Es cierto que la ciencia griega, al igual que la civilización griega en
su conjunto, debió mucho a las civilizaciones más antiguas del Cercano Oriente.
Es igualmente cierto que la ciencia griega se abrió por sí sola nuevos caminos.
¿Qué tomó prestado y qué creó? Es éste un problema respecto al cual el
conocimiento va progresando y la opinión va modificándose.
Solía creerse, por ejemplo, y se trata de una opinión persistente, que
los griegos diferían de todos los demás pueblos de la antigüedad por su
capacidad para el pensamiento racional. En su obra clásica (Greek Mathematics, Oxford,
1921, vol. I, págs. 3-6) Sir Thomas Heath se pregunta: «¿Qué aptitud especial
tenían los griegos para la matemática?», y sin vacilar se da la respuesta: «La
respuesta a esta pregunta es que su genio matemático era simplemente un aspecto
de su genio filosófico… Los griegos, más que cualquier otro pueblo de la
antigüedad, poseían el amor al conocimiento por sí mismo… Más esencial aún es
el hecho de que los griegos eran una raza de pensadores».
Esta opinión nos parece ahora inaceptable. Ello ocurre en parte porque
hemos contraído aversión a explicar las características mentales por
circunstancias raciales, y porque, en todo caso, los griegos no eran una raza,
sino un pueblo de ascendencia mixta. Pero también es por los progresos
decisivos en el dominio de la historia de las ideas. Tal vez sean las erróneas
opiniones sobre la historia de la astrología lo que más ha contribuido a
fomentar la noción del contraste entre el Oriente supersticioso y los
racionales griegos. Se nos ofrecía el panorama de esta milenaria superstición
caldea, contenida por el racionalismo griego y el recio sentido común de Roma,
hasta que, con el alud de los pueblos orientales, el Orontes desembocó en el Tíber
y las claras perspectivas del paisaje clásico quedaron sumergidas en el lodo
oriental. Pero ahora se sabe con certeza que esa descripción de la astrología
no es exacta. Es verdad que existió una simple y primitiva astrología
babilónica, que trataba de predecir las inundaciones, sequías, enfermedades y
guerras, o sea acontecimientos que afectaban al país o al rey, pero no a
individuos ordinarios. Pero la astrología que consiste en la preparación de
horóscopos y que liga la suerte de los individuos a los astros —que es lo que
por ella entendemos hoy— parece haber sido un producto de la ciencia
alejandrina, y haber sido desconocida en Egipto antes de que los griegos
macedonios gobernaran el país. (MARTIN P. NILSSON, The Rise of
Astrology in the Hellenistic Age, Lund, 1943). Este ejemplo nos aconseja ser cautos en nuestra aceptación de las
opiniones tradicionales respecto a la relación de Grecia con las civilizaciones
prehelénicas.
Por civilizaciones prehelénicas entendemos en primer término las que
florecieron en las tres grandes cuencas del Nilo, el Tigris y el Éufrates, y el
Indo. Hacia el año 3000 a. C. esas culturas no sólo estaban técnicamente
adelantadas, sino que también poseían literaturas escritas. Por el momento
podemos dejar de lado el valle del Indo, pues su escritura aún no ha sido
descifrada. Pero mucho es lo que se ha hecho por averiguar la influencia
ejercida sobre los griegos por las técnicas y la ciencia escrita de Egipto y de
Mesopotamia. Ambas eran importantes, pero la influencia de la última fue
probablemente mayor. Ello sucede en parte porque el registro de sus
realizaciones científicas es más notable (O. NEUGEBAUER, The Exact Sciences in
Antiquity, Copenhague, Princeton, Londres, 1951, pág. 86) pero
también a consecuencia de los diferentes destinos de aquellos dos centros de
civilización. Egipto había entrado en un período de decadencia hacia el año
1000 a. de C.; pero Babilonia, bajo los asirios, los persas, y los griegos de
Macedonia, experimentó diversos resurgimientos tanto de su poder político como
de su genio creador durante el último milenio de la era pagana. Su cultura
siguió manteniendo su carácter étnico y continuó su activo crecimiento durante
1000 años después del colapso de Egipto, y así se convirtió en contemporánea y
rival de la cultura de los griegos. Las ciudades griegas que se extendían a lo
largo de la costa del Asia Menor estuvieron así en contacto con la más activa
de las dos antiguas culturas del Cercano Oriente (CONTENAU, La Médecine en Assyrie et
en Babylonie, París, 1938).
Pero debemos también recordar que Egipto y Babilonia influyeron sobre
Grecia a través de las muchas culturas derivadas en la zona oriental del
Mediterráneo. Sólo podemos mencionar aquí algunas de las muchas culturas que
mediaron entre el antiguo Oriente y Grecia. La grácil cultura minoica de Creta,
bien conocida por sus vestigios materiales, será aún mejor conocida cuando se
logre interpretar su escritura, tarea que está teniendo sus primeros éxitos. A
los hititas se debió el descubrimiento de la técnica de la fundición del
hierro, invención que hizo literalmente época, hasta tal punto que la ciencia
moderna se contenta aún con emplear los términos de Edad de Bronce y Edad de
Hierro para señalar etapas definidas del desarrollo social. En lugar de buscar
explicaciones raciales del carácter mental de los griegos, sería más adecuado
que las concepciones históricas modernas reflejaran el hecho de que la
civilización griega, incluyendo su ciencia, es esencialmente una civilización
de la Edad de Hierro, y no de la Edad de Bronce. Su tipo de democracia no
podría haber existido sin el uso mucho más amplio de las herramientas y de las
armas de hierro, posibilitado por la técnica de la fundición de ese metal.
