El nacimiento de un hijo legítimo
y futuro ciudadano era uno de los principales acontecimientos familiares y se
vivía con una mezcla de alegría y angustia, debido a la alta tasa de mortalidad
infantil y al elevado riesgo que corría también la vida de la madre. La mujer
daba a luz asistida por las mujeres de la familia y sólo en contadas ocasiones
se recurría a una comadrona profesional. Tras el nacimiento, el padre colocaba
una rama de olivo en su puerta, si el neonato era niño, o una cinta si era
niña. Así notificaba la buena nueva a sus vecinos. Sin embargo, como los
métodos anticonceptivos eran prácticamente ineficaces, podía ocurrir que un hijo
no deseado comprometiera gravemente la situación económica familiar, o bien
éste podía tener apreciables defectos. Por ello, el padre tenía derecho a
rechazar al hijo, que era expuesto, dentro de una vasija, en un lugar
determinado y conocido por todos. En ocasiones, quizá a menudo, el neonato era
recogido por otra persona que podía adoptarlo o reducirlo a la esclavitud.
Ciertamente, la exposición era más frecuente entre las niñas que entre los
niños, pero no debía de ser algo muy común; en algunas ciudades, como Tebas,
estaba expresamente prohibida, en otras, como Atenas, era mal vista (Platón, Teeteto, 160e); de hecho, si únicamente
un 10% de los neonatos hubiera sido expuesto, la tasa de crecimiento de los
ciudadanos hubiera sido fuertemente negativa.
A la semana del alumbramiento
tenía lugar la fiesta de las Anfidromías, durante las cuales se purificaba
ritualmente a la madre y a cuantas mujeres hubieran tomado parte en el parto.
El padre llevaba entonces en brazos a su hijo dando varias vueltas al altar
familiar en símbolo de aceptación. A partir de este momento el recién nacido no
podía ser rechazado. Tres días después tenía lugar un banquete de celebración
en el que los parientes entregaban diversos regalos y amuletos al niño y el
padre daba a conocer el nombre de su retoño.
Durante sus primeros años, la
vida del niño transcurría en el gineceo bajo el cuidado de la madre o, si se
trataba de una familia medianamente acomodada, de una nodriza, libre o esclava,
que libraba a la madre de las más arduas obligaciones de la maternidad y que
solía amamantar al neonato. En el gineceo, el infante escuchaba los mitos, los
cuentos y las canciones de las mujeres y se recreaba con sus juguetes: pelotas,
tabas, aros, figuras de terracota, muñecos articulados, etc. Si era niño, hacia
los seis o siete años, daba comienzo su instrucción. Era confiado entonces a un
pedagogo, un esclavo que cumplía múltiples funciones: acompañaba al niño, le
llevaba a clase y transportaba el material escolar, cuidaba de que asistiera a
la escuela, le enseñaba buenos modales, le tomaba la lección e incluso podía
castigarle si se portaba mal. Las clases tenían lugar en la vivienda del
maestro, comenzaban poco después del amanecer y finalizaban poco antes del
anochecer. Con el maestro, el niño aprendía lectura, escritura, poesía,
rudimentos matemáticos y algunos conocimientos generales. Dos o tres años
después el músico le enseñaba a cantar, bailar y a tocar varios instrumentos
musicales como la lira y la flauta. A los catorce años empezaba lo que
podríamos llamar la enseñanza secundaria con el gramático, que impartía
nociones de Gramática, Retórica, Lógica y Geometría. O bien antes, a los doce
años, o bien al mismo tiempo, comenzaba también su educación física, que tenía
suma importancia entre los griegos. En el gimnasio, un edificio que constaba de
un amplio patio porticado (la palestra) y un estadio, a las órdenes del
paidotriba, el joven realizaba múltiples ejercicios como lanzamiento de disco y
jabalina, salto de longitud, carreras y lucha. Al cumplir los dieciocho años
era considerado ya un ciudadano y comenzaba entonces su instrucción militar,
centrada en el manejo de las armas y en las maniobras de la falange. En Atenas,
dicho adiestramiento se llamaba efebía y duraba dos años. De este modo, a los
veinte años, podemos considerar que el joven griego cumplía su educación. Salvo
en familias de muy escasos recursos, esta clase de educación estaba bastante
difundida. Una tasa elevada de analfabetismo hubiera sido difícil de conciliar
con las necesidades que imponía la participación en la vida de la pólis y la publicidad de muchas de sus
decisiones. Pasados los veinte años de edad, el ciudadano continuaba educándose
a lo largo de toda su vida con su participación en las instituciones políticas
y su asistencia al teatro pero, para seguir cultivándose de una manera más
profunda, un joven rico podía tomar lecciones de los sofistas, educadores
retribuidos que enseñaban Retórica, Filosofía, Política y un gran número de
saberes, o acudir, a partir del siglo IV, a una Escuela de Retórica, como la
famosa de Isócrates, o a una de Filosofía, como la Academia de Platón o el
Liceo aristotélico. Filosofía y Retórica conformaron desde entonces lo que
podríamos denominar enseñanza superior.
