domingo, 24 de diciembre de 2017

Atlas histórico del mundo griego antiguo Adolfo J Domínguez José Pascual Capítulo 30 La vida cotidiana y la casa

El nacimiento de un hijo legítimo y futuro ciudadano era uno de los principales acontecimientos familiares y se vivía con una mezcla de alegría y angustia, debido a la alta tasa de mortalidad infantil y al elevado riesgo que corría también la vida de la madre. La mujer daba a luz asistida por las mujeres de la familia y sólo en contadas ocasiones se recurría a una comadrona profesional. Tras el nacimiento, el padre colocaba una rama de olivo en su puerta, si el neonato era niño, o una cinta si era niña. Así notificaba la buena nueva a sus vecinos. Sin embargo, como los métodos anticonceptivos eran prácticamente ineficaces, podía ocurrir que un hijo no deseado comprometiera gravemente la situación económica familiar, o bien éste podía tener apreciables defectos. Por ello, el padre tenía derecho a rechazar al hijo, que era expuesto, dentro de una vasija, en un lugar determinado y conocido por todos. En ocasiones, quizá a menudo, el neonato era recogido por otra persona que podía adoptarlo o reducirlo a la esclavitud. Ciertamente, la exposición era más frecuente entre las niñas que entre los niños, pero no debía de ser algo muy común; en algunas ciudades, como Tebas, estaba expresamente prohibida, en otras, como Atenas, era mal vista (Platón, Teeteto, 160e); de hecho, si únicamente un 10% de los neonatos hubiera sido expuesto, la tasa de crecimiento de los ciudadanos hubiera sido fuertemente negativa.
A la semana del alumbramiento tenía lugar la fiesta de las Anfidromías, durante las cuales se purificaba ritualmente a la madre y a cuantas mujeres hubieran tomado parte en el parto. El padre llevaba entonces en brazos a su hijo dando varias vueltas al altar familiar en símbolo de aceptación. A partir de este momento el recién nacido no podía ser rechazado. Tres días después tenía lugar un banquete de celebración en el que los parientes entregaban diversos regalos y amuletos al niño y el padre daba a conocer el nombre de su retoño.
Durante sus primeros años, la vida del niño transcurría en el gineceo bajo el cuidado de la madre o, si se trataba de una familia medianamente acomodada, de una nodriza, libre o esclava, que libraba a la madre de las más arduas obligaciones de la maternidad y que solía amamantar al neonato. En el gineceo, el infante escuchaba los mitos, los cuentos y las canciones de las mujeres y se recreaba con sus juguetes: pelotas, tabas, aros, figuras de terracota, muñecos articulados, etc. Si era niño, hacia los seis o siete años, daba comienzo su instrucción. Era confiado entonces a un pedagogo, un esclavo que cumplía múltiples funciones: acompañaba al niño, le llevaba a clase y transportaba el material escolar, cuidaba de que asistiera a la escuela, le enseñaba buenos modales, le tomaba la lección e incluso podía castigarle si se portaba mal. Las clases tenían lugar en la vivienda del maestro, comenzaban poco después del amanecer y finalizaban poco antes del anochecer. Con el maestro, el niño aprendía lectura, escritura, poesía, rudimentos matemáticos y algunos conocimientos generales. Dos o tres años después el músico le enseñaba a cantar, bailar y a tocar varios instrumentos musicales como la lira y la flauta. A los catorce años empezaba lo que podríamos llamar la enseñanza secundaria con el gramático, que impartía nociones de Gramática, Retórica, Lógica y Geometría. O bien antes, a los doce años, o bien al mismo tiempo, comenzaba también su educación física, que tenía suma importancia entre los griegos. En el gimnasio, un edificio que constaba de un amplio patio porticado (la palestra) y un estadio, a las órdenes del paidotriba, el joven realizaba múltiples ejercicios como lanzamiento de disco y jabalina, salto de longitud, carreras y lucha. Al cumplir los dieciocho años era considerado ya un ciudadano y comenzaba entonces su instrucción militar, centrada en el manejo de las armas y en las maniobras de la falange. En Atenas, dicho adiestramiento se llamaba efebía y duraba dos años. De este modo, a los veinte años, podemos considerar que el joven griego cumplía su educación. Salvo en familias de muy escasos recursos, esta clase de educación estaba bastante difundida. Una tasa elevada de analfabetismo hubiera sido difícil de conciliar con las necesidades que imponía la participación en la vida de la pólis y la publicidad de muchas de sus decisiones. Pasados los veinte años de edad, el ciudadano continuaba educándose a lo largo de toda su vida con su participación en las instituciones políticas y su asistencia al teatro pero, para seguir cultivándose de una manera más profunda, un joven rico podía tomar lecciones de los sofistas, educadores retribuidos que enseñaban Retórica, Filosofía, Política y un gran número de saberes, o acudir, a partir del siglo IV, a una Escuela de Retórica, como la famosa de Isócrates, o a una de Filosofía, como la Academia de Platón o el Liceo aristotélico. Filosofía y Retórica conformaron desde entonces lo que podríamos denominar enseñanza superior.
