Las divisiones cronológicas de los movimientos históricos pueden tener
algo de arbitrario, pero al comienzo ayudan a recordar. Proporcionan una
especie de andamiaje dentro del cual ha de levantarse el edificio. Digamos
entonces que la historia de la ciencia griega abarca alrededor de novecientos
años y puede dividirse en tres partes, de unos trescientos años cada una. El
primer período —el más original y el más fértil en creaciones— se extiende
desde el año 600 a. C. hasta la muerte de Aristóteles en 322 a. C. El segundo,
desde la fundación de Alejandría hasta completarse la conquista romana del
Oriente, hacia el comienzo de la Era Cristiana. El tercero comprende los
primeros tres siglos del Imperio Romano.
De estos 900 años, los primeros 300 son los más importantes, y los
últimos los menos. Dentro de estas divisiones, los años más fundamentales son:
1) el período 600-400 a. C., cuando por primera vez en la historia se contempla
al mundo y a la sociedad con criterio científico; y 2) el período 320-120 a.
C., cuando bajo la influencia de los Tolomeos se constituyeron algunas ramas de
la ciencia, en lo que a grandes rasgos podría llamarse sus bases presentes. El
primero de estos períodos ha sido llamado por Heidel la edad Heroica. El último
podría llamarse la «Era del Libro de Texto». El período intermedio, desde el
400 al 320 a. C., que comprende las actividades de Platón y Aristóteles, es
notable por el desarrollo de la filosofía. Se creó la terminología lógica sin
la cual no hubieran podido escribirse los libros de texto más importantes de la
era posterior.
El hecho original del comienzo de la ciencia griega es que nos ofrece
por primera vez en la historia el intento de brindarnos una interpretación
puramente naturalista del universo como un todo. La cosmología desplaza a los
mitos. Los antiguos imperios del Cercano Oriente habían creado y conservado un
conjunto de técnicas industriales y agrícolas altamente evolucionadas; habían
elevado el nivel del desenvolvimiento teórico y de la sistematización de
algunas ciencias oficialmente reconocidas, tales como la astronomía, las
matemáticas y la medicina; pero no tenemos pruebas de ningún intento de
encontrar una explicación naturalista del universo como un todo. Hay una
mitología oficial transmitida por corporaciones de sacerdotes, y conservada
religiosamente en aparatosos ceremoniales, para dar a entender cómo las cosas
habían llegado a ser lo que eran. Los pensadores individuales no parecen haber
ofrecido bajo sus nombres una doctrina racional en sustitución de ésa.
Esta etapa de la ciencia corresponde en general al período de
desenvolvimiento social de los imperios antiguos. En aquellas civilizaciones de
los valles, la vida dependía del abastecimiento artificial del agua. Los
gobiernos centralizados comenzaron controlando vastas áreas con autoridad
absoluta, con plenos poderes para dar o retener el agua. Obras gigantescas de
ladrillo o de piedra dan prueba de la facultad de los gobiernos para dirigir
los esfuerzos conjuntos de las multitudes. Ziggurats, pirámides, templos,
palacios y estatuas colosales —moradas, tumbas e imágenes de reyes y dioses—
nos advierten del sentido de organización de los poderosos, de la habilidad
técnica de los humildes y de las supersticiones en que se basaba la
organización social. La astronomía era necesaria para regular el calendario; la
geometría, para medir los campos; la aritmética y el sistema de pesas y
medidas, para cobrar los impuestos. La medicina tenía sus usos evidentes.
También, según es fácil ver, los tenía la superstición, ya que hasta pudo ser
obstáculo para el advenimiento de la cosmología científica. Un sofista griego
del siglo IV a. C. estudió la religión oficial de Egipto y descubrió su
función social. Vio que los legisladores egipcios habían establecido muchas
supersticiones despreciables, primero «porque consideraban adecuado acostumbrar
a las masas a obedecer cualquier orden que les dieran los superiores», y
segundo, «porque juzgaban que podrían confiar en que aquellos que ponían de
manifiesto su religiosidad acatarían igualmente las leyes en todos los casos»
(ISÓCRATES, Busiris).
No era ésta una organización social en la cual pudieran sentirse alentados a
progresar quienes tuvieran un concepto racional del mundo y de la vida humana.