También debemos mencionar a los fenicios, los inventores del alfabeto fonético.
Hay pruebas de que fue en Mileto, hacia el año 800 a. C., donde el alfabeto fue
adaptado al idioma griego. Esta invención democratizó el alfabetismo, aboliendo
el pesado aprendizaje mediante el cual los escribas de las civilizaciones
anteriores adquirían el dominio de la escritura jeroglífica o de la cuneiforme.
La democracia griega no podría haber existido sin ello. Finalmente,
mencionaremos a los hebreos, cuya literatura, la más seria rival de la griega,
sigue siendo prueba perpetua de que no sólo los griegos pudieron dar forma
literaria a concepciones vitales aún para el mundo presente.
Volvamos ahora a la cuestión de la deuda de la ciencia griega con las
civilizaciones más antiguas, para darle, si nos es posible, una formulación más
actual. Así la ofrecía en 1927 el excelente historiador francés Arnold Reymond
(Science in
Greco-Roman Antiquity, Methuen): «Comparada con el conocimiento
empírico y fragmentario que los pueblos del Oriente habían reunido
laboriosamente durante largos siglos, la ciencia griega constituye un verdadero
milagro. Allí, por primera vez, la mente humana concibió la posibilidad de
establecer un número limitado de principios, y de deducir de ellos una cantidad
de verdades, que son su rigurosa consecuencia». Estas palabras representan
bastante bien el estado del conocimiento hace un cuarto de siglo y contienen
aún una gran dosis de verdad, pero parecen requerir algunas correcciones.
En primer lugar, hoy se presta más atención a la ciencia implícita en
las técnicas, como veremos en seguida. En segundo lugar, el progreso en la
interpretación de los escritos científicos de las civilizaciones más antiguas
ha llegado hasta el punto de abolir la pretensión griega de prioridad o de
singularidad en la creación de la ciencia teórica abstracta; y ahora, en lugar
de poner a las antiguas civilizaciones la mala nota de haber «reunido
laboriosamente» su saber apenas científico «durante largos siglos», estamos más
inclinados a recordar que en ciencia los primeros pasos son los más difíciles.
Es por ello que contemplamos con real asombro las realizaciones de los
babilonios en matemática y en astronomía matemática. Está claro, incluso a
partir de las lamentablemente pocas tablillas que hasta ahora han sido
interpretadas, que antes del año 1500 a. C. se habían elaborado procedimientos
aritméticos avanzados, y se habían planteado y afrontado los problemas de modo
tal que sugiere irresistiblemente que en el esfuerzo por superar sus
dificultades prácticas se había suscitado una curiosidad intelectual
estrictamente científica. Nuestro conocimiento de la historia de la ciencia
babilónica es, por desgracia, muy fragmentario. Pero cuando unos mil años
después vuelve a encontrarse la pista, resulta que esos procedimientos
matemáticos habían sido aplicados a la creación de una astronomía matemática
que no sólo fue adoptada por los griegos y empleada para completar su propia y
brillante creación de la astronomía geométrica, sino que hacia el año 300 a. C.
había alcanzado el mismo nivel que tiene con Tolomeo en el Almagesto, en el
siglo II d. C.
Por lo que hasta ahora sabemos de la ciencia prehelénica, esta
astronomía aritmética de los babilonios tiene el mejor título para la categoría
de ciencia exacta. Pero sería erróneo pasar por alto ciencias de clasificación
tales como la petrología y la mineralogía, de las cuales hay pruebas tanto en
Babilonia como en Egipto, que surgieron en relación con las actividades
prácticas de la minería y la metalurgia. Tampoco debemos olvidar la medicina y
la cirugía de los egipcios, tal como las revela el papiro de Edwin Smith, ni el
calendario egipcio, que ha sido calificado como el único calendario inteligente
en la historia humana, ni los muy elaborados sistemas de pesas y medidas que
empleaban tanto los egipcios como los babilonios. En resumen, aunque los
métodos de transmisión requieren mayor elucidación, nos guiamos por el
conocimiento actual cuando decimos que los griegos debieron a las
civilizaciones más antiguas no sólo técnicas, sino también un cuerpo considerable
de conocimientos científicos. Podemos preguntarnos, pues, si cabe seguir
considerando a los griegos como un pueblo que dedujo, de los conceptos más
empíricos y fragmentarios de los pueblos orientales, un cuerpo científico
rigurosamente lógico. La enciclopedia de las ciencias constituida hacia la era
alejandrina fue, con todas sus limitaciones, mucho más allá de cuanto había
existido anteriormente, y continuó sin rival hasta tiempos modernos. Pero al
comparar las realizaciones de los griegos con las de sus predecesores sería
bueno no describir como diferencia cualitativa lo que después de todo no es
sino una diferencia de grado; ni deberíamos describir como milagro lo que no es
sino una brillante fase en un desarrollo histórico concatenado.
