domingo, 24 de diciembre de 2017

Atlas histórico del mundo griego antiguo Adolfo J Domínguez José Pascual Capítulo 39 El mundo helenístico a partir del siglo II y la intervención de Roma

Desde finales del siglo III el mapa político del Oriente helenístico se transformó radicalmente debido sobre todo a la irrupción de Roma, que en unos cincuenta años logrará someter buena parte del Mediterráneo oriental. Con todo, la política romana en el Oriente en modo alguno puede reducirse a un esquema simple y unitario de desarrollo lineal en el que los romanos pensaran desde el principio, como finalidad última, en imponer su dominio absoluto sobre el mundo helenístico. Ciertamente Roma supo conservar su unidad de acción, mientras se enfrentaban entre sí los diversos Estados helenísticos, pero su política conoció a lo largo de este período momentos de firmeza, de prudencia y también de vacilación. En realidad, las razones de la expansión romana en el Mediterráneo oriental son múltiples y operan de diferente forma según la situación concreta, así es posible encontrar los temores hipotéticos a la ruptura del inestable equilibrio político helenístico; la tranquilidad y seguridad de Roma que llevaban al aniquilamiento del enemigo; el filhelenismo más o menos sincero; los intereses y la división de la propia nobilitas (la oligarquía patricio-plebeya gobernante) o la intención de desviar la atención de los problemas internos; los deseos de poder de los grandes generales y la presión de los grupos mercantiles y financieros –los equites (caballeros) que veían la oportunidad de hacer fortuna en la explotación económica del Oriente– y de la plebe, menos beneficiada, pero sensible a las riquezas que traían los soldados. Como fruto de todo ello, es posible establecer una serie de fases en dicha expansión romana en el Oriente: un primer período de hegemonía, entre 200 y 188, sin incorporación de estados, en el que la intervención romana busca una situación de equilibrio debilitante de modo que ningún Estado pudiera despuntar y amenazar los intereses romanos; una segunda etapa, tras 188, en la que Roma multiplicó los estados en el Oriente en un intento de crear lo que podríamos llamar un equilibrio pluriestatal; posteriormente, se puede esbozar una fase intermedia de transición que se desarrolla entre 168 y 146 y en la que se ensaya una atomización política aún más profunda y, finalmente, después de 146, un período de imperialismo ilimitado con anexiones y presencia armada permanente.
Los precedentes inmediatos de la intervención romana en el Mediterráneo oriental se sitúan en las guerras ilirias y en la Primera Guerra Macedónica. Los ilirios ocupaban gran parte de la costa oriental del Adriático y, a lo largo del siglo III, habían logrado consolidar un reino de notable extensión y fuerza, que amparaba las actividades piráticas ili- rias las cuales, desde 235, habían llegado a amenazar el tráfico marítimo del Adriático, lesionando los intereses de los comerciantes itálicos. En la Primera Guerra Ilírica (229- 228) una fulgurante campaña romana en Iliria redujo drásticamente el poder marítimo ilirio y estableció un protectorado romano sobre la costa ilírica del Adriático (Paz de 228). Años después, fue necesaria otra guerra para expulsar a Demetrio de Faros que se había hecho con el control del reino ilirio y alentaba la piratería (Segunda Guerra Ilírica, 221-219).
