domingo, 24 de diciembre de 2017

Benjamin Ferrington.-La ciencia griega CAPÍTULO I LA DEUDA DE LA CIENCIA GRIEGA CON LAS CIVILIZACIONES MÁS ANTIGUAS DEL CERCANO ORIENTE

Es cierto que la ciencia griega, al igual que la civilización griega en su conjunto, debió mucho a las civilizaciones más antiguas del Cercano Oriente. Es igualmente cierto que la ciencia griega se abrió por sí sola nuevos caminos. ¿Qué tomó prestado y qué creó? Es éste un problema respecto al cual el conocimiento va progresando y la opinión va modificándose.
Solía creerse, por ejemplo, y se trata de una opinión persistente, que los griegos diferían de todos los demás pueblos de la antigüedad por su capacidad para el pensamiento racional. En su obra clásica (Greek Mathematics, Oxford, 1921, vol. I, págs. 3-6) Sir Thomas Heath se pregunta: «¿Qué aptitud especial tenían los griegos para la matemática?», y sin vacilar se da la respuesta: «La respuesta a esta pregunta es que su genio matemático era simplemente un aspecto de su genio filosófico… Los griegos, más que cualquier otro pueblo de la antigüedad, poseían el amor al conocimiento por sí mismo… Más esencial aún es el hecho de que los griegos eran una raza de pensadores».
Esta opinión nos parece ahora inaceptable. Ello ocurre en parte porque hemos contraído aversión a explicar las características mentales por circunstancias raciales, y porque, en todo caso, los griegos no eran una raza, sino un pueblo de ascendencia mixta. Pero también es por los progresos decisivos en el dominio de la historia de las ideas. Tal vez sean las erróneas opiniones sobre la historia de la astrología lo que más ha contribuido a fomentar la noción del contraste entre el Oriente supersticioso y los racionales griegos. Se nos ofrecía el panorama de esta milenaria superstición caldea, contenida por el racionalismo griego y el recio sentido común de Roma, hasta que, con el alud de los pueblos orientales, el Orontes desembocó en el Tíber y las claras perspectivas del paisaje clásico quedaron sumergidas en el lodo oriental. Pero ahora se sabe con certeza que esa descripción de la astrología no es exacta. Es verdad que existió una simple y primitiva astrología babilónica, que trataba de predecir las inundaciones, sequías, enfermedades y guerras, o sea acontecimientos que afectaban al país o al rey, pero no a individuos ordinarios. Pero la astrología que consiste en la preparación de horóscopos y que liga la suerte de los individuos a los astros —que es lo que por ella entendemos hoy— parece haber sido un producto de la ciencia alejandrina, y haber sido desconocida en Egipto antes de que los griegos macedonios gobernaran el país. (MARTIN P. NILSSON, The Rise of Astrology in the Hellenistic Age, Lund, 1943). Este ejemplo nos aconseja ser cautos en nuestra aceptación de las opiniones tradicionales respecto a la relación de Grecia con las civilizaciones prehelénicas.
Por civilizaciones prehelénicas entendemos en primer término las que florecieron en las tres grandes cuencas del Nilo, el Tigris y el Éufrates, y el Indo. Hacia el año 3000 a. C. esas culturas no sólo estaban técnicamente adelantadas, sino que también poseían literaturas escritas. Por el momento podemos dejar de lado el valle del Indo, pues su escritura aún no ha sido descifrada. Pero mucho es lo que se ha hecho por averiguar la influencia ejercida sobre los griegos por las técnicas y la ciencia escrita de Egipto y de Mesopotamia. Ambas eran importantes, pero la influencia de la última fue probablemente mayor. Ello sucede en parte porque el registro de sus realizaciones científicas es más notable (O. NEUGEBAUER, The Exact Sciences in Antiquity, Copenhague, Princeton, Londres, 1951, pág. 86) pero también a consecuencia de los diferentes destinos de aquellos dos centros de civilización. Egipto había entrado en un período de decadencia hacia el año 1000 a. de C.; pero Babilonia, bajo los asirios, los persas, y los griegos de Macedonia, experimentó diversos resurgimientos tanto de su poder político como de su genio creador durante el último milenio de la era pagana. Su cultura siguió manteniendo su carácter étnico y continuó su activo crecimiento durante 1000 años después del colapso de Egipto, y así se convirtió en contemporánea y rival de la cultura de los griegos. Las ciudades griegas que se extendían a lo largo de la costa del Asia Menor estuvieron así en contacto con la más activa de las dos antiguas culturas del Cercano Oriente (CONTENAU, La Médecine en Assyrie et en Babylonie, París, 1938).
Pero debemos también recordar que Egipto y Babilonia influyeron sobre Grecia a través de las muchas culturas derivadas en la zona oriental del Mediterráneo. Sólo podemos mencionar aquí algunas de las muchas culturas que mediaron entre el antiguo Oriente y Grecia. La grácil cultura minoica de Creta, bien conocida por sus vestigios materiales, será aún mejor conocida cuando se logre interpretar su escritura, tarea que está teniendo sus primeros éxitos. A los hititas se debió el descubrimiento de la técnica de la fundición del hierro, invención que hizo literalmente época, hasta tal punto que la ciencia moderna se contenta aún con emplear los términos de Edad de Bronce y Edad de Hierro para señalar etapas definidas del desarrollo social. En lugar de buscar explicaciones raciales del carácter mental de los griegos, sería más adecuado que las concepciones históricas modernas reflejaran el hecho de que la civilización griega, incluyendo su ciencia, es esencialmente una civilización de la Edad de Hierro, y no de la Edad de Bronce. Su tipo de democracia no podría haber existido sin el uso mucho más amplio de las herramientas y de las armas de hierro, posibilitado por la técnica de la fundición de ese metal. También debemos mencionar a los fenicios, los inventores del alfabeto fonético. Hay pruebas de que fue en Mileto, hacia el año 800 a. C., donde el alfabeto fue adaptado al idioma griego. Esta invención democratizó el alfabetismo, aboliendo el pesado aprendizaje mediante el cual los escribas de las civilizaciones anteriores adquirían el dominio de la escritura jeroglífica o de la cuneiforme. La democracia griega no podría haber existido sin ello. Finalmente, mencionaremos a los hebreos, cuya literatura, la más seria rival de la griega, sigue siendo prueba perpetua de que no sólo los griegos pudieron dar forma literaria a concepciones vitales aún para el mundo presente.
Volvamos ahora a la cuestión de la deuda de la ciencia griega con las civilizaciones más antiguas, para darle, si nos es posible, una formulación más actual. Así la ofrecía en 1927 el excelente historiador francés Arnold Reymond (Science in Greco-Roman Antiquity, Methuen): «Comparada con el conocimiento empírico y fragmentario que los pueblos del Oriente habían reunido laboriosamente durante largos siglos, la ciencia griega constituye un verdadero milagro. Allí, por primera vez, la mente humana concibió la posibilidad de establecer un número limitado de principios, y de deducir de ellos una cantidad de verdades, que son su rigurosa consecuencia». Estas palabras representan bastante bien el estado del conocimiento hace un cuarto de siglo y contienen aún una gran dosis de verdad, pero parecen requerir algunas correcciones.
En primer lugar, hoy se presta más atención a la ciencia implícita en las técnicas, como veremos en seguida. En segundo lugar, el progreso en la interpretación de los escritos científicos de las civilizaciones más antiguas ha llegado hasta el punto de abolir la pretensión griega de prioridad o de singularidad en la creación de la ciencia teórica abstracta; y ahora, en lugar de poner a las antiguas civilizaciones la mala nota de haber «reunido laboriosamente» su saber apenas científico «durante largos siglos», estamos más inclinados a recordar que en ciencia los primeros pasos son los más difíciles. Es por ello que contemplamos con real asombro las realizaciones de los babilonios en matemática y en astronomía matemática. Está claro, incluso a partir de las lamentablemente pocas tablillas que hasta ahora han sido interpretadas, que antes del año 1500 a. C. se habían elaborado procedimientos aritméticos avanzados, y se habían planteado y afrontado los problemas de modo tal que sugiere irresistiblemente que en el esfuerzo por superar sus dificultades prácticas se había suscitado una curiosidad intelectual estrictamente científica. Nuestro conocimiento de la historia de la ciencia babilónica es, por desgracia, muy fragmentario. Pero cuando unos mil años después vuelve a encontrarse la pista, resulta que esos procedimientos matemáticos habían sido aplicados a la creación de una astronomía matemática que no sólo fue adoptada por los griegos y empleada para completar su propia y brillante creación de la astronomía geométrica, sino que hacia el año 300 a. C. había alcanzado el mismo nivel que tiene con Tolomeo en el Almagesto, en el siglo II d. C.
Por lo que hasta ahora sabemos de la ciencia prehelénica, esta astronomía aritmética de los babilonios tiene el mejor título para la categoría de ciencia exacta. Pero sería erróneo pasar por alto ciencias de clasificación tales como la petrología y la mineralogía, de las cuales hay pruebas tanto en Babilonia como en Egipto, que surgieron en relación con las actividades prácticas de la minería y la metalurgia. Tampoco debemos olvidar la medicina y la cirugía de los egipcios, tal como las revela el papiro de Edwin Smith, ni el calendario egipcio, que ha sido calificado como el único calendario inteligente en la historia humana, ni los muy elaborados sistemas de pesas y medidas que empleaban tanto los egipcios como los babilonios. En resumen, aunque los métodos de transmisión requieren mayor elucidación, nos guiamos por el conocimiento actual cuando decimos que los griegos debieron a las civilizaciones más antiguas no sólo técnicas, sino también un cuerpo considerable de conocimientos científicos. Podemos preguntarnos, pues, si cabe seguir considerando a los griegos como un pueblo que dedujo, de los conceptos más empíricos y fragmentarios de los pueblos orientales, un cuerpo científico rigurosamente lógico. La enciclopedia de las ciencias constituida hacia la era alejandrina fue, con todas sus limitaciones, mucho más allá de cuanto había existido anteriormente, y continuó sin rival hasta tiempos modernos. Pero al comparar las realizaciones de los griegos con las de sus predecesores sería bueno no describir como diferencia cualitativa lo que después de todo no es sino una diferencia de grado; ni deberíamos describir como milagro lo que no es sino una brillante fase en un desarrollo histórico concatenado.