TECNOLOGÍA Y CIENCIA
Hasta ahora nos hemos venido ocupando principalmente del aspecto
teórico de la ciencia. Pero es necesario contemplar a ésta también desde su
lado más práctico. J. G. Crowther en su obra Social Relations of Science
define la ciencia como «el sistema de conducta mediante el cual el hombre
adquiere el dominio de su medio ambiente». Éste es también un enfoque útil, y
aquí la tendencia ha sido la de subestimar en lugar de exagerar la originalidad
y la capacidad de los griegos. Muchos autores modernos, desorientados sin duda
por lo que han dicho algunos de los propios griegos de la antigüedad, han
sumado al orgullo por el brillo teórico de la ciencia griega la voluntad de
ignorar o negar sus triunfos prácticos. De ello ha resultado una imagen deformada,
cuya corrección es uno de los propósitos de este libro.
La ciencia, sea cual fuere su desarrollo ulterior, tiene su origen en
las técnicas, artes y oficios, y en las varias actividades a las que el hombre
se entrega en cuerpo y alma. Su fuente es la experiencia; sus fines, prácticos,
y su única justificación, la utilidad. La ciencia progresa en contacto con las
cosas; depende de la evidencia de los sentidos, y —aun cuando parezca algunas
veces alejarse de ellos— siempre a éstos ha de retroceder. Exige lógica y la
elaboración de la teoría, pero la más estricta lógica y la más excelente teoría
deben ser probadas en la práctica. La ciencia en su aspecto práctico es la base
necesaria para la ciencia abstracta y especulativa.
De lo expuesto se deduce que la ciencia avanza en estrecha relación con
el progreso social del hombre y se hace más consciente a medida que el modo
total de vivir del hombre se hace más intencional. Quien recoge alimentos
adquiere una forma de conocimiento de cuanto lo rodea; quien los produce, otra.
Este último es más activo e intencionado en sus relaciones con la madre tierra.
A mayor dominio del ambiente, mayor productividad, lo que a su vez provoca
cambios sociales. La ciencia de una sociedad gentil o tribal no puede ser igual
a la ciencia de una sociedad política. La división del trabajo influye en el
progreso de la ciencia. El advenimiento de una clase ociosa proporciona la
oportunidad para reflexionar y elaborar teorías. También permite teorizar sin
tener en cuenta los hechos. Además, con la evolución de las clases, aparece la
necesidad de una nueva clase de «ciencia» que podríamos definir como «el modo
de proceder mediante el cual el hombre adquiere dominio sobre el hombre».
Cuando la tarea de dominar a los hombres constituye la preocupación de la clase
dirigente y la de dominar a la naturaleza la tarea forzosa de otra clase, la
ciencia toma un rumbo nuevo y peligroso.
Para comprender plenamente el desarrollo científico de una sociedad
cualquiera debemos tener presente el grado de su progreso material y de su
estructura política. La ciencia in vacuo no existe. Existe, sí, la ciencia de una
sociedad determinada, en lugar y época determinados. Sólo puede encararse la
historia de la ciencia en función de la vida social en conjunto. En consecuencia,
para alcanzar una concepción histórica de la ciencia de Grecia, debemos
comprender algo de la evolución previa de su sociedad, desde el punto de vista
del progreso técnico y de la estructura política. Tal es el propósito de este
capítulo.
Se supone que el hombre se ha desarrollado por evolución a partir del
estado animal desde hace unos dos millones de años. Durante la mayor parte de
este tiempo (digamos 1.950.000 años) se dedicó a proveerse de herramientas con
las que empezó a cooperar con la naturaleza para mantenerse, en vez de
subsistir gracias a su generosidad, como otras criaturas. Después, hace 50.000
años, el hombre se proveyó de otras herramientas, esto es, el habla totalmente
articulada y la capacidad de pensamiento conceptual. El homo faber se convirtió en homo sapiens.
En esta fase se hizo capaz de distinguirse a sí mismo del resto de la
naturaleza, con lo que pudo concebirse como colaborador de la misma. Esta
colaboración es el tema fundamental de la ciencia: la historia de la ciencia es
el registro de la comprensión progresiva de esta colaboración. Para nosotros
comienza con la invención de la escritura hace unos 5 o 6.000 años.
Los utensilios más antiguos que se conservan, usados por el hombre para
dominar el ambiente, son herramientas de piedra. De éstas deducen los expertos
la capacidad intelectual y el progreso embrionario del hombre, aun en la Edad
de Piedra. El crecimiento de la habilidad manual —que es por sí misma una forma
de inteligencia— se ve en el perfeccionamiento de los utensilios.
Se advierte el progreso intelectual en la creciente capacitación para
elegir entre las diferentes clases de piedra. No faltan evidencias de
acumulación y previsión. El hombre practicó excavaciones en busca de pedernales
antes de excavar en busca de metales. En una etapa de su evolución, el hombre
no hizo sino seleccionar piedras adecuadas a sus propósitos y adaptarlas. En la
etapa subsiguiente, picó las piedras grandes para obtener trocitos del tamaño y
forma deseados. Ésa fue una revolución de la técnica. Después hizo sus
herramientas para fines cada vez más especializados. Tuvo raspadores, puntas y
trituradoras. Hasta tuvo herramientas para hacer herramientas, y otras
herramientas con que hacer herramientas para hacer nuevas herramientas. Tampoco
fue la piedra el único material empleado. El conocimiento de los materiales es
una parte muy importante de la ciencia. El primitivo fabricante de herramientas
no descuidó las ventajas que ofrecían para finalidades específicas otros
materiales que no eran piedras. Madera, huesos, cuernos, marfil, ámbar o
conchas le proporcionaron nuevos instrumentos y nos permiten hoy apreciar su
creciente sabiduría.
No se crea que tal sabiduría se limitó a los materiales; es también
evidente su creciente apreciación de los principios mecánicos. Pronto
comprendió la utilidad de la cuña. Hizo un nuevo progreso al combinar en una
herramienta las funciones de la cuña y de la palanca. El propulsor; el arco y
la flecha, y el arco aplicado al taladro, son otros jalones de su progreso
mecánico, aun cuando —por supuesto— la apreciación de los principios
involucrados fue al comienzo práctica sensorial, derivada de las operaciones,
carente de teoría. Pero ese conocimiento práctico es la base necesaria de la
teoría. Del gran ingeniero de Napoleón, Conté, se decía que tenía todas las
ciencias en la cabeza y todas las artes en las manos. Por si esto fuera poco,
J. B. S. Haldane escribe: «Como fisiólogo, observo que necesito una superficie
de cerebro tan amplia para controlar mis manos como para mis órganos bucales.
Como operario científico, observo que algunos de mis colegas parecen pensar
principalmente con las manos y son muy poco hábiles en el uso de la palabra».
Probablemente el hombre primitivo dijera muchas tonterías, pero hay buenas pruebas
de que hacía muchas cosas bien.
Es evidente la existencia de una ciencia previa a la civilización, aun
en la conducta de los salvajes contemporáneos. Driberg, un excelente
observador, nos asegura que los salvajes son seres razonadores capaces de inferencias,
pensamientos lógicos, argumentos y especulaciones. «Hay salvajes que son
pensadores, filósofos, augures, dirigentes e inventores». Driberg insiste en el
verdadero carácter científico de algunas de las actividades de los salvajes.
«No sólo el salvaje se adapta a su ambiente natural, sino que también adapta el
ambiente a sus propias necesidades. Es esta interminable batalla entre las
fuerzas de la naturaleza y el ingenio humano la que conduce con el tiempo a
alguna forma de civilización». Pueden ponerse ejemplos. Los salvajes cuentan
con dispositivos elaborados para proporcionarse agua pura para beber; practican
el riego; se ocupan de plantar árboles con múltiples finalidades: para mejorar
el suelo, para protegerse del viento, por razones estratégicas, o para
procurarse material para sus armas y fibras para vestirse; construyen embalses
en los ríos y preservan la caza. Dé siglos o milenios de tales actividades
surgen las artes y los oficios en que se basa la civilización.
El verdadero origen de la civilización depende del dominio simultáneo
de cierto número de técnicas, unas nuevas y otras antiguas, que, reunidas, son
suficientes para hacer de un nuevo recolector de alimentos un verdadero
productor de alimentos. Un superávit permanente de alimentos es la base
necesaria para que surja la sociedad civil. En seguida son posibles las mayores
concentraciones de población; comienza la vida urbana, y la aldea neolítica es
sustituida por la ciudad poderosa.
Las técnicas fundamentales fueron: la domesticación de animales, la
agricultura, la horticultura, la alfarería, la fabricación de ladrillos, la
hilandería, los tejidos y la metalurgia. Tales formas de imitar y cooperar con
la naturaleza constituyen una revolución en la ciencia del hombre y una
revolución en su modo de vivir. La primera región de la Tierra en la que la
combinación de estas técnicas estableció los fundamentos de civilizaciones fue
el Cercano Oriente, es decir: los valles del Nilo, del Éufrates y del Indo. El
período principal en que se desarrollaron esas nuevas técnicas está comprendido
entre los dos milenios que van desde el año 6000 al 4000 antes de Cristo.
Cuando se enseñe la historia como es debido, para que todos —a modo de
base de su vida intelectual— comprendan la verdadera historia de la sociedad
humana, una de las lecciones más fundamentales será la exposición concreta y
detallada de la naturaleza de esta gran revolución gracias a la cual dominó el
hombre todo lo que le rodeaba. El cinematógrafo, el museo, el taller, la
conferencia y la biblioteca han de combinarse para que la humanidad adquiera
conciencia histórica del significado de esos vitales dos mil años.
