tan equivocadas? No es difícil responder a estos interrogantes. Aunque será mejor analizado en el último capítulo de esta primera parte, es suficiente decir aquí que el pensamiento de Platón fue corrompido por su aquiescencia para con la sociedad esclavista en que vivía. Platón y Aristóteles se lamentaban de que aún hubiera libertad de trabajo. Aristóteles, en su Política (libro I, cap. XIII) hace notar «que el esclavo y su amo tienen una existencia en común, en tanto que el artesano mantiene una relación menos estrecha con el amo, y participa de la virtud sólo en la medida en que participa de la esclavitud».
Platón en sus Leyes (806 d) organiza la sociedad sobre la base de la esclavitud. Al hacerlo plantea un interrogante trascendental: «Hemos hecho excelentes arreglos para liberar a nuestros ciudadanos de la necesidad de realizar trabajos manuales. Las tareas de las artes y los oficios han sido delegadas en otros; la agricultura ha sido entregada a los esclavos a cambio de que nos garanticen una retribución suficiente para vivir de un modo acomodado y decoroso. ¿Cómo organizaremos ahora nuestra vida?». Cuestión más pertinente hubiera sido preguntarse: «¿Cómo reorganizará nuestro pensamiento esta nueva forma de vivir?». Pues esta nueva forma de vivir trajo una nueva forma de pensar, que, por otra parte, demostró ser enemiga de la ciencia. A partir de este momento resultó difícil sostener que el verdadero conocimiento podía ser alcanzado interrogando a la naturaleza, pues todos los instrumentos y procedimientos utilizados para someter la naturaleza a la voluntad del hombre eran de incumbencia de los esclavos, aunque así no lo reconociera la filosofía política de Platón y Aristóteles.
Hemos examinado los aspectos del platonismo que significaron una reacción contra la ciencia jónica; sin embargo, Platón tenía todavía una importante contribución que hacer en otro campo. Ya era vieja la cuestión de si la razón o los sentidos eran el verdadero camino hacia el conocimiento. Platón se había pronunciado categóricamente por la razón. Los hombres de ciencia estaban de acuerdo en que la razón no podia contribuir a nada sin la evidencia de los sentidos. Platón no podía eludir la discusión, y en dos diálogos: el Teeteto y el Sofista, su manera de tratar el tema arrojó resultados de importancia clásica.
En el primer diálogo, abandonando la actitud intransigente del Fedón, Platón está dispuesto a admitir que los datos de las sensaciones son los elementos materiales del conocimiento, pero insiste (como lo habían hecho otros autores anteriormente) en que la sensación no es en sí misma conocimiento. Analiza aquí el problema de modo más completo que sus predecesores, los médicos hipocráticos, cuyas opiniones hemos citado. Platón distingue claramente entre percepción sensorial y pensamiento, y enseña que el conocimiento es el resultado de la acción de éste sobre aquélla. Podemos transcribir sus propias palabras: «Las sensaciones simples, que alcanzan al alma a través del cuerpo, son dadas por la naturaleza al hombre y a los animales cuando nacen; pero sólo por la educación y la experiencia pueden ser lenta y laboriosamente interpretadas en toda su esencia y eficacia».
He aquí un pensamiento muy estimable y muy claramente explicado. Hasta puede argumentarse que Platón, si hubiera sido capaz de seguir la senda de su pensamiento hasta su lógica conclusión, hubiera encontrado que toda su filosofía se derrumbaba tan dramáticamente como el descubrimiento de la irracionalidad de √2 derrumbó la física de los números de los pitagóricos. Pues es evidente que si la fuente y el desarrollo del conocimiento son como Platón nos los describe, es decir, reflexión de simples sensaciones maduradas por la educación y la experiencia, entonces la conciencia humana es condicionada desde afuera, por la naturaleza y la sociedad, y no consiste en que el alma perciba las verdades eternas. Si Platón hubiera seguido esta línea de pensamiento, habría tenido que admitir con los jónicos lo que su fuero interno conocía con certeza: la vinculación entre la práctica y el conocimiento humano; en suma, que hubiera estado peligrosamente cerca de adoptar las opiniones de Demócrito. Pero ha llegado el momento de terminar con las especulaciones acerca de lo que Platón hubiera podido decir, y debemos ahora referir lo que realmente dijo.
Como ya hemos visto, Platón había llegado a la conclusión de que los sentidos eran órganos que permitían a la mente aprehender a la Naturaleza. Daremos a continuación, en forma condensada, los pasos ulteriores de su razonamiento: «No vemos con los ojos, sino a través de ellos; no oímos con los oídos, sino a través de ellos, y ninguno de los sentidos puede por sí solo distinguir entre su propia actividad y la de otro sentido»: concepción nueva y aguda de la que no se hace mención en los escritos hipocráticos. «Algo debe de existir que vincule a ambos sentidos, llámese alma o como se quiera, con lo cual percibimos verdaderamente todo lo que nos lleva a través de los sentidos. Es el alma —o psyche— la que nos informa un órgano sensorial, de las de otro».