En 215, Filipo V de Macedonia estableció una alianza con Aníbal con la intención de suplantar a los romanos en el Adriático, dando comienzo a la Primera Guerra Macedónica (215-205). Roma respondió firmando un tratado con los etolios (212) pero Filipo V forzó a estos últimos a establecer una paz por separado (206). Los romanos acabaron por enviar un cuerpo expedicionario que obligó a Filipo a rubricar la Paz de Fénice (205) que aseguraba el control romano del Adriático. La paz no detuvo sin embargo las ambiciones de Filipo V. El rey de Macedonia extendió su control en el Egeo y estableció un acuerdo con Antíoco III para repartirse las posesiones exteriores egipcias (203/2; Plb., 3.2.8, 15.20; Livio, 31.14), pero Pérgamo y Rodas, inquietas por el expansionismo macedonio, solicitaron la ayuda de Roma, que declaró la guerra a Macedonia (Segunda Guerra Macedónica, 200-197). Las tropas romanas desembarcaron en Grecia y, tras dos años de campañas poco concluyentes, el cónsul Tito Quincio Flaminino se atrajo a la Confederación aquea y al rey Nabis de Esparta y obtuvo una victoria decisiva en la batalla de Cinoscéfalas (junio de 197), donde las legiones aplastaron a la falange macedonia que se mostró demasiado rígida en terreno accidentado en el cual se dislocaba y perdía su capacidad combativa (Plb., 18.18-27; Livio, 33.6-10; Plu. Flaminino, 7-8). Filipo tuvo que firmar la Paz del Tempe (196) por la cual Macedonia quedó reducida a su propio territorio, se comprometió a pagar una fuerte indemnización de guerra y se limitaron sus efectivos militares (Plb., 18.33, 44; Livio, 33.11-13, 24, 30). En los Juegos ístmicos del 196, Flaminino declaró que todos los estados griegos serían libres y autónomos (Plb., 18.46) pero se trataba en realidad de una libertad vigilada, que llevaba, en la práctica, al enfrentamiento entre las diversas póleis y a la intervención constante de la potencia garante de esa pretendida libertad: Roma.

En Asia, en 196, Antíoco III (223-187) comenzó a ocupar las posesiones lágidas y macedonias de Asia Menor, Tracia y el Helesponto. En 195, firmó la paz con Tolomeo V por la cual a Egipto sólo le quedaban Chipre y la Cirenaica como pertenencias exteriores. Roma, fiel entonces a una política de equilibrio en el Oriente, exigió al seléucida que renunciara a las ciudades de Asia y que no tratara de cruzar a Europa. La negativa de Antíoco llevó a la guerra (Guerra contra Antíoco III, 192-188). Antíoco, contando con la alianza de los etolios, desembarcó en Grecia, pero los cónsules Acilio Glabrio y Cor- nelio Escipión con la ayuda de Filipo V le derrotaron en las Termopilas(191) y le obligaron a regresar a Asia. Más tarde las legiones romanas cruzaron a Asia y destrozaron al ejército seléucida en la batalla de Magnesia del Sipilo (189, Livio, 37.37-44). Mediante la Paz de Apamea (188; Plb, 21.24, 42-43; Livio, 38.38) Antíoco se retiraba más allá de la línea del Tauro, el reino quedaba desmilitarizado, debía pagar una fuerte indemnización de guerra y entregar rehenes. Pérgamo extendió su reino en Asia Menor y el Heles-ponto y Rodas obtuvo Licia y Caria. Al mismo tiempo, los romanos derrotaron a los etolios y les forzaron a abandonar sus posesiones en Grecia central. La Paz de Apamea marca, pues, un momento crucial en la historia del mundo helenístico. A partir de entonces ninguno de los tres grandes poderes desempeñará un papel político relevante y a la política romana de equilibrio de potencias e ideal de libertad sucedía ahora la multiplicación de estados de importancia limitada en la que los más fieles serían recompensados.

La Paz de Apamea no inauguró un período pacífico sino que, en lo externo, surgieron nuevos conflictos y, en lo interno, los estados comenzaron a dividirse entre una aristocracia prorromana y una mayoría contraria a Roma. Tras Apamea, Eumenes II de Pérgamo venció a los gálatas y luego a Farnaces del Ponto y a Prusias de Bitinia, pero se atrajo la desconfianza de Rodas que veía amenazadas sus posiciones en Asia Menor y el tráfico marítimo en los Estrechos. Ante tantos enfrentamientos y presiones, sometida también a sus propias tensiones e intereses, la política romana se tornó cada vez más agresiva.