Esa revolución técnica constituye la base material de la civilización
antigua. No ha habido otra mudanza comparable en el destino del hombre desde
entonces hasta la revolución industrial del siglo XVIII. Toda la cultura de los antiguos imperios del Cercano Oriente, de
Grecia y de Roma, así como los de la Europa medieval, se funda en el acervo
técnico de la Era Neolítica. De ahí las similitudes entre unas y otras. Lo que
hoy nos diferencia de ellas sólo puede comprenderse si reparamos en que nos
separa la segunda gran revolución técnica, el advenimiento del maqumismo.
Solamente una amplia reforma de nuestros sistemas educativos permitirá hacer
justicia a la trascendencia de estas verdades.
Entretanto podemos mencionar dos libros, para uso de aquellos que
deseen conocer el papel desempeñado por la técnica en las sociedades antiguas.
Gordon Childe (en Man
Makes Himself, Watts) nos proporciona una brillante relación de
la revolución técnica de la Era Neolítica, y del subsiguiente incremento de la
vida urbana.[1] La obra de
Partington Origins
and Development of Applied Chemistry (Longmans Green and Co.)
proporciona un resumen completo y actualizado del conocimiento de los
materiales por el hombre, desde la aurora de la civilización hasta el año 1500
antes de Cristo, es decir, hasta las postrimerías de la Edad de Bronce. Se han
producido —nos asegura— muy pocas novedades en la química aplicada entre el fin
de la Edad de Bronce y lo que bien puede llamarse tiempos modernos. Esto
autoriza a decir que se ha estancado durante 3.000 años esta rama fundamental
del conocimiento; período que representa la mitad de la vida de la civilización
del Cercano Oriente y la totalidad de la civilización grecorromana, y que
termina sólo cuando Europa sale de la Edad Media. He aquí un gran problema para
el historiador de la ciencia. Más adelante volveremos sobre él.
«Estudiando el desenvolvimiento del hombre —escribe Partington—, nada
más significativo, si bien muy descuidado, que lo que se refiere al uso de los
materiales». Ya hemos hablado de algunos de los materiales usados por el hombre
en la Era Paleolítica. En Egipto, las varias fases del progreso humano están
registradas por el uso creciente de las cosas. En el período predinástico, esto
es, en el año 4000 y aun antes, los egipcios usaban piedras, huesos, marfil,
pedernal, cuarzo, cristal de roca, cornerina, ágata, hematita, ámbar y una
larga serie de otras piedras semipreciosas. Se agrega a esta lista el
conocimiento del oro, la plata, el ámbar (electrum), el cobre, el
bronce, el hierro en pequeñas cantidades, el plomo, el estaño, el antimonio, el
platino, la galena y la malaquita. Un friso funerario de la época del Imperio
Antiguo (2980-2475) muestra un taller de operarios de metales. Algunos de los
hombres se ocupan en soplar el fuego de un homo con algo que parece ser cañas
recubiertas de arcilla; otros cortan y golpean metales; otros, a su vez, están
pesando metales preciosos y malaquita. En la antigüedad las pesas se hacían de
piedra dura cortada en formas geométricas; las balanzas eran del tipo de
báscula de brazos.
No intentaremos describir las múltiples técnicas de los egipcios. La
obra The Legacy of
Egipt
(Oxford, 1942) tiene excelentes capítulos sobre el tema. Bastante se ha dicho
ya para dejar planteada la cuestión que nos ocupa, y a ella nos remitiremos.
¿Qué clase de conocimientos implican esas operaciones técnicas? ¿De qué
manera pudieron quedar fuera de la ciencia de los griegos?
Los hombres pesaron miles de años antes de que Arquímedes describiera
las leyes del equilibrio; por lo que debieron de tener un conocimiento práctico
e intuitivo de los principios involucrados. Lo que Arquímedes hizo no fue sino
extraer las implicaciones teóricas de ese conocimiento práctico, y enunciar el
conjunto resultante de conocimientos en la forma de un sistema lógico
coherente. El primer libro de su Tratado sobre el equilibrio de los planos comienza con
siete postulados. Pesos
iguales a igual distancia se equilibran. Si pesos desiguales actúan a
distancias iguales, el mayor vence al menor. Éstos son dos de los
postulados que hacen explícitas y formales las suposiciones sustentadas
tácitamente durante siglos; su número ha sido reducido al mínimo en que la
ciencia puede basarse. Argumentando a partir de esos postulados, Arquímedes
llega, luego de una serie de proposiciones, al teorema fundamental, probando
primero con elementos conmensurables, y luego por reductio ad a absurdum para
las magnitudes inconmensurables, que: Dos magnitudes, sean conmensurables o inconmensurables, se equilibran a
distancias inversamente proporcionales a esas magnitudes. (Greek Mathematics,
Heath, vol. II, pág. 75).
Éste es un ejemplo típico de lo que se desea significar al decir que el
conocimiento empírico de los pueblos orientales fue transformado en ciencia
teórica por los griegos.