Desconocemos prácticamente todo
lo relativo a la educación femenina, pero hay indicios suficientes para
suponerla bastante diferente a la masculina. La educación griega separaba
estrictamente ambos sexos; las niñas podían acudir a la escuela o se educaban
en la casa con la ayuda de la madre, una esclava instruida o un pariente
incluso. La joven aprendía a leer y escribir, a cantar y a tocar la lira, las
obligaciones que habría de tener en el futuro como cocinar, tejer, llevar la
casa y a comportarse debidamente (como los hombres querían) con discreción,
mesura y gravedad.
Normalmente el joven permanecía
en la casa del padre hasta los treinta años, una buena edad, según los griegos,
para que un hombre se casara y fundara un nuevo hogar, lo que le libraba de
cualquier vínculo que lo sometiera a su padre. Por el contrario, las muchachas
alcanzaban la edad núbil mucho antes, hacia los quince años. El matrimonio era
un acuerdo concertado entre el suegro y el yerno, no solía tener en cuenta la
opinión de la novia y el amor no era la primera consideración. Se trataba en
realidad de una meditada unión de riquezas e intereses destinada, además, a la
procreación de hijos legítimos. El matrimonio constaba de dos partes, el
contrato verbal y la entrega de la novia o celebración propiamente dicha. En
primer lugar, el suegro se comprometía verbalmente ante testigos a otorgar a su
hija en matrimonio ante el futuro yerno. En este momento se fijaba también la
dote y la fecha de celebración de los posteriores esponsales. La boda estaba
presidida, en representación de cada una de las partes, por un padrino
(paraninfo) y una madrina (paraninfa) y en ella ocupaban un lugar especial los
dioses domésticos. La ceremonia tenía sobre todo la finalidad de asegurar la
fecundidad y la prosperidad al nuevo matrimonio y de alejar toda desgracia y
mal presagio. La víspera se realizaban sacrificios a los dioses protectores del
matrimonio (Zeus, Hera, Artemisa, Leto). Acto seguido las mujeres de familia
recogían el agua de una fuente sagrada con la que habría de realizarse el baño
de purificación y despedida de la novia. En el día de la boda ambas casas se
adornaban con ramas de olivo y laurel y tenía lugar el banquete nupcial en casa
de la novia. Al atardecer, un cortejo conducía a la novia a la casa de su
futuro esposo, donde el recién casado hacía entrar a la joven esposa en su casa
y la conducía directamente al tálamo conyugal. Al día siguiente, los padres de
la novia volvían a la casa del yerno, acompañados de flautistas. Es posible que
entonces tuviera lugar la entrega de la dote.
De acuerdo con las leyes el
marido cuidaba de forma exclusiva del patrimonio y su actividad transcurría la
mayor parte del tiempo fuera de la casa. En líneas generales es posible
reconstruir la vida diaria de un ciudadano. Tras levantarse con las primeras
luces del alba, el griego tomaba el akrátismos,
un desayuno compuesto por una rebanada de pan mojada en vino puro, algunas
aceitunas e higos frescos o secos. Después de esta breve colación, el ciudadano
se encaminaba usualmente al ágora a hacer la compra diaria, si es que no
contaba con un esclavo o esclava para realizarla. A esas horas, hacia las
nueve, el ágora se encontraba atestada y era un buen momento para adquirir los
alimentos, visitar los talleres o charlar con los amigos bajo un pórtico o en
una trastienda. Una vez realizada la compra, si el ciudadano era razonablemente
acomodado, encargaba a un muchacho que llevara las viandas a casa y él se
dirigía al campo, pues la mayor parte de los ciudadanos eran agricultores y
cultivaban ellos mismos sus tierras con ayuda de algún esclavo, si bien en
momentos de mucho trabajo siempre se podían contratar jornaleros. Normalmente
se desplazaba andando y no en caballería y, por ello, lo mejor era que el
terreno estuviera situado como máximo a una hora de caminata (unos cinco
kilómetros). A lo largo del día, el ciudadano solía comer poco, algo de vino,
un pedazo de pan de cebada, un par de cebollas, un poco de queso y un puñado de
aceitunas constituían todo su alimento matutino. Al anochecer, regresaba a
casa; era el momento de la cena, el deip-
non, la principal comida del día.
La mujer solía permanecer en la
casa, no recluida sino ocupada en numerosas tareas domésticas. Ella se
encargaba de la cocina, la limpieza, el lavado de la ropa, el abastecimiento de
agua y el llenado de las lámparas de aceite. Parte importante de su tiempo se
consumía en el telar. Era normal que estuviera ayudada por alguna esclava. Sus
obligaciones iban más allá de estas ocupaciones, de hecho, sobre ella recaían
graves responsabilidades: debía ordenar toda la vida de la casa, vigilar a los
sirvientes, cuidar de que todo estuviera en orden, ocuparse de la crianza y las
necesidades de los hijos y, sobre todo, administrar y regular el consumo con
mesura y previsión, sin quemía (la
administración de la casa), sin la cual era imposible el funcionamiento normal
de las familias y de la vida griega. Su trabajo dentro de la casa le dejaba
poco espacio para el ocio y el aburrimiento. Las horas libres transcurrían en
el tocador, en las charlas con las vecinas, en el sosegado ambiente de los
patios o en visitas a familiares y amigas. Por último, las fiestas, procesiones
y celebraciones religiosas suponían ocasiones muy especiales para apartar
momentáneamente sus preocupaciones cotidianas, mostrar su belleza y su
posición.