Desconocemos prácticamente todo lo relativo a la educación femenina, pero hay indicios suficientes para suponerla bastante diferente a la masculina. La educación griega separaba estrictamente ambos sexos; las niñas podían acudir a la escuela o se educaban en la casa con la ayuda de la madre, una esclava instruida o un pariente incluso. La joven aprendía a leer y escribir, a cantar y a tocar la lira, las obligaciones que habría de tener en el futuro como cocinar, tejer, llevar la casa y a comportarse debidamente (como los hombres querían) con discreción, mesura y gravedad.

Normalmente el joven permanecía en la casa del padre hasta los treinta años, una buena edad, según los griegos, para que un hombre se casara y fundara un nuevo hogar, lo que le libraba de cualquier vínculo que lo sometiera a su padre. Por el contrario, las muchachas alcanzaban la edad núbil mucho antes, hacia los quince años. El matrimonio era un acuerdo concertado entre el suegro y el yerno, no solía tener en cuenta la opinión de la novia y el amor no era la primera consideración. Se trataba en realidad de una meditada unión de riquezas e intereses destinada, además, a la procreación de hijos legítimos. El matrimonio constaba de dos partes, el contrato verbal y la entrega de la novia o celebración propiamente dicha. En primer lugar, el suegro se comprometía verbalmente ante testigos a otorgar a su hija en matrimonio ante el futuro yerno. En este momento se fijaba también la dote y la fecha de celebración de los posteriores esponsales. La boda estaba presidida, en representación de cada una de las partes, por un padrino (paraninfo) y una madrina (paraninfa) y en ella ocupaban un lugar especial los dioses domésticos. La ceremonia tenía sobre todo la finalidad de asegurar la fecundidad y la prosperidad al nuevo matrimonio y de alejar toda desgracia y mal presagio. La víspera se realizaban sacrificios a los dioses protectores del matrimonio (Zeus, Hera, Artemisa, Leto). Acto seguido las mujeres de familia recogían el agua de una fuente sagrada con la que habría de realizarse el baño de purificación y despedida de la novia. En el día de la boda ambas casas se adornaban con ramas de olivo y laurel y tenía lugar el banquete nupcial en casa de la novia. Al atardecer, un cortejo conducía a la novia a la casa de su futuro esposo, donde el recién casado hacía entrar a la joven esposa en su casa y la conducía directamente al tálamo conyugal. Al día siguiente, los padres de la novia volvían a la casa del yerno, acompañados de flautistas. Es posible que entonces tuviera lugar la entrega de la dote.

De acuerdo con las leyes el marido cuidaba de forma exclusiva del patrimonio y su actividad transcurría la mayor parte del tiempo fuera de la casa. En líneas generales es posible reconstruir la vida diaria de un ciudadano. Tras levantarse con las primeras luces del alba, el griego tomaba el akrátismos, un desayuno compuesto por una rebanada de pan mojada en vino puro, algunas aceitunas e higos frescos o secos. Después de esta breve colación, el ciudadano se encaminaba usualmente al ágora a hacer la compra diaria, si es que no contaba con un esclavo o esclava para realizarla. A esas horas, hacia las nueve, el ágora se encontraba atestada y era un buen momento para adquirir los alimentos, visitar los talleres o charlar con los amigos bajo un pórtico o en una trastienda. Una vez realizada la compra, si el ciudadano era razonablemente acomodado, encargaba a un muchacho que llevara las viandas a casa y él se dirigía al campo, pues la mayor parte de los ciudadanos eran agricultores y cultivaban ellos mismos sus tierras con ayuda de algún esclavo, si bien en momentos de mucho trabajo siempre se podían contratar jornaleros. Normalmente se desplazaba andando y no en caballería y, por ello, lo mejor era que el terreno estuviera situado como máximo a una hora de caminata (unos cinco kilómetros). A lo largo del día, el ciudadano solía comer poco, algo de vino, un pedazo de pan de cebada, un par de cebollas, un poco de queso y un puñado de aceitunas constituían todo su alimento matutino. Al anochecer, regresaba a casa; era el momento de la cena, el deip- non, la principal comida del día.
La mujer solía permanecer en la casa, no recluida sino ocupada en numerosas tareas domésticas. Ella se encargaba de la cocina, la limpieza, el lavado de la ropa, el abastecimiento de agua y el llenado de las lámparas de aceite. Parte importante de su tiempo se consumía en el telar. Era normal que estuviera ayudada por alguna esclava. Sus obligaciones iban más allá de estas ocupaciones, de hecho, sobre ella recaían graves responsabilidades: debía ordenar toda la vida de la casa, vigilar a los sirvientes, cuidar de que todo estuviera en orden, ocuparse de la crianza y las necesidades de los hijos y, sobre todo, administrar y regular el consumo con mesura y previsión, sin quemía (la administración de la casa), sin la cual era imposible el funcionamiento normal de las familias y de la vida griega. Su trabajo dentro de la casa le dejaba poco espacio para el ocio y el aburrimiento. Las horas libres transcurrían en el tocador, en las charlas con las vecinas, en el sosegado ambiente de los patios o en visitas a familiares y amigas. Por último, las fiestas, procesiones y celebraciones religiosas suponían ocasiones muy especiales para apartar momentáneamente sus preocupaciones cotidianas, mostrar su belleza y su posición.
