La victoria persa en la batalla
de Lade (494) y la pacificación que se llevó a cabo en los años siguientes
significaron no sólo la pérdida de la libertad de las ciudades de la Grecia del
Este sino, lo que era de mayor importancia desde la perspectiva persa, el
cierre de un peligroso frente que ponía en riesgo sus intereses sobre las costas
europeas del Mar Egeo; por ende, una vez pacificadas las ciudades griegas de
Asia el imperio Aqueméni- da podría disponer de nuevo de sus recursos
militares, tanto de fuerzas terrestres como, mucho más importante para Darío,
de sus importantes recursos navales. En los años siguientes los persas
iniciarán un camino que los conducirá hasta la llanura de Maratón a finales del
verano de 490.
Es bastante probable que Darío no
estuviese del todo satisfecho de cómo se había llevado a cabo la guerra; la
dispersión del mando, algunos fracasos incomprensibles (por ejemplo, la
expedición terrestre a Sardis) e, incluso, la propia resistencia mostrada por
la flota jonia a pesar de la intensa campaña llevada a cabo por los persas para
conseguir la defección de la mayor cantidad posible de aliados, no eran
elementos halagüeños si el rey quería acabar la conquista del Egeo. Eso explica
que, una vez lograda la paz, se produzca en 492 un brusco cambio del mando, que
implica el cese de todos los generales que estaban actuando en el teatro de
operaciones occidental para nombrar a Mardonio (Hdt., 6.43) como general único
encargado de la campaña en Europa; eso sería una prueba más de la
insatisfacción que existía en la corte de Darío por la gestión que se había
dado a la crisis en los años previos.
Este descontento se observa
también en la destitución de buena parte de los gobiernos tiránicos existentes
en las ciudades jonias, y que habían sido apoyados hasta entonces por los
persas, estableciéndose sistemas de tipo más abierto, que Heródoto no duda en
calificar de democráticos (Hdt., 6.43). Parece fuera de toda duda que Mardonio,
que debió de informarse acerca de los motivos de la revuelta recién sofocada, y
deseoso de contar con el apoyo imprescindible de los jonios para atacar a
Grecia, juzgó que uno de los motivos de insatisfacción venía de un régimen
político que, como la tiranía, resultaba ya especialmente desagradable para los
griegos. Por ello, Mardonio acabó con tales regímenes en aquellas ciudades
donde podía resultar más insoportable, aunque la tiranía se mantuvo en otras
ciudades en las que quizá los tiranos no se habían hecho demasiado odiosos.
A los persas les había quedado
claro tras la revuelta jonia y tras el desenlace no demasiado satisfactorio de
la campaña que el propio Darío había emprendido contra los escitas años atrás,
que el único medio de realizar conquistas rápidas y de afianzarlas era
empleando al tiempo al ejército de tierra y a la flota; el primero
neutralizaría a los combatientes enemigos y, en caso de necesidad, sitiaría las
ciudades mientras que la segunda impediría que recibiesen socorros por mar
consiguiendo así un aislamiento total de las ciudades que no se rindiesen. El
pretexto para la invasión de Grecia, al menos tal y como parte de los griegos
lo veían, era la intervención de Atenas y Eretria en la Revuelta Jonia (Hdt.,
6.44) aunque es bastante probable que dicho pretexto no engañase a muchos y, al
menos, no suele engañar a los historiadores contemporáneos. Ya desde la
creación del imperio aqueménida con Ciro, los persas se habían convertido en
una potencia imperialista que no hacía sino seguir, a mucha mayor escala, los
pasos de otros grandes imperios orientales, empezando por los aca- dios ya en
el tercer milenio. Tanto Ciro como su sucesor Cambises habían sido grandes
conquistadores; el sucesor de éste, Darío, había llevado los intereses persas
hasta Europa, tanto hacia los territorios que bordeaban el Mar Negro como hacia
las costas septentrionales del Egeo y, si interpretamos de modo adecuado los
acontecimientos que provocaron la Revuelta Jonia, en ese momento los persas,
con la ayuda de sus súbditos y aliados jonios, estaban planeando el inicio de
la conquista de las Cicladas, empezando por Naxos. Y para llevar a cabo esta
política los persas no necesitaban argumentar pretextos de ningún tipo; la
dinámica propia del imperio era la conquista territorial como medio de
incrementar los beneficios del rey y de su cada vez más numerosa serie de
dignatarios cuya satisfacción personal merced a las riquezas conseguidas debía
traducirse en una lealtad sin fisuras al monarca. Era esta dinámica la que
Darío puso en marcha en el inicio de su reinado y en la que la Revuelta Jonia
no supuso más que un breve retraso que, además, sirvió para que los persas reforzaran,
y no siempre por la fuerza, la adhesión de los jonios a la causa imperial.
Sí parece que el nombramiento de
Mardonio introdujo algún cambio en la que parece haber sido la estrategia
dominante en 499, en vísperas de la revuelta, puesto que en aquel momento
parece haberse considerado más interesante utilizar el puente de islas (Naxos,
Paros, Andros) para alcanzar al fin Eubea (Hdt., 5.31); ahora, en 492 Mardonio
vuelve a una estrategia más "tradicional", que consistía en bordear
la costa desde Mace- donia hacia el sur, retomando la campaña en el mismo lugar
en el que se había detenido años atrás después del final de la expedición de
Darío al Mar Negro (512). La expedición, sin embargo, fracasó en seguida porque
la flota persa se hundió, como consecuencia de una tormenta, en las peligrosas
aguas del monte Atos perdiéndose, si aceptamos las cifras de Heródoto,
trescientas naves y veinte mil hombres (Hdt., 6.44). También por tierra recibió
ataques de los indígenas tracios aunque los persas consiguieron rechazarlos y
afianzar su dominio. La campaña sin duda no había tenido el éxito previsto,
pero al menos había permitido consolidar el dominio persa en el Egeo norte.
Al año siguiente Darío envía
emisarios a las ciudades griegas reclamándolas su sumisión, lo que se hacía
mediante la fórmula simbólica de entregar al rey tierra y agua; al tiempo, y a
las ciudades aliadas y súbditas les enviaba instrucciones para que aceleraran
la construcción de naves de guerra y de transporte. El ultimátum persa provocó
situaciones diversas en las ciudades griegas y mientras que algunas aceptaron
las condiciones persas or ejemplo Egina), otras las rechazaron, como Atenas y
Esparta.
El año 490 se concentraron en
Cilicia seiscientos trirremes y una cifra indeterminada de naves de transporte
para las tropas terrestres y los caballos; destituido Mardonio, Darío colocó al
frente de la expedición a Datis y a Artafernes, este último hijo del que había
combatido a los jonios durante la revuelta como sátrapa de Sardes. El plan de combate
que ahora se emplea es el que Artafernes padre había puesto en práctica en 499,
que consistía en ir de isla en isla, empezando por Naxos, sometiéndolas y
esclavizando a sus habitantes. Al desembarcar en Eubea resisten Caristo y
Eretria pero ambas son tomadas; Eretria es despoblada, y los habitantes
supervivientes son deportados a una región cerca de Babilonia. El siguiente
paso de Datis será Atenas, que no había ayudado a la condenada Eretria cuando
podía hacerlo. El objetivo persa era, entre otros, restablecer al antiguo
tirano Hipias.