Todo griego esperaba que, al
morir, sus familiares le tributaran un funeral digno. En primer lugar, las
mujeres de la familia preparaban el cuerpo del difunto ungiéndolo con aceite,
cubriéndolo con ropas limpias y envolviéndolo con unas vendas enceradas que
sólo dejaban al descubierto la cara. Después, el cadáver era metido en su ataúd
y expuesto la víspera del entierro a las puertas de su casa. Al día siguiente,
el cortejo fúnebre, encabezado por la esposa o el pariente más próximo, al son
de flautas, se dirigía al cementerio donde se le enterraba o se le incineraba y
se realizaban las libaciones rituales. Al regreso tenía lugar el banquete
funerario y se purificaba la casa puesto que había albergado un cadáver, que los
griegos consideraban impuro.
Las excavaciones arqueológicas
prueban que la inmensa mayoría de las casas griegas eran en el siglo V de
pretensiones modestas y, excepto por su tamaño, nada permitía distinguir las
viviendas de los ricos y de los pobres. Normalmente las casas urbanas servían
cada una de ellas de residencia a una sola familia y estaban adosadas formando
manzanas. Se construían con materiales poco costosos, poseían un zócalo de
piedra y un alzado de muros de adobe, que sustentaba una techumbre de madera
cubierta por tejas de terracota. Las ventanas eran pequeñas y se disponían muy
altas en la fachada ya que su finalidad no era proporcionar vistas a la calle
sino luz y aire fresco al interior de la vivienda. Aunque bastante diferentes
en su planta, síntoma claro de que eran diseñadas por cada particular, todas
las casas obedecían a supuestos muy similares. Solían contar con dos plantas y
se organizaban en torno a un patio central en el que estaba el altar familiar y
a menudo el pozo y al que se abrían las principales habitaciones. Junto al
patio podía disponerse un pequeño porche que servía de distribuidor de las
diferentes habitaciones (casa con prostas),
o existía un pórtico más alargado al menos en uno de sus lados (casa con pastas) o bien, finalmente, todo el
patio estaba rodeado por un pórtico colum- nado (casa con peristilo).
Usualmente las estancias más importantes se disponían sobre el lado norte,
orientadas hacia el sur y abiertas al patio, lo que las hacía frescas y
soleadas en verano y calientes en invierno (X., Mem., 8.8.9, Econ.; 9.4).
La casa contaba con una despensa, muchas veces una pieza con grandes vasijas de
cerámica (pithoi) enterradas en el
suelo, una cocina, donde estaba el hogar, y un baño, próximo a la cocina.
Comprendía además otras estancias indispensables: el androceo, la habitación
masculina, el gineceo, la estancia de las mujeres y el tálamo conyugal. El
androceo era una habitación cuadrangular próxima a la entrada y estaba provista
de una plataforma elevada, que corría a lo largo de las paredes, sobre la que
se disponían los divanes. Solía poseer también una antesala. El gineceo se
encontraba normalmente en el piso de arriba o en la zona más apartada de la
calle. Junto a él estaba el tálamo conyugal, la alcoba de ambos esposos, donde
se guardaban también los objetos más preciosos como vajillas, muebles y dinero.
Otras habitaciones podían tener un uso flexible.
Los suelos eran de tierra
apisonada o mortero y únicamente el patio estaba pavimentado con losas de
piedra. Las paredes recibían un simple enlucido o encalado. El mobiliario era
muy escaso, podía transportarse de habitación en habitación y comprendía
básicamente mesas, sillería, arcones, lámparas, braseros, hornillos y yacijas.
Las colgaduras de tela que decoraban las paredes, las telas y cojines de sillas
y divanes proporcionaban un ambiente cálido.
Algunas estancias que sólo tenían
acceso desde la calle debían ser tiendas o talleres, donde solía trabajar el
propietario de la casa. Las casas rurales tenían una disposición similar,
aunque con instalaciones específicas (vallados, colmenas de barro, etc.), y
muchas de ellas estaban dotadas de una torre que hacía las veces de almacén y
defensa.
A finales del siglo V y
principios del IV podemos datar la introducción de importantes innovaciones:
las casas se hicieron más espaciosas y lujosas (Dem., 23.206-208), el patio se
convirtió en un peristilo rodeado de columnas (cfr. Platón, Protágoras,
314d), en las habitaciones principales comenzaron a emplearse suelos de
mosaicos, normalmente de teselas negras y blancas, y apareció la pintura mural
y el estuco de viva policromía, imitando manipostería y sillería isodómica.
Durante la época helenística las
casas ricas se construyeron aún más amplias y opulentas y los mosaicos y las
pinturas, ambos de profuso colorido, se hicieron más frecuentes.
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