Todo griego esperaba que, al morir, sus familiares le tributaran un funeral digno. En primer lugar, las mujeres de la familia preparaban el cuerpo del difunto ungiéndolo con aceite, cubriéndolo con ropas limpias y envolviéndolo con unas vendas enceradas que sólo dejaban al descubierto la cara. Después, el cadáver era metido en su ataúd y expuesto la víspera del entierro a las puertas de su casa. Al día siguiente, el cortejo fúnebre, encabezado por la esposa o el pariente más próximo, al son de flautas, se dirigía al cementerio donde se le enterraba o se le incineraba y se realizaban las libaciones rituales. Al regreso tenía lugar el banquete funerario y se purificaba la casa puesto que había albergado un cadáver, que los griegos consideraban impuro.
Las excavaciones arqueológicas prueban que la inmensa mayoría de las casas griegas eran en el siglo V de pretensiones modestas y, excepto por su tamaño, nada permitía distinguir las viviendas de los ricos y de los pobres. Normalmente las casas urbanas servían cada una de ellas de residencia a una sola familia y estaban adosadas formando manzanas. Se construían con materiales poco costosos, poseían un zócalo de piedra y un alzado de muros de adobe, que sustentaba una techumbre de madera cubierta por tejas de terracota. Las ventanas eran pequeñas y se disponían muy altas en la fachada ya que su finalidad no era proporcionar vistas a la calle sino luz y aire fresco al interior de la vivienda. Aunque bastante diferentes en su planta, síntoma claro de que eran diseñadas por cada particular, todas las casas obedecían a supuestos muy similares. Solían contar con dos plantas y se organizaban en torno a un patio central en el que estaba el altar familiar y a menudo el pozo y al que se abrían las principales habitaciones. Junto al patio podía disponerse un pequeño porche que servía de distribuidor de las diferentes habitaciones (casa con prostas), o existía un pórtico más alargado al menos en uno de sus lados (casa con pastas) o bien, finalmente, todo el patio estaba rodeado por un pórtico colum- nado (casa con peristilo). Usualmente las estancias más importantes se disponían sobre el lado norte, orientadas hacia el sur y abiertas al patio, lo que las hacía frescas y soleadas en verano y calientes en invierno (X., Mem., 8.8.9, Econ.; 9.4). La casa contaba con una despensa, muchas veces una pieza con grandes vasijas de cerámica (pithoi) enterradas en el suelo, una cocina, donde estaba el hogar, y un baño, próximo a la cocina. Comprendía además otras estancias indispensables: el androceo, la habitación masculina, el gineceo, la estancia de las mujeres y el tálamo conyugal. El androceo era una habitación cuadrangular próxima a la entrada y estaba provista de una plataforma elevada, que corría a lo largo de las paredes, sobre la que se disponían los divanes. Solía poseer también una antesala. El gineceo se encontraba normalmente en el piso de arriba o en la zona más apartada de la calle. Junto a él estaba el tálamo conyugal, la alcoba de ambos esposos, donde se guardaban también los objetos más preciosos como vajillas, muebles y dinero. Otras habitaciones podían tener un uso flexible.
Los suelos eran de tierra apisonada o mortero y únicamente el patio estaba pavimentado con losas de piedra. Las paredes recibían un simple enlucido o encalado. El mobiliario era muy escaso, podía transportarse de habitación en habitación y comprendía básicamente mesas, sillería, arcones, lámparas, braseros, hornillos y yacijas. Las colgaduras de tela que decoraban las paredes, las telas y cojines de sillas y divanes proporcionaban un ambiente cálido.
Algunas estancias que sólo tenían acceso desde la calle debían ser tiendas o talleres, donde solía trabajar el propietario de la casa. Las casas rurales tenían una disposición similar, aunque con instalaciones específicas (vallados, colmenas de barro, etc.), y muchas de ellas estaban dotadas de una torre que hacía las veces de almacén y defensa.
A finales del siglo V y principios del IV podemos datar la introducción de importantes innovaciones: las casas se hicieron más espaciosas y lujosas (Dem., 23.206-208), el patio se convirtió en un peristilo rodeado de columnas (cfr. Platón, Protágoras, 314d), en las habitaciones principales comenzaron a emplearse suelos de mosaicos, normalmente de teselas negras y blancas, y apareció la pintura mural y el estuco de viva policromía, imitando manipostería y sillería isodómica.
Durante la época helenística las casas ricas se construyeron aún más amplias y opulentas y los mosaicos y las pinturas, ambos de profuso colorido, se hicieron más frecuentes. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario