Desde finales del siglo III el
mapa político del Oriente helenístico se transformó radicalmente debido sobre
todo a la irrupción de Roma, que en unos cincuenta años logrará someter buena
parte del Mediterráneo oriental. Con todo, la política romana en el Oriente en
modo alguno puede reducirse a un esquema simple y unitario de desarrollo lineal
en el que los romanos pensaran desde el principio, como finalidad última, en
imponer su dominio absoluto sobre el mundo helenístico. Ciertamente Roma supo
conservar su unidad de acción, mientras se enfrentaban entre sí los diversos
Estados helenísticos, pero su política conoció a lo largo de este período
momentos de firmeza, de prudencia y también de vacilación. En realidad, las razones
de la expansión romana en el Mediterráneo oriental son múltiples y operan de
diferente forma según la situación concreta, así es posible encontrar los
temores hipotéticos a la ruptura del inestable equilibrio político helenístico;
la tranquilidad y seguridad de Roma que llevaban al aniquilamiento del enemigo;
el filhelenismo más o menos sincero; los intereses y la división de la propia nobilitas (la oligarquía
patricio-plebeya gobernante) o la intención de desviar la atención de los
problemas internos; los deseos de poder de los grandes generales y la presión
de los grupos mercantiles y financieros –los equites (caballeros) que veían la oportunidad de hacer fortuna en
la explotación económica del Oriente– y de la plebe, menos beneficiada, pero
sensible a las riquezas que traían los soldados. Como fruto de todo ello, es
posible establecer una serie de fases en dicha expansión romana en el Oriente:
un primer período de hegemonía, entre 200 y 188, sin incorporación de estados,
en el que la intervención romana busca una situación de equilibrio debilitante
de modo que ningún Estado pudiera despuntar y amenazar los intereses romanos;
una segunda etapa, tras 188, en la que Roma multiplicó los estados en el
Oriente en un intento de crear lo que podríamos llamar un equilibrio
pluriestatal; posteriormente, se puede esbozar una fase intermedia de
transición que se desarrolla entre 168 y 146 y en la que se ensaya una
atomización política aún más profunda y, finalmente, después de 146, un período
de imperialismo ilimitado con anexiones y presencia armada permanente.
Los precedentes inmediatos de la
intervención romana en el Mediterráneo oriental se sitúan en las guerras
ilirias y en la Primera Guerra Macedónica. Los ilirios ocupaban gran parte de
la costa oriental del Adriático y, a lo largo del siglo III, habían logrado
consolidar un reino de notable extensión y fuerza, que amparaba las actividades
piráticas ili- rias las cuales, desde 235, habían llegado a amenazar el tráfico
marítimo del Adriático, lesionando los intereses de los comerciantes itálicos.
En la Primera Guerra Ilírica (229- 228) una fulgurante campaña romana en Iliria
redujo drásticamente el poder marítimo ilirio y estableció un protectorado
romano sobre la costa ilírica del Adriático (Paz de 228). Años después, fue
necesaria otra guerra para expulsar a Demetrio de Faros que se había hecho con
el control del reino ilirio y alentaba la piratería (Segunda Guerra Ilírica,
221-219).
En 215, Filipo V de Macedonia
estableció una alianza con Aníbal con la intención de suplantar a los romanos
en el Adriático, dando comienzo a la Primera Guerra Macedónica (215-205). Roma
respondió firmando un tratado con los etolios (212) pero Filipo V forzó a estos
últimos a establecer una paz por separado (206). Los romanos acabaron por
enviar un cuerpo expedicionario que obligó a Filipo a rubricar la Paz de Fénice
(205) que aseguraba el control romano del Adriático. La paz no detuvo sin
embargo las ambiciones de Filipo V. El rey de Macedonia extendió su control en
el Egeo y estableció un acuerdo con Antíoco III para repartirse las posesiones
exteriores egipcias (203/2; Plb., 3.2.8, 15.20; Livio, 31.14), pero Pérgamo y
Rodas, inquietas por el expansionismo macedonio, solicitaron la ayuda de Roma,
que declaró la guerra a Macedonia (Segunda Guerra Macedónica, 200-197). Las
tropas romanas desembarcaron en Grecia y, tras dos años de campañas poco
concluyentes, el cónsul Tito Quincio Flaminino se atrajo a la Confederación
aquea y al rey Nabis de Esparta y obtuvo una victoria decisiva en la batalla de
Cinoscéfalas (junio de 197), donde las legiones aplastaron a la falange
macedonia que se mostró demasiado rígida en terreno accidentado en el cual se
dislocaba y perdía su capacidad combativa (Plb., 18.18-27; Livio, 33.6-10; Plu.
Flaminino, 7-8). Filipo tuvo que
firmar la Paz del Tempe (196) por la cual Macedonia quedó reducida a su propio
territorio, se comprometió a pagar una fuerte indemnización de guerra y se
limitaron sus efectivos militares (Plb., 18.33, 44; Livio, 33.11-13, 24, 30). En
los Juegos ístmicos del 196, Flaminino declaró que todos los estados griegos
serían libres y autónomos (Plb., 18.46) pero se trataba en realidad de una
libertad vigilada, que llevaba, en la práctica, al enfrentamiento entre las
diversas póleis y a la intervención
constante de la potencia garante de esa pretendida libertad: Roma.
En Asia, en 196, Antíoco III
(223-187) comenzó a ocupar las posesiones lágidas y macedonias de Asia Menor,
Tracia y el Helesponto. En 195, firmó la paz con Tolomeo V por la cual a Egipto
sólo le quedaban Chipre y la Cirenaica como pertenencias exteriores. Roma, fiel
entonces a una política de equilibrio en el Oriente, exigió al seléucida que
renunciara a las ciudades de Asia y que no tratara de cruzar a Europa. La
negativa de Antíoco llevó a la guerra (Guerra contra Antíoco III, 192-188).
Antíoco, contando con la alianza de los etolios, desembarcó en Grecia, pero los
cónsules Acilio Glabrio y Cor- nelio Escipión con la ayuda de Filipo V le
derrotaron en las Termopilas(191) y le obligaron a regresar a Asia. Más tarde
las legiones romanas cruzaron a Asia y destrozaron al ejército seléucida en la
batalla de Magnesia del Sipilo (189, Livio, 37.37-44). Mediante la Paz de
Apamea (188; Plb, 21.24, 42-43; Livio, 38.38) Antíoco se retiraba más allá de
la línea del Tauro, el reino quedaba desmilitarizado, debía pagar una fuerte
indemnización de guerra y entregar rehenes. Pérgamo extendió su reino en Asia
Menor y el Heles-ponto y Rodas obtuvo Licia y Caria. Al mismo tiempo, los
romanos derrotaron a los etolios y les forzaron a abandonar sus posesiones en
Grecia central. La Paz de Apamea marca, pues, un momento crucial en la historia
del mundo helenístico. A partir de entonces ninguno de los tres grandes poderes
desempeñará un papel político relevante y a la política romana de equilibrio de
potencias e ideal de libertad sucedía ahora la multiplicación de estados de
importancia limitada en la que los más fieles serían recompensados.
La Paz de Apamea no inauguró un
período pacífico sino que, en lo externo, surgieron nuevos conflictos y, en lo
interno, los estados comenzaron a dividirse entre una aristocracia prorromana y
una mayoría contraria a Roma. Tras Apamea, Eumenes II de Pérgamo venció a los
gálatas y luego a Farnaces del Ponto y a Prusias de Bitinia, pero se atrajo la
desconfianza de Rodas que veía amenazadas sus posiciones en Asia Menor y el
tráfico marítimo en los Estrechos. Ante tantos enfrentamientos y presiones,
sometida también a sus propias tensiones e intereses, la política romana se tornó
cada vez más agresiva.
Después de su derrota en 197,
Filipo dedicó el resto de su reinado a la restauración interna de Macedonia
respetando escrupulosamente la Paz del Tempe. Su hijo Perseo (179- 168)
prosiguió la política de fortalecimiento de Macedonia y trató de extender, por
medios pacíficos, su influencia en Grecia. Sin embargo, las intrigas de Pérgamo
y los recelos romanos provocaron una nueva guerra, que tenía la intención de
acabar definitivamente con Macedonia (Tercera Guerra Macedónica, 172-168). Una
vez más, ahora bajo el mando del cónsul Paulo Emilio, las legiones romanas
destrozaron a la falange macedonia en la batalla de Pidna (168). Perseo se
entregó a los romanos, la monarquía fue abolida y el reino dividido en cuatro
regiones (merides), cuyos centros
respectivos eran Anfípolis, Tesalónica, Pela y Heraclea Lincesta, quizá con la
posibilidad de reunirse en una asamblea común (Livio, 45.18, 29, 32, véase mapa
capítulo 40). En Iliria se suprimió la monarquía y el reino se repartió en tres
estados autónomos y tributarios. El Épiro, que había abolido la monarquía de
los eácidas en 232, fue arrasado y cincuenta mil de sus habitantes vendidos
como esclavos. Roma abandonaba la política de equilibrio pluriestatal de
poderes limitados, imperante tras la Paz de Apamea, y ensayaba ahora una
atomización y debilidad política profunda que no iba a respetar ni siquiera a
los viejos aliados. En efecto, puesto que Roma no necesitaba ya ni de Rodas ni
de Pérgamo, las relaciones con el reino pergameno se deterioraron rápidamente,
los rodios fueron privados de sus territorios continentales y la declaración de
Delos como puerto franco (167) arruinó su riqueza.
Años después, un aventurero,
Andrisco, quiso aprovechar el sentimiento monárquico y el odio hacia los oligarcas
prorromanos y se proclamó rey de Macedonia (149) haciéndose pasar por hijo de
Perseo. Cecilio Metelo y las legiones romanas nuevamente batieron a la falange
macedonia en Pidna (148) y Andrisco fue capturado y ejecutado. Macedonia fue
anexionada y se convirtió en provincia romana, la primera que Roma instituía en
el Oriente.
Al tiempo que estos
acontecimientos se desarrollaban en Macedonia, los aqueos, creyendo contar con
la complacencia romana, atacaron con éxito a los espartanos tratando, así, de incluir
a todas las ciudades peloponesias en la Confederación, pero Roma declaró libres
a varias ciudades y ordenó a los aqueos que les permitieran abandonar la
organización federal (Paus., 7.14-16). La negativa aquea condujo a la guerra,
que se decidió en la campaña de 146 cuando el cónsul Lucio Mummio aplastó a las
tropas aqueas y arrasó hasta los cimientos la capital federal, Corinto. La
Confederación aquea fue disuelta, las ciudades que habían combatido a los
romanos quedaron sometidas a la supervisión del gobernador de Macedonia y en el
resto se introdujeron gobiernos prorromanos.
En el reino seléucida, tras la
muerte de Antíoco III (187), Seleuco IV (187-175) fue asesinado. El reinado de
su sucesor, Antíoco IV (175-164) supuso un cierto alivio y el nuevo rey
revitalizó la colonización griega y llegó a invadir Egipto, pero una comisión
senatorial le obligó a retirarse. Su muerte abrió un período confuso y
sangriento pleno de asesinatos y usurpaciones en medio del cual los partos
conquistaron el Irán y Meso- potamia. Antíoco VII Sidetes (139-129) trató de
frenar a los partos pero su expedición en el Irán, la última gran empresa de la
monarquía, acabó en una derrota. A su muerte, el reino, reducido a Siria, se
hundió en una última etapa de luchas dinásticas en el curso de la cual Tigranes
de Armenia se hizo con la corona (83-69). Por último, tras la derrota de
Armenia a manos romanas, Pompeyo convirtió lo que quedaba del viejo reino
seléucida en la provincia romana de Siria (64).