Pero no todas las prácticas técnicas contienen una suma de
conocimientos susceptible de ser reducida tan directamente a una serie de
proposiciones encadenadas por la lógica matemática. La práctica química, como
ya hemos visto, estaba muy adelantada antes del año 1500 a. C.; la teoría
química, en cambio, estaba muy rezagada. «Muchas de las ideas históricamente
más importantes —escribe Haldane— no fueron en un principio consignadas en
palabras; fueron invenciones técnicas que eran aprendidas en un comienzo por
imitación, y sólo lentamente alcanzaron la forma de teoría. Cuando se enunció
la teoría, probablemente no se le encontraba sentido; en cambio, la práctica la
corroboró. Esto es lo que ha venido sucediendo, por ejemplo, hasta hace poco
con la extracción de metales del mineral en bruto». De la práctica de pesar,
los griegos, gracias a Arquímedes, consiguieron construir una ciencia de la
estática. Aristóteles y Teofrasto no alcanzaron un éxito similar en su intento
de elaborar un cuerpo correcto de teoría química a partir de las experiencias de
los oficios del alfarero y el herrero; sin embargo, hay que hacer notar que el
tratado Meteorología
IV de Teofrasto y la obra Del fuego de Aristóteles, de las que se hablará más
adelante, son muy prometedores y contienen elementos científicos genuinos. El
éxito obtenido al establecer una ciencia de la estática y el fracaso al no
elaborar una ciencia de la química nos da idea de la fuerza y de la debilidad
del legado científico griego.
Pero la ausencia de una teoría correcta no debe impedirnos apreciar los
elementos genuinamente científicos contenidos en las técnicas en que los
artesanos egipcios sobresalieron y que los griegos tomaron de ellos.
Consideremos, por ejemplo, la ciencia implicada en la fabricación del bronce.
El bronce es una aleación de cobre y estaño que tiene ciertas ventajas sobre el
cobre puro. Tiene un punto de fusión más bajo. Es más duro. Tiene un color más
bello y lo conserva mejor. Los forjadores egipcios conocían bien estas
ventajas, y habían hecho experimentos hasta obtener los mejores resultados.
Sabían, por ejemplo, que el bronce más duro es el que contiene 12 por ciento de
estaño; que un porcentaje más bajo no le da la dureza necesaria, y que un
porcentaje más alto hace que el bronce sea más frágil. Muchos otros procesos,
tales como la alfarería y la fabricación del vidrio, ilustran igualmente su
capacidad en la química aplicada; los griegos heredaron esta química aplicada
pero ni los egipcios ni los griegos produjeron un solo cuerpo escrito de
química teórica. ¿Por qué?
Muchas técnicas requieren en cierto momento el uso del fuego. El fuego
es un gran maestro; el mejor maestro del hombre en el arte de la química.
Plinio ha descrito con bellas imágenes el papel que el fuego ha desempeñado en
la civilización. «He completado —dice— mi descripción de las obras del ingenio
humano, por las que el arte imita a la Naturaleza, y observo con asombro que el
fuego es casi siempre el factor activo. El fuego toma la arena y nos devuelve,
ya vidrio, ya plata, ya minio, ya varias clases de plomo, ya pigmentos, ya
medicinas. Por el fuego las piedras se derriten y se hacen bronce; por el fuego
se hace el hierro y se trabaja. Con el fuego se produce el oro. Con el fuego se
calcina esa piedra que en forma de cemento sostiene nuestras casas sobre
nuestras cabezas. Hay varias cosas a las que resulta conveniente exponer más de
una vez a la acción del fuego. El mismo material original es una cosa después
de la primera exposición al fuego; otra después de la segunda, y aún otra
después de la tercera. El mismo carbón, por ejemplo, adquiere su poder sólo
después de apagado; y cuando podía pensarse que se ha agotado, es cuando sus
virtudes son máximas. ¡Oh, fuego! inmensurable e implacable porción de la
Naturaleza. ¿Hemos de llamarte destructor o creador?» (Historia Natural, XXXVI, 68).
Pero el fuego no sólo es un gran maestro: es también un implacable
dictador que pide sangre, fatigas, lágrimas y sudor. «He visto al herrero
trabajando en la boca de su fragua —escribe el satírico egipcio—; sus dedos son
como la piel del cocodrilo; huele peor que las huevas de pescado». Y agrega:
«Nunca he visto a un herrero en un despacho, ni a un fundidor entrar en una
embajada».
El fuego, por lo que parece, no sólo tiene influencia sobre las cosas,
sino también sobre los individuos y sobre la constitución de la sociedad. Es el
efecto social de las técnicas que incluye el uso del fuego, y también de otras
tareas penosas —como lo ha explicado Gordon Childe—, lo que ha limitado el
desarrollo de la ciencia escrita.
La revolución técnica de la Era Neolítica proporcionó las bases
materiales para la civilización del Cercano Oriente. Esa revolución también
determinó el carácter social de Ja civilización que estaba a punto de surgir.