TECNOLOGÍA Y CIENCIA
Hasta ahora nos hemos venido ocupando principalmente del aspecto teórico de la ciencia. Pero es necesario contemplar a ésta también desde su lado más práctico. J. G. Crowther en su obra Social Relations of Science define la ciencia como «el sistema de conducta mediante el cual el hombre adquiere el dominio de su medio ambiente». Éste es también un enfoque útil, y aquí la tendencia ha sido la de subestimar en lugar de exagerar la originalidad y la capacidad de los griegos. Muchos autores modernos, desorientados sin duda por lo que han dicho algunos de los propios griegos de la antigüedad, han sumado al orgullo por el brillo teórico de la ciencia griega la voluntad de ignorar o negar sus triunfos prácticos. De ello ha resultado una imagen deformada, cuya corrección es uno de los propósitos de este libro.
La ciencia, sea cual fuere su desarrollo ulterior, tiene su origen en las técnicas, artes y oficios, y en las varias actividades a las que el hombre se entrega en cuerpo y alma. Su fuente es la experiencia; sus fines, prácticos, y su única justificación, la utilidad. La ciencia progresa en contacto con las cosas; depende de la evidencia de los sentidos, y —aun cuando parezca algunas veces alejarse de ellos— siempre a éstos ha de retroceder. Exige lógica y la elaboración de la teoría, pero la más estricta lógica y la más excelente teoría deben ser probadas en la práctica. La ciencia en su aspecto práctico es la base necesaria para la ciencia abstracta y especulativa.
De lo expuesto se deduce que la ciencia avanza en estrecha relación con el progreso social del hombre y se hace más consciente a medida que el modo total de vivir del hombre se hace más intencional. Quien recoge alimentos adquiere una forma de conocimiento de cuanto lo rodea; quien los produce, otra. Este último es más activo e intencionado en sus relaciones con la madre tierra. A mayor dominio del ambiente, mayor productividad, lo que a su vez provoca cambios sociales. La ciencia de una sociedad gentil o tribal no puede ser igual a la ciencia de una sociedad política. La división del trabajo influye en el progreso de la ciencia. El advenimiento de una clase ociosa proporciona la oportunidad para reflexionar y elaborar teorías. También permite teorizar sin tener en cuenta los hechos. Además, con la evolución de las clases, aparece la necesidad de una nueva clase de «ciencia» que podríamos definir como «el modo de proceder mediante el cual el hombre adquiere dominio sobre el hombre». Cuando la tarea de dominar a los hombres constituye la preocupación de la clase dirigente y la de dominar a la naturaleza la tarea forzosa de otra clase, la ciencia toma un rumbo nuevo y peligroso.
Para comprender plenamente el desarrollo científico de una sociedad cualquiera debemos tener presente el grado de su progreso material y de su estructura política. La ciencia in vacuo no existe. Existe, sí, la ciencia de una sociedad determinada, en lugar y época determinados. Sólo puede encararse la historia de la ciencia en función de la vida social en conjunto. En consecuencia, para alcanzar una concepción histórica de la ciencia de Grecia, debemos comprender algo de la evolución previa de su sociedad, desde el punto de vista del progreso técnico y de la estructura política. Tal es el propósito de este capítulo.
Se supone que el hombre se ha desarrollado por evolución a partir del estado animal desde hace unos dos millones de años. Durante la mayor parte de este tiempo (digamos 1.950.000 años) se dedicó a proveerse de herramientas con las que empezó a cooperar con la naturaleza para mantenerse, en vez de subsistir gracias a su generosidad, como otras criaturas. Después, hace 50.000 años, el hombre se proveyó de otras herramientas, esto es, el habla totalmente articulada y la capacidad de pensamiento conceptual. El homo faber se convirtió en homo sapiens. En esta fase se hizo capaz de distinguirse a sí mismo del resto de la naturaleza, con lo que pudo concebirse como colaborador de la misma. Esta colaboración es el tema fundamental de la ciencia: la historia de la ciencia es el registro de la comprensión progresiva de esta colaboración. Para nosotros comienza con la invención de la escritura hace unos 5 o 6.000 años.
Los utensilios más antiguos que se conservan, usados por el hombre para dominar el ambiente, son herramientas de piedra. De éstas deducen los expertos la capacidad intelectual y el progreso embrionario del hombre, aun en la Edad de Piedra. El crecimiento de la habilidad manual —que es por sí misma una forma de inteligencia— se ve en el perfeccionamiento de los utensilios.