Después de su derrota en 197, Filipo dedicó el resto de su reinado a la restauración interna de Macedonia respetando escrupulosamente la Paz del Tempe. Su hijo Perseo (179- 168) prosiguió la política de fortalecimiento de Macedonia y trató de extender, por medios pacíficos, su influencia en Grecia. Sin embargo, las intrigas de Pérgamo y los recelos romanos provocaron una nueva guerra, que tenía la intención de acabar definitivamente con Macedonia (Tercera Guerra Macedónica, 172-168). Una vez más, ahora bajo el mando del cónsul Paulo Emilio, las legiones romanas destrozaron a la falange macedonia en la batalla de Pidna (168). Perseo se entregó a los romanos, la monarquía fue abolida y el reino dividido en cuatro regiones (merides), cuyos centros respectivos eran Anfípolis, Tesalónica, Pela y Heraclea Lincesta, quizá con la posibilidad de reunirse en una asamblea común (Livio, 45.18, 29, 32, véase mapa capítulo 40). En Iliria se suprimió la monarquía y el reino se repartió en tres estados autónomos y tributarios. El Épiro, que había abolido la monarquía de los eácidas en 232, fue arrasado y cincuenta mil de sus habitantes vendidos como esclavos. Roma abandonaba la política de equilibrio pluriestatal de poderes limitados, imperante tras la Paz de Apamea, y ensayaba ahora una atomización y debilidad política profunda que no iba a respetar ni siquiera a los viejos aliados. En efecto, puesto que Roma no necesitaba ya ni de Rodas ni de Pérgamo, las relaciones con el reino pergameno se deterioraron rápidamente, los rodios fueron privados de sus territorios continentales y la declaración de Delos como puerto franco (167) arruinó su riqueza.
Años después, un aventurero, Andrisco, quiso aprovechar el sentimiento monárquico y el odio hacia los oligarcas prorromanos y se proclamó rey de Macedonia (149) haciéndose pasar por hijo de Perseo. Cecilio Metelo y las legiones romanas nuevamente batieron a la falange macedonia en Pidna (148) y Andrisco fue capturado y ejecutado. Macedonia fue anexionada y se convirtió en provincia romana, la primera que Roma instituía en el Oriente.
Al tiempo que estos acontecimientos se desarrollaban en Macedonia, los aqueos, creyendo contar con la complacencia romana, atacaron con éxito a los espartanos tratando, así, de incluir a todas las ciudades peloponesias en la Confederación, pero Roma declaró libres a varias ciudades y ordenó a los aqueos que les permitieran abandonar la organización federal (Paus., 7.14-16). La negativa aquea condujo a la guerra, que se decidió en la campaña de 146 cuando el cónsul Lucio Mummio aplastó a las tropas aqueas y arrasó hasta los cimientos la capital federal, Corinto. La Confederación aquea fue disuelta, las ciudades que habían combatido a los romanos quedaron sometidas a la supervisión del gobernador de Macedonia y en el resto se introdujeron gobiernos prorromanos.
En el reino seléucida, tras la muerte de Antíoco III (187), Seleuco IV (187-175) fue asesinado. El reinado de su sucesor, Antíoco IV (175-164) supuso un cierto alivio y el nuevo rey revitalizó la colonización griega y llegó a invadir Egipto, pero una comisión senatorial le obligó a retirarse. Su muerte abrió un período confuso y sangriento pleno de asesinatos y usurpaciones en medio del cual los partos conquistaron el Irán y Meso- potamia. Antíoco VII Sidetes (139-129) trató de frenar a los partos pero su expedición en el Irán, la última gran empresa de la monarquía, acabó en una derrota. A su muerte, el reino, reducido a Siria, se hundió en una última etapa de luchas dinásticas en el curso de la cual Tigranes de Armenia se hizo con la corona (83-69). Por último, tras la derrota de Armenia a manos romanas, Pompeyo convirtió lo que quedaba del viejo reino seléucida en la provincia romana de Siria (64).
