Como ya vimos en su momento, las
costas occidentales de Asia Menor parecen haber recibido poblamiento griego a
partir de los años finales del segundo milenio; allí se desarrollaron
importantes ciudades griegas, algunas de las cuales alcanzaron durante el
período Arcaico importantes logros. En un capítulo previo hemos visto también
cómo alguna de ellas, como Mileto, desarrolló una importante actividad
colonizadora en el Mar Negro, mientras que otras, como Samos o Focea, buscaron
nuevos recursos en el Mediterráneo Occidental, incluyendo la Península Ibérica.
Sin embargo, el siglo VII había sido una época conflictiva para toda la Grecia
del Este y, en especial, para Jonia; primero, las incursiones de los cimerios
y, más adelante, el dominio lidio, llevado a cabo por la dinastía de los
Mérmnadas. A partir del primero de sus reyes, Giges (687-652), los lidios
empezaron a dejar sentir su fuerza sobre las ciudades griegas, atacando algunas
(Colofón, Esmirna), estableciendo alianzas con otras (Éfeso, Mileto) y
sometiendo al pago de tributos al resto. Esta dinámica proseguiría con sus
sucesores hasta el último de los reyes de la dinastía, Creso (560-546); las
ciudades de la Grecia del Este a lo largo de los más de cien años de relaciones
con los lidios habían llegado a un modus
vivendi con ellos. Es cierto que los reyes lidios velaban por sus
intereses, lo que implicaba en ocasiones actuaciones violentas, pero no lo es
menos que los lidios habían llegado a conocer bien la cultura griega e,
incluso, los propios reyes emparentaban en ocasiones con las familias
aristocráticas de las ciudades griegas. Así, por ejemplo, el tirano de Éfeso,
ciudad a la que atacó Creso, era sobrino del propio rey lidio (Ael., VH/, 3.26) y uno de sus hermanastros era
hijo de su mismo padre y de una mujer griega (Hdt., 1.92). Según Heródoto, la
política de Creso parece haber sido bastante dura para las ciudades de la
Grecia del Este (Hdt., 1.26), tal vez en un intento de incrementar sus ingresos
mediante el cobro de tributos así como la aportación de tropas griegas a su
ejército, al tiempo que reforzaba su papel de gran soberano.
No obstante, y como sugeríamos
antes, las relaciones entre los griegos y los lidios conocieron altibajos pero
sin que aquéllos se planteasen como algo posible el zafarse del control lidio.
Esto lo sugiere el comportamiento de la mayoría de las ciudades de la Grecia
del Este cuando aparece un nuevo poder en el horizonte, los persas.
Hacia el año 559 Ciro II hereda
de su padre el trono de Anshan, al este de la Susia- na, en el corazón del
Irán; pocos años después, hacia 550 o algo antes, encabeza una rebe lión de
numerosas tribus iranias contra el rey de los medos, Astiages, que cuenta
también con complicidades entre éstos; eso convierte a Ciro en dueño de Asia
(Hdt., 1.130). Uno de los primeros movimientos del nuevo rey es dirigir a su
ejército hacia Lidia, puesto que Creso había sido un firme aliado de Astiages,
del que además era cuñado. El rey lidio le sale al paso acompañado de tropas
griegas y auxiliado, segúnj parece, por el sabio milesio Tales que realiza
labores de ingeniería para el rey; Creso cruza el Halis y se enfrenta a Ciro en
Capadocia, aunque sin un resultado concluyente. Los persas habían intentado
antes que los griegos abandonasen a los lidios, aunque sin éxito. Ante lo
indeciso de la campaña, Creso opta por regresar a su capital Sardes para reunir
a sus aliados y volver a la guerra al año siguiente; Ciro, sin embargo,
aprovecha esa retirada para en una campaña relámpago presentarse ante Sardes,
lo que provocó la sorpresa lidia y su parálisis. Derrotado el ejército lidio
ante la propia Sardes, Ciro iniciará un breve asedio de trece días, tras los
cuales la ciudad caerá y será saqueada, de lo que quedan numerosos testimonios
arqueológicos. El destino de Creso no es del todo seguro, pues algunas
tradiciones dicen que fue mandado quemar vivo por Ciro, mientras que otras
aseguran que el rey persa le perdonó la vida.
La fulminante conquista de Sardes
y la captura de Creso (hacia 546) cayeron como un jarro de agua fría sobre los
jonios, que habían servido a las órdenes de Creso y habían rechazado el acuerdo
previo con Ciro; sólo los milesios, que quizá estaban más descontentos con
Creso o que habían preferido arriesgarse, habían firmado un acuerdo preferente con
los persas que los mantendría al margen de lo que iba a suceder a continuación.
Los jonios sabían que su decisión implicaba la guerra contra los nuevos dueños
de Asia y para hacer frente a esa situación tomaron varias medidas, que iban a
revelarse ineficaces. Reunidos para tomar posturas conjuntas en un santuario
común, el Panjonio, en el que rendían culto a Posidón Heliconio y que era la
sede de una laxa confederación de doce ciudades, los jonios sólo se ponen de
acuerdo en solicitar ayuda a Esparta, la cual rechazará apoyarlos aunque se
permitirá amenazar a Ciro en caso de que ataque a las ciudades griegas. Más
allá de esta medida, las ciudades griegas no parecen haber planteado ninguna
defensa común y decidieron que cada cual se defendiera por sus propios medios,
a pesar de que las reuniones en el Panjonio fueron abundantes y en ellas se
hablaba más de huir que de resistir.
Así, hacia 540 el general persa
Harpago pone sitio a las ciudades griegas, empezando por Focea, y realizando
grandes terraplenes las va conquistando una tras otra; aunque las ciudades
resistieron, no pudieron oponerse a la maquinaria de guerra persa, por lo que
acabaron cayendo. En algunos casos como en Focea o en Teos parte de sus
habitantes abandonaron la ciudad para no caer en manos persas y es posible que
lo mismo haya ocurrido en otras ciudades; ante el temor persa, por fin, las
ciudades de las islas también se rindieron a los persas. Además del tributo y
de guarniciones, éstos impusieron a los griegos apoyo militar y poco después de
la conquista vemos a tropas griegas combatiendo del lado persa dentro de la
política expansionista del imperio. Grecia del Este quedó integrada en el
sistema de gobierno persa, que dividía la zona en grandes territorios, llamados
satrapías, que alcanzaron su madurez durante el reinado de Darío (521-486) y
que tenían un marcado carácter impositivo. Los griegos quedaron englobados en
la satrapía de Lidia, con capital en Sardes, y en la satrapía de Frigia
Helespontixna, con capital en Dascilio.El rey Darío prosiguió su política de
conquistas, cayendo también Samos en su poder. Lo más destacable de este rey es
que dará un paso más con respecto a sus predecesores traspasando los límitesde
Asia para pasar a Europa .
Una de sus más interesantes
expediciones es la que le lleva a los territorios tracios y escitas, y en la
que un papel fundamental lo desempeña la flota que, en su totalidad, estaba
compuesta de naves griegas. El Danubio se convertirá en el límite de la
expansión persa en esa región; también aprovecha para hacerse con el control de
la Tracia egea y de Macedonia. Todo ello indicaba que los persas intentaban
controlar las dos orillas del Egeo, como controlaban ya casi todo el
Mediterráneo oriental; los griegos apenas habían opuesto resistencia y, gobernados
como estaban por tiranos impuestos por los persas, había pocas posibilidades,
en apariencia, de que lo hicieran.
Sin embargo, en 499 y por motivos
aparentemente banales se inició un amplio movimiento de resistencia que iba a
tener en jaque durante casi cinco años a los persas pero que puede verse,
asimismo, como preludio de la primera gran campaña persa contra la Grecia
europea. Nos referimos a la Revuelta Jonia.
En el año 499 Aristágoras, tirano
de Mileto y en buenas relaciones con los persas, consigue apoyo militar del
sátrapa de Sardes, Artafernes, para conquistar la isla de Naxos y otras islas
del Egeo, con vistas al dominio del mar y mirando ya al continente griego. El
fracaso de la expedición y la obligación de rendir cuentas a los persas fuerza
a Aristágoras a modificar la tradicional política de Mileto a favor de Persia y
a iniciar una revuelta. Abandonando su tiranía y buscando apoyos entre la
aristocracia milesia, consigue también atraerse a su bando a la flota, en su
mayoría griega, que los persas habían puesto a su disposición. Haciendo gala de
grandes dosis de demagogia, declara abolidas las tiranías en la Grecia del Este
al tiempo que consigue revitalizar la Liga Jonia como instrumento político y
militar. Acto seguido, parte hacia Esparta para buscar su alianza y su apoyo.
Como venía siendo habitual ya desde la época de la conquista de Jonia por los
persas, Esparta rehusa intervenir, por lo que Aristágoras parte hacia Atenas.
Ahora la situación en esta ciudad es favorable y los atenienses deciden enviar
veinte naves, tal vez transportando tropas, en apoyo de los jonios, a las que
se sumarán cinco trirremes eretrias; en esos momentos tanto Atenas como Eretria
son potencias emergentes, la primera desde una perspectiva terrestre y la
segunda como la dueña de la mayor flota de la Grecia continental.
Quizá ese mismo año o, con más
probabilidad, el siguiente (498) los jonios, acompañados de sus aliados
continentales, llevan a cabo una expedición por tierra para intentar tomar la
capital de la satrapía, Sardes, tal vez como medio para evitar la presión que,
por tierra, estaba recibiendo Mileto de los persas. El sátrapa Artafernes se
refugia en la ciudadela, y los griegos prenden fuego a la ciudad baja ardiendo
también un templo de Cibeles. Como asegura Heródoto, ése fue el pretexto que
los persas utilizaron para justificar su política de destrucción de los templos
de Grecia durante la Segunda Guerra Médica (Hdt., 5.183). La reacción persa
provoca una derrota de los jonios cerca de Éfeso y el final de la participación
ateniense, aunque quizá no de la eretria (Plu., De Her. mal., 24). Sin embargo, la arriesgada expedición y su
desenlace, convertido en éxito por la propaganda jonia, provoca que la rebelión
se extienda por otros lugares como el Helesponto, Caria y Chipre; además, el
dominio naval estaba en manos jonias, lo que debió de facilitar las adhesiones
a la causa.
La reacción persa se deja sentir,
en primer lugar, sobre Chipre, cuyo control por parte de los rebeldes podía
poner en aprietos a las naves fenicias, también subditos persas y el otro pilar
del dominio que los persas querían establecer sobre el Mediterráneo. Hacia el
año 497, en la llanura de Salamina se libró una batalla terrestre entre los
griegos de Chipre y los persas, mientras que en el mar las naves griegas se
enfrentaban a las fenicias; la victoria en el mar fue de los jonios pero por
tierra, y merced a varias deserciones, se impusieron los persas. Chipre se
había perdido para la causa y los jonios regresaron a su tierra. Entre ese mismo
año y el siguiente los persas envían varios ejércitos para presionar a los
griegos hasta sus ciudades costeras, cortándoles la comunicación con el
interior y dificultando sus relaciones terrestres. La táctica persa, apoyada en
su indudable superioridad terrestre y en su mayor práctica en asediar y tomar
ciudades al asalto, consigue importantes éxitos. Ante la marcha no favorable de
la guerra Aristágoras decide abandonar el escenario de la misma y se marcha a
Mircino en Tracia, donde poco después morirá en un enfrentamiento con los
tracios.
En el año 496, Histieo, que había
sido tirano en Mileto antes de haber sido forzado por Darío a residir en Susa,
obtiene permiso para regresar a Jonia e intentar parar la revuelta; a pesar de
que en el relato de nuestra fuente principal, Heródoto, quedan muchos cabos
sueltos, este autor asegura que uno de los instigadores de toda la revuelta
había sido el propio Histieo, que desde su exilio en Susa había movido a
distancia todos los hilos. Sea como fuere, su llegada a Sardes levanta
sospechas en el sátrapa Artafernes, por lo que Histieo decide huir e intenta
incorporarse a la revuelta, lo que los milesios no le permiten; Histieo, con
unas cuantas naves mitilenias, se refugia en Bizancio desde donde actuará como
pirata frente a aquellos jonios que no se pongan de su lado. Los persas,
mientras tanto, han ido acabando con la resistencia de una gran mayoría de las
ciudades sublevadas y deciden, hacia 495, concentrar sus esfuerzos contra
Mileto a cuenta de su papel de instigadora de la rebelión y a tal fin
concentran contra ella a todos sus ejércitos terrestres y a la flota compuesta
sobre todo por naves fenicias, pero también por chipriotas, cilicios y
egipcios.
La Liga Jonia decide evitar el
enfrentamiento por tierra, donde su inferioridad era manifiesta, pero sí forzar
el combate naval, por lo que al año siguiente, 494, acuden hasta el islote de
Lade, que se hallaba frente a Mileto, griegos de Lesbos, Priene, Miunte, Teos,
Quíos, Eritras, Focea y Samos, además de los propios milesios. El total de la
flota griega alcanzaba los trescientos cincuenta y tres trirremes, mientras que
la flota enemiga ascendía a seiscientas naves, aunque es una cifra quizá algo
elevada. Junto a los preparativos militares, los persas tratan de debilitar la
solidez de la coalición griega intentando convencer a los combatientes de que
se rindan y prometiéndoles que no sufrirán represalias. Al tiempo, el duro
adiestramiento a que obliga a los griegos el almirante de la flota, Dionisio de
Focea, mina la moral de los marinos jonios lo que facilita la labor de los
colaboracionistas con los persas.
Cuando se inician las
hostilidades, a principios del verano de 494, una parte de los jonios,
encabezados por los samios, ya han decidido desertar, aunque sin que el resto
de los aliados lo sospechen todavía. De tal manera, y cuando ya la flota jonia
se encontraba frente al enemigo, los samios emprendieron la huida, lo que
provocó el pánico en las filas griegas, buena parte de cuyos contingentes se
dieron también a la fuga. Permanecieron, no obstante, en el combate los de
Quíos con sus cien naves y, por supuesto, los milesios con sus ochenta barcos
así como otros aliados; sin embargo, la huida de casi la mitad de la flota les
puso las cosas difíciles por lo que, a pesar de su resistencia, poco a poco el
mar quedó en poder de los persas. Eso significaba la perdición para los
rebeldes y, sobre todo, para Mileto, que privada del control del mar, sólo
podía esperar a ser sitiada y rendida por los persas. En el otoño de 494 los
persas, empleando todos los recursos poliorcéticos en los que eran maestros,
asaltaron y tomaron Mileto, dieron muerte a la mayor parte de los hombres,
esclavizaron a las mujeres y a los niños y a los supervivientes los trasladaron
a las orillas del Golfo Pérsico donde los asentaron. Destruyeron además el
santuario de Apolo en Dídima que había sido uno de los principales lugares
venerados por los milesios y cuyo oráculo había marcado la pauta de buena parte
de la política exterior de la ciudad. La conmoción por la brutalidad persa
aterró e indignó a todos los griegos.
Al año siguiente (493), los
persas acabaron por reconquistar al resto de las ciudades rebeldes, al tiempo
que reforzaban su autoridad en los accesos al Mar Negro. La derrota de los
jonios significó, además de una nueva oleada migratoria de los que huyeron de
la represión persa, el final de la independencia política de la Grecia del
Este; aunque los persas tomaron algunas medidas económicas y políticas para
evitar en lo futuro otra revuelta similar, la derrota de Lade y el terrible
destino de Mileto marcaron el brusco final de una de las regiones que con más
brillantez habían destacado durante el período Arcaico. Aún tendrían que
esperar las ciudades de Jonia quince años para que los atenienses las liberasen
del dominio persa aunque tan sólo para caer dentro de la órbita de influencia
de Atenas; sin embargo en ese período los griegos tendrían todavía que
enfrentarse a los persas invasores.
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