Se advierte el progreso intelectual en la creciente capacitación para elegir entre las diferentes clases de piedra. No faltan evidencias de acumulación y previsión. El hombre practicó excavaciones en busca de pedernales antes de excavar en busca de metales. En una etapa de su evolución, el hombre no hizo sino seleccionar piedras adecuadas a sus propósitos y adaptarlas. En la etapa subsiguiente, picó las piedras grandes para obtener trocitos del tamaño y forma deseados. Ésa fue una revolución de la técnica. Después hizo sus herramientas para fines cada vez más especializados. Tuvo raspadores, puntas y trituradoras. Hasta tuvo herramientas para hacer herramientas, y otras herramientas con que hacer herramientas para hacer nuevas herramientas. Tampoco fue la piedra el único material empleado. El conocimiento de los materiales es una parte muy importante de la ciencia. El primitivo fabricante de herramientas no descuidó las ventajas que ofrecían para finalidades específicas otros materiales que no eran piedras. Madera, huesos, cuernos, marfil, ámbar o conchas le proporcionaron nuevos instrumentos y nos permiten hoy apreciar su creciente sabiduría.
No se crea que tal sabiduría se limitó a los materiales; es también evidente su creciente apreciación de los principios mecánicos. Pronto comprendió la utilidad de la cuña. Hizo un nuevo progreso al combinar en una herramienta las funciones de la cuña y de la palanca. El propulsor; el arco y la flecha, y el arco aplicado al taladro, son otros jalones de su progreso mecánico, aun cuando —por supuesto— la apreciación de los principios involucrados fue al comienzo práctica sensorial, derivada de las operaciones, carente de teoría. Pero ese conocimiento práctico es la base necesaria de la teoría. Del gran ingeniero de Napoleón, Conté, se decía que tenía todas las ciencias en la cabeza y todas las artes en las manos. Por si esto fuera poco, J. B. S. Haldane escribe: «Como fisiólogo, observo que necesito una superficie de cerebro tan amplia para controlar mis manos como para mis órganos bucales. Como operario científico, observo que algunos de mis colegas parecen pensar principalmente con las manos y son muy poco hábiles en el uso de la palabra». Probablemente el hombre primitivo dijera muchas tonterías, pero hay buenas pruebas de que hacía muchas cosas bien.
Es evidente la existencia de una ciencia previa a la civilización, aun en la conducta de los salvajes contemporáneos. Driberg, un excelente observador, nos asegura que los salvajes son seres razonadores capaces de inferencias, pensamientos lógicos, argumentos y especulaciones. «Hay salvajes que son pensadores, filósofos, augures, dirigentes e inventores». Driberg insiste en el verdadero carácter científico de algunas de las actividades de los salvajes. «No sólo el salvaje se adapta a su ambiente natural, sino que también adapta el ambiente a sus propias necesidades. Es esta interminable batalla entre las fuerzas de la naturaleza y el ingenio humano la que conduce con el tiempo a alguna forma de civilización». Pueden ponerse ejemplos. Los salvajes cuentan con dispositivos elaborados para proporcionarse agua pura para beber; practican el riego; se ocupan de plantar árboles con múltiples finalidades: para mejorar el suelo, para protegerse del viento, por razones estratégicas, o para procurarse material para sus armas y fibras para vestirse; construyen embalses en los ríos y preservan la caza. Dé siglos o milenios de tales actividades surgen las artes y los oficios en que se basa la civilización.
El verdadero origen de la civilización depende del dominio simultáneo de cierto número de técnicas, unas nuevas y otras antiguas, que, reunidas, son suficientes para hacer de un nuevo recolector de alimentos un verdadero productor de alimentos. Un superávit permanente de alimentos es la base necesaria para que surja la sociedad civil. En seguida son posibles las mayores concentraciones de población; comienza la vida urbana, y la aldea neolítica es sustituida por la ciudad poderosa.
Las técnicas fundamentales fueron: la domesticación de animales, la agricultura, la horticultura, la alfarería, la fabricación de ladrillos, la hilandería, los tejidos y la metalurgia. Tales formas de imitar y cooperar con la naturaleza constituyen una revolución en la ciencia del hombre y una revolución en su modo de vivir. La primera región de la Tierra en la que la combinación de estas técnicas estableció los fundamentos de civilizaciones fue el Cercano Oriente, es decir: los valles del Nilo, del Éufrates y del Indo. El período principal en que se desarrollaron esas nuevas técnicas está comprendido entre los dos milenios que van desde el año 6000 al 4000 antes de Cristo.
Cuando se enseñe la historia como es debido, para que todos —a modo de base de su vida intelectual— comprendan la verdadera historia de la sociedad humana, una de las lecciones más fundamentales será la exposición concreta y detallada de la naturaleza de esta gran revolución gracias a la cual dominó el hombre todo lo que le rodeaba. El cinematógrafo, el museo, el taller, la conferencia y la biblioteca han de combinarse para que la humanidad adquiera conciencia histórica del significado de esos vitales dos mil años.