EL DESPERTAR JÓNICO - LA ESCUELA DE
MILETO Y HERÁCLITO
En Jonia, en la costa egea de Anatolia, en el siglo VI, las condiciones eran muy diferentes. El poder político hallábase en
manos de una aristocracia mercantil que estaba seriamente empeñada en promover
el rápido desarrollo de la técnica, de la que dependía su prosperidad. La
institución de la esclavitud no había alcanzado aún tal desarrollo que
justificara el que las clases dirigentes despreciaran las técnicas. El
conocimiento era todavía práctico y fructífero. Mileto, cuna de la filosofía
natural, era la ciudad más adelantada del mundo griego. Era la capital de un
gran número de colonias del mar Negro; su comercio, que hizo posible el
intercambio de sus productos con los de otros países, se extendía por todo el
Mediterráneo,[1] estaba en contacto
por tierra con la civilización aún próspera de la Mesopotamia y con Egipto por
mar. La información que poseemos nos demuestra que los primeros filósofos
fueron hombres activos, que se interesaban en las cosas que se podían encontrar
en una ciudad así. Todo lo que sabemos de ellos confirma la impresión de que el
alcance de sus ideas y las formas de pensamiento que aplicaban a la
especulación sobre la naturaleza de las cosas eran, en general, las que por su
interés activo habían extraído de las cuestiones prácticas. No eran reclusos
empeñados en elucubrar cuestiones abstractas, no eran «contempladores de la
naturaleza» —sea esto lo que fuere—, sino hombres prácticos, activos. La
novedad de su filosofía residía en el hecho de que cuando analizaban la razón
de las cosas lo hacían a la luz de las experiencias cotidianas, sin considerar
antiguos mitos. Su libertad de toda dependencia de explicaciones mitológicas se
debía a que la estructura política relativamente simple de sus florecientes
ciudades no les había impuesto la necesidad de gobernarse por supersticiones
como en los imperios primitivos.
Tales, el primero de los filósofos de Mileto, visitó Egipto por razones
comerciales y volvió de allí trayendo conocimientos de geometría. Encontró
nuevas aplicaciones para la técnica que los egipcios habían elaborado para
medir los campos. Por medio de un sistema de triángulos semejantes concibió un
método para determinar la distancia entre los barcos y la costa. Se dice que
tomó de los fenicios algunos adelantos en el arte de navegar guiándose por las
estrellas. Con ayuda de las tablas astronómicas babilonias predijo un eclipse
de sol en el año 585 a. C. Se dice de él que también superó la geometría de los
egipcios por la razón muy importante que comprendió mejor que ellos la
naturaleza de las demostraciones generales. No sólo sabía que el círculo es
bisecado por el diámetro, sino que lo demostró. Su doble prestigio como
filósofo y comerciante se reveló en el hecho de que, acusado de falta de
sentido práctico, confundió a sus críticos haciendo una fortuna con el aceite
de oliva.
La fama de Tales, sin embargo, no reside en sus conocimientos de
geometría, ni en su capacidad para los negocios, sino en su visión más sensata
del mundo. Los egipcios y los babilonios tuvieron viejas cosmogonías —parte de
su tradición religiosa— que referían el origen del mundo. Como la tierra que
ocupaban ambos países había sido ganada en denodada lucha contra la naturaleza
desecando los pantanos ribereños, es muy natural que sus cosmogonías encerraran
la idea de una desproporcionada existencia de agua; y que el principio de todas
las cosas, como quiera que al hombre se vinculara, fue cuando algún ser divino
pronunció: Que
aparezca la tierra seca.
El nombre del creador babilonio fue Marduk. En una de sus leyendas se
dice: «Todas las tierras eran mar… Marduk tejió una estera de juncos sobre la
superficie de las aguas; hizo el polvo y lo acumuló sobre la estera».
Tales se limitó a dejar de lado a Marduk. Es verdad que también afirmó
que al principio todo fue agua, pero pensó que la tierra y todo lo demás, por
un proceso natural como la sedimentación del delta del Nilo, habíase formado
del agua. Los griegos posteriores hicieron una descripción erudita de la
novedad de esta concepción.
Llamaron a los antiguos jonios hilozoístas, es decir, los que
piensan que la materia vive; o, lo que es lo mismo, que no creían que la vida
—o alma— entrara en el mundo desde afuera, sino que lo que llamamos vida —o
alma— o la causa del movimiento de las cosas era consustancial con la materia,
y constituía su propia manifestación.
En el concepto general que Tales tenía de las cosas, la Tierra era un
disco plano que flotaba en el agua; había aguas encima y a nuestro alrededor.