Elaboró gradualmente una división en la sociedad, que no había existido antes
de manera comparable. Colocó en un polo de la sociedad a los trabajadores; en
el otro, a los administradores. Aquí el campesino, el alfarero y el herrero;
allá el rey, los sacerdotes y los nobles. La química aplicada —la tarea de
transformar las cosas por medio del fuego—, de un lado; la política aplicada —o
la tarea de dirigir a los hombres por medio del miedo—, del otro. En el antiguo
Egipto, los talleres eran propiedad del rey, de congregaciones de sacerdotes o
de pequeños grupos de mercaderes acomodados. Los oficios tenían estrecha
relación con los grandes latifundios; los trabajadores —agrícolas o de la
industria— eran esclavos o, como dicen ahora algunos, esclavos asalariados.
Éstas eran las clases más importantes de la sociedad egipcia.
El desarrollo de la escritura se operó paso a paso y a la par de esta
civilización dividida en clases, y en su origen la escritura fue un instrumento
de gobierno. El escriba, pese a su humilde apariencia, pertenecía a la clase
administradora. Su profesión era, de hecho, la escala principal por la que los
individuos podían ascender de la clase de los trabajadores manuales al servicio
civil. Paralelamente la tradición literaria abarcaba sólo aquellas ciencias o
seudociencias que eran útiles a la administración o que servían los intereses
de la clase dirigente. Antes de que finalizara el cuarto milenio aparecieron
los libros. De ahí en adelante, las matemáticas, la cirugía, la medicina, la
astrología, la alquimia y la horoscopía fueron tema de tratados escritos. En
cambio, las ciencias de aplicación práctica y las técnicas de la producción
siguieron siendo ejercidas exclusivamente por tradición oral entre los miembros
de la clase más baja de la sociedad. La teoría estaba todavía totalmente
identificada con la práctica y no podía ser separada de ella por falta de ocio
para reflexionar. Los peritos en las técnicas no solamente no gozaban del
recurso de la escritura, que ha desempeñado tan importante papel en la
habilitación del hombre para las generalizaciones abstractas partiendo de esos
múltiples detalles particulares, sino que el establecimiento de la división
social entre la clase dirigente y la clase trabajadora les había restado
categoría y posibilidades.
Ésta es la explicación de la paradoja señalada hace tiempo por Lord
Bacon (Novum
Organum, I, LXXXV), según la cual los
grandes descubrimientos técnicos «eran más antiguos que la filosofía y que las
artes intelectuales; hasta tal punto es así, que cuando comenzó la ciencia
contemplativa y doctrinal, cesaron los descubrimientos en las actividades
prácticas».
Se advertirá que estas consideraciones son aplicables a toda la
evolución científica de la Antigüedad. En cierto grado son aplicables todavía
hoy; y la historia de la ciencia griega, que es lo que más nos interesa, será
ininteligible a menos que las tengamos presentes constantemente. Adquirir las
artes mecánicas de Egipto o de cualquier otra parte significó adquirir también
sus consecuencias sociales, por lo menos en cierta medida. «Lo que se conoce
por artes mecánicas —dice Jenofonte— lleva consigo un estigma social, y con
razón se considera deshonroso en nuestras ciudades; pues tales artes dañan el
cuerpo de quienes trabajan en ellas y de quienes actúan como supervisores,
porque les imponen una vida sedentaria y encerrada y, en algunos casos, los
obligan a pasar el día junto al fuego. Esta degeneración física redunda también
en perjuicio del alma. Además, los operarios de estos oficios no disponen de
tiempo para cultivar la amistad y la ciudadanía. En consecuencia, son
considerados como malos amigos y malos patriotas, y en algunas ciudades,
especialmente en las guerreras, no le es lícito a un ciudadano dedicarse a
trabajos mecánicos» (Œconomicus,
IV, 2-3).
Este desprecio por las artes mecánicas terminó por resultar un serio
obstáculo para el desarrollo de las ciencias física, química y mecánica en
Grecia. Pero no sucedía aún así en los primeros tiempos, hasta aproximadamente
el año 500 a. C. Es importante hacer un esfuerzo para entender las
realizaciones técnicas de los griegos de ese período, aunque dicho esfuerzo sea
difícil para quienes tienen una cultura puramente literaria, como ocurre con el
que esto escribe, y sin duda, con muchos de sus lectores. ¡Es tan fácil, al
pronunciar frases como Edad de Bronce y Edad de Hierro, olvidar los largos y
complicados procesos de desarrollo involucrados en esas palabras, y suponer que
la invención de la técnica de la metalurgia del bronce o de la del hierro
procede de una simple observación y se reduce a una sola y sencilla operación!…
¡Apenas leemos la historia del hombre primitivo que accidentalmente calentó una
nueva especie de piedra en su fogata y vio correr el brillante metal fundido…
ya creemos que ha empezado la Edad de Hierro!