Esa revolución técnica constituye la base material de la civilización antigua. No ha habido otra mudanza comparable en el destino del hombre desde entonces hasta la revolución industrial del siglo XVIII. Toda la cultura de los antiguos imperios del Cercano Oriente, de Grecia y de Roma, así como los de la Europa medieval, se funda en el acervo técnico de la Era Neolítica. De ahí las similitudes entre unas y otras. Lo que hoy nos diferencia de ellas sólo puede comprenderse si reparamos en que nos separa la segunda gran revolución técnica, el advenimiento del maqumismo. Solamente una amplia reforma de nuestros sistemas educativos permitirá hacer justicia a la trascendencia de estas verdades.
Entretanto podemos mencionar dos libros, para uso de aquellos que deseen conocer el papel desempeñado por la técnica en las sociedades antiguas. Gordon Childe (en Man Makes Himself, Watts) nos proporciona una brillante relación de la revolución técnica de la Era Neolítica, y del subsiguiente incremento de la vida urbana.[1] La obra de Partington Origins and Development of Applied Chemistry (Longmans Green and Co.) proporciona un resumen completo y actualizado del conocimiento de los materiales por el hombre, desde la aurora de la civilización hasta el año 1500 antes de Cristo, es decir, hasta las postrimerías de la Edad de Bronce. Se han producido —nos asegura— muy pocas novedades en la química aplicada entre el fin de la Edad de Bronce y lo que bien puede llamarse tiempos modernos. Esto autoriza a decir que se ha estancado durante 3.000 años esta rama fundamental del conocimiento; período que representa la mitad de la vida de la civilización del Cercano Oriente y la totalidad de la civilización grecorromana, y que termina sólo cuando Europa sale de la Edad Media. He aquí un gran problema para el historiador de la ciencia. Más adelante volveremos sobre él.
«Estudiando el desenvolvimiento del hombre —escribe Partington—, nada más significativo, si bien muy descuidado, que lo que se refiere al uso de los materiales». Ya hemos hablado de algunos de los materiales usados por el hombre en la Era Paleolítica. En Egipto, las varias fases del progreso humano están registradas por el uso creciente de las cosas. En el período predinástico, esto es, en el año 4000 y aun antes, los egipcios usaban piedras, huesos, marfil, pedernal, cuarzo, cristal de roca, cornerina, ágata, hematita, ámbar y una larga serie de otras piedras semipreciosas. Se agrega a esta lista el conocimiento del oro, la plata, el ámbar (electrum), el cobre, el bronce, el hierro en pequeñas cantidades, el plomo, el estaño, el antimonio, el platino, la galena y la malaquita. Un friso funerario de la época del Imperio Antiguo (2980-2475) muestra un taller de operarios de metales. Algunos de los hombres se ocupan en soplar el fuego de un homo con algo que parece ser cañas recubiertas de arcilla; otros cortan y golpean metales; otros, a su vez, están pesando metales preciosos y malaquita. En la antigüedad las pesas se hacían de piedra dura cortada en formas geométricas; las balanzas eran del tipo de báscula de brazos.
No intentaremos describir las múltiples técnicas de los egipcios. La obra The Legacy of Egipt (Oxford, 1942) tiene excelentes capítulos sobre el tema. Bastante se ha dicho ya para dejar planteada la cuestión que nos ocupa, y a ella nos remitiremos.
¿Qué clase de conocimientos implican esas operaciones técnicas? ¿De qué manera pudieron quedar fuera de la ciencia de los griegos?
Los hombres pesaron miles de años antes de que Arquímedes describiera las leyes del equilibrio; por lo que debieron de tener un conocimiento práctico e intuitivo de los principios involucrados. Lo que Arquímedes hizo no fue sino extraer las implicaciones teóricas de ese conocimiento práctico, y enunciar el conjunto resultante de conocimientos en la forma de un sistema lógico coherente. El primer libro de su Tratado sobre el equilibrio de los planos comienza con siete postulados. Pesos iguales a igual distancia se equilibran. Si pesos desiguales actúan a distancias iguales, el mayor vence al menor. Éstos son dos de los postulados que hacen explícitas y formales las suposiciones sustentadas tácitamente durante siglos; su número ha sido reducido al mínimo en que la ciencia puede basarse. Argumentando a partir de esos postulados, Arquímedes llega, luego de una serie de proposiciones, al teorema fundamental, probando primero con elementos conmensurables, y luego por reductio ad a absurdum para las magnitudes inconmensurables, que: Dos magnitudes, sean conmensurables o inconmensurables, se equilibran a distancias inversamente proporcionales a esas magnitudes. (Greek Mathematics, Heath, vol. II, pág. 75).
Éste es un ejemplo típico de lo que se desea significar al decir que el conocimiento empírico de los pueblos orientales fue transformado en ciencia teórica por los griegos.