(¿De dónde, si no, vendría la lluvia?); el Sol, la Luna y las estrellas eran
vapor en estado de incandescencia, y navegaban por el firmamento gaseoso encima
de nosotros, para luego dar la vuelta por este mismo mar en que la Tierra
flotaba hasta alcanzar su punto de partida en Levante.
Es un comienzo admirable, cuyo rasgo característico es el de reunir
cierto número de observaciones en una concepción coherente, sin admitir a Marduk.
Esta especulación naturalista, una vez comenzada, hizo rápidos
progresos, Anaximandro —segundo nombre de la filosofía europea y también
natural de Mileto— logró una concepción del universo mucho más perfecta,
fundada en mayor número de observaciones y más profunda meditación. Como en el
caso de Tales, la observación y la meditación fueron originariamente dirigidas
hacia las técnicas y los fenómenos de la Naturaleza, que se interpretaron a la
luz de las ideas nacidas de ellos. He aquí su idea general de cómo las cosas
habían llegado a ser lo que eran: en un tiempo, los cuatro elementos que forman
el mundo estaban dispuestos en forma estratificada; la tierra, que es la más
pesada, en el centro; el agua, cubriéndola; la niebla sobre el agua, y el fuego
envolviéndolo todo. El fuego, al calentar el agua la evaporó, haciendo aparecer
la tierra seca. Aumentó el volumen de la niebla; la presión creció hasta el
límite. Las ardientes capas del universo estallaron y tomaron la forma de
ruedas ígneas, que envueltas en tubos de niebla giraron en torno a la tierra y
el mar. Éste es el modelo funcional del universo. Los cuerpos celestes que vemos
son agujeros en los tubos, a través de los cuales brilla el fuego encerrado, y
los eclipses son obturaciones parciales o totales de los agujeros.
Esta fascinante cosmología, si bien tiene reminiscencias de la
alfarería, la herrería y la cocina, no deja en absoluto lugar para Marduk. Aun
el hombre se explica sin su ayuda. Anaximandro pensaba que el pez, como forma
de vida, precedió a los animales terrestres, y que por eso el hombre debió ser
pez antes. Cuando apareció la tierra seca, algunos peces se adaptaron a la vida
terrestre.
Este gran pensador realizó también notables progresos en lógica.
Rebatió las ideas de Tales, de que todo fuera agua. ¿Por qué no tierra, niebla
o fuego?, ya que éstos se transmutan entre sí. Es preferible decir que los
cuatro son formas de una sustancia indeterminada común a todos ellos. También
señaló la ingenuidad de suponer que la tierra se apoye en el agua. Y, entonces,
¿en qué se apoya el agua? Mejor es decir que el mundo está suspendido en el
espacio, donde se sostiene «por su equidistancia a todas las cosas».
El tercer pensador, Anaxímenes —último de los de Mileto— se inclinó a
considerar a la niebla como la forma original de las cosas. Esto parece un paso
atrás, pero, en verdad, él tenía algo muy importante que decir. Sustentó la
idea de que todo era niebla, pero más dura o más pesada a medida que se
acumulaba en mayor cantidad en un espacio dado. A juzgar por su terminología,
la idea le fue sugerida por el proceso de fabricación mediante presión del
fieltro, y confirmada por la observación del proceso de evaporación y
condensación de los líquidos.
Sus palabras claves son rarefacción y condensación. La niebla rarificada es el
fuego. La niebla condensada se hace primero agua, y luego tierra. También pensó
que la rarefacción iba acompañada de calor y la condensación de frío. Lo
«demostró» con un experimento, que no debemos tomar al pie de la letra: abrid
la boca y soplad sobre vuestras manos. El vapor «rarificado» sale caliente.
Ahora juntad vuestros labios y emitid un chorro delgado de vapor «condensado»;
observad qué frío es. Él no conocía la verdadera explicación de este fenómeno.
¿La conocéis vosotros?
Obsérvese, al seguir a estos pensadores, que su lógica, sus ideas y su
capacidad de abstracción aumentan a medida que profundizan el problema. Cuando
Tales redujo las múltiples apariencias de las cosas a un principio fundamental,
esto constituyó una gran conquista del pensamiento humano. Otro gran paso lo
dio Anaximandro al elegir como principio fundamental, no una forma visible de
las cosas, como podía serlo el agua, sino un concepto: lo indeterminado.