En Asia Menor, en 133, el rey Eumenes III de Pérgamo legó su reino a Roma, que tras la revuelta de Aristónico (133-129), quedó anexionado como provincia romana de Asia. Mitrídates VI, que había accedido al trono del Ponto en 112, lideró a partir de entonces la lucha contra Roma y trató de extender su influencia en Asia Menor, el Mar Negro e incluso en parte de Grecia. Sin embargo, el cónsul Sila derrotó a las tropas del Ponto en Grecia central, ocupó Atenas (86) y obligó a Mitrídates a firmar la Paz de Dárdanos (85) por la cual el rey se retiraba de todas sus posesiones exteriores (Primera Guerra Mitridática, 89/8-85). Poco después, estalló una nueva guerra que acabó en una paz bastante precaria (Segunda Guerra Mitridática, c. 83-81). Finalmente, en 74, el Ponto, contando con la ayuda de Armenia, volvió a entrar en guerra contra Roma pero esta vez Pompeyo derrotó decisivamente a Mitrídates (68), ocupó el Ponto y sometió Armenia. Mitrídates VI se refugió en sus posesiones de Ucrania y el sur de Rusia donde la revuelta de su hijo Farnaces le obligó a quitarse la vida (63). Acto seguido, Pompeyo procedió a reorganizar el Oriente: la práctica totalidad de la costa asiática del Mediterráneo quedó repartida en provincias romanas, mientras que en el interior de Anatolia y en Judea se establecían estados clientes.
En los márgenes orientales del Helenismo, el reino greco-bactriano se extendió a Sogdiana, Aria y Margiana bajo el rey Eutidemo I a principios del siglo II. Su sucesor Demetrio I (184-171) sometió Aracosia y Drangiana y quizá también Gedrosia. En 171 usurpó el trono Eucrátides. Con su hijo Heliocles tendrá lugar el hundimiento del reino ante las acometidas de los tocarios. Al sur del Hindu-Kush, en Paropamisos y Gandara, en el valle del Indo, se creó a principios del siglo II el reino greco-indio de Antímaco, que perduró largo tiempo. El reino pudo mantenerse en Gandara hasta 70, en el Alto Kabul hacia 50 y algún reyezuelo griego se conservaba todavía en las faldas del Paropamisos hasta 5 d. C.
En el Extremo Occidente, las buenas relaciones entre Marsella y Roma cristalizaron en la firma de una alianza (228-226) mediante la cual Roma reconocía la hegemonía de Marsella sobre las colonias griegas de la zona y sobre los pueblos de la Galia meridional. En 125, presionados por saluvios y ligures, los masaliotas solicitaron la ayuda de Roma, que creó la provincia de la Galia Narbonense (121), si bien Marsella conservó el
control de la región costera. Esta situación se mantuvo hasta 49 cuando, ante la pretensión de mantenerse neutral, Marsella fue sometida definitivamente por César.
El Oriente helenístico se vio afectado por la lucha entre los primeros y segundos triunviros. En 49 César derrotó en Farsalia (Tesalia) a Pompeyo, repuso a Cleopatra VII como reina única de Egipto y batió a Farnaces, que había invadido El Ponto. Poco tiempo después, Marco Antonio (42-30) trató de crear en Oriente un dominio político propio en el que Egipto constituiría el núcleo principal. Octavio vio en ello la posibilidad de eliminar a Antonio. En Accio, septiembre de 31, la flota de Octavio obtuvo una victoria definitiva. Al año siguiente, Octavio ocupó Egipto que, tras la muerte de Marco Antonio y Cleopatra, fue anexionado como provincia imperial. Finalmente, entre Augusto y Ves- pasiano, los últimos reinos clientes que quedaban en el Oriente fueron progresivamente transformados en provincias romanas.

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