domingo, 24 de diciembre de 2017

Atlas histórico del mundo griego antiguo Adolfo J Domínguez José Pascual Capítulo 16 Maratón y la Primera Guerra Médica

La victoria persa en la batalla de Lade (494) y la pacificación que se llevó a cabo en los años siguientes significaron no sólo la pérdida de la libertad de las ciudades de la Grecia del Este sino, lo que era de mayor importancia desde la perspectiva persa, el cierre de un peligroso frente que ponía en riesgo sus intereses sobre las costas europeas del Mar Egeo; por ende, una vez pacificadas las ciudades griegas de Asia el imperio Aqueméni- da podría disponer de nuevo de sus recursos militares, tanto de fuerzas terrestres como, mucho más importante para Darío, de sus importantes recursos navales. En los años siguientes los persas iniciarán un camino que los conducirá hasta la llanura de Maratón a finales del verano de 490.
Es bastante probable que Darío no estuviese del todo satisfecho de cómo se había llevado a cabo la guerra; la dispersión del mando, algunos fracasos incomprensibles (por ejemplo, la expedición terrestre a Sardis) e, incluso, la propia resistencia mostrada por la flota jonia a pesar de la intensa campaña llevada a cabo por los persas para conseguir la defección de la mayor cantidad posible de aliados, no eran elementos halagüeños si el rey quería acabar la conquista del Egeo. Eso explica que, una vez lograda la paz, se produzca en 492 un brusco cambio del mando, que implica el cese de todos los generales que estaban actuando en el teatro de operaciones occidental para nombrar a Mardonio (Hdt., 6.43) como general único encargado de la campaña en Europa; eso sería una prueba más de la insatisfacción que existía en la corte de Darío por la gestión que se había dado a la crisis en los años previos.
Este descontento se observa también en la destitución de buena parte de los gobiernos tiránicos existentes en las ciudades jonias, y que habían sido apoyados hasta entonces por los persas, estableciéndose sistemas de tipo más abierto, que Heródoto no duda en calificar de democráticos (Hdt., 6.43). Parece fuera de toda duda que Mardonio, que debió de informarse acerca de los motivos de la revuelta recién sofocada, y deseoso de contar con el apoyo imprescindible de los jonios para atacar a Grecia, juzgó que uno de los motivos de insatisfacción venía de un régimen político que, como la tiranía, resultaba ya especialmente desagradable para los griegos. Por ello, Mardonio acabó con tales regímenes en aquellas ciudades donde podía resultar más insoportable, aunque la tiranía se mantuvo en otras ciudades en las que quizá los tiranos no se habían hecho demasiado odiosos.
A los persas les había quedado claro tras la revuelta jonia y tras el desenlace no demasiado satisfactorio de la campaña que el propio Darío había emprendido contra los escitas años atrás, que el único medio de realizar conquistas rápidas y de afianzarlas era empleando al tiempo al ejército de tierra y a la flota; el primero neutralizaría a los combatientes enemigos y, en caso de necesidad, sitiaría las ciudades mientras que la segunda impediría que recibiesen socorros por mar consiguiendo así un aislamiento total de las ciudades que no se rindiesen. El pretexto para la invasión de Grecia, al menos tal y como parte de los griegos lo veían, era la intervención de Atenas y Eretria en la Revuelta Jonia (Hdt., 6.44) aunque es bastante probable que dicho pretexto no engañase a muchos y, al menos, no suele engañar a los historiadores contemporáneos. Ya desde la creación del imperio aqueménida con Ciro, los persas se habían convertido en una potencia imperialista que no hacía sino seguir, a mucha mayor escala, los pasos de otros grandes imperios orientales, empezando por los aca- dios ya en el tercer milenio. Tanto Ciro como su sucesor Cambises habían sido grandes conquistadores; el sucesor de éste, Darío, había llevado los intereses persas hasta Europa, tanto hacia los territorios que bordeaban el Mar Negro como hacia las costas septentrionales del Egeo y, si interpretamos de modo adecuado los acontecimientos que provocaron la Revuelta Jonia, en ese momento los persas, con la ayuda de sus súbditos y aliados jonios, estaban planeando el inicio de la conquista de las Cicladas, empezando por Naxos. Y para llevar a cabo esta política los persas no necesitaban argumentar pretextos de ningún tipo; la dinámica propia del imperio era la conquista territorial como medio de incrementar los beneficios del rey y de su cada vez más numerosa serie de dignatarios cuya satisfacción personal merced a las riquezas conseguidas debía traducirse en una lealtad sin fisuras al monarca. Era esta dinámica la que Darío puso en marcha en el inicio de su reinado y en la que la Revuelta Jonia no supuso más que un breve retraso que, además, sirvió para que los persas reforzaran, y no siempre por la fuerza, la adhesión de los jonios a la causa imperial.
Sí parece que el nombramiento de Mardonio introdujo algún cambio en la que parece haber sido la estrategia dominante en 499, en vísperas de la revuelta, puesto que en aquel momento parece haberse considerado más interesante utilizar el puente de islas (Naxos, Paros, Andros) para alcanzar al fin Eubea (Hdt., 5.31); ahora, en 492 Mardonio vuelve a una estrategia más "tradicional", que consistía en bordear la costa desde Mace- donia hacia el sur, retomando la campaña en el mismo lugar en el que se había detenido años atrás después del final de la expedición de Darío al Mar Negro (512). La expedición, sin embargo, fracasó en seguida porque la flota persa se hundió, como consecuencia de una tormenta, en las peligrosas aguas del monte Atos perdiéndose, si aceptamos las cifras de Heródoto, trescientas naves y veinte mil hombres (Hdt., 6.44). También por tierra recibió ataques de los indígenas tracios aunque los persas consiguieron rechazarlos y afianzar su dominio. La campaña sin duda no había tenido el éxito previsto, pero al menos había permitido consolidar el dominio persa en el Egeo norte.

Al año siguiente Darío envía emisarios a las ciudades griegas reclamándolas su sumisión, lo que se hacía mediante la fórmula simbólica de entregar al rey tierra y agua; al tiempo, y a las ciudades aliadas y súbditas les enviaba instrucciones para que aceleraran la construcción de naves de guerra y de transporte. El ultimátum persa provocó situaciones diversas en las ciudades griegas y mientras que algunas aceptaron las condiciones persas or ejemplo Egina), otras las rechazaron, como Atenas y Esparta.

El año 490 se concentraron en Cilicia seiscientos trirremes y una cifra indeterminada de naves de transporte para las tropas terrestres y los caballos; destituido Mardonio, Darío colocó al frente de la expedición a Datis y a Artafernes, este último hijo del que había combatido a los jonios durante la revuelta como sátrapa de Sardes. El plan de combate que ahora se emplea es el que Artafernes padre había puesto en práctica en 499, que consistía en ir de isla en isla, empezando por Naxos, sometiéndolas y esclavizando a sus habitantes. Al desembarcar en Eubea resisten Caristo y Eretria pero ambas son tomadas; Eretria es despoblada, y los habitantes supervivientes son deportados a una región cerca de Babilonia. El siguiente paso de Datis será Atenas, que no había ayudado a la condenada Eretria cuando podía hacerlo. El objetivo persa era, entre otros, restablecer al antiguo tirano Hipias.
La situación en Atenas dista de ser clara en los años previos al enfrentamiento con los persas. El triunfo de Clístenes y su sistema político, que ampliaba de forma considerable la ciudadanía ateniense y, por consiguiente, su potencialidad militar, había provocado temores en Grecia; los propios espartanos, que habían ayudado a expulsar a los tiranos, reconsiderarán su postura hacia 507 y de nuevo al año siguiente (Hdt., 5.76). Del mismo modo, Atenas aún no había definido su posición con respecto a los persas y hacia esa misma época (Hdt., 5.73) parece haber ofrecido la tierra y el agua a Artafernes, el sátrapa de Sardes. Los años siguientes, enfrentada con Calcis, Tebas y Egina, Atenas consigue ir consolidando su oposición; para Esparta, la única posibilidad que se le brinda en su intento de disminuir el poder ateniense es tratar de reponer al tirano Hipias, a quien ella misma había contribuido a derrocar. La oposición de Corinto hará que el tirano se refugie en Sardes, donde Artafernes exigirá su reposición. Es posible que ello haya contribuido al cambio de postura ateniense con respecto a los persas y al envío de ayuda a los jonios poco después. Sin embargo, en Atenas siguió habiendo partidarios del tirano y, por extensión de los persas durante bastante tiempo después.
Tras la caída y destrucción de Eretria, los persas desembarcan en la llanura de Maratón, guiados por Hipias, por ser la zona más apta para el empleo de la caballería (Hdt., 6.102); sería con bastante probabilidad en la segunda quincena de septiembre de 490. El objetivo parece haber sido forzar, como había ocurrido en otras ciudades, incluida Ere- tria, las disensiones civiles y permitir una conquista más fácil. Los atenienses envían hasta Maratón, situado a unos cuarenta kilómetros de Atenas, en la costa nororiental del Ática a todo su ejército, compuesto de diez mil hoplitas, al que se unió el ejército de Platea que contaba con mil; los efectivos persas duplicaban o triplicaban los griegos. El ejército ateniense que acudió a Maratón era ya el que había quedado diseñado en las reformas de Clístenes, compuesto de diez batallones, uno por cada una de las nuevas tribus atenienses, comandado cada uno por un general o estratego elegido de entre los miembros de cada tribu. La dirección nominal del ejército la tenía el arconte polemarco, una reliquia del viejo sistema político; da la impresión de que aún no estaban definidas por completo las relaciones entre los estrategos y el polemarco. Por su parte, cada estratego ejercía por turno, cada día, el mando de la totalidad del ejército, quizá junto al polemarco; del conjunto de los estrategos nuestras fuentes resaltan sobre todo a Milcíades. Este complejo mecanismo parece haber provocado problemas, que se derivaban también del diferente grado de convicción, entre los generales, sobre la actuación que debían seguir frente a los persas puesto que quizá hubiese entre ellos todavía partidarios de la tiranía y del entendimiento con los persas. La consecuencia fue que se produjo un empate, con cinco estrategos dispuestos a combatir y otros cinco no; el éxito de Milcíades fue convencer al polemarco para que se sumase a su posición a favor de la lucha y rompiese el empate.
Antes incluso de que el ejército ateniense hubiese partido hacia Maratón se envió una petición formal de ayuda a los espartanos; éstos pretextaron motivos religiosos para dilatar el envío de esta ayuda y cuando ésta llegó la batalla ya había concluido. No es que Esparta fuese favorable a los persas, sino que para ellos era muy arriesgado enviar a sus tropas a más de doscientos de kilómetros de su ciudad dejando a la misma indefensa; preferían esperar en el Peloponeso el ataque persa y defenderse allí. Sin duda vemos en esta campaña la misma incapacidad de plantear una defensa común que es lo que había permitido a Ciro, sesenta años atrás, conquistar una tras otra las ciudades jonias. Por consiguiente, Atenas tendría que enfrentarse, sólo apoyada por sus aliados plateos, a los persas o someterse a los mismos.
Según parece, los persas y los atenienses mantuvieron sus posiciones durante varios días; los persas, con su flota protegida por una marisma controlaban la parte septentrional de la llanura de Maratón desde donde realizaban incursiones, apoyados sobre todo por su caballería por la misma. Los atenienses, por su parte, estaban acampados en la parte meridional de la llanura, cerca de las colinas que rodean la misma y junto a un santuario dedicado a Heracles, para compensar su ausencia de caballería. Cada bando esperaba la decisión del contrario porque cada uno esperaba explotar las debilidades del enemigo; los atenienses presentaban una falange de hoplitas cuyos efectos podrían ser mortíferos si alcanzaban a los infantes persas entre los que predominaban tropas heterogéneas y con un armamento muy inferior. Los persas, sin embargo, disponían de gran número de arqueros, que podrían dificultar la aproximación ateniense y, sobre todo, de una numerosa caballería que hostigaría a la falange en movimiento. Además, los persas esperaban que los agentes de Hipias y sus partidarios hicieran su trabajo y forzasen la rendición de Atenas o, en el peor de los casos, la defección o la deserción de parte del ejército ateniense.
Los detalles exactos de lo que ocurrió esos días no los conocemos bien; espías de uno y otro bando (no hay que olvidar que en el ejército persa había un contingente no precisable pero sin duda importante de griegos del Este) informaban y desinformaban de lo que ocurría en cada ejército. El día que le correspondía el mando a Milcíades los espías informaron de que la caballería persa no estaba ya en Maratón. Las causas son difíciles de saber y, en todo caso, no toda la caballería estaba ausente. Las opciones son, básicamente, dos: o que parte del ejército persa, con buena parte de la caballería, había partido durante la noche para dirigirse a Falero e intentar entrar en Atenas, apoyado en parte de los atenienses disidentes o que la caballería persa se hallaba el día en cuestión ausente bien por estar forrajeando o bien por estar realizando misiones de control o de otro tipo. Sea como fuere, parecía el momento oportuno para ofrecer combate. El ejército persa seguía siendo mucho más numeroso que el griego, por lo que, para evitar que su línea de combate fuera muy superior, se decidió ampliar el frente de la falange griega disminuyendo el grosor del centro, colocando a tres o cuatro hoplitas de fondo, en lugar de los usuales ocho. El centro griego se enfrentaría al centro persa en el que se encontraban las tropas escogidas persas; por el contrario, las alas griegas reforzadas se enfrentarían a las alas persas compuestas de tropas de peor calidad.
Decidido el orden de combate, había que evitar el daño que las flechas podrían causar en la falange en pleno avance; la solución adoptada fue que los griegos cubrieran buena parte de la distancia que les separaba de los persas (unos mil cuatrocientos metros) a marchas forzadas para iniciar la carga a la carrera a unos ciento cincuenta o doscientos metros, que era la distancia en la que las flechas persas eran letales. Cuando llegaron a las manos, el centro griego se desmoronó y cedió pero, al tiempo, las alas persas se vieron superadas por la fuerza griega; las tropas de las alas persas se dieron a la fuga, lo que permitió a las alas griegas rodear al centro persa, que había superado con creces sus líneas. Neutralizado el centro persa y puestos en fuga los supervivientes, junto con las alas derrotadas, la victoria era de los griegos, que se dedicaron a perseguir a los fugitivos hasta las naves; aunque en condiciones difíciles lograron embarcar, no sin que muchos perecieran ahogados en las marismas que protegían la flota, y partir en dirección a Atenas. En la batalla dejaron la vida unos 6.400 persas y 192 atenienses.
Los persas se dirigieron a Atenas por mar, mientras que los atenienses hicieron el recorrido por tierra de modo tal que cuando los persas llegaron a Falero la fuerza ateniense les estaba aguardando, impidiendo su desembarco. La Primera Guerra Médica se saldó en una sola batalla y los persas tuvieron que retirarse a Asia porque el verano ya tocaba a su fin. Cuando volvieran lo harían retomando la ruta que ya había probado Mardonio y con mayores efectivos y mejor planificación.

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