Pero si para variar tomamos un libro como el de R. J. Forbes, Metallurgy in Antiquity
(Brill, Leiden, 1950) y nos limitamos a observar aunque sólo sea su cuidadosa
distinción de las cinco etapas históricas de la metalurgia del cobre: primero,
forjado del cobre nativo; luego, reconocimiento de éste; luego, fundición de
óxidos y carbonatos de cobre; luego, fundición y refinación del cobre;
finalmente, fundición de sulfuros de cobre, comenzaremos a entender algo de lo
que involucra la elaboración de semejante técnica. Empezamos a entender que el
activo ingenio de hombres capaces y decididos, trabajando generación tras
generación durante siglos enteros, fue necesario para extraer todo el provecho
posible de esas diversas técnicas. Y aun así estamos dejando de lado el trabajo
abrumador y peligroso de los modestos mineros y metalúrgicos, y no hacemos
notar que la sociedad tuvo que alcanzar cierta estructura sin la cual la
extracción, transporte y manipulación de los materiales necesarios no hubieran
podido organizarse. Pero sólo una vez que nos hemos compenetrado con ese
panorama podemos entender la obra de técnicos griegos del siglo VI, tales como los artistas samios Reco, Telecles y Teodoro, a quienes se
atribuye la invención de la técnica de fundir estatuas en bronce de tamaño
humano natural, invención que para los griegos significó destacarse del resto
del mundo en lo referente a la metalurgia del bronce. Estos hombres fueron
también grandes constructores. Hasta se recuerda que Teodoro, anotándose un
triunfo que no se repetiría hasta los tiempos de Roma, instaló un sistema de
calefacción central en el templo de Diana, en Éfeso. Se le asignan también
muchas otras invenciones. Los lectores del tercer capítulo verán que,
obedeciendo a una tradición que me parece fundada, he otorgado un lugar prominente
en mi historia de los comienzos de la ciencia griega a otro samio, Pitágoras,
exactamente contemporáneo de Teodoro, pues ambos florecieron hacia el año 530
a. C. Todo el mundo sabe que Pitágoras no sólo era un matemático, sino también
un vegetariano, quien, sin embargo, se abstenía de comer habas, y que creía en
la transmigración de las almas. Soy reacio a trastornar esas concepciones
tradicionales de la historia del pensamiento. Lo único que anhelo es conquistar
también un lugar para su contemporáneo y coisleño, a quien se atribuye no sólo
la invención de la fundición de estatuas de bronce y la de la calefacción
central, sino también la del nivel, la escuadra, la regla y el torno. La
historia de la ciencia adquiere un mejor equilibrio cuando la enfocamos también
desde el lado de la técnica.
La mención de la metalurgia del bronce me recuerda, empero, que los
griegos eran un pueblo de la Edad de Hierro. Nuevamente podemos aprender del
profesor Forbes que la nueva técnica exigió mayores esfuerzos al ingenio humano.
En la metalurgia del bronce todo depende de la composición de la aleación, pero
en la metalurgia del hierro las propiedades que se desea impartir al metal
dependen en mucho mayor grado de la manipulación, de la temperatura a la cual
ha sido calentado, de la velocidad de su temple, del tiempo y temperatura de
recocido. En esta nueva y complicada técnica también los griegos desempeñaron
un papel precursor. Gordon Childe ha demostrado (Progress and Archaeology, pág.
40) que ya antes del año 500 a. C. los griegos, con su invención de nuevas
herramientas de hierro, habían realizado un progreso decisivo en el dominio del
hombre sobre la naturaleza. Estos ejemplos ponen de relieve los adelantos
técnicos de la época durante la cual nació la ciencia griega.
Aunque los griegos de tiempos posteriores llegaran a volverse
indiferentes con respecto al progreso técnico, puede verse en sus vasos
pintados y en otros monumentos el orgullo que los griegos de fines del
siglo VI sentían por esas realizaciones. «El arte griego de los períodos
arcaico y clásico, escribe Rostovtzeff (The Hellenistic World, pág.
1200), nunca descuida la representación de las artesanías», como lo haría más
tarde en favor de la mitología y del ornato. Y en algunos vasos llegamos a ver
concretamente al herrero o al alfarero en sus respectivos talleres. Por
ejemplo, Beazley identifica (Potter and Painter in Ancient Athens, pág. 6) en un vaso
del año 515 a. C., la figura de un maestro alfarero en «un anciano con largos
cabellos blancos, vestido con un manto, que sostiene no un bastón vulgar, sino
uno de aspecto divino, semejante a un cetro», como atributo, por supuesto, de
su dignidad. Lo compara con una figura de bronce de Laconia, que data
aproximadamente del año 500 a. C., la cual representa a otro anciano, «con
largos cabellos y rostro inteligente», bien ataviado, como lo requiere su
importancia, y también con un bastón. En él identifica a un maestro fundidor,
suponiendo que el retrato de bronce sea una ofrenda hecha por su propio
original.
En la Florencia del siglo XV, donde la ciencia y el
arte bullían con nueva vida, los talleres de los orfebres eran el principal
centro de la nueva actividad. «Esos talleres, escribe Hans Baron (Journal of the History of Ideas,
vol. IV, 1943), desempeñaban en el siglo XV la función
cumplida en los siglos posteriores por el taller industrial y por el
laboratorio científico. Allí tenían lugar el experimento, la observación, el
pensar por las causas, entre hombres cuyos oficios les habían valido una
elevada estima social». Yo creo que condiciones semejantes a éstas existieron
durante la primera época —la Edad Heroica— de la ciencia griega.
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