En Asia Menor, en 133, el rey
Eumenes III de Pérgamo legó su reino a Roma, que tras la revuelta de Aristónico
(133-129), quedó anexionado como provincia romana de Asia. Mitrídates VI, que
había accedido al trono del Ponto en 112, lideró a partir de entonces la lucha
contra Roma y trató de extender su influencia en Asia Menor, el Mar Negro e
incluso en parte de Grecia. Sin embargo, el cónsul Sila derrotó a las tropas
del Ponto en Grecia central, ocupó Atenas (86) y obligó a Mitrídates a firmar
la Paz de Dárdanos (85) por la cual el rey se retiraba de todas sus posesiones
exteriores (Primera Guerra Mitridática, 89/8-85). Poco después, estalló una
nueva guerra que acabó en una paz bastante precaria (Segunda Guerra
Mitridática, c. 83-81). Finalmente, en 74, el Ponto, contando con la ayuda de
Armenia, volvió a entrar en guerra contra Roma pero esta vez Pompeyo derrotó
decisivamente a Mitrídates (68), ocupó el Ponto y sometió Armenia. Mitrídates
VI se refugió en sus posesiones de Ucrania y el sur de Rusia donde la revuelta
de su hijo Farnaces le obligó a quitarse la vida (63). Acto seguido, Pompeyo
procedió a reorganizar el Oriente: la práctica totalidad de la costa asiática
del Mediterráneo quedó repartida en provincias romanas, mientras que en el
interior de Anatolia y en Judea se establecían estados clientes.
En los márgenes orientales del
Helenismo, el reino greco-bactriano se extendió a Sogdiana, Aria y Margiana
bajo el rey Eutidemo I a principios del siglo II. Su sucesor Demetrio I (184-171) sometió Aracosia y Drangiana y
quizá también Gedrosia. En 171 usurpó el trono Eucrátides. Con su hijo
Heliocles tendrá lugar el hundimiento del reino ante las acometidas de los
tocarios. Al sur del Hindu-Kush, en Paropamisos y Gandara, en el valle del
Indo, se creó a principios del siglo II el reino greco-indio de Antímaco, que
perduró largo tiempo. El reino pudo mantenerse en Gandara hasta 70, en el Alto
Kabul hacia 50 y algún reyezuelo griego se conservaba todavía en las faldas del
Paropamisos hasta 5 d. C.
En el Extremo Occidente, las
buenas relaciones entre Marsella y Roma cristalizaron en la firma de una
alianza (228-226) mediante la cual Roma reconocía la hegemonía de Marsella
sobre las colonias griegas de la zona y sobre los pueblos de la Galia
meridional. En 125, presionados por saluvios y ligures, los masaliotas
solicitaron la ayuda de Roma, que creó la provincia de la Galia Narbonense
(121), si bien Marsella conservó el
control de la región costera.
Esta situación se mantuvo hasta 49 cuando, ante la pretensión de mantenerse
neutral, Marsella fue sometida definitivamente por César.
El Oriente helenístico se vio
afectado por la lucha entre los primeros y segundos triunviros. En 49 César
derrotó en Farsalia (Tesalia) a Pompeyo, repuso a Cleopatra VII como reina
única de Egipto y batió a Farnaces, que había invadido El Ponto. Poco tiempo
después, Marco Antonio (42-30) trató de crear en Oriente un dominio político
propio en el que Egipto constituiría el núcleo principal. Octavio vio en ello
la posibilidad de eliminar a Antonio. En Accio, septiembre de 31, la flota de
Octavio obtuvo una victoria definitiva. Al año siguiente, Octavio ocupó Egipto
que, tras la muerte de Marco Antonio y Cleopatra, fue anexionado como provincia
imperial. Finalmente, entre Augusto y Ves- pasiano, los últimos reinos clientes
que quedaban en el Oriente fueron progresivamente transformados en provincias
romanas.
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