Pero no todas las prácticas técnicas contienen una suma de conocimientos susceptible de ser reducida tan directamente a una serie de proposiciones encadenadas por la lógica matemática. La práctica química, como ya hemos visto, estaba muy adelantada antes del año 1500 a. C.; la teoría química, en cambio, estaba muy rezagada. «Muchas de las ideas históricamente más importantes —escribe Haldane— no fueron en un principio consignadas en palabras; fueron invenciones técnicas que eran aprendidas en un comienzo por imitación, y sólo lentamente alcanzaron la forma de teoría. Cuando se enunció la teoría, probablemente no se le encontraba sentido; en cambio, la práctica la corroboró. Esto es lo que ha venido sucediendo, por ejemplo, hasta hace poco con la extracción de metales del mineral en bruto». De la práctica de pesar, los griegos, gracias a Arquímedes, consiguieron construir una ciencia de la estática. Aristóteles y Teofrasto no alcanzaron un éxito similar en su intento de elaborar un cuerpo correcto de teoría química a partir de las experiencias de los oficios del alfarero y el herrero; sin embargo, hay que hacer notar que el tratado Meteorología IV de Teofrasto y la obra Del fuego de Aristóteles, de las que se hablará más adelante, son muy prometedores y contienen elementos científicos genuinos. El éxito obtenido al establecer una ciencia de la estática y el fracaso al no elaborar una ciencia de la química nos da idea de la fuerza y de la debilidad del legado científico griego.
Pero la ausencia de una teoría correcta no debe impedirnos apreciar los elementos genuinamente científicos contenidos en las técnicas en que los artesanos egipcios sobresalieron y que los griegos tomaron de ellos. Consideremos, por ejemplo, la ciencia implicada en la fabricación del bronce. El bronce es una aleación de cobre y estaño que tiene ciertas ventajas sobre el cobre puro. Tiene un punto de fusión más bajo. Es más duro. Tiene un color más bello y lo conserva mejor. Los forjadores egipcios conocían bien estas ventajas, y habían hecho experimentos hasta obtener los mejores resultados. Sabían, por ejemplo, que el bronce más duro es el que contiene 12 por ciento de estaño; que un porcentaje más bajo no le da la dureza necesaria, y que un porcentaje más alto hace que el bronce sea más frágil. Muchos otros procesos, tales como la alfarería y la fabricación del vidrio, ilustran igualmente su capacidad en la química aplicada; los griegos heredaron esta química aplicada pero ni los egipcios ni los griegos produjeron un solo cuerpo escrito de química teórica. ¿Por qué?
Muchas técnicas requieren en cierto momento el uso del fuego. El fuego es un gran maestro; el mejor maestro del hombre en el arte de la química. Plinio ha descrito con bellas imágenes el papel que el fuego ha desempeñado en la civilización. «He completado —dice— mi descripción de las obras del ingenio humano, por las que el arte imita a la Naturaleza, y observo con asombro que el fuego es casi siempre el factor activo. El fuego toma la arena y nos devuelve, ya vidrio, ya plata, ya minio, ya varias clases de plomo, ya pigmentos, ya medicinas. Por el fuego las piedras se derriten y se hacen bronce; por el fuego se hace el hierro y se trabaja. Con el fuego se produce el oro. Con el fuego se calcina esa piedra que en forma de cemento sostiene nuestras casas sobre nuestras cabezas. Hay varias cosas a las que resulta conveniente exponer más de una vez a la acción del fuego. El mismo material original es una cosa después de la primera exposición al fuego; otra después de la segunda, y aún otra después de la tercera. El mismo carbón, por ejemplo, adquiere su poder sólo después de apagado; y cuando podía pensarse que se ha agotado, es cuando sus virtudes son máximas. ¡Oh, fuego! inmensurable e implacable porción de la Naturaleza. ¿Hemos de llamarte destructor o creador?» (Historia Natural, XXXVI, 68).
Pero el fuego no sólo es un gran maestro: es también un implacable dictador que pide sangre, fatigas, lágrimas y sudor. «He visto al herrero trabajando en la boca de su fragua —escribe el satírico egipcio—; sus dedos son como la piel del cocodrilo; huele peor que las huevas de pescado». Y agrega: «Nunca he visto a un herrero en un despacho, ni a un fundidor entrar en una embajada».
El fuego, por lo que parece, no sólo tiene influencia sobre las cosas, sino también sobre los individuos y sobre la constitución de la sociedad. Es el efecto social de las técnicas que incluye el uso del fuego, y también de otras tareas penosas —como lo ha explicado Gordon Childe—, lo que ha limitado el desarrollo de la ciencia escrita.
La revolución técnica de la Era Neolítica proporcionó las bases materiales para la civilización del Cercano Oriente. Esa revolución también determinó el carácter social de Ja civilización que estaba a punto de surgir. Elaboró gradualmente una división en la sociedad, que no había existido antes de manera comparable. Colocó en un polo de la sociedad a los trabajadores; en el otro, a los administradores. Aquí el campesino, el alfarero y el herrero; allá el rey, los sacerdotes y los nobles. La química aplicada —la tarea de transformar las cosas por medio del fuego—, de un lado; la política aplicada —o la tarea de dirigir a los hombres por medio del miedo—, del otro. En el antiguo Egipto, los talleres eran propiedad del rey, de congregaciones de sacerdotes o de pequeños grupos de mercaderes acomodados. Los oficios tenían estrecha relación con los grandes latifundios; los trabajadores —agrícolas o de la industria— eran esclavos o, como dicen ahora algunos, esclavos asalariados. Éstas eran las clases más importantes de la sociedad egipcia.
El desarrollo de la escritura se operó paso a paso y a la par de esta civilización dividida en clases, y en su origen la escritura fue un instrumento de gobierno. El escriba, pese a su humilde apariencia, pertenecía a la clase administradora. Su profesión era, de hecho, la escala principal por la que los individuos podían ascender de la clase de los trabajadores manuales al servicio civil. Paralelamente la tradición literaria abarcaba sólo aquellas ciencias o seudociencias que eran útiles a la administración o que servían los intereses de la clase dirigente. Antes de que finalizara el cuarto milenio aparecieron los libros. De ahí en adelante, las matemáticas, la cirugía, la medicina, la astrología, la alquimia y la horoscopía fueron tema de tratados escritos. En cambio, las ciencias de aplicación práctica y las técnicas de la producción siguieron siendo ejercidas exclusivamente por tradición oral entre los miembros de la clase más baja de la sociedad. La teoría estaba todavía totalmente identificada con la práctica y no podía ser separada de ella por falta de ocio para reflexionar. Los peritos en las técnicas no solamente no gozaban del recurso de la escritura, que ha desempeñado tan importante papel en la habilitación del hombre para las generalizaciones abstractas partiendo de esos múltiples detalles particulares, sino que el establecimiento de la división social entre la clase dirigente y la clase trabajadora les había restado categoría y posibilidades.
Ésta es la explicación de la paradoja señalada hace tiempo por Lord Bacon (Novum Organum, I, LXXXV), según la cual los grandes descubrimientos técnicos «eran más antiguos que la filosofía y que las artes intelectuales; hasta tal punto es así, que cuando comenzó la ciencia contemplativa y doctrinal, cesaron los descubrimientos en las actividades prácticas».
Se advertirá que estas consideraciones son aplicables a toda la evolución científica de la Antigüedad. En cierto grado son aplicables todavía hoy; y la historia de la ciencia griega, que es lo que más nos interesa, será ininteligible a menos que las tengamos presentes constantemente. Adquirir las artes mecánicas de Egipto o de cualquier otra parte significó adquirir también sus consecuencias sociales, por lo menos en cierta medida. «Lo que se conoce por artes mecánicas —dice Jenofonte— lleva consigo un estigma social, y con razón se considera deshonroso en nuestras ciudades; pues tales artes dañan el cuerpo de quienes trabajan en ellas y de quienes actúan como supervisores, porque les imponen una vida sedentaria y encerrada y, en algunos casos, los obligan a pasar el día junto al fuego. Esta degeneración física redunda también en perjuicio del alma. Además, los operarios de estos oficios no disponen de tiempo para cultivar la amistad y la ciudadanía. En consecuencia, son considerados como malos amigos y malos patriotas, y en algunas ciudades, especialmente en las guerreras, no le es lícito a un ciudadano dedicarse a trabajos mecánicos» (Œconomicus, IV, 2-3).
Este desprecio por las artes mecánicas terminó por resultar un serio obstáculo para el desarrollo de las ciencias física, química y mecánica en Grecia. Pero no sucedía aún así en los primeros tiempos, hasta aproximadamente el año 500 a. C. Es importante hacer un esfuerzo para entender las realizaciones técnicas de los griegos de ese período, aunque dicho esfuerzo sea difícil para quienes tienen una cultura puramente literaria, como ocurre con el que esto escribe, y sin duda, con muchos de sus lectores. ¡Es tan fácil, al pronunciar frases como Edad de Bronce y Edad de Hierro, olvidar los largos y complicados procesos de desarrollo involucrados en esas palabras, y suponer que la invención de la técnica de la metalurgia del bronce o de la del hierro procede de una simple observación y se reduce a una sola y sencilla operación!… ¡Apenas leemos la historia del hombre primitivo que accidentalmente calentó una nueva especie de piedra en su fogata y vio correr el brillante metal fundido… ya creemos que ha empezado la Edad de Hierro!
Pero si para variar tomamos un libro como el de R. J. Forbes, Metallurgy in Antiquity (Brill, Leiden, 1950) y nos limitamos a observar aunque sólo sea su cuidadosa distinción de las cinco etapas históricas de la metalurgia del cobre: primero, forjado del cobre nativo; luego, reconocimiento de éste; luego, fundición de óxidos y carbonatos de cobre; luego, fundición y refinación del cobre; finalmente, fundición de sulfuros de cobre, comenzaremos a entender algo de lo que involucra la elaboración de semejante técnica. Empezamos a entender que el activo ingenio de hombres capaces y decididos, trabajando generación tras generación durante siglos enteros, fue necesario para extraer todo el provecho posible de esas diversas técnicas. Y aun así estamos dejando de lado el trabajo abrumador y peligroso de los modestos mineros y metalúrgicos, y no hacemos notar que la sociedad tuvo que alcanzar cierta estructura sin la cual la extracción, transporte y manipulación de los materiales necesarios no hubieran podido organizarse. Pero sólo una vez que nos hemos compenetrado con ese panorama podemos entender la obra de técnicos griegos del siglo VI, tales como los artistas samios Reco, Telecles y Teodoro, a quienes se atribuye la invención de la técnica de fundir estatuas en bronce de tamaño humano natural, invención que para los griegos significó destacarse del resto del mundo en lo referente a la metalurgia del bronce. Estos hombres fueron también grandes constructores. Hasta se recuerda que Teodoro, anotándose un triunfo que no se repetiría hasta los tiempos de Roma, instaló un sistema de calefacción central en el templo de Diana, en Éfeso. Se le asignan también muchas otras invenciones. Los lectores del tercer capítulo verán que, obedeciendo a una tradición que me parece fundada, he otorgado un lugar prominente en mi historia de los comienzos de la ciencia griega a otro samio, Pitágoras, exactamente contemporáneo de Teodoro, pues ambos florecieron hacia el año 530 a. C. Todo el mundo sabe que Pitágoras no sólo era un matemático, sino también un vegetariano, quien, sin embargo, se abstenía de comer habas, y que creía en la transmigración de las almas. Soy reacio a trastornar esas concepciones tradicionales de la historia del pensamiento. Lo único que anhelo es conquistar también un lugar para su contemporáneo y coisleño, a quien se atribuye no sólo la invención de la fundición de estatuas de bronce y la de la calefacción central, sino también la del nivel, la escuadra, la regla y el torno. La historia de la ciencia adquiere un mejor equilibrio cuando la enfocamos también desde el lado de la técnica.
La mención de la metalurgia del bronce me recuerda, empero, que los griegos eran un pueblo de la Edad de Hierro. Nuevamente podemos aprender del profesor Forbes que la nueva técnica exigió mayores esfuerzos al ingenio humano. En la metalurgia del bronce todo depende de la composición de la aleación, pero en la metalurgia del hierro las propiedades que se desea impartir al metal dependen en mucho mayor grado de la manipulación, de la temperatura a la cual ha sido calentado, de la velocidad de su temple, del tiempo y temperatura de recocido. En esta nueva y complicada técnica también los griegos desempeñaron un papel precursor. Gordon Childe ha demostrado (Progress and Archaeology, pág. 40) que ya antes del año 500 a. C. los griegos, con su invención de nuevas herramientas de hierro, habían realizado un progreso decisivo en el dominio del hombre sobre la naturaleza. Estos ejemplos ponen de relieve los adelantos técnicos de la época durante la cual nació la ciencia griega.
Aunque los griegos de tiempos posteriores llegaran a volverse indiferentes con respecto al progreso técnico, puede verse en sus vasos pintados y en otros monumentos el orgullo que los griegos de fines del siglo VI sentían por esas realizaciones. «El arte griego de los períodos arcaico y clásico, escribe Rostovtzeff (The Hellenistic World, pág. 1200), nunca descuida la representación de las artesanías», como lo haría más tarde en favor de la mitología y del ornato. Y en algunos vasos llegamos a ver concretamente al herrero o al alfarero en sus respectivos talleres. Por ejemplo, Beazley identifica (Potter and Painter in Ancient Athens, pág. 6) en un vaso del año 515 a. C., la figura de un maestro alfarero en «un anciano con largos cabellos blancos, vestido con un manto, que sostiene no un bastón vulgar, sino uno de aspecto divino, semejante a un cetro», como atributo, por supuesto, de su dignidad. Lo compara con una figura de bronce de Laconia, que data aproximadamente del año 500 a. C., la cual representa a otro anciano, «con largos cabellos y rostro inteligente», bien ataviado, como lo requiere su importancia, y también con un bastón. En él identifica a un maestro fundidor, suponiendo que el retrato de bronce sea una ofrenda hecha por su propio original.

En la Florencia del siglo XV, donde la ciencia y el arte bullían con nueva vida, los talleres de los orfebres eran el principal centro de la nueva actividad. «Esos talleres, escribe Hans Baron (Journal of the History of Ideas, vol. IV, 1943), desempeñaban en el siglo XV la función cumplida en los siglos posteriores por el taller industrial y por el laboratorio científico. Allí tenían lugar el experimento, la observación, el pensar por las causas, entre hombres cuyos oficios les habían valido una elevada estima social». Yo creo que condiciones semejantes a éstas existieron durante la primera época —la Edad Heroica— de la ciencia griega.

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