La situación en Atenas dista de
ser clara en los años previos al enfrentamiento con los persas. El triunfo de
Clístenes y su sistema político, que ampliaba de forma considerable la
ciudadanía ateniense y, por consiguiente, su potencialidad militar, había
provocado temores en Grecia; los propios espartanos, que habían ayudado a
expulsar a los tiranos, reconsiderarán su postura hacia 507 y de nuevo al año
siguiente (Hdt., 5.76). Del mismo modo, Atenas aún no había definido su
posición con respecto a los persas y hacia esa misma época (Hdt., 5.73) parece
haber ofrecido la tierra y el agua a Artafernes, el sátrapa de Sardes. Los años
siguientes, enfrentada con Calcis, Tebas y Egina, Atenas consigue ir
consolidando su oposición; para Esparta, la única posibilidad que se le brinda
en su intento de disminuir el poder ateniense es tratar de reponer al tirano
Hipias, a quien ella misma había contribuido a derrocar. La oposición de
Corinto hará que el tirano se refugie en Sardes, donde Artafernes exigirá su
reposición. Es posible que ello haya contribuido al cambio de postura ateniense
con respecto a los persas y al envío de ayuda a los jonios poco después. Sin
embargo, en Atenas siguió habiendo partidarios del tirano y, por extensión de
los persas durante bastante tiempo después.
Tras la caída y destrucción de
Eretria, los persas desembarcan en la llanura de Maratón, guiados por Hipias,
por ser la zona más apta para el empleo de la caballería (Hdt., 6.102); sería
con bastante probabilidad en la segunda quincena de septiembre de 490. El
objetivo parece haber sido forzar, como había ocurrido en otras ciudades,
incluida Ere- tria, las disensiones civiles y permitir una conquista más fácil.
Los atenienses envían hasta Maratón, situado a unos cuarenta kilómetros de
Atenas, en la costa nororiental del Ática a todo su ejército, compuesto de diez
mil hoplitas, al que se unió el ejército de Platea que contaba con mil; los
efectivos persas duplicaban o triplicaban los griegos. El ejército ateniense
que acudió a Maratón era ya el que había quedado diseñado en las reformas de
Clístenes, compuesto de diez batallones, uno por cada una de las nuevas tribus
atenienses, comandado cada uno por un general o estratego elegido de entre los
miembros de cada tribu. La dirección nominal del ejército la tenía el arconte
polemarco, una reliquia del viejo sistema político; da la impresión de que aún
no estaban definidas por completo las relaciones entre los estrategos y el
polemarco. Por su parte, cada estratego ejercía por turno, cada día, el mando
de la totalidad del ejército, quizá junto al polemarco; del conjunto de los
estrategos nuestras fuentes resaltan sobre todo a Milcíades. Este complejo
mecanismo parece haber provocado problemas, que se derivaban también del
diferente grado de convicción, entre los generales, sobre la actuación que
debían seguir frente a los persas puesto que quizá hubiese entre ellos todavía
partidarios de la tiranía y del entendimiento con los persas. La consecuencia
fue que se produjo un empate, con cinco estrategos dispuestos a combatir y
otros cinco no; el éxito de Milcíades fue convencer al polemarco para que se
sumase a su posición a favor de la lucha y rompiese el empate.
Antes incluso de que el ejército
ateniense hubiese partido hacia Maratón se envió una petición formal de ayuda a
los espartanos; éstos pretextaron motivos religiosos para dilatar el envío de
esta ayuda y cuando ésta llegó la batalla ya había concluido. No es que Esparta
fuese favorable a los persas, sino que para ellos era muy arriesgado enviar a
sus tropas a más de doscientos de kilómetros de su ciudad dejando a la misma
indefensa; preferían esperar en el Peloponeso el ataque persa y defenderse
allí. Sin duda vemos en esta campaña la misma incapacidad de plantear una
defensa común que es lo que había permitido a Ciro, sesenta años atrás,
conquistar una tras otra las ciudades jonias. Por consiguiente, Atenas tendría
que enfrentarse, sólo apoyada por sus aliados plateos, a los persas o someterse
a los mismos.