Su contribución en este terreno es de gran importancia. Platón tenía aún otras por hacer. Señaló que tenemos otras actividades psíquicas que dependen menos directamente del estímulo sensible que las que acabamos de ver. Ellas son: el recuerdo, la esperanza, la imaginación y las actividades superiores de la mente, por las que captamos los argumentos matemáticos y lógicos, o concebimos ideas absolutas, tales como el Bien, la Belleza y la Verdad. No es necesario admitir el concepto de Platón de que esas facultades prueban la inmortalidad del alma y su independencia del cuerpo para reconocer que elevó el problema de la conciencia a un nivel más alto.
En el Sofista se insiste sobre la materialidad del alma. Se plantea a los materialistas este dilema: ¿admiten o no la existencia del alma, y que algunas almas son sensatas y buenas, en tanto que otras son torpes y malas? Si responden que sí, como deben hacerlo, tendrán que responder luego si esto no implica que la sensatez y las demás virtudes son algo, y si son cosas que pueden ser vistas o tocadas. Pueden tratar de salvarse diciendo que el alma es una cualidad del cuerpo, pero les será difícil sostener que la sabiduría sea una cualidad del cuerpo. Si se los lleva a admitir que algo puede ser, sin corpóreo, la cuestión está ganada.
No podemos insistir más en esta primera etapa de la controversia ya antigua de la naturaleza del alma, pero es oportuno agregar que conocemos la respuesta que dieron los materialistas. Los epicúreos nos la han legado. Dijeron: sí, admitimos, por supuesto, la existencia del alma, de la mente y de las virtudes y defectos. Negamos solamente su existencia extraña a toda estructura física y fisiológica y «distante del cuerpo y de la sangre». (Lucrecio, III, 788-9).
En conclusión, Platón no sólo no hizo aporte alguno a la ciencia positiva, sino que contribuyó a desalentarla. Esto no significa que no hiciera aportes al pensamiento. Fomentó el estudio de la matemática, elemento esencial de la concepción científica moderna. Desarrolló el estudio de la lógica más que todos los pensadores que le procedieron. Su crítica al papel de la percepción sensorial y de la mente en el proceso del conocimiento de lo exterior, hizo época.
La fundación de la Academia fue una contribución notable a la concepción de la ciencia como esfuerzo organizado y cooperativo. Su larga serie de diálogos, que abarcan variados aspectos de la vida y del pensamiento humano, con lengua je tan sutil y potente, constituye un legado imperecedero para la humanidad. Los errores de su manera de pensar los comprenderemos mejor y los juzgaremos con más acierto cuando advirtamos en ellos los errores de la época, pues lo más estimable y lo primordial en Platón fue su esfuerzo por pensar como ciudadano, bien que como ciudadano reaccionario de una sociedad decadente. Su sentido de las proyecciones sociales y políticas del pensamiento humano en todas las cuestiones terrenales es lo que refuerza su pensamiento, al par que le da vida, complejidad, pasión y peso. Cuando vemos que él, que estaba dotado de tan luminosa mentalidad, contribuyó a oscurecer el conocimiento de la época, advertimos en sus crisis personal la crisis de la sociedad antigua. Le faltó la serenidad de la época anterior, cuando pensar significaba prever progresos para la humanidad. Cuando miraba al futuro sentía miedo, pero no estaba por encima del conflicto. Distaba mucho de ser el filósofo puro que sus defensores contemporáneos nos presentan, ajeno a toda consideración de lugar y tiempo. En verdad, sólo merced a su compenetración con los problemas políticos pudo aportar una importante contribución a nuestro conocimiento de las condiciones de trabajo en el mundo griego de su tiempo. En varios de los pasajes suyos que hemos citado es posible advertir su preocupación por la organización del proceso laboral. Tan notable es su interés, que Glotz (Ancient Greece at Work, Londres, 1926, pág. 220) ha podido sostener con cierto fundamento que el genio de Platón proporcionó a las ciencias económicas, por primera vez, una teoría de la división del trabajo.
P.-M. Schuhl (Remarques sur Platón et la Technique en Estudios de Historia de la Filosofía, Fasc. I, Tucumán, 1957 pp. 227-33) va incluso más lejos. Documenta la infatigable curiosidad de Platón por las técnicas y su capacidad para analizarlas y reivindica a Platón como fundador real —o, al menos, precursor— de la tecnología. Creo que todo esto es cierto. Pero, tal como el mismo Schuhl aceptaría, esto no altera el hecho de que la teoría de Platón sobre la división del trabajo implicaba la negación de la ciudadanía al artesano. Ésta es una especialización funcional de desastrosas consecuencias para la democracia y para la ciencia.
NOTA BIBLIOGRÁFICA

Ver también P.-M. Schuhl, Máchinisme et philosophie, 2.ª ed., París 1947; y Formation de la pensée grecque, 2.ª ed., París, 1949.

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