Pero Anaxímenes no estaba satisfecho. Cuando Anaximandro trató de
explicar cómo surgen de lo indeterminado cosas diferentes, dio una versión que
no era más que una metáfora. Dijo que se trataba de un proceso de
«diferenciación». Anaxímenes pensó que se necesitaba algo más y aportó las
ideas complementarias de la rarefacción y la condensación para explicar cómo
los cambios cuantitativos pueden determinar cambios cualitativos. Éste fue un
nuevo progreso. Proporcionó una explicación posible del modo por el que una
sustancia fundamental puede existir en cuatro estados diferentes. Pero algo
faltaba todavía: una explicación de por qué las cosas no habían de permanecer
como estaban, en lugar de verse sometidas a perpetuos cambios. Los pensadores
de Mileto no supieron responder a esta pregunta, que llamó profundamente la
atención de un pensador solitario de otra ciudad jónica: Heráclito de Éfeso.
LA INFLUENCIA DE LAS
TÉCNICAS
Así como Anaxímenes eligió a la niebla como principio fundamental,
Heráclito eligió al fuego. Fue el filósofo del cambio. Su doctrina está
condensada en la frase todo
fluye. Tal vez su elección del fuego no obedeció a que éste sea
el menos estable de los elementos, como suele decirse, sino a que es el agente
activo que provoca los cambios en tantos procesos técnicos y naturales.
Fue más importante todavía su idea de la tensión, para explicar la
relativa estabilidad y la fundamental inestabilidad de las cosas. Es una de las
ideas más ricas y fecundas de los filósofos antiguos, no menos significativa si
recordamos que también ella tuvo su origen en las técnicas de la época. La
doctrina de la tensión
opuesta, aplicada por Heráclito a la interpretación de la
Naturaleza, derivóse (como él mismo dice) de la observación del estado de las
cuerdas del arco y de la lira. Según Heráclito, hay en las cosas una fuerza que
las impulsa a ascender hacia el fuego, y una fuerza opuesta que las mueve a
descender hacia la tierra. La existencia de materia en cada estado particular
es la consecuencia del equilibrio de las fuerzas opuestas o sea de la tensión.
Aun en las cosas más estables en apariencia, pugnan las fuerzas opuestas, y la
estabilidad es sólo relativa. Toda fuerza está siempre dominando sobre otra. La
Naturaleza en conjunto está o ascendiendo hacia el fuego o descendiendo hacia
la tierra. Su existencia es un eterno oscilar entre esos dos extremos.
Es harto peligroso, al discutir a estos pensadores antiguos, tratar de
encontrar en ellos significados de épocas más modernas. Siempre debe tenerse
presente que nada conocían de cuanto la ciencia ha aportado al conocimiento, ni
del perfeccionamiento de las ideas logrado a través de siglos de investigación
filosófica.
Tal como en el mundo de la Naturaleza, en el mundo del pensamiento
«todo fluye». Las mismas palabras con que expresamos las opiniones de Heráclito
están cargadas de significaciones desconocidas para él. Supone un gran esfuerzo
de imaginación e investigación histórica retroceder al modo de pensar de este
gran filósofo cuando creía haber resuelto el enigma del universo diciendo que
había en las cosas una tensión «como en el arco y en la lira». Si es peligroso
exagerar su importancia, no lo es menos subestimar a estas filosofías antiguas.
El juicio de Brunet y Mieli (Histoire des Sciences. Antiquité, pág. 114), todavía
valioso por su evidencia, es digno de citarse. «Estos filósofos son, según la
precisa calificación de la Antigüedad, physiologoi, es decir:
observadores de la Naturaleza. Observan los fenómenos que se ofrecen a sus ojos
y, dejando de lado toda intervención sobrenatural o mística, se esfuerzan por
darles una explicación estrictamente natural. En este sentido y por su
repugnancia respecto a toda intervención mágica, dan el paso decisivo hacia la
ciencia y marcan el comienzo —por lo menos el comienzo consciente y
sistemático— de un método positivo aplicado a la interpretación de los
fenómenos de la Naturaleza».
Este juicio merece citarse, pero debe ser complementado. Los filósofos
de Mileto no fueron meros observadores de la Naturaleza, sino observadores
cuyos ojos habían sido educados, cuya atención había sido dirigida y cuya
selección de esos fenómenos que había que observar, había sido condicionada por
su familiaridad con cierto orden de técnicas. La novedad de su manera de pensar
sólo se explica negativamente, por su desprecio de toda intervención
sobrenatural o mística, pero lo fundamental en ella es su contenido positivo. Y
ese contenido positivo fue extraído de las técnicas de la época.
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