Según parece, los persas y los
atenienses mantuvieron sus posiciones durante varios días; los persas, con su
flota protegida por una marisma controlaban la parte septentrional de la
llanura de Maratón desde donde realizaban incursiones, apoyados sobre todo por
su caballería por la misma. Los atenienses, por su parte, estaban acampados en
la parte meridional de la llanura, cerca de las colinas que rodean la misma y
junto a un santuario dedicado a Heracles, para compensar su ausencia de
caballería. Cada bando esperaba la decisión del contrario porque cada uno
esperaba explotar las debilidades del enemigo; los atenienses presentaban una
falange de hoplitas cuyos efectos podrían ser mortíferos si alcanzaban a los
infantes persas entre los que predominaban tropas heterogéneas y con un
armamento muy inferior. Los persas, sin embargo, disponían de gran número de
arqueros, que podrían dificultar la aproximación ateniense y, sobre todo, de
una numerosa caballería que hostigaría a la falange en movimiento. Además, los
persas esperaban que los agentes de Hipias y sus partidarios hicieran su
trabajo y forzasen la rendición de Atenas o, en el peor de los casos, la
defección o la deserción de parte del ejército ateniense.
Los detalles exactos de lo que
ocurrió esos días no los conocemos bien; espías de uno y otro bando (no hay que
olvidar que en el ejército persa había un contingente no precisable pero sin
duda importante de griegos del Este) informaban y desinformaban de lo que
ocurría en cada ejército. El día que le correspondía el mando a Milcíades los
espías informaron de que la caballería persa no estaba ya en Maratón. Las
causas son difíciles de saber y, en todo caso, no toda la caballería estaba
ausente. Las opciones son, básicamente, dos: o que parte del ejército persa,
con buena parte de la caballería, había partido durante la noche para dirigirse
a Falero e intentar entrar en Atenas, apoyado en parte de los atenienses
disidentes o que la caballería persa se hallaba el día en cuestión ausente bien
por estar forrajeando o bien por estar realizando misiones de control o de otro
tipo. Sea como fuere, parecía el momento oportuno para ofrecer combate. El
ejército persa seguía siendo mucho más numeroso que el griego, por lo que, para
evitar que su línea de combate fuera muy superior, se decidió ampliar el frente
de la falange griega disminuyendo el grosor del centro, colocando a tres o
cuatro hoplitas de fondo, en lugar de los usuales ocho. El centro griego se
enfrentaría al centro persa en el que se encontraban las tropas escogidas persas;
por el contrario, las alas griegas reforzadas se enfrentarían a las alas persas
compuestas de tropas de peor calidad.
Decidido el orden de combate,
había que evitar el daño que las flechas podrían causar en la falange en pleno
avance; la solución adoptada fue que los griegos cubrieran buena parte de la
distancia que les separaba de los persas (unos mil cuatrocientos metros) a
marchas forzadas para iniciar la carga a la carrera a unos ciento cincuenta o
doscientos metros, que era la distancia en la que las flechas persas eran
letales. Cuando llegaron a las manos, el centro griego se desmoronó y cedió
pero, al tiempo, las alas persas se vieron superadas por la fuerza griega; las
tropas de las alas persas se dieron a la fuga, lo que permitió a las alas griegas
rodear al centro persa, que había superado con creces sus líneas. Neutralizado
el centro persa y puestos en fuga los supervivientes, junto con las alas
derrotadas, la victoria era de los griegos, que se dedicaron a perseguir a los
fugitivos hasta las naves; aunque en condiciones difíciles lograron embarcar,
no sin que muchos perecieran ahogados en las marismas que protegían la flota, y
partir en dirección a Atenas. En la batalla dejaron la vida unos 6.400 persas y
192 atenienses.
Los persas se dirigieron a Atenas
por mar, mientras que los atenienses hicieron el recorrido por tierra de modo
tal que cuando los persas llegaron a Falero la fuerza ateniense les estaba
aguardando, impidiendo su desembarco. La Primera Guerra Médica se saldó en una
sola batalla y los persas tuvieron que retirarse a Asia porque el verano ya
tocaba a su fin. Cuando volvieran lo harían retomando la ruta que ya había
probado Mardonio y con mayores efectivos y mejor planificación.
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